HACIA UNA TEOLOGÍA DEL MORIR

En los dos últimos decenios se ha publicado una serie de trabajos en torno a la «teología de la muerte» 1. Bajo la influencia de la filosofía existencial aparecían en primer plano el tema de la finitud de la existencia humana, tangible en la muerte, y la consideración de la muerte como momento privilegiado de la libertad humana y como situación excepcional de la esperanza cristiana. Sin embargo, desde esta perspectiva teológica apenas si se prestaba atención al hombre concreto que muere. El verdadero interés de estos trabajos no era el morir, sino la muerte; no el proceso temporal inmediato al fin, sino el instante final.

No cabe la menor duda de que el morir y la muerte están estrechamente ligados entre sí; de aquí que en los diversos esbozos de una «teología de la muerte» hallemos interesantes pautas para una teología del morir. Pero es evidente que el morir propiamente dicho ha sido muy poco abordado por la teología y que la teología del morir necesita todavía una ulterior elaboración teológica, máxime en nuestros días, cuando el interés de numerosas ciencias antropológicas se centra en la atención al hombre que muere.

Las siguientes reflexiones quieren ser simplemente una pequeña aportación a esa teología del morir. Primero estudiaremos la denominada hipótesis de la decisión final, que ha tenido gran aceptación en la teología católica de los últimos años; luego intentaremos abordar los datos bíblicos referentes al tema del morir y explicar su contenido sistemático; por fin, procuraremos deducir algunas líneas de conexión en torno a la actual preocupación por el hombre que muere.

 

I. ¿ES EL MORIR UN ACTO PERSONALÍSIMO
Y LIBÉRRIMO DEL HOMBRE?

El morir ha sido recientemente objeto directo de reflexión teológica sólo y dentro de la llamada hipótesis de la decisión final. A pesar de sus diferencias de detalles, los numerosos teólogos y filósofos que la han abordado 2 coinciden prácticamente, por su conexión con el pensamiento -más o menos existencializado- de la «subjetividad trascendental», en los tres puntos siguientes:

1. Es cierto que el instante de la muerte escapa a cualquier observación empírica. Sin embargo, es posible determinar lo que acontece en el acto terminal de la vida mediante la extrapolación del proceso vital. Estudiando la curva de la vida, se puede intuir también su más extrema asíntota. Ahora bien, si la vida del hombre está constituida de materia y espíritu, necesidad y libertad, naturaleza y persona, también su morir debe implicar esta dialéctica real. Lo cual significa que la muerte no puede ser sólo un acontecimiento destructor desde fuera, un suceso biológico o un incidente imprevisto, que el hombre no tiene más remedio que aceptar con absoluta impotencia y pasividad, sino que debe ser simultáneamente una «activa realización desde dentro, un dinámico entregarse a esa realización, una plena y definitiva confirmación y consolidación de la vida y una total autoposesión de la persona» 3. En la muerte alcanza su punto culminante lo que constituye la vida humana por entero, es decir, la mezcla de impotente pasividad y libre actividad, de sumisión y autonomía. Al experimentar con la muerte su plena autonomía, el hombre precisa realizar el postrero y más sublime acto de su libertad, mediante el cual acoge la muerte como consumación en el misterio de Dios o se encastilla en sí mismo en una protesta definitiva. Por consiguiente, la muerte representa «el acto supremo del hombre, en el que él realiza total y libremente su existencia»4; o, como lo ve preferentemente L. Boros5, el auténtico lugar de la humanización: «En la muerte se abre al hombre la posibilidad de realizar su primer acto enteramente personal; es el lugar entitativamente privilegiado para la concienciación, para la libertad, para el encuentro con Dios y para la decisión sobre el destino eterno».

2. El acto de la muerte es plenamente personal y absolutamente libre, porque se realiza en el preciso instante de la separación del cuerpo y del alma y porque así el espíritu, liberado de los lazos de la materialidad y de la temporalidad, es intrínsecamente él mismo por completo, «en una integral presencia del ser»6.

3. Al poner el acto de la decisión en el instante mismo de la muerte, la teoría elude la objeción de que semejante decisión no corresponde a la experiencia concreta del morir, puesto que muchas veces el hombre fallece en un estado de impotencia e inconsciencia, o de dolorosa agonía, o simplemente sorprendido de repente por la muerte, de manera que esa decisión libre resulta absolutamente imposible. Recurriendo al momento inextenso y fundamentalmente inexperimentable e inverificable de la muerte, el cual no es idéntico al proceso temporal del morir, se soslaya apriorísticamente esta objeción. En este contexto se alude igualmente al proceso gradual del morir, reconocido y aceptado hoy día por la medicina; según esta teoría médica de la graduación, la muerte definitiva no se identifica simplemente con cada uno de los fenómenos del morir orgánico 7.

Por muy interesante que parezca esta teoría teológica sobre el morir como decisión personalísima y libérrima del hombre, y por muy eficazmente que se aplique para solucionar otros problemas teológicos, se enfrenta irremediablemente con una serie de objeciones que hablan más bien en contra que a favor de ella:

1. Toda la fuerza contundente de la hipótesis de la decisión final reposa en la explicación de un fenómeno metaempírico que, en principio, desborda la experimentación y la verificación. Su defecto radica no sólo en que se mueve en un terreno constantemente inseguro e indeciso, sino en que desatiende y elude la concreta configuración del morir en todas sus formas. Evidentemente, esta teoría no afecta en absoluto al hombre que muere y, por lo mismo, no puede servir de verdadera ayuda ni a él ni a los que se preocupan de él.

