VOCACIÓN ESENCIAL DEL SER HUMANO
(Gn 1-2)

Ramón Martínez de Pisón Liébanas, OMI
Profesor de Teología Fundamental
en la Facultad de Teología de la
Saint Paul University de Ottawa (Canadá). 
Ha centrado sus investigaciones y publicaciones en el problema de las relaciones entre el pensamiento contemporáneo y el acceso a Dios, así como en la relación entre el crecimiento personal y la experiencia de Dios.

 

LA vuelta del fenómeno religioso es fuente inagotable de reflexión y gran cuestionamiento. Aquí se contempla como búsqueda sincera de una espiritualidad más humana e integral, y se reconoce en la vocación constitutiva del hombre a desarrollarse plenamente como persona responsable y libre, en solidaridad con los demás y en comunión con el universo. Pero no en horizontalidad individualista, sino en alteridad trascendida. Descubrir la vida en plenitud conlleva, entre otros interrogantes inherentes, tomar conciencia de nuestra relación con la naturaleza, con el ser humano (hombre y mujer) y, por supuesto, también con Dios.

A lo largo de los siglos, la vocación ha adquirido una connotación muy específica: una llamada particular a una forma de vida, o a ejercer una profesión determinada. La vocación es así entendida como lo que cada uno tiene de propio, de diferente, en relación con otro ser humano; sin haber podido evitar el caer en una especie de jerarquización de la vocación, incluso a nivel religioso. Sin embargo, a partir de una lectura de los dos relatos de la creación, según el libro del Génesis, se puede decir que, anteriormente a toda vocación particular, se encuentra la llamada de Dios al hombre por la que de creatura, el ser humano se convierte en ser vivo. La fidelidad adquiere su sentido profundo únicamente en función de esta vocación ontológica; del mismo modo, sólo en función de ella se puede hablar de fracaso del ser humano como totalidad.

Esta llamada divina está dirigida a todo ser humano, independientemente del color de su piel, de su cultura de origen, de su sexo o de su religión. Además, la vocación a vivir en plenitud no puede realizarse contra la naturaleza; el ser humano no es creado para destruir su medio ambiente, sino para establecer el señorío divino en el universo. Este artículo quiere ser una contribución a la recuperación del verdadero sentido de la vocación humana fundamental contra el reduccionismo en el que ha caído a lo largo de los siglos. La llamada de Dios a vivir en plenitud, dirigida a todo ser humano, no está condicionada por nada y no es tampoco el premio de ninguna acción particular; por eso, siguiendo a San Pablo (Rm. 8,31-39) 1, no hay ningún horizonte cerrado definitivamente durante nuestra existencia terrestre. Por otra parte, este artículo quiere ser una invitación a una toma de conciencia de otras dimensiones importantes de nuestro presente: el feminismo el reconocimiento de la diversidad cultural, la ecología y la vuelta del fenómeno religioso con todos los cuestionamientos inherentes. Descubrir la vida en plenitud, el don más extraordinario de Dios, no es algo individualista, sino que debe llevarnos a aceptar nuestra alteridad constitutiva: nuestra relación fundamental con el otro ser humano (hombre y mujer), con la naturaleza y, por supuesto, también con Dios.

El feminismo, la diversidad cultural, la ecología y la vuelta del fenómeno religioso (del que las tendencias del tipo New Age son las más representativas) cuestionan la cultura occidental, profundamente marcada por el cristianismo que llegó a ser muy racionalista, machista y destructora de la naturaleza. Ahora bien, a pesar de todas las críticas contra el cristianismo, una relectura de los dos relatos de la creación no nos permite encontrar en ellos un fundamento para las interpretaciones reduccionistas de la cultura occidental, al contrario, la llamada a la vida en plenitud y en solidaridad con todo ser humano, siendo al mismo tiempo respetuosa con la naturaleza, es el denominador común del mensaje bíblico de la creación. En consecuencia, toda espiritualidad que quiera ser cristiana tiene que respetar la vocación fundamental del hombre a vivir en plenitud y a reconocer la proclamación maravillosa: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gn 1, 31). 2

1. DE LA «EXISTENCIA» A LA «VIDA» D-DE-LA-V: Dios es un Dios de la vida, un liberador, un salvador; ese es el contenido fundamental de la fe judeo-cristiana. La experiencia de un Dios salvador, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, ha sido el punto de partida de toda la reflexión bíblica. El Dios de los padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, es el Dios de la vida y el liberador de la opresión (Ex 3, 7-10). Ahora bien, Dios no es sólo el Dios de la vida, sino también el Viviente que comunica la vida; vivir significa entrar en comunión con los demás, hacerlos participar de la vida. Por eso, no hay más grande prosperidad y abundancia que la que viene de la comunión con Dios (Dt 7, 7-15; 8, 7-10; 28, 1-14); la vida en comunión con él «supera todos los aspectos materiales de la esperanza» 3.

