SE ENTREGÓ POR SU ESPOSA


"Uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado y al punto salió sangre y agua" (Jn 19,34). En la reflexión sobre estas palabras, hubo un momento en que la antigua Iglesia se sintió como fulgurada por una revelación. "No pases adelante demasiado deprisa, oh amado, sobre este misterio —exclama san Juan Crisóstomo—, porque quiero exponerte una interpretación mística. Esa sangre y esa agua son símbolos del bautismo y de la Eucaristía, donde se engendra la Iglesia. Porque del cosado de Cristo se formó la Iglesia, como del costado de Adán se formó Eva... Y de la misma manera que entones sacó del costado durante el sueño, mientras Adán dormía, así ahora, después de su muerte, entregó sangre y agua. La muerte es ahora lo mismo que entonces fue el sueño. ¿Veis cómo Cristo unió consigo a la esposa?"bJuaN CRISOSTOMO, Catequesis bautismales, 7, 17-18 (Sch Sübis, p. 160s).

En Occidente se hizo eco de ello san Agustín: "La primera mujer fue formada del costado del hombre mientras éste dormía, y fue llamada vida y madre de los que viven. Aquí el segundo Adán, inclinando la cabeza, se duerme en la cruz, para que así, con el agua y la sangre que brotaron de su costado, quedase formada su esposa" (SAN AGUSTIN, Tratados sobre el evangelio de san Juan, 120, 2.

Todo eso nos ayuda a ver bajo una luz nueva esta liturgia que estamos celebrando. A primera vista, se podría pensar que la liturgia del Viernes Santo pertenece, o se inspira, en el género de los threnoi, o sea de la lamentaciones que se hacían por un difunto; o bien en el género del epinicio, con que se celebraba una victoria. Ambas cosas son verdad: lloramos por una muerte y celebramos una victoria, ya que en la cruz "venció —enikesen— el león de la tribu de Judá" (Ap 5,5).

Pero la liturgia del Viernes Santo es sobre todo un epitalamio, un canto nupcial. Hay en la Biblia un salmo titulado "epitalamio real, que fue compuesto para las bodas de un príncipe con una princesa real y que la tradición ha aplicado a Cristo y a la Iglesia.. Empieza así:

"Me brota del corazón un poema bello, dedico mis versos a un rey

Al novio se le dice: "Eres el más bello de los hombres", y a la novia: "Escucha, hija, mira, inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna: prendado está el rey de tu belleza" (Sal 45). En el epitalamio todo habla de belleza.

También hay un epitalamio en el Nuevo Testamento, compuesto expresamente para esas nuevas bodas de Cristo con la Iglesia. Es la carta a los Efesios, en la que se dice: "Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla... y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada... Nadie ha odiado jamás su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia... Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Es éste un gran misterio, y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,25-32).

 

En la carta a los Efesios se da una significativa progresión, al hablar de la Iglesia, algo así como un intento de penetrar cada vez más profundamente en su misterio. Primero se la presenta con una imagen de la construcción, como edificio de Dios que tiene "al mismo Cristo Jesús como piedra angular" (Ef 2,20). La relación entre Jesús y la Iglesia se equipara a la que existe entre los cimientos y el edificio construido sobre ellos. Más adelante, la Iglesia aparece presentada como el cuerpo de Cristo: Dios ha constituido —leemos— a unos apóstoles, a Otros profetas, "para la edificación del cuerpo de Cristo" (Ef 4,11-12). Aquí la relación entre ambos se equipara a la que existe entre la cabeza y el cuerpo: "... hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza, Cristo" (Ef 4,15)

Pero el Apóstol no parece quedarse todavía satisfecho con estas imágenes del edificio y del cuerpo, y nos ofrece otra, la de la esposa. Cuando Adán vio a Eva, exclamó: "Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn 2,23). Eso mismo dice ahora Cristo de su Iglesia.

¿Dónde está la diferencia? Un edificio no es un compañero, un interlocutor con quien se puede dialogar. Tampoco el propio cuerpo es una persona que está delante de mí con su libertad, a la que puedo amar y dejarme amar por ella. ¡Una esposa es todo esto! También el nuevo Adán buscaba a "alguien como él que le ayudase" y lo encontró!


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Pero al llegar aquí quiero retomar y hacer mías las palabras de aquel Padre antiguo de la Iglesia y decir: "No pases adelante demasiado deprisa, oh amado, pues tengo que hacerte otra reflexión". En aquella afirmación del Apóstol "Cristo amó a la Iglesia" late una pregunta que se queda como resonando en el aire: Cristo amó a la Iglesia: ¿Y tú? ¿Amas tú a la Iglesia?