2. No se puede afirmar la unidad dialéctica del sufrimiento pasivo y del acto libre en el instante de la muerte basándose simplemente en el dato de que la unidad de libertad y necesidad, actividad y pasividad constituye esencialmente toda la vida del hombre. Pues, como E. Jüngel muy bien indica, «hay una pasividad sin la que el hombre no sería humano. A esta pasividad pertenece el nacer... y el morir» 8. ¿Y quién es capaz de decir que el morir no nos sitúa en una pasividad exclusiva similar a la del nacer?

3. La hipótesis lleva implícita la aseveración de que la vida alcanza su intrínseca perfección en el instante mismo de la muerte, es decir, aún «antes» del encuentro con Dios, hallando allí al mismo tiempo su identidad 9. Más adelante demostraremos que esta suposición unidimensional no se ajusta del todo al complejo material bíblico; además, la afirmación adialéctica del sentido de la muerte frente a la experiencia de su contrasentido nos inducirá necesariamente a sospechar una carga ideológica.

4. Esta teoría recarga demasiado el instante de la muerte al considerarlo como único para la decisión plenamente personal y libre y como el «lugar» privilegiado de la existencia humana. De esta suerte se desvirtúa la importancia de la vida concreta (incluido el morir como fase final de la vida) y desaparece la primacía que la experiencia humana y la Sagrada Escritura han concedido siempre a la vida sobre la muerte 10.

Aunque la hipótesis de la decisión final es discutible, tiene el mérito de haber llamado la atención sobre ciertos puntos de vista metodológicos y temáticos, válidos independientemente de la postulada decisión final de la muerte; más aún: su verdadera importancia queda de manifiesto cuando se ponen en relación no con el instante metaempírico de la muerte, sino con el fenómeno concreto del morir. En realidad, el mismo morir -y no sólo el instante hipotético del tránsito- representa ya una singular situación de decisión en la que se condensa y culmina lo ya realizado en la vida concreta del hombre. Por este motivo, el sentido, la importancia y la realidad del morir no pueden ser considerados al margen de la experiencia de la vida, sino como sus asíntotas extremas. Para hablar del morir hay que hablar del vivir. A este principio metodológico alude justamente la hipótesis de la decisión final. De igual modo procede la Sagrada Escritura, cuyas expresiones fundamentales sobre el tema del morir vamos a estudiar a continuación, ateniéndonos a la exégesis de los últimos tiempos. Si la teología no quiere perderse en especulaciones inverificables, no tendrá más remedio que ajustarse a la Escritura. Seguidamente vamos a exponer en forma sistemática el complejo material bíblico.

 

II. EL ROSTRO DE JANO EN EL MORIR
SEGÚN LA ESCRITURA

«El hombre da por su vida todo lo que posee» (Job 2,4). Esta frase expresa la valoración veterotestamentaria de la vida como el bien sumo por antonomasia 11. Ahora bien, vida no significa en el Antiguo Testamento mera existencia desnuda y aislada; la vida se da sólo allí donde se realiza en comunión con otros hombres, en seguridad, salud, paz, felicidad y alegría. Esta vida en sentido pleno es don inalienable de Dios, comunicado al hombre como bien salutífero y a modo de bendición. Más aún: como Yahvé es la fuente de la vida (Sal 36,10), el hombre entra en virtud de esa vida recibida en relación con el dador de la misma vida, ya que el donante es inseparable de su propia dádiva. Por este motivo, vivir significa esencialmente estar en relación con Dios.

La vida, sin embargo, no es sólo don, sino también tarea. No extrañará, pues, que la promesa de la vida aparezca con frecuencia en el Antiguo Testamento unida a la proclamación de la ley, unión que «podríamos calificar de elemento constitutivo de la fe en Yahvé en general» 12. En su calidad de don y de misión la vida no depende del hombre ni por su origen ni por su sentido de dirección; ella le coloca estrictamente en relación hacia Dios. El hombre nunca la posee con seguridad ni puede disponer de ella; gana la vida únicamente en cuanto la da, para volver a obtenerla siempre nueva de Dios.

La antigua literatura veterotestamentaria supone como hecho indiscutible que la vida tiene plazo señalado 13. Rebelarse contra esta realidad de nada sirve: el hombre es «como hierba que se seca» (Is 40,6 y otros lugares). «Todos debemos morir y somos como aguas derramadas que no se pueden recoger» (2 Sm 14,14). Precisamente por eso la muerte no es «el enemigo último», sino que al morir cesa el hálito vital que Dios destinara para el hombre. Así, pues, la muerte, fin de la vida dada por Yahvé, se halla inserta en la relación a Dios (cf. Dt 32,39). Dado que el plazo pertenece a la vida, la verdad del salutífero don divino de la vida tiene que verificarse aquí y ahora entre los dos extremos del nacer y del morir. El Antiguo Testamento proclama por doquier esta verdad: el que vive en la amistad de Dios, cumpliendo sus preceptos y secundando sus inspiraciones, tiene de parte de Yahvé una vida larga, rica, madura y feliz, cuyo final nunca significará desenlace lúgubre, sino consumación, y cuyo cese definitivo no importará carácter de escalofriante crisis, sino de serena y apacible plenitud. A Abrahán se le hará la promesa: «Tú irás a reposar en paz con tus padres, siendo sepultado en buena ancianidad» (Gn 15,15). Y la promesa se cumple, en consecuencia: «Abrahán murió en florida vejez, anciano y saturado de vida» (Gn 25,8).