De mismo modo, los primeros cristianos han reflexionado sobre el Dios de la vida a partir de una experiencia de liberación. La vida, don de Dios, se hace plenitud en Jesucristo: él es el rostro humano de Dios; en él se realiza la alianza definitiva de Dios con la humanidad. Por eso, la vida es también el don por excelencia de Jesucristo; su misión es la de revelarnos la plenitud de la vida: «Yo he venido para que vivan y estén llenos de vida» (/Jn/10/10). El no sólo nos trae la vida; él mismo es la vida; en él se encuentra el acceso al Padre: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie se acerca al Padre sino por mí» (Jn 14, 6). Para los cristianos, Jesucristo, su vida y su mensaje, su muerte y su resurrección se convierten en el punto de referencia para comprender el sentido de la vida y de su plenitud.

En la presentación de la vida se puede distinguir tres dimensiones que no hay que entender necesariamente en orden cronológico. Creándonos, Dios nos introduce en una aventura maravillosa: la de una existencia llamada a desarrollar todas sus riquezas. Ahora bien, el ser humano no es sólo una creatura, sino que está también llamado a ir siempre más allá y a entrar en relación con Dios que lo invita a convertirse en su imagen y su semejanza; es decir, a pasar de la «existencia» a la «vida». Una invitación que en Jesucristo alcanza toda su plenitud: la filiación divina. Este es el camino que nos revela la Biblia y que comienza con dos relatos maravillosos sobre la creación del mundo y del ser humano.

Los dos relatos bíblicos de la creación nos presentan al hombre como un ser creado. sacado de la tierra; es decir, como creatura (/Gn/01/27a; /Gn/02/07a); en ese sentido, el hombre es un «existente» solidario del resto de la creación y formando parte de la fragilidad universal 4. De este modo se puede comprender cómo la perfección no es una dimensión ontológica; es decir, constitutiva del ser humano, sino una realización continua, un camino. La fragilidad, la contingencia y la muerte forman parte de la naturaleza humana, así pues, como finitud, el hombre es incompleto, frágil y limitado. La muerte marca la extrema fragilidad de la realidad creada, particularmente del ser humano.

Sin embargo, el hombre no es sólo creatura, «existente», como el resto de la realidad creada, sino que está llamado a convertirse en imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 27b); de existente, el ser humano se convierte en un «viviente»: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo» (Gn 2, 7). La diferencia entre la «existencia» y la «vida», la transición de una a otra, está expresada por el soplo divino; un simbolismo que nos indica que el ser humano no tiene en él mismo el fundamento de su ser: él es dependiente de Dios, dador de la vida. Esta dependencia no es algo negativo, sino sólo la manifestación de que el hombre ha recibido la vida de Dios, una dependencia expresada por la prohibición divina con respecto a uno de los dos árboles del paraíso en donde Adán y Eva fueron establecidos (Gn 2, 8. 15-17). Para Israel, la longevidad y la conservación de la vida tienen un gran valor, ya que son signos de la comunión con Dios. «Vivir», para el israelita, es más que «existir»; la vida se caracteriza por la relación con Dios: estar en comunión con él, el dador de la vida (Deut 5, 16; 16, 20; 30, 19-20; Am 5, 4. 6; Ez 18, 23. 32). La vida es, pues, sinónima de felicidad, de fuerza, de seguridad, de bienestar y de salud.