‘Nadie odia su propia carne", es decir, a su esposa, y mucho menos Cristo. Entonces, hermano, ¿por qué dices tú: "Dios sí, la Iglesia no"? ¿Por qué diriges tan fácilmente tu dedo acusador contra tu madre, diciendo: "La Iglesia se equivoca en esto, la Iglesia se equivoca en aquello; la Iglesia debería decir, la Iglesia tendría que hacer..."? ¿Quién eres tú para atreverte a señalar con el dedo a mi esposa querida?, dice el Señor. "¿Dónde está el acta de repudio con que despedí a vuestra madre?", dice Dios por el profeta Isaías (Is 50,1). Creo que estas palabras se dirigen también a muchos cristianos de nuestros días: "¿Dónde está escrito que yo haya repudiado a vuestra madre, la Iglesia, o que ella no sea ya mi esposa?"

También la Iglesia es "la piedra que desecharon los arquitectos" (los arquitectos de la civilización secular de nuestros días). Es "la esposa repudiada", pero repudiada por los hombres, no por Dios. Dios es fiel. En algunas partes del mundo existe una expresión a propósito para designar a este tipo de creyentes: los unchurched Christians, los cristianos sin Iglesia. Y no se dan cuenta de que, de esa manera, no sólo renuncian a la Iglesia, sino también a Cristo (a menos que los excuse la ignorancia o la buena fe). Lo que Jesús dijo del matrimonio vale con mayor razón para Cristo y la Iglesia: "Lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe" (Mt 19,6).

Quien no ama a la Iglesia (al menos una vez que la ha conocido) no ama a Cristo. "No puede tener por Padre a Dios —decía san Cipriano— quien no tiene por madre a la Iglesia"3SAN CIPRIANO, La unidad de la Iglesia, 6. . Y tener por madre a la Iglesia no significa sólo haber sido bautizados un día en la Iglesia, sino también apreciarla, respetarla, amarla como madre, sentirse solidarios con ella en el bien y en el mal.

Si alguien mira las vidrieras de una antigua catedral desde la calle, no verá más que trozos de vidrio oscuros unidos por tiras de plomo negro; pero si atraviesa el umbral y las mira desde dentro, a contraluz, entonces verá un espectáculo de colores y de figuras que lo dejan sin respiración. Lo mismo ocurre con la Iglesia. El que la mira desde fuera, con los ojos del mundo, no ve más que lados oscuros y miserias; pero el que la mira desde dentro, con los ojos de la fe y sintiéndose parte de ella, verá lo que veía san Pablo: un maravilloso edificio, un cuerpo bien ensamblado, una esposa sin mancha, ¡un "gran misterio"! El que mira desde fuera de esta Basílica la vidriera que tenemos frente a nosotros no ve nada de especial, tan sólo oscuro vidrio; pero nosotros, que estamos aqui dentro, divisamos una luminosísima paloma, el Espíritu Santo.


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Tal vez digas: "¿Pero cómo? ¿Y las incoherencias de la Iglesia? ¿Y los escándalos, incluso por parte de algunos papas?" Pero esto lo dices porque razonas humanamente, como hombre carnal, y no sabes aceptar que Dios manifiesta su fuerza y su amor a través de la debilidad.

Como no logras alcanzar la inocencia por ti mismo, se la exiges a la Iglesia, mientras que Dios ha decidido manifestar su gloria y su omnipotencia precisamente a través de la tremenda debilidad e imperfección de los hombres, incluidos los "hombres de Iglesia", y con ella ha moldeado a su esposa, que es maravillosa justamente porque exalta su misericordia. El Hijo de Dios vino a este mundo y, como buen carpintero que había llegado a ser en la escuela de José, recogió los trocitos de madera en peor estado y más nudosos que encontró y con ellos se construyó una barca que resiste a la mar desde hace dos mil años.

¡Los pecados de la Iglesia! ¿Crees que Jesús no los conoce mejor que tú? ¿Acaso no sabía él por quién moría?, ¿y dónde estaban en aquel momento sus apóstoles? Pero él amó a esta Iglesia real y concreta, no a una imaginaria e ideal. Murió "para hacerla santa e inmaculada", no porque fuese ya santa e inmaculada. Cristo amó a la Iglesia "en esperanza": no sólo por lo que "es", sino también por lo que "será": la Jerusalén celestial "arreglada como una novia que se adorna para su esposo" (Ap 21,2).

