LA CONVERSIÓN A LA FE

ODILE ARNOLD

Toda la catequesis de los adultos que se preparan al bautismo está centrada en el hecho cumbre de la conversión. Por eso, en el catecumenado existen otros elementos que, al lado de la catequesis, contribuyen a ayudar al catecúmeno a esta conversión: testimonio de vida (apoyo del padrino y de las comunidades que lo acogen), liturgia catecumenal, etc. Si el candidato al bautismo está ya convertido y profundamente dispuesto a entrar en la Iglesia, podemos hablar de «catequesis»: el trabajo del catequista consiste entonces en transmitirle el mensaje de la Iglesia para protundizar su conversión, a fin de que su entrada en la fe sea real y completa. Si, por el contrario, parece lejos de tal seriedad en su decisi6n, el problema consistirá en encauzarlo hacia una conversión que haga de él un catecúmeno deseoso de seguir a Cristo y de escuchar su Palabra para vivirla.

Después de la entrada en la vida bautismal, la catequesis debe proseguirse y continuar profundizando en el neófito esta actitud fundamental y sus renovaciones, necesarias siempre. La iniciación a la vida en la Iglesia, tanto en el plano sacramental como en el moral, espiritual y apostólico, será la explicación, en régimen cristiano, de la conversión a Cristo, siempre inacabada.

Importa, pues, al catequista de adultos encauzar bien una realidad tan compleja y esencial como la de la conversión. Ya entrevemos que la conversión lleva consigo varias etapas y momentos cumbres.

I. ¿QUÉ ES UN CONVERTIDO

1. Conversión de fe 

La entrada de un adulto en la fe plantea, de alguna manera, en estado puro el problema de la conversión. Todo hombre, haya vivido o no en el cristianismo desde su infancia, está llamado a convertirse. Todos los cristianos deben ser «convertidos» en su vida, en su corazón, en su espíritu. Sin embargo, el lenguaje corriente expresa otra realidad. Aquellos a quienes se llama convertidos representan un fenómeno más concreto todavía: no vivían en la fe de la Iglesia, un día la descubren y entran en ella. Ese paso, por diversas razones, despierta siempre la curiosidad y el asombro tanto de los cristianos como de los no creyentes. En efecto, el «convertido» es solamente alguien que ha dado un viraje. Es el testigo del paso del universo de la incredulidad en que vivía al de la fe. Tiene un papel de puente. Este paso que ahora le une a la Iglesia tiene un aspecto exterior y público que no puede evitar. Pertenecía en otro tiempo a un cierto estado de vida que consistía en estar sin relaciones personales con la Iglesia. Fuese él hostil o indiferente, fuese razonada o accidental esta separación, era un hecho constitutivo de su existencia: cualesquiera que fuesen los encuentros ocasionales y simpáticos que pudiera tener, su vida permanecía al margen.

Pero un día se encuentra con relación a la Iglesia en una nueva situación: ha entrado en ella. Y tanto frente a sí mismo como frente a su ambiente o a su familia, eso es asombroso y hasta un escándalo. Se preguntan qué ha podido hacer cambiar a un hombre. El tendrá que dar cuenta de ese cambio, asumir esa transformación, afirmar lo que ha descubierto. Las consecuencias pueden ser muy serias y llegar incluso al desprecio y la repulsa. El es para el mundo un misterio, un desafío a la seguridad. Por otra parte, es preciso decir que si hay conversiones a la fe, las hay también en plano simplemente humano. No hay creencia o doctrina que no tenga sus convertidos. Incluso se puede decir que toda vida humana está jalonada por acontecimientos, solicitada por descubrimientos que conducen a sucesivos cambios; los seres atentos a la profundidad de la existencia y que tienen el ánimo y valor de dudar, realizan a veces giros que los ponen en oposición con sus pasados hábitos, sus antiguas ideas, su ambiente o su familia (1). Pero el convertido a la fe de la Iglesia da testimonio de otra realidad. Proclama a los creyentes e incrédulos la fuerza del Evangelio y de Cristo y su poder de iluminar una vida.

2. Los convertidos son un signo para la Iglesia y para el mundo

Es esencial a la Iglesia, y al mundo, que este poder de Cristo -capaz en la actualidad de apoderarse de vidas de hombres llenas ya de profundas riquezas, de madurez, de experiencia humana-, se manifieste por la entrada de adultos en la fe: aquí se capta, casi en su pureza, lo que es la conversión a Cristo. Esas vidas que estaban orientadas y plenas, que poseían el dominio de su libertad y de su autonomía, arrebatadas del ambiente del mundo actual y de sus mil formas de incredulidad, dan testimonio de lo que son la Palabra y la vida de Dios cuando irrumpen en una existencia.

Ciertamente, no son los convertidos los únicos que dan en la Iglesia un testimonio así. Es más evidente el de los santos. La santidad muestra, de modo acabado, lo que el simple trasponer el umbral de la vida cristiana deja sólo entrever. La vuelta completa de un ser a la vida de Dios. Pero la entrada en la fe de un adulto señala un momento único, que ilumina de modo especial el largo itinerario de conversión que es una vida cristiana. Es como un fenómeno creciente y típico constante caminar que es la conversión.

