¿Quién es cristiano?

Wer ist ein Christ? *

Hans Urs von Balthasar *

Aparentemente, la pregunta "¿Quién es cristiano?" parece tener una respuesta sencilla. Pero cuando los "especialistas" y los creyentes de a pie se la plantean, brotan innumerables cuestiones que la hacen enormemente compleja. Y sin embargo, el cristiano de cada época se ha visto urgido a dar su respuesta. Balthasar nos invita también a nosotros a ello.

 

CONTENIDO

1. Pequeñas escaramuzas.

Una pregunta sutil

Penoso aislamiento

Por la estadística, a la ética

El peso de los muertos

El crepúsculo de las imágenes

Reflexiones sobre lo controlable y lo insospechado

2. De espaldas a Dios, o crítica de la tendencia

La ambigüedad de lo necesario

Tendencia a la Biblia

Tendencia a la liturgia

Tendencia a la ecumene

Tendencia al «mundo secular»

3. Dios ante nosotros, o ¿quién es cristiano?

Directamente al núcleo

¿Cómo concordar lo discordante?

El punto central

La alianza y el «sí»

Esto lleva más lejos de lo que piensas

El evangelio sólo es buena noticia para el pobre. Primado de la contemplación

El sentido de la afirmación «de una vez para siempre»

¿Quién es cristiano mayor de edad?

Existencia en misión

El amor, forma de la vida cristiana

¿Qué significa «practicar»?

4. Expropiación de sí y misión en el mundo

Cómo sirve un cristiano al mundo y cómo no. Una única apuesta, a pesar de todo

Una Iglesia que se humilla

La oración, la esperanza y la profanidad


 

Pequeñas escaramuzas

Una pregunta sutil

¿Quién es capaz de responder a todos esos jóvenes que a menudo hoy se siguen haciendo preguntas? Ellos miran la realidad que les envuelve y no pueden por menos de preguntar con su característica desconfianza sistemática. Y, en algunas cosas, tal vez no les falte razón. Pues, por ejemplo, los que se denominan cristianos, ¿en qué se basan para autocalificarse así? ¿Tal vez en la costumbre, en la tradición, en lo que aprendieron de memoria durante los años de instrucción religiosa? Pero ¿cuál es el fundamento de todo esto? ¿Qué criterio justifica la tradición, el catecismo, la práctica sacramental? ¿El evangelio? Sin embargo, el evangelio ve las cosas de una forma bien distinta.

Por otro lado, hay que buscar la mediación del magisterio de la Iglesia. Pero con frecuencia resulta difícil, pues nos enfrenta directamente con los orígenes. En ese momento es cuando comenzamos a mirarnos unos a otros con desconfianza y empiezan entre nosotros las inevitables disputas sobre la pretensión del clero de conocer perfectamente la intención del Fundador, de interpretarla de forma ortodoxa y de imponérsela a las conciencias.

Pero, como toda interpretación lleva la impronta de la época a la que se dirige -¿y quién puede reprochárselo?-, es inevitable que, al cambiar el espíritu de la época, cada una de las interpretaciones defendidas con tanto énfasis pierdan actualidad y parezcan irrelevantes, esquemáticas o incluso molestas. Es entonces inevitable el que muchas doctrinas se vean como mera «ideología» de un tiempo y que sea imprescindible un nuevo aggiornamento.

Hay quienes admiran honestamente la perenne «capacidad de rejuvenecimiento» de la Iglesia; otros lamentan en privado que unas doctrinas defendidas tenazmente durante tanto tiempo sean abandonadas, arrumbadas, desmanteladas como elementos superfinos o bastiones anticuados. Justo entonces aflora con más sutileza, si cabe, la pregunta:" ¿Dónde está en definitiva el criterio? Como lo histórico es tan movedizo, la mirada retrocede, más inquisitiva, a los orígenes: ¿Dónde se encuentra el fundamento roqueño que permita contestar de modo inequívoco la pregunta «quién es cristiano»?

Y si la pregunta no me urge personalmente, me apremia al menos el entorno. Si soy padre, mi hijo quiere saber, y no puedo fingir que estoy enterado y engañar su conciencia. Si soy profesor, abuso de mi autoridad vendiendo a los alumnos cosas por las que no puedo poner la mano en el fuego. Si soy compañero o colega, el amigo o enemigo que está junto a mí exige una información mayor aún que el discípulo al profesor. Y no es tan fácil engañarle. Si no me interrogo yo mismo, queda claro que los demás me obligan a hacerlo.

Penoso aislamiento

La situación del cristiano interrogado e interrogante es de una soledad sin precedentes. Siempre hubo, hasta ahora, un punto de conexión para el diálogo religioso. Había al menos un fondo común de total fiabilidad, y sólo se debatían diferencias secundarias. La situación de Pablo en el Areópago después de su paseo matinal por los templos y santuarios de Atenas, nos parece envidiable. Sus interlocutores eran «muy religiosos»: veían la divinidad en todos los rincones del universo y, además, no tenían el menor reparo en creer con mayor o menor certeza en distintas revelaciones y admitir los cultos estatales. A Pablo le basta con revelar al «Dios desconocido» y presentar la muerte y resurrección de Cristo como elemento diferencial respecto a los otros cultos.

Más tarde tuvo que habérselas con Roma, y el encuentro fue muy duro; pero el triunfo llegó relativamente pronto. Y posteriormente, el diálogo religioso durante la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco, la Ilustración y el Idealismo, hasta el siglo pasado, se produjo dentro del marco del diálogo paulino en el Areópago.

Tomás de Aquino discute con los judíos y los «paganos» (en realidad, con el Islam): un presupuesto común es la creencia básica en la divinidad como algo distinto del mundo; otro, el carácter personal de Dios y su revelación por medio de uno o varios profetas históricos.

Desde tales premisas elaboran Roger Bacon, Ramón Llull y Nicolás de Cusa sus diálogos religiosos conciliadores, a veces muy respetuosos. El Renacimiento continúa los contactos. Recurre a la Antigüedad y reflexiona sobre nuevos hechos de historia de la religión que se van conociendo gradualmente; pero considera el cristianismo como la forma suprema y más bella de las religiones de la humanidad, porque es evidente la superioridad absoluta de la revelación de Cristo.

La Ilustración piensa fundamentalmente lo mismo, aunque desplaza el acento y contempla las religiones del mundo como producto de la «predisposición» del ser humano; pero esta predisposición, al ser una de las posibilidades o «facultades» del hombre, es objeto de una crítica progresiva, primero filosófica y más tarde histórico-científica: si el hombre «puede» ser religioso, podrá también enfrentarse a su Dios, y -será posible demostrar cómo las imágenes de Dios se ajustan a las necesidades cambiantes del ser humano y a las etapas de su desarrollo; por lo mismo, una vez alcanzada la mayoría de edad, el hombre podrá llegar al convencimiento de que él mismo se fabrica los ídolos para satisfacer su tendencia a amar y adorar, su sentimiento de justicia, su anhelo de una vida feliz después de la muerte.

Pero semejante «casa de muñecas» no sirve ya para el hombre en su mayoría de edad. Y, en efecto, el hombre constata que cabe pasar de la religión, y pasar muy bien. El ser humano, una vez que se ha recuperado a sí mismo, parece incluso que avanza más rápido y seguro. A una persona razonable no se le ocurre ya rezar; la era de la contemplación ha pasado, estamos en la era de la acción: el ser humano no sólo administra su mundo, sino que se administra a sí mismo y hace de sí lo que quiere.

Y tú, cristiano, ¿dudas aún en adoptar el nuevo ritmo de una humanidad que dispone de sí misma? Entonces has optado contra la lógica de la historia universal; no es que te lances bajo sus ruedas, es que las ruedas ya han pasado por encima de ti. En la Antigüedad -en los filósofos paganos y en los cristianos- todo se enfocaba a la «conversión» (vuelta, epistrophé), al giro desde el mundo a Dios. Hoy necesitamos todos, también tú, que has mirado durante tanto tiempo, demasiado tiempo, en dirección a Dios, un giro inverso, una vuelta radical: conversión al mundo1. ¿No entra esto dentro de tu propia lógica cristiana? ¿No fueron enviados los primeros discípulos de vuestro Fundador al mundo entero? Te contradices al pretender quedar parado cuando todos avanzan.

El cristiano mira en torno, desconcertado: se le ha desprendido algo que lo envolvía como un manto cálido y protector, y se siente desnudo. Se siente un fósil de edades pretéritas.

Por la estadística, a la ética

Al desaparecer la religión, desaparece automáticamente la forma de ética basada en ella. Desaparece, por una parte, aquella ética que se inspira total o primordialmente en la idea de justicia y sanción eterna: pero el ser humano, o es moral en sí mismo o no es moral en absoluto; obrar por el premio o el castigo es moralmente ambiguo; al menos, no es moralmente puro. Desaparece, por otra parte, aquella ética superior que practica el bien imitando al Bueno por antonomasia: como Dios nos brinda la existencia, como Dios hace salir el sol, generosamente, sobre buenos y malos, seamos agradecidos y seamos también generosos.

Pero ¿que pasaría si no existiera Dios? ¿No permanecería esa generosidad en la esencia del hombre? ¿No nos induce ya a ello el reino animal, al que sólo superamos por una forma superior de autonomía? ¿No hay que diferenciar, además, entre esa pretendida generosidad, por una parte, y un sano y natural «querer ser uno mismo», un amor a sí mismo y una autoayuda, por otra, que es elemental en el viviente infrahumano? Entonces, lo ético podría situarse en el justo medio entre el egocentrismo y el altruismo. El hombre no necesita de una referencia a Dios, ni de una revelación específica para reparar en cosas tan elementales.

Recapacita además, colega cristiano, a ver si tus sublimes imperativos morales no resultan extraños al mundo porque, al igual que la ética de la antigüedad pagana, son una ética para «héroes» (tú los llamas santos), para las personas aristocráticamente superiores. Los teatros antiguos de verdadera categoría sólo presentaban a reyes, héroes y dioses (y el teatro cristiano, a mártires y otros santos, amén de ángeles y congéneres). La plebe sólo podía aportar lo suyo en comedias indecentes donde, por cierto, los dioses y los hombres se engañaban mutuamente. Fue la mentalidad antigua, y duró demasiado tiempo en épocas cristianas.

Sólo podemos saber lo que el ser humano es y puede si dejamos de compararlo con esos ejemplares selectos, con esos ideales no alcanzables ni deseables para el hombre normal, y lo tomamos de una vez en forma realista, tal como es. El modo más simple de hacerlo es mediante la encuesta, el reportaje, la estadística. Parece que el promedio obtenido sobre la base inductiva más amplia, no sólo demuestra que la mayoría de la gente forma parte de la massa damnata, sino que es sumamente formal a su manera y posee una «jerarquía de valores» sin necesidad de imponérsela desde fuera y desde arriba. Y demuestra, además, que el que toma a la gente como es, logra mejores resultados que el que le impone diez o cincuenta mandamientos desde cualquier alta montaña, sólo accesible a la ética.

También tú, colega cristiano, eres material de estadística. Un determinado porcentaje de la humanidad es supuestamente cristiano. Y una fracción de él es (más supuestamente aún) católica. Dejo en vuestras manos el confeccionar una estadística de los «verdaderos» cristianos y católicos que hay entre vosotros; yo desconozco los métodos que vais a emplear para averiguarlo.

¿No basta la estadística para establecer ciertas normas de conducta de validez universal y, por tanto, obligatorias, apoyadas por la policía si fuera preciso? ¿A qué viene toda la monserga del imperativo categórico a priori o de un derecho natural igualmente a priori? Basta convenir en que el hombre, para convivir como ser biológico y racional con sus semejantes, ha de atenerse a ciertas reglas de juego y frenar los propios impulsos. En lo demás, liberalismo y tolerancia. Se pueden proponer algunas religiones y algunos sistemas éticos a libre elección del individuo mientras no sean incompatibles con el bien común. La libre competencia sería ventajosa, a la larga, para todos los concurrentes. ¿Por qué? Porque ya es mucho ser persona decente, y ninguna religión dispensa de esto; más aún, una religión se prestigiará más ante la humanidad generando personas decentes: personas que realizan lo que los más llevan en sí como una imagen que les es grato encontrar en otros, aunque no consigan quizá realizarla ellos mismos.

El peso de los muertos

La gente recuerda mal el largo pasado del cristianismo, pero mejor que el propio cristiano que hoy desea empezar de nuevo y ser moderno entre los modernos. Otros no están dispuestos a cargar con el peso de la tradición, o sólo un poco: los muertos tuvieron su responsabilidad, nosotros tenemos la nuestra; lo que ellos hicieron con la suya, a nosotros no nos afecta. El protestante se siente poco lastrado por los quince primeros siglos cristianos: «videant cónsules», es decir, «papae». El católico no puede sacudirse esta historia; su principio sobre la tradición, aparte la interpretación que se haga de ella, se lo prohibe. Esa misma Iglesia a la que él se adhiere, hizo u omitió cosas que hoy no se pueden aprobar; cabe achacarlo todo a la evolución de la conciencia humana, pero ¡qué connivencias no hubo entre lo secular y lo espiritual! El católico se ve implicado y ha de asumir su parte de responsabilidad, le guste o no. El camino más sencillo sería quizá, además de hacer inmediatamente una confesión completa de los pecados, cargar las tintas lo más posible para ponerse a la altura de la dolorosa tragedia, como hace Reinhold Schneider. Lo que pareció lícito y quizá obligado bajo los papas medievales, parece imperdonable, pecado mortal, si nos colocamos directamente entre el evangelio puro y nuestra conciencia actual. En todo caso, algo diametralmente opuesto al espíritu y al código de Jesucristo. Bautismos forzados; tortura de herejes y autos de fe; noches de san Bartolomé; conquista de continentes a sangre y fuego para llevar, junto con el brutal expolio, la religión de la cruz y del amor; injerencias represivas y necias en problemas de una ciencia natural en progresión; proscripciones y destierros por orden de la autoridad religiosa, que actúa como autoridad política y quiere ser reconocida como tal: un sinfín de escándalos. No es agradable tener que cargar con una herencia cuyos crasos errores saltan a la vista.

Si esto ya es humillante, será mejor no arrojar piedras donde uno no puede defenderse. Habrá que recordar que Cristo anuncia al hombre un ideal absoluto que supera las exigencias absolutas de Yahvé a su pueblo, que estas exigencias pasan de un modo u otro a la potestad de los apóstoles y de la Iglesia, y que la administración de esta potestad por hombres pecadores y de pocas luces puede causar un daño incalculable. La solidaridad del cristiano actual con los muertos le compromete a reparar los errores pasados, que él tendrá que sobrellevar con paciencia y, en el fondo, hasta con gratitud. Quién sabe, en efecto, cómo se hubiera comportando él en las circunstancias del siglo IX o XIV.

El que lleva esta pesada carga puede consolarse pensando que lo malo se graba en la memoria con más facilidad que lo bueno, y que el bien que el cristianismo hace al mundo no se deja ver, o sólo muy indirectamente. ¿Quién puede contar y ponderar los actos ocultos de vencimiento propio que han impedido el mal, los actos de expiación y de amor desinteresado, el efecto de una oración callada y ardiente? ¿Quién conoce, fuera de Dios, las experiencias de los santos que, cruzando el cielo y el infierno, desde los lugares más recónditos, revolucionan ámbitos enteros de la historia, remueven montañas de culpa y han abierto un camino en lo que antes era intransitable? Dicho sea esto de paso y sotto voce, para recordar que el «debe» de la Iglesia no puede cerrarse sin este «haber».

La pesada carga afecta también a la Iglesia actual, que intenta sin duda desembarazarse de trabas innecesarias, pero sólo puede realizar lentamente lo que muchos en ella y fuera de ella consideran necesario hacer. Y si las estructuras que han periclitado se desmoronan con relativa facilidad, ello no significa que lo otro, lo positivo, lo que hay que construir en su lugar, esté ya ahí como algo conocido, querido, decidido y acabado.

Mencionemos sin reparo lo más problemático, lo de más hondas raíces en esas estructuras: una decisión de consecuencias imprevisibles tomada tempranamente, sin duda responsablemente, pero que no es la única solución posible, ya que las ventajas cristianas de la solución opuesta, si se computan los elevados, altísimos sacrificios y pérdidas, son también incontestables: el bautismo de los niños. El anticipo de la opción por Dios, valiente y definitiva, en estado de inconsciencia; el despertar de la razón y de la capacidad de elección ante un hecho ya consumado que se podrá ratificar o no: ¡ingente problema! Y más cuando la tradición popular, la inserción sociológica en una cristiandad envolvente, está desapareciendo o ha desaparecido ya del todo. También esto hay que sobrellevarlo.

El crepúsculo de las imágenes

Para el hombre sin Dios, las palabras de la cultura cristiana no hablan de Dios, o sólo muy débilmente. El mundo occidental alumbró y construyó sus obras más bellas desde el espíritu de la religión. Esto vale tanto para las obras clásicas de la antigüedad, que nacieron colectiva e individualmente del culto a lo divino, como para todas las creaciones originales de las épocas cristianas. Aún no se ha demostrado que la irreligión pueda producir grandes obras de arte: Goethe dijo a Riemer: «Los humanos son productivos en poesía y en arte mientras son religiosos; después, se vuelven imitadores y repetidores, como nos pasa a nosotros con la Antigüedad, cuyos monumentos fueron productos de la fe y nosotros nos limitamos a copiar desde el ensueño y la fantasía». Ifigenia de Eurípides fue el drama de una obediencia casi delirante a Dios. La traducción de Schiller omite la conclusión teológica y le cercena así las raíces. La reelaboración del material por Goethe es el juego discreto de un humanitarismo aristócrata.

Si indagamos lo que las obras arquitectónicas, los poemas, las piezas musicales cristianas quieren notificar y decir sobre Dios a un contemplador, lector u oyente actual, la respuesta es: desde luego, no lo que ellos quieren decir. «Escucho el mensaje...»; no, no lo escucha; se limita a grabarlo en cinta; se limita a filmarlo. El cristiano puede sentir un desánimo que le haga dudar de los valores expresivos de la historia y ver ideologías en todas partes. ¿No fue todo eso un error? ¿No nos envuelve como un ridículo permanente?

¿Qué tiene que ver la elegante basílica romana con el cristianismo? Es un simple mercado, sin modificaciones de relieve. ¿Qué tiene que ver la románica Iglesia-castillo de la Edad Media con la indefensión de Jesús? ¿Qué tiene que ver el fáustico asalto al cielo del arte gótico con el «cercano a la tierra y manso de corazón»? Y (si pasamos de largo el Renacimiento, con silencio contenido) ¿qué tiene que ver el esplendor barroco con la cruz desnuda? Muchos se alegran de que al cristianismo le haya faltado la voz desde entonces: menos mal. El cristiano se avergüenza de su pasado cuando lo contempla con ojos de «hombre moderno». (Las hordas que recorren Europa presurosas y ciegas, de monumento en monumento, no entran ya en la cuenta: son termitas de la decadencia).

Pero el cristiano no debería avergonzarse. Tendría que saber distinguir entre la fe y su expresión. La fe puede ser infinita, si ama; la obra es finita. La fe puede ser intemporal, la obra es temporal. Y la obra contiene en sí una llamada y una dura exigencia de más fe. Como la santa barroca extática, de húmedos ojos entornados: ¿Te has abandonado a Dios de forma que él pueda poseerte como a ésa? Tú, que apenas puedes contener la risa cuando oyes hablar de armonía, ¿has tenido, ni de lejos, el alma en disposición de reflejar la pureza de Palestrina o de Haydn?

No te hagas, cristiano, un descreído que ya nada ve, pues en dádiva has recibido los ojos de la fe. No te dejes dominar de extrañas ideologías sin fundamento. Afirma la libertad cuando te es fácil negarla. Sé libre entre el gozo permanente y la apertura a lo nuevo. Justamente porque eres una persona cristianamente libre que no necesita atarse a nada terreno, reconoce la libertad de tus hermanos de fe que son creativos, y también la libertad de todos los prosélitos y piadosos que confesaron como tú a Dios y reconocieron lo divino. No te dejes convencer de que la cristiandad antigua viviera de espaldas al mundo. ¿De dónde le vino, entonces, ese amor a las cosas y ese conocimiento de sus leyes secretas, un amor y un conocimiento muy superiores a los que pueda tener el hombre actual? ¿O crees en serio que los pequeños constructos abstractos del hombre actual tienen más contenido de mundo, son más fieles a la tierra y concrecen más con ella (con-creto) que las realizaciones de los grandes cristianos? ¿Quién conoce mejor al hombre en lo más íntimo: Villon y Grimmels-hausen o los fríos pornógrafos de hoy? A éstos déjalos estar, y no te dejes seducir por unos cristianos que quieren hacerte creer que sólo en esa pornografía se descubre al hombre en toda su «gravedad pecadora» y sin aderezos pagano-idealistas. [2]

Pero tampoco te resignes cuando lo auténtico y valioso brilla por su ausencia. «Sé vivir con estrechez», dice Pablo, «y sé tener abundancia; ninguna situación tiene secretos para mí» (Flp 4, 12). El cristiano tiene que saber contemplar ocasos a su alrededor sin que por eso se le ponga el sol. Puede ser pobre y estar con los hermanos espiritualmente pobres. Pero no puede negar su propia riqueza, la que generó todo lo bueno que éstos vendieron por un plato de lentejas. Y los ocasos le sumirán sin duda en las sombras, en eso que se suele llamar noche del mundo y eclipse de Dios. Pero le está vedado ponerse sombrío por supuestos motivos de compasión. «Hijos de Dios sin tacha en medio de una gente torcida y depravada, entre la cual brilláis como lumbreras del mundo» (Flp 2, 15).

