IMÁGENES BÍBLICAS PARA EL ACOMPAÑAMIENTO

Dolores ALEIXANDRE
Religiosa del Sagrado Corazón
Profesora de Sagrada Escritura en la
Universidad Pontificia Comillas
Madrid

De un tiempo a esta parte, una nueva palabra, «acompañamiento», desfila como última moda por las pasarelas eclesiales. Prolifera el discurso en torno al tema: cursillos, libros, articulos, monográficos de revistas (véase la muestra); pero confieso mi temor de que se nos convierta en un «término cometa» que, como el Halle-Boop que nos visitó y distrajo un poco en medio de asuntos tan trascendentales como la ley del fútbol, sea contemplado y ponderado con muestras de «crescido afecto», pero a sabiendas de que en realidad concierne poco a nuestra realidad terrícola. De la misma manera podemos dejar que la palabra acompañamiento atraviese con tanto brillo como fugacidad nuestro horizonte antes de hacerla desaparecer en el olvido y reemplazarla por otra de parecida calidad sonora, bien sea terminada en ...ento (como lo fueron en su dra aggiornamento, planteamiento y, a poco que nos descuidemos, discernimiento), bien en ...ón, como inculturación, refundación, inserción, opción y similares.

Pensando sobre el asunto del acompañamiento, y más que nada en sus usuarios, creo que es bastante numerosa entre nosotros la generación que va-por-libre, sencillamente porque los que pertenecen a ella acabaron hartos de la dirección espiritual de sus años mozos y no están para segundas ediciones. Recuerdan con espanto aquellas entrevistas con la persona designada para ello y que eran obligadas y periódicas (el período que mediaba entre dirección y dirección siempre era cortisimo, a mi manera de ver la cosa por aquel entonces1).

Tengo que reconocer que yo tuve bastante suerte, y no guardo mal recuerdo de aquellos encuentros; pero tengo oído contar a ancianos y ancianas del lugar que para muchos de ellos aquello era como la visita al dentista y sus antesalas, buscando desesperadamente fallos que confesar, problemas que consultar o batallitas ajenas que comunicar.

A aquel tipo de dirección espiritual con el superior/a, al menos en bastantes congregaciones religiosas, se la llevó la corriente del postconcilio, y la saludamos desde la orilla con banderitas y bastante alivio. Corrían tiempos en que, como decía una pancarta, «todos los hombres somos iguales, menos los superiores, que son inferiores». Aquellos años apasionantes en los que «vivimos peligrosamente», los pasamos a la intemperie, nos descalabramos sin excesivos remordimientos, demasiado ocupados en crear maneras nuevas de ser religioso, cura o «laico comprometido», como para echar de menos la dirección espiritual: nombrarla resultaba casi tan arcaico como hablar de «tendencia a la perfección», «ser edificante», «inmolarse como victima» o llevar saya y toca almidonada...

No quiero ponerme pesada recordando aquellos tiempos, tan remotos ya para la gente joven como para nosotros el NO+DO o las charlas radiofónicas del P. Venancio Marcos; así que me salto las etapas agridulces de aquel proceso y vuelvo al hoy variopinto en el que, aunque despeluchados y a veces con abolladuras, son ya adquisiciones irreversibles para nosotros la lucidez, el sentido crítico y la valoración de lo comunitario, junto a la convicción de que, según la feliz expresión de Carlos Dominguez, «en la comunidad cristiana la silla del Padre está vacía», y ya tenemos el colmillo demasiado retorcido como para retornar a dependencias filialoides tipo «sonsáqueme Padre»/«desahóguese, hija mia». Pero, como no todos los que hayan empezado a leer esto partirán de las mismas experiencias, se me ocurre adoptar un método de lectura personalizada e interactiva. Me explico: en los cuentos de antes -el de Caperucita, por ejemplo-, la protagonista se perdía siempre en el bosque y acababa irremediablemente en casa de su abuelita diciendo al lobo aquello de «¡Qué dientes tan grandes tienes...!»; en cambio, ahora los cuentos son interactivos, y—un suponer—si quieres que Caperucita siga el recorrido de siempre, sigues leyendo; pero si prefieres que vaya a estamparle directamente la jarrita de miel en la cabeza al lobo, disfrazado de Padre Apeles en el estudio de Tele 5, pasas a la página 13; y si sospechas que la abuelita no está en la cama con su gorro de dormir y su toquilla, sino rumbo a Benidorm con un viaje del Inserso, pasas a la página 22. Iluminada por tan sabio procedimiento, propongo el siguiente itinerario:

* Si eres de los que están convencidos de que con la palabra acompañamiento nos quieren vender ahora la dirección espiritual de siempre, y ni la echas de menos ni estás por la labor de volver sobre el asunto, no pierdas el tiempo y pasa a la sección final de «Libros recibidos». Este artículo no te va a convencer.

