VOSOTROS MATASTEIS A JESÚS


El día de Pentecostés, Pedro, poniéndose en pie con los otros once, dirigió al pueblo un discurso que puede resumirse en tres palabras. Pero tres palabras que tienen cada una de ellas la fuerza de un trueno:

"¡Vosotros matasteis a Jesús de Nazaret!

¡Dios lo resucitó!

¡Convertíos!" (Hch 2, 23ss).

Mi deseo es recoger estas tres palabras y hacer que cobren vida en medio de nosotros, con la esperanza de que logren traspasarnos el corazón, como traspasaron el corazón de aquellas personas que las escucharon de labios de los apóstoles. Aquellas tres mil personas a las que Pedro dirigió esa terrible acusación no habían estado, a buen seguro, todas ellas en el Calvario clavando los clavos; tal vez ni siquiera habían estado ante el pretorio de Pilato gritando: "¡Crucifícalo!" ¿Por qué se dice entonces que "mataron a Jesús"? Porque pertenecían al pueblo que lo mató. Porque no acogieron la noticia que Jesús pasó anunciando: "Ha llegado el reino de Dios: ¡convertíos y creed en el Evangelio!" Porque quizás, cuando Jesús pasaba por las calles de Jerusalén, habían bajado la persiana de su tiendecita para evitarse molestias...

 

* * *

 

 

Estas cosas que hemos recordado hasta aquí nos dejan bastante tranquilos. Nos parece que afectan a las gentes que vivieron en Palestina en tiempos de Jesús, pero no a nosotros. Somos como el rey David, el día que escuchó de labios del profeta Natán el relato de aquel gran pecado que alguien había cometido en la ciudad, y que al final gritó enfurecido: "¡El que ha hecho eso es reo de muerte!" (2 5 12,5). En los años que siguieron a la segunda guerra mundial, nos apasionamos mucho con el problema de la responsabilidad por la muerte de Cristo, incluso debido a la tragedia que vivió el pueblo judío. Fueron incontables los libros y las representaciones sobre el proceso de Cristo. De la respuesta que se diera a ese problema se desprendían importantes consecuencias, incluso para la participación de los cristianos en las luchas de liberación en varias partes del mundo. El problema de la muerte de Cristo se convirtió en un problema esencialmente histórico, y, en cuanto tal, neutral. Es decir, nos interesa indirectamente, por las consecuencias que se pueden sacar para nuestros días; no directamente, como partes implicadas personalmente en el litigio. En cualquier caso, no como imputados, sino a lo sumo como acusadores. Algunos acusan de la muerte de Jesús al poder religioso, o sea a los judíos de su tiempo; otros al poder político, o sea a los romanos, convirtiendo así a Jesús en mártir de una causa de liberación; otros, finalmente, los acusan a ambos a la vez. Es como si asistiéramos a un proceso en el que cada uno repite, más o menos conscientemente, en su interior la frase de Pilato: "¡Yo soy inocente de la sangre de este hombre!" (Mt 27,24).

¿Pero qué respondió, aquel día, el profeta Natán a David? Respondió, señalándolo con el dedo: "¡Eres tú, rey!" Eso mismo nos grita la palabra de Dios a nosotros cuando buscamos saber quién ha matado a Jesús: "¡Eres tú! ¡Tú mataste a Jesús de Nazaret! Tú estabas allí aquel día; tú gritaste con la multitud: ‘¡Fuera, fuera: Crucifícalo!’. ¡Tú estabas con Pedro cuando lo negó; estabas con Judas cuando lo traicionó; estabas con los soldados que lo azotaban; tú añadiste tu espina a su corona, tu salivazo a su rostro!" Esa convicción pertenece al núcleo más esencial de nuestra fe: "Cristo fue entregado por nuestros pecados" (Rm 4,25). El profeta Isaías dio, por anticipado, a esta verdad la expresión más dramática:

"El soportó nuestros sufrimientos

y cargó con nuestros dolores...

Él fue traspasado por nuestras rebeliones,

triturado por nuestros crímenes.

Sobre él descargó

el castigo que nos sana,

sus heridas nos han curado" (Is 53,4s).