6Pero por qué esta Iglesia nuestra ha de ser tan pobre y tan lenta? ¿Nos lo hemos preguntado alguna vez? Don Primo Mazzolari, que no era por cierto un hombre acostumbrado a lisonjear a la Iglesia institucional, escribió: "Señor, yo soy tu carne enferma; te peso cual cruz pesada, cual hombros que no resisten. Para no dejarme caer, te cargas también con mi fardo y caminas como puedes. Y entre aquellos con los que vas cargado, hay algunos que te culpan de no caminar según las reglas y acusan también de lentitud a tu Iglesia, olvidando que, cargada como va de escorias humanas que ni puede ni quiere echar por la borda (¡son sus hijos!), vale más el llevarlos que el llegar a puerto".

La Iglesia camina lenta, qué duda cabe. Camina lenta en la evangelización, en la respuesta a los signos de los tiempos, en la defensa de los pobres y en tantas y tantas otras cosas. ¿Pero sabéis por qué camina tan lenta? Porque nos lleva a hombros a nosotros, que aún estamos llenos de todo el lastre del pecado. Los hijos acusan a la madre de estar cargada de arrugas, cuando esas arrugas, como ocurre en el orden natural, son precisamente ellos quienes se las han producido. Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para que fuese una Iglesia "sin mancha", y la Iglesia no tendría manchas si no nos tuviese a nosotros... La Iglesia tendría una arruga de menos, si yo hubiese cometido un pecado menos. A uno de los Reformadores que le echaba en cara el que siguiese en la Iglesia católica a pesar de su "corrupción", Erasmo de Rotterdam le contestó un día: "Soporto a esta Iglesia, con la esperanza de que se haga mejor, dado que ella se ve obligada a soportarme a mí, con la esperanza de que yo me haga mejor".

 

Tenemos que pedir todos perdón a Cristo por tantos juicios desconsiderados y por tantas ofensas como hemos infligido a su esposa, y, en consecuencia, a él mismo. Decidle a un hombre que su mujer es fea, o que es "una cualquiera", y veréis si podéis hacerle una ofensa mayor o si podéis aguantar su cólera. Tenemos que imponernos todos sin tardanza una manera nueva de hablar, más consciente de quién es la Iglesia. "Como soy uno de ellos —escribía Saint-Exupéry acerca de su patria terrena, en un momento oscuro de su historia—, no renegaré de los míos, hagan lo que hagan. No predicaré contra ellos delante de extraños. Si puedo salir en su defensa, los defenderé. Si me cubren de vergüenza, esconderé esa vergüenza en mi corazón y guardaré silencio. Y piense lo que piense entonces de ellos, nunca haré de testigo en su contra. Ningún marido va de casa en casa diciendo a los vecinos que su mujer es una zorra: ¡bonita manera de salvar su honor! Como su esposa es alguien de su casa, no puede sacar pecho en público contra ella; sino que, una vez en su casa, dará rienda suelta a su cólera A. DE SAINT-EXUPÉRY, Piloto de guerra, 24.

Existe el peligro de que alguien haga exactamente lo que aquí estamos condenando. Que, habiendo roto con la Iglesia, vaya de universidad en universidad, de revista en revista, de congreso en congreso, repitiendo sus amargas acusaciones contra la Iglesia "institucional", como si ésta fuese algo totalmente diverso del ideal de Iglesia que él elaboró en su mente, pensando que así salva el propio honor en contra de ella. Es bien sabido cómo el mundo tiende puentes de oro a los que vuelven la espalda a la Iglesia. "¡ Qué fácil es hacer carrera cuando uno se pasa al campamento enemigo! ", decía Tertuliano hablando de los que abandonaban la Iglesia para pasarse a una secta herética en la que enseguida eran revestidos de honores y de cargos. Con frecuencia lo único que se hace con eso es ocultar, tras una polvareda de acusaciones contra la Iglesia y contra los superiores, el propio naufragio personal en la fe.

¿Habrá, pues, que callar, todos y siempre, en la Iglesia? No: una vez que hayas "vuelto a casa", una vez que hayas llorado con la Iglesia y que te hayas humillado a sus pies, Dios puede ordenarte, como hizo con otros en el pasado, que levantes la voz contra "las llagas de la Iglesia". Pero no antes de haber hecho eso, y no sin que tú mismo mueras de alguna manera en esa peligrosa misión.

Los santos supieron aplicar también a la Iglesia aquello que Job decía de Dios: "Aunque intente matarme, recurriré a él" (Jb 13,15).


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De todo lo que hemos contemplado en este Viernes Santo surge una llamada especial para las almas consagradas. Ellas se han "desposado" con la causa del Reino; ellas han percibido, por pura gracia, la necesidad de amar "algo majestuoso" y lo han encontrado en Cristo. Por eso están llamadas a ser un signo visible del amor esponsal de la Iglesia a Cristo.

