Mártires alejandrinos

 

 

En el siglo III de nuestra era, hacia el año 250, en Alejandría (Egipto) entregaban generosamente su vida como testimonio y sacrificio agradable a Jesucristo, Santa Apolonia juntamente con otros mártires. Ya antes, a principios del mismo siglo, en el año 202, una valiente mujer esclava, Santa Potamiana, y contemporáneamente el  centurión que la acompañaba, entregaban su vida por Jesucristo al ser condenados a la ejecución por el sólo “delito” de ser cristianos.

 

Con respecto a Santa Apolonia  ofrecemos aquí el relato del obispo del lugar, San Dionisio, en una carta a Fabio, obispo de Antioquia. En cuanto a Santa Potamiana y San Basílide exponemos aquí lo que el gran historiador Eusebio de Cesárea narra en sus escritos.

Es nuestro deseo que estos hechos se impriman fuertemente en el alma de nuestros lectores, a la vez que elevamos nuestras oraciones a estos valientes santos a fin de que enriquecida nuestra alma con tan altos ejemplos nos animemos a amar a Dios por sobre todas las cosas, tal como Él mismo nos lo pide en el primero y principal de sus mandamientos.

 

 

Relato epistolar de San Dionisio acerca del martirio de Santa Apolonia y otros

(Alejandría, año 250)

 

“Yo y los que nos acompañaban caímos hacia la puesta del sol en poder de los soldados y fuimos conducidos a Taposiris (Abusir). La divina providencia quiso que Timoteo afortunadamente, no estuviera en casa, y no fue prendido.  Al llegar, la encontró vacía, custodiada por oficiales del prefecto, y se enteró de que se nos había capturado.

¿Y quién dirá los planes maravillosos de la divina dispensación? Pues quiero decir la pura verdad.

Timoteo, al huir lleno de turbación, se topó con un campesino que le preguntó la causa de aquella precipitación, y él le dijo la verdad. El campesino, que se dirigía a celebrar un banquete de bodas, fue y se lo contó a todos los comensales. Estos, por impulso unánime y como a señal convenida, se levantaron todos y, lanzándose a carrera tendida, llegaron enseguida y se echaron sobre nosotros entre alaridos.

Los soldados de nuestra escolta se dieron a la fuga sin más averiguar, y nuestros asaltantes se nos pusieron delante, tal como estábamos, tendidos sobre nuestros petates.

Por mi parte -Dios me es testigo- creí de pronto que se trataba de una tropa de bandidos que venían a robarnos y a saquearnos y, desnudo sobre mi camastro, sin más ropa encima que una camisa de lino, les iba a tender los demás vestidos que tenía allí al lado. Pero ellos dieron órdenes de que inmediatamente nos levantáramos y emprendiéramos a toda prisa la marcha.

Entonces caí en la cuenta del porqué de su venida, y empecé a dar gritos, rogándoles y suplicándoles que se fueran y nos dejaran en paz; o, si querían hacernos un favor, yo les pedía que fueran en busca de nuestros guardias y les llevaran mi propia cabeza cortada por sus manos.

Mientras yo decía todo esto a gritos, ellos me levantaron a viva fuerza. Yo me arrojé al suelo boca arriba, y ellos, tomándome de pies y manos, me sacaron a rastras. Me acompañaban en aquel momento Cayo, Fausto, Pedro y Pablo, a los que pongo por testigos de todo y los que me sacaron a escondidas de aquel pueblito y, montándome sobre un asno a pelo, me pusieron a salvo.

La persecución entre nosotros no comenzó por el edicto imperial, sino que se le adelantó un año entero.

Un adivino y hacedor de maldades de esta ciudad tomó la delantera, azuzando contra nosotros a las turbas paganas y encendiendo su ingénita superstición. Excitados por él y con las riendas sueltas para cometer toda clase de atrocidades, no hallaban otra manera de mostrar su piedad para con sus dioses sino asesinándonos a nosotros.

El primero, al que arrebataron, fue un viejo de nombre Metras, a quien a todo trance quisieron obligar a blasfemar. Al no lograrlo, le molieron a palos todo el cuerpo, y atravesaron su cara y sus ojos con cañas puntiagudas hasta que, arrastrándole al arrabal, allí le apedrearon.

