JUNTO A LA CRUZ ESTABA SU MADRE


"Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego, dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa" Estas palabras las escuchábamos hace un momento, en el relato de la Pasión. Nos las refiere el mismo que las escuchó y que estaba, junto con María, al pie de la cruz: Juan. Pocas noticias llegan hasta nosotros de una fuente tan directa y segura como ésta. En ellas queremos detenernos un rato, para meditarlas, en este Viernes Santo.

Si María estaba "junto a la cruz de Jesús" en el Calvario, eso quiere decir que estaba en Jerusalén aquellos días; y si estaba en Jerusalén, eso quiere decir que lo presenció todo. Que asistió a toda la pasión de su Hijo, a los gritos de ¡a Barrabás, a Barrabás!, al Ecce Horno. Que vio cómo su Hijo era sacado afuera azotado, coronado de espinas, cubierto de salivazos; que vio cómo su cuerpo desnudo se estremecía en la cruz, en el estertor de la muerte. Que vio cómo los soldados se repartían sus vestiduras y echaban a suertes aquella túnica que ella tal vez había tejido con tanto amor. También ella bebió el cáliz amargo, lo apuró hasta las heces. A ella pueden aplicársele muy bien las palabras que pronunciaba la hija de Sión en su angustia: "Vosotros, los que pasáis por el camino, mirad, fijaos: ¿Hay dolor como mi dolor?" (Lm 1,12).

María no estaba sola junto a la cruz; con ella estaban otras mujeres, además de Juan: una hermana suya, más María la de Cleofás y María Magdalena. Podría parecer que María es una más entre las mujeres que estaban allí presentes. He asistido a veces al funeral de algún joven. Recuerdo en especial el de un chico. Detrás del ataúd iban varias mujeres, todas vestidas de negro y todas llorando. Parecían sufrir todas de la misma manera. Pero entre ellas había una que era distinta, en la que todos los asistentes pensaban, por la que lloraban y a la que dirigían furtivamente la mirada: la madre. Tenía los ojos fijos en el ataúd, como petrificados, y se veía que sus labios repetían sin descanso el nombre de su hijo. Cuando, al Sanctus, todos se pusieron a decir con el sacerdote "Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo...", también ella susurró mecánicamente "Santo, santo, santo...". Y en aquel momento yo pensé en María al pie de la cruz.

Pero a María se le pidió algo más difícil: que perdonase a los que mataban a su Hijo. Cuando oyó a su Hijo decir: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Le 23,34), María comprendió enseguida lo que el Padre esperaba también de ella: que dijese también en su corazón esas mismas palabras: "Padre, perdónalos..." Y las dijo, y perdonó.

El Concilio Vaticano II habla así de María al pie de la cruz: "También la Santísima Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por designio divino, se mantuvo de pie, sufrió profundamente con su Hijo unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado" (Lumen Gentium, 58.) . Consentir en la inmolación de la víctima que ella había engendrado fue como inmolarse a sí misma.

Al estar "de pie" junto a la cruz, la cabeza de María quedaba a la altura de la cabeza inclinada de su Hijo. Sus miradas se encontraron. Cuando le dijo: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Jesús la miró y por eso no sintió necesidad de llamarla por su nombre para distinguirla de las demás mujeres. ¿Quién podrá penetrar el misterio de aquella mirada entre la madre y el Hijo en aquella hora? Una alegría tremendamente dolorida pasaba de uno a otra, como el agua entre los vasos comunicantes, y esa alegría provenía del hecho de que ya no ofrecían la menor resistencia al dolor, de que estaban sin defensas ante el sufrimiento, de que se dejaban inundar libremente por él. A la lucha le sucedía la paz. Habían llegado a ser una sola con el dolor y el pecado de todo el mundo. Jesús en primera persona, como "víctima de propiciación por los pecados del mundo entero" (1 Jn 2,2); María indirectamente, por su unión corporal y espiritual con su Hijo.

Lo último que hizo Jesús, antes de adentrarse en la oscuridad de la agonía y de la muerte, fue adorar amorosamente la voluntad de su Padre. María lo siguió también en eso: también ella adoró la voluntad del Padre antes de que descendiese sobre su corazón una terrible soledad y se hiciese la oscuridad en su interior, como se hizo la oscuridad "sobre toda aquella región" (cf Mt 27,45). Y aquella soledad y aquella adoración se quedaron clavadas allí, en el centro de su vida, hasta la muerte, hasta que llegó también para ella la hora de la resurrección.