El ministerio de la catequesis de los adultos que abrazan la fe es, en este sentido, muy especial. Es sui generis y, si nos atrevemos a decirlo, evangélico en estado puro. En efecto, difiere de la catequesis de los niños, por el hecho de que ésta se dirige a seres cuyo condicionamiento psicológico no ha terminado. En el adulto, que ha alcanzado su madurez intelectual y afectiva, el mensaje podrá presentarse sin los límites de un crecimiento humano que impide aún profundizar en tal o cual aspecto: esa presentación se desarrollará únicamente en función de sus posibilidades de penetración espiritual. Se necesitará calma, etapas sucesivas, un ritmo, pero de orden distinto que el que requiere un niño. Las etapas necesarias no tendrán que ser aquí conjugadas con las de un crecimiento biológico o fisiológico determinado. Por el contrario, su ritmo será el del mismo Espíritu Santo, apoderándose de un ser; el del mensaje de Dios que penetra lentamente la inteligencia humana. El hecho de no depender más que de este apoderarse Dios de un ser. facilita y dificulta a la vez el trabajo del catequista: éste no tendrá problemas anejos, pero sí, principalmente, que discernir los misteriosos caminos del Señor en el corazón del hombre y la necesaria lentitud de su Palabra.

La conversión es un largo camino:CV/CONTINUA: La conversión no queda reducida al acontecimiento de abrazar la fe. Además, este acontecimiento está frecuentemente muy lejos de ser el fenómeno fulminante y extraordinario que nos imaginamos. Incluso cuando se presenta así, es casi siempre el resultado de un largo itinerario. Cada hombre está sobre un camino. En la vida nada se deja a la casualidad: Dios vela. Lo mide todo para cada uno. En todo acontecimiento, circunstancias exteriores, contactos o sucesos más íntimos que jalonan la vida interior, se manifiesta a la conciencia del hombre una llamada que no por ser velada deja de venir de Dios. A través de las respuestas del hombre, por sus actos y su vida en cada una de sus situaciones, se entabla un diálogo cuyo interlocutor con frecuencia no se conoce.

CV/LIBERTAD:Pero ese Interlocutor, El, no desconoce al hombre y no deja de buscarlo a la medida de la profundidad de su apertura. Porque nunca se impone sin haber sido aceptado, deseado bajo las más humildes apariencias. Este es todo el misterio de la alborada de la fe. Dios no es un poderoso a la manera del mundo, que aparece para suplantarlo todo en razón de su título y su fuerza. En toda vida, cerca de todo hombre, se presenta como en el Evangelio, en primer lugar, pobremente. Si nos olvidamos de la humildad que El mismo ha deseado, no comprenderemos la sencillez y, hasta algunas veces, la aparente miseria en que arraigan los primeros encuentros divinos. Es necesario amar como Dios, para ir a los hombres con la discreción y delicadeza que el Señor pone en este diálogo, dentro del seno de cada vida. Las circunstancias inmediatas, los encuentros con Cristo, los problemas más de cerca relacionados con la Iglesia y la fe, sin duda que juegan, con mayor motivo, un papel de palabra misteriosa en este intercambio interior que conduce con mayor claridad cada vez a Dios.

La entrada en la fe

Cualesquiera que sean las respuestas anteriores, los conocimientos adquiridos o los contactos que más o menos de lejos hayan puesto en marcha la conversión, el momento de abrazar la fe de la Iglesia es un momento clave. Este instante preparado anteriormente por un caminar más o menos prolongado, más o menos consciente, más o menos complicado, es aquel en que Dios se presenta a plena luz a través de la mediación de Cristo y de la Iglesia. Hasta este momento, todo era una espera, una certeza o una creencia de tipo estrictamente personal. En adelante hay relación exterior con la Iglesia y acogida en ella de la Palabra y de la vida de Dios. Es, después de la incierta alborada, el momento en que Cristo mismo trae la plena luz de la fe, como el sol cuando se levanta. Es el punto en que todo oscila. Social y espiritualmente. El convertido que avanza hacia la fe está entonces en estado de «ruptura» -aun incluso si no se ha desarraigado de su medio, de los suyos, de su trabajo y de sus compromisos, de todo lo que constituye su vida (desenraizamiento muy doloroso y que puede ser una tentación peligrosa para el propio convertido o para los que querrían asegurar mejor su porvenir espiritual). Su vida, por esta relación nueva, tiene ahora una nueva dimensión, asombrosa, que a nadie escapa y que a veces le sorprende a él mismo: la de la fe que profesa.

Esta fe marca -sea como sea todo lo demás- una línea de división profunda con su vida anterior. No hay desarrollo continuo. O, más bien, hay una continuidad interior que pasa por una ruptura: ahí está el secreto y a veces el drama del convertido. Es una fidelidad que le obliga a una aparente infidelidad. A veces experimenta dolorosamente las dos caras de esta mentalidad y lo lleva en su corazón durante meses y años sin atreverse a dar el paso definitivo que hará de su vida una vida nueva.