Reflexiones sobre lo controlable y lo insospechado

¿Puede ser relevante el cristiano? ¿Cómo? Estamos de nuevo ante la sutil pregunta del comienzo. Todos sienten que no podemos seguir así, que no es suficiente. Todos pueden mirar a su Iglesia con ojos extraños, desde fuera, como la ven los otros, y sobresaltarse de pronto. Como alguien que durante decenios hubiera transitado ante la fachada de su templo de toda la vida sin advertir nada anómalo y, de repente, un historiador del arte le hiciera notar lo resquebrajado y ruinoso que se encuentra todo y la necesidad que existe de renovarlo desde los cimientos, so pena de un derrumbamiento total. Es entonces cuando la realidad le abre los ojos. En ese preciso momento comienza a temer que le pueda caer la bóveda sobre la cabeza y pide una restauración general y urgente. El miedo le da alas y le infunde «ánimo» para un aggiornamento audaz. Y, como ocurre en las épocas en las que se toma conciencia del valor que tiene la antigüedad artístico-histórica, propone con los expertos eliminar primero los aditamentos barrocos los innumerables angelotes, volutas y nubéculas flotantes que sólo sirven para acumular polvo y carecen de la más mínima consistencia, porque se basan en el puro efecto, no responden al gusto actual y originan la mayor parte de los costes de la renovación; y por toda una serie de razones plausibles más. ¡Qué alegría cuando debajo de la suntuosidad removida aflora la espléndida rudeza románica con la que sintonizamos mucho mejor y, además, es mucho menos costosa en mantenimiento! Son las grandes alegrías de la renovación: se puede restaurar lo antiguo desmontando. Resulta tan maravilloso, que le hace creer a uno que es productivo, que puede construir destruyendo.

Porque, bromas aparte, ¿no es verdad que, en el ámbito cristiano, todo lo que sea construir ha da basarse en una consideración de los orígenes? Y caminando hacia atrás, como el cangrejo, podemos encontrarnos casi al azar, pero providencialmente, con el punto crucial de la Reforma protestante y, desmontando de paso los añadidos contrarreformistas, llegar a un entendimiento inesperado. Aunque los cristianos de hoy, en el fondo, no confiamos demasiado en nosotros mismos, sí podemos confiar en el espíritu protector de la marcha atrás y, mediante un generoso desmantelamiento de las formas de ayer y de hoy, descubrir unas estructuras mejores, incluso el fundamento roqueño del evangelio.

De cualquier forma (volveremos sobre esto más adelante), no es poco que estemos descontentos con la situación actual. Si no lo estuviéramos, los otros tendrían motivo para no creernos. Si cedemos por un momento a los atractivos de la estadística o, más exactamente, de aquellas estadísticas que nuestros obispos aconsejan consultar, el perfil del cristiano medio aparecerá claro y nítido. Estarán en el límite los que figuran como cristianos por la partida de bautismo, el entierro en cristiano y, quizá, la primera comunión o la confirmación infantil. Seguirá el gran número de cumplidores de pascua, que va superando lentamente al de los cumplidores del precepto dominical. A éstos se suman poco a poco los de perfil más borroso, definidos con términos como ayuno y abstinencia, prensa católica, impuesto eclesiástico y fidelidad al papa. Por encima de las denominadas «personas decentes» (como las otras), aumenta asimismo el número de los catalogados como cristianos por el cumplimiento de esas señales de tráfico que son los diez mandamientos: el sexto con gran ventaja, luego el cuarto, el segundo y el tercero, mientras que el quinto, el séptimo y el octavo son quizá, más que preceptos de Dios, normas que cualquier «persona decente» cumple, salvo en caso de necesidad. Mucho depende también del entorno cultural: en zonas rurales, ir a la iglesia puede ser un motivo de honor, lo mismo que el mantenimiento de un odio personal o familiar. También puede ser cuestión de honor el vivir en una fuerte y tenaz discrepancia con las opiniones del cura, reconociendo, eso sí, que «él entiende de lo suyo y yo de lo mío».

Este cuadro variopinto no sería el de «la media estadística» si la escala no se redujera hacia arriba, en la zona de los denominados cristianos fervorosos: los que intentan vivir un matrimonio auténticamente cristiano, asumir una oración verdaderamente personal en su vida, preocuparse con auténtico amor por los semejantes, sobre todo los pobres, abandonados y desvalidos; los que siguen con verdadero interés la labor misionera de la Iglesia, los que se consagran como sacerdotes al servicio de la Iglesia y quienes viven en pobreza, castidad y obediencia según los consejos de Cristo.

Los que tienen el valor de ponerse bajo la luz del reflector, están más expuestos que los otros al examen inquisitivo. Nuestros queridos hermanos cristianos los golpearán con los nudillos de arriba abajo, por si algo en ellos suena a hueco. La pregunta «¿quién es cristiano?» no se formula con tanta severidad para los aludidos en primer lugar, ya que éstos suelen remitir, con cierta humildad, a los «especialistas» en cristianismo, aunque tampoco estén muy convencidos de ese saber especializado. El golpe de nudillos de los especialistas es temible, porque entonces ha de quedar claro, finalmente, quién es cristiano. Sin embargo, ahora se trata del núcleo. La cuestión se divide en varias preguntas parciales.

Primera.- ¿Quién está facultado y es capaz de identificar empíricamente al cristiano? ¿Puede hacerlo un no cristiano, por ejemplo? ¿Es posible (¿y por qué no?) saberlo? ¿Según qué criterios?

Segunda.- ¿Quién está facultado y es capaz de identificar normativamente al cristiano? También aquí hay que preguntar por los criterios, leyes y requisitos para contestar la pregunta. Nos asustamos con sólo reflexionar un poco: todo esto no está nada claro. No parece, por tanto, improcedente formular la pregunta existencial.

Tercero.- ¿Puede un cristiano averiguar por sí mismo si es cristiano y, en caso de atreverse a afirmarlo, exponer las razones en que se apoya?

La pregunta «¿quién es cristiano?» sigue sin la profundización necesaria en la Iglesia actual, en medio de todos los ensayos de reforma. Lo cual significa que se está actuando como si la respuesta fuese conocida y sólo restara, partiendo de este conocimiento, adoptar las medidas necesarias. Significa, además, tomarse la libertad de denunciar como sospechosas de ideología las soluciones y pautas tradicionales del cristiano, y de juzgar estas pautas con un criterio que se utiliza sin previo examen. No es difícil dar con este criterio impensado, pero aparentemente obvio, porque fluye espontáneamente de las tendencias generales del cristianismo actual, tendencias bienintencionadas, celebradas por la multitud, pero necesitadas de una criba urgente.

De espaldas a Dios, o crítica de la tendencia

La ambigüedad de lo necesario

Está en marcha una revisión a fondo de todo el arsenal de la Iglesia. Como suele ocurrir en tales ocasiones, aparecen herrumbres en un arma vieja. La mancha visible lleva a descubrir otras menos visibles, y al final el arma entera y hasta el género de armamento resulta anticuado. Entonces vacían todo el almacén y diseñan el plan para un nuevo arsenal. Esto produce mucho movimiento, y cuando las cosas se mueven, hay aparentemente vida, iniciativa, proyectos. Ocurre ya en instituciones que no se distinguen por la agilidad de su funcionamiento. ¿Quién no ve que la mejora, el aggiornamento, el estar au jour, up-to-date, es en líneas generales algo loable y que hoy, al hilo de esta renovación, surgen obras positivas, muy importantes, incluso imprescindibles? Y los cristianos de hoy sienten un afán parecido al de las asistentas y amas de casa que hacen la limpieza de primavera con cierto instinto dionisíaco, aunque la fiesta amenace degenerar -sobre todo entre el clero joven- en verdaderas saturnales, donde todo lo que rompe el orden parece permitido y obligado, con tal de ser muy moderno y abierto.

En medio de esta «destrucción» creadora y de esta «vuelta» inspirada, no se necesita ser muy sagaz para preguntar por la reserva en oro que avala todo este papel moneda en circulación. Los cambios en la Iglesia han estado siempre ligados a la conversión, y cuanto más profunda sea ésta, más dolorosos serán los cambios. De otro modo se tratará presumiblemente de puro verbalismo. ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar por nuestra reforma, no sólo en cosas que nos afectan poco -prestigio histórico, por ejemplo- sino que nos duelen en carne viva? ¿O creemos poder salir del paso, una vez más, con simples retoques? Parece, en efecto, que en todos estos asuntos adoptamos una fatal perspectiva donde sólo rige este principio: nada de «espléndido aislamiento», que con el tiempo resulta incómodo. Hay que apostar por los acercamientos, las fraternizaciones, los descensos de tronos y pedestales, las colegializaciones, las democratizaciones, facilitaciones y nivelaciones hacia abajo (nunca hacia arriba), por la máxima actualización hacia todo lo que aparezca hoy, mañana y pasado mañana.

¿Quién negará que estos descensos, este abandono de las viejas alturas, constituyen en muchos casos, quizá en la mayoría, la recuperación de algo largamente esperado, largamente pendiente, y que este cambio de sentido es lo originalmente evangélico, porque «el mayor entre vosotros» debe ser el servidor de todos, porque Cristo prohibió todos los títulos («maestro» o «padre», abbé, abas, papa, etc.) y él mismo, nuestro Señor, se rebajó a la condición de siervo de todos? Si con este descenso se alcanza finalmente algo pendiente -con un retraso incomprensible-, podemos sin duda felicitarnos, aunque no dejemos de preguntar por qué razones se produce esta recuperación apresurada.

La Iglesia -se dice- debe estar al día para tener credibilidad. Si esto se toma en serio, significa que Cristo estaba al día cuando llevó a cabo su misión, una misión que fue escándalo y necedad para judíos y paganos, y murió en la cruz. Cierto que esto ocurrió en el momento justo, en el kairos del Padre, en la plenitud de los tiempos, exactamente cuando Israel estaba maduro para desprenderse como un fruto, y los pueblos, maduros para recoger este fruto en su campo abierto. Pero Cristo nunca fue moderno, ni lo será, Dios mediante. Ni él ni sus discípulos Pablo y Juan pronunciaron una sola palabra por seguir la corriente política o gnóstica. La consecuencia obvia es que todos nuestros movimientos deben ir encaminados a erradicar los falsos escándalos, los escándalos no cristianos, para dar paso al verdadero escándalo, consistente en la misión de la Iglesia.

Tendríamos así algo parecido a un criterio para discernir los espíritus, esos espíritus que animan en el fondo la tendencia eclesial moderna. Y si los cristianos toman alguna vez conciencia de que todas estas empresas muy concretas necesitan con urgencia de la crítica cristiana, precisamente por ser tan claras superficialmente, si advierten que tienen doble filo, que son ambiguas y quizá resultan peligrosas porque simulan contener lo «único necesario» y, tranquilizando la conciencia, esquivan la referida conversión, entonces habremos ganado lo principal. La crítica no es previa o posterior a las empresas de los cristianos, sino que incide en el núcleo de ellas. Las pone en cuestión permanentemente, preguntando si tienen a Dios delante, a la vista, o detrás, a la espalda.

Tener a Dios a la espalda significaría en el caso de los cristianos reformistas saber a qué atenerse sobre Dios y la revelación con su contenido y alcance, y sobre la Iglesia y los cristianos. Y armados de este saber, salir al encuentro del mundo, del mundo cristiano, del no cristiano y del anticristiano. El saber que invocan estas personas está asegurado y es suficiente, aunque obviamente sólo sea un saber sumario, reducido a algunos conceptos capitales. Pero la reducción se produce, legítimamente, de cara al encuentro con el mundo actual o, como suelen decir nuestros teólogos enfáticamente y con sonrisa cómplice (para que no se piense que expresan una tautología), con el «mundo mundano» de hoy. Saben a qué atenerse sobre Dios y la revelación, y la pregunta es para ellos simplemente: qué digo yo a mi hijo. Vienen de Dios y buscan el mundo secular. Tienen a Dios a su espalda; y al mundo, delante. No discuten que, para ser enviados por Cristo al mundo, han de permanecer un tiempo suficiente junto a él; pero entienden que esto ya lo han hecho. Están inmersos en la acción y suponen de buena fe, ante sí y ante los otros, haber concluido el período de contemplación. Y si la conciencia les recuerda ocasionalmente que la contemplación no expide ningún certificado de madurez, o que aún están inmaduros, reaccionan pronto con el lema «contemplativus in actione», que significa prácticamente que la persona activa ya es lo bastante contemplativa; no existe otra madurez o mayoría de edad que la acción.

Es el lema de muchos cristianos modernos, clérigos y laicos, de los que cabe sospechar que han tomado el nombre de «misión» como tatuaje evangélico para su huida de Dios. Así se manifiesta la gravedad de la crisis que sufre la tendencia actual de la Iglesia, colectiva e individualmente. Esta crisis no significa que la tendencia sea condenable como plan, movimiento y resultado, sino que debe someterse siempre al juicio cristiano, porque la claridad superficial viene a ocultar una ambigüedad de fondo: ir de Dios al mundo puede ser una misión cristiana, misión cristiana en el mundo; pero puede ser también una huida de Dios, miedo al escándalo de la cruz, traición a Cristo. Todas las cosas tienen su reverso; sólo Cristo está exento de él.

Tendencia a la Biblia

La orientación a la palabra de Dios se valora en el mundo católico actual como la más hermosa e inequívoca señal de esperanza, y no cabe duda de que lo es. Se da por supuesto que descorriendo todas las cortinas que impiden la visión de los orígenes cristianos -son cortinas todas las formulaciones eclesiales, catequéticas y dogmáticas de la revelación-, alcanzamos la verdad de Dios y de Cristo.

El cristiano quiere, en este movimiento, «oír, ver y tocar» la «palabra de vida» ahora que se le permite, finalmente, hacerlo. Estamos desolados ante el oscuro pasado, en que tantas alambradas rodeaban el texto sagrado, en que el contacto con él podía producir el choque eléctrico de una excomunión, como el antiguo israelita podía morir si pisaba las estribaciones del Sinaí.

Hasta el muro milenario de la Vulgata ha cedido hoy, después de haber bloqueado tanto tiempo el acceso al texto original, cuando ya el trabajo de los humanistas había despejado el camino. Traducciones y comentarios se acumulan para satisfacer la necesidad de comprensión de aquellos que entran por primera vez en esta tierra prometida. Y la Iglesia tendrá que hacer sin duda todo lo posible por satisfacer este anhelo de la palabra y por mantenerlo despierto, sin olvidar que ella misma sólo comenzó a estudiar el texto bíblico según los principios de la crítica histórico-literaria moderna en colaboración con los investigadores extracatólicos y extra-cristianos.

No hay por qué contener la alegría por esta apertura. Pero la alegría queda empañada al constatar que el movimiento católico moderno en torno a la Biblia no obedece primariamente, como el de Lutero, a un anhelo básico de la palabra original de Dios, más allá de toda la escolástica y la enseñanza de la Iglesia, sino al reconocimiento de exegetas eminentes de que la ciencia bíblica católica no podía funcionar por más tiempo sin convertirse en ludibrio de todo el mundo científico.

Hasta época muy reciente había que pilotar la navecilla de una exégesis al día con infinito esfuerzo, sorteando las Escilas y Caribdis de las condenas de la Iglesia, para alcanzar finalmente la relativa seguridad de una investigación libre y objetiva. Sin duda, a medida que la ciencia salía al aire libre, el fuego oculto se convirtió para muchos en llama liberada; esto resultó estimulante y favoreció la investigación. A pesar de todo, no iban a olvidar totalmente lo humillante de los inicios: el tiempo que nos costó a los católicos desarrollar nuestro propio estilo cuando otros ya habían forjado el suyo mucho antes, fuera de nuestra Iglesia.

Y como todas las cosas tienen su reverso, salvo Cristo, la aparente claridad del movimiento bíblico tampoco queda sin sombras. Por una parte, el camino católico de vuelta a las fuentes no está exento de ambigüedades: entre las dos guerras mundiales, la consigna fue para muchos: vuelta a los padres de la Iglesia... remontando una (neo) escolástica academicista y estéril. Esta «primavera patrística» fue para muchos meramente estética; no fue lo bastante crítica para perdurar mucho tiempo.

Hoy estamos de nuevo, desde hace tiempo, en un otoño patrístico, pidiendo una «primavera bíblica»; y se tiende a poner bajo fuerte sospecha de ideología toda la tradición exegética, tanto la patrística (primero platonizante, luego constantiniano-politizante) como la escolástica; una actitud no muy diferente de la que mantiene Lutero cuando clama contra la «razón prostituta». Los seguidores de esta tendencia no reparan lo bastante en que todo el que ejercita el pensamiento está ya filosofando, y el que no examina sus presupuestos mentales está más expuesto a una burda ideología; por ejemplo, la del «hombre moderno».

Por otra parte y en paralelo con esto, el camino católico de vuelta a los orígenes se encuentra con un camino protestante que deambula presuroso en dirección contraria: desde la Biblia regresa a la actualidad y considera al «hombre moderno» como horizonte y criterio, y la «filosofía moderna» (Heidegger) como instrumento hermenéutico. Lo que el «hombre moderno» puede comprender, aquello para lo que dispone de antenas, lo que le ayuda y él asimila religiosamente, es lo que debemos predicar; el resto hay que excluirlo por mítico.

Salta a la vista la ambigüedad de semejante posición, ya que puede significar lo peor y albergar luego un enfoque hacia lo mejor: lo peor, porque hace del «hombre moderno» (en realidad, un ente mítico) la medida de lo que la palabra de Dios puede y no puede decir, puede o no ayudar al ser humano; lo mejor, porque implica la invitación a vivir, pensar y apropiar toda la revelación de modo originario y nuevo para cada época. El rezagado camino católico no finaliza, pues, en un espacio virgen; le ocurre lo mismo que al pueblo de Israel cuando entró en Canaán: «En la tierra habitaba el cananeo». Esto no significa simplemente que hubo guerra de inmediato sino que, después de concertar la paz, la coexistencia con la población nativa se hizo mucho más problemática y hasta perniciosa.

Este revés inesperado en medio de una campaña triunfal de conquista no deja de ser saludable, porque obliga a todos a tomar la palabra de Dios como lo que es: llamada a una opción absoluta: el que no está conmigo, está contra mí; el que no siembra conmigo, desparrama. En una actitud de neutralidad científica se puede actuar, cuando más, al margen; y el que se demora demasiado en zonas marginales, parece eludir la opción o haberla hecho negativamente, y envolverlo todo en un aura de cientificidad.

Tendencia a la liturgia

También es cierto que el movimiento litúrgico es de lo más grato que ha ocurrido en la Iglesia. Abatió resistencias seculares; salvó lo que estaba arrumbado, hasta recuperar la juventud del cristianismo; comenzó a hacer evidentes, de nuevo, cosas que siempre debieran haberlo sido. Y el enderezamiento de la celebración litúrgica, un hecho aparentemente aislado, influye en toda la estructura eclesial y en la conciencia viva de la Iglesia como pueblo de Dios, cuerpo y esposa de Cristo. Al ser estimulado un nervio central, todo el organismo reacciona en sus miembros.

No es el clero, sino la comunidad, la Iglesia concreta reunida, la que celebra la Cena conmemorativa donde su Señor se hace presente e incorpora -en el sentido más originario del verbo- a los reunidos, los transmuta en el propio cuerpo. Pablo impuso un orden en la celebración (1 Cor 11-14, aunque no existe aún una liturgia ministerial). Este orden aparece realizado con especial belleza en Ignacio de Antioquía -la comunidad rodeando a su obispo-, con un reparto más amplio de ministerios y roles, cuya diferenciación dependía de los carismas de la Iglesia.

