Oye, Dios, ¿por qué sufrimos?

Las explicaciones de la redención que hemos criticado en el capítulo anterior tuvieron como consecuencia una glorificación tal del dolor que a menudo los «consuelos» que no pocas personas piadosas ofrecen al que sufre se convierten en causa de ateísmo y cólera. Recordemos, por ejemplo, aquel desafortunado abate Boumisien de una novela de Flaubert que dice al Dr. Bovary, roto de dolor por la muerte de su mujer: «Uno tiene que someterse a los decretos de Dios sin murmurar, y hasta darle las gracias»; a lo que Charles Bovary no puede evitar responder: «¡Detesto a vuestro Dios!»1. A esas personas piadosas se les podría aplicar lo que dice Job a sus amigos: que son unos «médicos matasanos» (13, 4); es decir, unas personas que cuando intentan consolar logran precisamente lo contrario.

No es Dios quien produce el sufrimiento

D/VIRUS-ANTIBIOTICO: Para hablar del sufrimiento correctamente lo primero que necesitamos es no confundir el plano en que se sitúan las ciencias y el plano en que se sitúa la teología. La patogenia, por ejemplo, es una rama de la medicina que estudia cómo se han producido las enfermedades. Su aspiración consiste, pongamos por caso, en aislar el virus que causa una dolencia determinada. Lo logrará o no lo logrará, pero de una cosa podemos estar seguros: Nunca se le pasará por la cabeza afirmar que es Dios quien hace enfermar a nadie. He aquí una primera lección que nunca deberíamos olvidar: Hay muchos creyentes que todavía no saben distinguir el plano de la Causa Primera de todo cuanto existe (Dios) y el plano de las causas segundas que producen cada fenómeno particular. Como resultado de esa confusión piensan que Dios origina las enfermedades igual que si fuera un microbio maligno.

El Microbio por excelencia. Y, como tampoco saben hacer esa distinción por lo que al tratamiento de la enfermedad se refiere, convierten a Dios en el más eficaz de los antibióticos. Algo parecido podríamos decir con respecto a los terremotos. En el siglo XX a ningún sismólogo se le ocurrirá afirmar que Dios decidió una mañana sacudir la tierra; pero todavía se atreven a afirmarlo algunos creyentes poco ilustrados provocando en quienes les escuchan agresividad hacia ese Dios sádico. «Semejante "dios" -dice Fourez- sería un verdadero neurótico y lo mejor que podría hacerse por él es recomendarle un bien psicoanalista»2.

Naturalmente, no negamos que si Dios quisiera podría intervenir en el mundo al margen de las causas segundas, bien para producir un mal, bien para acabar con él. Eso es lo que llamamos un milagro. Pero ya veremos más adelante que Dios no tiene costumbre de actuar así (y, desde luego, mucho menos todavía si en vez de milagros se tratara de «antimilagros», es decir, de originar males). Mucho cuidado, pues, con expresiones del tipo de «Dios hace sufrir a los que ama» o la más popular de «Dios aprieta, pero no ahoga» (siempre me pareció bien que no ahogara, pero nunca pude entender por qué razón tenía que apretar).

Planteando el problema...

A nosotros no nos interesa ahora saber cómo se producen los diversos males. Esa tarea -una vez que hemos aclarado que Dios no interviene en ella para nada- se la dejamos a los científicos. Nuestra preocupación, como teólogos, es otra: ¿Por qué existe el sufrimiento?; ¿qué sentido tiene? Esta pregunta sí que afecta a Dios. Y, de hecho, haciéndose esa pregunta, muchos se han alejado de Él e incluso han negado su existencia. Recordemos algunos testimonios clásicos:

En «Los Hermanos Karamazov», de Dostoyevski, Iván -después de contar a su hermano Alíoscha una espeluznante escena: Un niño de ocho años devorado por una jauría de perros en presencia de su madre como castigo por haber lesionado, jugando, al lebrel favorito de un general- dice «si el sufrimiento de los inocentes es necesario para alcanzar la eterna armonía, demasiado cara han tasado esa armonía; no tenemos dinero bastante en el bolsillo para pagar la entrada. Así que me apresuro a devolver mi billete. Y cualquier hombre honrado tendría que hacer eso mismo cuanto antes. No es que no acepte a Dios, Alíoscha, pero le devuelvo con el mayor respeto ni¡ billete»3.