* Si eres de los que nunca han perdido la costumbre de confrontar su vida con alguien, o de los que lo dejaron, pero hace ya algún tiempo que has descubierto que la cosa funciona, pasa al artículo siguiente. En éste no vas a descubrir nada que no sepas por experiencia.

* Si eres de los indecisos, o sea, que en esto del acompañamiento «no sabes/no contestas», sigue leyendo: a lo mejor te aclaras algo.

* * * * *

¿Hemos quedado pocos? No importa. Con los que sigáis aquí, vamos a abrir juntos la Biblia para buscar, en lenguaje más simbólico que discursivo, algunas imágenes que pueden ayudarnos a entender mejor el tema del acompañamiento. Nos acercaremos a éstas:

El viaje

«Tobías dijo a su padre: 'Padre, haré el viaje que me has dicho, pero no conozco el camino de Media'. Le respondió Tobías: 'Hijo, búscate un hombre de confianza que pueda acompañarte, y le pagaremos por todo lo que dure el viaje'. Y Tobías salió a buscar un guía experto que lo acompañase a Media. Cuando salió, se encontró con el ángel Rafael parado, pero no sabia que era un ángel de Dios (...) Tobit le dijo: 'Mi hijo Tobías quiere ir a Media. ¿Puedes acompañarlo como guía? Yo te lo pagaré, amigo'. El respondió: 'Sí. Conozco todos los caminos. He ido a Media muchas veces, he atravesado sus llanuras y montañas; sé todos los caminos...'» (Tob 5,3-4.10).

Solemos decir que la vida humana es lo más parecido a un viaje, pero un viaje de los de antes: cuando no había muchos caminos trazados, había que llevar brújula y morral con provisiones, y era una suerte encontrar a un buen compañero que conociera el camino y ayudara a afrontar los peligros de salteadores y alimañas.

Como hoy viajamos generalmente sin sensación de peligro, se nos puede quedar desvaída la metáfora, y llegamos a estar ingenuamente convencidos de que nos sabemos de memoria «el camino de Media» que no necesitamos a nadie para recorrerlo y que nos bastamos a nosotros mismos para llegar allí por nuestros propios recursos. Sonreímos al recordar los versos del P.Coloma:

«Dicen que el mundo es un jardín ameno y que áspides oculta ese jardín, que hay frutos dulces de mortal veneno, que el mar del mundo está de escollos lleno ¿y por qué estará así?»

Y es que ya hemos visto un montón de veces en los programas de la National Geographic cómo son los áspides y sus crías, confiamos en que los controles de calidad evitarán los excesos de pesticida en la fruta, y es improbable que tengamos que sortear escollos en el mar. porque los barcos llevan radar y piloto automático.

Pero todo esto, que está muy bien y es el resultado de que hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, puede aliarse con nuestra congénita suficiencia (más el IVA del culto a la espontaneidad instintiva y al individualismo sacrosanto) y, para cuando queremos darnos cuenta, ya nos ha pegado un bocado el áspid o nos encontramos desconcertados en la plaza de Barranquilla del Fresno, donde no se nos ha perdido nada, en vez de en Media, que es adonde teníamos que ir.

La sabiduría bíblica desenmascara con acierto cualquier pretensión de creerse en posesión absoluta del propio camino o de hacerlo en solitario: a veces lo hace con sentencias concisas y rápidas, como una señal de alarma:

Hay un camino que uno cree recto que va parar a la muerte» (Pr 14,12).

«No avientes con cualquier viento ni sigas cualquier dirección» (Eclo 5,9).

«La sabiduría está delante del sensato pero el necio mira al infinito» (Pr 17,24).

«Al hombre le parece siempre recto su camino pero es Dios quien pesa los corazones» (Pr 21,2).

«Donde faltan los ojos, falta la luz; donde falta la inteligencia no hay sabiduría» (Eclo 3,25).

«El malvado muere por falta de corrección, por su inmensa insensatez se extravía» (Pr 5,23).

«No confíes en tus riquezas ni digas: Me basto a mí mismo, no confíes en tus fuerzas para seguir tus caprichos» (Eclo 5,1).

«El que ama la corrección, ama el saber; el que detesta la reprensión, se embrutece» (Pr 12,1).

«El necio está contento de su proceder el sensato escucha el consejo» (Pr 12,15).

«Confía en el Señor de todo corazón y no te fíes de tu propia inteligencia» (Pr 3,5).

Otras veces recurre al lenguaje de la exhortación:

«Guarda, hijo mío los consejos de tu padre y no rechaces la instrucción de tu madre, llévalos siempre atados al corazón y cuélgatelos al cuello: cuando camines, te guiarán; cuando descanses, te guardarán; cuando despiertes, hablarán contigo. Porque el consejo es lámpara, y la instrucción es luz, y es camino de vida la reprensión que corrige» (Pr 6,21-22).