Con el tiempo, la celebración litúrgica incluyó la homilía, que era una glosa e interpretación de la Biblia en lenguaje asequible al pueblo; la homilía venía a ser, de ese modo, una exégesis «obediente» y no una «plática» discrecional o un «sermón» sobre un tema cualquiera. Cuando la asamblea tuvo que abandonar la estrechez de una habitación privada, el recinto fue habilitado para la reunión de la comunidad en torno a la mesa del Señor, lo que afectó a su diseño arquitectónico, a la disposición de los asientos, del altar, del pulpito, de la pila bautismal, y a la ornamentación característica sugerente. ¿Quién no ve hoy que todo este proceso evolutivo nació de la reflexión sobre lo esencial de una verdad objetiva que habla por sí misma?

El tema, sin embargo, no es tan diáfano. Esto se advierte ya en las personas de edad avanzada, que no pueden ni quieren hacerse al nuevo ordenamiento litúrgico; no se resisten a él únicamente por espíritu tradicional, sino porque echan de menos ciertos valores y ven a punto de desaparecer los que les eran más caros. ¿Qué echan de menos? El espacio espiritual de silencio en que envolvemos el misterio. ¿No acontece lo más inefable? ¿No se hace presente, más allá del espacio y de los tiempos históricos, el centro del tiempo, cuando el Hijo de Dios, cargado con el pecado del mundo, con mi pecado, herido por el rayo del juicio de Dios, desciende a la noche eterna? En este acontecimiento no hay todavía una «comunidad», hay todos estos átomos pecadores de los que yo formo parte. ¿Cómo puede la comunidad posterior, cuya luz se enciende en el relámpago de aquella tiniebla apocalíptica, cómo puede recordar la hora de su nacimiento, celebrarla como presente en la fe y en el sacramento, sin abismarse en profunda adoración?

¿Y dónde queda esta adoración en nuestras novísimas celebraciones litúrgicas? La fantasía del clero, en la creencia de que esa adoración es superflua o de que la Iglesia no es lo suficientemente adulta para rendirla, procura llenar de modo útil y con múltiples variaciones hasta los últimos rincones vacíos del tiempo. El ruido ambiental no cesa; cuando no se rezan oraciones o se lee e interpreta la sagrada Escritura, hay que cantar y responder. A veces hasta se recita y parafrasea el canon previamente, desde el pulpito, a través del micrófono.

No se olvide que casi nadie de los presentes ha tenido tiempo ni ocasión durante la semana para un recogimiento más profundo; que sus almas necesitan elevarse también personalmente y cobrar aliento en la celebración dominical; que Dios les habla sobre todo en el silencio; que el servicio de la palabra acoge la palabra de Dios -como anuncio y como oración-. Pero el acto de recepción, la afirmación personal en el silencio, es imprescindible si no se quiere que toda la siembra caiga sobre piedras y abrojos.

Es cierto que el culto divino bien celebrado genera |una especie de satisfacción compartida. El sacerdote está contento con la comunidad si ésta colabora; la comunidad está contenta consigo misma por haber solventado tan hermosa celebración. La Iglesia contenta consigo misma, la autosatisfacción de la comunidad: eso es precisamente lo que solemos reprochar al culto pietista y protestante liberal. Habría que recordar los análisis maliciosos de Karl Barth, juntando a Schleiermacher con el catolicismo -como cuerpo místico que se rinde homenaje a sí mismo-, o las palabras inquietantes de Arnold Gehlen, que inciden en lo mismo:

«Yo soy de los que opinan que Dios se ha humanado exageradamente en muchos corazones y que hay una nueva secularización que, esta vez, no pasa por la mundanización material, sino moral. La humanidad se convierte en sujeto y objeto de su propia glorificación, pero olvidando la religión cristiana del amor... La moral de los intelectuales, orientada a la circulación mundial de la conciencia, se produce... en dos formas: primero, después de la Ilustración, como ética solidaria, de carácter cismundano y progresista; segundo, como la referida celebración neocristiana donde la humanidad se homenajea a sí misma en nombre de Dios». [3]

Tendencia a la ecumene

La separación de las Iglesias es el gran escándalo público de la cristiandad y no tiene ningún género de disculpa en las causas o en los efectos (pérdida de credibilidad de la misión cristiana interior y exterior). Todo lo que ayude a reducir las distancias está en la línea de la voluntad salvífica de Dios. El avance en la idea de que es necesario hacer algo en este asunto para fundir los hielos perpetuos, desolados, sólo puede producirse por un milagro del Espíritu divino que, en su libertad, escucha las oraciones y lamentos de los cristianos en las distintas Iglesias.

Hagamos todo lo que esté en nuestra mano, sin atribuirnos nada a nosotros mismos, sino todo a la omnipotencia del Espíritu creador. Y ya que hemos empezado a esperar, sigamos enarbolando la esperanza frente a todas las derrotas y todos las imposibles, aún tan evidentes. Sólo el Espíritu de Cristo puede derribar los muros de separación, no nosotros con nuestra mejor voluntad, con toda nuestra sabia diplomacia teológica. Será bueno que miremos con gran desconfianza las ocultas ambigüedades de nuestros planes y los sometamos a la crítica de la palabra de Dios. La tarea no es fácil de cumplir: intentar todo lo que esté en nuestro poder, todo lo que promueva el espíritu de unión en Cristo, y evitar todo lo que sea forzar este espíritu por la vía puramente humana, «técnica» o «mágica».

La propuesta es obvia: destaquemos lo que une y dejemos de lado lo que separa. Esto podría tener sentido entre los evangélicos, que difieren más por un minus que por un plus, ese plus que nos achacan a nosotros, los católicos, como un excedente no registrado en el mensaje puro del evangelio. Para los evangélicos, la dificultad está en entender que este plus católico forme parte del evangelio. Sería deber de los católicos, por tanto, lograr la transparencia en este punto y luego hacer la revisión correspondiente. Pero ¿cómo?

Cabe afirmar que todos los temas eclesiales, incluidas las verdades dogmáticas, son relativos, es decir, van referidos a lo que la revelación de Dios en Cristo tiene de absoluto. El cuerpo es relativo a la cabeza; la eucaristía es relativa a la última cena y a la cruz; la madre es relativa al hijo; el purgatorio es relativo al juicio particular; sobre todo, el ministerio eclesial es relativo al sacerdocio de Cristo, y para sus titulares vale no menos que para los otros el dicho «uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos». Y todo dogma es relativo a la verdad revelada; el dogma trata de expresarla definiendo y compendiando válidamente el contenido, pero sin agotarlo.

Esta relatividad ortodoxa se manifiesta perfectamente, a nivel existencial, con los hermanos separados. Así, Juan XXIII vivió de modo impresionante, ante el mundo entero, la relatividad del ministerio supremo de la Iglesia. Y todo concilio pone de manifiesto la relatividad ortodoxa de un dogma cuando lo sitúa en nuevos contextos sin deformarlo, al descubrir aspectos complementarios, moderar así su aparente carácter absoluto y sumergirlo en el río ondulante del pensamiento y del lenguaje humanos sobre la palabra de Dios. Y en nuestro tiempo, de modo no menos impresionante, la enseñanza sobre María queda inscrita en el marco global de la doctrina de la Iglesia.

Pero justamente este último ejemplo nos pone claramente ante la alternativa. ¿Qué significa aquí la relativización? ¿Con qué espíritu, con qué intención, con qué trasfondo mental es utilizada? ¿Se trata de hacer palidecer imperceptiblemente, incluso de escamotear, los dogmas marianos encendiendo otras luces más intensas, como las estrellas palidecen y se apagan al salir el sol? ¿Se admite así que nos hemos engañado, que amén de las imprudencias y excesos prácticos de una devoción unilateral y no ilustrada (algo que ninguna persona razonable discute), hemos desbarrado también en el campo teórico? Este sería el referido método de sustracción o nivelación. Es el método que, cuando se da por bueno, solivianta e inquieta los ánimos a este lado y al otro: a este lado, porque los propios católicos no entienden cómo puede la Iglesia abandonar lo que ha defendido con uñas y dientes durante siglos, durante milenios. Al otro, porque sabe demasiado a juego poco serio y diplomático, propio de un Vaticano metido en política. ¿No serán las buenas maneras algo puramente exterior, una trampa que se cierra de golpe cuando alguien se aventura a entrar?

No, esta segunda vía no se puede elegir con espíritu ecuménico. Hay que recorrer la primera hasta el final, porque es más ambiciosa y espiritualmente más exigente. Pero esto requiere de los católicos una doble labor teológica. Primero, la recepción auténtica de todos aquellos aspectos de la teología, la predicación y las formas de espiritualidad de los hermanos separados que pueden considerarse como expresión legítima (aunque diferente) de la revelación cristiana confesada en común. En la doctrina de la justificación, antaño manzana de la discordia, se ha producido ya, en buena medida, la necesaria reflexión, que es preciso llevar hasta el final. Segundo, lo mismo desde el otro lado: un examen de las propias posiciones, tan a fondo que podamos encontrarnos con las posiciones ajenas. Mas para ello se requiere un esfuerzo intelectual que no cabe esperar de todos, y menos del laico, pero cuyos pasos conceptuales y resultados tienen que ser accesibles en líneas generales a las personas de buena voluntad, de modo que todos entiendan la convergencia sin dar margen al reproche de compromisos engañosos y artificios diplomáticos.

Pero semejante empresa presupone que los dos interlocutores tienen a Dios delante y no a la espalda. Exige caminar hacia él, siempre mayor y más misterioso, que, en palabras de Agustín, «al ser infinito, aun después de encontrado ha de ser buscado» («ut inventus quaeratur immensus est»)».

Quizá hoy comienzan los católicos, sacudidos suficientemente en su sentimiento vital y su pensamiento religioso, a entender paulatinamente el sentido de esta propuesta. Quizá aprendan desde la realidad de las conversaciones ecuménicas que la revelación de Dios no se deja encerrar en botellas y conservar en bodegas. Que las respuestas que ellos extraen de tales almacenes no se ajustan en absoluto a las preguntas concretas actuales.

Que, a pesar de la tradición eclesial y del magisterio infalible, la historia universal avanza inexorablemente, las horas fatales dependen de una decisión personal plena y toda la tradición debe refundirse siempre -¡difícil tarea!- en el momento histórico, y ser entendida y configurada a la luz de él. Justamente entonces estamos seguros de la asistencia del Espíritu santo, entonces él se nos hace perceptible, entonces vemos el sentido de lo que se llama propiamente tradición y que nunca se perfila sin el martyrion, sin la aventura de vida y muerte de un testimonio global.

Pero el tema de lo que es un cristiano tendría que estar ante nosotros en tales conversaciones, y no detrás, como un concepto consabido sobre el que nada resta que pensar. Es, como se verá, algo que sigue siendo controvertido, porque lo importante para el católico es precisamente no transigir, restando y abandonando su plus específico, sino esforzarse en tomar plena conciencia del núcleo del evangelio.

Tendencia al «mundo secular»

Aquí se sitúan el punto alto y el punto medio del movimiento. Aquí debe producirse el cambio decisivo y salvador. Mediante la superación de una tendencia estéril a la autoconservación, mediante la apertura y la salida al mundo, la Iglesia debe despertar a su verdadera esencia y debe demostrar también lo que es realmente un cristiano.

Para dejar bien clara esta idea, el cristiano se ve apoyado por la historia y reforzado con los contrastes. Se supone, por una parte, que en el pasado no existió un mundo secular, sino simplemente un cosmos vivido en sentido plenamente religioso o, como algunos llegan a decir, «divinizado». Protegido por una ilusión de tipo primitivo, el hombre había sentido la divinidad próxima a él y presente en la naturaleza. Este velo de ensueño -dicen- se rasgó brutalmente en el mundo moderno técnico y mecanizado, dominador de la naturaleza; el mundo queda «desdivinizado» y totalmente «humano», y el cristiano recibe la invitación a entrar sin miedo y sin reservas en este mundo frío y desencantado.

La dureza de la invitación resalta teniendo en cuenta que después de la Revolución Francesa se produjo un fenómeno de huida de la realidad por parte de los católicos, y el romanticismo hizo de esa tendencia el paradigma de toda actitud cristiana en el pasado. Una interpretación abiertamente falsa, ya que es innegable la apertura al mundo, no sólo en el movimiento apostólico de la primera Iglesia sino también en la aventura tan problemática, hoy tan duramente juzgada, de la cristianización del imperio romano y de su poder universal, en la conversión de los bárbaros, en la roturación y cultivo de sus bosques y desiertos por los monjes y las órdenes militares, en el contenido profano del gran arte occidental, de la filosofía y la literatura, en la moralización de las culturas y de los reinos: los reformadores y puristas pecaron siempre por carta de más, y no de menos, en lo que a apertura y transformación del mundo se refiere.

Se habla también de los movimientos ascéticos del pasado como si buscaran la huida del mundo, comenzando por la impresionante emigración de la aristocracia espiritual al desierto, a eremitorios y monasterios cenobitas, siguiendo con los tratados medievales sobre el desprecio del mundo («de contemptu mundi»), hasta las constantes oleadas modernas de vida de renuncia en los consejos evangélicos. Pero resulta que estas oleadas, con un secreto instinto cristiano, se fueron entregando más y más al mundo.

De la huida del mundo puramente contemplativa de los primeros monjes salieron los benedictinos agricultores; llegaron después los predicadores y los evangélicos. Éstos, con la Compañía de Jesús, se desprendieron más tarde de toda la estructura conventual y arraigaron profundamente en el mundo. Y hoy, los institutos seculares recorren el camino hasta el fin y viven los consejos evangélicos dentro de su vida profesional, sin separación alguna del mundo.

Y si esos géneros de vida fueron realmente, por largo tiempo, la vanguardia de la existencia cristiana, el impresionante itinerario de siglos desde el monasterio alejado del mundo hasta la existencia en el mundo es también efecto de una clara intervención del Espíritu santo. Y habrá que extraer las últimas consecuencias de esta incontenible marcha, precisamente cuando se intenta sintonizar con la dinámica del mundo moderno. Lo que durante tanto tiempo se entendió al pie de la letra en los «consejos evangélicos», tiene un sentido primariamente espiritual: es preciso encarnarse a fondo -sin la distancia última de una virginidad externa- en el espíritu de la plena e intrépida humanización del matrimonio cristiano, así como las exterioridades de la antigua pobreza deben desembocar en la distancia superior frente a cualquier posesión; y, sobre todo, la eterna minoría de edad del obediente externo debe integrarse en la mayoría de edad del laico cristiano plenamente responsable, que se atreve a hacer su opción de conciencia en medio del mundo.

Basta confirmar estas ideas con ciertas actitudes históricas de larvado maniqueísmo en los cristianos antiguos y medievales, cuyas huellas aparecen demasiado claras en los preceptos y prohibiciones del matrimonio eclesiástico. Basta recordar el sometimiento natural de una humanidad bárbara -infantil y difícil de educar- a la autoridad de una Iglesia paternalista y dominante, sometimiento superado gracias al proceso normal de maduración histórica. Basta añadir, finalmente, que en una época tan especializada como la nuestra, las competencias pasan progresivamente a los especialistas, en detrimento de las autoridades eclesiales, que se ven así confinadas a lo puramente espiritual... Basta todo eso para hacernos una idea de la tendencia dominante.

El centro de gravedad de la Iglesia se desplaza inevitablemente del estado religioso y sacerdotal al estado laico: el laico, como Iglesia orientada al mundo y enraizada en él, es el verdadero eje del reino de Dios en la tierra. El clero es tan sólo una fuerza auxiliar, y la vida basada en los consejos evangélicos existe para recordar a los laicos en forma simbólica que ellos tampoco son simplemente mundo, que el reino de Dios tampoco ha llegado definitivamente, sino que el «futuro» del Señor sólo se transformará en presente absoluto al final de los tiempos. La actitud de renuncia es, por tanto, mero signo, mientras que la «cosa significada» es la actitud en el uso de las cosas. Igualmente, el pastor ministerial sólo existe para el rebaño y ha de ponerlo todo a su servicio.

Si añadimos a esta visión del mundo la teoría del evolucionismo biológico y su traducción ingenua a la historia de la humanidad natural y sobrenatural, la tendencia resulta incontenible: es hora de que la humanidad tome en sus manos el desarrollo cósmico y, con un planeamiento espiritual activo, prepare y «acelere», en lo que de ella dependa, el futuro del Señor.

Este desplazamiento viene a insinuar como de pasada una respuesta a nuestra pregunta capital. ¿Quién es cristiano? En última instancia, aquel que más profundamente introduce lo cristiano en la materia del mundo secular, aquel que lo «encarna» más radicalmente. ¿A qué están esperando entonces todos los recursos de la gracia: la Biblia, los sacramentos, la predicación, etc.? Sólo a ser traducidos a la vida y la acción, y esto ocurre en la realidad cristiana ordinaria, es decir, en la vida común y secular. Se cumplen así la parábola de la levadura y los dichos sobre la sal de la tierra y la luz del mundo.

Todo esto parece tan simple y evidente, tan liberador (de la presión del clericalismo y de la tutela mediante una ascesis alejada del mundo) y tan estimulador de todas nuestras fuerzas, que la ambigüedad casi desaparece ante la parte positiva y fascinante. Pero la ambigüedad reaparece de inmediato si formulamos la pregunta a los que «se orientan al mundo»: ¿qué es para vosotros, cristianos, esa esencia cristiana que debe encarnarse en el mundo?

Cuando definimos un concepto, no podemos emplearlo en la definición. Vosotros tenéis ya -a la espalda- un concepto de lo cristiano (y del cristiano) con el que operáis al planear vuestra acción en el mundo. Porque no iréis a decir que lo cristiano es simplemente la orientación al mundo. Al ser una parte del mundo, no necesitáis volveros hacia él. Este gesto se podría atribuir, cuando más, a Dios, que no es «mundo» por esencia y se orienta a él por «gracia».

Para vosotros, en cambio, ser mundo es un hecho natural y un deber espiritual. ¿O el espíritu cristiano que deseáis aportar consiste en el modo gozoso, de entrega responsable, como pensáis construir el mundo? Pero este espíritu, por excelente que sea, no sobrepasa sustancialmente lo que cabe exigir a cada uno de los miembros de la comunidad humana. ¿O queréis decir que el grado especial de vuestra apuesta por el bien común y de vuestra entrega a los semejantes constituye el diferencial cristiano, ya que tal apuesta puede ser un paradigma de humanidad puro, luminoso y atractivo? Podríais aducir razones de peso en este sentido. Por ejemplo, que lo cristiano no consiste en prácticas externas y en ir a la iglesia, sino en el cumplimiento de las enseñanzas básicas de Cristo, que él nos encareció en el lavatorio de los pies: debemos ser hermanos, servirnos y ayudarnos mutuamente, como hizo él, aun siendo Señor nuestro. Y esto significa que no debemos distinguirnos del resto de los mortales por ninguna singularidad, sino por una respuesta más rigurosa y consecuente que la de los otros a las exigencias de humanidad y solidaridad general. Y si la tarea humana en este mundo -un mundo, «por fin», totalmente «secular»- consiste en su conformación técnico-espiritual, lo cristiano será anticiparse con el buen ejemplo, siempre a la cabeza en esa tarea solidaria. En lugar de llegar siempre tarde, por mirar al cielo con nostalgia, dejando pasar las oportunidades históricas una tras otra, lo cristiano es estar vigilantes para las exigencias religiosas del presente y ser modelos en esta faceta.

¿Habría sido necesario el comunismo si los cristianos hubieran sabido ser lúcidos y objetivos a su debido tiempo? ¿No estaba clara en la Biblia del Antiguo y el Nuevo Testamento la preocupación humanitaria por los pobres y los explotados? Y de no haber existido las funestas alianzas entre los explotadores y la religión cristiana, ¿habría sido necesario el ateísmo moderno? Nos encontramos con que «la vida proletaria y el movimiento proletario tuvieron que presentarse casi necesariamente en sentido ateo porque Dios no estaba a la vista durante los decenios cruciales del comienzo. Después de Cristo, Dios sólo puede manifestarse a la clase proletaria en los cristianos que siguen a Cristo; pero el cristianismo, que no apoyó el movimiento proletario en su estructura popular campesina y pequeño-burguesa, apenas le facilitó el encuentro con Dios al aparecer como instancia en favor de los explotadores. La inexistencia de Dios no fue una conclusión lógica, sino una experiencia evidente... El ateísmo revolucionario de la hora inicial del movimiento obrero es un producto directo de la ausencia de Dios, es decir, de la ausencia de los cristianos». [2]

¿Qué es lo que faltó? Una viva conciencia de fraternidad en lugar de una práctica religiosa farisea y cerrada al mundo. ¿Para qué las sublimidades trascendentes, la atención al más allá, cuando las tareas cristianas las tiene uno ante las narices, hoy exactamente igual que en tiempo del Manifiesto comunista! ¡Cuántas exigencias de humanidad elemental quedan incumplidas porque los hombres alegan no tener tiempo para ellas!: aquí puede adelantarse el cristiano, aquí puede encarnar su religión.

