CONVERSIÓN TODA LA VIDA

 

En el capítulo segundo vimos que existen múltiples y variadas formas de negar la culpa, de escamotearla y de desplazarla de uno mismo a los demás. Esto puede funcionar durante algún tiempo, pero a la larga, conduce, a menudo, a conflictos del espíritu. Los psiquiatras saben cuántos temores y agresividades tienen su origen en culpas no asimiladas. (No nos referimos aquí a los complejos de culpabilidad enfermizos). Sólo cuando el hombre es capaz de aceptar su culpa y de asimilarla, es capaz de respirar de forma realmente libre.

Para el creyente, este proceso de aceptación de la culpa es más que una cuestión psicológica. Para él la culpa tiene algo que ver esencialmente con su fe: es alejamiento de Dios y deificaciorn de si mlsmo. Por tanto no le basta con el reconocimiento de su culpa- «he faltado»-; eso es solamente el principio de su variación de sentido; representa el primero y más básico de sus pasos un nuevo comienzo, la conversión.

La conversión se ha entendido a veces de forma totalmente unilateral como «penitencia» en el sentido de un solo acto de expiación más o menos costoso o doloroso. Con ello,.unido y en correspondencia con la observancia legalista de los mandamientos, se introduce, subrepticiamente, un cierto poso de justificación por las obras, en la cual sólo de forma muy insuficiente ocupa un lugar la verdadera premisa de una penitencia plena de sentido: el cambio de mente y corazón. Lo equivocada que tal versión está, se ve claramente si consultamos a las Escrituras sobre cómo entienden la penitencia y si observamos en ellas qué es lo que Jesús valoraba especialmente en su llamada a la conversión.

La conversión en el Antiguo Testamento

PT/AT: Como quiera que Jesús toma en su predicaciónn numerosos modelos de pensamiento del Antiguo Testamento que sus contemporáneos conocían bien (por ejemplo, Reino de Dios, conversión...), y que nosotros, hoy en día, no podemos entender, sin más ni más, lo primero que hemos de hacer es dar un breve repaso a la teología penitencial contenida en la Antigua Alianza.

Nos encontramos con dos representaciones distintas de la penitencia, que conducen a tensiones problemáticas entre sí mientras no se miren como complementarias y en su unidad interna: Penitencia como cuestión de culto, ocasión pública (ritos penitenciales) y penitencia como cambio de mente (conversión radical del corazón). Las prácticas penitenciales del culto ritual se basan en el conocimiento de que el alejamiento de Yahvé, el Dios de la alianza, desencadena su «ira». Dolor, desgracia, derrota frente al enemigo, necesidades y catástrofes naturales se suceden como castigo de Yahvé enviado a su pueblo infiel. La penitencia consiste en el alejamiento del pecado y en el regreso a Yahvé. Sentido éste que se desprende del mismo lenguaje utilizado. La palabra hebrea subh quiere decir, traducida literalmente, «renunciar a algo», «regresar». El pueblo que, renovado en la alianza con Yahvé, reflexiona y se vuelve a su Dios, muestra este regreso también externamente mediante ritos penitenciales tan impresionantes como drásticos: ayunar, vestirse de saco (como traje de duelo), cubrirse de ceniza, oraciones y gritos de plañideras, acompañado todo ello del reconocimiento de los pecados (cfr. 1 Re 21; Jdt 4, 7 ss; Is 58, 5; Neh 9,1). El antiguo Israel tenía épocas muy determinadas de penitencia y de liturgia penitencial (cfr. 1 R 8, 33 ss; Jer 36, 6.9; Hech 7, 3.5; 8, 19). Como ejemplo se puede tomar la impresionante descripción del ayuno con las prácticas penitenciales que le acompañaban, que se encuentra en Joel, uno de los principales representantes de la penitencia ritual entre los profetas:

«¡Pregonad al son de las trompetas de Sión, anunciad un ayuno santo, llamad a la comunidad! ¡Que se reúna el pueblo y se bendiga a la comunidad; que se reúnan los ancianos, traed a los niños y a los lactantes! ¡Que salga el novio de su cámara y la novia de su aposento! ¡Que lloren entre el vestíbulo y el altar los sacerdotes, los servidores del Señor y que digan: Protege, Señor, a tu pueblo y haz que tu propiedad no se convierta en escarmiento, que los paganos no se rían de ella! ¿Por qué ha de decirse entre los paganos: Dónde está vuestro Dios?- Entonces se despertó el celo del Señor por su tierra y se compadeció de su pueblo» (2, 15-18).

Señalar los peligros que puede llevar consigo esta exteriorización de la penitencia es coincidir con lo que realmente pasó en la historia espiritual de Israel. Con alma y cálculo de mercader se pensaba poder comprar el resultado de la expiación: favor de Dios y su compasión. Se sentían orgullosos de las obrás penitenciales realizadas. Lo que debía ser regreso a Dios se convertía en nuevo pecado: con sus servicios penitenciales, Israel no ensalzaba a Dios, sino a sí mismo. ¡Tales obras penitenciales no anulaban la culpa, sino que introducían otra nueva! Porque estos ejercidos penitenciales externos, se oponían, a veces, a la conversión interna, en lugar de ser su consecuencia.

La protesta profética que siguió a esa evolución de las cosas, no significaba en modo alguno que el cambio de mente y espíritu no pudiera y debiera manifestarse en obras penitenciales concretas. La unilateralidad de los discursos de algunos profetas era, únicamente, la reacción obligada ante una concepción también unilateral, por ser meramente externa, de la penitencia y la conversión. El mismo Joel puso ya de relieve el peligro de la exteriorización de las obras penitenciales. En él se encuentran aquel]as palabras inolvidables: «¡Rasgad vuestros corazones y no vuestras vestiduras! » (2,13). No menos vehemente es la apelación que Isaías hace al pueblo en su «predicación del ayuno»; el ritual del ayuno no es lo principal:

«¿Es ése el avuno que el Señor desea para el día en que el hombre se mortifica?: Mover la cabeza como un junco, acostarse sobre estera y ceniza, ¿a eso lo llamáis ayuno, día agradable al Señor? El ayuno que yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, en seguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor» (Is 58, 5-8).

De forma inequívoca señala el profeta qué es lo fundamental: más que cualquier obra penitencial, ejercicios de meditación y obras religiosas, Dios prefiere el «corazón» -la conversión interna- del hombre. El mismo Dios regala al hombre ese «corazón nuevo» y ese «espiritu nuevo»: ¡Conversión como dádiva! «Entonces serán mi pueblo y Yo seré su Dios» (Ez 11,19s; cfr. 36, 26). La conversión así entendida será siempre acción de Dios y acción del hombre. Acción de Dios: recordando su alianza, Yahvé se vuelve continuamente a su pueblo arrepentido, que falto de fidelidad se ha alejado de El. Ofrece, una y otra vez, nuevas oportunidades. Pero también acción del hombre: el pueblo tiene la posibilidad de aprovechar o no la oportunidad que Dios le da (cfr. entre otros, Jer 21, 21-25; 31,15-20; Is 44, 21 s).

