EL DIOS DE LOS PROFETAS

CONTRA UNA IMAGEN "LIGHT" DEL DIOS CRISTIANO

JOSE L. SICRE

La obsesión por Dios

Antes de entrar en cualquier tipo de imagen que los profetas o Jesús (el profeta definitivo) puedan tener de Dios lo primero que llama la atención es la importancia capital que adquiere en su vida. La mayoría de los cristianos tenemos a Dios como una realidad más entre otras muchas un objeto que sacamos del cajón especialmente los domingos. Incluso los menos teleadictos es posible que dediquen más tiempo semanal a ver programas de televisión que a ponerse en contacto con el Padre. Y aunque la palabra Dios es quizá una de las que más pronunciamos es probable que se repita en nosotros lo que ya denunciaba Isaías: Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí (Is 29,13). En Jesús y los profetas no ocurre esto. Dios es la atmósfera en la que se mueven de la que respiran. Mi alimento es cumplir el designio del que me envió y llevar a cabo su obra (Jn 4, 34). Por eso la oración de Jesús está inundada de esa obsesión por Dios.

Y el mayor sufrimiento para él y para los profetas consiste en ver cómo domina el mundo el olvido de Dios y la indiferencia ante El. Para no multiplicar citas innecesarias basta recordar que la primera petición del Padrenuestro, "santificado sea tu nombre" (o "proclámese que tú eres santo", como traduce la Nueva Biblia Española), aspira a que todo el mundo reconozca y cante la santidad de Dios. Evoca la visión de Isaías (c.6), donde los serafines proclaman el "Santo, Santo, Santo". Al canto de los serafines se oponen las infinitas melodías que acompañan nuestra vida: cantos al prestigio personal, la ambición de dominio, el poder, la faena, el dinero, el progreso, la cultura.... realidades que absolutizamos y que terminan haciéndonos olvidar al único digno de ser cantado y tenido en cuenta.

Seriedad con Dios

D/TREMENDO-FASCINANTE: Hace años, un obispo anglicano, Robinson, escribió un famoso libro que se tradujo al castellano con el titulo "Sincero para con Dios". (Propiamente, Honest to God significa "con toda sinceridad"). Parafraseando ese titulo, diría que una consecuencia inevitable de lo anterior es la seriedad con que Jesús y los profetas se toman a Dios. Los bandazos inevitables de la historia han hecho que pasemos del Dios justiciero, casi cruel, del que nos hablaban cuando niños (menos mal que estaba la Virgen para salvarnos a última hora), a un Dios blandengue, archicomprensivo, que todo lo acepta y perdona. Pienso que esta segunda imagen se acerca más a la realidad que la primera. Pero tampoco se adecúa plenamente a lo que dicen los profetas y Jesús. Basta leer la visión inaugural de Isaías (Is 6) o de Ezequiel (Ez 1-3), o los relatos de vocación de Amós, Oseas, Jeremías, igual que cualquier página del evangelio, para advertir que ellos se mueven en esa dialéctica de la que hablaba Rudolph Otto entre lo "tremendo" y lo "fascinante". El Dios de los profetas y de Jesús atrae, fascina, conmueve con su bondad, capacidad de perdón, su infinita acogida de los pecadores y débiles. Pero es también un Dios "tremendo", sobrecogedor, que no admite que tomemos a broma sus mayores deseos e intereses. Por eso, aunque nos moleste, todos ellos hablan a menudo del castigo, de la posibilidad de ser condenados.

Esta conciencia no se basa en teorías, sino en la experiencia personal. Entregarse a Dios y al cumplimiento de su designio es algo tremendamente serio y que puede exigir los mayores sacrificios. Amós lo advirtió al ser arrancado de su tierra y de su profesión para ser enviado a predicar al norte, donde necesariamente tenía que ser mal acogido por el simple hecho de su origen judío. Jeremías se enfrentó con el Dios serio y exigente que no acepta ninguna de sus excusas y lo fuerza a actuar como profeta, incluso después de las tremendas crisis que reflejan las "confesiones". Jesús lo experimentó sobre todo en la oración del huerto, cuando "ofreció oraciones y súplicas, a gritos y con lágrimas, al que podía salvarlo de la muerte" (Hebr 5,7). Y continúa el autor de la Carta a los Hebreos: "Dios lo escuchó, pero después de aquella angustia, Hijo y todo como era". Jesús, a pesar de sus "gritos y lágrimas", estaba preparado para esta hora. Había dicho que "si el grano de trigo no muere, no produce fruto". Sabía de antemano que ese Padre bondadoso y comprensivo iba a exigirle el mayor sacrificio. Y cuando se vive con esta conciencia no se puede proclamar una imagen descafeinada de Dios.