En efecto, el elegido de Dios muere «saturado de vida» y «en florida ancianidad» (cf. a este respecto Gn 35,29; Jue 8,32; Job 42,17; 1 Cr 23,1; 29,28; 2 Cr 24,15). Morir puede ser, pues, la plenitud dichosa de vida humana; la muerte, cosecha de rica longevidad. «Llegarás en sazón al sepulcro, como se recogen las gavillas a su tiempo» (Job 5,26).

Aunque hay también pasajes en el Antiguo Testamento que expresan toda la amargura del tener que morir, culminando en la expresión de que «Yahvé ya no se acuerda más de los muertos» (Sal 83,6), la muerte se acepta, no obstante, como el final natural de la vida. Si el plazo de la vida lo acuerda Dios, el poder de la muerte es poder de Dios. Al término de la vida está el Dios viviente y nadie más que él. De esta fe nacerá como una consecuencia lógica, aunque relativamente tarde, la esperanza de la victoria sobre la muerte mediante la fuerza divina de la resurrección.

El morir como serena y apacible plenitud de la vida es sólo un aspecto de la experiencia fiducial veterotestamentaria. El Antiguo Testamento conoce asimismo la experiencia del tener que morir antes de que la vida alcance su plenitud y su total perfección. Se da la muerte repentina, prematura, «mala», la «muerte en la mitad de los días», que envía ya a sus emisarios contra el hombre. La enfermedad, la pobreza, la necesidad, la soledad, la desesperación son encarnaciones de la muerte, que operan ahora ya contra la vida, reduciendo sus cualidades positivas y resquebrajándola prematuramente. Este «morir» está íntimamente vinculado con el pecado. Efectivamente, el pecador intenta conquistarse la vida con sus propias fuerzas, sin Dios y contra él. Mas, precisamente así, separado de su fuente vital, es como el pecador pierde la vida (total); necesariamente debe morir.

El pecador se salva del poder de la «muerte mala» sólo si se convierte radicalmente a Dios: el justo «escapa de los lazos de la muerte» (Prov 14,27). Estas y similares expresiones no quieren decir que los limites de la muerte sean rebasados, sino que el pecador simplemente escapa de la esfera jurisdiccional de la muerte, que opera aquí y ahora en él, aniquilando y destruyendo paulatina y prematuramente la riqueza de la vida (terrena).

El justo, por consiguiente, vive y el pecador muere. Sin embargo, esta relación del obrar y del morir bien pronto debería sufrir una crisis profunda, al comprobarse que la «muerte maligna» no sólo irrumpe en la vida del pecador, sino también en la vida del justo, y que el pecador, que pretende vivir por sí mismo, «vive» con frecuencia mejor que el justo, puesto que éste muchas veces experimenta en su «vida» con muchísima mayor angustia la amenaza terrible de la muerte.

Con esto se puso de relieve al mismo tiempo que la idea de que el morir venía a ser la natural consumación y apacible plenitud de la vida, como se solía concebir el morir de los justos del Antiguo Testamento, representa una posibilidad, pero no abarca toda la realidad. Pues si se pudiera morir así, sería hermoso morir. Ahora bien, de hecho ocurre de otra manera. De hecho el hombre muere, aunque no esté del todo realizado; muere demasiado pronto, y muere, aunque propiamente hablando no puede morir. Por eso el morir es de hecho una maldición, tanto para justos como para pecadores, pues a ambos alcanza la misma suerte de tener que morir, sin posibilidad de llegar a la plenitud en la muerte.

En efecto, ya se anuncia en el Antiguo Testamento, sobre todo entre los yahvistas, la conclusión lógica que inferirá el Nuevo Testamento, es decir, el morir no puede ser en absoluto «natural» y, por lo mismo, querido por Dios, sino que será más bien «la soldada del pecado». Su configuración concreta aparecerá como muerte de maldición, como resultado lógico de no haber sido considerada la vida en su calidad de don y misión de Dios, ni aceptada con confianza y agradecimiento; de haber querido el hombre vivir y realizar la vida de forma atea, a espaldas de Dios. El morir se convierte así en la suprema vivencia de la propia impotencia del hombre que busca en sí su propia estabilidad.

Con esto se plantea de nuevo la cuestión de cómo puede consumarse la vida humana, teniendo en cuenta que siempre se muere prematuramente, y la cuestión sobre el significado que tiene y encierra en sí la muerte del justo. El Antiguo Testamento sólo pudo resolver periféricamente estos problemas, avivando la esperanza en la resurrección y atribuyendo al sufrimiento y al morir del justo una virtud expiatoria y salutífera. Así, el morir en el Antiguo Testamento ostenta un rostro propiamente jánico: por un lado tiene el aspecto de apacible y serena autoconsumación vital; y por otro, el carácter de desenlace funesto y absurdo de la vida.

El Nuevo Testamento continúa casi exclusivamente la segunda línea. Según la teología paulina, la muerte no es ni más ni menos que «la anonadación del hombre bajo el pecado» l4. El pecador se resiste a considerar su vida como don y misión de Dios; quiere tener su «vida» propia. Pero si «vive para sí mismo» (cf. 2 Cor 5,15) está supeditado de hecho a sus propias fuerzas y posibilidades, sobre las que cree poder fundamentar su vida: felicidad, libertad, porvenir, las cuales a la postre resultan ser vanas y hueras posibilidades. La irremisible necesidad de morir que tiene el hombre caracteriza toda vida presuntamente autónoma como muerte, toda fortuna como perdición, toda libertad como ahogo en la propia impotencia. Al morir se hace casi tangible la poca consistencia que posee la vida del pecador: la vida presuntamente autónoma se pierde en el vacío.