En la última época de Israel (exilio en Babilonia, desde 586; época posterior al exilio desde 536) se hacen más escasas las referencias a este doble movimiento de la conversión: el ofrecimiento divino y su aceptación por el hombre. Vuelve a aparecer una concepción más bien legalista: la penitencia es menos una inclinación personal hacia Dios que una observancia de la ley lo más literal posible. El péndulo golpea de nuevo en la dirección que tantas prevenciones suscitaba a los profetas: ¡Conversión como capacidad simplemente humana y asi, en última instancia, alejamiento de Dios! Se trata de aquella falsa tendencia que con tanta frecuencia ha contagiado también a los cristianos.

La invitación de Jesús a la conversión y su predicación del Reino de Dios

El Nuevo Testamento nos presenta pronto la predicación amenazadora y profética de Juan el Bautista, induciendo a la conversión: ¡No es que rechace los «frutos» externos de la conversión! (cfr. Mat 3, 8 y par.), pero recalca que éstos no consisten en una rigurosa observancia de la ley (cosa que es especialmente evidente en el evangelio de Mateo, en el cual Juan sentencia, de forma impresionante y clara, a saduceos y fariseos como representantes de la ley; cfr. Mt 3, 7).

La seriedad de la conversión se muestra mucho más y principalmente, en tal cambio de mente y espiritu que llegue a influir en el comportamiento cotidiano (cfr. Lc 3,10-14). No es la ley lo que constituye el contenido de la predicación del Bautista; lo decisivo es la espera del que ha de venir tras él (Mt 3,11 y par.) y la urgencia que esta ocasión comporta (Mt 3,10 y par.).

Marcos lo deja esculpido de forma programática al comienzo de su evangelio: «Cuando Juan fue encarcelado, Jesús se dirigió a Galilea y predicó en nombre del Señor: Ha llegado el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en esta buena noticia» (/Mc/01/14 s).

Si queremos tomarnos la molestia de comprobar cuántas veces habla el Nuevo Testamento, directamente, de la conversión (en griego: metanoia), observaremos con asombro que no son muchas. ¿Cómo puede afirmarse, entonces, que se trata de un tema central de la predicación de Jesús?

De hecho, ocurre que el cálculo estadistico engaña; no hay que buscar el término lingüístico, sino el tema. Lo que Jesús quiere decir al hablar de conversión se capta penetrando en el conjunto de su actuación.

La llamada a la conversión del primer capítulo del evangelio de Marcos, es una fórmula condensada que debemos examinar con mayor detenimiento: «Ha llegado el tiempo»: La predicación que Juan Bautista hacía de la conversión, experimenta en Jesús un relanzamiento con características de definitividad y culminación. Con Jesús queda subrayada la urgencia de la conversión y, a la vez, se acentúa su necesidad, porque ese cambio de mente y espíritu no tolera ya ningún aplazamiento. Ahora, hoy mismo, en este momento, hay que decidirse, y el que vacila en esta decisión, ya ha decidido... contra Jesús. Lucas capta de un modo especial la relevancia de ese «hoy» que acontece con Jesús y lo expresa cargándole de todo su significado teológico: «Hoy ha nacido el Salvador, Cristo, el Señor» (Lc 2,11). Después de la lectura del texto de Isaías (Is 61,1s) en la sinagoga de Nazaret, aclara Jesús, interpretándolo: «Hoy se ha realizado esta profecía en medio de vosotros» (Lc 4, 21). Los hombres que ante los signos y milagros de Jesús se convierten a El, han «visto hoy cosas increíbles» (Lc 5, 26). Al publicano Zaqueo que se convierte, Jesús le muestra su perdón en el mismo momento: «Hoy te ha aceptado Dios con tu familia» (Lc 19, 9). Siempre que un hombre sale de sí mismo y se dirige hacia Dios, puede experimentar este hoy que es la salvación prometida por Jesús y que está ligada a su persona.

Se pide y se ofrece la conversión, de una manera tan urgente, porque el Reino de Dios, el nuevo mundo, ya está aquí: Convertíos porque el Reino de Dios está muy cerca» (es decir, Dios quiere perfeccionar ahora su obra y crear un mundo nuevo (Mt 4,17). Jesús repite literalmente la llamada del Bautista... y sin embargo: Aunque ambos dicen lo mismo, no es igual. En Juan Bautista la consideración de la ley ocupa el primer plano (cfr. Mc 3, 7-10 y par.). Jesús, por el contrario, anuncia la compasión divina: ¡Mensaje de alegría en lugar de mensaje de amenaza y castigo!

Con su llamada a la conversión, Jesús se une al tipo de conversión que predicaron los profetas. Según El, la conversión no es la propia capacidad reflejada en la mayor cantidad posible de obras sino el cambio del corazón. que es lo que determina el comportamiento humano. Como los más grandes entre los profetas, Jesús acusa a la religión práctica de estar formada sólo por actos externos (sin rechazar, sin embargo, éstos; cfr. Mt 23, 23; ¡la caridad, la justicia y la fidelidad deben cumplirse y producir buenas obras! ). Su vinculación a los profetas la realiza conscientemente. Dos veces repite el Jesús de Mateo las exigencias de Oseas: la preferencia que hay que dar a la justicia (Os 6, 6; Mt 9,13; 12, 7); y el criterio que decide sobre salvación o condenación es el «programa de ayuno» que había marcado Isaías (Mt 25, 35-46). Con ello muestra Jesús -al igual que los profetas- que el verdadero cambio de mente y espíritu, aunque se realiza ante Dios, se lieva a cabo en el comportamiento ante el prójimo. De una vez por todas, Jesús pone punto final a las prácticas penitenciales, obras virtuosas y méritos como ejercicios de ajuste de cuentas. Todas esas cosas son, por el contrario, consecuencias naturales de la conversión como cambio de mente y espíritu.

