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PRIMEROS
ENCUENTROS CON JESÚS |
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La
vocación de los primeros Apóstoles Al día siguiente estaba allí de nuevo Juan y dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dijo: «He aquí el Cordero de Dios». Los dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús. Se volvió Jesús y, viendo que le seguían, les preguntó: «¿Qué buscáis?». Ellos le dijeron: «Rabbí (que significa Maestro), ¿dónde vives?». Les respondió: «Venid y veréis». Fueron y vieron dónde vivía, y permanecieron aquel día con él. Era alrededor de la hora décima. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y siguieron a Jesús. Encontró primero a su hermano Simón y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías (que significa el Cristo)». Y lo llevó a Jesús. Mirándolo Jesús le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Piedra)». Al
día siguiente determinó encaminarse hacia Galilea y encontró a
Felipe. Y le dijo Jesús: «Sígueme». Felipe era de Betsaida, ciudad
de Andrés y de Pedro. Encontró Felipe a Natanael y le dijo: «Hemos
encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley, y los
Profetas: Jesús de Nazaret, el hijo de José». Entonces le dijo
Natanael: «¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?». Le respondió
Felipe: «Ven y verás». La conversión de Zaqueo (Lucas 19, 1-10) Habiendo
entrado en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado
Zaqueo, que era jefe de publicanos y rico. Trataba de ver quién era
Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña
estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicomoro para verle,
pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio,
alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que
hoy me quede en tu casa». Se apresuró a bajar y le recibió con
alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo: «Ha ido a hospedarse a
casa de un hombre pecador». Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: «Daré,
Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a
alguien, le devolveré el cuádruplo». Jesús le dijo: «Hoy ha
llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de
Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que
estaba perdido». La fe de Bartimeo (Marcos 10, 46-52) Y
al salir Él de Jericó con sus discípulos y una gran multitud, el
hijo de Timeo, Bartimeo, ciego, estaba sentado junto al camino
pidiendo limosna. Y al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a gritar
y a decir: «Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí». Y muchos
le reprendían para que se callase. Pero él gritaba mucho mas: «Hijo
de David, ten compasión de mí». Se detuvo Jesús y dijo: «Llamadle».
Llaman al ciego diciéndole: «¡Ánimo!, levántate, te llama». Él,
arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús preguntándole,
dijo «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le respondió: «Rabboni,
que vea». Entonces Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado». Y
al instante recobró la vista, y le seguía por el camino. Curación de una mujer (Mateo 9, 20-22) En
esto, una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años, acercándose
por detrás, le tocó el borde de su manto. Pues decía en su
interior: «Con solo que toque su manto quedaré sana». Jesús se
volvió y mirándola, le dijo: «Ten confianza, hija, tu fe te ha
salvado». Y quedó sana la mujer desde aquella hora. Una mujer adúltera (Juan 8, 1-11) Jesús
se fue al monte de los Olivos. De mañana volvió de nuevo al Templo,
y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles.
Los escribas y fariseos trajeron a una mujer sorprendida en adulterio
y poniéndola en medio le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido
sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley
apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?». Esto lo decían para
tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se
puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían
en preguntarle, se incorporó y les dijo: «Aquel de vosotros que esté
sin pecado, que le arroje la primera piedra». E inclinándose de
nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas palabras se iban
retirando uno tras otro, comenzando por los mas viejos; y se quedó
solo Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose Jesús
le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?». Ella
respondió: «Ninguno, Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo te
condeno. Vete, y en adelante no peques más». Un joven rico que no se convierte (Marcos 10, 17-22) Cuando
salía para ponerse en camino, vino uno corriendo y, arrodillado ante
él, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué be de hacer para conseguir
la vida eterna?". Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno?
Nadie es bueno sino uno, Dios. Ya conoces los mandamientos: "No
matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso
testimonio, no defraudarás a nadie, honra a tu padre y a tu
madre"». Él le dijo: «Maestro, todo esto lo be guardado desde
mi adolescencia». Jesús, fijando en él su mirada, se prendó de él
y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a
los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme».
Pero él, afligido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía
muchos bienes. Jesús y la samaritana (Juan 4, 1-42) Jesús abandonó Judea y se marchó de nuevo a Galilea. Tenía que pasar por Samaría. Llegó, pues, a una ciudad de Samaría, llamada Sicar junto al campo que dio Jacob a su hijo José. Estaba allí el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Vino una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dijo: «Dame de beber». Sus discípulos se habían marchado a la ciudad a comprar alimentos. Entonces le dijo la mujer samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?». Pues no se tratan los judíos con los samaritanos. Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice dame de beber, tú le habrías pedido y él te habría dado agua viva». La mujer le dijo: «Señor, no tienes ni con qué sacar agua y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas, pues, el agua viva? ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebió él, sus hijos y sus ganados?". Respondió
Jesús: «Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de nuevo, pero el
que beba de agua que yo le daré, no tendrá sed nunca más, sino que
el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta
la vida eterna». La mujer le dijo: «Señor, dame de esa agua, para
que no tenga sed ni tenga que venir hasta aquí para sacarla». Le
contestó: «Anda, llama a tu marido y vuelve aquí». Le respondió
la mujer: «No tengo marido». Le contestó Jesús: «Bien has dicho
no tengo marido, pues cinco has tenido y el que tienes ahora no es tu
marido; en esto has dicho la verdad». A continuación llegaron sus discípulos, y se admiraron de que hablara con una mujer. Pero ninguno le preguntó: «¿Qué buscas?», o «¿Qué hablas con ella?». La mujer dejó su cántaro, fue a la ciudad y dijo a la gente: «Venid, ved a un hombre que me ha dicho cuanto hice. ¿No será éste el Cristo?». Salieron de la ciudad y venían a él. Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que hice». Así que, cuando vinieron a él los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Entonces creyeron muchos más por su predicación. Y decían a la mujer: «Ya no creemos por tu palabra; nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es en verdad el Salvador del mundo». Una mujer pecadora en casa de Simón (Lucas 7, 36-50) Un fariseo le rogó que comiera con él, y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: «si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora». Jesús le respondió: «Simón, tengo algo que decirte». Él dijo: «Di, maestro». «Un
acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro
cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién
de ellos le amará más?». Respondió Simón: «Supongo que aquél a
quien perdonó más». Él le dijo: «Has juzgado bien», y volviéndose
hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa
y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies
con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso.
Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste
mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te
digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado
mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra». Y le dijo
a ella: «Tus pecados quedan perdonados». Los comensales empezaron a
decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?».
Pero Él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz». Un ángel del Señor habló a Felipe y le dijo: «Levántate y marcha hacia el Sur, a la ruta que baja de Jerusalén a Gaza y que está desierta». Se levantó y se puso en camino. Sucedió que un hombre de Etiopía, eunuco, dignatario de Candace, reina de los etíopes, y superintendente de su tesoro, había venido a Jerusalén para adorar a Dios. Volvía sentado en su carro e iba leyendo al profeta Isaías. Dijo entonces el Espíritu a Felipe: «Acércate y ponte al lado de ese carruaje». Apresurándose Felipe, oyó que leía al profeta Isaías y le dijo: «¿Entiendes acaso lo que lees?». Él respondió: «¿Cómo podré entenderlo si no me lo explica alguien?». Rogó entonces a Felipe que subiera y se sentase junto a él. El pasaje de la Escritura que iba leyendo era el siguiente: Como oveja fue llevado al matadero, y como mudo cordero ante el esquilador, no abrió su boca. En su humillación se le negó la justicia. ¿Quién hablará de su posteridad?, ya que su vida es arrebatada de la tierra. El eunuco dijo a Felipe: «Te ruego me digas de quién dice esto el profeta: ¿de sí mismo o de algún otro?». Entonces Felipe tomó la palabra y, comenzando por este pasaje, le anunció el Evangelio de Jesús. Mientras iban por el camino llegaron a un lugar donde había agua, y le dijo el eunuco: «Aquí hay agua, ¿qué impide que yo sea bautizado?». Mandó parar el carruaje y bajaron ambos, Felipe y el eunuco, hasta el agua, y le bautizó. Cuando salieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe y no le vio más el eunuco, que siguió su camino con alegría.
Saulo, respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó ante el Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de llevar detenidos a Jerusalén a quienes encontrara, hombres y mujeres, seguidores del Camino. Pero mientras iba de camino le sucedió, al acercarse a Damasco, que de repente le envolvió de resplandor una luz del cielo. Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Respondió: «¿Quién eres tú, Señor?». Y él: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que has de hacer». Los hombres que le acompañaban se detuvieron estupefactos, pues oían la voz, pero no veían a nadie. Se levantó Saulo del suelo y, aunque tenía abiertos los ojos, no veía nada. Entonces, llevándolo de la mano, lo condujeron a Damasco, y permaneció tres días sin vista y sin comer ni beber. Había en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor habló en una visión: «¡Ananías!». Él respondió: «Aquí estoy, Señor». El Señor le dijo: «Levántate y ve a la calle llamada Recta, y busca en casa de Judas a uno de Tarso llamado Saulo, que está orando» -y vio Saulo en una visión que un hombre llamado Ananías entraba y le imponía las manos, para que recobrase la vista-. Ananías respondió: «Señor, he oído a muchos cuánto mal ha causado este hombre a tus santos en Jerusalén, y que tiene aquí poderes de los Sumo Sacerdotes para prender a todos los que invocan tu nombre». El Señor le dijo: «Ve, porque éste es mi instrumento elegido para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que habrá de sufrir a causa de mi nombre». Marchó Ananías, entró en la casa e imponiéndole las manos dijo: «Saulo, hermano, me ha enviado el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venias, para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo». Al instante cayeron de sus ojos una especia de escamas y recobró la vista; se levantó y fue bautizado, y tomando algo de comer recuperó sus fuerzas. Estuvo algunos días con los discípulos que había en Damasco, y enseguida empezó a predicar a Jesús en las sinagogas diciendo: «Este es el Hijo de Dios». Todos los que le oían se asombraban y decían: «¿No es éste el que atacaba en Jerusalén a los que invocaban su nombre, y que vino aquí para llevarlos detenidos a los Sumo Sacerdotes?». Saulo cobraba cada vez más fuerza y desconcertaba a los judíos que habitaban en Damasco, demostrando que Jesús es el Mesías. |
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