Por muy verdad que sea todo esto, hay que repetir la pregunta fundamental: ¿es que el cristianismo, según eso, no es más que un humanismo consecuente? Entonces tiene razón la seria y honrada teología de la Ilustración y del liberalismo: Cristo es el maestro sublime de humanidad, su ejemplo y modelo más puro. Por este ejemplo sabemos lo que es la verdadera solidaridad y abnegación. Y si sabemos esto, ¿para qué la fe? ¿No basta con llevar a la práctica los principios del sermón! de la montaña, principios elementales, pero que comprometen toda nuestra existencia sin contener en sí nada misterioso? ¿Para qué los misterios de la fe? Podemos interiorizar el amor al prójimo; ¿para qué esas; «verdades» añadidas que nos resultan siempre ajenas? Si ser cristiano significa una práctica, y sólo podemos practicar lo que entendemos y nos hace comprometernos, ¿qué pasa con lo inefable que, como tal, es indigerible, inasimilable?

La pregunta «¿quién es cristiano?» se plantea aquí con la máxima claridad. Si mi cristianismo ha de servir al mundo secular, debo tener de él una imagen comprensible y controlable. Pero esta imagen debe adecuarse a la razón y a la acción humana; de ese modo actúo siempre a partir de un principio que entiendo y, como tal, queda a mi espalda, aunque esté siempre ante mí como tarea por realizar. Este es el a priori de la cuarta tendencia. Aunque esta tendencia sea correcta en la idea de realización práctica, descansa también en una larvada sustracción: lo cristiano es (tan sólo) lo verdaderamente humano.

Hay numerosas vías para desvelar un poco este a priori. Una de ellas consiste en hacer notar que el mundo, apenas desdivinizado, es visto ya en una perspectiva teológica, y se habla de «teología de las realidades terrestres». Este aspecto será detectable, en todo caso, si hacemos previamente su «filosofía» (en la línea de Tomás de Aquino, por ejemplo). Pero la filosofía está hoy devaluada en aras de la simple «ciencia exacta» de los hechos desnudos. La ciencia exacta, sin mediación filosófica, topa con la teología, y esto sólo puede generar la apariencia de un diálogo; en realidad, una dialéctica patológicamente degradada. «Creación como salvación», «creación como misterio de salvación» son temas y títulos preferidos de los libros modernos: parecen prometedores, pero detrás hay un cortocircuito, una equiparación de filosofía y teología, y en esa equiparación la teología lleva siempre las de perder.

Esta dialéctica permite conciliar también las posiciones contrapuestas, pero sólo en apariencia y sin una verdadera mediación. Así, se dice hoy a la vez y en el mismo tono de convicción que el mundo está desdivinizado y se ha vuelto puramente secular, y que el mundo debe concebirse como misterio eucarístico general, como cuerpo místico de Cristo en crecimiento: una «divinización» del cosmos más allá de todo lo que previo el medievo pensante en la filosofía cristiana del mundo. En una creación que, aun en su aspecto evolutivo, es considerada directamente como misterio teológico-sacramental, todos los procesos mundanos o seculares pasan directamente a lo espiritual a pesar de su desdivinización fáctica, es decir, de su sometimiento al arbitrio total del hombre que piensa y proyecta técnicamente. El mundo desdivinizado hasta el ateísmo resulta ser, también, el mundo sacralizado hasta lo divino. Pero se trata, en el fondo, de meras frases con las que los cristianos se engañan a sí mismos en el mundo actual, que marcha perfectamente sin ellos, y se echan tierra a los ojos. Si uno ha superado de hecho las diferencias en su fuero interno, es absurdo fingir que las mantiene y que el llamar espiritual a lo profano y profano a lo espiritual encierra algo profundamente cristiano.

Recuerde el lector la tradición cristiana, que aparecía al comienzo de esta sección como gran testigo, e intente reprocharle una excesiva mundanidad (divinización del mundo) o una excesiva huida del mundo. Si este intento resulta imposible, quizá sea porque el cristianismo ha visto y defendido siempre, en conceptos y expresiones culturalmente cambiantes, ambos aspectos de la realidad. Que la interpretación cristiana del ser tuvo siempre el destino del cosmos ante los ojos y en el corazón, no puede negarlo nadie. No se puede acusar de acosmismo, de ausencia de mundo, a unas cosmovisiones de la máxima fuerza y eficiencia. El «cosmos sagrado», es decir, el mundo que va madurando por la creación, la encarnación, la reconciliación y la redención de Dios, pero a través de las leyes intramundanas y humanas, hacia la última plenitud de Cristo, es el ideal de un Orígenes y un Dionisio Areopagita, de un Boecio y un Juan Eriúgena, de los maestros de la escuela de Chartres y de los grandes escolásticos Alberto, Buenaventura y Tomás, el ideal de Nicolás de Cusa y del pensamiento renacentista cristiano desde Florencia a Oxford, también el ideal de la mística barroca de un Jakob Böhme y su escuela, hasta Schelling y Baader. A todos ellos, con excepción quizá de Agustín, habría que reprocharles más bien el haber introducido demasiado mundo en lo sagrado, demasiada filosofía en la teología. Esto es lo que nos vuelve desconfiados cuando se acusa a los movimientos ascéticos de la Edad Media de acosmismo o incluso maniqueísmo, cuyas últimas huellas sólo ha logrado borrar -dicen- nuestro glorioso presente. ¿No será que esos movimientos representan algo así como el contrapeso a un cristianismo demasiado secular, demasiado incrustado en lo político y lo filosófico? ¿No tienen, como contrapeso, su lado saludable y su justificación?

¿Íbamos a descubrir sólo nosotros quién es realmente cristiano? ¿Nosotros, con nuestra cuádruple tendencia, que se ha evidenciado en todas sus direcciones como un camino nada claro y, por eso, más bien peligroso? Porque, de un modo u otro, todos creían saber por anticipado lo que está en cuestión. Pero si ya en lo filosófico nada parece peor que unos presupuestos no aclarados, esto rige tanto más en lo cristiano. Por eso debemos decidirnos a dar la vuelta y ponernos delante de lo que parece estar detrás de nosotros. Tener ante si la pregunta junto con el ensayo de respuesta es la justa posición, ya que la respuesta llega necesariamente del lugar donde se nos brinda nuestro ser cristiano: la palabra viva de Dios.

3. Dios ante nosotros, o ¿quién es cristiano?

Directamente al núcleo

Muchas cosas se resuelven teniendo presente una sencilla ley del pensamiento: el mejor modo de conocer algo es examinarlo en su estado más puro. [5] El que quiera investigar la esencia del caballo o del asno en el mulo, tropezará con dificultades; el que quiera estudiar la esencia de lo cristiano en un individuo particular que es incapaz de decidirse a serlo o no serlo, que conoce algo de las exigencias que plantea, mas no tiene el valor de asumirlas, que sabe perfectamente o sospecha que no realiza esa figura con la suficiente limpieza para que le Resulte convincente a sí mismo y a los demás, estará estudiando un objeto poco indicado.

Esta ley es válida para el cristiano con mayor claridad aún que para los otros objetos, porque Cristo mismo le plantea permanentemente la opción fundamental. Cristo invita a los hombres a tomar esa decisión, que no es como una puerta de entrada a la existencia cristiana, sino que coincide con ésta de modo incoativo, pero esencial. Si examinamos las escalas de las posibles actitudes cristianas, desde el compromiso mínimo, al que cabe otorgar ya una participación en la existencia cristiana, hasta la forma superior o compromiso total, está claro que la idea cristiana, con su fuerza iluminadora y su evidencia, irradia más a medida que la forma cristiana impregna una vida. Un «santo» auténtico (los hay también falsos) no ofrece dudas. Hará exclamar a veces: «Si todos fueran como usted...». Señalemos aquí que es justamente el «santo», aquel que intenta hacerlo todo cristianamente, el que mejor y más profundamente sabe hasta qué punto es pecador. Algunos toman distancias o se resignan ante lo que los separa de la plena identificación con el ideal; otros se forman una conciencia propia; pero el santo intenta verse a la pura luz de la gracia y de las exigencias del amor de Dios; entonces se ve definitivamente por debajo de lo que le corresponde y desecha todas las falsas ilusiones.

¿Quién es cristiano? Para aproximarnos a una respuesta, no debemos mirar abajo ni afuera («el que está bautizado», «el que cumple con pascua»), sino ir directamente al núcleo. El minimalista presenta una figura sumamente complicada, por indefinible y opaca, de la que no cabe esperar nada claro. Por el contrario, el maximalista -si vale el término, pero no hay otro- ofrece la figura simple y diáfana, tan simple que él es el verdadero minimalista, porque ha integrado en sí todo lo complicado. Según Pablo, las innumerables prohibiciones de la moral se establecieron para los minimalistas, con el resultado de que los árboles casi impiden ver el bosque; para el maximalista, es decir, para aquel que busca a Cristo, todos esos códigos negativos se reducen a un precepto elemental; quien lo cumpla, habrá cumplido todos los otros preceptos como por añadidura; y de este precepto asegura Cristo que no es difícil de guardar.

Convenía sentar esta premisa metodológica antes de abordar los problemas concretos.

¿Cómo concordar lo discordante?

«Cristiano» viene de Cristo. La esencia de lo cristiano se corresponde con la esencia de Cristo. Esto es claro; pero asoma amenazadora la pregunta: ¿qué afinidad esencial, qué tipo de comunión puede haber entre Cristo y los cristianos?

Una primera verdad, insoslayable para todo el que cree realmente en la esencia y la obra de Cristo, dice: Cristo es el Unigénito del Padre, el único mediador entre! Dios y el hombre, el único salvador que padeció en la cruz por todos, la «primicia» de los que resucitan del la muerte, el que posee el primado en todo (cf. Col 1, 19). Lo que él es, lo que hace, lo que se produce mediante él, depende totalmente de su dignidad divino-humana. Él nos redimió activamente, nosotros somos los redimidos por él pasivamente; todo lo que nosotros hacemos activamente, en respuesta, descansa siempre en esta pasividad primigenia, reconocida en la fe y anunciada en el testimonio. El testimonio es lo que da la forma unitaria a todo nuestro ser y obrar. Se trata de un principio tan claro que el protestantismo ortodoxo se detiene en él. Porque todo lo que pueda añadirse parece oscurecerlo.

Pero bueno será tener a la vista, frente a eso, los relatos evangélicos. Podría parecer al pronto que presentan ante el pueblo a un hombre dotado de carisma profético que anuncia el reino de Dios, recaba con milagros la fe en su misión divina y en su persona, que elige un pequeño grupo de seguidores para que escuchen y registren sus palabras y acciones y, una vez muerto y resucitado, puedan «dar testimonio de él desde Jerusalén a Samaría y hasta los confines del mundo» (Hech 1, 8). Este primer «estrato» del ser cristiano es sin duda consistente y se mantiene hasta el final; la misión testimonial cierra los evangelios de Mateo y Lucas y abre el libro de los Hechos que, junto con las cartas, contiene el relato de ese testimonio.

Pero no queda todo ahí. Cristo no habla y actúa sólo ante los hombres, sino que trata con ellos y los invita a ir con él. Esto ocurre sobre todo en la elección de los apóstoles: «Llamó a los que él quiso; y vinieron donde él; instituyó a doce para que fueran sus compañeros» (Me 3, 13-14). En otras escenas de vocación figura el dicho: sequere me, que puede traducirse como «sígueme», a condición de no tomar el acusativo en sentido literal, sino como exponente de una relación maestro-discípulo: el discípulo se confía al mundo interior del maestro y es introducido espiritualmente en él. Ante un examen atento, el «estar con» resulta ser la forma predominante de la vida terrena de Cristo. Jesús inicia su vida en el seno de la madre, que manifestó su conformidad con la palabra de Dios; pasa la juventud inmerso en la familia, a la que abandona por unos días para permanecer «entre los maestros», escuchado y preguntando. Al comienzo de su vida pública forma una comunidad de discípulos; se transfigura en presencia de tres de ellos, acompañado de Moisés y Elías; delante de los tres discípulos sufre angustia mortal en el Huerto de los Olivos; es clavado en la cruz con dos delincuentes, uno a su izquierda y otro a su derecha; al resucitar, tampoco está solo; el viernes santo se abren los sepulcros, y el domingo de pascua «muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron; después de su resurrección salieron de las tumbas, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos» (Mt 27, 51-53). Y al caminar, ya resucitado, en conversación con los discípulos de Emaús, mantiene su hábito de «estar con» ellos hasta el final.

Pero la fase de «estar con» evoluciona, sin desaparecer, hacia una tercera fase de intimidad última: el «estar en», que Cristo realiza en el misterio del pan y el vino que «tanto deseó» y había anunciado en muchos signos y promesas, en conexión con su muerte redentora. También esto lo anticipa con disposición soberana, y en la hora de la despedida se da a los suyos, se interioriza en ellos como una vida perdurable, presente en todo tiempo. Su oración final al Padre sella solemne y claramente este «estar en» ellos; todos son uno en él y él en ellos, como él es uno con el Padre. Jesús pone toda su esperanza en este «ser uno» «estando en» ellos: será el signo en el que el mundo conozca su misión divina. Los discípulos que perseveran en la misión testimonial cobran fuerza por la conciencia de «estar en el Señor» y viceversa: «Cristo vive en mí».

Estas ideas nos son tan habituales que apenas advertimos ya la paradoja: mientras los discípulos dan testimonio de la presencia singular de Cristo ante ellos, él sigue siendo singular hasta el final, aun estando con ellos y en ellos; hay que ir más lejos y decir que cuanto más estuvo con ellos, tanto más se les abrieron los ojos para esa singularidad; cuanto más permanece en ellos, y ellos viven de él y participan de su vida, tanto menos se confunden con él, tanto más se eleva sobre ellos como el Kyrios, el Señor. Con la cercanía crece el sentido de la distancia, con el conocimiento de su descenso inexplicable aumenta la comprensión de que justamente ahí reside y aparece toda su altura inimaginable. Cuanto más somete su poder a la impotencia de la pasión, tanto más queda patente que sólo él puede «dar la vida por las ovejas» y «recuperarla» (Jn 10, 16.18); sólo él, por tanto, puede padecer y morir vicariamente por todos los otros y resucitar de la muerte. El discípulo que comprende esto desde la intimidad con Jesús se ve impulsado a dar testimonio.

El cristianismo actual, cansado de una práctica puramente externa, ha centrado su amor y atención en el Cristo que da testimonio. «Témoignage» es la palabra que más suena en Francia, a veces casi hasta la saciedad. La vida de los sacerdotes obreros fue «témoignage», la de los Hermanitos y Hermanitas de Jesús es «témoignage», la de los nuevos institutos seculares se entiende en esta línea, y en general toda existencia cristiana auténtica en la Iglesia y en el mundo. Por importante que sea este avance respecto a una religiosidad aburguesada, y aunque la noción de «testimonio» pueda abarcar el «estar con» y el «ser con» (dentro del concepto pleno de martyrion), ese testimonio, tomado aisladamente, podría entenderse también en línea minimalista, como certificación de un acontecimiento histórico. En este sentido, como caso límite, un increyente podría atestiguar la crucifixión y el «sepulcro vacío». Y la celebración eucarística de la comunidad podría concebirse asimismo como una entrañable fiesta conmemorativa de la redención, al modo como los israelitas festejaban anualmente el triunfo de Judit sobre el ejército enemigo, y «figura entre los días sagrados desde aquel tiempo hasta hoy» (Jud 16, 31, Vulg.). Pero es evidente que no basta tal idea de la celebración comunitaria, no sólo porque los cristianos han de vivir la palabra de Dios como palabra presente y en acción (por obra del Espíritu santo), sino porque el Señor «conmemorado» en la consagración y en la comunión está presente en su realidad corpóreo-espiritual: ante ellos, con ellos y en ellos.

El evangelio enseña que esto es así, y el cristiano lo cree, pero aspira a comprender lo que cree. ¿Cómo es posible que identifiquemos auténticamente el fondo singular e incomparable de Cristo sin falsear el verdadero ser y obrar de aquel que es Único? Conviene caer en la cuenta de que no estamos aquí ante vanas sutilezas, sino ante el punto central que es preciso poner en claro para obtener una respuesta a la pregunta que figura como título del presente escrito. Por otra parte, es aquí, y en ningún otro punto, donde radican los contenidos decisivos del diálogo ecuménico con el protestantismo.

El punto central

Recordemos de nuevo el itinerario formal de la vida de Jesús. La juventud es el largo preparativo, la iniciación progresiva hasta alcanzar la madurez para su misión en el mundo; el bautismo es la infusión del Espíritu y el otorgamiento de la misión; la estancia en el desierto y las tentaciones diabólicas son la última acreditación y fortalecimiento existencial. Después de tan larga preparación, Cristo emprende su vida activa llamando a algunas personas para que le sigan, no como observadores sino como acompañantes que participen en el compromiso incondicional de su existencia. Ellos aceptaron la invitación y se arriesgaron con Cristo, como confirma él mismo cuando les dice en la última cena: «Vosotros habéis perseverado conmigo en mis pruebas» (Le 22, 28). Lo hicieron libremente; siempre hubieran tenido ocasión de abandonarlo («¿también vosotros queréis marcharos?»).

Puede parecer que esta fidelidad total de los discípulos es una virtud puramente humana: algo así como la fidelidad entre el caudillo y su séquito. Pero dado que Jesús es más, hace más y exige más que el hombre, la fidelidad de sus discípulos excede también de una mera adhesión humana: es fe. Sin embargo, ambas cosas no se darían conjuntamente si Jesús no hubiera realizado su obra soberana de modo humano y, por eso, radicalmente abierto y accesible al hombre: como obediencia absoluta a Dios. No hace su propia voluntad, sino la del Padre. Lo encarece entre lágrimas y sudor de sangre en el Huerto de los Olivos sometiendo el querer humano, más allá de sus propios límites, a la voluntad del Padre. Esta obediencia, que desborda la finitud de toda facultad humana hasta alcanzar la infinitud de Dios, es el rasgo de esclavo asumido libremente por el amor eterno, trinitario, del Padre y el Hijo en el Espíritu. La decisión soberana y amorosa de no retener para sí la propia figura de Dios (como dice Pablo), de perderla en la pequeñez de la figura humana, en el anonimato de una vida irrelevante, en una obediencia libre por amor, hasta las últimas consecuencias, es exactamente la forma de vida del Dios humanado. Y esta idea central abre al hombre corriente la posibilidad de participar en la vida, acción y pasión del Dios-hombre.

La libre obediencia por amor es el punto donde coinciden los «incomparables» hasta llegar a la identidad. Por parte del hombre, esta obediencia por amor lleva el nombre específico de fe. La fe como acto del hombre es un primer intento de respuesta («creo, Señor, ayuda mi incredulidad»), que el Señor integra por gracia en su propia obediencia, le otorga fuerza con su propio ejemplo y, ya desde el primer intento, la anima, estimula, acompaña y lleva a feliz término («gratia praeveniens et consequens»). Esto es algo análogo a lo que ocurre en la esfera puramente humana: la confianza, la entrega, el sí definitivo de una niña puede despertar como respuesta al amor de un adolescente y llegar a su última plenitud.

Pero la entrega humana, aunque parezca ilimitada, chocará quizá siempre con límites inconscientes; por ejemplo, si la persona a la que uno se entrega degenera totalmente en la infidelidad, el desamor y la depravación, y la alianza con ella no es ya soportable. La fe en Cristo se acredita, en cambio, por la ilimitación total de la entrega: cualquier infidelidad queda excluida en Cristo, aunque su fidelidad nos resulte inaparente, porque la fidelidad de Dios es por esencia infinita y sin arrepentimiento; de ahí que el acto de entrega amorosa y obediente, en respuesta y correspondencia a la fuerza de la gracia de Dios que lo hace posible, pueda ser igualmente incondicional e ilimitada. Es un acto que en su plenitud se llama fe-amor-esperanza: fe amorosa que todo lo espera, o amor esperanzado que todo lo cree, o esperanza creyente que ama todo lo que Dios quiere. Es el acto que fundamenta nuclearmente el ser cristiano, y esto nos permite contestar la pregunta «¿quién es cristiano?». Cristiano es la persona que «vive de la fe» (Rom 1, 17), es decir, que ha apostado toda su existencia a una posibilidad que nos brindó Jesucristo, el Hijo de Dios, obediente por todos nosotros hasta la cruz: participar en el sí a Dios, un sí obediente que redime al mundo.