«Si quieres, hijo mío, llegarás a sabio; si te empeñas, llegarás a sagaz; si te gusta escuchar, aprenderás, si prestas oído, te instruirás. Asiste a la reunión de los ancianos y, si hay uno sensato, pégate a él. Procura escuchar toda clase de explicaciones; no se te escape un proverbio sensato; observa quién es inteligente y madruga para visitarlo; que tus pies desgasten sus umbrales» (Eclo 6,32-34).

Otras nos lo enseña a través de narraciones: los dos discípulos del Bautista necesitaron que su maestro les hiciera reconocer en aquel hombre, perdido entre la multitud que bajaba al río para ser bautizado, al que llevaba sobre su hombros las cargas de todos. Y sólo cuando su dedo lo señaló mientras pasaba, pudieron ellos marcharse detrás de él, entrar donde vivía y encontrar a partir de aquella hora (serían las cuatro de la tarde) a aquel a quien habían estado buscando sin saberlo (Jn 2,35-39).

El mismo Pablo, que había emprendido por propia iniciativa el viaje hacia Damasco, galopando como el guerrero del antifaz para detener en las sinagogas a cuantos seguidores del Camino se le pusieran delante, es el que entrará en Damasco consciente de su ceguera guiado por la mano de otros y conducido hasta Ananías para reencontrar junto a él la capacidad de verlo todo de una manera nueva (Hch 9,1-25). Era el punto de partida para la carrera que ahora iba a emprender, olvidando lo que dejaba atrás con tal de alcanzar a aquel por quien había sido alcanzado (Flp 3,12-13).

En el fondo subyace una convicción: nuestra condición caminante exige pedir ayuda, buscar apoyo, reconocer la propia incapacidad de acertar solos con el itinerario correcto, aceptar que en lo propio suele uno ser bastante miope, por no decir prácticamente cegatos. Por eso el Señor mismo se encarga de conducir a su pueblo:

«Ya no se esconderá tu Maestro, con tus ojos verás a tu Maestro; si os desviáis a derecha o izquierda, tus oídos oirán una llamada a la espalda: 'Éste es el camino, caminad por él'» (Is 30,20-21),

pero parece que entra dentro de sus costumbres realizar esa conducción «por persona interpuesta»:

«El Señor dijo a Moisés: 'He visto la opresión de mi pueblo y he bajado a librarles de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel (...) Anda, que te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo'» (Ex 3,7-8.10).

«Moisés llamó a Josué y le dijo en presencia de todo Israel: 'Sé fuerte y valiente, porque tú has de introducir a este pueblo en la tierra que el Señor tu Dios prometió dar a tus padres, y tú les repartirás la heredad. El Señor avanzará delante de ti. El estará contigo, no te dejará ni te abandonará. No temas ni te acobardes'» (Dt 31,7-9).

Lo que ocurre es que la carta de ruta de este camino en compañía está escrita según una «sabiduría alternativa» en la que no rigen nuestras valoraciones de mayor/menor, sabio/ignorante, significativo/insignificante, y por eso el escogido para negociar la salida de Egipto es tartamudo (Ex 3,10), la elegida para salir al frente del ejército acaudillado por Sisara es una mujer (Jc 4,9), el llamado a ser «profeta de las naciones» es un muchacho tímido y sin facilidad de palabra (Jr 1,7), y la imagen que anuncia los tiempos mesiánicos es la de un niño pastoreando animales feroces (Is 11,6). Por eso Pablo reconocerá ante los corintios:

«Cuando acudí a vosotros, no me presenté con gran elocuencia y sabiduría para anunciaros el misterio de Dios; pues entre vosotros decidí no saber otra cosa que Jesucristo, y éste crucificado. Débil y temblando me presenté a vosotros; mi mensaje y mi proclamación no se apoyaban en palabras sabias y persuasivas, sino en la demostración del poder del Espíritu, de modo que vuestra fe no se fundase en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios» (1 Cor 2,1-5).

La liturgia de la fiesta de la Presentación lo expresa así: «el anciano llevaba al Niño, pero era el Niño quien guiaba al anciano»3. Por eso será siempre una osadía el dejarse llevaré.

La tierra explorada

Una de las peores cosas que pueden pasarnos en mitad de un viaje es ser asaltados por la desgana y el desánimo y darnos cuenta, de pronto, de que hemos ido perdiendo las motivaciones que nos llevaron a emprenderlo y de que ya no nos habita aquel deseo de los comienzos cuando nos sentíamos capaces de arremeter con las dificultades que se iban presentando. Dignos hijos del pueblo de Israel, murmuramos que estamos hasta la coronilla de maná, de codornices y de subir y bajar del Sinaí, y nos preguntamos amargamente por qué nos dejamos embaucar para salir de Egipto, que tenía aquel río tan majo y aquellas cebollas que sabían a gloria. Para aquella ocasión, el Señor inspiró a Moisés una estrategia bri