Un salmo que la liturgia aplica a María dice: "Todos han nacido allí... Se dirá de Sión: ‘Uno por uno todos han nacido en ella...’ El Señor escribirá en el registro de los pueblos: ‘Éste ha nacido allí"’ (Sal 87,2ss). Es verdad: todos hemos nacido allí; se dirá de María, la nueva Sión: Uno por uno todos han nacido en ella. En el libro de Dios está escrito, de mí, de ti, de todos y cada uno, incluso de los que todavía no lo saben: "¡Este ha nacido allí!"

¿Pero no hemos sido regenerados por la "palabra de Dios, viva y duradera" (1 P 1,23)? ¿No hemos "nacido de Dios" (Jn 1,13) y renacido "del agua y del Espíritu" (Jn 3,5)? Ciertísimo, pero eso no quita para que, en otro sentido, hayamos nacido también de la fe y del sufrimiento de María. Si Pablo, que era servidor de Cristo, pudo decir a sus fieles: "por medio del Evangelio soy yo quien os ha engendrado para Cristo Jesús" (1 Co 4,15), ¡ con cuánta mayor razón podrá decirlo María, que es su Madre! ¿Quién, mejor que ella, puede hacer suyas aquellas palabras del Apóstol: "Hijos míos, a quienes doy a luz de nuevo" (Ga 4,19)? Ella nos da a luz "de nuevo" en este momento, porque nos ha dado ya a luz por primera vez en la encarnación, cuando entregó al mundo la "Palabra de Dios viva y eterna" que es Cristo, en la que hemos renacido.

 

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Hay una comparación que puede ayudamos a comprender mejor el significado de la presencia de María al pie de la cruz: la comparación con Abrahán. Este parangón nos lo sugiere el propio ángel Gabriel en la Anunciación, cuando dice a María las mismas palabras que se le dijeron a Abrahán: "Para Dios nada hay imposible" (cf Gn 18,14; Lc 1,37). Pero surge sobre todo de los hechos. Dios prometió a Abrahán que tendría un hijo, aunque ya se le había pasado la edad y su mujer era estéril. Y Abrahán creyó. También a María Dios le anuncia que va a tener un hijo, a pesar de que ella no convive con ningún hombre. Y María creyó.

Mas he aquí que Dios vuelve a intervenir en la vida de Abrahán, y esta vez para pedirle que le inmole precisamente aquel hijo que él mismo le había dado y del que le había dicho: "En Isaac tendrás una gran descendencia". Y Abrahán también esta vez obedeció. También en la vida de María Dios intervino otra vez, pidiéndole que consintiese, e incluso que asistiese a la inmolación de su Hijo, del que había sido dicho que reinaría para siempre y que sería grande. Y María obedeció. Abrahán subió con Isaac al monte Moria y María subió tras de Jesús al monte Calvario. Pero a María se le pidió mucho más que a Abrahán. En el caso de Abrahán Dios se detuvo en el último momento y Abrahán recuperó vivo a su hijo. En el caso de María, no. Ella tuvo que pasar esa línea postrera y sin retorno que es la muerte. Recuperó a su Hijo, pero sólo después que lo bajaron de la cruz.

Como también María caminaba en la fe y no en la visión, esperaba que de un momento a otro cambiaría el curso de los acontecimientos, que se reconocería la inocencia de su Hijo. Esperó ante Pilato, pero nada. Dios seguía adelante. Esperó hasta la cruz, hasta antes de que clavaran el primer clavo. No podía ser eso. ¿Acaso no le habían asegurado que aquel Hijo subirla al trono de David y que reinaría para siempre sobre la casa de Jacob? ¿Era, pues, aquél el trono de David: la cruz? María sí que "esperó contra toda esperanza" (Rm 4,18); esperó en Dios, por más que veía desvanecerse la última razón humana para esperar.

Pero saquemos ahora la consecuencia obligada de esa comparación. Si Abrahán mereció, por lo que hizo, ser llamado "padre de todos nosotros" (Rm 4,16) y "nuestro padre en la fe" (Canon romano), ¿vacilaremos nosotros en llamar a María "madre de todos nosotros" y "nuestra madre en la fe", o "madre de la Iglesia"? A Abrahán Dios le dijo: "Por haber obrado así, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo... Te hago padre de una multitud de pueblos" (Gn 22,16; 17,5). Eso mismo, pero con mucha mayor fuerza, le dice ahora a María: "Por haber obrado así, por no haberte reservado tu Hijo, tu Hijo único, te bendeciré... Te hago madre de una multitud de pueblos