Por parte de Cristo, el acto de obediencia amorosa fundamenta la existencia, porque el Hijo de Dios no es «arrojado», sino «enviado» a ella. El hecho de que él esté ahí y sea así, significa que se ha manifestado el amor de Dios Padre que «entrega» a su Hijo por nosotros, pecadores. En la entrega está el sacrificio, y en éste, la conformidad de la víctima, la obediencia. En la existencia del Hijo obediente brilla también con toda claridad el misterio de la Trinidad divina, porque el Hijo no se obedece a sí mismo sino a Otro. El amor eterno que siente es el que hace posible tal obediencia y, a la vez, la unidad entre el que manda y el que obedece. Porque si el Hijo fuese obediente al Padre en virtud de una subordinación natural, su obediencia sería el cumplimiento de un deber y no la expresión del amor absolutamente libre de Dios. Si obedece sin razones, es decir, por puro amor, entonces el donado nos revela el amor gratuito del donante a nosotros pecadores, un amor tan abismal que Pablo no duda en calificar de loco. Y si después de realizada la señal de amor que inscribe a Dios en la historia humana, si después de la vida, muerte y resurrección del Sacrificado, el Espíritu común al Padre y al Hijo es enviado a la Iglesia y al mundo como testimonio permanente, entonces este Espíritu no será otra cosa ni atestiguará otra cosa que el amor gratuito y loco y, por eso, eternamente indisponible e inservible para todas las maquinaciones de los humanos.

Porque todo lo que la existencia del Hijo revela sobre la esencia de este amor es la renuncia a disponer de sí. Es esta renuncia lo que confiere la novedad inaudita al cumplimiento de su misión. El Hijo rehúsa cualquier cautela, deja cualquier providencia en manos del Padre que lo envía y conduce; esto le exime de todo compromiso de cálculo, de dosificación, de diplomacia, y le da el empuje infinito que no se detiene ante los muros de la contradicción, el dolor, el fracaso y la muerte, porque el Padre le guía y le acoge en el instante final de la noche. Con el acto de obediencia total, el Hijo alcanza la libertad total; todo el espacio ilimitado de Dios y de la muerte, de la noche eterna y de la vida eterna, está abierto a su acción. Él está desde el principio más allá de la «preocupación» («por el día de mañana, qué comeréis, con qué os vestiréis», Mt 6, 25), con el sosiego de aquel que puede abandonarlo todo, de una vez para siempre, en las manos del Padre providente.

Vemos cómo la dogmática en sus dos pilares básicos, la encarnación y la Trinidad, es también el paradigma de la doctrina sobre la vida cristiana: el dogma y la existencia coinciden. Porque Jesucristo no es sólo Hijo eterno del Padre que nos revela y trae en su vida y pasión la gracia del Padre; es también verdadero hombre, el «originario», el «primero» que realiza la existencia cristiana. Él crea el espacio de la fe y lo pone a nuestra disposición, después de realizar el acto de fe como prototipo. En efecto, aunque Dios puede brillar y ser conocido de mil maneras, fragmentariamente, en el ámbito de sus criaturas, sólo encuentra en este ámbito un único modo de manifestarse en su esencia (siempre velada por el misterio): el sí incondicional de la criatura espiritual que se declara dispuesta a ir tan lejos como Dios quiera, a ser utilizada y explotada tanto como Dios lo vea necesario, a dejar libre tanto espacio como Dios quiera exigir.

Que esto se cumpla es lo que pedimos a diario según las instrucciones de Cristo. Oramos: «Santificado sea tu nombre», pero no comprendemos bien el sentido de las palabras. «Tu nombre», es decir, aquello que nos permite conocerte en el mundo, aquello que nos manifiesta tu realidad como único Dios verdadero, omnipotente, vivo entre nosotros, aquellas acciones que sólo tú puedes realizar y mediante las cuales te hiciste un «nombre» entre nosotros: eso debe «ser santificado», debe imponerse y ser reconocido como santo, como divino. Que tu realidad divina tome el poder en nosotros, se imponga en nosotros contra todas nuestras resistencias, aporte el sobrepeso frente a todos nuestros contrapesos.

Oramos: «Venga a nosotros tu Reino». El reino de Dios es él mismo, reconocido como único señor. Él, como es y no como nos gusta representarlo. Cuando predominan nuestras representaciones, sigue siendo nuestro reino. Él con su propio poder y no nosotros con el nuestro, que utilizamos, supuestamente por mandato de Dios, para imponer su poder a nuestro modo. Nada puede ensombrecer más el poder de Dios, impedir más la llegada de su Reino, que imponer nuestro poder para hacer llegar el reino de Dios.

Oramos: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». Como en el cielo, tu morada, así en la tierra, nuestra morada. Si tu voluntad llena el cielo, el «lugar» donde estás, donde tu nombre es santificado y tu Reino llegó, cúmplase también tu voluntad en la tierra que nosotros somos y administramos, donde tu nombre apenas es aún notorio y tu Reino apenas se percibe. Nuestra tierra posee sus propias leyes que tú le impusiste y cuyo desarrollo nos has confiado. Haz que en estas leyes, que son terrenas y no celestiales, creaturales y no divinas, sea conocida y asimilada tu voluntad celestial; y esto a través de nuestra colaboración, que no debe producirse con arreglo al espíritu y al sentido de la tierra, sino del cielo.

Así oramos, y si no nos perdemos en vana palabrería, peor aún que los paganos, reconoceremos en esas peticiones, con modestia creatural, la clara diferencia que existe entre el cielo y la tierra, y acogeremos con esperanza cristiana la firme promesa de que la voluntad de Dios, si le damos un margen, se impondrá no sólo en el cielo sino también en la tierra, entre nosotros.

La alianza y el «sí»

De lo anterior se desprende lo precario que resulta aplicar la categoría de «alianza» a esa relación. No se trata de que Dios y hombre lleguen a un acuerdo donde cada uno pone sus condiciones y se produce la coincidencia en una línea media. No hay en esta alianza, como en otras, dos interlocutores del mismo nivel; lejos de ello, el llamar al hombre «interlocutor de Dios» es teológicamente una desconsideración (imaginemos: María, ¡interlocutora del Espíritu santo!). No, lo que aquí aparece como alianza depende absolutamente de una elección unilateral de Dios; esta elección (patente en Abrahán) tiene como consecuencia la promesa y el compromiso, que supone para el hombre el honor de dejar obrar a la gracia de Dios, de afirmarla y creer en ella, de apostar la propia existencia a esta verdad de Dios. En el Sinaí, la elección personal pasa a ser una elección colectiva a la que el pueblo puede dar su asentimiento; la capacidad de aceptar o no la condición de pueblo elegido y la morada de Dios en medio de él descansa exclusivamente en el acto gratuito de esa libre elección; y esto confirma la unidad que forman la libertad y la obediencia.

Esa respuesta libre a Dios se cumple en el sí de María, «hija de Sión», al cumplimiento de la alianza en la encarnación de Dios. Este sí es el coronamiento del suceso del Sinaí, y es el prototipo de toda existencia cristiana en la futura Iglesia. Es cumplimiento de las tres primeras peticiones del padrenuestro, que Dios escucha pródigamente gracias a esa forma egregia de respuesta libre. El carácter incondicional y, consiguientemente, irrevocable de este sí de María allana el camino para la entrega definitiva, sin reservas ni cautelas, de Dios al mundo, por encima de la cual no cabe esperar de Dios nada más definitivo. La debilidad del sí vetero-testamentario obligó a Dios a asegurar la alianza con cláusulas y amenazas; él no será infiel, pero sí Israel, y éste tendrá que expiar tan terriblemente su infidelidad al «siempre fiel» precisamente porque Dios no puede retractarse de su alianza. De ese modo, en el sí definitivo que Dios pronunció entonces había un «no» entre paréntesis. Pero «el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien 5S predicamos, no fue sí y no; en él no hubo más que sí; todas las promesas hechas por Dios han tenido el sí en íl» (2 Cor 1, 19-20). Este sí visible que Dios ofrece al mundo con Cristo y su muerte redentora, se funde en el sí irrevocable, apenas audible para el mundo, de la «esclava del Señor»; y este sí es fundamento y esencia de la Iglesia del Nuevo Testamento. El que pronuncia vivamente este «sí» es un miembro vivo del pueblo de Dios, y cuanto más plenamente pueda decirlo, más eclesial será.

El sí del pueblo de Dios que resuena en Sión, en María, en la Iglesia, no depende sólo de la promesa gratuita de Dios, sino del cumplimiento gratuito en Jesucristo, Dios y hombre. Jesucristo es la unidad indisoluble del sí de Dios al hombre y del «sí» del hombre a Dios. Es así la nueva y eterna alianza subsistente. Lo es para revelar a Dios y dejarse gastar y consumir en este ministerio hasta el final: sacerdote y víctima al mismo tiempo. Y esto, poniendo su humanidad a disposición de su divinidad, en total obediencia.

El sí absoluto, es decir, sin ninguna condición limitadora (consciente o inconsciente) de Cristo, de su madre María y de su esposa la Iglesia, es lo que mide la calidad del cristiano. Es el molde en el que puede vaciarse el que quiera ser cristiano. Un molde incondicional que no tolera condiciones, que lo exige todo, que abruma al pecador (propenso siempre a establecer cláusulas); un molde, además, que hace sentir al que da su consentimiento (por la fe), suave pero inexorablemente, a veces brutalmente -¿o no es la cruz algo brutal?- las consecuencias insospechadas del «sí». Porque el cristiano no dio el sí a su propio y particular plan, sino al plan del Dios siempre mayor, que siempre parece diferente de lo que el nombre se ha imaginado. Esta experiencia de lo «diferente» revela si el creyente pronunció su sí a Dios o a sí mismo, si fue obediencia de fe o especulación personal, si lo que llega es el reino de Dios o el reino del hombre.

El verdadero juicio de Dios que separa a ovejas y cabritos, que distingue la fe y la increencia, es por tanto la cruz. Jesús promete a Pedro la cruz: «Otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieres» (Jn 21, 18). El profeta Agabo anuncia a Pablo la próxima pasión tomando su faja, atándose con ella manos y pies y diciendo: «Esto dice el Espíritu santo: al dueño de esta faja lo atarán así los judíos en Jerusalén y lo entregarán a los paganos» (Hech 21, 10-11). La expansión decisiva de la voluntad humana, ansiosa de su propia conservación, hasta alcanzar la amplitud de la voluntad divina sosegada e imprevisible, no se produce por la acción humana sino por una pasión impuesta. Mientras actúa el hombre, no consta aún empíricamente que obedezca a Dios; la obediencia de la pasión lo deja claro. Con nada puede sustituirse esta «ex-periencia», esta «salida» hacia la amplitud de Dios. De Cristo mismo se dice que «sufriendo aprendió a obedecer» (Heb 5, 9). Entre el saber y el aprender hay, por tanto, en el hombre una diferencia esencial, precisamente en el aspecto de la fe. Por eso la idea de «prueba» (a la que Dios somete al hombre) forma parte del patrimonio bíblico. En cierto modo, Dios mismo sólo está «seguro» del hombre si lo acrisola en la prueba, como el oro en el fuego. «Teneos por muy dichosos, hermanos míos, cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas» (Sant 1, 2).

Esto lleva más lejos de lo que piensas

Hemos visto que el cristianismo hace una propuesta muy insólita ante el anhelo general de todas las religiones, que es la unión con Dios. Las religiones, si no quieren reducirse a mero ritualismo, tienen que elegir: o eliminan la diferencia entre Dios y el mundo o disuelven al hombre en Dios (a través de la muerte, del éxtasis, del nirvana, etc.). El cristianismo pregunta cómo es posible la identidad entre Dios y el hombre si ambos son y serán siempre esencialmente diversos. Y la respuesta es que tal identidad es posible porque Dios da a su amor la forma de obediencia y el hombre da a su obediencia el sentido del amor. Esto ocurre cuando el hombre consiente ser elevado por Dios (al que ama porque Dios le amó) por encima de todo lo que él pueda planear, prever, desear y mantener por sus propias fuerzas. Esta elevación sobre todo lo propio conduce al ámbito de lo divino. La trascendencia no es esencialmente un «eros» -éste es el mero placer, que es preciso superar-, sino una obediencia de fe al mandato de Dios. Como Pedro camina sobre las aguas en virtud de la obediencia. Como Lázaro se levanta cadáver atado con vendas y echa a andar por obediencia.

La palabra que nos llama por encima de la esfera de nuestros proyectos y del querer finito es necesariamente áspera. Tiene que romper la dura corteza de nuestra finitud, de nuestro atrincheramiento pecador. Por eso todas las palabras del Señor en el evangelio suenan tan aceradas. A la humanidad le rechinarán los dientes por ellas hasta el fin del mundo. Pero en el núcleo de su dureza, esas palabras ocultan una infinita dulzura. Su inexorabilidad, que sustancialmente es idéntica a la del Antiguo Testamento, se limita a subrayar la esencia real, libre y soberana del Dios vivo, cuya santa voluntad es infinitamente superior a toda aspiración, deseo y comprensión humana, y es la antítesis del hombre pecador. El deseo humano («voluntas ut natura», «eros», «desiderium») no puede ser nunca el criterio último de la conducta moral cuando Dios ha manifestado su libre voluntad de amor. El deseo orientado a lo incondicional puede ser un criterio genérico de lo que es preciso abandonar o buscar (con esfuerzo propio); pero sólo llegará hasta donde alcanza el horizonte de la comprensión humana. Si alguien quiere marcarse un ideal moral elevado y arduo en extremo, tendrá que ser un ideal que él mismo pueda esbozar, del que pueda responder y que considere, por tanto, correcto. Querer traspasar este horizonte por cuenta propia no es posible ni responsable para el ser humano; no es posible, porque la voluntad creada, siendo libre, roza lo absoluto -de otro modo no sería libre- y por eso tiene en sí la responsabilidad de esta dimensión absoluta; pero le es radicalmente imposible concebir a priori lo absoluto como amor que se ofrece libremente: qué es lo absoluto como amor, sólo puede decírselo el Dios del amor, más allá de todos los criterios del anhelo creatural.

Esto explica que el primer amor decisivo de la criatura se base en la obediencia, y no en un conocimiento previo -sin contar con Dios- de lo que es el amor y lo que son sus consecuencias. Una de esas consecuencias es, sin duda, la preocupación desinteresada por los pobres y necesitados; sin embargo, «pobres tendréis siempre con vosotros, pero a mí no me tendréis siempre» (Mt 26, 11). Antes que todos los programas humanos, por razonables que puedan ser, está el hecho inderivable del amor eterno: y mientras todos los programas terrenos dividen para repartir -«¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para distribuirlos entre los pobres?» (Jn 12, 5)-, el amor eterno no lleva cuentas de su derroche: «Dejadla. ¿Por qué la molestáis? Ha hecho una obra buena en mí... Ha hecho lo que ha podido. Se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura» (Mc 14, 6-8).

El sí incondicional de María de Betania es la «obra» acabada, la «fortuna derrochada» del ser humano, y es algo infinitamente más profundo, más productivo, más fecundo que todos los programas de origen humano, pues el que así ama no mide el alcance de su conducta, sino que abandona su tentativa amorosa al libre uso del amor de Dios. Pero Dios la utiliza para sus fines, que el hombre no imagina y cuya revelación (ahora o el día del juicio) le sorprenderá en forma de felicidad suprema. El amor «ciego» de María es utilizado por Dios mirando ya a la pasión de Jesús. Sin saber lo que hace, María unge al Señor con vistas a su muerte redentora; ofrece así, en nombre de la Iglesia amante, la solidaridad de la humanidad con esta obra de la gracia de Dios y queda incorporada a ella como servidora, al igual que María, la madre de Jesús. El hombre no puede encontrar algo más productivo.

Precisamente esta «obra» que Jesús elogia aquí es lo absoluto, algo que el cristiano no puede sustituir con nada que sea tan eficiente. Ni una fe carismática que mueve montañas, ni una elocuencia espiritual, incluso angélica (que sin el amor es pura verborrea), ni la teología profunda de resonancias proféticas, ni la dedicación abnegada a los pobres («aunque repartiera todos mis bienes para dar de comer a los indigentes»), ni siquiera el martyrion (de una vida virginal o del testigo de Dios, por ejemplo); todo eso «de nada me sirve» (cf. 1 Cor 13, 1-3). Todos los esfuerzos de los humanos en sus buenos y óptimos propósitos son puro espasmo y distorsión; lo que Dios exige es la entrega del corazón en un amor creyente.

Sin embargo, el ser humano no puede pronunciar en serio el «no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» sin participar en la agonía del Huerto de los Olivos. En un punto decisivo del camino cristiano, la naturaleza tiene que ir con Cristo a la muerte. Su crecimiento vertical ha de quebrarse; su conocimiento tiene que entrar en la noche; y su cuidada imagen, en el ultraje. La dureza es inevitable; si el pecador no fuese duro, Dios no necesitaría ser duro con él; y aunque implore a Dios el corazón más blando, como el de Jesús o el de María, tiene que sufrir la dureza por la representación que asume.

¿Qué tiene de extraño que todos huyamos ante este panorama, que el cristianismo lo eluda y, finalmente, lo reprima y olvide? Se podría narrar la historia de la Iglesia desde esta perspectiva, como historia de todas las ofertas sustitutivas que ella hace a Dios para evitar el acto de verdadera fe. Nos deslizamos así, de nuevo, a la zona de las ambigüedades, donde cosas muy buenas en sí pueden ser la expresión de una huida encubierta. Toda la «misión cultural» de los cristianos que construyen para el contenido de su fe catedrales, reinos, poemas y sinfonías, todo el sistema de un «régimen eclesiástico cerrado» que, como instancia definitiva frente a las inseguridades y riesgos de la fe, ofrece protección y seguridad, una ética legalista y una casuística acogedora, o a la inversa, las abdicaciones y relativizaciones de ese régimen ante la emancipación de los «laicos mayores de edad», todo esto, junto a otros muchos síntomas, puede ser también señal de un ánimo medroso que busca la huida.

El evangelio sólo es buena noticia para el pobre [6]

Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento abundan en bienaventuranzas para los pobres y en advertencias y amenazas a los ricos. Los pobres, al no poseer nada, tienen espacio libre donde acoger a Dios y su mensaje. María eligió «la mejor parte» porque vació su alma para abrirla a lo «único necesario», la palabra de Dios, su llegada. Marta, en cambio, está tan ajetreada porque es rica en solicitud por acoger y agasajar al Señor. La palabra de Dios sorprende siempre al rico descolocado, porque reclama todo el espacio que, sin embargo, ya está ocupado por el dueño. De ahí que el mensaje no sea motivo de alegría para él, sino penoso, quizá una condena.

La primera María recoge una idea capital del Antiguo Testamento cuando canta: «Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada». Ana, la madre de Samuel, había cantado: «Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre» (1 Sam 2, 8; reiterado en Sal 113, 7). Y Judit, algo similar: «Eres Dios de los humildes, ayuda de los pequeños, protector de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados» (Jdt 9, 11): los pobres o humillados (es el mismo vocablo: anawim) son los vilipendiados y oprimidos por su pobreza e impotencia. Yahvé exige para ellos, por boca de los profetas, justicia material y espiritual (Am 2, 6; Is 3, 15; 10, 2; etc.). Pero esta justicia sólo la alcanzan en Cristo, que inicia su mensaje felicitando a los pobres de espíritu; éstos son también los desposeídos (katharoi, «puros»), que no pueden hacer valer sus derechos y por eso «se entristecen», «tienen hambre y sed de justicia» y «son ultrajados, perseguidos y calumniados» por causa de Cristo o del reino de Dios (Mt 5, 3-12).

Para aquellos que nada pueden esperar, valen todas las promesas de Dios. En las parábolas disponen de tiempo para aceptar la invitación, mientras los ricos están absorbidos por sus propios intereses. Y como nada tienen, se sienten pura nada y, ante Dios, perpetuos deudores; y pueden estar con el publicano al fondo del templo, confesarse pecadores e ir justificados a casa. Estos pobres son ante Dios los eternos menores de edad, mientras los «adultos» y los enterados son los ricos, los fariseos y los escribas. Pero ahí está la promesa de Dios: «Aquel día quitaré de en medio a los soberbios que triunfan y no volverás a engreírte en mi monte santo. Dejaré en ti un pueblo pobre y humilde que se acogerá al nombre del Señor: el resto de Israel» (Sof 3, 11-13). Los pobres, normalmente despreciados, preteridos y relegados como cero a la izquierda, equivalen en la predicación de Cristo a los «pequeños», los «niños», los «inferiores» o los «últimos». Son los irrelevantes, los insignificantes del mundo, los indignos de mención y que no cuentan para nada, como aquellos cristianos de Corinto a los que Pablo dice con franqueza: «No hay muchos intelectuales ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza entre vosotros». Pero «Dios ha escogido lo necio del mundo... lo débil del mundo, lo plebeyo y despreciable del mundo, lo que no es, para reducir a la nada lo que es» (1 Cor 1, 26-28).