RD/QUE-ES: ¿En qué consiste, pues, el Reino de Dios anunciado por Jesús? ¿Qué debemos entender por tal? Partiendo de las predicaciones de los profetas, los contemporáneos de Jesús sabían lo que esto significaba: es el tiempo de salvación que había de llegar, en el cual Dios vencerá todo lo que oprime y agobia al hombre, lo que le tortura y atemoriza. Esta situación final sólo se puede imaginar mediante imágenes y comparaciones. Es más sencillo utilizar límites negativos que hacer una descripción positiva de todo ello: un mundo sin lágrimas, sin sufrimiento y sin dolor. Un tiempo de paz, en el cual se haga la voluntad de Dios. Una vida comparable al convite en una fiesta real; un campo fértil, lleno de espigas. Una existencia en la alegría, que se realiza no por el esfuerzo humano -ni mediante cargas religiosas, ni por la violencia política-, sino que será una dádiva del mismo Dios. El hecho de que el Reino de Dios todavía no haya llegado a la perfección es debido a lo que nos muestra la experiencia cotidiana: las culpas, los pecados y sus consecuencias. Sin embargo, que el Reino de Dios ya ha comenzado lo demuestra Jesús no sólo anunciándolo, sino también demostrando su palabra y su predicación con sus obras. Que Dios llama a un nuevo mundo a todos los hombres, pricipalmente a los marginados y maltratados, los pobres, los despreciados y pecadores, lo demuestra Jesús al dar esperanza a todos los hombres y especialmente al buscar la compañía de los débiles y oprimidos. Las curaciones que realiza son signo de que el Reino de Dios ha llegado (cfr. entre otros, /Mt/12/28 y par.) y de que el Reino quiere englobar a todos los hombres tanto en sus dimensiones materiales como en las espirituales.

Precisamente porque el Reino de Dios ya ha comenzado, el hombre debe seguir la llamada de este tiempo de urgente salvación y cambiar su mente y espíritu. Cambiar así, significa en el Nuevo Testamento apostarlo todo a una carta, es decir, seguir a Jesús sin reservas; buscar la seguridad significa entregarlo todo sin reservas; poner la mano en el arado sin mirar atrás. No existe ningún lugar en el Nuevo Testamento que exprese esta circunstancia de forma tan inequívoca como las breves parábolas del tesoro escondido y la perla:

«El nuevo mundo al que Dios os llama, es como un tesoro escondido en el campo. Un hombre lo encuentra y lo vuelve a enterrar rápidamente. En su alegría, vende todo lo que posee y compra el campo aquel». «El que comprende la invitación divina, actúa como un comerciante que busca perlas finas. Cuando descubre. una especialmente valiosa, vende todo lo que tiene v la compra» (Mt 13, 44-46). Jesús relaciona siempre la conversión del hombre con el Reino de Dios, con el nuevo mundo de Dios. El hombre es llamado a aceptar la invitación (se trata de una invitación y no de una coacción; cfr. Lc 14, 61; Mt 22, 2 s). Esta invitación procede fundamentalmente de Dios. Uno encuentra casualmente el «tesoro», otro halla la valiosa «perla» después de buscarla durante largo tiempo, y sin embargo, las Escrituras recalcan que ambos experimentan su «hallazgo» como un regalo, que no les pertenece por derecho propio. La opción del hombre es siempre respuesta a una llamada previa de Dios. Podríamos decir concisamente: la conversión es regalo de Dios y, por serlo, es tarea humana.

FE/CV: «¡Creed en la buena nueva!: Tras todo lo dicho, ¿es necesario recalcar que la fe y la conversión no son más que dos caras distintas de la misma verdad? Quien cree, cambia su mente y su espíritu y quien se convierte, cree. Como quiera que la fe, como acontecimiento personal, nunca es algo cerrado en sí, sino un proceso vivo, también la conversión, tal y como la entienden las Escrituras, a pesar de realizarse «una vez», no finaliza nunca. La conversión es la orientación del hombre hacia Dios, que necesita estar corrigiéndose y aumentándose toda la vida. Visto desde esta perspectiva, no resulta extraño el hecho de que en el evangelio de Juan falte la palabra «conversión»; todo el contenido que en ella subyace, lo designa este evangelio con el término «fe» (cfr. entre otros, Jn 6, 47)

La fe es siempre fe en Dios y en Jesucristo. Jesús es el mediador definitivo entre Dios y los hombres (cfr. Heb 1, 2), el único camino hacia el Padre (Jn 14, 6). Los primeros testigos de su mensaje no se cansan, por ello, de recalcar que la conversión del hombre hacia Dios se realiza desde Jesús, desde su muerte y su resurrección, que están intrínsecamente vinculadas con la persona que El fue y con la enseñanza que El predicó. En su nombre se bautiza a los cristianos (cfr. Hech 2,28; 8, 16.37; 19,5; 1 Cor 1, 13-15; 6, 11; Gal 3, 27). De hecho, el bautismo es el sacramento de la conversión y de la reconciliación, ya que por el bautismo «estamos todos ligados a Jesús» (Rom 6, 3) y por ello «muertos al pecado» (Rom 6, 2).

Conversión como proceso vivo

De la teología bautismal de Pablo puede deducirse que la conversión no es un hecho aislado, sino un proceso continuo y vivo en el que debe estar permanentemente doda la existencia cristiana. Cuando Pablo habla del bautismo, lo hace siempre con un indicativo y con un imperativo: declaración afirmativa de la salvación que en él se opera y como exhortación a sacar de ello las consecuencias correspondientes para la vida. La declaración: «Por el bautismo estamos ligados a Cristo» (Rom 6, 3). La exhortación: «No dejéis, por tanto, que vuestros cuerpos mortales sean dominados por el pecado» (Rom 6,12). Como constatación: «Cuando fuisteis bautizados en el nombre de Cristo, os introdujisteis, al mismo tiempo, en su propia piel» (Gal 3, 27). «Ahora estáis limpios de vuestras impurezas, os habéis convertido en el pueblo sagrado de Dios» (1 Cor 6,11). «Por el bautismo habéis sido enterrados con Cristo, y también habéis conseguido en El la nueva vida» (Col 2,12; cfr. Rom 6,1-11). «Os habéis liberado del pecado» (Rom 6, 22). »Habéis despertado a la vida con Cristo» (Col 3,1). En resumen: Los bautizados se han hecho iguales a Cristo, santos, salvados.

Pero a esta constatación sigue la exhortación: «Sabéis, por tanto, que no podéis seguir viviendo como anteriormente. Desprendeos del hombre antiguo, que se engaña a sí mismo con deseos egoístas. Estos no le producen, realmente, más que la muerte. Dejaos regalar un espíritu nuevo» (Ef 4, 22 s). «Dirigíos, por tanto, hacia arriba, donde está Cristo. Destruid, por tanto, lo que aún quede en vosotros del hombre antiguo» (Col 3,1-5). Los bautizados somos «el pueblo de Dios» (2 Cor 6, 16; cfr. 1 Cor 6,11); por ello, deseamos ante todo limpiarnos de todo lo que pueda manchar nuestro cuerpo o nuestra alma (2 Cor 7,1). Aunque el cristiano, por medio del bautismo, "sea liberado de la esclavitud del pecado» (Rom 6,18), sin embargo y precisamente por ello, debe estar en constante conversión: «Trabajad con temor y temblor en vuestra salvación» (Filp 2,12). Los bautizados están «bajo la ley del Espíritu» (Rom 8, 2, entre otros). De la misma forma debe entenderse «Dios nos ha regalado una nueva vida por medio de su Espíritu. Ahora este Espíritu debe definir vuestra vida» (Gal 5, 23).