La predicación de Jesús del reino de Dios es la llamada de los descarriados a la verdadera vida. Unicamente quien se abre a Dios y a su llamada, quien está dispuesto a romper con la estrechez asfixiante de su egoísmo y a recibir nuevamente la vida en calidad de don y misión de Dios, quien constantemente sacrifica su propia vida en servicio de Dios y de los hermanos, obtendrá la verdadera y auténtica vida presente y futura (cf. Mc 9,34ss par.; 10,29ss par.). Pero quien se hace sordo a la llamada de Dios, ése pertenece ya al mundo de los muertos (cf. Lc 9,60). Y quien, además, vive para sí mismo, preocupado únicamente de su autoposesión y de sus personales intereses, no dejará de comprender, al menos a la hora de morir, que su vida ni tenía fundamento ni consistencia alguna (cf. Lc 12,15ss).

Evidentemente, para el Nuevo Testamento morir no es el acontecimiento natural de la consumación de la vida. En el Nuevo Testamento más bien se hace alusión a la muerte como poder del pecado, que es precisamente el que transforma el morir en una ruptura sin sentido.

Jesús asume la dolorosa vivencia del morir. Es imposible históricamente determinar con certeza y seguridad el modo como el Jesús terrenal entendió su muerte y en qué actitud y disposición murió. Ciertamente, es probable que Jesús sintiera el morir como una oscura y amarga ruptura de su vida. El no tuvo la «hermosa muerte» de los justos del Antiguo Testamento, ni tampoco la muerte heroico-serena de Sócrates, de la que nos habla Platón. Tuvo simplemente la muerte del pecador, y no hay por qué excluir el que muriera en acibarada desesperación. El, que vivía en la presencia divina y que de modo inaudito había puesto al alcance de los hombres el reino de Dios, con la promesa de la vida, es rechazado, traicionado y abandonado por los suyos; su obra queda inacabada; su mensaje parece haber sido llevado ad absurdum; desamparado, muere horrorosamente ejecutado en la cruz. Su último grito, que con uniformidad se nos ha transmitido (cf. Mc 15,37; Heb 5,7), puede haber sido arrancado a la desesperación ante esta divina absurdidad 15. Y las últimas palabras de Jesús que nos han sido transmitidas, aunque son interpretaciones posteriores, demuestran ciertamente una cosa: «Jesús no murió con una maldición contra Dios en la boca, pero sí justamente en una actitud de desesperada huida hacia Dios» 16. El salmo 22, que según Mc 15,34 reza Jesús, no exige por amor de Dios ni más ni menos que la testamentaria fidelidad de Dios hacia los hombres. «El tono recae sobre el apóstrofe: `Dios mío'... El Hijo se mantiene en la fe, aun cuando la fe parece no tener sentido ninguno, ya que la realidad terrenal pone de relieve la ausencia de Dios» 17.

Al destruir Jesús la absurda muerte del pecador con su máxima confianza desesperada en Dios; al entregarse Jesús al abismo de la muerte con la esperanza de hallar igualmente allí a Dios; al permanecer firme el Hijo, cuando experimenta los confines de la muerte, sin desconfiar de su Padre como fuente inagotable de vida, Dios da una respuesta confirmando su fidelidad. Dios le resucita a una vida nueva. Le da identidad y relación nuevas, ya que con la muerte la identidad se destruye y las relaciones se rompen. Más aún: Dios se identifica con Jesús, que sufre y muere por nosotros, de suerte que el morir de Jesús, y con el suyo el nuestro, encuentra libre la senda que conduce a la misma vida de Dios. Con el morir de Cristo la historia de la pasión y muerte del mundo se inserta en la historia de Dios.

Por consiguiente, todo morir queda liberado de su postrera tenebrosidad y fatalidad; está redimido de la maldición de ser únicamente confirmación de la egocéntrica y absurda existencia del pecador. Al morir se le concede nuevamente ser lo que puede ser: consumación de la vida en Dios.

Es cierto que el morir no deja de ser para el discípulo de Cristo -y con ello recogemos una idea de la hipótesis de la decisión final- la última y más difícil corroboración y ratificación de todo lo que siempre ha exigido una auténtica vida de imitación de Cristo, esto es, el despojamiento de sí mismo y la desapropiación de la vida, sacrificándola, para volver cada vez a recibirla de manos de Dios.

En medio de la vida de imitación de Cristo aparece, pues, la concreta realidad del morir como momento intrínseco de la veracidad de tal vida. El Nuevo Testamento lo confirma expresamente cuando describe la vida de los cristianos como un conmorir con Cristo. Este conmorir no implica nada negativo; es la liberación de la vida egocéntrica y errada, que, por ser así, se la denomina propiamente «muerte». El que «conmuere con Cristo», vuelve a recibir su vida como don divino y como tarea por realizar y toma parte precisamente así en la vida perenne y verdadera. Conmorir y corresucitar con Cristo constituyen la realidad esencial de la vida cristiana desde el momento del bautismo y de la aceptación de la fe cristiana (cf. Rom 6,2ss; Jn 5,24). Pablo explica esta doctrina a sus comunidades, poniéndose él mismo como ejemplo: «Cada día vengo a trance de muerte» (1 Cor 15,30; cf. también 2 Cor 4,7ss; Gál 6,17; Rom 8,36). «Nosotros somos como quienes se están muriendo, y ya veis que vivimos» (2 Cor 6,9). La ardua y peligrosa labor misionera, el cotidiano consumirse en servicio de las comunidades, el amor a los hermanos son otras tantas maneras de morir, otras tantas formas de dar la vida. Con la renuncia a la vida egocéntrica, que en realidad sólo es «muerte», y con una vida en unión con Cristo y en estrecha relación con Dios, la muerte está fundamentalmente vencida (cf. Jn 11,25s). El que ama «ha pasado ya de la muerte a la vida» (1 Jn 1,4) 18.