«El Señor habló a Moisés y le dijo: 'Envía a algunos hombres, uno por cada tribu paterna, para que exploren la tierra de Canaán que voy a dar a los israelitas. Que sean todos principales entre ellos'. Los envió Moisés a explorar el país de Canaán, diciéndoles: 'Subid por este desierto hasta llegar a la montaña. Reconoced el país, a ver qué tal es, y el pueblo que lo habita, si es fuerte o débil, escaso o numeroso; qué tal es la tierra que viven buena o mala; cómo son las ciudades en que habitan, abiertas o fortificadas, y cómo es la tierra, fértil o pobre, si tiene árboles o no. Tened valor y traednos frutos del país'. Subieron y exploraron el país desde el desierto de Sin hasta Rejoh, a la entrada de Jamat. Llegaron al Valle de Eskol y cortaron allí un sarmiento con un racimo de uva, que transportaron con una pértiga entre dos, y también granadas e higos. Al cabo de cuarenta días, volvieron de explorar la tierra y se presentaron a Moisés, a Aarón y a toda la comunidad de los israelitas, en el desierto de Parán, en Cades. Les hicieron una relación a ellos y a toda la comunidad, y les mostraron los productos del país. Les contaron lo siguiente: 'Fuimos al país al que nos enviaste, y en verdad que mana leche y miel; éstos son sus productos. Pero el pueblo que habita el País es poderoso, tiene grandes ciudades fortificadas (...), es de gran estatura, parecíamos saltamontes a su lado, y así nos veían ellos...'» (Num 13,1-28.33).

Tenemos que reconocer que gente así, «exploradora de la tierra» es la que ha conseguido, quizá sin saberlo, que echáramos a andar de nuevo después de mucho tiempo de estar medio derrumbados, como Elías, a la sombra de un matorral (I Re 19,4). «¿Cómo es posible—nos decimos con asombro—que esta persona, con los mismos problemas que yo y con los mismos motivos para estar harta que tengo yo, siga adelante silbando, no parezca quemada, no se queja de este martirio de las ampollas de los pies, consiga sacarle gusto cada día a la monotonía de este maná insípido, encuentre el lado bueno de las decisiones claramente equivocadas de Moisés y, encima, sea capaz de cargar a ratos con mi propia mochila...? Y, para colmo, ni siquiera se le puede reprochar que sea un evadido espiritualista que sólo enseña el racimo, sino que va y analiza la situación con un realismo tal que uno se siente como el pequeño saltamontes frente a esos pobladores gigantescos que nos están esperando... ¿De dónde sacará esos arrestos para seguir convencido de que, a pesar de todo, vale la pena seguir caminando hacia esa dichosa tierra...? Pero el caso es que él dice que la ha visto y que lo de la leche y la miel va en serio...»

Si miramos hacia atrás, seguramente en nuestra historia personal nos hemos cruzado con personas así, y a ellas les debemos el seguir hoy en camino, aunque sea renqueando. Debía de saberlo bien el autor de Hebreos cuando nos recuerda que estamos «rodeados de una nube densa de testigos» que nos hacen posible desprendernos de cualquier carga y del pecado que nos acorrala, y correr con constancia la carrera que nos espera... (Heb 12,1).

Debió de experimentarlo también Jesús al irse encontrando gente con conductas parecidas a la suya, gente que le apuntalaba en su decisión de dar la vida hasta el final: aquella viuda pobre que echó en el cepillo del templo todo lo que tenía para vivir (Mc 12,41-44), o la mujer que había quebrado su frasco de perfume y lo había derramado sobre su cabeza sin reservarse ni una gota (Mc 14,3-11). Las dos debieron de reafirmarle, con su gesto silencioso, en su decisión de seguir derrochando y entregando su vida, sin medir ni calcular.

Es verdad que le debemos mucho a otros; pero, a la inversa, seguramente ignoramos a cuánta gente hemos ayudado sin pretenderlo, sencillamente porque nuestra alegría les habló de un tesoro escondido en secreto (Mt 13,44), o porque en un momento difícil vieron que se nos concedía el reaccionar con ese talante que J.Mª Díez Alegría llama «humor teológico».

Vivimos misteriosamente vinculados e implicados unos con otros, «globalizados» en algo afortunadamente mejor que el neoliberalismo, co-responsables y con-vocados a acompañarnos mutuamente en la marcha hacia una tierra que se nos ha concedido como promesa.

LIDER-CR: «El líder cristiano es alguien que quiere poner su propia fe articulada al servicio de los que piden su ayuda. Es siervo de los siervos, porque es el primero en entrar en la tierra prometida, pero peligrosa; el primero en hablar, a los que están asustados, de lo que ha visto, oído y tocado. El acompañamiento espiritual es un encuentro humano profundo en el que alguien desea poner su propia fe y sus dudas, su esperanza y su desesperación, su propia luz y su oscuridad, a disposición de quienes quieran encontrar un camino en medio de su confusión y palpar el centro nuclear, sólido, de la vida. No es contar las viejas historias una y mil veces, sino ofrecer los canales por medio de los cuales las personas pueden descubrirse a sí mismas, clarificar sus propias experiencias y encontrar los cimientos en los que la palabra de Dios puede asentarse firmemente. Por eso la primera misión del líder cristiano en el futuro será guiar a su pueblo en el viaje de salida de la tierra de la confusión a la tierra de la esperanza»5. Muchos siglos antes, los sabios de Israel lo habían formulado así:

«Agua fresca en garganta sedienta es la buena noticia de tierra lejana» (Pr 25,2s).