Claro está que esta subordinación de indicativo e imperativo no es algo que se haga por casualidad; está basada en la misma naturaleza de la conversión. La orientación hacia Dios, en Jesucristo, realizada una vez, como ocurre en el bautismo, no asegura ya la salvación. Tal concepto sería nada más una variante «cristiana» de la opinión extendida entre los fariseos, según la cual por ser descendientes de Abrahán ya tenía garantizada su salvación (cfr. Mt 3, 9). ¡El solo bautismo y el mero hecho de pertenecer a la Iglesia aseguran la salvación tan poco como se la aseguraba a los fariseos su ascendencia de Abrahán! El Nuevo Testamento censura vehementemente tal seguridad triunfalista en la salvación (cfr. entre otros, Mt 21, 32; Filp 2,12). ¡Que a pesar de eso siga dándose en algunos estratos de la Iglesia, pone de manifiesto, solamente, lo ciego que puede hacerle a uno la «posesión» de la verdad frente a las exigencias de esa verdad! Con lenguaje de Pablo: Nos pavoneamos con el indicativo (Sois...) y hacemos caso omiso del imperativo (por tanto, debéis...).

Lo que Pablo, y todo el Nuevo Testamento, exige, es la permanencia y la perseverancia en la contestación afirmativa del hombre a aquello que Dios le ha dado básicamente en el bautismo. El bautismo es el comienzo de la conversión, y para que se desarrolle plenamente hay que mantener viva esa conversión.

La conversión, por tanto, nunca es definitiva, no ocurre una vez para siempre. Se trata, más bien, de un proceso que dura toda la vida, porque el cristiano ha de mantenerse durante toda su vida en la posición de la opción por Dios en Jesucristo que una vez tomó. De forma similar ocurre en todas «las decisiones por toda la vida». Hay que seguir retomándolas todos y cada uno de los días. Ejemplo claro es el matrimonio en el que no solamente hay que repetir muchas veces la primera opción, sino también optar de nuevo el uno por el otro para que quede asumida en aquella primera opción toda la variedad de situaciones que va trayendo la vida.

De forma similar sucede con la conversión que se verifica en el bautismo También existe en esa opción la posibilidad de fracasar y fallar, de crisis y nuevos comienzos. Hablando con exactitud, hemos de distinguir, por consiguiente, entre la conversión real primitiva que se realiza en el bautismo, como sacramento de reconciliación, y cada una de las conversiones posteriores, que se llevan a cabo después de aquellas crisis, incoherencias, decisiones equivocadas y recaídas que están en oposición con el bautismo. En un próximo capítulo, que dedicaremos a la confesión como sacramento de la nueva reconciliación, volveremos a tratar de este asunto. Por el momento basta con que quede claro, a la luz de la teología bautismal de Pablo, y como ya pudimos comprobar al final del capítulo anterior al hablar de conversión y fe, que el cambio de mente y espíritu de que habla el Nuevo Testamento no es una decisión que se toma de una vez por todas, y mejor todavía si no se vuelve nunca sobre ella, sino que es una opción y una decisión en la que el creyente debe mantenerse diariamente.

La esencia de la conversión

PT/QUE-ES: Después de todo lo que hasta aquí hemos dicho acerca de la conversión, no necesitamos ya detenernos en las falsas representaciones que de ella existen. Bastará con nombrar los errores más graves que suelen darse. El primero viene unido al mismo nombre. La palabra griega metanoia (literalmente: regreso) se traduce al latín por poenitentia de donde procede nuestra palabra penitencia. Este concepto, sin embargo, está lleno de prejuicios; no suena bien a nuestros oídos y en ello influyen no poco las asociaciones que nos provoca. Pensamos, inmediatamente, en los actos penitenciales de quien «hace penitencia»: privación de comida y bebida; prescindir, incluso, de lo lícito; velar durante toda la noche entre oraciones y lágrimas; mortificaciones y flagelaciones; limosnas: cosas todas ellas que parecen encajar mejor con el ambiente de la Edad Media que con nuestros días.

Nos sucede hoy que el lavado de cerebro de la propaganda nos habla continuamente de que ciertas satisfacciones hacen feliz al hombre, ensalza la consecución de placer como el objetivo de la vida e intenta convencernos de que no importa lo que somos, sino únicamente lo que tengamos. Cuando se consideran equivalentes el placer y la felicidad, la satisfacción y la alegría, cualquier renuncia carece de sentido. Prescindiendo de las representaciones ya mencionadas, tener como ideal una penitencia orientada principalmente a ejercicios ascéticos, es algo que debemos calibrar detenidamente. Se afirma con demasiada facilidad que el exceso de ayunos, vigilias y otros ejercicios penitenciales semejantes son perjudiciales a la larga para la salud, cosa que no estaría de acuerdo con el quinto mandamiento. ¿Limosnas y buenas obras? Contra ellas se dice que las estructuras paternalistas y las instituciones de caridad deberían desaparecer a cualquier precio y ser substituidas por la justicia social. Y. sobre todo, se subraya, con razón, que la penitencia cristiana ha degenerado demasiadas veces en un formalismo hueco. ¡El que se tomaba una salchicha barata el viernes a primera hora de la mañana para poder tirar adelante con un duro trabajo, tenía remordimientos de conciencia, mientras que, por el contrario, quien comía finos pescados -¡que como sabemos en vez de nadar parece que vuelan, porque están por las nubes!- no sólo calmaba su apetito y su gusto, sino que además podía gozar de la sensación liberadora de haber observado «la abstinencia del viernes»; en cierto modo, el viernes era una buena fiesta para ciertos estómagos. No queremos generalizar, naturalmente; pero es indiscutible que con cierto tip o de prácticas religiosas santificamos a los fariseos. Sin embargo, la Escritura condena cualquier «forma de penitencia» que sitúe las propias obras en primer término. Si la Iglesia no lo ha tenido en suficiente consideración, lo único que puede alegar es haberse equivocado en la interpretación práctica, pero no puede en absoluto apelar a las Escrituras para mantener esas posibles interpretaciones defectuosas.