Después, prendieron a una mujer cristiana de nombre Quinta, la llevaron ante el altar del ídolo y trataban de forzarla a que lo adorara. Como ella se negaba y abominaba de aquel simulacro, la ataron por los pies y la arrastraron por toda la ciudad por entre áspero empedrado, chocando con enormes piedras, a la par que la azotaban. Por fin, dando la vuelta al mismo sitio, allí la apedrearon.

Después de estas hazañas, toda aquella chusma, en tropel cerrado, se lanzó sobre las casas de los cristianos, e invadiendo las que cada uno conocía como vecinas, allí se entregaban a la destrucción, al saqueo y al pillaje.  Ponían aparte para sí los objetos y enseres más preciosos y lanzaban a la calle los más viles y fabricados de madera, para prenderles fuego. Aquello ofrecía el espectáculo de una ciudad tomada al asalto por el enemigo.

Los hermanos lograron escapar y retirarse a escondidas, y aceptaron con gozo la rapiña de sus bienes, de modo semejante a aquellos de los que habla la Carta a los Hebreos (1 0, 34). Y no tengo noticias de que nadie, si no fue tal vez uno, caído en sus manos, renegara del Señor en aquella ocasión.

Prendieron a la admirable virgen, anciana ya, Apolonia, a la que le rompieron a golpes todos los dientes y le destrozaron las mejillas.

Encendieron una hoguera a la entrada de la ciudad y la amenazaron con abrasarla viva, si no repetía a coro con ellos las impías blasfemias lanzadas a gritos.

Serapión fue sorprendido en su casa. Después de someterle a duros tormentos y descoyuntarle todos los miembros, lo arrojaron de cabeza del piso superior a la calle.

No había camino, ni calle, ni sendero por donde nos fuera posible dar un paso, sin que se oyeran los gritos amenazadores de la muchedumbre, que, quien no blasfemare, sería arrastrado y quemado vivo. Este estado de violencia duró mucho tiempo hasta que, sucediendo a la revuelta la sedición y guerra civil, aquellos desgraciados volvieron contra sí mismos la crueldad que hablan usado contra nosotros. Entonces respiramos por un momento, con la tregua que se impusieron a su furor contra nosotros.

Súbitamente tuvimos conocimiento del cambio sufrido por aquel imperio, antes tan benévolo a nosotros; y el pánico de las amenazas que se cernían sobre nosotros, cundió por todas partes.

Se promulgó el edicto, casi tan terrible como el profetizado por nuestro Señor, tal que los mismos elegidos, de ser posible, iban a sufrir escándalo. Lo cierto es que todos quedaron aterrados. De entre las gentes de más lustre, unos se presentaron inmediatamente, muertos de miedo; los que desempeñaban cargos públicos, se veían arrastrados por sus mismas funciones; otros, en fin, eran forzados por sus familiares.

Nominalmente llamados, se acercaban a los impuros y sacrílegos sacrificios: unos, pálidos y temblando, como si no fueran a sacrificar, sino a ser ellos mismos las víctimas sacrificadas e inmoladas a los ídolos. La numerosa chusma pagana que rodeaba los altares se burlaba de ellos, pues daban muestras de ser cobardes para todo: para morir por su fe y para sacrificar contra ella. Otros, en cambio, pocos en número, corrían más decididos a los altares, protestando que ni entonces ni antes habían sido cristianos. Sobre ellos pesa la predicción, bien verdadera, del Señor, de que difícilmente se salvarán. De los demás, unos siguieron a un grupo de éstos,

otros a otro, y el resto huyó. De los que fueron prendidos, unos resistieron hasta las cadenas y la cárcel, en las que se mantuvieron muchos días; pero luego, aun antes de presentarse ante el tribunal, abjuraron la fe; otros, tras soportar hasta cierta medida los tormentos, por fin también apostataron.

Hubo hombres firmes como bienaventuradas columnas del Señor, fortalecidos por él y dando pruebas de una fortaleza y constancia cual decía y convenía a la robusta fe que los animaba. Ellos se convirtieron en testigos admirables de su reino.

De entre estos el primero fue Juliano, enfermo de gota, incapaz de tenerse en pie ni de andar, que fue llevado ante el tribunal a hombros de otros dos cristianos. Uno de estos renegó de su fe sin más tardar. Pero el otro, de nombre Cronión y de sobrenombre Eunous o Inteligente, y el mismo viejo Juliano confesaron al Señor. Después de haber sido paseados por toda la gran ciudad en camellos, mientras eran azotados sobre las mismas bestias, por fin, rodeados por todo el pueblo, fueron quemados con cal viva.