«El amigo fiel es refugio seguro; quien lo encuentra, encuentra un tesoro» (Eclo 6,7).

«El hermano ayudado por su hermano es un plaza fuerte, los amigos son como cerrojos de la ciudadela» (Pr 18,19).

La semilla

En una ocasión le pregunté a una hermana y amiga a la que quiero y admiro mucho: «Cuéntame algo que hayas aprendido sobre la relación a través de todos estos años de encuentros con tanta gente...» Y ella me dijo algo de lo que espero no olvidarme: «Cuando alguien se pone a hablar en profundidad de sí misma, casi siempre lo primero que emergen son problemas, fallos, aspectos de su vida que piensa andan mal, defectos de los que no consigue corregirse... Hay que escuchar todo eso con mucha atención, pero dejándolo caer, porque eso no es lo mas verdadero de esa persona. De pronto, en algo de lo que dice aparece el 'hilito de oro': aquello que el Señor ya está trabajando en ella, la huella de la presencia de su Espíritu, algo que constituye su verdad mas honda y hacia lo que Él quiere conducirla. Y entonces, lo que hay que hacer es tirar de ese hilito».

No creo que encuentre nunca una enseñanza más sabia para el acompañamiento, ni una explicación mejor para lo del trigo y la cizaña. Porque en la parábola de Mateo se nota mucho que el narrador, donde tiene puesto el interés, es en el trigo: por eso lo califica como «semilla buena», cuenta su historia y describe su proceso de crecimiento: «un hombre lo sembró», «brotó el tallo», «empezó a granar», «no hay quitar la cizaña, para no dañarlo», «y al final lo meten en el granero»... La cizaña, en cambio, es la misma desde el principio al fin, no merece calificativos ni atención, no cambia ni es objeto de preocupación en el dueño, ni siquiera para arrancarla, convencido de que al final desaparecerá sin dejar rastro (Mt 13,24-30).

Todos necesitamos que, desde más allá de nuestra mirada torpe, que se aturrulla y llega a veces a no ver más que cizaña en la propia vida y alrededores, alguien con más serenidad y más distancia nos hable de cómo ve el proceso de nuestro trigo bueno, nos invite a convivir pacientemente con cizañas propias y ajenas y nos ayude a descubrir cómo va apuntando el Reino, tan discreto e imparable como una semilla que crece por su propio impulso y sin que nosotros sepamos cómo (Mc 4,26-29). Es lo mismo que expresan de otra manera estas palabras de Ira Progoff:

«Como el roble está latente en el fondo de la bellota, así la plenitud de la persona humana, la totalidad de sus posibilidades creadoras y espirituales, está latente en el ser humano incompleto que espera en silencio la oportunidad de florecer»6.

Necesitamos poder contar con alguien convencido de que esa dinámica de crecimiento está ya empujando desde lo más hondo de nosotros y que nos ayude a preguntarnos: ¿hacia dónde se encamina mi vida?, ¿qué está mi vida deseando llegar a ser?, ¿qué pide la vida de mí?

Parafraseando el comentario de J.V. Bonet a la teoría de Ira Progof, podríamos decir que hay relación de acompañamiento cuando alguien ayuda a otro a descubrir esas posibilidades de identificación con Jesús que están latentes en el fondo de su persona, se pone a favor del «aire del Espíritu» en ella y le ayuda a idear estrategias prácticas que posibiliten poner todo eso al servicio del Reino.

No se trata de que nadie nos oriente hacia una meta preconcebida por él, ni que tome las riendas de nuestra vida para hacernos sentir, pensar y obrar según un esquema que no es el nuestro. Lo que necesitamos es que, en el fondo, nos esté diciendo lo mismo que decía Ben Sira:

«Recibe también el consejo de tu corazón: ¿quién te será más fiel que él? Tu corazón te informará de la oportunidad mejor que siete centinelas en las almenas...» (Eclo 37,13-14).

La matriz y el parto7 Por suerte, son imágenes que vienen del lenguaje paulino, y su procedencia las deja limpias como patena y libres de cualquier sospecha de oscuras intenciones feministas. Le escuchamos:

«Aunque tengáis como cristianos diez mil instructores, no tenéis muchos padres. Anunciando la buena noticia os engendré para Cristo» (I Cor 4,15).

«Hijitos míos, a los que doy a luz de nuevo, hasta que adquiráis la figura de Cristo...» (Gal 4,19).