Todos estamos acusados de su muerte, pues todos hemos pecado y, si decimos que no tenemos pecado, mentimos. Decir: "Jesús murió por nuestros pecados" es lo mismo que decir: "¡Nosotros matamos a Jesús!". La carta a los Hebreos, hablando de los que vuelven a pecar después del bautismo (o sea de nosotros), dice que "vuelven a crucificar al Hijo de Dios y lo exponen al escarnio" (Hb 6,6).

Aquellos tres mil, al oír la terrible acusación "¡Vosotros matasteis a Jesús de Nazaret!", sintieron que se les traspasaba el corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: "¿Qué tenemos que hacer, hermanos?". Un gran temor se apoderó de ellos y en este momento se apodera también de nosotros, si no somos de piedra.

¡Cómo no vamos a aterrarnos ante este pensamiento: Dios amó tanto al mundo, que le entregó a su Hijo unigénito, y nosotros, por toda respuesta, ¡se lo matamos! ¡Hemos matado a la Vida!

Mientras no hayamos pasado por esta crisis interior, por este "temor y temblor", no seremos verdaderos cristianos maduros, sino tan sólo un embrión de cristianos, en camino hacia la luz. Mientras no te hayas sentido ni una sola vez realmente perdido, digno de condena, pobre náufrago, no sabrás lo que significa estar salvado por la sangre de Cristo; no sabrás lo que dices cuando llamas a Jesús tu "salvador". No podrás, en rigor, ni siquiera conocer los sufrimientos de Cristo y llorar sobre ellos. Sería hipocresía, porque sólo conoce de verdad los sufrimientos de Cristo el que está convencido en lo más intimo de que esos sufrimientos son obra suya, de que él se los ha infligido. Jesús te podría decir, como a las piadosas mujeres: "No llores por mí, ¡llora por ti y por tu pecado!" (cf Lc 23,28).

* * *

 

 

Esa "crisis" puede tener dos salidas: o la de Judas, que dijo: "He entregado a muerte a un inocente" (Mt 27,4), y fue y se ahorcó, o la de Pedro, que saliendo fuera "lloró amargamente" (Mt 26,75). Al haber experimentado la fuerza del arrepentimiento, Pedro puede ahora señalar a los hermanos ese camino de salvación, gritando con gran firmeza: "¡Arrepentíos!

¿Pero qué significa esta palabra? ¿Cómo se hace eso? Se hace pasando del estado de imputación del pecado al estado de confesión del pecado; de escuchar a quien te dice "Tú mataste a Jesús de Nazaret" a decir tú mismo, con corazón dolorido y con toda tu sinceridad: ¡Sí, yo he matado a Jesús de Nazaret! Ese paso no depende sólo de ti: es obra del Espíritu Santo que "deja convicto al mundo de un pecado" (cf Jn 16,8). Es algo milagroso. Cuando ocurre, se producen -espiritualmente— en el corazón de un hombre los mismos fenómenos que se registraron aquel día en la naturaleza: se rasga el velo que cubre su mente, se rompe su corazón de piedra, se abre el sepulcro donde lo tenía prisionero el pecado, y por fin es un hombre libre. Ha renacido a una vida nueva.

¡Qué cosa tan grande y tan digna del hombre es la confesión del pecado, cuando es sincera y libre! Le da a Dios la posibilidad de ser él mismo, es decir de ser "el Dios que perdona el pecado" (cf Mi 7,18). Alistándose contra sí mismo en las filas de Dios, el hombre induce a Dios a hacer lo mismo: a alistarse con el hombre contra sí mismo, contra su propia justicia. Claro está que, no por necesidad, sino por misericordia. Porque Dios quiere tener misericordia del mundo, pero no puede hacerlo si el hombre niega el objeto mismo de esa misericordia de Dios: su pecado. Un "corazón quebrantado y humillado" es lo que más le cuesta conseguir a Dios; para ello no le basta con su omnipotencia: necesita también nuestra libertad. Por eso, ésa es también la cosa más preciosa y la que más conmueve el corazón de Dios: "El cielo es mi trono, la tierra el estrado de mis pies —oráculo del Señor. Pero en ése pondré mis ojos: en el humilde y en el abatido" (Is 66,ls).