IMAGEN-SEMEJANZA: La llamada a convertirse en imagen y semejanza de Dios constituye el fundamento de la dignidad humana y de su trascendencia; es decir, de su tendencia al Infinito: el ser humano no tiene en él mismo la clave para comprenderse. Por otra parte, esa llamada no hay que considerarla como una realidad acabada desde el principio, sino más bien como una invitación que espera una respuesta: Dios sale constantemente al encuentro del hombre para invitarlo al diálogo, más allá de todo rechazo humano (Is 5, 1-7; Os 2, 1-25). Así, como lo dicen Flick-Alszeghy, «todo lo que hace Dios aparece como una llamada que solicita una respuesta cada vez más perfecta». Dios no crea al ser humano como una marioneta, sino como «una libertad que puede decidirse contra Dios, excluirlo de su creación, comprometer su terminación» 9. En realidad, sólo al final de la vida se puede decir: he aquí un hombre convertido plenamente en imagen y en semejanza de Dios. A lo largo de su existencia terrestre, el ser humano está invitado a convertirse en la epifanía de Dios, en su palabra, como lo indica Gisel: «El camino de Dios pasa por el hombre, dicen los hassidim; o bien: "el hombre es el lenguaje de Dios". Dios nos es conocido indirectamente». En esa vocación a ser la transparencia de Dios echa sus raíces la prohibición de las imágenes en el judaísmo: «No te harás ídolos, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua bajo tierra» (/Ex/20/04). El hombre es la manifestación de Dios en la creación, su sola imagen.

La llamada a la semejanza con Dios no se realiza sin la ayuda de la gracia; un itinerario que, en Jesucristo, alcanza su plenitud. El hombre está llamado a la filiación divina adoptiva en Jesucristo: la imagen de Dios por excelencia. Jesucristo es la clave para comprender al hombre y el sentido de la vida; con él se da un salto ontológico: de creatura viviente, el ser humano está llamado a la filiación divina; una invitación que supera todo deseo y toda tendencia humana. El Espíritu Santo, don del Resucitado, es quien nos comunica su vida (I Cor 15, 45) y quien da testimonio de nuestra filiación divina; una filiación que es comparada a un nuevo nacimiento: el nacimiento a la vida eterna. Una vida nueva por la fuerza del Espíritu Santo y de la Palabra de Dios (1 Pe 1, 23) que comienza a hacerse realidad en el Bautismo Así, pues, el cumplimiento de la revelación del don que Dios nos ofrece en su Hijo Jesucristo es la vida en plenitud. He aquí un don que espera la respuesta del ser humano; esta es la única vocación ontológica, constitutiva, del hombre; la única que pide una fidelidad absoluta; la única que si se pierde sería el fracaso total; la única que hace que toda vocación particular sea relativa

Estoy profundamente convencido del momento privilegiado de nuestra historia y de nuestro mundo, más allá de todos los profetas de mal agüero; sin embargo, podemos seguir teniendo la tentación de encerrarnos en una visión muy limitada del ser humano, de la creación y del mismo Dios. Por eso uno de nuestros desafíos, particularmente como cristianos, es de abrir los horizontes; de ser capaces de descubrir toda la bondad y la grandeza de la presencia del bien; es decir, de hacer emerger los signos de la vida y de la presencia del Espíritu de Dios entre nosotros. La vida es más fuerte que la muerte; el bien más atrayente que el mal; sólo que tenemos que abrir los ojos para reconocer su presencia y convertirnos en artesanos de la vida. En ese sentido, me parece importante liberar la vocación de un reduccionismo particularista en el que ha caído a través de los siglos. Es verdad, esta vocación a la vida no existe en el aire, de modo abstracto; ella se encarna en modos de vida y de ser, en vocaciones particulares. Pero se puede cambiar de vocación, se puede incluso llegar a cambiar de orientación en la vida sin ser un traidor, un infiel o un fracasado; para el ser humano, invitado a convertirse en un ser vivo (Gn 2, 7), no hay ningún horizonte cerrado definitivamente durante el tiempo que dure su existencia terrestre.

¿Cabe decir más? Si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar en contra? Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos lo regale todo? ¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? Al Mesías Jesús, el que murió, o, mejor dicho, resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo que intercede en favor nuestro. ¿Quien podrá privarnos de ese amor del Mesías? ¿Dificultades, angustias, persecuciones, hambre, desnudez, peligros, espada? Dice la Escritura: Por ti estamos a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza. Pero todo eso lo superamos de sobra gracias al que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni soberanos, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes, ni alturas, ni abismos, ni ninguna otra criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en el Mesías Jesús, Señor nuestro (/Rm/08/31-39).

Esta confianza absoluta en Dios, y en la vocación a convertirse en un viviente, no permite ningún relativismo moral; ella nos manifiesta la gratuidad de una llamada que no depende de ningún privilegio personal u orientación particular. He aquí una invitación que nos lleva al reconocimiento de la igualdad constitutiva entre el hombre y la mujer, entre las diferentes culturas de nuestro mundo y a la comunión con el universo.