«Nos portamos con vosotros con toda bondad, como una madre que acaricia a sus criaturas. Tal afecto os teníamos que estábamos dispuestos a daros no sólo la buena noticia de Dios, sino nuestra vida, tanto os queríamos» (I Tes 2,7-8).

No creo que haya mejor imagen para el proceso de acompañamiento que el que realiza la madre durante los nueve meses que pasa su hijo dentro de su matriz. Y por eso, esa experiencia única de abrigo y protección cálida, de saberse nutrido, acogido y a salvo en un vientre materno que posibilitó su existencia y su crecimiento, es la que escogió Israel para poner nombre a lo que comenzaba a saber sobre su Dios:

«YHWH, YHWH, el Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y lleno de amor y fidelidad...» (Ex 34,ó; cf. Sal 103,8; Jn 4,2).

El narrador del Éxodo ha puesto en boca del Señor que pasa delante de Moisés un adjetivo verbal derivado de rehem, que significa útero, seno materno. Miles de años después, otro creyente (Luis Espinal) lo expresará de un modo parecido: «Señor de la noche y del vacío, quisiéramos saber hundirnos en tu regazo impalpable confiadamente, con seguridad de niños».

«No os dejo huérfanos, volveré a visitaros», dirá Jesús a sus discípulos (Jn 14,18); y esa manera de volver suya que es la presencia de su Espíritu, necesitamos sentirla también en la experiencia de ser acogidos por otros, de sabernos queridos por lo que somos, más allá de nuestras cualidades, virtudes y méritos, porque ésa es la manera de querer que tienen las madres.

Porque sólo crecemos y nos esponjamos por dentro y hasta por fuera cuando alguien nos demuestra que tiene fe en nosotros, cuando su manera de mirarnos y de hablarnos nos comunica, sin necesidad de muchas palabras, que somos valiosos y merecedores de amor y de confianza, y que está bien que seamos tal como somos.

Probablemente lo que más estemos necesitando en nuestras relaciones mutuas (familiares, comunitarias, eclesiales...) es regañarnos menos y querernos más, decirnos más palabras de aliento que de reproche, «visitarnos» unos a otros como una presencia materna, siguiendo aquella intuición genial de Francisco de Asís, que quería que los hermanos fueran siendo, por turno, madres unos para otros. Y es que nuestras posibilidades de cambio sólo anidan ahí y sólo florecen al calor de la aceptación radical que intuimos en el otro, más allá de la confrontación y la exigencia, que también forman parte de esa verdad que nos debemos unos a otros.

Sólo desde esa experiencia de acogida incondicional llegamos a expresarnos en total transparencia delante de alguien que no nos juzga ni nos protege, que no nos obsequia con su paciente tolerancia ni con su benevolencia condescendiente, sino que es capaz de sumergirse en nuestro mundo subjetivo y participar de nuestra propia experiencia. Cuando presentimos que alguien se arriesga a entrar en nuestros problemas, nos ayuda a verbalizarlos y acompaña nuestra narración sin anticiparse, sin empeñarse en adivinar, frenar o alterar nuestra experiencia, estamos siendo visitados, aunque no nos demos cuenta de ello, por la presencia materna de Jesús, que no quiere dejarnos huérfanos8. También de esto sabía una antigua sentencia de Israel:

«Como el rostro se refleja en el agua, así el corazón de un hombre en otro» (Pr 27,19).

Por eso, en la curación de la mujer que tenía un flujo de sangre la transformación central del relato no es la curación, sino el diálogo.

«...La mujer, asustada y temblorosa, pues sabia lo que le había pasado, se acercó, se postró ante él y le confesó toda la verdad. El le dijo: 'Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y sigue sana de tu dolencia'» (/Mc/05/33-34).

«La curación ha hecho entrar a la mujer en un proceso que la ha obligado a salir de sí misma, a ir más allá de sus expectativas, a fiarse de Jesús de otra manera distinta de la prevista. Y él le revela una salvación que tiene su valor, no en el deseo satisfecho, sino en el encuentro con él y en el intercambio de palabras. Al pasar de los médicos a Jesús, la mujer deja atrás el mundo del intercambio y entra en el de la gratuidad: el acceso le ha sido abierto en un encuentro interpersonal en el que los dos no tienen nada que intercambiar, a no ser gestos y palabras con los que se dan confianza recíproca y se reconocen beneficiarios de un don que viene de más allá de ellos mismos. 'Hija' y 'salvar' aluden a un nuevo nacimiento, a una vida nueva para una mujer que iba a la muerte; pero no han nacido de un contacto 'mágico', sino de una posibilidad de transparencia, de poder pronunciar, por fin, toda la propia verdad, liberada a la vez de la enfermedad y del miedo»9.