Mientras los llevaban al suplicio, un soldado de nombre Besas que los acompañaba, se enfrentó con la chusma que los insultaba. Todos gritaron contra él, lo condujeron ante el tribunal y, tras cubrirse de gloria en esta gran guerra por la religión, le cortaron la cabeza al valerosísimo combatiente de Dios.

Otro, libio de nación y de nombre Macario (= Bendito), fue instado largamente por el juez para que renegara de la fe; pero, al rehusarse hasta el fin, fue quemado vivo. También Epímaco y Alejandro, después de haber pasado largo tiempo en la cárcel y haber soportado infinitos tormentos de garfios y azotes, fueron enterrados en cal viva.

Con ellos murieron cuatro mujeres. A Ammonaria, santa virgen, la mandó atormentar el juez muy a porfía, ya que ella había declarado que no pronunciaría palabra que él le mandase. Corno hizo verdadero su dicho, fue conducida al suplicio. Las demás: la muy venerable anciana Mercuria y Dionisia, madre de muchos hijos a los que, sin embargo, no amó por encima del Señor -por sentir el juez vergüenza de seguir atormentando sin objeto alguno y ser vencido por mujeres- murieron a filo de espada, sin pasar por los tormentos, pues los había sufrido por todas su abanderada Ammonaria.

También fueron entregados al prefecto, Heron, Ater e Isidoro, egipcios y, con ellos, un muchacho de quince años, de nombre Dióscoro. Antes que a nadie, el juez trató de seducir con palabras a Dióscoro, por suponerlo fácilmente reducible; y, luego, lo sometió a los tormentos, creyendo que cedería fácilmente a ellos; pero Dióscoro ni se dejó persuadir por razones ni se rindió a los tormentos. A los otros, después de desgarrarlos ferocísimamente, como se mostraron firmes en la fe, los mandó quemar vivos. A Dióscoro, en cambio, que se había públicamente cubierto de gloria y había respondido con la mayor cordura a las preguntas del interrogatorio, lo puso en libertad, lleno de admiración, alegando que le daba un plazo de tiempo para cambiar su modo de pensar. Al presente, el piadosísimo Dióscoro está con nosotros, reservado para más largo combate y más alto premio.

Nemesión, también egipcio, fue calumniosamente delatado de formar parte de una banda de salteadores. La calumnia era absurdísima y por eso el tribuno lo absolvió. Luego, fue denunciado como cristiano y llevado entre cadenas a presencia del prefecto. Este, con iniquidad extrema, lo sometió a dobles tormentos y azotes, más que a los bandoleros, y, por fin, lo mandó quemar vivo con éstos, después de honrar al bienaventurado con castigo semejante al de Cristo.

Todo un destacamento de soldados formado por Ammón, Zenón, Tolomeo, Ingenes y el viejo Teófilo, se hallaba ante el tribunal. Se estaba viendo la causa de un cristiano, el cual estaba a punto de renegar de su fe.

Estos soldados, que rodeaban el tribunal, empezaron a rechinar los dientes, hacían señas con el rostro, levantaban la mano y gesticulaban con todo el cuerpo. Muy pronto llamaron la atención de todos los asistentes al juicio. Pero ellos, antes de que alguno por otro motivo les echara mano, se adelantaron a subir corriendo al estrado, proclamándose cristianos.

Los jueces y los asesores temblaron de miedo. Allí se dio el caso de mostrarse los reos animosísimos para los tormentos que habían de sufrir y cobardes los jueces que habían de pronunciar sentencia. Los soldados salieron en triunfo del tribunal, jubilosos por haber dado testimonio de su fe; y era así que Dios triunfaba gloriosamente en ellos.

Muchísimos otros, por ciudades y aldeas, fueron hechos pedazos por los paganos. Haré mención de un solo caso, como ejemplo.

Isquirión administraba a sueldo los bienes de un magistrado, que le dio orden de sacrificar. Ante la negativa del criado, el amo lo injurió. El criado persistió en su actitud y el amo se propasó en malos tratos. Como todo lo soportaba Isquirión, el amo tomó un enorme palo con el que atravesó los intestinos y las entrañas del criado y así le quitó la vida.