Más profundo es el célebre dilema de Epicuro sobre el que tendremos que volver después, cuando estemos en condiciones de darle una respuesta: «O Dios quiere evitar el mal, pero no puede, y entonces es impotente; o puede y no quiere, y entonces es malo; pero tanto en un caso como en otro no sería Dios»4. Recordemos, por último, la boutade de Stendhal que a Nietzsche le parecía suficientemente ingeniosa como para justificar, ella sola, toda la existencia del novelista francés: «La única excusa de Dios es que no existe».

No maltratar el misterio

No vendrá mal, antes de seguir adelante, recordar una antigua leyenda noruega:

El viejo Haakón cuidaba una cierta ermita. En ella se conservaba un Cristo muy venerado que recibía el significativo nombre de «Cristo de los Favores». Todos acudían a él para pedirle ayuda. Un día también el ermitaño Haakón decidió solicitar un favor y, arrodillado ante la imagen, dijo:

-Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la cruz. Y se quedó quieto, con los ojos puestos en la imagen, esperando una respuesta. De repente -¡oh, maravilla!- vio que el Crucificado comenzaba a mover los labios y le dijo:

-Amigo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición; que, suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar siempre silencio.

-Te lo prometo, Señor.

Y se efectuó el cambio. Nadie se dio cuenta de que era Haakón quien estaba en la cruz, sostenido por los cuatro clavos, y que el Señor ocupaba el puesto del ermitaño. Los devotos seguían desfilando pidiendo favores y Haakón, fiel a su promesa, callaba. Hasta que un día...

Llegó un ricachón y, después de haber orado, dejó allí olvidada su bolsa. Haakón lo vio, pero guardó silencio. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas más tarde, se apropió de la bolsa del rico. Y tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él, poco después para pedir su protección antes de emprender un viaje. Pero no pudo contenerse cuando vio regresar al hombre rico quien, creyendo que era ese muchacho el que se había apoderado de la bolsa, insistía en denunciarlo. Se oyó entonces una voz fuerte:

-¡Detente!

Ambos miraron hacia arriba y vieron que era la imagen la que había gritado. Haakón aclaró cómo habían ocurrido realmente las cosas. El rico quedó anonadado y salió de la ermita. El joven salió también porque tenía prisa para emprender su viaje. Cuando por fin la ermita quedó sola, Cristo se dirigió a Haakón y le dijo:

-Baja de la cruz. No vales para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio. 

-Señor -dijo Haakón confundido-, ¿cómo iba a permitir esa injusticia?

Y Cristo le contestó:

-Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa, pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una mujer. El pobre, en cambio, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo. En cuanto al muchacho último, si hubiera quedado retenido en la ermita no habría llegado a tiempo de embarcar y habría salvado la vida, porque has de saber que en estos momentos su barco está hundiéndose en alta mar.

Hasta aquí la leyenda. Naturalmente, no debemos interpretarla como invitación al fatalismo: «pase lo que pase, más vale no actuar»; sino como una llamada a no maltratar el misterio. A nosotros nos faltan demasiados datos para atrevernos a juzgar la conducta de Dios. Es necesario, sin duda, procurar comprender hasta donde podamos -y es lo que vamos a intentar en estas páginas- , pero después será también necesario saber guardar respetuoso silencio ante un misterio que supera nuestra capacidad. «Ahora vemos confusamente, como en un espejo de adivinar -decía Pablo-, mientras que entonces (en el último día) veremos cara a cara» (1 Cor 13, 12).