No sé cómo puede recuperar este aspecto la teología actual sin caer en el tremendismo antievangélico de otras generaciones. Pero sé que debe recuperarlo. En el fondo, una idea supersuave y supercomprensiva de Dios sólo sirve en muchos casos para justificar una actitud indolente ante la vida, sin exigencias ni compromisos. Una vida trivial lleva a una idea de Dios trivial y a una visión trivial del hombre. Todo pierde su peso y seriedad, todo resulta posible (al menos todo es comprensible), y el mundo puede seguir su aburrida marcha cansina, despreocupada. Naturalmente, olvidamos con esto las enormes injusticias que nos rodean, las angustias de millones de personas, el hambre, la sed, la enfermedad y la cárcel de los "hermanos pequeños" de los que habla Jesús en la parábola del Juicio Final. Nos centramos en nuestra cómoda y pequeña existencia y terminamos creándonos un Dios cómodo, que no perturbe nuestra vida ni amenace nuestro futuro. Conceptos como "pecado", "juicio", "infierno", "castigo", tan frecuentes en los profetas y en Jesús, los acomodamos a nuestros ridículos niveles o los suprimimos de un plumazo. Insisto en que no se trata de volver al tremendismo, sino de ser serios para con Dios y con la humanidad que sufre. Las lineas anteriores no ofrecen una solución del problema, pero pueden ayudar a planteárnoslo.

Por otra parte, el ámbito donde los profetas percibieron con mayor viveza la seriedad de Dios fue el de la historia. Los siguientes apartados se basan en lo que ellos dicen sobre este tema.

El Dios soberano

El primer rasgo con que aparece la acción de Dios en la historia es el de la soberanía. Isaías lo ha expresado de forma magnifica en el oráculo del c. 18, a propósito de la embajada de Cus (Etiopía). Es un momento de tensión internacional, cuando el rey de Cas, Sabaka, intenta coaligar a una serie de pequeños países para que se rebelen contra el dominio asirio. El oráculo se mueve en dos planos. Sobre la tierra reina la agitación: se envían correos por el mar, los mensajeros marchan ligeros, un pueblo temible y remoto se prepara para la guerra, se alza la enseña en los montes, se escuchan las trompetas... De repente cambia el escenario. La agitación humana contrasta con la serenidad de Dios. "Desde mi morada yo contemplo sereno, como el ardor deslumbrante del día, como nube de rocío en el bochorno de la siega" (v. 4). El imperio asirio no le inquieta; es una vid que extiende sus sarmientos e intenta enredar en sus zarcillos a toda la tierra. Pero, antes de que llegue a madurar, Dios "cortará los zarcillos ... arrancará y arrojará los sarmientos" (v. 5). Es una actitud soberana, casi despreocupada, la de Dios ante una gran crisis histórica. No se trata de desinterés, sino de poder absoluto de Aquel que puede poner fin a una pelea de niños en cuanto lo considere conveniente.

Esta majestad soberana de Dios, inmutable ante los hechos que atemorizan al hombre, se refleja en numerosos oráculos. Baste citar otros dos ejemplos:

"Ay, retumbar de muchedumbre, como retumbar de aguas que retumban; bramar de pueblos, como bramar de aguas caudalosas que braman. El les da un grito, y huyen lejos, empujados como tamo de los montes por el viento, como vilanos por el vendaval' (Is 17,12-13).

De nuevo se contraponen la agitación humana y la majestad de Dios. Los que al principio aparecen como una realidad terrible (la sonoridad del verso hebreo intenta producir ese temor) se revelan en realidad como inconsistentes, incapaces de oponer resistencia a la voz de Dios. El segundo texto reproduce la misma idea con una bella imagen.

"Mirad al Señor, que montado en una nube ligera entra en Egipto. Vacilan ante él los ídolos de Egipto, y el corazón de los egipcios se les derrite en el pecho" (Is 19,1).

El Dios oportuno

D/SILENCIO: Un segundo rasgo de la acción de Dios en la historia, insinuado en las lineas anteriores, es su oportunidad: no se adelanta ni se atrasa, llega en el momento fijado en el plan divino. Al hombre puede parecerle lo contrario, que Dios tarda en actuar. Es la tentación condenada por Isaías: "Ay de los que dicen: que se dé prisa, que apresure su obra para que la veamos, que se cumpla enseguida el plan del Santo de Israel para que lo conozcamos" (Is 5,19).