La conversión no tiene fin

Pero la conversión es también una realidad en el interior de la Iglesia. Los cristianos lo saben y los convertidos también: nunca terminarán de convertirse. El largo camino de la conversión no se detiene al entrar en la fe, sino que comienza allí. Este paso fundamental continúa iluminando toda la vida. Permanecerá como la regla y la medida de su vida espiritual. Al haber realizado la experiencia de ruptura con la incredulidad para aceptar la llamada de la fe, sabe el convertido lo que "pesa" la fidelidad. Desgraciadamente, no será totalmente fiel a ese momento de donación total que se le ha concedido vivir, y eso lo sentirá dolorosamente. Claro que, es de esperar, permanecerá fiel, con firmeza, a su compromiso de vida de fe en la Iglesia; pero ser fiel a la cualidad de ese movimiento interior, a la profundidad de semejante respuesta, en cada llamada de Dios en todos los niveles de su vida... hay pocas posibilidades de ello. Sería alcanzar la santidad de un golpe.

Las continuas posiciones nuevas que deberá tomar a la llamada del Espíritu Santo tendrá que cotejarlas con la entrega de su vida que un día hizo a Cristo. A esa luz valorará sus deficiencias ¡y las de los demás...! De aquí vienen sus exigencias y sus escándalos frente a los cristianos que con poco se sienten satisfechos. Esto no es el idealismo de una fe juvenil, como alguien podría creer; el adulto, por el hecho de tener una nueva fe, no se transforma en un adolescente en este terreno, como tampoco puede identificársele con un niño cuando le es revelada la fe. San Pedro recuerda a sus nuevos cristianos que no hay que confundir aquí lo espiritual con lo psicológico.

II. ¿COMO DISCERNIR LA CONVERSION?

1. Necesidad de ese discernimiento Entre los que vienen a la Iglesia pidiendo el bautismo, ¿cuántos están convertidos? ¿Cuántos están realmente en la encrucijada de una conversión? Y los que quedan, ¿en qué parte del camino que a ella conduce están? Sabemos la situación más frecuente. Pero no sabemos tan bien lo peligroso y lamentable que resulta, para una auténtica conversión ulterior, tratar como convertido al que todavía no lo está. Y los que han ayudado a las verdaderas conversiones, en ese momento crucial de abrazar la fe, saben cómo hay que inclinarse, con tanto discernimiento como amor, sobre el camino del que parece dispuesto a dar ese paso.

En efecto, puede haber un paso exterior hacia la unión con la Iglesia sin ninguna preparación interior, ni ningún deseo de conversión real. Se trata en este caso de un gesto social sin previa búsqueda, sin contenido, y al que hay que llevar lentamente desde las apariencias hasta el corazón del problema. Sin embargo, algunas veces hay quien parece muy poco preparado y en realidad está muy cerca de aceptar la fe: en su vida se realizó todo un trabajo anterior bajo el velo de la incredulidad y se dieron secretas respuestas que le aproximaban a Dios profundamente. Otros parecen venir con una voluntad muy firme, una decisión muy madurada de entrar en la vida de la Iglesia y, de hecho, están todavía muy lejos de las rupturas que exige la verdadera fe. El error fundamental sería tratarlos a todos del mismo modo. De ahí la gran necesidad de determinar con precisión el momento y las etapas de la adhesión a la fe de la Iglesia.

2. Solamente la Iglesia tiene el poder de juzgar la conversión a la fe

Ahora bien, si la conversión es fácil de definir, a menudo es mucho más difícil de discernir. Pues si es fácil el comprobarla después que ha desarrollado sus consecuencias de entrar en la fe y ha afirmado su proceso de cambio, es mucho más difícil concretarla en el momento en que comienza la «encrucijada». La conversión es el secreto de Dios. Hay que juzgarla por signos exteriores, y su interpretación es siempre peligrosa. Pero el secreto de Dios para el catecúmeno está también en la Iglesia. Y estos dos aspectos se unen en este instante, ya que el secreto de la conversión sólo existe para desembocar en el secreto de la Iglesia; y éste para prolongar, en la más profunda intimidad divina, el misterio personal de la unión entre un hombre y Dios.

Solamente la Iglesia puede juzgar si el catecúmeno se abre a este nuevo diálogo en el que, en nombre de Cristo, ella le abre el divino secreto: la Palabra que le hace oír y que tiene misión de transmitirle, debe alcanzarle en el corazón de su propio secreto. No hay presentación del mensaje revelado, de esta llamada secreta de Dios, sin el hombre en ese punto misterioso de sí mismo.

Sólo la Iglesia, que tiene la experiencia de esa vida, puede decir si el que viene a ella se abre a la verdadera dimensión de esta Palabra o si deja de lado lo esencial. No es el que llega diciendo: «Yo creo todo, tengo fe», quien puede juzgar si esta conversión es verdadera o falsa para la Iglesia, es decir, conforme o no a la entrada en la fe por el bautismo. No se puede pedir el bautismo como se pide un billete de tren, dinero en mano para pagarlo. La Alianza del Señor no se compra ni aun con la fe. Es necesario recibirla. Es la Iglesia, y nadie más, quien puede confrontar esta buena voluntad con la realidad que tiene en sagrado depósito, y precisarle como una llamada personal -y no como una reglamentación administrativa o una definición jurídica- las disposiciones requeridas, lo que significa acoger ese misterio. No es cuestión de prejuzgar la sinceridad o el rechazo; no se trata de eso, sino de ver si se está frente a un verdadero catecúmeno en marcha hacia la Iglesia, o que consiente en ponerse en camino, y en qué punto se encuentra con relación a la fe objetiva.