Me parece que esa es la principal enseñanza del libro de Job. Aquel hombre, tan duramente probado por el sufrimiento, pronuncia un largo alegato, a lo largo del cual las quejas contra Dios se entrecruzan con las manifestaciones de confianza, y por fin concluye su discurso con un grito desafiante: «¡Aquí está mi firma!, que responda el Todopoderoso; que mi rival escriba su alegato» (31, 35). Pero, para sorpresa suya, cuando Dios toma por fin la palabra, en vez de responder a sus interrogantes le lanza a su vez una catarata de preguntas: «¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra? Dímelo, si es que sabes tanto. ¿Quién señaló sus dimensiones? -si lo sabes-, ¿o quién le aplicó la cinta de medir? (... ) ¿Has mandado en tu vida a la mañana o has señalado su puesto a la aurora? (... ) ¿Has entrado por los hontanares del mar o paseado por la hondura del océano?, etc., etc.» (caps. 38-41). 

Job comprende lo que Dios quiere darle a entender y exclama: «Me siento pequeño, ¿qué replicaré? Me taparé la boca con las manos. He hablado una vez, y no insistiré. Dos veces, y no añadiré nada» (40, 4-5). Sin duda, a Job le quedan todavía muchos interrogantes. Casi nos atreveríamos a decir que todos. Pero ahora comprende que, si decidió fiarse de Dios cuando le comprendía, tiene también sentido seguir confiando en El, con un acto de fe desnuda, incluso en aquellos momentos en que no acaba de entenderle.

Por otra parte, el Nuevo Testamento, lejos de resolver el misterio del mal, lleva su escándalo hasta el paroxismo: «Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 1, 23). Parece como si, a aquellos que arguyen contra el mal, Dios les contestara reforzando aún más sus argumentos y mostrándoles que el mal llega más lejos, mucho más lejos, de lo que nadie habría podido imaginar: ¡El mal afecta al mismo Dios!

Pues bien, a pesar de esta recomendación que nos hacemos a nosotros mismos para no maltratar el misterio, vamos a intentar, «con temor y temblor», indagar por qué existe el sufrimiento. Al fin y al cabo, la Iglesia siempre ha dicho que la fe debe ser un rationabile obsequium...

El sufrimiento, un compañero inevitable

Ante todo, parece útil distinguir el mal físico y el mal moral. El primero lo produce la naturaleza -va desde los cataclismos hasta las enfermedades y la muerte- y el segundo es aquel que los hombres provocamos con nuestra conducta: guerras, opresión, etc.

MAL/CAUSAS: El mal físico es una consecuencia de la finitud. Para que el agua, por ejemplo, produzca todos sus buenos efectos (apagar la sed, regar los campos, etc.) tiene que ser agua. Pero si es agua, también pueden seguirse consecuencias negativas, como que uno se ahogue en ella. Los pies del caballo son magníficos para correr pero no le permiten coger cosas. Nuestras manos, en cambio, son idóneas para coger cosas, pero no sirven para correr. La lluvia es muy buena para el agricultor, pero perjudica a los excursionistas... En definitiva, que una característica de la finitud consiste en que cada perfección resulta también un límite. No se puede ser todo a la vez, igual que un círculo no puede ser a la vez un cuadrado. Quizás el «círculo cuadrado» sería la criatura perfecta, pero eso nos indica que imaginar un mundo donde el mal no tuviera cabida sería tanto como imaginar un mundo infinito. Por eso sólo Dios puede estar totalmente, libre del mal físico.

En cuanto al mal moral, es una consecuencia del abuso que hacemos de la libertad. El hombre no se distingue del animal solamente porque es capaz de mayor altruismo, sino también porque es capaz de mayor abyección y de más refinada crueldad. De hecho, si somos sinceros tendremos que reconocer que una gran parte de los males que deploramos son producto directo de la voluntad humana, y un observador «ajeno a la carrera» se preguntaría por qué nos obstinamos en buscar los medios de torturarnos, empleando en ello un ingenio y tenacidad dignos de mejor causa. Homero, en La Odisea, hace decir a Zeus: «Los mortales se atreven, ¡ay!, siempre a culpar a los dioses porque dicen que todos sus males nosotros les damos; y son ellos los que, con sus locuras, se atraen infortunios que el Destino jamás decretó»5.