En realidad, Dios tiene fijado el momento exacto de su actuación; por ejemplo, ha decidido el instante histórico en que el gobierno del mundo antiguo pasará de manos de un imperio a otro; la única actitud posible es esperar con fe: "La visión espera su momento, se acerca su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse" (Hb 2,3). Estas palabras de Habacuc están cargadas de ironía: "si tarda ... ha de llegar sin retrasarse". Es el contraste entre el tiempo del hombre y el tiempo de Dios. Nosotros tenemos la impresión continua de que Dios no actúa en la historia, o de que tarda en hacerlo. Para Dios, su intervención ocurre en el momento exacto, "sin retrasarse". En definitiva, sólo Dios conoce el momento oportuno. Su acción se asemeja a la del campesino, que sabe actuar con medida y discreción cuando llega la hora adecuada. Es lo que nos enseña la hermosa parábola de Is 28, 23-29. a tarea agrícola distingue una serie de etapas: preparar el terreno, sembrar, trillar, hasta tener el grano limpio y entero. "Pero todo esto significa algo profundo; el campo del mundo, las etapas de la historia, el diverso trato del grano común y el precioso, el crecimiento histórico y la necesidad de sufrimiento y purificación. Este consejo de Dios es mucho más admirable, aunque sea difícil de entender. El misterio sencillo de la tarea agrícola abrirá los ojos para comprender el misterio extraño de la salvación histórica" (L. Alonso Schokel).

El Dios extraño

Este adjetivo, "extraño", define el tercer rasgo de la acción de Dios en la historia: no es fácil de entender, resulta extraña, sorprendente. Con este matiz presenta Isaías la acción punitiva que Dios va a realizar en su pueblo: "El Señor se alzará como en el monte Parás y se desperezará como en el valle de Gabaón, para ejecutar su obra, obra extraña, para cumplir su tarea, tarea inaudita" (28,21). Pero lo extraño de la acción divina no radica sólo en el contenido (castigo en vez de salvación); es también extraña en la forma. Un texto del c. 33 de Isaías refleja este dato perfectamente: "Ay de ti, devastador, nunca devastado; saqueador, nunca saqueado. Cuando termines de devastar te devastarán a ti, cuando termines de saquear te saquearán a ti" (33,1). La idea del castigo no se produce de inmediato; el saqueador tiene todavía algún tiempo para seguir saqueando y devastando. El castigo vendrá "cuando termine de devastar". Esto es incomprensible para nosotros. Resulta extraño, inadmisible. Pero el profeta le encuentra un sentido dentro de los planes de Dios, en ese tiempo medido del que hablábamos antes.

El profeta desconocido del destierro, Deuteroisaías, fue quien mejor formuló este carácter extraño de la acción divina en la historia, esta diferencia entre el modo de actuar de Dios y el que seguiría cualquiera de nosotros:

"Mis planes no son vuestros planes; vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del Señor-. Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes que vuestros planes" (/Is/55/08-09).

El Dios escandaloso

Estos dos últimos rasgos de la acción divina, lentitud y extrañeza, hacen que sea también escandalosa. El escándalo puede brotar de una decisión concreta de Dios, por ejemplo, cuando decide salvar a los desterrados por medio de un rey extranjero, Ciro, en vez de utilizar a un israelita, como antiguamente ocurrió con Moisés; o cuando decide aniquilar el falso punto de apoyo de la religiosidad popular, el templo (Jr 7, 1-14). Pero el escándalo puede brotar también de la "política permisiva" de Dios. Los casos de Jeremías y Habacuc son muy significativos en este aspecto.