Desde esta perspectiva, incluso el morir (biológico) queda fundamentalmente relativizado. «Tanto si vivimos como si morimos, vivimos y morimos para el Señor; tanto, pues, si vivimos como si morimos pertenecemos al Señor» (Rom 14,8). «Ni muerte ni vida... será capaz de apartarnos del amor de Dios» (Rom 8,36ss). «Para mí, el vivir es Cristo, y el morir, ganancia» (Flp 1,20s; cf. también 1 Cor 3,21s).

Por su carácter de confrontación inmediata e insoslayable con la muerte, el morir biológico viene a ser una situación de decisión radical, en la que el hombre es interrogado sobre la idea que ha tenido de sí mismo y de la vida y sobre cuál es ahora -con mirada retrospectiva- la idea que de sí y de la vida pretende tener. El tiempo inmediatamente anterior al fin, el morir, brinda al hombre una última oportunidad para decidir libremente sobre el signo de la vida. Más aún: dado que en vida el conmorir con Cristo se realiza siempre fragmentariamente, el morir definitivo no sólo lleva en sí el carácter de la feliz autoconsumación, sino que aporta igualmente la última vivencia acibarada de la vanidad de la vida. De aquí se comprende fácilmente el que Pablo pudiera explicar el morir, sin salirse del marco de la teología judaica del sufrimiento, como un castigo y una posibilidad de expiación (cf. 1 Cor 11,32; 5,5). No obstante, sigue siendo una verdad inconcusa que el cristiano está fundamentalmente liberado de ese morir incongruente y absurdo que resulta como consecuencia última del pecado. La vivencia de la muerte como limite biológico de la vida implica una pasividad muy distinta de la que conlleva la vivencia de la muerte como maldición resultante del obrar por cuenta propia y a espaldas de Dios. En la muerte, como maldición, el hombre es el sujeto de una actividad que más tarde ha de soportar pasivamente. El hombre que ha sido ya liberado de la muerte como maldición vive el final de su vida con una pasividad absolutamente condicionada por la actividad del Creador. Semejante pasividad jamás podrá ser un mal 19.

 

III. CONCLUSIONES PARA UNA PRAXIS CRISTIANA

Al analizar las distintas expresiones de la Biblia sobre el tema del morir, podemos fácilmente apreciar lo siguiente: el tema del morir aparece íntimamente vinculado con el tema de la vida. El morir no es ni meta ni horizonte de la vida. Por esta razón no se debe depreciar la vida, reduciéndola a una mera y simple iniciación en la muerte (ars moriendi), sino al revés: precisamente la vida como totalidad es la que incluye el morir como momento intrínseco. No es extraño, pues, que la fe cristiana invite al moribundo a mirar a la vida. Evidentemente, esta contemplación de la vida será muy diferente en uno o en otro moribundo, de acuerdo con el doble aspecto que presenta la muerte como consumación de la vida humana en Dios por un lado o como confirmación de la impotencia de la vida egocéntrica por otro. Por consiguiente, también serán diferentes las conclusiones teológicas relativas a la pastoral de los moribundos.

1. El morir como consumación de la vida

La vida larga y plena que acaba con una «muerte natural por ancianidad» (lo que hasta ahora sólo acontece en una proporción del 1:100.000) y se consuma plácida y serenamente en Dios pertenece, según el testimonio de la Sagrada Escritura, al ser humano completo y originariamente querido así por Dios. Por este motivo la Iglesia, que entiende la salvación del hombre en su aspecto total, incluido, por consiguiente, su mismo morir, mediante la obra redentora de Jesucristo, debe interesarse de manera especial por las circunstancias sociales e individuales, que posibiliten y faciliten este poder vivir y morir así, proporcionando al moribundo los auxilios y requisitos necesarios para ello 20.

Estos auxilios pueden ser de índole interna y externa. Por auxilios de índole externa no sólo se han de entender los de asistencia médica, como lo exige la dignidad personal del moribundo, sino primordialmente el procurarle unas circunstancias que nada desdigan de la dignidad personal del hombre que se encuentra en su última etapa de maduración. Desgraciadamente, muchos mueren, en contra de toda dignidad humana, en la más absoluta soledad, separados de todo contacto personal con los demás enfermos, enfermeros y médicos, ya sea en esas salas especializadas extraordinariamente bien equipadas de aparatos e instrumentos técnicos, ya sea en esas dependencias contiguas o accesorias de los hospitales, las cuales se vienen caracterizando cada vez más como «estaciones de servicio de salud y óptimo aprovisionamiento biotécnico» 21. En tales casos, no es tenida en cuenta la dignidad humana del moribundo, ya que el hombre «llega en sazón al sepulcro, recogido como la gavilla a su tiempo» (Job 5,26). 