Es evidente que Cristo incluye en esta «pobreza» la pobreza real, literal, que él exige de entrada y como primera condición a los discípulos, y de la que da ejemplo a lo largo de su vida. Y sólo con esta premisa cabe esperar que los ricos -en bienes materiales y espirituales-comiencen a entender un poco lo que es la pobreza «de espíritu». Es muy posible que el publicano poseyera más bienes que el fariseo; pero si no se comienza por la pobreza material, todo resulta una farsa sublime y no se avanza un paso. De otro modo, el fariseo que «da el diezmo de todo lo que posee» (Lc 18, 12) y el publicano que «da la mitad de sus bienes a los pobres» (Lc 19, 8) serían ya pobres de espíritu. ¡Qué diferente la viuda pobre que da para otros, más pobres aún, lo que ella misma necesita, y practica así la misma renuncia que los discípulos elegidos!

El mismo estigma que conlleva la pobreza total, acompaña en el Antiguo Testamento y comienzos del Nuevo a la esterilidad física, a la incapacidad de concebir y traer un niño al mundo. Esa mujer se ve profundamente humillada, despreciada y compadecida a la vez. No logra siquiera lo que un animal puede hacer, es humanamente incompleta, decepciona al esposo, a la familia. Muy cerca de esta esterilidad bíblica, que suele ser el terreno abonado para la acción de Dios -en Isaac, en Jacob, en Sansón, en Samuel, en Juan Bautista-, está la mal vista y menospreciada virginidad voluntaria, que Dios, fiel a esa estrategia, utiliza para realizar sus planes; por eso María se confiesa «humilis ancilla» (Lc 1, 48), «esclava ruin y despreciable», favorecida por la atención del Señor. La gran paradoja es que Dios convierte la esterilidad en fecundidad a lo divino, corno dice -en el «libro de la consolación»- la «hija de Sión» a la vista de sus hijos: «¿Quién me engendró a éstos? Yo, sin hijos y estéril, ¿quién los ha criado? Me habían dejado sola, ¿de dónde vienen éstos?» (Is 49, 21). Pero, en lugar de extrañarse, prorrumpe en alabanzas: «Alégrate, la estéril que no dabas a luz, rompe a cantar de júbilo, la que no tenías dolores; porque la abandonada tendrá más hijos que la casada -dice el Señor-» (Is 54, 1; recogido por Pablo: Gal 4, 27).

Nos encontramos así en el punto nuclear de la revelación, que sólo para el pobre es buena noticia y sólo fructifica en el estéril, como sólo en la obediencia de fe que se deja conducir de la Palabra, por encima de toda iniciativa propia, puede convertirse en «tesoro» de Dios, en «perla», en «posesión» maravillosa (Is 57, 13; Mt 5, 4; 19, 29; etc.). Para que el campo labrado «responda» al divino sembrador, el hombre no se limita a una escucha fugaz y olvidadiza de la palabra, que rinde un fruto prematuro que pronto se agosta; persevera en ese acto de fe habitual que la tradición de la Iglesia llama acto de contemplación. Es la actitud de un alma siempre abierta que está a la escucha de la Palabra. Así ocurre en María, la madre de Jesús, que «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón», que «conservaba cuidadosamente estas palabras en su corazón» (Le 2, 19.51). Así también María de Betania que, atenta a la recepción pura y contemplativa de la palabra, hace lo «único necesario».

Primado de la contemplación

Vemos ahora lo imprescindible y central que es la vida contemplativa en la Iglesia. No hay acción exterior sin contemplación interna (que es la dimensión existencial de la fe misma), mientras que es perfectamente posible llenar una vida con la contemplación interna sin la acción exterior. Porque el acto contemplativo es lo que fundamenta constantemente toda acción hacia fuera; es activo y eficiente, fecundo y misionero por encima de todas las empresas visibles de la Iglesia. Es una señal de pobreza (en el mal sentido de la palabra) que la Iglesia no lo entienda ya y que sus teólogos difundan cada vez con más atrevimiento la idea de que la contemplación -que la Iglesia había tomado en serio desde el siglo III, incluso en una forma de vida específica- es un cuerpo extraño cuya laboriosa extirpación, finalmente lograda, ha costado milenios. Así, el cardenal Suenens habla en su libro Crisis y renovación de las órdenes femeninas de «fases de desarrollo» en las que la enclaustración de las monjas, que él lamenta mucho, se ha ido frenando hasta quedar reducida a la mínima expresión. Angela Merici, Fierre Fourier, Francisco de Sales, Jeanne Françoise de Chantal y Vicente de Paúl son etapas «de una batalla que se libró en pro de la libertad del Espíritu santo. San Vicente de Paúl logró un importante avance, pero no llegó a conquistar el territorio». Esta tierra prometida es para el cardenal, en definitiva, la libertad y la audacia de la misión exterior al servicio del prójimo. Esta misión había sido, a su juicio, el primer impulso fundacional, y el posterior repliegue pusilánime en el monasterio y la clausura tuvo algo de deserción. La peripecia de la fundación «Jeanne Françoise de Chantal» puede valer como ejemplo. Suenens admite (pero sólo como rara excepción) una vida de contemplación pura como la practicada por los primeros eremitas y cenobitas. Este género de vida «estaba orientado a Dios, buscado en sí y por sí, y esto es normal. Responde al deber de adoración directa de Dios; sus ejes son la vida litúrgica -'opus Dei'- y la unión con Dios. La vida apostólica (en cambio) se orienta a Dios en sí y a Dios servido en el prójimo al mismo tiempo... El apóstol abandona a Dios por Dios». Subyace aquí una idea de la contemplación no del todo exacta teológica ni históricamente, y que Suenens matiza más adelante, cuando describe la inseparabilidad entre la vida dedicada exclusivamente a Dios y la disponibilidad para la Iglesia (Crisis y renovación, 69). Si se habla de contemplación en sentido cristiano, no cabe recurrir al concepto de la filosofía griega, que expresa una «elevación» exclusiva y unilateral desde lo temporal a lo eterno, del mundo a Dios, concepto que late aún, no sólo en el monacato siro-egipcio (Evagrio y su escuela) sino en Tomás de Aquino, y que sólo externamente y como añadido es coherente con la orientación apostólica al mundo. Quizá haya que concebir la contemplación en una línea bíblica más central; entonces incluye la respuesta unitaria del creyente a la palabra de Dios: entrega sin reservas a esta palabra y a sus fines de redención del mundo. Así libró Antonio, el padre del monacato, representando a la Iglesia, sus activísimas batallas contra el demonio. Así entendió Orígenes el papel de los contemplativos: como suprema acción al modo de Moisés que, con los brazos alzados al cielo, participaba desde la montaña en las luchas del pueblo de Dios. Así reformó Teresa el Carmelo para fortalecer a la Iglesia con la oración y el holocausto, y compensarla de las pérdidas de la Reforma protestante; así Teresa del Niño Jesús vivió su contemplación, aún más radicalmente, como centro de la obra misionera de la Iglesia y -en confirmación de su idea- fue proclamada patrona universal de las misiones. Así Charles de Foucauld lucha diariamente en el desierto, ante el Santísimo, por la plena respuesta de amor, consciente de que es el mejor modo de ayudar al mundo.

Si se quiere consolar a las monjas de la «antigua observancia» diciéndoles que también ellas, junto a los pujantes institutos seculares, tienen hoy una justificación en la Iglesia porque «dan a todos un testimonio ('témoignage') visible» (Crisis y renovación, 61), esto es cierto, pero muy insuficiente: el efecto decisivo de la verdadera contemplación es totalmente invisible, para enfado de todas las estadísticas; la fe queda a disposición de Dios sin cálculo ni reflexión, y lo que Dios hace con ella escapa totalmente al control del creyente. Hasta tal punto es un poseso y un esclavo, que el camino de la contemplación, recorrido sinceramente y sin desvíos, suele desembocar en la noche: no saber ya si Dios escucha, si quiere y acepta el sacrificio...

No esperemos que la Iglesia venda sus misterios más profundos y sus privilegios más altos por el plato de lentejas de la satisfacción apostólica exterior, que abandone sus arriesgadas empresas últimas, en las que sólo la teología tiene la palabra, por consideraciones psicológicas, sociológicas o estadísticas; sería una de las nivelaciones mencionadas al principio. Desatender el mensaje de Teresa de Lisieux, de Edith Stein o de Charles de Foucauld es no escuchar al Espíritu santo. Porque el «testimonio» que ellos dan no es primariamente en favor de la forma de vida contemplativa, que siempre será cosa de unos pocos llamados, sino en favor del fundamento contemplativo de toda existencia cristiana, como hemos intentado aclarar.

El que no quiere oír primero a Dios, nada tiene que decir al mundo. «Se afanará por muchas cosas», como tantos sacerdotes y laicos hoy, hasta el límite de sus fuerzas, y omitirá lo único necesario; se inventará pretextos para olvidar o justificar esta omisión. Justificaciones semejantes se pueden oír hoy en todas partes de boca de laicos y sacerdotes, y producen sonrojo. Los tiempos de contemplación, dicen, han pasado definitivamente; la contemplación pertenece a un ciclo cultural anterior -asoma aquí, de nuevo, la noción antifilosófica de theoria-, cuando lo selecto (y reservado a los selectos, que para eso disfrutaban del ocio) era mirar a las estrellas y sentir la nostalgia de lo absoluto. El que hoy mira al cielo románticamente se encuentra con chimeneas que arrojan humo. Vivimos en un mundo de trabajo prosaico que envuelve a las personas inexorablemente. En el bloque moderno de viviendas, en el pisito moderno con sus habitaciones corridas llenas de algarabía infantil, tampoco queda ningún rincón donde uno pueda concentrarse y meditar gozosamente. Y lo último que se puede pedir a un sacerdote de gran ciudad, agobiado día y noche, es el rezo puntual del breviario. Hoy sólo es posible encontrarse con Dios en medio de la acción; de otro modo nunca lo encontraremos. El mundo está lanzado, y nadie le hará parar el motor.

Así hablan, y no atienden ya a argumentos en contra. Saben a qué atenerse y creen que su renuncia (con lo cómoda que es) tiene algo de duramente realista, quizá heroico. «Dieu premier servy», decía Juana de Arco. En efecto: si hay que servir primero a Dios, toda nuestra vida en el mundo puede cobrar el sentido de un servicio divino; nuestro servicio de esclavos en la fábrica de la humanidad puede ser un acto de libre entrega y aceptación, y nuestro encuentro permanente e ineludible con lo puramente secular puede ser asumido y guiado por un encuentro con Dios que nos acompaña y aborda en todas partes, sobre todo si lo referimos al origen de nuestra existencia creyente. La opción básica «hágase tu voluntad» -cuando esa voluntad interfiere y me apremia desbaratando mis planes- se impone en todo lo que nos desborda; en este sentido, la vida secular y su actividad se convierten en ejercicio de contemplación. Porque ahora no tenemos a Dios a la espalda, sino que avanzamos hacia él en una espera abierta.

Sólo se puede caminar hacia Dios si más allá de todos los problemas propios queda en nosotros el espacio libre para acoger su voluntad sorprendente, y si todos los programas, previsiones y cálculos se ponen en marcha o quedan en suspenso ante la superioridad de su llamada. Sólo en tal actitud de obediencia absoluta por encima de todo, puede el cristiano adoptar la palabra «amor» para su vida y conducta. De lo contrario, su actitud y su compromiso no rebasarán el nivel de un compromiso humano medio que, según enseña la experiencia, a veces es más eficiente y acepta mayores sacrificios que el compromiso de muchos cristianos.

El sentido de la afirmación «de una vez para siempre»

En este punto da que pensar la prudente reserva que suelen mostrar los jóvenes cristianos de hoy en su compromiso. Quieren actuar, pero manteniendo las riendas. Quieren comprometerse de lleno, pero a plazo fijo, porque no es posible averiguar si el compromiso valdrá la pena por tiempo indefinido y prefieren estar libres para un cambio de orientación, para emplear las fuerzas de otra manera, para entablar otras relaciones. De este modo creen aumentar su rendimiento, porque hacen siempre lo que ven claro y mientras valga la pena, y no pierden el control de su destino.

Es un poco como el «matrimonio por un tiempo». Hoy se da incluso esto mismo en la vida monástica.

Aunque, en rigor, ninguna de ambas cosas es posible. Lo primero es una relación sexual a prueba; lo segundo, un respiro para los muy ocupados, a veces en las dependencias de una abadía hospitalaria. Así como el matrimonio se constituye mediante una promesa recíproca definitiva, así como sólo se puede ser sacerdote eternamente y no temporalmente, otro tanto ocurre con la forma de vida inspirada en los consejos evangélicos. El carácter definitivo es lo que confiere todo su peso ante Dios a una forma de vida cristiana y a todos sus actos.

Es fácil ver, después de lo dicho, que este carácter definitivo de una entrega de por vida se relaciona íntimamente con la obediencia de la fe cristiana. En los tres casos -estado conyugal, estado sacerdotal y estado religioso- la vida es transferida a Dios sin reservas. Con la esperanza de que la pelota lanzada por nosotros sea recogida por la mano de la omnipotencia. En cambio, el que entrega su vida sólo fragmentariamente se reserva la administración de ella y, en el fondo, no da nada. Quizá vaya por tres años a las misiones como cooperante laico, y después verá... O una joven se hace religiosa enfermera con la idea, al fondo, de que aún puede contraer matrimonio. Las cosas cambian hoy tan rápidamente...

Pero la verdadera fecundidad de una vida se basa en el «de una vez para siempre». Lo demás es, en expresión de Sören Kierkegaard, existencia estética (cuyo paradigma es don Juan), en contraposición a la existencia ética (como matrimonio) y religiosa (como renuncia a él). Lo malo es elegir la existencia estética con pretextos éticos; pero hoy está a la orden del día por la degradación de un bello título en un eslogan funesto: la expresión «cristiano mayor de edad».

¿Quién es cristiano mayor de edad?

¿Qué puede significar este lema en la esfera de la revelación bíblica? ¿Hay, por ejemplo, en el Antiguo Testamento judíos mayores de edad? ¿Fue Cristo, obediente al Padre hasta la muerte, mayor de edad? ¿Puede ser calificado un sacerdote, un religioso, una religiosa, como mayor de edad en la Iglesia? ¿O la expresión es aplicable únicamente a laicos que alcanzan quizá la mayoría de edad cuando han superado la «tutela» del clero? Tenemos que abrir la Biblia para hacer un poco de claridad.

«Menor de edad» (nepios) puede designar simplemente al niño normal («Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño», 1 Cor 13, 11. «De la boca de los niños y de los que aún maman has sacado una alabanza», Mt 21, 16 = Sal 8, 3). Pero si la mentalidad del niño se prolonga en el tiempo, es algo anómalo. Heb 5, 11-12: «De eso nos queda mucho por decir y es difícil explicarlo, porque os habéis vuelto indolentes para escuchar. Con el tiempo que lleváis deberíais ser ya maestros y, en cambio, necesitáis que os enseñen los rudimentos de la palabra de Dios; habéis vuelto a necesitar leche, en vez de alimento sólido». La minoría de edad implica aquí incomprensión, que es consecuencia de la indolencia para escuchar la palabra; la expresión dice literalmente: «sois indolentes, malos usuarios del oído». Pablo dice algo muy parecido en 1 Cor 3, Is; ha afirmado antes que el hombre terreno no comprende el espíritu de Dios, que para comprenderlo es preciso ser una persona espiritual, y él, Pablo, posee el espíritu. Continúa: «Pero yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche y no alimento sólido». Si tratamos de entender por el contexto lo que Pablo quiere decir con «lo espiritual», accesible sólo a los «espirituales», tenemos que recurrir al «mensaje de la cruz» (1, 18-2, 5), que para el mundo es una necedad; pero esta necedad es la verdad oculta de Dios que reduce la sabiduría del mundo a necedad. La minoría de edad de los corintios consiste en no saber asimilar este «escándalo», que es lo único que garantiza el «conocimiento interior de Dios». Esta idea aparece corroborada en el pasaje más importante, Gal 4, 1-7, que es a la vez el más paradójico.

En la antigua alianza, los fieles estaban sometidos a la Ley, que hacía las veces de pedagogo; pero ahora, gracias a la fe en Jesucristo, todos son hijos de Dios. Pablo emplea un símil jurídico: «Mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia de un esclavo, sino que está bajo tutores y administradores hasta el tiempo fijado por el padre. De igual manera, también nosotros, cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo. Pero al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. Prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios».

Menor de edad no es aquí el cristiano inmaduro, sino el creyente pre-cristiano, el judío, porque sirve a Dios por mediación de la Ley, que es un «elemento mundano» (administrado por «ángeles», es decir, por poderes cósmicos), y no en libertad y trato directo con Dios. La liberación para alcanzar la mayoría de edad, que es la verdadera filiación, se produce por medio del Hijo de Dios; pero, extrañamente, de forma que el Hijo, sujeto a la ley del devenir físico (nacido «de una mujer»), se somete además a la «Ley»; y gracias al Espíritu de este Hijo, los esclavos pasan a ser hijos y herederos. Es el Espíritu del amor descendente, sumiso, desprendido, obediente, como lo describe Pablo a continuación en expresiones incisivas (Gal 5-6). Es el Espíritu de aquellos que «son de Cristo y han crucificado la carne con sus pasiones y apetencias» (5, 24).

La nota común de estos pasajes es la correlación entre mayoría de edad y cruz. Así se explica la conclusión del referido pasaje de la Carta a los hebreos: «Pues todo el que se nutre de leche desconoce el mensaje de justicia, porque es niño. En cambio, el manjar sólido es de adultos que, por costumbre, tienen las facultades ejercitadas en el discernimiento del bien y del mal» (Heb 5, 13-14). El «mensaje de justicia» de Dios manifestado en Cristo coincide con el «mensaje de la cruz» o, en la Carta a los hebreos, con el mensaje del sumo sacerdocio de Cristo. Este mensaje le resulta insípido e indigesto al cristiano inexperto; para asimilarlo, la persona necesita tener un sentido bien desarrollado. Sólo entonces «gusta el don celestial», «saborea la buena noticia de Dios y los dinamismos del mundo futuro» (Heb 6, 4-5), porque la muerte y resurrección de Cristo es la verdad preponderante en su existencia y ha llegado a ser el criterio para discernir lo recto y lo desviado.

Cuando este sentido de la cruz se ha desarrollado en un individuo, en una comunidad, el Apóstol puede dar su obra por acabada. «Sería bueno que os interesarais por lo bueno siempre y no sólo cuando estoy ahí con vosotros [como autoridad]. Hijos míos, otra vez me causáis dolores de parto, hasta que Cristo tome forma en vosotros» (Gal 4, 18-19). Esta «forma» que debe plasmarse en el cristiano es la misma que fue grabada en él por la Iglesia mediante el bautismo sacramental, con la esperanza de que se impusiera frente a la resistencia de la materia: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Luego fuimos sepultados con él en la muerte por medio del bautismo, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre, también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante. Y si sabemos que nuestro hombre viejo fue crucificado con él... creemos que también viviremos con él» (Rom 6, 3-8). Mayor de edad es, según eso, el que realiza en sí, en el plano subjetivo y existencial, la realidad sacramental objetiva, el que no necesita ser forzado siempre desde fuera para morir a este mundo, sino que libremente y con responsabilidad, de una vez para siempre, «clavó su carne en la cruz con sus pasiones y apetencias», y puede decir con el Apóstol: «Por medio de Cristo, el mundo quedó crucificado para mí y yo para el mundo... Llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús» (Gal 6, 14.17).

Si buscamos, en fin, un ejemplo de mayoría de edad que pueda servir a la vez de criterio para todos, meditemos el pasaje de Hech 16, 6-7: «Como el Espíritu santo les impidió predicar el mensaje en la provincia de Asia, atravesaron Frigia y la región de Galacia. Al llegar al confín de Misia intentaron dirigirse a Bitinia, pero el Espíritu de Jesús no se lo consintió». Pablo y los suyos hacen planes -sin duda con espíritu de desprendimiento cristiano, para el mayor bien del reino de Dios-, pero el Espíritu santo tiene otros planes de más alcance. Un plan contra otro. El cristiano que, gracias a la intimidad con el Espíritu santo de Jesús que guía y ordena, conoce que debe abandonar todo su plan en aras del plan de Dios, ése es un cristiano mayor de edad: alguien que se ofrece como masa para que fragüe en ella la figura de Cristo, como «materia» que desde esa «pasividad» es elevada a la suprema actividad de «matriz» y «madre» de Jesús («... ése es mi hermano y mi hermana y mi madre», Mt 12, 50).