2. UNA VOCACIÓN COMÚN AL HOMBRE Y A LA MUJER DE TODOS LOS PUEBLOS La llamada a convertirse en viviente, a la imagen y semejanza de Dios, se realiza en comunión con los demás hombres y mujeres de toda la Tierra; por consecuencia, el varón no es un ser privilegiado en relación a la mujer: «Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1, 27). Así pues, la imagen y la semejanza de Dios presentan una diferencia relacional: hombre y mujer. Desgraciadamente, el varón ha tenido que hacer un largo y accidentado camino para reconocer la validez de esta polaridad masculina y femenina; su alter ego, la mujer, no es un apéndice de él mismo, sino su semejante. El varón necesita un ser humano capaz de diálogo para reconocerse a sí mismo como humano.

El Señor Dios se dijo: «No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle el auxiliar que le corresponde». Entonces el Señor Dios modeló de arcilla todas las fieras salvajes y todos los pájaros del cielo, y se los presentó al hombre, para ver qué nombre les ponía. Y cada ser vivo llevaría el nombre que el hombre le pusiera. Así, el hombre puso nombre a todos los animales domésticos, a los pájaros del cielo y a las fieras salvajes. Pero no se encontró el auxiliar que le correspondía. Entonces el Señor Dios echó sobre el hombre un letargo, y el hombre se durmió. Le sacó una costilla y creció carne desde dentro. De la costilla que le había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Hembra, porque la han sacado del Hombre. Por eso un hombre abandona padre y madre, se junta a su mujer y se hacen una sola carne. Los dos estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no sentían vergüenza (Gn/02/18-25).

El simbolismo de la costilla representa la igualdad ontológica entre el hombre y la mujer en una cultura que es menos conceptual que la occidental; por eso, Adán se reconoce como ser humano sólo en presencia de Eva. Reconocerse humano frente a otro es, según Pierre Grelot, «la expresión de la más grande semejanza (cf. 2 Sm 5, 1), que traduciríamos hablando de una igualdad de naturaleza». Por consiguiente, no se puede buscar en los relatos bíblicos de la creación el fundamento de un chauvinismo machista que lleve al hombre (varón) a sentirse superior a la mujer.

Los prejuicios con respecto al mito de la inferioridad femenina no tienen apoyo en los dos relatos bíblicos de la creación; lo humano precede a toda individualidad masculina o femenina, como lo indica Vogels: «El relato bíblico habla de la creación de adán, el ser humano, quien posteriormente está dividido en hombre (ish) y mujer (ishah), utilizando la imagen de la costilla». Todo particularismo sexista, como sigue afirmándolo Vogels, no tienen ningún fundamento en los dos relatos de la creación. La discusión entre la lectura patriarcal o feminista para determinar quién es superior en la igualdad, no tiene sentido. El texto habla al comienzo del ser humano, después, sólo al final, del hombre y de la mujer. El texto no considera a ninguno de los dos superior al otro. Se puede incluso decir que la igualdad no le preocupa, puesto que hablar de superioridad e incluso de igualdad entra dentro de la linea de derechos y deberes. El texto habla de una relación entre los dos seres, de su complementariedad y, por consiguiente, de su amor mutuo.

Habría que buscar fuera de los dos relatos bíblicos de la creación los fundamentos de la estructura patriarcal que ha presidido las relaciones hombre-mujer; por ejemplo, en la cultura machista que revela, en el fondo, el miedo a la mujer, como consecuencia de un problema no resuelto del hombre (varón) con respecto al control ejercido por su madre y que lo ha podido llevar al deseo de dominar a la mujer que represente simbólicamente a su madre. Así, uno de los grandes desafíos de nuestra cultura, incluso a nivel religioso, viene del feminismo. La cultura occidental vive hoy día una profunda transformación en los sectores del pensamiento, de la vida y de las estructuras sociales. El hombre, el varón, que ha sido el símbolo del saber y del poder, está actualmente confrontado, sobre todo en el mundo occidental y en América del Norte, a una revolución cultural sin precedentes. Esta crítica feminista de la imagen patriarcal y paternalista del poder y del saber ejerce también una influencia en la vida religiosa, ya que Dios ha sido concebido como el símbolo por excelencia del poder: un Dios varón que justifica el sometimiento de las mujeres a los hombres y a su dominación y que atribuye a esta estructura la garantía de la divinidad. Por eso, no hay que olvidar el holocausto que las mujeres han padecido a lo largo de la historia; una violencia en la que las grandes Iglesias, incluso la católica, han participado con mucha frecuencia. A pesar de las numerosas declaraciones en favor de la igualdad de la mujer y del hombre por parte de las diferentes Iglesias, estas declaraciones permanecen, muchas veces, letra muerta en los hechos concretos 21. Ahora bien, el Dios que Jesucristo nos revela es muy diferente del Faraón celeste que impone su voluntad a las creaturas y que justifica la dominación del hombre (varón) sobre el resto de la creación, incluido, evidentemente, las mujeres. El Dios trinitario es la revelación del amor eterno, la imagen más opuesta al poder y a la dominación. Por eso, el feminismo representa en nuestros días una importante revolución en todos los sectores de la cultura y de la existencia; el hombre, el varón, no puede continuar sometiendo al resto de la creación a sus pulsiones posesivas, resultado de su propia inseguridad personal. La única oportunidad de convertirse en adulto es el reconocimiento de la igualdad ontológica de su semejante.