"¿Por qué prospera el camino de los impíos, por qué tienen paz los hombres desleales?", pregunta Jeremías al Señor (/Jr/12/01). Es el momento en que el hombre se siente agobiado, anhela la intervención de Dios, y ésta no se produce o es de signo contrario al esperado. La superación del escándalo sólo es posible dentro de una perspectiva amplia de la historia, cuando se inserta el propio destino dentro del plan de Dios. Es la respuesta que Jeremías, después de aprender personalmente la lección, da a Baruc en nombre de Dios. Estamos en los últimos años del reino de Judá, cuando se avecina la deportación a Babilonia. Incluso es muy probable que ya haya tenido lugar la primera deportación (año 593 a. C.). Al parecer, Baruc, secretario y amigo de Jeremías, más que pensar en el destino del pueblo, se fija en su situación personal. Se queja de que "el Señor añade penas a mi dolor, me canso de gemir y no encuentro reposo". Y Dios le responde a través de su amigo y maestro: "Mira, lo que yo he construido, yo lo destruyo; lo que yo he plantado, yo lo arranco; ¿y tú vas a pedir milagros para ti? No los pidas" (/Jr/45/02-05). En el momento en que Dios arrasa con dolor su propia obra, en que arranca "la vid trasplantada de Egipto", no tiene sentido lamentarse de la propia desgracia. La única actitud correcta es insertar el propio destino en la situación de catástrofe y agradecer como don supremo la simple supervivencia ("tú salvarás tu vida como un despojo adondequiera que vayas": v.5). Si Jeremías y Baruc sufren el escándalo a partir de su situación personal, Habacuc lo experimenta a través de la situación política internacional. Este profeta ha vivido años difíciles. Primero, la opresión del imperio asirio; luego, cuando parecía que ésta iba a terminar, los egipcios se apoderaron de su patria, deponiendo al rey y nombrando en su lugar a un hombre ambicioso y despótico, Joaquín. Y entonces el profeta estalla:

"¿Hasta cuando clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré 'violencia' sin que salves?" (1,2).

No comprende que el Señor contemple tranquilamente las luchas y contiendas que se entablan en su tiempo. Entonces Dios le responde que piensa castigar al opresor egipcio mediante otro imperio, el babilónico (ver 1, 5-8). Pero la respuesta de Dios es insatisfactoria, porque los babilonios, con el paso del tiempo, resultan tan crueles y despóticos como los asirios y los egipcios. Y el profeta vuelve a quejarse a Dios: "Tus ojos son demasiado puros para mirar el mal, no puedes contemplar la opresión. ¿Por qué contemplas en silencio a los bandidos, cuando el malvado devora al inocente?" (1, 13). FE/ESCANDALO: La historia se convierte en motivo de escándalo, porque Dios contempla silencioso e impasible las maldades que se cometen en la tierra. Y Dios vuelve a responder al profeta con esa famosa frase que citará Pablo más tarde: "EI injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá gracias a su fidelidad" (2, 4). El injusto y el justo no son en Habacuc personas concretas; representan a los pueblos. Lo que el Señor le dice a Habacuc es que el poder imperialista no podrá subsistir. "Aunque saquee riquezas ... no triunfará; aunque se apodere de todos los pueblos y se adueñe de todas las naciones", se verá finalmente derrotado (cf. 2,8).

Debemos reconocer que esta segunda respuesta de Dios tampoco soluciona el problema. Porque nada asegura que después de los babilonios no surja otro imperio opresor. Y entonces la historia se convierte en un ciclo ininterrumpido de opresión y castigo del opresor. De aquí al fatalismo sólo hay un paso.

Sin embargo, Habacuc da un salto en el vacío. Igual que Job ante el mal, renuncia a solucionar el problema, se contenta con interpretarlo. Le basta saber que Dios no está de acuerdo con la opresión, que aniquila a todo poder imperialista, para aceptar el curso de la historia sin dejarse arrastrar por el escándalo que puede suponer la forma de actuar del Señor.

Si este escándalo llega a afectar a los profetas, no tiene nada de extraño que se dé con mayor fuerza aún entre sus oyentes. Entonces se sienten impulsados a rechazar el mensaje y burlarse del profeta. ¿A quién viene a adoctrinar, a quién viene a enseñar la lección? ¿A recién destetados, a niños apartados del pecho?" (Is 28,9). Escandaliza que Dios quiera salvar a su pueblo con una acción suave, semejante "al agua de Siloé, que corre mansa" (Is 8,6). O que Dios se convierta en "piedra de tropiezo y roca de precipicio para las dos casas de Israel, en lazo y trampa para los habitantes de Judá" (Is 8, 14). O que exija la rendición a los babilonios como única forma de salvar la vida (Jer 32, 8). Cuando se conoce a fondo la época de los profetas, tenemos la impresión de la que la historia es el mayor obstáculo para creer en Dios, el escándalo que hace tropezar en el camino hacia El. Por eso resulta aún más sorprendente que sea la misma historia la que fortalezca esa fe en Dios de los profetas. Ella, con sus vicisitudes, su lentitud agobiante en ciertos momentos, sus cambios repentinos en otros, aparece a los ojos de estos hombres como el lugar de la acción de Dios.

Estas páginas no agotan, ni de lejos, la rica imagen de Dios que tienen los profetas. Pero pueden ayudarnos a enriquecer la nuestra y a avanzar en el interminable camino del conocimiento de Dios.

José Luis Sicre SAL TERRAE 1988/06