Existencia en misión

La mayoría de edad cristiana no es por tanto algo simple y unívoco, como creen los más. No es un mero problema de formación de la propia conciencia conforme a los principios supuestamente cristianos. La conciencia, en tanto pertenece a la naturaleza humana, es el fundamento de nuestra conducta moral natural; pero si somos cristianos, nuestra conciencia debe mantenerse siempre abierta al Espíritu santo de Cristo, que reina libre e indisponible en nosotros y sobre nosotros. El Espíritu no se deja encerrar en recipientes y en normas herméticas; sólo la fresca vitalidad de una escucha permanente tiene oportunidad de percibirlo, de comprenderlo. Esto presupone una docilidad extrema, un instinto sobrenatural de obediencia: lo contrario de lo que imaginamos como «mayoría de edad» dentro de nuestra gran torpeza mental. Cuanto más obedientes al Espíritu libre de Cristo, más libres y adultos podemos considerarnos. Todo lo demás son ardides para engañarnos a nosotros mismos.

Hemos indicado las condiciones para alcanzar esa I meta: es preciso asumir con total seriedad la muerte en cruz de Cristo como forma radical de nuestra vida terrena, porque sólo así experimentaremos «los dinamismos del mundo futuro» en la «buena noticia de Dios»: esos dinamismos eternos e inmortales cuya supremacía ayuda al cristiano a distinguir, administrar y dominar las cosas terrenas. Estos «dinamismos» no son naturalmente los nuestros, pero se nos prestan a nosotros y nos los podemos «poner» como un vestido, como un nuevo cuerpo; podemos amoldarnos a ellos e identificarnos con ellos; la Escritura llama a esto «revestirse de Cristo», «revestirse del hombre nuevo» (Rom 13, 14; Gal 3, 27; Ef 4, 24; Col 3, 10). Si hiciéramos lo que quiere el hombre nuevo, cristiano, seríamos libres y mayores de edad. Pero esta libertad, mientras estamos en la tierra, tiene carácter de servicio. Porque el hombre nuevo y libre no es creación nuestra, sino que se lo debemos a la gracia de Dios en Cristo; antes esclavos del pecado, somos ahora «siervos de Dios», y el fruto de este servicio es la «santidad», y su «fin, la vida eterna» (Rom 6, 22). Podemos llamar a esta vida de libertad en servicio de Dios «existencia en misión».

Para familiarizamos con ella, debemos entregarnos de una vez para siempre. Lo definitivo es, sacramentalmente, el bautismo y su marca indeleble; pero el bautismo exige una ratificación existencial. En Dios no hay servicios y misiones «por un tiempo determinado». El «servicio fijo» es la base para que el servidor pueda seguir recibiendo nuevas e inesperadas misiones. Él está siempre disponible: «Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hech 9, 6). Ningún servidor puede abandonarse definitivamente creyendo que ha entendido plenamente su misión y que para realizarla no necesita ya preguntar, indagar la voluntad del Señor. Las fuerzas de las que vive no son de este mundo sino del «mundo futuro», y él mismo es una «existencia escatológica»; su hombre nuevo descansa totalmente en los actos de fe (en Cristo), esperanza (en lo aún indisponible) y amor (saliendo de sí mismo para dirigirse a Dios y al prójimo). La perpetua movilidad de este triple acto mantiene al servidor en una constante apertura, en permanente retorno (marcha atrás) a Dios.

Hay un segundo factor. El cristiano sólo es cristiano como miembro de la Iglesia. El bautismo es un acto de la Iglesia, nos incorpora a la comunidad eclesial. Nadie es cristiano por su cuenta. Y el Espíritu santo, que hace a la persona mayor de edad si ella quiere, es primariamente y sobre todo Espíritu de la Iglesia. Ésta es el cuerpo santo de Cristo y su esposa sin mancha. Iglesia no significa aquí el clero; pero tampoco una asociación cualquiera en la que uno puede inscribirse pagando una módica cuota de afiliado. El Espíritu de la Iglesia es el Espíritu de santidad. Es el Espíritu de María, los apóstoles, los santos que el Señor hizo «columnas del santuario de mi Dios» (Ap 3, 12). Es menor de edad el cristiano que no está dispuesto ni desea hacer suyo este Espíritu. Los «educadores» le hacen saber que dispone de medios y prácticas para recibirlo, deshacer la relación exterior y transformarla en una relación interior. Mientras el cristiano afronte este Espíritu como algo ajeno, las prácticas le parecerán también ajenas y legalistas, y él se quejará del formalismo de la Iglesia. Del achacar tales sentimientos a su minoría de edad. Si decide de una vez para siempre a identificarse con Espíritu eclesial, pasará a ser cristiano maduro, y al asumir la plena corresponsabilidad, no podrá ya hacerse distante y dedicarse a discrepar, observar y registrar. [7]

El individuo es miembro de la Iglesia, y el espíritu la vida le llegan del Cristo total (cabeza y cuerpo); de ahí que su misión cristiana sea siempre un «carisma» eclesial (servicio-misión gratuita). Pablo habla de «medida de la fe» y de «analogía de fe» a propósito de los dones distribuidos por el Espíritu santo a los miembros de la Iglesia conforme a las necesidades del organismo (Rom 12, 3.6). La «medida» de misión que se me asignó no está en mí, cristianamente hablando; yo tengo que acogerlo como un don, y en esto consiste la «obediencia eclesial» básica del miembro, que es algo más profundo y fundamental que la obediencia del laico al clero; esta última obediencia significa una función externa al sacramento del orden y una instancia oficial para la pureza y mediación de la doctrina y de los sacramentos. La relación del miembro con la misión recibida, al estar fundada en la revelación, es una relación objetiva y, a la vez, espiritual y vital, de forma que su concreción en la obediencia carismático-ministerial a un «superior» (en el «consejo» evangélico de la obediencia) se ajusta plenamente al don recibido. [8]

Así los apóstoles, que abandonaron todo por Cristo, le obedecieron como intérprete de la voluntad de Dios mucho antes de conocer que aquel hombre era Hijo de Dios en sentido propio. También Pablo recaba de sus comunidades (en la segunda Carta a los corintios, por ejemplo) una obediencia que va mucho más allá de la mera función ministerial del clero ordinario, con órdenes tajantes e inmediatas, con múltiples e intensas actuaciones. Pero el tono de tales disposiciones no indica en modo alguno que la comunidad de Corinto fuese «menor de edad». Frente a los menores de edad (que se caracterizan por una altivez seudoadulta), Pablo, consciente de los carismas recibidos (1 Cor 7, 40), sabe reaccionar a veces con superioridad irónica: «Ahorradme, por favor, tener que mostrarme arrogante, pues me siento seguro y pienso atreverme con esos que me achacan proceder por miras humanas... Porque las armas de mi milicia no son humanas; no, es Dios quien les da poder para derribar fortalezas: deshacemos falacias y toda altanería que se subleva contra el [verdadero] conocimiento de Dios, y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo, y estamos dispuestos a castigar toda rebeldía, una vez que esa sumisión vuestra sea completa» (2 Cor 10, 2-6). Porque sólo entonces -afirma Pablo- habrá alcanzado la comunidad, mediante la obediencia, esa mayoría de edad que le haga ver la legitimidad y rectitud de sus acciones punitivas.

El que no comprende la unidad existente entre mayoría de edad y obediencia cristiano-eclesial está muy lejos de la mayoría de edad. Pero dado que esa relación sólo es clara para el orante de fe viva, y sin esta premisa todo se pierde en vana y peligrosa verborrea, habría que manejar el término «mayoría de edad» con la máxima parquedad y rigor. Los que lo tienen constantemente en los labios suelen desconocer la óptica de la Biblia; hablan, sin contar con Dios, de cosas supuestamente exigidas por las circunstancias del tiempo («vox temporis, vox Dei») y por la estructura del hombre moderno. No se preguntan, en cambio, por las exigencias de Cristo. Creen adaptarse a su misión; creen saber cómo se sirve mejor al reino de Dios, y por eso tampoco dudan en mutilar, cuando no se ajustan a su esquema moderno, las partes más vitales de la revelación hasta hacerla coincidir con las medidas de su lecho de Procusto. Esta práctica la denominan desmitologización.

El amor, forma de la vida cristiana

El lector se impacienta. ¿Cómo se puede estar hablando tanto tiempo sobre el cristiano sin mencionar el precepto capital del amor a Dios y al prójimo? Nos hemos referido constante e intensamente a él, pero asegurando primero lo que distingue a este amor del ya conocido amor general al ser humano, propio del humanismo. Nótese el extraño parón en la frase de Juan: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo para que expiase nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). El parón y reinicio es cristianamente lo principal, y de ahí se sigue todo para nuestro amor específico.

Este amor avanza vectorialmente desde nosotros hacia Dios y el prójimo, ambos unidos en Jesucristo, Dios y hombre, Dios en todos nosotros y hombre para todos nosotros. «Quien no ama a su hermano, a quien está viendo, a Dios, a quien no ve, no puede amarlo» (1 Jn 4, 20). «Quien dice: 'yo lo conozco', pero no cumple sus mandamientos, es un embustero» (1 Jn 2, 4). «No amar es quedarse en la muerte; odiar al propio hermano es ser un asesino» (1 Jn 3, 14-15). «El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4, 8). El modo de este amor nuestro se define por el hecho de haberlo recibido de Dios y transferirlo después a los hermanos. «Hemos comprendido lo que es el amor porque aquél entregó su vida por nosotros; ahora también nosotros debemos entregar la vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16). «Queridos, si Dios nos ha amado tanto, es deber nuestro amarnos unos a otros» (1 Jn 4, 12). Este movimiento de amor que viene de Dios a nosotros y va de nosotros a los hermanos, tiene su centro en el amor agradecido a Cristo, que nos encarga el amor como precepto suyo; su amor es original y el nuestro consecuente: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos... Uno que no me ama no hace caso de mis palabras... Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Seréis amigos míos si hacéis lo que os mando» (Jn 14, 15.24; 15, 12-14).

Lo específico de este amor es, sin duda, que llega hasta la muerte, en sintonía con el ejemplo de Cristo. La ley general de «simpatía» en el cosmos consiste en un sabio y justo equilibrio entre la autoconservación y la autoentrega; la autoentrega está, a su vez, al servicio de la conservación de las especies; así ocurre en el plano biológico cuando los padres se sacrifican y desviven por los hijos, y en el plano sociológico cuando los guerreros mueren por la patria. Pero sería una locura que alguien quisiera entregar su vida por todos. El amor cristiano incluye esta faceta de infinitud porque la autoentrega de Dios se resuelve en amor. Dios se entregó a la muerte en favor de cada ser humano, que en la cruz fue redimido de sus pecados y de su abismal lejanía de Dios; detrás de cada ser humano aparece, por tanto, esta realidad. Cada uno es lo que es: un ser amado por el Dios eterno, a pesar de todo lo que parece ser a mis ojos. La fe me hace ver detrás de cada uno el amor del Hijo del hombre, quizá en relación directa con lo que éste tuvo que sufrir por él. Los más pobres son sus hermanos más próximos; y los más pobres no son tan sólo aquellos que padecen indigencia externa, sino los espiritualmente pobres, que carecen de una visión del amor y están sumidos en la noche del egocentrismo, del orgullo y la mezquindad. Para un cristiano es herético afirmar que el Hijo de Dios no murió por todos los pecadores. Nadie estuvo más alejado de la cruz que otros; todos estuvieron igualmente [cercanos a él, hasta confundirse, hasta identificarse; Rodos y cada uno eran su prójimo. El amor mostró esta I dimensión infinita, inabarcable, en la cruz.

«Entregar la vida por los hermanos» no significa que [uno pueda morir físicamente por cualquiera; esto sólo puede hacerlo el Señor. Significa que debemos estar dispuestos a no negar nada a nadie en caso de necesidad. «Al que te fuerza a caminar una milla, acompáñale dos» (Mt 5, 41), o tres, o tantas como sean necesarias. Y Pablo: «Ya es un fallo que haya procesos entre vosotros. ¿Por qué no mejor sufrir la injusticia? ¿Por qué no mejor dejarse explotar?» (1 Cor 6, 7). Y definitivamente, cuando se trata de la salvación eterna, cuando hay que optar entre yo o él: «Por el bien de mis hermanos, quisiera ser yo mismo un proscrito lejos de Cristo» (Rom 9, 3).

Es asombroso y sonrojante que Cristo, para exponer la doctrina del prójimo, tenga que recurrir al ejemplo de un «hereje»: el samaritano. Lo que el sacerdote y el levita omitieron, lo practica éste superando las barreras de la hostilidad entre judíos y samaritanos. Lo hiciera por un sentimiento de compasión o por pura humanidad, el Señor eleva estos sentimientos a la altura de su propio amor. Le convalida la acción como amor cristiano. Y él mismo, Hijo de Dios, se pone de parte de todos aquellos que aman anónimamente. ¿Quién puede saber exactamente en qué lugar del mundo se produce esa entrega de la propia vida, dónde da alguien la ventaja al prójimo por encima de la propia prioridad? Queda en el misterio de Dios.

Para el cristiano, este prójimo que le sale al encuentro es espejo donde se le aparece Cristo. El otro parece anónimo, un bulto sospechoso, una célula perteneciente al mismo conjunto informe que él mismo. Pero de pronto, si el encuentro es auténtico, el anónimo se le convierte realmente en el otro, detrás del cual está la libertad, dignidad y unicidad del totalmente Otro; desde Cristo cobra un rostro, adquiere un peso y sobrepeso infinito y me saca también a mí del anonimato: debo apoyarlo, debo confesar mis señas de identidad, debo ser responsable de mí mismo y de él. Lo que parecía un vago mundo fantasmagórico se convierte en objeto, quizá en obstáculo; nos encontramos, en todo caso, con algo real que tiene un perfil concreto. Detrás de mi hermano está el compromiso de Dios hasta la muerte; esto demuestra que mi hermano tiene para Dios un valor eterno; la vista se pierde en lo insondable.

Y emergen, en cambio, fragmentarias pero reales, todas las facetas de la revelación; no son «artículos de fe» sino matices necesarios para completar el cuadro. Si Cristo no fuera Dios, su sacrificio no sería singular y su fruto no estaría aquí presente. Si no fuera hombre, no seria posible su misteriosa acción sustitutoria que me permite acercarme al hermano para hablarle de él. Si Dios no fuera trino, Cristo no podría haber llevado a cabo su obra por amor al Padre eterno, y Dios no sería amor; o si necesitase de la criatura para amar, no sería ya Dios. Y si no existiera la gracia de la obediencia creyente, ese encuentro no podría darse en la realidad de Cristo, y yo no podría abrigar una esperanza eterna para este hermano. Y si Cristo no estuviera en el sacramento, no quedaríamos incorporados a él de este modo inefable, en contacto unos con otros como miembros de su cuerpo y en «conmemoración» suya. Y si no hubiera una confesión de los pecados, estaríamos encerrados en nosotros mismos y no podríamos pasar de la condición de hijos pródigos a la de hijos reencontrados mediante un acto humanamente razonable. Y entonces existe también la distancia entre nosotros (no autorizados a juzgar) y el Juez divino que está por encima de nosotros dos, y cuyo juicio ninguno de nosotros puede anticipar; a pesar de ello, esta distancia queda misteriosamente salvada a través de una figura que nunca puede faltar: la mujer que fue y es madre de este Niño y no pierde su autoridad amorosa y suplicante, la mujer que nos acoge a todos en su seno, para la que todos somos hijos que ella engendró con dolor y nos sigue engendrando, hasta que los dolores de la Iglesia cesen y la mujer se alegre y «olvide el apuro por el gozo de que un ser humano ha venido al mundo» (Jn 16, 21).

En ese cuerpo que es la doctrina cristiana, todos los miembros reaccionan al encuentro con el prójimo. Todos los miembros duermen exánimes y teóricos en las cubiertas de un catecismo, y todos despiertan y se desperezan cuando la teoría se hace práctica en el encuentro. Un cristiano práctico es alguien al que le acontece esta resurrección de la verdad en la realidad de la vida. Cabe afirmar que ése es el verdadero cristiano practicante. Es el que ama a Jesús y «guarda sus preceptos». Practicar significa llevar estos preceptos a la práctica, y sabemos que todos los preceptos de Cristo se inspiran en el precepto del amor. Un día seremos juzgados con arreglo a este único precepto, con arreglo a la práctica del amor activo o a su omisión. Este único precepto determina también si tenemos o no conocimiento de Dios: «El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4, 8). No hay una fe teórica, un ser cristiano teórico. El cristianismo es una forma que no puede existir fuera de la materia, como la forma de una estatua sólo es real en el material donde se plasma. La materia es aquella realidad donde el amor se manifiesta y brilla, y en favor de la cual el amor se entrega: el prójimo, que sólo puede quedarnos tan cerca porque Dios está presente en él por medio de Cristo, y sólo puede ser amado porque el amor eterno que Dios, por medio de Cristo, me profesa a mí y a él como hecho primero y último, lo abarca todo, también nuestro encuentro.

Esta definición de la praxis cristiana parece no tener en cuenta lo que significa «practicar» en el lenguaje corriente. Intentaremos hacer ver que lo incluye.

¿Qué significa «practicar»?

Significa literal y objetivamente «ejercer», traducir un saber profesional o de otro tipo a la práctica. Un médico practica cuando aplica su arte a la curación de los enfermos. Así practica un cristiano: pone en circulación los dones recibidos en favor de los semejantes. Por eso, no es criterio suficiente el cumplimiento dominical y pascual; esto es lo mínimo en los mandamientos de la Iglesia y no es lo principal, porque lo principal es el amor cristiano vivido. El hecho de que el cristiano se preocupe fundamentalmente de su ser cristiano es quizá, más bien, un síntoma. Cabe preguntar si es síntoma de salud o de enfermedad. Será lo segundo si alguien considera el cristianismo como una compañía aseguradora del cielo y paga la cuota mínima; será lo primero si es consciente de que su ser cristiano, para mantenerse, necesita de este acto periódico de autodisciplina que, a la larga, no es sacrificio pequeño. Por ejemplo, oír domingo tras domingo un sermón que molesta. En ese sacrificio hay un notable valor confesional; esto puede justificar un poco el énfasis que pone y la atención casi exclusiva que dedica el clero a ese acto, un clero acostumbrado aún a contar sus ovejas con arreglo a tal parámetro.

Pero la palabra «practicar» es aquí muy ambigua, porque se pretende aplicar el nombre de la totalidad a un aspecto parcial, aunque no irrelevante. O, más exactamente, porque la totalidad que, como en todas las otras particularidades, está presente también en ésta, no es aquí una realidad lo bastante representativa del «practicante».

La Iglesia es la luz del mundo, la sal de la tierra, la levadura en la masa. Es, por tanto, relativa al mundo, como el sol es fuego concentrado para poder influir hasta los confines del sistema solar dando luz y calor. Nada puede hacerse con la simple levadura o la simple sal; ambas muestran su virtualidad y realizan su esencia disolviéndose y pereciendo, deshaciéndose y dejando de ser, en la carne o en la masa. La Iglesia es la concentración imprescindible para la expansión, porque «si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?». Concentración significa atención despierta y activa a lo esencial.

«Practicar» significa ir a la celebración litúrgica todos los domingos. En la parte homilética de la santa misa escuchamos la palabra (y si no nos satisface esta predicación existencialmente, estamos obligados a completarla con la propia lectura de la Biblia); esta escucha no es, obviamente, un fin en sí misma, sino que hace referencia a nuestra conducta, comenzando por nuestra propia conversión, para tener credibilidad cuando hablemos de Dios a otros. La eucaristía es presencia de Cristo en medio de la comunidad y en el centro de cada corazón; ella funde los corazones en un cuerpo santo, porque en la misión nadie está solo, todos tienen detrás a la comunidad; la eucaristía ocupa el puesto nuclear en los corazones, de suerte que «no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí». En la adoración y en la acción de gracias personal, la eucaristía es desposeimiento del yo en favor de aquel que es mayor, Cristo, y de lo que él lleva en el corazón: la Iglesia y el mundo. De ahí que la doble celebración, palabra y sacramento, concluya necesariamente en la misión. «Ite, missa (missio) est». Es enviado el que ya es «mayor de edad» gracias a la celebración: ha comprendido el mensaje de la cruz y el cuerpo en la cruz; ambos son uno, y los ha asimilado como forma de vida en el mundo y para el mundo.