Así, pues, unos sufrimientos proceden de la condición finita de los seres humanos y otros del mal uso que hacen de su libertad. Pero, si esto es así, parece necesario concluir que Dios no podía crear seres humanos totalmente libres de sufrimientos, porque el ser humano no puede dejar de ser a la vez finito (a diferencia de Dios) y libre (a diferencia de los animales). La alternativa para el Creador no consistía en crear a los seres humanos expuestos al sufrimiento o crearlos protegidos de él, sino en crear a los seres humanos expuestos al sufrimiento o no crearlos en absoluto. Como decía Bemard Shaw, «el mundo no hubiera sido creado si su Hacedor hubiese temido causar trastornos»6.

En este sentido es correcto decir que Dios no quiere el mal, pero lo permite porque sabe que es una consecuencia inevitable de la creación. Dios debió considerar que, a pesar de todo, el mundo valía la pena. Y, de hecho, si exceptuamos algunas corrientes filosóficas como el existencialismo de la postguerra, el conjunto de los seres humanos también consideran que, a pesar de todos los pesares, es mejor vivir que no vivir.

El recurso al milagro

Una comprobación empírica de que Dios no quiere el mal es que Jesucristo «recorría las ciudades y aldeas curando todos los males y enfermedades en prueba de la llegada del Reino de Dios»7. Con ello estaba manifestando cómo sería una humanidad sometida totalmente al señorío divino.

Sin embargo, muchos más enfermos había en Israel. ¿Por qué Jesús sólo realizó 23 curaciones milagrosas? Incluso hoy, ¿por qué Dios no evita milagrosamente los sufrimientos más insoportables? En mi opinión la respuesta sólo puede ser ésta: Porque el recurso habitual al milagro es incompatible con la dignidad humana.

Lo explicó muy bien Tagore por lo que se refiere al mal físico:

«Un día que paseaba bajo un puente, el mástil de mi barco chocó contra uno de los arcos. No hubiera ocurrido nada si el mástil se hubiera inclinado varios centímetros, o si el puente se hubiera levantado como un gato que se arquea, o si el nivel del río hubiera descendido un poco. Ninguno de ellos hizo nada para ayudarme. Y precisamente por esta circunstancia podía yo servirme del río y navegar por él utilizando el mástil del barco, y cuando la corriente no me era favorable podía contar con el puente. Las cosas son lo que son, y nos es preciso conocerlas si queremos servirnos de ellas; y para eso es necesario que obedezcan a leyes físicas y no a nuestros caprichos».

Ese ejemplo muestra claramente que, gracias a que Dios ha dotado a la naturaleza de leyes fijas, y las respeta sin interferir en ellas con los milagros, el hombre puede estudiarlas y dominarlas poco a poco con su esfuerzo. Un Dios que se dedicara a levantar milagrosamente los puentes para evitar que los mástiles demasiado altos se quebraran, haría de nosotros «hijos de papá Dios»; no nos tomaría en serio.

Tampoco nos tomaría en serio un Dios que se empeñara en evitar milagrosamente el mal moral. ¿En qué quedaría la libertad si cada vez que yo quisiera insultar a alguien, las palabras no me salieran de la garganta; o si al empuñar el machete se transformara en una flor?

Otra parábola -la del hombre de las manos atadas- puede ayudarnos a verlo mejor:

«Érase una vez un hombre como los demás. Un hombre normal. Tenía cualidades positivas y negativas. No era diferente. Una noche, repentinamente, llamaron a su puerta. Cuando abrió se encontró a sus enemigos. Eran varios y habían venido juntos. Sus enemigos le ataron las manos. Después le dijeron que era mejor así; que así, con sus manos atadas, no podría hacer nada malo. (Se olvidaron decirle que tampoco podría hacer nada bueno). Y se fueron dejando un guardián a la puerta para que nadie pudiera desatarle.

Al principio se desesperó y trató de romper las ataduras. Cuando se convenció de lo inútil de sus esfuerzos intentó acomodarse a su nueva situación. Poco a poco consiguió valerse para seguir subsistiendo con las manos atadas. Inicialmente le costaba hasta quitarse los zapatos. Hubo un día en que consiguió liar y encender un pitillo. Y empezó a olvidarse de que antes tenía las manos libres. Mientras tanto su guardián le comunicaba día tras día las cosas malas que hacían en el exterior los hombres con las manos libres. (Se le olvidaba decirle las cosas buenas que hacían esos mismos y otros hombres con las manos libres). Pasaron muchos años. El hombre llegó a acostumbrarse a sus manos atadas. Y cuando su guardián le señalaba que gracias a aquella noche en que entraron a atarle, él, el hombre de las manos atadas, no podía hacer nada malo (no le señalaba que tampoco podía hacer nada bueno), el hombre empezó a creer que era mejor vivir con las manos atadas. Además, estaba tan acostumbrado a las ligaduras...