3. Dificultades. Saber comprender

La dificultad para llegar a este discernimiento procede de que la apertura que lleva a un ser hasta Dios se esboza a menudo a través de los acontecimientos, y en un mundo cuyos valores ignoramos. Primeramente es preciso intentar descubrirlo en lo que diga el catecúmeno. Pero a menudo ni tendrá conciencia de ello, y sólo en medio de sus reflexiones, sus confidencias, en un clima de intercambio muy sencillo, en el plano completamentehumano (aparentemente) de su propia vida podremos entrever, si estamos atentos, todas las fidelidades que le unen ya con Dios y que son en él los puntos de contacto y las secretas palancas para el nuevo paso que se le pide. Si no se tiene cuidado de leer esos comienzos, nos expondremos a juzgar sin tener en cuenta las llamadas de Dios.

El lenguaje, el vocabulario, las imágenes que se valoraban y se valoran en esta vida no son las nuestras, es el universo donde la fe clara no tiene aún su puesto donde las palabras cristianas suenan huecas y, sin embargo, otras que nos parecen falsas y pobres sirven para expresar lo que está más cerca de Dios... Es preciso escuchar y comprender, a fin de poder traducir a un lenguaje en el que él pueda descubrir las exigencias de la llamada de Dios. La falta de precisión de este lenguaje no puede traicionarlo sino superficialmente, pero está próximo a las realidades vivas de una verdadera conversión que un vocabulario inaccesible.

Solamente entonces se podrá saber si esta vida se abre a la fe o no la acepta. Hay vidas estáticas, sin búsqueda, muy alejadas de cualquier preocupación de superación y de conversión. Todavía falta hablarle con un lenguaje que esté a la medida de lo que hasta ahora ha llenado su vida. Cuando se haya hecho ese esfuerzo, y empleado el tiempo necesario para un contacto así, sólo entonces, podremos saber si el candidato está dispuesto a abrazar la fe.

III. COMO CONDUCIR A LA CONVERSIÓN

1.° El tiempo del catecumenado y su papel propio

Hemos visto la conversión como un camino, señalado por un acontecimiento cumbre: la entrada en la fe de la Iglesia. Este mismo acontecimiento se desarrolla durante varios meses y a veces durante varios años; comprende momentos especiales que delimitan muy concretamente diversas etapas:

-el primer gesto exterior es el de petición del bautismo y otros sacramentos de iniciación;

-la relación con la Iglesia como catecúmeno (o asimilado, si se trata de alguien ya bautizado);

-la entrada en la plenitud de la vida eclesial por el bautismo, la Eucaristía y la confirmación.

Lo que realiza la unidad de este período es la revelación progresiva que de la fe hace la Iglesia. Es éste su rasgo específico. Del mismo modo, en el catecumenado la Iglesia se pone, con sus diversos elementos, al servicio de este paso de entrada en la fe, en función de las sucesivas etapas incluidas. A través de la catequesis, así como de la liturgia y del testimonio de vida de los padrinos y de los miembros de la comunidad cristiana, es la Iglesia la que transmite la palabra de su fe a alguien que hasta entonces no la había recibido de ella oficialmente, a fin de permitirle oírla plenamente, con todo conocimiento; y, al compartirla, entrar por los sacramentos de iniciación en su Misterio. La conversión considerada en este concreto momento de entrada en la fe es quien especifica a su vez el catecumenado. La catequesis «catecumenal» -si se puede emplear este pleonasmo, para distinguirla de la catequesis necesaria a los cristianos que desde su nacimiento pertenecen a la Iglesia- tiene un papel muy definido. No es:

-ni un simple estímulo espiritual, unido a algunos conocimientos nuevos para que alguien estuviera ya enteramente convertido a la fe de la Iglesia y a quien sólo había que acoger;

-ni una enseñanza cualquiera sobre el cristianismo y su doctrina, a alguien que lo mirara como para quedarse fuera y que no sabríamos cómo la recibiría;

-ni una escuela de vida interior o apostólica que comprometa a vías de profundización, que no fueran, primeramente, la proposición equilibrada y completa del mensaje cristiano, tal como llega con el bautismo a cuestionar toda la vida.

Lo que es verdad para la catequesis, lo es también para el padrinazgo, la liturgia y el contacto sacerdotal: todas estas diversas presencias de la Iglesia deben encontrar su estilo propio de acción cerca del catecúmeno, a partir del sentido fundamental que esta etapa tiene para la conversión.

2. Conversión catecumenal y conversión bautismal 

Ya lo hemos dicho antes: sería un grave error confundir las diversas etapas de la conversión:

-conceder el Bautismo a un «convertido» que no haya tenido la suficiente preparación catecumenal;

-tratar como catecúmeno a un «no convertido».