«Practicar» implica, en segundo lugar, la confesión sacramental una o más veces al año. Es un acto sumamente personal y de ningún modo un trámite rutinario. Si lo hacemos responsablemente, con sinceridad en la confesión, con autenticidad en el arrepentimiento y el propósito, observamos y hasta sentimos el efecto profundo de la gracia que perdona; ejemplo, el hijo pródigo. El efecto es ver y reconocer toda la ingratitud con que nos movemos a diario, mientras Alguien expía con la muerte y el abandono nuestro olvido de Dios; el efecto es medir toda la abismal distancia entre el precepto capital de Cristo -amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a sí mismo o, más profundamente, al prójimo y a sí mismo en el espíritu de Cristo- y mi propio precepto capital; el efecto es colocar todos los restantes preceptos del Sinaí y las leyes naturales bajo este signo cristiano, a fin de encontrar el justo criterio para valorarse uno a sí mismo, y una vez encontrado este criterio en un examen sincero para la confesión, realizarlo, «practicarlo» en nuestra vida cotidiana. También la confesión está pensada como luz y sal de la vida entera: la luz no se coloca en el sótano, la confesión no queda bloqueada en un confesonario aislado del aire y del ruido; es un acto que se realiza en la Iglesia, y en los primeros tiempos, con gran sentido, se realizaba públicamente ante la comunidad. La confesión debe reconciliarnos no sólo con Dios sino con la «comunión de los santos», porque somos egoístas y nos habíamos desviado hasta los límites del amor eclesial o los habíamos traspasado. Debe devolvernos la limpieza anímica que nos permite representar en el mundo el espíritu de Cristo y de esta comunión de los santos, como es nuestro deber de cristianos. Hemos de ser conscientes de que la absolución es pura gracia y en modo alguno mérito, y que no podemos presentarnos farisaicamente como «conversos» ante el que no se ha convertido. Nosotros, tratando de vivir como cristianos, debemos ser una referencia a la única fuente de toda gracia y misión.

«Practicar» implica, en tercer lugar, la vida en el marco y ritmo del tiempo conformado eclesialmente, en el «año litúrgico». La conmemoración cíclica de los acontecimientos sagrados más importantes debe ser un ejercicio de vida cristiana. El cristiano ha de realizar los tiempos festivos tal como los vive constantemente la Iglesia, esposa santa de Cristo, en el «hoy» de la navidad, la pasión, la resurrección y el envío del Espíritu. Estamos demasiado habituados a este ritmo para apreciar lo que tiene de admirable y gozoso; pero imaginemos la abolición de la fiesta cristiana; ¡qué monótono se vuelve el discurrir del tiempo! Practicar la navidad significa traducir el espíritu de la fiesta a nuestra vida: Dios, siendo rico, se hace pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8, 9). Los cristianos deben restituir a su sentido original lo tergiversado tan vergonzosamente como día natalicio del dios Mammón, lo desfigurado hasta lo irreconocible, lo degradado en su antítesis.

Igualmente, el «reblandecimiento» moderno tampoco debe afectar al período penitencial de la cuaresma; la pascua debe ser la fiesta de nuestra resurrección, no de cara a las alegrías de este mundo y a una evolución optimista del mismo, sino al Padre de Jesucristo que por nosotros y con nosotros lo trasladó de la noche eterna a la vida eterna «mediante el poder de su gloria». Por eso, la «ascensión» no es una despedida del Señor, sino que Dios «nos hizo sentar con él en el cielo» (Ef 2, 6). Y la infusión del Espíritu en pentecostés es el inicio de la misión apostólica en «el mundo entero», siempre con sensación de impotencia, «sin recurrir a los discursos elocuentes de la sabiduría humana, sino a la fuerza del Espíritu» (1 Cor 2, 3-4). Las largas semanas después de Pentecostés nos dejan, simbólicamente, todo el tiempo necesario para ello.

El individuo, por último, no «practicará» sólo cuando recorre los caminos socialmente trillados del año litúrgico, sino sobre todo cuando camina por las vías no trazadas, desconocidas, de su destino personal, destino que se le revela en días alegres, pero de modo más impresionante en las pruebas. El individuo es invitado a entender en la práctica su existencia a la luz de Dios. Choca con sus límites, siente su impotencia, queda infinitamente decepcionado de sí mismo y su vida; una persona querida lo abandonó al morir, otra le fue infiel, un viento gélido azota el lugar vacío; hay que decidirse: Dios o la nada. Más eficaces aún son las humillaciones que anunció el Señor a los suyos como gracia especial y que, cuando llegan, deben despertarnos su recuerdo: «El siervo no está por encima de su amo. Ya le basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo» (Mt 10, 24). Son la señal de que el Señor y Maestro no ha olvidado al siervo. Percances, derrotas, vejaciones, calumnias, desprecios y al final, como compendio de su vida, un gran fracaso: todo esto fue el pan de cada día de Cristo y será el destino de la Iglesia en este mundo; y el que quiera pertenecer a la Iglesia debe contar con tal estado de cosas, ya que ninguna evolución podrá superarlo.

El «practicar» queda así inscrito en la contextualidad de la vida cristiana. Es un acto de concentración retrospectiva -«haced esto en memoria mía»-, pero siempre con miras a la expansión en el mundo. Podemos encontrar a Dios en los signos de la palabra y el sacramento, pero sólo para buscarlo más apasionadamente -«ut inventus quaeratur, immensus est»- allí donde no está aún y donde nosotros debemos hacerlo presente; o, más exactamente (porque está siempre en todas partes), donde permanece oculto y debemos descubrirlo.

Expropiación de sí y misión en el mundo

Cómo sirve un cristiano al mundo y cómo no

Lo que hemos averiguado en la reflexión sobre el núcleo cristiano permite adoptar una actitud positiva en lo concerniente a la cuádruple tendencia que criticábamos al principio. Esta tendencia parecía problemática porque desatendía lo central del cristianismo con el pretexto de ser suficientemente conocido y de que hay mucho que hacer en la periferia. Tal postura indica a veces que se prefiere olvidar lo central para sustituirlo por algo periférico que, en realidad, es un nuevo centro.

Pero la palabra de Dios nos atenaza inexorablemente y es tan clara en su formulación que puede escapar siempre a las turbias amalgamas en que pretendemos envolverla. Es imposible hacer decir a la Biblia que el cristiano es, antes que nada, un servidor de la evolución cósmica y, mediante eso, siervo de Cristo (del Cristo que vendrá escatológicamente el día omega). Por mucho que se expriman los textos, no destilan una gota de evolución; si no queremos condenar toda la revelación a una minoría de edad cultural, [9] sólo resta construir la Biblia como una fase dentro de una filosofía global del cosmos. Dando a esta filosofía el nombre de teología (cf. supra), y entendiendo el lector ingenuo por el nombre de teología una teología cristiana, surge la siguiente falsa apariencia: la teología de la Biblia se funde y diluye, como «momento», en una filosofía del mundo (teología natural) para resurgir como culminación escatológica de esta filosofía y como acreditación del cristianismo; esto último, necesariamente, en la figura del Cristo cósmico eucarístico y glorioso, pero «sin el escándalo de la cruz» (Gal 5, 11). Todo se vuelve ahora fácil y agradable; el cristiano recalcitrante accede finalmente a colaborar, se aplaude y anima su progresismo, se le acoge con honor en el grupo de los preocupados seriamente por el futuro del cosmos.

Esta facilidad tiene que parecerle sospechosa a todo el que ha meditado lo que Cristo plantea a sus discípulos. Y no menos sospechosa debe parecer la síntesis que reduce la palabra soberana de Dios a un simple momento del proceso. Esta síntesis utilizará la enseñanza cristiana mientras sea transformable en una «ética positiva»; pero la dejará de lado cuando se resista a tal uso. [10]

Es entonces cuando el hombre juzga la palabra de Dios y añade de su propia cosecha aquellas verdades indispensables que la palabra de Dios no enuncia. Este procedimiento es el último producto, por ahora, de esa nefasta historia de la gnosis cristiana que transmuta siempre la fe en saber, la revelación en filosofía y la búsqueda de la verdad en hallazgo, y que ha desacreditado al cristianismo más radicalmente que cualquier otra cosa. Porque el ateísmo actual es, en buena parte, la justa reacción a esos presuntos saberes cristianos; Así, tanto el gnosticismo como el ateísmo son ya un olvido de Dios en perspectiva cristiana. [11] La gnosis cristiana corrompe tanto la filosofía como la teología; filosofa la revelación bíblica, reduciendo la palabra de Dios -que juzga y que salva- a un sistema transparente, pero teologiza la filosofía al paralizar la aventura incierta del mundo y la historia de la humanidad con un optimismo apriorístico. Los dos polos, reino del mundo y reino de Dios, naturaleza y gracia, deben conservar su ley y su praxis propias para mantener la dignidad que les corresponde. La convergencia de ambas esferas (en un punto omega) es una empresa inaccesible al hombre mientras Dios se reserve la libertad de venir de noche, como un ladrón, y de recurrir al dinamismo de la cruz.

Por eso le está vedada también al cristiano esa forma de síntesis que nosotros hemos llamado «integrismo» y que es la mera aplicación práctica de la gnosis antes descrita: la utilización (con olvido de Dios) de medios de poder específicamente mundanos para una supuesta promoción del reino de Dios en la tierra. La intención puede ser sana, pero es malsana la identidad ingenuamente sobreentendida entre el reino de Dios y la influencia político-cultural de la Iglesia, influencia que suele equivaler después en la práctica a la prepotencia de un grupo de mercenarios cristianos que ansían conquistar el mundo. [13] Pero no estamos ya en la Edad Media; las equiparaciones simplistas de cielo y tierra pertenecen al pasado; todas las formas de «francmasonería» cristiana moderna resultan, a la larga, sospechosas y odiosas en cristianos y no cristianos. El que hace esas cosas no ha entendido bien ni la impotencia de la cruz (que él pretende remediar con el poder mundano), ni las leyes del poder mundano (que él aplica acríticamente sin caer en la cuenta). Los seguidores de Jesús estamos en una situación mucho más desprotegida de lo que nos gustaría. Estamos radicalmente expuestos como cristianos ante el mundo; y por Cristo, al mundo. Nos gustaría hacer de la Iglesia un escudo contra el mundo; y de nuestra misión en el mundo, un escudo contra la palabra y el compromiso de Cristo. Pero Cristo desautoriza la espada secular del integrista Pedro, toma partido por los agresores y cura la oreja de Maleo. Y el mundo reprueba en esa noche las aproximaciones colaboracionistas del mismo Pedro y lo denuncia por su extracción social: «Tú también eres de ellos, seguro; se te nota en el habla» (Mt 26, 73). Desde ambos frentes es rechazada la búsqueda angustiosa de cobertura. El cristiano queda abandonado en su exposición, donde «debe mantenerse perfecto» con el único «escudo de la fe» y tomando «por casco la salvación» y «por espada la del espíritu, es decir, la palabra de Dios, siempre en oración y súplica», como armas defensivas y ofensivas. Debe «abrocharse el cinturón de la verdad, ponerse por coraza la honradez», calzados los pies con el «celo por el evangelio de la paz»: tal es la panoplia del cristiano, la única que «lo protege con la fuerza del Señor». Así está bien armado «contra los principados, contra las potestades, contra los que dominan en estas tinieblas» (Ef 6, 10-18). O como dice el Señor a Pablo, abofeteado por el ángel de Satanás: «Te basta con mi gracia; la fuerza [de Dios] se realiza en la debilidad [humana]» (2 Cor 12, 9).

Esto significa que el cristiano sólo recibe la protección celestial de Dios, para la defensa y el ataque, en su exposición y sólo en ella. Si pide cobertura ante el aparente desamparo, la cobertura lo abandona. Estar expuesto puede significar «debilidades, malos tratos, persecuciones y angustias por Cristo» (2 Cor 12, 10); eso está incluido en la cuenta y hasta es señal de una, situación en la que uno no tiene que temer.

Dejemos oscilar el péndulo del discurso de misión en Mateo 10: «Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos. Sed prudentes... y sencillos... Tened cuidado con la gente, porque os llevarán a los tribunales y os azotarán... No os preocupéis por lo que vais a decir o cómo lo diréis, pues lo que tenéis que decir se os inspirará en aquel momento... el Espíritu del Padre hablará en vosotros... Todos os odiarán por causa mía... Ya le basta al discípulo con ser como su Maestro... No les tengáis miedo... Lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados. Tampoco tengáis miedo de los que matan el cuerpo... No penséis que he venido a sembrar paz en la tierra... he venido a enemistar al hijo con el padre y a la hija con la madre... El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí... El que trate de conservar su vida, la perderá. Y el que pierda su vida por mí, la conservará».

Sólo en la batalla entre Dios y el mundo está la paz, sólo en la impotencia del cristiano actúa el superpoder de Dios para salvarlo. O como hemos visto antes: sólo para el pobre real y fáctico están disponibles las riquezas de Dios.

¿Se puede sostener esta posición pendular? ¿Es posible vivirla a la larga? ¿No conduce a una esquizofrenia de la conciencia que ha de compaginar en sí una doble personalidad? ¿No va en detrimento de uno y otro reino? ¿No es el intento de huida a una u otra esfera lo único que normalmente cabe esperar del así atrapado en la aporía o en el callejón sin salida?

Una única apuesta, a pesar de todo

Antes de contestar categóricamente, no olvidemos que ya el hombre natural, en cuanto espíritu, trasciende el mundo cerrado y ocupa su lugar «normal» -como han sabido siempre las religiones y las filosofías de los pueblos- entre lo relativo y lo absoluto, entre el mundo y Dios. Cuando la humanidad moderna olvida o intenta olvidar esta verdad tan elemental en aras de una «realidad mundana», denota un retroceso en el conocimiento y es una prueba de la pobreza del mundo actual. Cabe utilizar fórmulas de conjuro, humanistas o cristianas: «sed fieles a la tierra»; una consigna así sólo puede encontrar eco en aquel que posee ya la libertad de elevarse sobre la tierra, de dominarla desde arriba como «rey de la creación». El expolio inconsiderado de la tierra y del mundo, propio de la era técnica, es además una manera muy problemática de ser fieles a la tierra. Esto, de entrada.

Pero ahora entra en juego el cristiano. En él se eleva la tensión general entre la naturaleza y el espíritu. El está más radicalmente «desarraigado» de la «naturaleza», del «mundo» en general; pero también está enviado más radicalmente al mundo. «En el mundo, sin ser del mundo», por una parte; «id al mundo entero», por otra. Ir «al» mundo significa realmente entrar en él, no sólo salir hacia él. La oscilación del péndulo es más violenta, de mayor amplitud.

Hemos buscado y encontrado antes algo que parece imposible: un punto de unión entre la acción singular del Dios-hombre y nuestra acción en el seguimiento. Este nexo es el «sí» a Dios como disponibilidad absoluta, como obediencia amorosa. ¿No será posible encontrar también un punto análogo donde nuestra misión humana en el mundo y nuestra misión cristiana (en y con la Iglesia) puedan conjuntarse? Tendrá que ser posible si Dios, al revelarse, toma en serio su propia creación; si no la deshace entre elevaciones, ampliaciones y aparentes sobreexigencias, sino que la perfecciona. Desde este mismo punto de conciencia moral hay que responder a ambas instancias (de otro modo no habría respuesta posible), y este único punto no puede ser otro que el ya encontrado: el sí de la disponibilidad.

Esta unidad tampoco es difícil de entender. El cristiano dice sí a Dios y, en consecuencia, es enviado a los hombres. El hombre dice sí a su misión objetiva en el mundo -familia, Estado, sociedad-, y en su condición de servidor es también un miembro aprovechable. La servicialidad tiene una premisa en las dos esferas: que el cristiano en un caso y el ser humano en el otro hayan realizado un acto de identificación libre y responsable con su misión. Un acto de servicialidad que implica el rechazo del egoísmo. En el cristiano, ese acto deberá ser radical y sostenido; de lo contrario no será un verdadero creyente. En la persona al servicio del mundo, puede ser igualmente radical; esa persona verá entonces su vida como un servicio indiviso a los demás, y lo poco que pueda contribuir a la tarea global deberá expresar esta disposición indivisa. Pero la entrega suele ser parcial. Por ejemplo, la mayoría sólo trabaja para ganar y, después, gozar de la vida de modo egoísta en los ratos libres. O, en relación con la mujer, busca preferentemente, en el matrimonio o fuera de él, su propio placer, lo confiese o no, le parezca normal o no. El desprendimiento del creyente y del hombre moral no tiene por qué ser una pérdida de la propia sustancia, una dilapidación propia o una huida de sí mismo (fenómenos que también se dan y que Max Scheler desenmascara y censura en su libro sobre los sentimientos de simpatía). Y todo ello sin necesidad de que el creyente y el hombre moral sean objeto de una elección especial. Lo que sí es obligado en ambos casos es el silencio y la intimidad del ser-para-sí y, al menos en el creyente, la oración. Pero el ritmo entre el recogimiento y la dispersión está determinado por la entrega, pues el amante debe ser un pozo profundo para poder dar de sí.

Y como el pozo más profundo e inagotable, y también el más explotado, es Cristo, y el fiel cristiano sigue este modelo, no hay en principio ningún motivo para contraponer la entrega como cristiano y la entrega como miembro de la humanidad. El desprendimiento y la disponibilidad implican en los dos ámbitos que el ser humano tenga algo que dar, que en el ámbito profano sea capaz y competente y, en consecuencia, centre el interés en su área de misión, interés que ayuda a esa capacidad. Que goce con su profesión, ya sea prestigiosa como la de un investigador teórico o menos relevante, como sucede con aquellos trabajos mecánicos que una máquina podría seguramente realizar con mayor rapidez. Este servicio como tal, y mientras lo sea, requiere la ejecución cuidadosa que puede pedirse a un trabajador responsable. El siervo de la parábola «es fiel en lo poco» y, en recompensa, «es puesto al frente de mucho». En general, el individuo sólo puede prestar su servicio en la sociedad como diminuta ruedecilla de una gigantesca máquina prefabricada donde es fácil sustituir la ruedecilla averiada por otra.

Y sin embargo, cada servidor es una persona singular, y el amor de su corazón es irreemplazable. El da su amor personal al gran anónimo, y esa entrega, si se realiza de modo consciente, es casi como una muerte. Una muerte sacrificial. No se le puede reprochar al pobre que se reserve algo para su solaz y descanso, ni que espere, casi con certeza, que el mundo en su conjunto se mueva hacia un futuro lleno de sentido, y que la pequeña onda que él fue, ya hundida en el río innominado, llegue a reposar en un mar inmenso. El hombre comente no puede saber nada más, a menos que él mismo se prescriba ingenuos.

 * Traducción de Manuel Olasagasti, para Ediciones Sígueme, Salamanca, 2000.

* HANS URS VON BALTHASAR. Nació en Lucerna en 1905. Estudió en las Universidades de Zúrich, Viena, Berlín, Munich y Lyon. Jesuíta de 1928 a 1948. Fundó con A. von Speyr un instituto secular. En 1971 fundó con J. Ratzinger y H. de Lubac la revista «Communio». Fue miembro de la Comisión teológica internacional desde su fundación (1968). Murió en 1988, dos días antes de su incorporación al colegio cardenalicio.

OBRAS:
A los creyentes desconcertados, 1969; La acción, 1995; Adrienne von Speyr: vida y misión teológica, 1986; Solo el amor es digno de fe, 1988; El corazón del mundo, 1991; Estados de vida del cristiano, 1994; Gloria (7 vols.), 1985-1989; Luz de la palabra, 1994; Teodramática (5 vols.), 1990ss.
 

 

 

Notas

[1] H. J. Schultz, Konversion zur Welt, 1964.

[2] Por ejemplo, H. E. Bahr, Poiesis. Theologische Untersuchung der Kunst, 1961.

[3] A. Gehlen, Das Engagement der intellektuellen gegenüber dem Staat, 1964, 407.

[4]. W. Dirks, Bittere Frucht, en Das schmutzige Geschaft. Die Politik unddie Verantwortung der Christen, 1964, 261.

[5] «Si aplicamos el concepto de verdad a diferentes cosas –en sentido originario o en sentido derivado-, debemos aplicarlo en sentido originario a aquello que lo realiza plenamente». Tomás de Aquino, De Veritate, 1, 2.

[6] La formulación de este título la debo al profesor P. D. Barthélemy, OP, que tan profundamente ha reflexionado sobre el nexo entre pobreza y evangelio.

[7] Henri de Lubac describe muy bellamente esta transformación: Credo Ecclesiam, en el volumen homenaje a Hugo Rahner, Sentire Ecclesiam, 1961, 13-16.

[8] Lo mejor sobre el tema se encuentra en Willibrord Hillmann, Perfectio Evangelica. Der klösterliche Gehorsam in biblisch-theologischer Sicht: Wissenschaft und Weisheit 25 (1962) 163-168.

[9] Un teólogo ha osado afirmar que una de las características de la kénosis de Cristo consiste en haberse encarnado tan pronto, en una época evolutivamente tan inmadura. ¡Qué Cristo tan inteligente hubiéramos tenido hoy, unas vueltas más arriba en la espiral evolutiva de un universo que se va enrollando en sí mismo! ¡Algo indescriptible!

[10] Cf. H. U. von Balthasar, Die Spiritualität Teilhards de Chardin. Bemerkungen zur deutschen Ausgabe von «Le milieu Divin»: Wort und Wahrheit 18 (1963) 339-350.

[11] Cf. Id., Die Gottvergessenheit und die Christen: Hochland 57 (1964) 1-11.

[12] Cf. Id., Integralismus: Wort und Wahrheit 18 (1963) 737-744.