¿Qué es, entonces, la penitencia? Hemos de decirlo, en primer lugar, en forma negativa: La penitencia no es la propia capacidad del hombre para trabajar por su salvación; tampoco una renuncia que engendre la propia satisfacción; y de ninguna manera consiste en la observancià puramente externa de las normas sobre penitencia y ayuno. Todas esas cosas conducen, en última instancia, no hacia Dios, sino lejos de El, a uno mismo. Expresado en forma positiva: ta penitencia es conversión. Basta con entender este concepto de las Escrituras en todo su radicalismo para eliminar los numerosos errores de interpretación, las equivocaciones y las deducciones falsas. Siempre que las Escrituras hablan de conversión, tienen en cuenta tres cosas:

En primer lugar: A toda conversión le precede el amor de Dios y su venida a nuestro encuentro. Las parábolas de la gran fiesta (Lc 14,15-24), de la oveja perdida y de la moneda extraviada (Lc 15,1-10), así como la del padre y los dos hijos (Lc 15,15-32) reclaman que sólo la inclinación de Dios hacia el hombre hace posible la conversión. Sólo porque el hermano más joven sabe que su padre le quiere y le recibirá cuando vuelva, puede llegar a la decisión de volver. Conversión significa ante todo, no que nosotros busquemos a Dios, sino que Dios nos busca a nosotros, porque El continúa siéndonos fiel a pesar de nuestros pecados y nuestras culpas.

En consecuencia, y como segundo punto: La conversión no debe considerarse sólo bajo un signo negativo (es decir, no exclusivamente como ayuno, continencia, etc.). La conversión que Dios ofrece al hombre liberará de las limitaciones y condiciones inherentes al mundo; la conversión bien entendida no provoca nuevas obligaciones, sino que libera de ellas. Convertirse significa dar el paso que lleva al nuevo mundo de Dios; por ello, siempre y principalmente, consiste en la respuesta de fe del hombre a la llamada de Dios. Como el pecado consiste en que nos volvemos hacia lo perecedero y ponemos nuestra última seguridad en el poder y el dinero, en la propiedad y el prestigio, en la propia sabiduría y en los propios conocimientos, la conversión consiste en captar aquellas nuevas posibilidades de vida que Dios ha otorgado al hombre a través de Cristo. Es cambio de mente y espíritu en plenitud hacia Dios que, de hecho, es quien gobernará nuestro comportamiento básico y el destino último de nuestra vida.

CV/PROJIMO: En tercer lugar: Jesús demostró, una vez por todas, que la orientación del hombre hacia Dios, como sucede en la conversión perfecta, nunca prescinde ni puede hacerse al margen del prójimo. De la misma forma que Dios nos acepta, y porque Dios nos acepta, hemos de aceptar también nosotros a los demás. No podemos rezar a Dios como a nuestro Padre común si no vemos a los demás como a nuestros hermanos. Por ello es natural que a la petición «perdónanos nuestras deudas», siga inmediatamente, «como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12). Del mismo modo, la parábola del prestamista duro de corazón (Mt 18, 21-35) muestra que nuestra disposición a perdonar a nuestro prójimo es la que marca la pauta del criterio con el que podemos comprobar nuestra propia conversión.

¡La conversión como orientación.hacia Dios y hacia el prójimo, como reconciliación con ambosl ¿Qué significa esto concretamente? ¿Hemos de ser educados prácticamente para la conversión y la reconciliación? Cada persona vive dentro de una sociedad muy específica, en condiciones sociales y culturales perfectamente determinadas. Entonces, ¿de qué manera debe influir la conversión individual y de una comunidad religiosa en todo el espectro religioso y en la convivencia humana incluidas sus dimensiones sociales? Contestaremos a esta pregunta en el capítulo siguiente.

6 Formas de reconciliación

RC/QUE-ES RC/FORMAS: La conversión tomada en serio no se limita a un cambio de ideas, sino que requiere, sobre todo, un cambio de orientación en el comportamiento. Esto es, precisamente, lo que afirma Jesús en la narración del padre y los dos hijos: «Finalmente, volvió a su ser.», se dice del hermano menor. «Se dijo a sí mismo: quiero volver a mi padre y decirle: Padre, soy culpable ante Dios y ante ti, ya no merezco ser tu hijo» (Lc 15,17-19). Y tras la decisión pasa a la acción; el hijo se pone en camino hacia la casa de su padre para reconciliarse con él. La conversión conduce a la reconciliación, a la reanudación de la vinculación con Dios y con los demás hombres, que se había roto. Sólo de esta manera puede el pecador estar conforme consigo mísmo y encontrar la paz.

El hombre pecador predispuesto a la conversión debería preguntarse en primer lugar: ¿Qué es lo que se opone a mi fe? ¿En qué terreno he faltado a Dios y a los hombres y me he puesto en contradicción, de esa manera, con mi fe?

La conversión y la reconciliación deben hacerse, así pues, en el mismo terreno en el que el hombre se ha hecho culpable. Quien ha provocado con sus calumnias graves injusticias a otro, no puede arreglar el asunto regalando a la Cruz Roja la mitad de sus ingresos mensuales, por muy encomiable que sea esta acción. Igual que existen diversas clases de pecados, deben existir, si es necesario, diferentes maneras de reconciliación. La conversión aparece así como reflejo verídico que concreta el cambio de mente y espíritu que ha tenido lugar.

La Iglesia siempre ha estado convencida de esto. Sin embargo, a veces, ese conocimiento ha quedado un poco demasiado en el fondo. Una sobrevaloración de la confesión de boca, en la que muchos veían, en la práctica, la única forma de llegar al perdón de los pecados, trajo consigo una infravaloración de otras formas de reconciliación; esto originó con frecuencia cierta creencia de que con la confesión de boca y dos o tres padrenuestros de «penitencia» ya estaba todo arreglado. Hemos de reenfocar la cuestión de forma más efectiva y quizás lo logremos mejor acentuando las formas no sacramentales de perdón de los pecados y reconciliación .