En efecto, en el primer caso, la conversión que se manifiesta, aun de modo evidente, desde el primer paso hacia la Iglesia, no podría reemplazar su maduración en contacto con el misterio de Cristo y de su vida revelada por la Iglesia para el bautismo. Esta evolución, desde una conversión catecumenal al pleno descubrimiento de la fe de la Iglesia y a su adhesión definitiva con el bautismo, constituye el objeto del catecumenado. Se trata de conducir desde esta conversión inicial hasta la conversión bautismal. En el segundo caso, aun cuando descubriéramos un ser completamente abierto y preparado para un encuentro profundo con Dios, es necesario, antes de introducirlo en la intimidad de esta Palabra, darle tiempo para transformar su paso, de pura fórmula y casi inconsciente, en una opción real a una vida con Cristo en la Iglesia. Este es el fin del pre-catecumenado. Tiene por objeto conducir a la conversión catecumenal.

3. Valor de la petición inicial del bautismo

No podemos magnificar y minimizar la petición del bautismo. Está claro que no hay que darle más valor del que tiene, y considerarla, por sí sola, como señal suficiente para administrarle rápidamente el bautismo, para iniciar de golpe una iniciación catecumenal con el postulante.

Pero también es bueno no quitarle valor. Incluso cuando aparentemente no reviste ningún sentido espiritual para el que la hace, la petición tiene valor de «acontecimiento» en su vida, es decir, valor único, en ella se representa todo el amor de Dios por él. Si él no ha captado su alcance -lo mismo, sin duda, le sucede con otros muchos acontecimientos de su vida-, es, sin embargo, una realidad latente, en la que se oculta esa presencia de Dios que él ignora y que la Iglesia tiene la obligación de descubrirle. Ese gesto de su parte, aunque parezca que no pone nada en él, y quizá más aún en este caso, representa en su existencia uno de esos casos insólitos que la vida compromete a hacer algunas veces, sin que se sepa bien el por qué, y que queda planteado como un problema por parte de quien no cree en nada, para ir en busca de un sacerdote y pedirle una cosa tan extraña. En una vida, este acontecimiento puede establecer un primer diálogo con la Iglesia, con frecuencia infinitamente precioso. No es éste el verdadero punto de entrada en la fe. Es la conversión catecumenal la que señala la etapa de entrada en el catecumenado.

4. El pre-catecumenado y la conversión catecumenal

a) El pre-catecumenado, cuya duración puede variar mucho, tiene por fin:

-Comprobar la conversión catecumenal.

-Conducir a ella, si es que todavía no existe.

Para cada caso tiene que haber un período de catecumenado por corto que sea. Se necesitarán, al menos, algunas semanas para descubrir el valor y la profundidad de la conversión . Anteriormente hablamos de ello. Cuando se comprueba que no existe conversión alguna, es realmente cuando se plantea el verdadero problema del precatecumenado. Y, en primer lugar, ¿puede llevarse a alguien a la conversión?

b) La conversión es una actitud interior. Se apoya sobre toda una vida. ¿No es el elemento profundo quien la determina? ¿Qué puede aportársele desde fuera? Es esto un grave problema. Ya lo hemos visto. El adulto es un ser en estado de desarrollo, no sólo psicológico, sino también espiritual. Todos los hechos cumbres de una vida humana son para él la llamada a una superación que normalmente, en los designios de Dios, debería realizarse en el plano de la fe. El amor de los padres hacia sus hijos, desde la aceptación de su existencia hasta la de su libertad de adultos y de su vida de hombres, es la historia de un progresivo despego hacia lazos cada vez más puros. El amor conyugal, desde sus primeras llamadas hasta la vejez, es también la aventura de una larga espiritualización, no solamente propuesta en la fe, sino señalada también en los hechos frustrados y hasta en sus fracasos de todas clases, que constituyen su lamentable reverso.

Una actividad humana en todos sus aspectos, la de un joven que prepara su porvenir, la de la madurez que ha encontrado su modo de actuar, la que la edad retrasa o desarrolla, sigue siendo una larga sucesión de acontecimientos que llaman al hombre a dar su «talla» en una superación de sí mismo, de sus sueños, que no tendrá fin. Así sucede en todos los sectores de la vida, y es aquí donde se modela el ser humano -su más profunda cualidad-, en un camino que ya es la llamada de Dios. Y todo esto comienza en el fondo del corazón, en lo secreto. ¿Qué podemos hacer allí?

c) El papel de la Iglesia, en este caso, es, como en el catecumenado, revelar la fe. Pero de otro modo y en un doble plano.