Nacer de nuevo: la propuesta, asombrosa, descolocó a Nicodemo que se resistía a ir más allá de los limites de su propia lógica:

«Te aseguro que, si uno no nace de nuevo, no puede ver el reinado de Dios. Le responde Nicodemo: '¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?; ¿podrá entrar de nuevo en el vientre materno para nacer?' Le contestó Jesús: 'Te aseguro que, si uno no nace de agua y de Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios'» (Jn 3,3-5).

La pregunta de Nicodemo no es banal y expresa bien nuestros cerriles escepticismos: «¿Cambiar a mi edad? ¿Que va a cambiar el otro.. ? ¡Por favor, no me tomen el pelo! Yo estoy con lo del refrán: 'Genio y figura hasta la sepultura...' Pero si hasta lo dice el Eclesiastés, que ahora le dicen Qohélet:

'Lo que pasó, eso pasará, lo que sucedió, eso sucederá; no hay nada nuevo bajo el sol...' (Qo 1,9)

Menuda razón tenía el Qohélet ese, que me cae estupendamente; para mí que era más sabio que el mismísimo Salomón...»

Y es que los viejos odres de nuestras convicciones escleróticas no aguantan el vino joven del Reino: hay que dejarlos atrás, como Bartimeo su manto, y reemplazarlos por otros nuevos. Hay que emprender un paciente diálogo con el Nicodemo reticente que nos visita de noche con sus dudas: «No me líes, Nicodemo, que lo que dice el evangelio es que eso de nacer de nuevo no es algo que tenemos que conseguir nosotros, sino cosa del Espíritu. Y me parece a mí que lo que hay que hacer es dejarse hacer como María, que, en vez de decir: 'Voy a hacer todo eso que el Señor me pide', dijo: 'Hágase en mí según tu palabra...'; y fijate lo bien que le salió. Pero si tú te empeñas en no salir de Qohélet, pues allá tú; pero para mí que Jesús va por otro lado...»

Nacer de nuevo. Preguntarle a María Magdalena, a la adúltera perdonada, a Zaqueo, a Pedro. Releer la vida de Ignacio de Loyola, de Carlos de Foucauld, de Monseñor Romero, de Simone Weil. Dejar que el chaval que salió de la droga o la mujer que dejó la prostitución nos cuenten su vida. Acercarnos a lugares del «Sur», donde tanta gente ha renacido en contacto con los que parecía que no tenían nada que dar, pero que les han descubierto la conciencia de la dignidad humana y el valor de la vida y la fiesta compartida.

Y preguntarles quién les sirvió de comadrona en ese parto, quiénes y cómo les acompañaron en el trance, de qué manera les alentaron, con qué palabras les anunciaron que ya estaba asomando la nueva criatura, cómo sostuvieron su lucha y su empuje y su esfuerzo, cómo compartieron su fatiga y su alegría final.

«Acompañar» es asistir al largo proceso de gestación de la vida nueva que el Espíritu está creando en otro y estar junto a él, atento a los signos de su proceso, sin querer precipitarlo ni controlarlo, consciente de que es inútil sustituir un trabajo que sólo puede hacer el otro, pero estando ahí para animar, sostener, tirar con cuidado y a tiempo de una vida frágil que apunta y que lucha por salir a la luz. Pero para permanecer ahí, aguantando con otro su angustia y su sufrimiento, la pequeña parábola del sermón de la cena sobre la mujer en el parto nos adelanta una certeza: cuando pase la hora, hasta la huella del dolor quedará borrada, sumergida para siempre en el torrente de alegría del nuevo nacimiento (cf. Jn 16,21).

La voz anónima

En muchos pasajes del Evangelio aparecen de pronto gentes desconocidas que, en determinados momentos, toman la palabra, interpelan a los protagonistas, actúan a favor o en contra de ellos, murmuran o aprueban y, finalmente, desaparecen sin dejar rastro. Voy a fijarme solamente en algunos de ellos, reunidos por unas características comunes: no tienen nombre ni rostro, no actúan por propia iniciativa, sino enviados por otro, y desempeñan una función de comunicación, de acercamiento y de creación de vínculos. Son éstos:

* los criados a quienes el rey envió a decir a los invitados: «Tengo el banquete preparado, venid a la boda» (Mt 22,4);

* los que envía Jesús a llamar al ciego Bartimeo y le dicen: «¡Animo! Levántate, que te llama» (Mc 1O,49).

* la voz que grita en medio de la noche: «¡Aquí está el novio! ¡Salid a su encuentro!» (Mt 25,ó).

Podemos decir de ellos que están ejerciendo colectivamente una labor de «acompañamiento» para con otros y dando testimonio de que como ocurrió con la profecía a partir de Joel («Vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, vuestros jóvenes verán visiones...»: Jl 3,1-3), ese «carisma» o ministerio ha dejado de ser función de un grupo selecto, dotado de especial sabiduría, prudencia y don de consejo, y ha pasado a ser don y tarea para todos.

Porque nos va creciendo la conciencia de que, para hacer camino detrás de Jesús en unas circunstancias hostiles, necesitamos ir juntos apoyando a los otros y dejándonos acompañar por ellos, contando con su fuerza y aprendiendo también a sostener su debilidad.