Reconciliación con Dios

Nuestra vida de fe necesita una revisión continua, porque a menudo nos alejamos de Dlos más subrepticiamente y más rápidamente de lo que queremos reconocer. No es que nos volvamos literalmente de espaldas a Dios, pero tampoco nos interesamos especialmente por El. En cierto modo, se trata de un simple haber desaparecido de nuestra vista, de haberle ausentado v situado lejos. Nuestro salario mensual contiene exactamente la misma cantidad de dinero con Dios y sin Dios; por consiguiente, le dejamos tranquilo y no nos causa la menor tristeza el que, por su parte, El tampoco nos «moleste». Quizá seguimos todavía cumpliendo las «obligaciones» religiosas, pero más por costumbre que por convicción, sin ardor ni alegría, sólo con una parte de nuestro corazón, con desgana. No damos malos ejemplos, nos limitamos «sencillamente» a no ser modelos típicos de buen ejemplo. Esto no perjudica a nadie directamente, si no es a uno mismo. Vivimos en un clima de oportunismo religioso y de indiferencia espiritual y alejamos de nosotros a Dios. Pero como Él es el único que puede llenar el corazón humano también nos alejamos de nosotros mismos. Para estos casos hay que utilizar formas de conversión y reconciliación que vayan derechamente dirigidas a crear una relación viva con Dios, teniendo como objetivo despertar la fe. Habrá que hacer hincapié, entonces, en la penitencia llamada personal, en la «confesión ante Dios» o «confesión de corazón»: el hombre se resitúa ante Dios y reconoce y acepta su culpa ante El. Se da cuenta de lo lejos que le ha llevado su tibieza respecto a Dios y al destino y contenido de su vida; comprende que la indiferencia frente a Dios es mucho peor que la rebelión de quien se enfrenta con El en un momento dado. El hombre comprende, entonces, que no basta con darse golpes de pecho, sino que debe buscar a Dios mismo, salir a su encuentro; sólo entonces se realiza el perdón y es posible la reconciliación. Esta «confesión ante Dios» ha sido y sigue siendo la «forma básica del perdón de los pecados»; desde luego es condición imprescindible para la penitencia sacramental.

A continuación trataremos brevemente de algunas otras formas de reconciliación, mediante las cuales se alcanza el perdón.

PD/PERDON-P: Escuchar la Palabra de Dios: Que la lectura (o audición) de la Palabra de Dios no sólo conduce a la profundización de nuestra fe, sino que produce también el perdón de los pecados por Dios y, con ello, la reconciliación con El, lo sabía ya la antigua liturgia romana, en la cual el sacerdote, tras la lectura del Evangelio, decía: Per evangelica dicta deleantur nostra delicta: Que la Palabra evangélica pronunciada nos libre de nuestros pecados. Naturalmente, esto no debe entenderse como si mediante la lectura de las Escrituras, por así decirlo, se perdonasen los pecados automáticamente, de forma mágica. Significa, más bien, que Dios perdona los pecados porque el hombre escucha su Palabra con fe y la deja llegar hasta su corazón: a la Palabra de Dios debe seguir la respuesta del hombre. Por consiguiente, la lectura de las Escrituras tiene un carácter esencialmente dialógico.

Algo parecido ocurre con la oración: Por medio de ella, el hombre experimenta el perdón divino: porque el que reza abre su corazón a Dios; en la oración le alaba como a su Creador y se adapta a sus deseos. La oración es la respuesta del hombre al anuncio divino; es, por así decirlo, contestación a la llamada divina. También la colaboración en la vida de la Iglesia es un camino para la reconciliación con Dios, si con ello se profundiza la fe. No nos referimos solamente a la participación en la misa dominical (al comienzo de la cual la comunidad pide expresamente perdón a Dios por sus pecados), sino también a la participación en cualquier actividad que se emprende a impulso de la fe y se desarrolla en marco de la comunidad eclesial. A algunos les parecerá extraño que de esta forma se realice la reconciliación con Dios. Pero (expresado en forma algo pasada de moda), ¿no se trata de aquellas «buenas obras» cuya eficacia para perdonar los pecados ha enseñado siempre la Iglesia? ¿Es tan difícil imaginar, por ejemplo, que un cristiano que participa en un cursillo para educación teológica de adultos, con el fin de superar su indiferencia religiosa, pueda reconciliarse de esta forma con Dios?

Com-padecer con Jesús: También la aceptación de desengaños, penas y reveses de fortuna es un camino de reconciliación con Dios, si el que les padece lleva sus penas como com-pasión con Jesús. En este caso deben evitarse, de entrada, dos equivocaciones: en prlmer lugar, no se dlce que el hombre pueda comprarse por su propio esfuerzo el perdón divino; se trata, -más bien, de que el creyente está convencido de que Dios mismo es quien le envía las fuerzas para aceptar lo inevitable. Con ello ya tenemos la segunda condición: no hablamos de comportamientos mojigatos ante pequeñas cosillas, sino de situaciones difíciles ante las que el hombre puede encontrarse. No es que el creyente se resigne en modo alguno ante el sufrimiento. Jesús se situó al lado de los marginados, y ahora se solidariza también con el que sufre. Además, el creyente no debe buscar, en esos casos, el sufrimiento como auto-martirio ascético.

Existen siempre ocasiones e innumerables oportunidades de ayudar a soportar el sufrimiento que ya existe en el mundo y de ayudar, en la medida de las propias fuerzas, a mejorar el futuro. Esa toma de postura y los esfuerzos, privaciones e incluso persecuciones que de ella se derivan, debe afrontarlas el creyente con las mismas actitudes que tuvo Jesús en su vida.

Reconciliación con el prójimo

Naturalmente, los caminos de reconciliación con Dios que acabamos de mencionar, tienen también su significado cuando el hombre se hace culpable ante su prójimo (y con ello viola también la ordenación divina, incluso ante Dios mismo). Pero, entonces, no bastan ellas solas, sino que deben ser complementadas con otras formas de reconciliación. El que explota a otro abiertamente o trata injustamente a un inferior, no puede quedar en paz con Dios sin preocuparse sin más de la persona afectada por sus malos comportamientos. Si así lo hiciera, no podría hablar de ningún modo de conversión; sería puro cinismo. Es algo de lo que hablan también las Escrituras. «Cuando te acerques al altar a hacer ofrendas a tu Dios y recuerdes que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar, ve primero a tu hermano y ponte en paz con él. Después ya puedes hacer tu ofrenda a Dios» (/Mt/05/23-24).

Esto significa que: Debemos buscar el perdón allí donde hemos cometido la falta y reconciliarnos con aquellos a quienes hemos ofendido. Sólo entonces nos perdona Dios y nos reconciIia consigo. Lo demás sería «perdón a precio de saldo», sería paz espiritual aparente, obtenida con autoengaño o hipocresía, y por ello, un pecado más. Porque Dios no puede perdonar a costa de aquellos a quienes hemos oprimido, desanimado o deshonrado.

Reconciliación con el prójimo: Entre los caminos que vamos a mencionar, el primero y más importante es el de hablar con el otro. A menudo esto requerirá una difícil superación de sí mismo. Para un jefe de departamento de una empresa, resulta más fácil decir en el oscuro confesonario que ha perjudicado voluntariamente a un subordinado que reconocer su injusticia ante este último y rogarle que le perdone. Tal paso necesita gran dosis de humildad, pero quien lo lleva a cabo demuestra que se toma en serio la conversión. No resulta demasiado difícil hacerse la autocrítica ante Dios porque Dios, generalmente, no acostumbra a marcarnos ásperamente nuestras deficiencias. Sin embargo, en una conversación con el prójimo podemos llegar a tener una experiencia dura de nuestros defectos en su medida exacta.