-Primeramente, su papel es revelar la vida humana y muy especialmente los elementos que pueden iluminar la vida del interesado. Para ello, es muy importante conocerlo en ese aspecto humano, como dijimos ya cuando hablábamos de cómo constatar una conversión. Pero aquí debe ser un conocimiento más profundo en una verdadera amistad, sencilla, sin desviaciones (atmósfera indispensable, la más preciosa, la más iluminadora para esos encuentros). Estos elementos de reflexión varían de unos casos a otros, pero su utilización es la misma: que, a través de ellos, presenta el interesado las llamadas profundas, a las que quizá ha respondido de modo velado, o ha desconocido e incluso rechazado; y que le ayuden a discernirlas con una luz mayor. De esta manera verá de nuevo los jalones colocados por Dios en el camino que lleva hacia El, y poco a poco descubrirá su Rostro.

-Pero también tiene un papel de revelación viviente y adecuada de la fe cristiana, proporcionada a la espera o a las posibilidades espirituales, prontas a despertarse. Hay que esforzarse en allanar falsos problemas, malentendidos. interpretaciones erróneas, prejuicios, etc., que claramente se manifiestan y actúan como serios obstáculos para un descubrimiento de la verdadera fe. Finalmente, hay que dar también lo esencial de esa fe, desconocida o mal conocida, proclamando la Buena Nueva de esa fe como una llamada nueva e irreductible. Siguiendo a todas las demás llamadas de la vida, un día aparece esta llamada de Cristo, por mediación de la Iglesia, como algo único; la única llamada que da sentido a todas las demás. El Mensaje hay que presentarlo a grandes rasgos, globalmente, centrado en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, y con un vocabulario sencillo, lo más cerca posible del pre-catecúmeno de sus imágenes habituales, de sus preocupaciones peculiares; para nada son los términos que se emplearían en catequisis (en la que más bien conviene emplear las palabras de la Iglesia para una presentación completamente distinta).

d) Esta presentación que la Iglesia hace al catecúmeno, de la Palabra que Dios mismo le ha confiado, no corresponde solamente al catequista. Tanto en el pre-catecumenado como en el catecumenado, deben intervenir otras personas, para que esta Palabra llegue al que la recibe con todas sus dimensiones: -dimensión de vida: la Palabra de la Iglesia se presenta a través de la vida; y se da para ser vivida. A través del testimonio del padrino (si se ha encontrado ya desde ese momento) y de todos los otros miembros de la comunidad cristiana o, por lo menos, de algunos cristianos que acojan ya, de modo especial y en nombre de la Iglesia, al recién llegado. Le ayudarán, a título personal o colectivo, a «leer» lo que es la vida cristiana, lo que significa Cristo en las vidas que El incorpora hacia Sí;

-dimensión comunitaria: la Palabra de Dios congrega, para conducirlo hacia El, a un pueblo: aquí actúa ella. Cuando uno entra en ese pueblo, recibe la Palabra en plenitud. Algunas reuniones muy sencillas para orar, un amistoso contacto con un sacerdote, cuya persona encarne la función sacerdotal, pueden ya hacer presente y entrever concretamente este aspecto de la Palabra de Dios que llama a entrar en la Iglesia. La luz de la fe que trata de dar el pre-catecumenado tendría que descubrirse en países cristianos a través de las relaciones diarias y normales con los cristianos miembros de la Iglesia. Por el mero hecho de su vida, la comunidad cristiana tendría que conducir a la conversión catecumenal. Hay muchos catecúmenos que vienen en pos de esa Luz encontrada entre sus hermanos cristianos. Pero también hay innumerables casos en que ninguna presencia cristiana ha dado esa Luz. Hay que suplirlo con un pre-catecumenado bien organizado.

Cuando el deseo de la verdadera fe y del bautismo se hacen actuales, y cuando se nota en él una verdadera conversión catecumenal, puede el que lo pide hacerse catecúmeno y comenzar la etapa siguiente.

5. El catecumenado y la fe bautismal

El período del catecumenado tiene por objeto preparar al catecúmeno a la auténtica profesión de su fe cristiana en la Iglesia, el día en que será recibido en ella a través del bautismo y la Eucaristía. Esta profesión es una adhesión total del corazón al Mensaje de la Iglesia.

a) La catequesis tiene por misión formular plenamente el Mensaje con toda su viviente riqueza, cuyo depósito tiene la Iglesia.

-En primer lugar, no debe suprimir nada que sea vital, ni añadir nada superfluo. Porque no se trata de proponer una construcción teológica, por bien satisfecha que esté, sino de permitir, presentando de la manera más pura el objeto de la fe de la Iglesia, estructurar una respuesta definitiva.

-La Palabra de Dios que vamos a transmitir lo cuestiona totalmente. No tiene la fría belleza de una simple afirmación intelectual. Es una llamada ardiente. Todo lo que el catecúmeno ha podido presentir en su vida, la conversión que lo llevó hasta el umbral del catecumenado, el secreto entre Dios y él que ha cruzado toda su vida hasta este momento clave, todo ello se le va a explicitar, presentar en esta Palabra nueva de la Iglesia, con una nueva luz.

- No hay que tomar de nuevo, como se hizo en pre-catequesis, los anteriores puntos de apoyo del catecúmeno. Ahora está ya dispuesto para el encuentro con un Dios que la Iglesia presenta claramente, todavía bajo el velo de la fe, pero en toda la radiante luz de Cristo y de la Iglesia.