¿A qué hablar de la muchedumbre de los que, errantes por montes y despoblados, perecieron de hambre y sed, de frío y enfermedades, o cayeron en poder de los salteadores o fueron pastos de las fieras? Los sobrevivientes son testigos de la elección y victoria de los demás. Como ilustración de muchos otros, quiero referir un solo caso.

Queremón, que había llegado a una edad muy provecta, era obispo de la ciudad llamada Nilópolis. Habiendo huido, junto con su mujer, a la montaña de Arabia, no volvió más; y, por más indagaciones que practicaron los hermanos, no pudieron dar con ellos ni con sus cadáveres.

Muchos fueron también los que en esa misma montaña de Arabia fueron hechos esclavos por los bárbaros sarracenos. Algunos de ellos, con grandes dificultades y a precio de oro, fueron rescatados; otros, todavía no.

Todos estos sucesos, hermano, te he referido para que conozcas cuántas y cuán graves calamidades nos sobrevinieron. Y los que más sufrieron, podrían contarlas mayores.

Los bienaventurados mártires habidos entre nosotros, que ahora son asesores de Cristo y partícipes de su reino y de su poder de juicio y con él pronuncian sentencia, recibieron a algunos de los hermanos caídos, culpables de haber sacrificado a los dioses. Viendo su conversión y penitencia y juzgando que podía ser aceptada aquel que no quiere absolutamente la muerte del pecador, sino su conversión, los admitieron en su compañía, los congregaron y recomendaron y consintieron que participaran de sus oraciones y comidas.”

 

 

Martirio de Santa Potamiana y San Basílide

(en Alejandría, hacia el año 202)

 

Basílide fue el séptimo de los discípulos de Orígenes que murió mártir. Era soldado y condujo al suplicio a la celebérrima Potamiana, sobre la que los naturales de la comarca cantan largos relatos hasta el presente.

Potamiana resplandecía, junto con el esplendor del alma, por la hermosura del cuerpo en la flor de la juventud.  Para conservar su pureza y virginidad en que se distinguía, tuvo que sostener innumerables combates contra pretendientes locamente enamorados. Soportó torturas espantosas y espeluznantes y, finalmente, murió quemada viva junto con su madre Marcela.

He aquí los detalles del martirio.

El juez Aquilas la sometió en todo su cuerpo a terribles torturas; luego, la amenazó con entregarla a los gladiadores para que la deshonrasen.

La joven se recogió interiormente por breve rato y, luego, le preguntaron qué resolución tomaba. Ella, según se dice, dio tal respuesta que los paganos juzgaron que había hablado impíamente. A su respuesta siguió inmediatamente la sentencia.

Basílide, uno de los soldados encargados de los condenados, la tomó y la llevó al lugar del suplicio. El populacho trataba de molestar a la virgen cristiana, insultándola con dichos obscenos. Pero Basílide lo impedía, rechazando a los contumeliosos y manifestando a Potamiana gran piedad y humanidad.

Conmovida por esa simpatía, la joven exhortó al alguacil a tener buen ánimo y le prometía que, apenas saliera de este mundo, le alcanzaría gracia de su Señor y no tardaría en pagarle lo que por ella había hecho. Dicho esto, le derramaron pez derretida en todo el cuerpo, lentamente y en pequeñas dosis. Ella sufrió noblemente el suplicio al que la sometieron.

Tal fue el combate sostenido por la celebérrima virgen.

Basílide no tuvo que aguardar mucho tiempo su recompensa. Sus compañeros de armas le pidieron que prestara juramento en un proceso; pero él afirmó que de ninguna manera le estaba permitido jurar, pues era cristiano y públicamente lo confesaba. Ellos creyeron que hablaba en broma; pero, al persistir en ello, fue conducido ante el juez, delante del cual repitió su negativa a jurar y su confesión de fe. Por esto fue arrojado a la cárcel.

Sus hermanos en Dios lo visitaban y le preguntaban el motivo de tan súbita y maravillosa conversión. El respondió que Potamiana se le habla aparecido tres días después del martirio y le había colocado una corona sobre la cabeza. Le dijo que había pedido gracia por él al Señor y que éste se la había otorgado, y que, en fin, vendría pronto a buscarlo.

Poco más tarde, los hermanos le dieron parte en el sello del Señor, o sea, el bautismo. Al día siguiente, fue decapitado como un glorioso mártir del Señor.