Pasaron muchos, muchísimos años. Un día sus amigos sorprendieron al guardián, entraron en la casa y rompieron las ligaduras que ataban las manos del hombre. "Ya eres libre" le dijeron. Pero habían llegado demasiado tarde. Las manos del hombre estaban totalmente atrofiadas».

Así, pues, el recurso habitual al milagro parece incompatible con la dignidad de los seres humanos . «Un Dios -escribía Nietzsche- que en el momento oportuno corta el resfriado, o induce a uno a subir al coche en el instante preciso en que empieza a llover a cántaros debería antojarse un Dios tan absurdo que, si existiese, habría que abolirlo»8.

Dios no es «Todopoderoso» todavía

¿Debemos suponer, entonces, que a Dios le resulta indiferente nuestro sufrimiento? Como El no sufre... Pero, ¿quién ha dicho que Dios no sufre? Desde luego, Platón y Aristóteles (para quienes el sufrimiento manifiesta siempre alguna imperfección), pero no la Biblia. Allí se afirma claramente que Dios sufre cuando el hombre sufre: «me da un vuelco el corazón, se me estremecen las entrañas» (Os 11, 8); «se han conmovido mis entrañas» (Jer 31, 20)... Y que nadie diga que eso son antropomorfismos, porque también son antropomorfismos las imágenes del Dios impasible que nos legó la filosofía griega.

Y es que un Dios a quien no le afectara el dolor de los hombres; a quien le resultara indiferente lo que ocurrió en Auschwitz o lo que ocurre en cada cama de hospital, no sería Dios. (Aclaremos que el sufrimiento de Dios del que habla el cristianismo no se debe a ninguna imperfección de su ser -como temían Platón y Aristóteles-, sino que es una consecuencia de su amor a los hombres. Dios no es atrapado por el sufrimiento, como nosotros, sino que se deja libremente alcanzar por él. Sufre por amor).

Entonces, si a Dios le importa tanto el sufrimiento de los hombres, ¿cómo no hace algo por evitarlo? En mi opinión, la única respuesta correcta es que hace todo lo que puede hacer... sin suprimir nuestra dignidad:

Ha puesto en nosotros la inteligencia para que, estudiando las leyes de la naturaleza, podamos vencer poco a poco los males físicos. «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla», dijo a la humanidad (Gen 1, 28).

Y nos ha redimido, llenándonos de su Espíritu, para vencer el mal moral, de forma que algún día empleemos la libertad para hacer el bien, y no para hacernos daño unos a otros. «Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para hacer el mal; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros» (Gal 5, 13).

Es decir, Dios ha querido luchar contra el mal a través de nosotros. Recordemos otra vez el dilema de Epicuro porque ahora estamos en condiciones de contestarle: «O Dios quiere eliminar el mal -decía- pero no puede, y entonces es impotente; o puede y no quiere, y entonces es malo; pero tanto en un caso como en otro no sería Dios».

La respuesta es: En efecto, Dios no puede suprimir el mal de repente sin anular al hombre. Nos ha tomado tan en serio que sólo acepta vencer el mal cuando sea simultáneamente nuestra propia victoria.