El ser humano está así abierto al otro en quien se reconoce como humano; él no es una esencia cerrada, sino el resultado de las relaciones que establece y que le revelan su identidad. Así pues, aun reconociendo que el hombre es el animal más desprovisto de toda la creación, sin embargo es el único creador de civilización y de historia; entre su naturaleza y la historia se sitúa la grandeza y el desafío de su libertad. Ser histórico y social, el hombre es también un ser cultural: la cultura es el medio ambiente del aprendizaje humano, en donde se forja la percepción que el hombre tiene de él mismo y de su visión del mundo. El descubrimiento de la importancia de la cultura, que la etnología ha puesto en evidencia con el estudio de los pueblos primitivos, es de una gran importancia. Lo que el estudio de estas culturas manifiesta es el descentramiento del yo, que ha ocupado casi toda la escena de la reflexión filosófica en Occidente. El reconocimiento de la influencia cultural en la vida humana lleva a la caída del chauvinismo cultural, causa de intransigencias y de complejos de superioridad de una cultura sobre la otra, como lo ha puesto de manifiesto Claude Lévi-Strauss de un modo extraordinario. Según él, el humanismo occidental habría explotado vergonzosamente la naturaleza y las otras culturas; por eso, su tarea va a consistir en disolver el yo; es decir, reducir el hombre a la naturaleza que es el patrimonio común de todas las culturas. El estructuralismo cultural, del que Lévi-Strauss es uno de los mejores representantes, obligará al mundo occidental a abandonar la superioridad cultural en la que se había encerrado; los primitivos, los indígenas, los salvajes no son pueblos sin culturas, sin historias, o retardados, sino que poseen unas civilizaciones tan ricas e importantes como la occidental.

Hoy día, ante el aumento de la intransigencia con respecto al otro, al extranjero, que trabaja en nuestros países en busca de un mundo más justo y solidario; frente a la vuelta de los nacionalismos de fáciles soluciones, la vocación de todo ser humano a vivir en plenitud, a imagen y semejanza de Dios, nos recuerda que somos ciudadanos de una tierra que no nos pertenece en propiedad exclusiva, sino que es el fruto de un don: el don de Dios a todo ser humano 25, Así pues, la creación excluye toda relación de superioridad o de dominación, sexual o cultural, de unos sobre otros; y también, como lo veremos a continuación, la llamada de Dios a vivir en plenitud, nos impide toda actividad destructora de la naturaleza.

3. UNA VIDA EN SOLIDARIDAD CON EL UNIVERSO

La vocación humana a vivir en plenitud, no se puede realizar contra el universo; el hombre tiene que descubrir la bondad original de la creación, y establecer el señorío divino en el mundo; es decir, hacerlo a imagen de la imagen. Sin embargo, la crisis de la cultura occidental ha puesto en evidencia el riesgo de una destrucción de la naturaleza: ésta no es una cantera inagotable que pueda explotarse indefinidamente. Las riquezas naturales tienen un limite, una vida media que hay que saber proteger; de ahí la pregunta que la ecología nos invita a hacernos: «¿En qué medida las ciencias, la actividad técnica, la práctica institucional o personal, la ideología y la religión contribuyen a mantener o a romper el equilibrio dinámico que existe en el conjunto del ecosistema?» 26, El ser humano debe cesar de ser un predador y respetar su medio ambiente; en una palabra, reconocer que también él ha sido creado de la tierra, en solidaridad con todas las demás creaturas.