Pero aquí reside precisamente nuestra desgracia: en que no reconocemos realmente y hasta el fondo nuestro pecado. Decimos: "En el fondo, ¿qué he hecho de malo?" Pero escúchame, hermano, porque ahora quiero hablarle a mi corazón pecador, y también al tuyo. ¿No ves tu pecado? Pues entonces has de saber que tu pecado consiste precisamente en no ver tu pecado. Tu pecado consiste en la autojustificación; consiste en sentirte indefectiblemente en paz con Dios y con los hombres, aun cuando de palabra te declares pecador. Ese fue el pecado que —por haberlo denunciado enérgicamente en los fariseos— llevó a Jesús a la cruz.

Al sentirte justo, acabas por no entender ya la cruz de Cristo ni tu propia cruz. Te sientes a ti mismo y al mundo entero como víctima de un dolor desproporcionado, demasiado grande como para no echar la culpa a Dios que lo permite. ¡Ah, si entendiésemos de una vez lo que dice la Escritura: que "no goza afligiendo o apenando a los hombres" (Lm 3,33), que ante la desgracia de su pueblo se le revuelve el corazón y se le conmueven las entrañas (cf Os 11,8)! Entonces sería muy distinta nuestra reacción y más bien exclamaríamos: "¡Perdónanos, Padre, si con nuestro pecado te hemos obligado a tratar tan duramente a tu Hijo amado! ¡Perdónanos si te obligamos ahora a hacernos sufrir también a nosotros para poder salvarnos, cuando tú, como cualquier padre, e infinitamente más, querrías dar sólo "cosas buenas" a tus hijos! Perdónanos si te obligamos a verte privado del gozo de darnos sin tardanza, ya en esta vida, la felicidad para la que nos has creado".

Cuando yo era niño, desobedecí en una ocasión a mi padre, yendo descalzo a un lugar adonde me había dicho que no fuera. Un gran trozo de cristal me hizo una herida en la planta del pie. Estábamos en tiempo de guerra y mi pobre padre tuvo que afrontar muchos peligros para llevarme al médico militar aliado más cercano. Mientras éste extraía el cristal y me curaba la herida, yo veía a mi padre retorcerse las manos y volver la cara hacia la pared para no mirar. ¿Qué clase de hijo habría sido yo si, al volver a casa, le hubiese echado en cara que me hubiese dejado sufrir de esa manera sin hacer nada? Y sin embargo, esto es lo que nosotros hacemos la mayoría de las veces con Dios.

La verdad, pues, es muy distinta. Somos nosotros los que hacemos sufrir a Dios, y no él quien nos hace sufrir a nosotros. Pero hemos tergiversado esta verdad de tal manera, que, después de cada nueva desgracia, nos preguntamos: "¿Dónde está Dios? ¿Cómo puede permitir Dios todo esto?" Es verdad: Dios podría salvarnos también sin la cruz, pero sería algo totalmente distinto y él sabe que un día nos avergonzaríamos de haber sido salvados de esa manera, pasivamente, sin haber podido colaborar en nada a nuestra felicidad.

Todos hemos pecado y estamos privados de la gloria de Dios (cf Rm 3,23); por eso, a todos se dirige la palabra de Pedro: "¡Arrepentíos!" Arrepentimiento: ésta es la palabra de salvación por excelencia en este tiempo. En el Apocalipsis se contienen siete cartas a otras tantas Iglesias de Asia Menor (cf Ap 2-3). Todas y cada una de esas cartas termina con una advertencia: "Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias". Cuando las leemos con atención, descubrimos que en el centro de cada una de esas cartas se encuentra, en una situación absolutamente preeminente, la palabra metanóeson, que significa: "¡Arrepiéntete, conviértete!". El que tiene oídos para oír lo que dice hoy el Espíritu a las Iglesias, sabe que hoy también dice lo mismo: ¡arrepentimiento!

El día antes de que cediera, en Friuli, la presa del Vajont, el 9 de octubre de 1963, provocando una terrible catástrofe, se oyeron unos crujidos que venían de aquella parte, y nadie les hizo caso.

Bueno, pues algo así está ocurriendo a nuestro alrededor, si sabemos escucharlo. Este mundo que nos estamos construyendo, amasado de injusticia y de abierta rebelión contra los mandamientos de Dios, está crujiendo. Hay olor a quemado en el aire. Si Juan Bautista aún viviese, gritaría: "Ya está el hacha aplicada a la raíz, ya está el hacha aplicada a la raíz. ¡ Convertíos!" (cf Mt 3,10).