La conservación puramente vegetativa de la vida humana, como experimentalmente se hace hoy y quizá mucho más en un futuro próximo, mediante el maravilloso conjunto de aparatos muy bien montados, encierra en sí al menos el peligro de cosificar a la persona, reduciendo al moribundo a simple objeto de análisis, ya que las más de las veces sólo se busca arrebatar a la muerte un mínimo de existencia biológica, no tanto por amor a la persona del moribundo como por el egoísmo de la autoafirmación de la medicina. Sin duda alguna que el poder técnico instrumental conseguirá grandes triunfos dignos de toda loa, pero así nunca se hará justicia al momento del morir como última situación vital de madurez personal. Si no es licito acortar o limitar la vida humana desde el exterior, porque sus límites están señalados por Dios, tampoco es lícito conservarla en un estado subpersonal, es decir, conservar técnicamente ciertas funciones vitales sin perspectivas de ulterior vida personal. La técnica médica debe ayudar más bien a la apacible y serena autoconsumación de la vida.

A estos auxilios de índole externa hay que añadir otros de carácter más interno. Si el morir es efectivamente la consumación de la vida humana en la vida de Dios, se debe fortalecer y alentar al moribundo -por muy paradójico que esto suene- en su ansia de vivir y en su esperanza y amor a la vida. Únicamente cuando a la vida se le da un sentido, la muerte también lo tendrá: precisamente en la última fase de la vida debe corroborarse y ratificarse esta verdad. Esta exigencia teológica concuerda exactamente con las investigaciones y con los hallazgos de las ciencias profanas, que demuestran que los moribundos, en general, sienten un ansia enorme de continuar su relación con la vida ordinaria y de seguir viviendo, aunque nada más sea un trecho cortísimo. Precisamente los que más aman la vida son los que menos temen los escalofríos de la muerte a. El cántico al hermano sol de san Francisco de Asís fue escrito en el lecho de la muerte y es sencillamente un cántico a la vida. Esto puede servir de ejemplo elocuente de lo que acabamos de decir.

Por consiguiente, desde el punto de vista cristiano no se debe mirar con malos ojos, sino, al contrario, propugnar que el moribundo se preocupe de sus parientes, que en ocasiones siga dirigiendo los diferentes asuntos prácticos de cada día y que se afane visiblemente porque se realicen los deseos que durante mucho tiempo acarició en su mente y abrigó en su corazón. Todo esto dará al moribundo la sensación de terminar y consumar su vida. Además de esto, la esperanza de la futura vida eterna puede precisamente preservarle de una excesiva preocupación egoísta por su vivir y por su morir; ella abrirá el corazón del moribundo, para que se preocupe por última vez y de manera desinteresada de la vida de los demás y se disponga consciente y voluntariamente a dejar paso a la nueva generación.

La pastoral cristiana de los moribundos procurará sostener, apoyar y estimular estas «pequeñas esperanzas» que se manifiestan en el moribundo. Pues únicamente quien tiene «pequeñas» y «penúltimas» esperanzas y las considera como dádivas y afirmación divinas de la vida puede abrigar, igualmente, la «gran» esperanza de una vida futura inacabable, una esperanza que se anuncia y preludia concretamente con las pequeñas esperanzas 23. Bien es verdad que el morir sólo puede vivirse como consumación de la vida, en el último y pleno sentido de la palabra, cuando la esperanza pone sus ojos en la fuerza divina que resucita a la vida. Esta fuerza divina que da nueva vida es el único punto de referencia desde el que la vida que se extingue aún puede recibir identidad, sentido y futuro.

Aquí radica la razón fundamental que distingue la pastoral cristiana de los moribundos de cualquier intento unidimensional de explicar la muerte como simple fin natural. Al moribundo se le comunica la esperanza cristiana no sólo con palabras, sino principalmente con la actitud personal no amedrentada de los hombres que rodean y circundan su lecho y con muestras de cariño. Este cariño que se profesa al moribundo hasta el último momento (permanencia junto al lecho de muerte, caricias) convencerá al moribundo de la manera más contundente de que la comunidad humana del amor no se destruye ni siquiera con la muerte. «Amar a un hombre significa decirle: tú no morirás» 24.

La liturgia de difuntos desempeña una función similar. La presencia misma del sacerdote puede ser ya un signo tácito de la esperanza que se mantiene firme, aun cuando todo parezca derrumbarse. En la liturgia de difuntos, la Iglesia acompaña al moribundo hasta los confines de la vida y lo entrega, por así decir, a Dios y a la celestial «comunidad de los santos». Por eso ella es signo esperanzador de que el morir tampoco destruye la comunidad del amor.

2. El morir como absurda experiencia de flaqueza

Hasta el presente hemos sacado sólo las consecuencias que se desprenden de la consideración de una sola «cara» del rostro jánico del morir. Resultaría parcial y falso todo lo dicho si no se tuviera en cuenta que la redención del morir está realizada, como toda la redención de Jesucristo, sólo en germen y en principio y, por la misma razón, aguarda todavía su realización completa y total. Aunque el cristiano haya superado la muerte como «consecuencia del pecado» y el morir como ratificación de la vida absurda, atea y egoísta del pecador; aun cuando durante su vida actualizara muchas veces el momento de morir como un momento de auténtica vida, no se debe olvidar que esto sucede siempre de manera parcial y fragmentaria. Por este motivo, el morir tampoco es para el redimido la simple consumación natural de su vida. El redimido también experimentará que su morir es algo que no debe ser, algo tétrico y escalofriante 25. Puesto que el «conmorir con Cristo» sólo se logró fragmentariamente y el hombre «murió» demasiado poco durante su vida, el morir definitivo ya no podrá tener sólo el carácter de consumación, sino que simultáneamente será amargo y doloroso. Hay que llegar primero a poder renunciar paso a paso, aunque a veces resulte difícil, a la vida que no haya sido sacrificada anteriormente. En la angustia que se siente en presencia de la muerte no sólo se oculta el miedo del futuro, sino sobre todo la vivencia de la vanidad de la vida pretérita. «La vivencia de la vacuidad de este mundo evoca la angustia de la vacuidad del más allá» 26. En caso de que el hombre haya fundamentado su vida en el deseo de poseer, producir y consumir, por fuerza «debe» resistirse a morir, debe detestar y negar la muerte 27.