Después de haber repetido seis veces «y vio Dios que era bueno» (Gn 1, 4. 10. 12. 18. 21. 25), el autor del relato sacerdotal (P) de la creación termina diciendo: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gn 1, 31a). Así, pues, no hay ningún dualismo maniqueísta en los relatos bíblicos de la creación del mundo y del hombre; por eso, el ser humano no tiene el derecho de destruir la obra muy buena de Dios. El hombre, el único llamado a convertirse a imagen y semejanza Dios, tiene la misión de hacer resplandecer el señorío divino en todo el universo; él es responsable de la faz de la tierra. Ese es el verdadero sentido de dominar, en el contexto bíblico del relato: «Y los bendijo Dios y les dijo Dios: -Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los vivientes que reptan sobre la tierra» (Gn/01/28). Dominar no implica un sometimiento destructor, sino el ser re-creador con Dios de un mundo llamado a reflejar su gloria, como Gregorio de Nisa lo percibió: «El universo, por el hombre, está llamado a ser "la imagen de la imagen" (San Gregorio de Nisa)». No se trata, pues, de destruir la tierra de la que el hombre mismo ha sido creado, sino de ser la imagen del Creador para hacer resplandecer su amor y su belleza; en una palabra, la vocación humana a la vida tiene que reflejarse igualmente en el resto de la creación. Una creación que, por lo demás, no está terminada de una vez para siempre, sino que necesita la contribución creadora del ser humano; la creación es una realización continua que espera la liberación del hombre y, por ella, la del universo, como lo dice San Pablo (Rm 8, 19-22). No se puede concebir un cielo sin la tierra, ni un cielo nuevo sin una nueva creación; ahora bien, la realidad es muy diferente, como nos revela la ecología y la denuncia de una espiritualidad que ha servido para mantener al hombre infantilizado.

La crisis ecológica actual no es la consecuencia de ciertos olvidos con respecto a la naturaleza, sino la consecuencia de cosas mucho más profundas: el reflejo del ocaso de la cultura occidental, fuertemente marcada por el el cristianismo. Es, pues, una crisis del sistema social de Occidente en su conjunto; sin embargo, esta situación nos permite tomar conciencia de la necesidad de establecer una nueva relación, más global y menos destructora, entre la ciencia y la fe, al mismo tiempo que descubrimos la naturalización del ser humano, como lo puso de manifiesto Lévi-Strauss. Por consiguiente, en la base de esta nueva relación se sitúa el descubrimiento de la dimensión cósmica de la relación con el resto de la creación, de la vida humana; el mundo no es, como para los griegos, una prisión de la que hay que escapar, sino que hemos sido creados en solidaridad con el resto de las creaturas. Somos creaturas del planeta Tierra, nuestra casa, y es importante no olvidarlo; el universo es nuestro cuerpo; de este modo, no podemos abandonarlo. Tenemos un deber con la creación: el de integrarla en nuestro propio proceso de convertirnos en vivientes; hacer que, por nuestra intervención, el universo se personalice. La invitación a convertirnos en imagen y semejanza de Dios nos tiene que llevar a pensar de modo global; es decir, teniendo en cuenta también todas las dimensiones del universo y no sólo nuestro propio interés. Compartimos nuestra casa, la tierra con otras muchas creaturas de quienes somos solidarios; tenemos, pues, que descubrir nuestra pertenencia común a la tierra.

Del mismo modo, descubrir la bondad original de la creación, como la obra muy buena de Dios, tiene que reflejarse en toda espiritualidad que quiera llamarse cristiana: ésta no puede ser el reflejo de una visión negativa del mundo. Hoy día, los cristianos tenemos la misión de recuperar la fe en la creación; no se puede fundar la esperanza sin tener una visión positiva y buena de la tierra. La esperanza cristiana no nos invita al desprecio del mundo; ni a contemplar un más allá que nos aleje de nuestra tarea de transformar la historia cotidiana. La contemplación cristiana no es una mirada dirigida al cielo que nos alejaría de esta tierra; ella es una mirada hacia el presente que nos permita profundizar los acontecimientos a fin de poder descubrir toda la riqueza de vida y de esperanza que allí se encuentran y que son signos de la presencia del Espíritu Santo que actúa en la creación. La vocación del hombre no consiste en separarse del mundo, sino en hacer de él la transparencia de Dios; por eso, si hemos heredado una visión negativa del universo, ésta no procede de la tradición bíblica judeo-cristiana; el desprecio del mundo es, más bien, el fruto de la influencia de la cultura griega en el cristianismo. La vida, según la vocación constitutiva del hombre, está llamada a ser la transparencia del Creador por medio de la acción humana.