Hoy se habla mucho de la existencia de una desazón en el seno de la vida religiosa tradicional, de una crisis de identidad. Yo pienso que hay muchas explicaciones para esa desazón, pero que hay una que es la fundamental: en muchos de nosotros se ha enfriado el amor a Cristo, que está en la base de nuestra elección.

En el Apocalipsis hay una carta para nosotros, los religiosos: la que fue escrita para la Iglesia de Éfeso. Dice así: "Conozco tus obras, tu fatiga y tu aguante... Pero tengo en contra tuya que has abandonado el amor primero. Recuerda de dónde has caído, ¡arrepiéntete!" (Ap

2,2-5). También a nosotros nos quedan muchas veces "las obras, la fatiga y el aguante" (cosas preciosas todas ellas y que no debemos perder), pero tal vez nos falte el alma, el amor esponsal a Cristo. El amor tiene necesidad de oración si quiere sobrevivir, como el fuego de oxígeno si quiere arder. "Quien tenga oídos, que oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias" (~y a las comunidades religiosas!).


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De todo lo que hemos contemplado en este día brota, finalmente, también una llamada para los esposos cristianos. El mismo Apóstol lo ha formulado de esta manera: "Las mujeres, que se sometan a sus maridos... Y vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia" (Ef 5,22.25). (Hoy diríamos que también la mujer debe "amar" a su marido, exactamente igual a como el marido tiene que hacer con ella). Que las mujeres no se sientan disminuidas, como si en este simbolismo ellas estuviesen llamadas a representar a la Iglesia y los varones a Cristo. Más bien han de sentirse honradas por el hecho de que aquí toda la humanidad esté representada por una mujer, por esa Eva que es la Iglesia. En el plano de la realidad, tampoco los hombres están representados aquí por Cristo, sino por la Iglesia: no son el esposo, sino la esposa.

Estamos en el año internacional de la familia, y la Iglesia dedica todos sus esfuerzos a defender sus derechos y a promover su santidad. Pero la familia no estará sana si su raíz —la relación de pareja— está enferma. Aquí es donde se decide todo. Es como cuando se rompe la cuerda en una escalada alpina: todos los que estaban atados a ella caen en el vacío, y los primeros los hijos.

¿Qué es lo que puede aprender una pareja de esposos cristianos del modelo Cristo-Iglesia? Sobre todo una cosa. En el mundo hay dos clases de amor: el amor de generosidad y el amor de sufrimiento. El primero consiste en hacer regalos y obsequios a la persona amada; el segundo en ser capaces de sufrir por ella y de sufrir por causa de ella. Dios, en la creación, nos amó con amor de generosidad, pero en la cruz nos amó también con amor de sufrimiento, que es infinitamente más exigente.

Pero, para que no pensemos que todo es siempre y sólo sufrimiento, no debemos olvidar lo que en una ocasión dijo el propio Jesús: que "hay más dicha en dar que en recibir" (Hch 20,35). La dicha de descubrir que existe un plano completamente nuevo en el amor: amar como ama Dios; la alegría de conocer un amor que es recompensa y alegría en sí mismo.


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En el libro de Jeremías leemos este misterioso oráculo: "El Señor crea algo nuevo en el país: será la mujer quien abrace al varón" (Jr 31,22). Hasta el día de hoy —quiere decir el profeta—, ha sido el esposo, Dios, quien ha buscado y perseguido a la mujer infiel que se iba tras los ídolos. Pero llegará un día en que ya no ocurrirá eso. Al contrario, será la propia mujer, la comunidad de la alianza, la que busque a su esposo y se apriete contra él.

¡Ese día ya ha llegado! Ahora todo está cumplido. No porque la humanidad se haya vuelto de repente cuerda y fiel, no; sino porque el Verbo la ha asumido y la ha unido a sí, en su misma persona, en una alianza nueva y eterna. Toda la liturgia del Viernes Santo expresa el cumplímiento de aquel oráculo. Eso comenzó en el Calvario, con María apretando entre sus manos y besando el rostro de su Hijo bajado de la cruz, y continúa ahora en la Iglesia, de la que la Virgen era, en eso, figura y primicia.

La Iglesia, que, con el sucesor de Pedro a la cabeza, desfilará ahora para besar el Crucifijo, es aquella mujer que "abraza al varón", rebosante de gratitud y de emoción. Que dice, con la esposa del Cantar de los Cantares: "He encontrado al amor de mi alma; lo agarré y ya no lo soltaré" (Ct 3,4).