Evidentemente, lo que hay que dominar no es tanto la muerte como la vida pasada que está ahora a punto de concluir. La hora de la muerte es la hora de la verdad, cuyas diferentes fases, desde la resistencia hasta la más serena disponibilidad, ha descrito maravillosamente E. Kübler-Ross 28. Es ahora, a lo más tardar, cuando el hombre debe admitir que la vida no depende de uno mismo ni puede ser consumada con las propias fuerzas, por mucho que se la prolongue en el tiempo. El morir ofrece al hombre una última oportunidad para escapar de sí mismo y depositar la propia vida en manos de Dios, en caso de haberse resistido a conmorir anteriormente con Cristo. Todo esto lo vemos confirmado por el testimonio de hombres que aseveran haber sentido, precisamente al enfrentarse con la muerte, un margen enormemente amplio de libertad interior 29.

Desde este punto de vista, no sólo es comprensible, sino además teológicamente muy significativo y loable, el que muchos moribundos se esfuercen en poner «en orden» su vida anterior, en darle un sentido último, en procurar todavía una solución viable a determinados conflictos, en hacer las paces, en perdonar las ofensas, en poner en claro lo que no ha quedado bien en orden. Afirmar el morir como consumación de la vida en Dios -todo lo que hemos visto en la parte anterior- es tanto como afirmar la vida perecedera y transitoria. Mas como esto nunca se consigue de forma íntegra y total con nuestras propias fuerzas y como nuestra vida siempre fue una vida de autoafirmación y de egoísmo, el hombre, a la hora de morir, necesita el perdón de Dios; necesita la promesa divina de la vida, la seguridad de que «Dios escribe derecho incluso con líneas torcidas».

Precisamente éste es otro de los aspectos importantes de la liturgia de difuntos: ella asegura al moribundo la indulgente presencia de Cristo y la incondicional aceptación de Dios.

3. Muerte sin «morir»

De la misma manera que la vida moderna no deja vivir a muchos hombres por falta de tiempo, tampoco la muerte concede a muchos tiempo suficiente para morir 30. Véanse si no los innumerables accidentes de muerte, las víctimas de la guerra y de la violencia, las muertes masivas que arrasan con el individuo, las enfermedades que repentina e inesperadamente provocan la muerte, sin previa maduración interna mediante el proceso del morir. Al igual que en el Antiguo Testamento, hoy la mayoría de las veces lo que más estremece de la muerte es que ésta sea repentina y prematura. El morir de Jesús es una respuesta también con respecto a la muerte de los que mueren sin «morir». Jesús murió desconsolado y desamparado, sin el calor de unas palabras de cariño y de esperanza, sin poder llevar a cabo internamente su vida y su obra. Al hacer suya esta muerte absurda y al inaugurar precisamente con esta muerte el nuevo futuro de la resurrección, Dios puso de manifiesto que él también asiste a la muerte de todos aquellos que, sin haber logrado su madurez y perfección de vida, tienen que sufrir la trivial, casual y absurda muerte repentina. Así, la muerte de Jesús da esperanza a toda muerte, y esperanza es el auténtico mensaje que la fe cristiana presenta con respecto a la muerte y al morir.

G. GRESHAKE
Concilium 94, Abril 1974
Traducción: Santiago Vidal

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1 Principalmente: K. Rahner, Zur Theologie des Todes (Friburgo-BasileaViena 1958), trad. española, Sentido teológico de la muerte (Barcelona, 1969); R. Troisfontaine, Ich sterbe nicht... (Friburgo-Basilea-Viena 1964); L. Boros, Mysterium Mortis (Olten-Friburgo 1962), trad. española, El hombre y su última opción (Madrid 1972); E. Jüngel, Tod (Stuttgart 1971).

2. Los autores más importantes que defienden esta teoría son: H. E. Hengstenberg, Einsamkeit and Tod (Ratisbona 1938); P. Glorieux, In hora mortis: MelScRel 6 (1949) 185-216; R. W. Gleason, Toward a Theology of Death: «Thought» (Fordham University Quarterly) 23 (1957) 39-68; Rahner, Troisfontaine, Boros, op. cit.; J. Pieper, Tod and Unsterblichkeit (Munich 1968).

3. Rahner, op. cit. 30.

4 Ibíd. 85.

5. Op. cit. 9.

6 Boros, op. cit. 19. Asimismo: Troisfontaine, op. cit. 120, 133; P. Schoonenberg, Und das Leben der zukünftigen Welt, en H. H. Berger, Leben nach dem Tode (Colonia) 98s.

7. También se han hecho célebres los siguientes argumentos utilizados adicionalmente por Boros, Troisfontaine y Schoonenberg en favor de la hipótesis: 1) la vida humana sólo alcanza su auténtica consumación y plenitud si se lleva a cabo una tal decisión final plenamente personal; 2) sólo con esta hipótesis se puede explicar satisfactoriamente que el estado de peregrinos se acaba con la muerte, y precisamente en cuanto la postura básica humana, adoptada libremente con la última decisión, es irrevocable, incluso en el encuentro con Dios después de la muerte; 3) con esta teoría se les brinda igualmente a los niños pequeños, a los dementes y a los no evangelizados la posibilidad en la muerte de poderse decidir personalmente a la fe.