En este contexto hemos de decir algo, aunque sea brevemente, acerca de la confesión entre laicos, que tuvo cierto significado hasta la Alta Edad Media. En ella se integraban informaciones del mal comportamiento, de conflictos y culpas, pero también la comunicación de estímulo y consuelo. Estas confesiones entre laicos se encuentran justificadas en un fragmento de la Carta de Santiago: «El que está enfermo ha de confesar abiertamente a sus hermanos sus defectos y ellos deben rezar por él. Cuando uno de vosotros se aparte de la vida, procurad conducirle de nuevo al camino recto» (Sant 5,16.19). La «regla de la comunidad» juega también su papel en Mt 18,15-18, según el cual la comunidad religiosa debe intervenir sólo cuando un pecador se muestra irrazonable; antes, la reconciliación debe intentarse en una conversación personal: «Si tu hermano ha cometido una injusticia contra ti ve a él y habla con él en privado del asunto».

Si esta confesión entre laicos tenía carácter de sacramento fue cosa largamente discutida. La cuestión fue decidida en forma evidentemente negativa, en primer lugar por Tomás de Aquino (1274) y principalmente por Duns Scoto (1308), opinión que la Iglesia hizo suya. Como a partir de ahí se fue dando cada vez mayor valor a la absolución del sacerdote, la confesión entre laicos acabó por caer en desuso.

En la corriente de recuperación de significado de las formas olvidadas de conversión, se habla hoy de nuevo de la «confesión de reconciliación» que se correspondería de alguna manera a la confesión entre laicos de la Edada Media. El culpable debe hacer ineludible su reconocimiento de culpa ante la persona a la que ha ofendido. Los pecados dirigidos directamente contra el prójimo, se perdonarían de este modo. Esta confesión de reconciliación debe tener una gran significación, especialmente en las comunidades de convivencia continua, en las que siempre son precisos la comprensión y el perdón mutuos: en las familias, en los conventos, en los grupos de acción apostólica. En estas comunidades no resulta fácil, a menudo, una conversación abierta e imparcial, porque todos creen que se conocen suficientemente (cosa que no siempre es así, ni mucho menos) y, por tanto, dan por supuesto que ya saben lo que el otro va a decir.

En algunas Ordenes religiosas, se ha practicado hasta hace algún tiempo este tipo de confesiones de reconciliación, bajo la fórmula de «capítulo de culpas». Como a veces se limitaba a bagatelas -por ejemplo se pedía perdón a la comunidad por haber roto una taza inadvertidamente- llegó a ser un formalismo pesado y bastante ridículo, por lo que finalmente se ha ido eliminando en muchos casos. Pero debemos preguntarnos si, abandonando algunas de estas prácticas antiguas, no hemos perdido posibilidades de conversación entre hermanos que es siempre muy útil. Es muy significativo que ciertas prácticas de autocritica y de crítica a los demás hayan sido adoptadas por algunas colectividades de algunos países socialistas, en las cuales sus miembros reconocen sus faltas ante el grupo, hasta poder quedar excluidos de él en ciertos casos, y no volver a ser aceptados hasta haber demostrado su conversión a los modos de hacer del grupo. Estas prácticas se han convertido en lavados de cerebro en ciertos casos; pero eso nada dice contra ellas, porque el mal uso no es argumento contra lo razonable que puedan ser las cosas en sí mismas.

En los últimos años ha tomado auge un modo nuevo de este tipo de conversación entre hermanos, especialmente en grupos eclesiales de base y en asociaciones religiosas, que con el nombre de revisión de vida ha alcanzado bastante extensión. En ella se hace público, en el grupo, el comportamiento propio y ajeno, también en aquello que se ha apartado del Evangelio, y se proponen los deseos y métodos para mejorar; se trata, pues, de una forma de reconciliación con Dios y con los demás.

La comunidad humana se va destruyendo lentamente o se arruina por completo por los intereses y egoísmo («¿qué saco yo de todo esto?»; «el pan de unos es la muerte de otros»); hay que estar avanzando, por tanto, en el camino de la reconciliación que conduzca al abandono del egoísmo y a la aproximación al prójimo: avanzar en el amor activo que se manifiesta en el servicio a los pobres y desvalidos; que necesita tiempo, aun cuando uno se diga a sí mismo que no lo tiene; escucha al otro y le deja hablar; que se muestra en la renuncia, incluso, a lo que está permitido (pero que esta renuncia no sirva a los propios propósitos, sino que sea en beneficio de alguien que necesite nuestra ayuda). El fundamento teológico de que en este tipo de comportamientos se produce un verdadero perdón de las culpas es la unidad que en la fe cristiana se da entre el amor a Dios y el amor al prójimo (cfr. Mt 22, 36-40; 1 Jn 4, 20). Quien ama mucho, perdona mucho (cfr. Lc 7, 47). Evidentemente Jesús exige mucho más que un simple comportamiento correcto; no sólo reclama la rehabilitación externa de aquel al que hemos ofendido, sino también que volvamos a entregarle todo nuestro amor.

¡Hay que tomar la mano que se nos tiende!

No sólo ha de reconciliarse el.que se ha hecho culpable con su hermano. A aquellos que han sido ofendidos, el Evangelio les advierte que deben tomar la mano que se les ofrece sin pensarlo mucho tiempo y que deben perdonar al pecador. El que sigue a Jesús debe diferenciarse del resto de los hombres en que no reclama sus propios derechos, sino que deja que actúe la misericordia y se reconcilia con aquel que le ha ofendido. Cualquier hombre, aun los «malos», puede y suele practicar la amabilidad con aquellos que tienen una buena disposición para con él (cfr. Mt 5, 46 s). Si Dios nos quiere a pesar de que somos pecadores, y de alguna manera siempre lo somos ante El, también nosotros debemos ofrecer a nuestro prójimo culpable participación en el perdón que a nosotros se nos concede (cfr. Mt 7, 4; 1 Jn 4,11). Respondiendo a la pregunta de Pedro acerca de cuántas veces hemos de perdonar a nuestro hermano, el Jesús de Mateo narra una parábola de una claridad que desarma (Mt 18, 21-35): he aquí una recreación de ella:

La señora Escudero, una viuda joven y simpática, se ha hecho cargo del taller de pintura de su difunto esposo. Debe pagar algo más de medio millón de pesetas en impuestos, pero esto le llevaría a la ruina total. Los funcionarios de Hacienda, con la mejor disposición y buena intención, se esfuerzan por encontrar la manera de dividir esta suma para que la pueda pagar en pagos fraccionados. La señora Escudero tiene un inquilino, Bruno, que la debe 14.000 ptas. desde hace tres meses. Bruno no puede disponer de ese dinero en el plazo que le han dado -le ha fallado la venta de su automóvil usado en el último momento- y ambos tienen un altercado. Como consecuencia, Bruno tiene que abandonar la casa definitivamente; la señora se queda con la llave de su coche como prenda. Con un duplicado de esa llave, Bruno toma su coche para desplazarse hasta su nuevo alojamiento. La señora Escudero le sigue en su propio coche, para averiguar dónde va a vivir ahora. Aquello parece, realmente, una persecución policíaca; Bruno pierde los nervios en un cruce y atraviesa con el semáforo en rojo; otro coche le embiste por un costado. La señora se entera, después, de que Bruno ha sufrido graves heridas y se niega, enérgicamente, a reconocer su parte de culpa en el accidente, cosa que dan por sentado cuantos conocen todo lo que ha pasado. No contenta con ello, eleva en un tercio el precio de la casa a un nuevo inquilino que ha encontrado. Le sirve de bien poco, porque un nuevo funcionario de Hacienda se da cuenta de que está superado el plazo que tenía para realizar su pago de impuestos y pone en marcha su cobro por vía ejecutiva. A la señora Escudero no le queda más salida que cerrar su negocio.

El comentario de Jesús a la parábola es preferible que lo leamos en el texto original: «¡Qué mala persona eres! Te he perdonado la totalidad de la deuda, porque me lo has pedido. ¿No podías haberte compadecido de tu prójimo de la misma manera que yo me he compadecido de ti?» (Mt 18,32s). Perdonar al prójimo significa darle la oportunidad de comenzar de nuevo. Tomar la mano que se nos ofrece, significa considerar que el otro es capaz de convertirse. Saber disculpar y perdonar es siempre una cuestión de confianza: puedo contar contigo de nuevo; creo que lo piensas en serio. Por ello el perdón sólo puede ser total, o no es perdón. Sölle lo ha formulado muy acertadamente como sigue: «Quien perdona sólo en parte, no perdona de hecho, porque impide que se produzca un nuevo comienzo. Una frase como 'le hubiera perdonado el adulterio, pero no que me haya mentido; para mí se ha acabado', expresa lo imposible que es el perdón parcial. Este tipo de perdón vuelve a humillar al culpable y mantiene las reservas contra él para sacarlas a relucir en cuanto la ocasión sea propicia; jamás puede significar un nuevo comienzo. Cuando se perdona de verdad, no se perdona esta o aquella falta, sino que se perdona a una persona, sin condiciones ni reservas».12

Reconciliación significa: Decir sí, sin limitaciones, al otro con sus faltas y a pesar de su culpa. Es difícil decir cuántas personas se hunden cada vez más en sus culpas y pecados y se endurecen por no haber sido perdonadas y aceptadas con radicalidad.

Formas sacramentales para el perdón de los pecados

Además de las posibilidades tratadas hasta ahora, la Iglesia conoce también formas sacramentales para el perdón de los pecados y para la reconciliación: La Eucaristía, la unción de los enfermos y el sacramento de la penitencia. Los sacramentos no sólo anuncian la salvación, sino que la dan. No trataremos aquí del bautismo, porque nuestro tema se limita al pecado y a la conversión de los ya bautizados.

EU/RECONCILIACIÓN: Nos referiremos en primer lugar a la Eucaristía, que ocupa un lugar predominante en la vida de la Iglesia. Según Tomás de Aquino, este sacramento tiene «en sí fuerza de perdonar todos los pecados y la tiene por los padecimientos de Cristo, que es fuente y fundamento del perdón de los pecados» (cfr. III, q. 79, a.4; y Trento, Denzinger, n. 1743). La participación en el banquete eucarístico se convierte en un signo eficaz de reconciliación. Una interpretación muy extendida y demasiado estrecha de la exigencia paulina de participar dignamente en la celebración (cfr. 1 Cor 11, 28), hizo, junto con un exagerado temor al pecado, que los creyentes no se atrevieran, en parte, a recibir la Eucaristía sin confesión previa. La comunión en el banquete eucarístico con Jesús, que también participó en comidas con pecadores, se convirtió así en privilegio de los devotos y en premio de quien se comporta de un modo irreprochable. En la pastoral actual ha ido tomando fuerza la orientación de que todos los creyentes participen en el banquete eucarístico; es algo totalmente positivo. No a pesar de que somos pecadores, sino precisamente porque lo somos y porque necesitamos constantemente del perdón, estamos invitados a la mesa del Señor. Porque en la celebración de la Eucaristía se realiza la reconciliación. El pecador que recibe la Eucaristía, reconoce con ello a Aquel cuya existencia fue totalmente para los demás, a Jesús, y muestra, al mismo tiempo, que entiende su existencia como un servicio a los demás.

Hay que advertir, sin embargo, que la Iglesia, en el caso de que alguien sea consciente de una culpa muy grave, es decir, de un pecado mortal en el sentido que lo explicamos anteriormente, exige la reconciliación previa a la participación en la Eucaristia, mediante el sacramento de la penitencia. Esto significa que la Iglesia, de hecho, ve en la Eucaristía un camino para el perdón únicamente de aquellos pecados por los cuales no se ha alterado seriamente la relación del hombre con Dios. (En el próximo capítulo volveremos sobre la «obligación de confesar»).

Según la teología católica, la reconciliación se realiza también en el sacramento de la unción. La Iglesia se basa para ello en un fragmento de la Carta de Santiago: «¿Está enfermo alguno de vosotros? En ese caso deberá llamar a los jefes de la comunidad para que recen por él y le unjan con aceite, en el nombre del Señor. El Señor le levantará y le perdonará si ha pecado» (Sant 5, 14s). De esta forma, el que recibe este sacramento experimenta valor y fuerza en la confianza en Dios y, si se arrepiente de sus pecados, el perdón.

De la misma forma que la Eucaristia, tampoco la unción está destinada, principalmente, al perdón de los pecados, sino que éste es más bien uno de los efectos de estos sacramentos. El poder de perdonar los pecados le ejercita la Iglesia, en situaciones normales, mediante un determinado sacramento que es especifico para ello y que es erl el que se lleva a cabo la nueva reconciliación.

JOSEF IMBACH
PERDÓNANOS NUESTRAS DEUDAS
Col. ALCANCE 30. Santander-1983, págs 105-143

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12 D. Solle: Politische Theologie, pág. 122. (Traduc. castellana ya citada).