Ese fue el descubrimiento de aquel «Job del siglo XX» creado por Lippert:

«Cual relámpago me llega ahora una ardiente luz: ¿Será éste acaso tu propósito, tu maravilloso pensamiento: Que Tú sólo cierres tus puertas para que yo abra las mías de par en par de modo que los desdichados puedan venir a mí y a cada hombre que esté dispuesto a llorar con ellos ... ? ¿Será posible que todas las puertas que quieras dejar abiertas a los pobres y desdichados las hayas puesto en el corazón de tus santos? ¿Que sean ellos quienes, por tu encargo y voluntad, y en tu nombre, recojan todas las penas y escuchen todas las oraciones? Ah, entonces debo callar; entonces la quejumbrosa pregunta que te hice se tornaría en una anonadante acusación contra mí. ¿No escuchas, pues, nuestras preces?, te he preguntado; pero debería haber dicho: ¿Escucho yo las súplicas de todas tus oraciones? ¡Padre! ¡Señor y Dios! Ya veo lo que tengo que hacer, y me espanta la tarea: Tengo que hacerte bueno»9.

Aunque, quizás, más que «hacer bueno» a Dios deberíamos decir «hacerle poderoso». De acuerdo con lo escrito hasta aquí podríamos afirmar que la omnipotencia es un atributo escatológico de Dios. Se hará patente al final de los tiempos. Mientras en el mundo le quede algún poder al mal, Dios no es todavía «todopoderoso»; no todo está sometido a su señorío.

Líbranos, Señor, de los males pasados

D/OMNIPOTENCIA: Ni que decir tiene que ese «final de los tiempos» en que Dios será por fin todopoderoso es la «hora veinticinco»; o sea, la que llegará después de la última. En este mundo, por mucha inteligencia y mucho amor que derrochemos, el sufrimiento sólo podrá ser parcialmente eliminado. Incluso en la mejor de las sociedades que pudiéramos imaginar quedará siempre ese «último enemigo» que es la muerte (1 Cor 15, 26). Y, además, el menor sufrimiento de las generaciones futuras no resolvería las miserias de las generaciones anteriores.

Aunque sólo fuera considerando los sufrimientos que ya han tenido lugar descubriríamos que el mal no puede tener solución satisfactoria vistas las cosas desde la humanidad y sus aspiraciones más ambiciosas. Pero es que, como alguien ha dicho, la humanidad sin Cristo tiene tan poco sentido como una frase sin verbo (sin el Verbo).

Si intentamos ahora ver las cosas desde la mañana de Pascua adquieren otra perspectiva. Cuando Dios Padre resucitó a Jesús de entre los muertos le hizo justicia. Y aquí necesitamos recordar todas las afirmaciones paulinas sobre la incorporación de los cristianos a Cristo: Los cristianos con-sufren y con-mueren y con-resucitan; es decir, sufren, mueren y resucitan con Cristo.

Esa fuerza liberadora que la muerte y resurrección de Cristo ejercen sobre lo más oscuro de los sufrimientos de la humanidad es la que permite a los creyentes rezar aquel embolismo de la antigua misa latina que parafraseaba así la última petición del Padrenuestro: «Líbranos, Señor, de todos los males, pasados, presentes y futuros ... » .

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1. FLAUBERT, Gustave, Madame Bovary, Círculo de Lectores, Barcelona, 1965, p. 296.

2. FOUREZ, Gérard, Sacramentos y vida del hombre, Sal Terrae, Santander, 1983, p. 78.

3. DOSTOYEVSKI, Fiodor M. Los Hermanos Karamasovi (Obras completas, t. 3, Aguilar, Madrid, 10ª ed., 1973, p. 203).

4. Transmitido por LACTANCIO, De ira Dei, 13 (PL 7, 121).

5. HOMERO, La Odisea, canto 1 (Obras de Homero, Planeta, Barcelona, 2ª. ed., 1973, p. 516).

6. SHAW, Bemard, Pigmalión (Comedias escogidas, Aguilar, Madrid, 7ª. ed., 1979, p. 735).

7. VATICANO II, Ad gentes, 12 b.

8. NIETZSCHE, Friedrich, El Anticristo, n. 52 (Obras completas, t. 4, Prestigio, Buenos Aires, 1970, pp. 242-243).

9. LIPPERT, Peter, El hombre Job habla a su Dios, Jus, México, 2ª. ed., 1967, pp. 99- 102.

LUIS GONZÁLEZ-CARVAJAL
ESTA ES NUESTRA FE
TEOLOGIA PARA UNIVERSITARIOS
Sal Terrae, Bilbao-1996.Págs. 91-103