Haber encontrado aquello hacia lo que tendía su vida, a través de palabras nuevas, supone para el catecúmeno un ir más allá. Haber reconocido al ser como el depósito sagrado e intangible de la Iglesia, aquello que él amaba ya misteriosamente.

Estamos aquí para presentar a Dios y su llamada de modo comprensible, explícito, a alguien que aspira a conocerlo, pero que debe redescubrirlo en esta Luz deslumbrante, poco corriente. Necesitará tiempo. Es una iluminación lenta, en espera de la del bautismo. lntroducir en las diversas dimensiones de esta Verdad de la Iglesia es realmente hacer progresar al catecúmeno en su conversión. Esta progresión en la fe se sitúa en la prolongación misma del cambio radical que fue la conversión interior, que la precedió, y del paso hacia la Iglesia que la confirmó (entrada en el catecumenado).

-El papel del catequista, en este replanteamiento a veces brutal en que consiste la catequesis, es una misión pesada cuya gravedad y límites siente. El catequista está aquí para permitir un descubrimiento que es a la vez ruptura y realización. Es necesario descubrir. El catecúmeno tiene que descubrir la continuidad de su vida profunda y su total superación. La Iglesia es ese misterio en el que Dios, precisamente por intermedio de otro y en nombre de Cristo, nos une con lo más íntimo de nosotros mismos.

El catequista debe esforzarse por ser un «traductor»: ayudar al catecúmeno a encontrar en la Iglesia, en el lenguaje de la Iglesia, sin angustias inútiles, toda la realidad espiritual de la que ya tiene experiencia, toda la riqueza que le pertenece.

b) La misión del padrinazgo y del testimonio de vida de los cristianos consiste en hacer descubrir lo que el Mensaje implica concretamente, partiendo de hechos determinados de los que el catecúmeno puede ser testigo e incluso participante. Así él puede descubrir prácticamente en qué consiste el compromiso de una vida cristiana. Esto le permite adherirse a su nueva fe, al prepararse progresivamente a sus exigencias.

c) El bautismo introduce al catecúmeno en la vida de la Iglesia, para conducirle a la celebración del misterio eucarístico. Esta vida que anima y reúne a la Iglesia alrededor de la presencia de Cristo, en su acto de mediación, se le descubre en el transcurso de su catecumenado a través de su participaci6n en la vida litúrgica: las celebraciones catecumenales centradas en la Palabra de Cristo y su proclamación en la Iglesia, son un primer alimento de la fe, antes de participar en la Eucaristía. Así aprende a descubrir en una vida de oración y comunión con la Iglesia, unida a la Pascua de Cristo, el movimiento interior de una vida eucarística a la que conduce el bautismo.

Cuando, con el bautismo, llegue a la plenitud de ese misterio de fe, la participación activa en esa vida le habrá preparado ampliamente para responder con toda la apertura de su corazón.

6. Hacia la conversión continua

Después del bautismo el catecúmeno se ha convertido en neófito, y la conversión cristiana no ha hecho más que empezar. Continúa el catecumenado, durante algún tiempo, por lo menos hasta que le hayan sido administrados los sacramentos de iniciación, ya que con frecuencia la confirmación no se le administra hasta Pentecostés mientras que el bautismo y la Eucaristía lo fueron en Pascua de Resurrección. Ahora se realiza la preparación para el sacramento de la Penitencia al mismo tiempo que la profundización en la vida eucarística. Entonces, en los primeros tiempos de su vida cristiana, el neófito va a percibir la amplitud de la conversión.

Es preciso renovar incesantemente el don total de sí a Dios realizado en el Bautismo. Quizá lleguen entonces las tentaciones de desánimo, e incluso la duda. Es un enfrentamiento muy duro, y muchas conversiones poco firmes, precipitadas, pueden debilitarse en este momento. Para seguir luchando, al descubrir que todo comienza precisamente ahora, es necesario tener muchos apoyos:

-el ejemplo de cristianos que también continúan luchando sin cesar;

-saber entregarse, sin falsos escrúpulos, al misterio de Cristo a través de los sacramentos de la Iglesia, en medio de una comunidad fraternal y estimulante;

-conservar el apoyo de una catequesis que ilumine y esclarezca cada vez más esos problemas;

-beneficiarse con una presencia sacerdotal segura y paternal que le guíe en ese caminar.

Sólo así comenzará a percibir la realidad del corazón nuevo que le fue prometido la víspera de su bautismo. Este espíritu renovado sin cesar es el suyo, que, bajo el soplo del Espíritu de Dios, debe reajustarse siempre, sin cansancio, a nuevas llamadas, a nuevas exigencias. Comienza un camino sin límites. Cada día tiene que despertar con el corazón más joven para recorrer ese camino. Nunca terminará de nacer a la vida de Dios. Pero la alegría de su nacimiento bautismal, de la respuesta de su fe en una conversión que acaba de cambiar completamente su vida, con frecuencia le lleva a creer que siempre y sin cansancio será capaz de realizar de nuevo esta hazaña por Dios. La vida, con sus desfallecimientos y su desgaste, le mostrará la profunda lentitud de la respuesta humana. Pero vale la pena que haga un alto en la luminosa fiesta de Pascua, que en ella descanse y beba, tras un largo caminar, con tanta sed y sin ver nada. No debemos apresurarnos para tener la amargura del hijo mayor. No hay que aguar su alegría, que es la alegría del Padre. Compartámosla. Ya habrá tiempo de sufrir.