Si todos los creyentes de todas las confesiones tienen la convicción de que Abrahán no sólo ha sido constituido "ejemplo y patrono, sino también causa de bendición" (como se expresa Calvino al comentar Gn 12,3), de que "en el plan salvífico de Dios, a Abrahán le fue reservado el papel de mediador de bendición para todas las generaciones" (G. von Rad), ¿por qué no habrán de acoger y compartir con alegría todos los cristianos la convicción de que María ha sido constituida, con mayor razón, por Dios causa y mediadora de bendición para todas las generaciones? No solamente —insisto- ejemplo, sino también "causa de salvación", como la llama, precisamente, san Ireneo (IRENEO, Contra las herejías, III, 22, 4)? ¿Por qué no hemos de poder compartir la convicción de que no sólo iban dirigidas a Juan, sino a todos los discípulos, las palabras de Cristo moribundo: "Hijo, ahí tienes a tu madre"? María -dice el concilio—, al pie de la cruz, se convirtió para nosotros en "madre en el orden de la gracia" (Lumen Gentium, n0 61).

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Por eso, como los judíos, en los momentos de prueba, se dirigían a Dios diciendo: "Acuérdate de nuestro padre Abrahán", así nosotros podemos ahora dirigirnos a él diciendo: "Acuérdate de nuestra Madre, María". Y lo mismo que ellos le decían a Dios: "Por Abrahán, tu amigo, no nos niegues tu misericordia" (Dn 3,25), así nosotros podemos decirle: "Por María, tu amiga, no nos niegues tu misericordia".

 

Llega una hora en la vida en la que se necesitan una fe y una esperanza como las de María. Entonces nos parece que Dios no escucha ya nuestra oración, tenemos la impresión de que se está desdiciendo a sí mismo y a sus promesas, de que nos lleva de derrota en derrota, de que nos envuelve en su propia derrota y que el poder de las tinieblas parece triunfar en todos los frentes; cuando, como dice un salmo, parece que "se ha agotado su misericordia y que la cólera le cierra las entrañas" (Sal 77,10). Cuando te llegue a ti esa hora, acuérdate de la fe de María y exclama: "Padre, ya no te comprendo, ¡pero me fío de ti!"

Tal vez el Señor esté pidiendo precisamente ahora a alguno de nosotros que le sacrifique, como Abrahán, a su "Isaac", es decir la persona, o la cosa, o el proyecto, o la fundación, o el cargo que más quiere y que el mismo Señor un día le encomendó y por el que ha trabajado toda su vida... Esta es la oportunidad que Dios te ofrece para demostrarle que lo quieres a él más que a todo lo demás, incluso más que a sus dones y que al trabajo que realizas por él. Dios puso a prueba a María en el Calvario para ver lo que ella llevaba en el corazón", y en el corazón de María encontró, intacto, y hasta más fuerte que nunca, el "sí", el "aquí está la esclava del Señor" del día de la Anunciación. ¡Ojalá que, en estos momentos, pueda encontrar también a nuestro corazón dispuesto a decirle "sí’’, "aquí estoy"!

María, como he dicho, en el Calvario se unió a su Hijo para adorar la voluntad sagrada del Padre. Con ello llevó a cabo, con toda perfección, su vocación de figura de la Iglesia. Y ahora nos espera allí a nosotros. Se ha dicho de Cristo que "está en agonía hasta el fin del mundo y no debemos dejarlo solo en esta hora" (B. Pascal). Y si Cristo está en agonía y en la cruz hasta el fin del mundo, de una manera incomprensible para nosotros pero cierta, ¿dónde podrá estar María en esta hora sino con él, "junto a la cruz"? Allí invita y allí cita a las almas generosas para que se unan a ella en su adoración a la voluntad sagrada del Padre. Para que la adoren incluso sin entenderla. No debemos dejarla sola en esta hora. María sabe que esto es, sin lugar a dudas, lo más grande, lo más hermoso, lo más digno de Dios que podemos hacer en la vida, al menos una vez antes de morir.

Dice la Escritura que, cuando Judit volvió con los suyos después de haber expuesto su vida por su pueblo, los habitantes de la ciudad corrieron a su encuentro y el Sumo Sacerdote la bendijo diciendo: "Que el Altísimo te bendiga, hija, más que a todas las mujeres de la tierra... El valor que has tenido perdurará siempre en el corazón de los hombres" (Jdt 13,18s). Esas mismas palabras dirigimos nosotros en este día a la Virgen: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres! El valor que has tenido perdurará siempre en el corazón de los hombres y en el recuerdo de la Iglesia.