4. CONCLUSIONES

A lo largo de este artículo hemos podido darnos cuenta de cómo, anteriormente a nuestra manera particular de vivir, se encuentra la vocación fundamental del ser humano a convertirse en un viviente; una invitación que nos impide considerarnos superiores unos a otros. La llamada a la vida, la igualdad ontológica de la mujer con respecto al hombre, y entre los seres humanos de todas las culturas de la Tierra, así como el reconocimiento del valor del universo, son desafíos fundamentales de nuestra situación contemporánea como seres humanos y, de modo particular, como cristianos. Por eso, nos hace falta desarrollar una espiritualidad que sea la transparencia del amor creador de Dios y de la bondad y belleza de la creación.

RL/VUELTA: La vuelta del fenómeno religioso es una ocasión privilegiada que puede servirnos como punto de referencia para lo que acabo de desarrollar en este trabajo. El fenómeno religioso emerge de nuevo en nuestro mundo; desde hace un cierto tiempo, la religión, que estaba considerada como la representante de la etapa infantil de la humanidad, vuelve a tener su importancia. La «niña» se rebela contra un mundo que se ha banalizado; el ser humano rechaza vivir una existencia puramente horizontal. Es aquí, me parece, en donde hay que situar la vuelta del fenómeno religioso: en la búsqueda de razones que nos ayuden a vivir con más profundidad, más allá del puro horizontalismo. Occidente, incapaz de ofrecernos el paraíso terrestre tantas veces prometido, ha debido aceptar su impotencia para dar un sentido global a nuestra vida; la vuelta de lo religioso se inscribe al interior de un mundo desencantado que ha asistido a la desaparición de los grandes mitos del progreso indefinido y de las certezas absolutas. Asistimos a una vuelta a lo más personal y subjetivo; al redescubrimiento de la experiencia humana contra el racionalismo y el cientificismo que han presidido la cultura occidental desde la Modernidad.

Entre las tendencias más conocidas de la vuelta de lo religioso se encuentre el New Age; sincretismo de diferentes manifestaciones que se salen de los márgenes institucionales de las grandes Iglesias y que buscan un sentido global de la vida que sea capaz de integrar la felicidad personal, la paz, la armonía con el universo y el reconocimiento del valor fundamental de todo ser humano, hombre y mujer, y de toda cultura. He aquí una especie de espiritualidad laica más humana y positiva con respecto al mundo, a pesar de todos sus limites.

Según las nuevas tendencias religiosas, ni las religiones institucionales ni las diversas ideologías, ni la sociedad occidental han sido capaces de contribuir al desarrollo completo del ser humano. El corazón, los sentimientos, en una palabra las tripas, estaban fuera de la preocupación del Occidente y los nuevos movimientos religiosos son, precisamente, una reacción contra un intelectualismo que se había alejado de la vida; aunque se pueda estar cayendo en una especie de egocentrismo y de individualismo. Al interior de estas nuevas corrientes de espiritualidad se puede sentir el deseo profundo de convertirse en viviente; en contacto directo con la divinidad, que yace en lo más profundo del corazón humano; en comunión y en comunicación con el más allá de lo sensible, en un compromiso por la naturaleza y por la transformación del universo. Las nuevas manifestaciones religiosas son también signos del descontento social y de las rebeliones contra las instituciones que han utilizado, hasta la saciedad, el argumento de la autoridad, de la objetividad, de la verdad absoluta y del miedo a fin de imponer sus ideas.

Como ser humano, heredero de una rica tradición espiritual judeocristiana, la vuelta del fenómeno religioso es para mí una fuente inagotable de reflexión y de un gran cuestionamiento. Estoy profundamente convencido que se trata de la búsqueda sincera de una espiritualidad más humana e integral que reconozca la vocación constitutiva del hombre a convertirse en viviente; es decir, a desarrollarse plenamente como persona responsable y libre; en solidaridad con los demás y en comunión con el universo. Sin embargo, muchas tendencias religiosas, a la moda hoy día, no sólo están contra las grandes Iglesias, sino también al margen de la tradición bíblica; por eso me pareció importante, sin ningún deseo apologético, subrayar la vocación fundamental del ser humano según los dos relatos bíblicos de la creación. Muchos siglos antes de la aparición de las tendencias del New Age, Dios habla de un modo creador, invitando al ser humano, a los hombres y a las mujeres de toda la Tierra, a pasar de la «existencia» al descubrimiento de la «vida» en plenitud. Una vocación que incluye el respeto profundo del universo: la imagen de la imagen. (·Martínez-de-Pisón-R. _RL-Y-CULTURA/200. Págs. 91-105)