7. Para convertir no existe técnica

Ciertamente, hay que hacer todo lo posible para ayudar a todos los que llegan hasta nosotros, precatecúmenos o catecúmenos, a descubrir la llamada de Cristo y a responderle. Suscitar conversiones, empleando los medios más adecuados: encuentros, diálogo, testimonios, palabra ardiente que busque su adhesión. Todo esto forma parte de la indispensable proclamación que la Iglesia debe hacer del Mensaje de Dios. Pero hay otra realidad que no puede olvidarse. Cada persona sigue en libertad frente a ese Mensaje. Nadie puede provocar su respuesta. Incluso empleando los medios más santos. Querer hacerlo lo mejor posible, dar un testimonio tan puro y tan vivo que el rostro de Dios se transparentara con tal evidencia que el interesado fuese conquistado, es una tentación del catequista, del apóstol de la Iglesia. La mejor.

Hay que recordar, y es difícil, que a veces se debe dar esa Palabra y ese testimonio solamente en nombre de Cristo y de la Iglesia, aunque no sea aceptado; y si se fracasa, no hay que buscar otro «truco» forzosamente. Sólo queda compartir con Cristo nuestro sufrimiento, que no tiene remedio inmediato. Nada más doloroso que el rechazo consciente de una persona. Pero ese es algunas veces el resultado de los más sinceros esfuerzos. La Palabra de Dios pone a la libertad humana en situación de poder elegir. Cuando se alcanza ese fin, incluso si la consecuencia es negativa, hay que conservar la confianza de haber cumplido su misión.

Por otra parte, la semilla que no da fruto inmediatamente germina a veces más tarde. ¡Cuántos candidatos al bautismo, cuya respuesta ante todos los esfuerzos hechos era el rechazo, vuelven años más tarde, cuando han madurado en ellos las palabras y los testimonios que parecían habían rechazado! ¡Cuántas veces, incluso sin convertirse aún, hablan a otros de la fe vislumbrada y envían nuevos catecúmenos a sus antiguos catequistas!

Toda verdadera Palabra de Dios que ha sido planteada a un hombre continúa fuera de nosotros su obra secreta.

Necesitamos la humildad de Juan Bautista y saber desaparecer. Aunque no lo veamos, llegará la cosecha. Hasta cuando dormimos, el Reino de Dios continúa creciendo. Ya nos previno el Señor: recogemos lo que no hemos sembrado; y sembramos lo que sólo pertenece a Dios, y que madurará a su tiempo. Sólo nos toca esperar en la oración y en el renunciamiento y dejar para otros la alegría de la recolección.

CONCLUSION

Esa es la curva de una conversión a la fe. La conversión comienza mucho antes de abrazar la fe. Echa sus raíces en toda la profundidad de una vida, con lentitud, y se acelera, en cierto sentido, a medida que se prepara el «cambio» decisivo. Al entrar en contacto con la Iglesia comienza una nueva fase; la Palabra de Cristo le da la posibilidad de transformarse, a través de su respuesta, en la fe misma dc la Iglesia.

La conversión alcanza entonces su forma definitiva, la que tendrá en la vida cristiana. Pero aquí, impulsada cada vez más por el Espíritu, comienza una maduración más sutil. La ruptura que significó la entrada en la fe era un acontecimiento masivo, público y, por su unicidad, de una gran resonancia psicológica. Las renovaciones que empiezan ahora en la trama de la vida cristiana están llamadas a ser cada vez más frecuentes, más vastas, a la vez que menos visibles, más fuertes frente a la realidad espiritual que hay que alcanzar y que tan lejos se ve, pero menos desgarradoras en el terreno psicológico. A través de todo el movimiento de la conversión se realiza el descubrimiento de la pobreza, de la auténtica experiencia de la miseria humana y de la redención gratuita de Cristo.

ARNOLD ODILE
EVANGELIZACION Y CATEQUESIS
CELAM-CLAF.MAROVA.MADRID-1968.Págs. 83-102

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1. Psicológicamente, puede haber también caracteres versátiles, inestables seres obsesionados por el cambio; pero es otro problema que no tiene nada que ver, esta vez, con la conversión. Señalemos a este propósito que entre los candidatos al bautismo encontramos más frecuentemente de lo que creemos enfermos que presentan desarreglos afectivos o mentales, a veces difíciles de advertir; su trayectoria puede revelar en parte (o totalmente) factores que son de otra naturaleza que aquellos de la conversión.

De todas formas, esos factores psicológicos corren el peligro de intervenir en esta ocasión. Esto puede ser el origen de muy graves confusiones, tanto por el catecúmeno como por la Iglesia, y los responsables de la entrada de los adultos en la fe deben ser profundamente advertidos y prudentes frente a tales casos, y en todos aquellos casos donde el equilibrio humano no parece absolutamente claro.