8. Op. cit. 116

9. Se llega a tanto, que J. Pieper, op. cit. 128, escribe: la muerte es siempre «un acto con el que intrínsecamente finaliza la existencia..., un efectivo llevar a término, realización total de la vida. Con ello se reafirma principalmente el consuelo y la evidencia inmediata de que, propiamente hablando, no existe ni la muerte atemporal ni la prematura. El hombre muere siempre en un sentido mucho más realista de lo que le suele acontecer `al final de su vida'».

10 Es cierto que todos los autores estudian la decisión final en estrecha conexión con las decisiones de la vida. La decisión de la muerte, sin embargo, entraña, según ellos, algo cualitativamente nuevo en virtud de su plena personalidad, integridad y total libertad, de tal suerte que se ha de contar con una corrección de las precedentes decisiones de la vida. Sobrecargar de esta manera la decisión de la muerte sería entrar en conflicto con la verdad de fe que considera la muerte como fin de la peregrinación terrenal. Pues como los defensores de esta teoría se ven obligados a situar el último acto de la libertad en el instante del tránsito, porque es entonces cuando el hombre escapa a los condicionamientos de la materialidad y de la fragmentariedad, la decisión final cae ya fuera de la condition humaine, aunque uno de los postulados reza que ella aún pertenece a la situación de la peregrinación terrenal. Precisamente la descripción ontológica de la situación del tránsito delata el carácter ficticio e irreal de esta hipótesis.

11. Para lo que sigue, véase G. Greshake, Auferstehung der Toten (Essen 1969) 175ss. Consúltese allí también la bibliografía más importante.

12. G. v. Rad, «Gerechtigkeit» und «Leben» in den Psalmen, Hom. a A. Bertholet (Tubinga 1950) 427.

13. Los motivos que fundamentan esta creencia han sido recopilados por G. Greshake, op. cit. 186ss.

14. Consúltese a este respecto a G. Schunack, Das hermeneutische Problem des Todes (Tubinga 1967); G. Greshake, op. cit. 246ss.

15. Jüngel, op. cit. 134.

16 A. Strobel, Kerygma und Apokalyptik (Gotinga 1967) 144.

17 E. Kasemann, Die Gegenwart des Gekreuzigten, en Christus unter uns (Stuttgart-Berlín 1967) 6, 9.

18. Precisamente el amor anticipa tanto la muerte como también la consecución de verdadera vida. A ello se alude con frecuencia en la literatura. Cf., por ejemplo, Boros, op. cit. 68; F. Ulrich, Leben in der Einheit von Leben and Tod (Francfort 1973).

19 Jüngel, op. cit. 115s.

20. Aquí se enfrentan, por tanto, las exigencias de la fe cristiana con los propósitos e ideales extracristianos de una «muerte natural». Esta «reivindica una organización social en la que la muerte natural sea la norma general o pueda al menos llegar a serlo. A todo el mundo le ha de ser posible morir al término de sus propias fuerzas, tras agotar plenamente, sin violencias, enfermedad o muerte prematura, todas sus energías biológicas» (W. Fuchs, Todesbilder in der modernen Gesellschaft [Francfort 19731 72).

21. K: H. Bloching, Tod (Maguncia 1973) 27.

22 «He observado ya repetidas veces que los hombres que viven intensamente y saben por qué viven, aguardan la vejez y la muerte con grandiosa serenidad. Entienden que forman parte del proceso natural de su maduración y consumación vitales, y esto independientemente por completo de una posible fe en la continuación de una vida personal después de la muerte» (I. Lepp, Der Tod und seine Geheimnisse [Wurzburgo 1967] 184).

23. Con relación a esta terminología: grandes-últimas y pequeñas-penúltimas esperanzas, cf. K. Barth, Kirchliche Dogmatik IV, 1, 131s, y G. Greshake, op. cit. 85s.

24. G. Marcel, Das Geheimnis des Seins (Viena 1952) 472.

25. Por eso la tesis marxista y neopositivista de que la muerte como fin natural podría ser experimentada en una sociedad libre de represiones mediante la pacífica aceptación de esta situación (para esto, cf. Fuchs, op. cit. 219) no resuelve el problema. La angustia del morir radica en algo mucho más profundo que las circunstancias sociales o una aclaración racional sobre la muerte. La ridiculización de esta angustia conducirá a desplazar una y otra vez la muerte y a provocar y dar origen a numerosas neurosis, si no se da a conocer el verdadero motivo de esta angustia: es obvio que cualquier concepción que pretenda simplemente emancipar al hombre de la muerte está llamada al fracaso. También queda claro y evidente que aquí, junto a la muerte, se demuestra la verdad de que la vida es don gratuito de Dios. Cf. en relación a este problema G. Schrer, Der Tod als Frage an die Freiheit (Essen 1971).

26. R. Leuenberger, Der Tod (Zurich 1972) 127.

27. Cf. D. Siolle, Der Tod in der Mitte des Lebens, conferencia pronunciada en el Congreso de las Iglesias Evangélicas del año 1973: «Herder-Korrespondenz» 27 (1973) 412.

28 Interviews mit Sterbenden (Stuttgart 1971).

29. Cf. Pieper, op. cit. 135s.

30. Cf. Leuenberger, op. cit. 125.