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1 Los textos bíblicos que aparecen en este articulo están tomados de la traducción dirigida por ALONSO SCHÖKEL L., y MATEOS. J., La nueva Biblia española, Madrid. Cristiandad (1975), 1977, 8 p.

2 Las traducciones al español de los textos ingleses y franceses, que se encuentran en este artículo, han sido realizadas por mí. Por lo demás, a veces utilizo el genérico «hombre» para referirme al hombre y a la mujer; otras veces utilizo «el ser humano» como sinónimo de «hombre».

3 GRELOT, P., «Le cheminement de l'espérance», en Catéchese 124 (1991), p. 24.

4 CREACION/RELATOS: En Gn 1-2 hay dos relatos de la creación. El primero (Gn 1, 1-2, 4a), que pertenece a la escuela sacerdotal (P), es el más reciente, probablemente del tiempo del exilio en Babilonia (de 587 a 539 a. C.). En él, el ser humano es creado al final de todo el proceso, como la coronación de la creación; una creación que es el fruto de la palabra divina: una palabra creadora que llama a la existencia lo que no existe. La palabra es la expresión del ser, la creación no es una emanación de la divinidad, sino la consecuencia de una decisión libre de Dios, por eso hay una exteriorización, una alteridad entre Dios y lo creado que posibilita las relaciones, especialmente con el ser humano. El segundo relato de la creación (Gn 2, 4b-25) pertenece a la escuela yavista (J) y es el más antiguo, de la época de David o Salomón (siglo X a. C.). Un relato centrado en la creación del hombre y en donde se puede reconocer los indicios de la teología de la alianza (Gn 2 5-9. 15-17). El autor del relato intenta responder, a su manera, a la angustiosa cuestión del pecado y del mal, del que la primera parte del relato es una teodicea; es decir, una justificación de Dios: lo que es original no es el pecado (Gn 3, 1-24), sino el amor creador de Dios (Gn 2, 4b-25).

9 CLÉMENT, Question's sur l'homme, p. 45. 21 D/MADRE: Sin embargo, hay que decir que se puede encontrar en la tradición cristiana imágenes de Dios que no son patriarcales. Así, explicando la generación del Hijo, se recurre a la intimidad relacional de la vida uterina: Dios Padre engendra al Hijo. En esta perspectiva, Dios aparece poseyendo dimensiones femeninas, un poco como una persona con un útero desde donde nació el Hijo; de este modo, en la apertura del Xl Concilio de Toledo, el 7 de noviembre del 675, el metropolitano Quiricius propuso un símbolo de fe que fue adoptado después: «Nec enim de nihilo, neque de aliqua alia substantia, sed de Patris utero, id est de substantia eius idem Filius genitus vel natus esse credendus est.» (DS, 526, & 6).

25 En realidad, la reflexión bíblica sobre la creación no es más que la consecuencia del monoteísmo vetero- testamentario; es decir, la fe monoteísta judía no es el punto de partida de la reflexión teológica, sino la meta de una larga experiencia religiosa. Cuando Israel entra en contacto con los demás pueblos se pregunta: ¿el Dios liberador de la esclavitud tiene algo que ver con los demás pueblos? Asi es como se desarrolla la reflexión bíblica sobre la creación: el Dios salvador de Israel es también el creador de todo el universo, por eso, el relato yahvista (J) presenta la creación bajo la estructura teológica de una Alianza universal. Esto tiene mucha importancia para el respeto de la diversidad cultural: Dios no es únicamente el salvador de Israel, sino también el creador del universo; por eso, su llamada a vivir en plenitud no excluye a ningún ser humano. En otras palabras, me parece que a partir de una relectura de los dos relatos bíblicos de la creación, no liene sentido de seguir hablando de pueblo elegido: todo el universo es el pueblo elegido por Dios e invitado a vivir en plenitud.

26 BOFF L., y ELIZONDO, V., Ecologie et pauvreté; cri de la terre et cri des pauvres [editorial], en Concilium, 261 (1995), p. 8.