El mismo mundo no creyente advierte confusamente esta amenaza, que está en el aire, pero reacciona de manera totalmente distinta: ¡construyendo refugios antiatómicos! Hay naciones que se gastan en esto una parte considerable de su presupuesto. ¡Como si con eso se resolviese el problema! También nosotros los creyentes andamos en busca de un refugio antiatómico, pero nuestro verdadero refugio antiatómico, nuestra "arca de Noé", es precisamente ésta: el arrepentimiento de nuestros pecados. En efecto, nada ni nadie podrá dar miedo a quien ha puesto su corazón en esa roca firme que es Dios. Ese canta con el salmista:

"Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza,

poderoso defensor en el peligro.

Por eso no tememos aunque tiemble la tierra

y los montes se desplomen en el mar" (Sal 46,1).

 

A este mundo desmandado que me amenaza con destruirme, siento que puedo decirle desde la fe: "¡Tú no tienes, para hacerme daño, ni una milésima parte de la fuerza que yo tengo para soportarlo!" Porque "todo lo puedo en aquel que me conforta" (Flp 4,13). Y él ha dicho: "Tened valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16,33).. ¡Y yo creo en él!

Llegamos así a la otra gran palabra de la predicación de Pedro: "¡Pero Dios lo ha resucitado!". Al resucitar a Jesús de la muerte, Dios ha transformado nuestro mayor pecado en su mayor misericordia. Nosotros, al matar a Jesús, matamos nuestro propio pecado, que él había cargado sobre sí. Sólo quien haya acogido en lo más hondo del corazón la palabra del arrepentimiento estará en condiciones de saborear ahora el torrente de luz y de gozo que se encuentra encerrado en este alegre anuncio pascual. El que sabe lo que se siente al decir "Yo he matado a Jesús de Nazaret", sabe también lo que significa "nacer de nuevo para una esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos" (1 P 1,3). Es algo así como un hombre que está convencido de que ha matado a otro y huye desesperado, creyendo que para él ya no hay salvación en este mundo, y de pronto se entera de que el hombre a quien creía haber matado está vivo y lo ha perdonado y hasta lo busca para ser su amigo.

El mismo pecado ya no nos da miedo, porque ya no lo llevamos solos. Él "fue resucitado para nuestra justificación" (Rm 4,25), es decir para que pudiese tomar nuestro pecado y darnos, a cambio, su justicia. La persona arrepentida es alguien que ha bajado con Cristo a los infiernos, que ha sido "bautizado en su muerte" (cf Rm 6,3), y que ahora se siente arrastrado por Jesús, con él, fuera de la tumba, hacia una vida nueva: "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo" (Ef 2,4s).

Tal vez pienses que esta alegre noticia no es para ti, porque no has visto rasgarse tu velo y porque todavía no han brotado de tus ojos lágrimas de arrepentimiento. No estés triste y no pierdas la esperanza: eso es un don de Dios, y él te lo puede dar en un instante o poco a poco, tal vez cuando menos lo esperas. Tú sigue implorándolo y deseándolo, sin cansarte, que es lo que hago también yo. Si deseas ardientemente arrepentirte, ¡ya estás arrepentido! Deja que Dios te haga renacer también a ti a "una esperanza viva"; empieza a vivir como un resucitado. Mira a los miles de personas que te rodean y dite a ti mismo: "Son mis hermanos; ¡todos son mis hermanos!" "Todos han nacido allí", en el corazón de Cristo traspasado por nuestros pecados.

Ahora es el mismo Resucitado el que nos habla. Son unas palabras llenas de fe y de entusiasmo, que fueron pronunciadas durante una liturgia como ésta por el obispo de una de aquellas siete Iglesias de Asia Menor en los mismos comienzos de la Iglesia: "Yo soy el que ha destruido la muerte, el que ha triunfado del enemigo, el que ha arrebatado al hombre a lo más alto de los cielos. Ea pues, venid todas las razas humanas sumidas en el pecado. Recibid el perdón de los pecados. Pues yo soy vuestro perdón; yo soy la Pascua de la salvación, yo el Cordero inmolado por vosotros, yo vuestro rescate, yo vuestra vida, yo vuestra resurrección, yo vuestra luz, yo vuestra salvación, yo vuestro rey.Yo os mostraré al Padre’.(1 MELITÓN DE SARDES, Sobre la Pascua, 102-103 (Seh 123, pp.120-122).