Por eso nos hacen falta hombres y mujeres que sueñen sueños y nos hablen de ese banquete que el Señor prepara para todos los pueblos y en el que enjugará las lágrimas de todos los rostros (Is 25,68); que se dirijan a nosotros no como a súbditos obligados a cumplir normas, sino como a gente que tiene la dicha de estar invitada a una fiesta real; y que nos hablen del Reino no como de un deber ni una conquista, sino como de un proyecto de inclusión por el que vale la pena apasionarse y entregar la vida.

Y si estamos en la cuneta, hundidos en nuestra ceguera, sólo podremos ponernos de pie y acercarnos a Jesús para ser sanados cuando alguien nos diga palabras de ánimo y ponga debajo de nuestros pies vacilantes la seguridad de que él sigue llamándonos y que nunca ha perdido la confianza en nosotros. Y ésa es la tarea eclesial más urgente: ofrecer a los hombres y mujeres de nuestro mundo vías creativas de comunicación con la fuente de la vida10.

Pero la noche se hace larga, el que esperamos se retrasa, y la oscuridad que se prolonga asedia nuestra esperanza y nos lleva a preguntarnos si llegará alguna vez la madrugada. Por eso gritamos impacientes, como en el oráculo desde Seir:

«Vigía, ¿qué queda de la noche? Vigia ¿qué queda de la noche?...» (Is 21,11).

Un profeta del exilio había convocado a un heraldo haciéndole este encargo de parte de Dios:

«Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: 'Aquí está vuestro Dios'» (Is 40,9).

También hoy hace falta que, desde su puesto de guardia, algunos hagan el oficio de centinelas para seguir oteando el camino y sacudiendo nuestro sopor y nuestro desánimo con su grito:

«¡Llega el novio! ¡Salid a su encuentro!» (Mt 25,ó).

No es tarea de unos pocos solamente, nos toca a todos ir relevándonos para compartir intemperies, noches y cansancios. Sentimos que nuestra esperanza es frágil, tenemos miedo de que se nos agote el aceite de las lámparas, y por eso nos va la vida en que hombres y mujeres de entre nosotros sigan acompañando nuestra espera y manteniéndose en vela «al acecho del Reino». Porque va a ser su voz la que nos convoque a salirle al encuentro.

Dolores ALEIXANDRE
SAL-TERRAE 1997, 9. Págs. 641-657

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1. Por asociación de ideas con la de la brevedad de los períodos, recuerdo que en mi tiempo de noviciado la maestra nos preguntó un día, durante un recreo, qué sentíamos al ver aparecer nuestro nombre en la lista de las cuatro a las que les tocaba esa noche adoración nocturna. Después de que unas cuantas expresaron toda suerte de gozos inefables y deleites inenarrables, una novicia confesó con sinceridad apabullante: «Yo me pongo muy contenta de pensar que hasta dentro de otros 15 días no me vuelve a tocar». No hace falta añadir que se ganó una regañina considerable por su endeble fervor eucarístico y la maléfica ponzoña que había sembrado en las demás.

2. PRUDENCIA: Con frecuencia mensual estuve oyendo durante años como lectura de refectorio esta frase de san Ignacio: «Es prudencia verdadera no fiarse de la propia prudencia, y en especial en las cosas propias, donde no son los hombres comúnmente buenos jueces por la pasión» («Carta a los Padres y Hermanos de Portugal», en Obras Completas, Madrid 1991, 938).

3. Antífona de las primeras vísperas de la fiesta de la Presentación de Jesús en el templo, 2 de Febrero.

4. SEGUIMIENTO«Discernir es dejarse llevar por el Señor, y ese dejarse llevar es una osadía, porque supone permitirse y atreverse a proceder ciegamente por donde la razón ya no puede acompañar las actuaciones humanas» (Carlos CABARRÚS, «La pedagogía del discemimiento. La osadía del dejarse llevar,»: Diakonta, Septiembre de 1987).

5. H. NOUWEN, El sanador herido, Madrid 1996, 37.

6. J.V. BONET, «Parábola de la bellota y el roble», en Relatos para el crecimiento personal Bilbao 1996, 49.

7. Siento que, en su formulación, esta imagen resulte poco inclusiva para los actores varones. Pueden resarcirse recordando que tampoco lo es para nosotras que las delicias de la fraternidad sean «como el ungüento que baja por la barba, la barba de Aaron» (Sal 133,2). A lo mejor por eso ha hecho falta inventar la palabra «sororidad»...

8. Cf. M. MARROQUÍN, «El acompañamiento espiritual como pedagogía de la escucha», en Psicología y Ejercicios Ignacianos, Vol. 1. Bilbao/Santander 1990, 182-193.

9. J. DELORME, Au risque de la parole, Paris 1991, 75.

10. CL H. NOUWEN, El sanador herido, Madrid 1996, p.50.