COMENTARIOS AL SALMO 48


1. Juan Pablo II: Vanidad de las riquezas

Meditación sobre el Salmo 48

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 20 octubre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II durante la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el Salmo 48, «Vanidad de las riquezas».
 

Oíd esto, todas las naciones;
escuchadlo, habitantes del orbe:
plebeyos y nobles, ricos y pobres;

mi boca hablará sabiamente,
y serán muy sensatas mis reflexiones;
prestaré oído al proverbio
y propondré mi problema al son de la cítara.

¿Por qué habré de temer los días aciagos,
cuando me cerquen y acechen los malvados,
que confían en su opulencia
y se jactan de sus inmensas riquezas,
si nadie puede salvarse
ni dar a Dios un rescate?

Es tan caro el rescate de la vida,
que nunca les bastará para vivir perpetuamente
sin bajar a la fosa.

Mirad: los sabios mueren,
lo mismo que perecen los ignorantes y necios,
y legan sus riquezas a extraños.

El sepulcro es su morada perpetua
y su casa de edad en edad,
aunque hayan dado nombre a países.

El hombre no perdurará en la opulencia,
sino que perece como los animales.

Este es el camino de los confiados,
el destino de los hombres satisfechos:
son un rebaño para el abismo,
la muerte es su pastor,
y bajan derechos a la tumba;
se desvanece su figura,
y el abismo es su casa.

Pero a mí, Dios me salva,
me saca de las garras del abismo
y me lleva consigo.

No te preocupes si se enriquece un hombre
y aumenta el fasto de su casa:
cuando muera, no se llevará nada,
su fasto no bajará con él.

Aunque en vida se felicitaba:
«Ponderan lo que lo pasas»,
irá a reunirse con sus antepasados,
que no verán nunca la luz.

El hombre rico e inconsciente
es como un animal que perece.


1. Nuestra meditación sobre el Salmo 48 se dividirá en dos etapas, como hace la Liturgia de las Vísperas, que nos lo propone en dos momentos. Comentaremos ahora de manera esencial la primera parte, en la que la reflexión toma pie de una situación difícil, como en el Salmo 72. El justo tiene que afrontar «días aciagos», pues le acechan «los malvados, que confían en su opulencia» (Cf. Salmo 48, 6-7).

La conclusión a la que llega el justo es formulada como una especie de proverbio, que volverá a aparecer al final del Salmo. Sintetiza nítidamente el mensaje de esta composición poética: «El hombre rico e inconsciente es como un animal que perece» (versículo 13). En otras palabras, las «inmensas riquezas» no son una ventaja, sino todo lo contrario. Es mejor ser pobre y estar unido a Dios.

2. El proverbio parece hacerse eco de la voz austera de un antiguo sabio bíblico, el Eclesiastés o Cohélet, cuando describe el destino aparentemente igual de toda criatura viviente, la muerte, que hace totalmente inútil el apego frenético a los bienes terrenos: «Como salió del vientre de su madre, desnudo volverá, como ha venido; y nada podrá sacar de sus fatigas que pueda llevar en la mano» (Eclesiastés 5, 14). «Porque el hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como la otra... Todos caminan hacia una misma meta» (Eclesiastés 3, 19.20).

3. Una profunda ceguera se adueña del hombre cuando cree que evitará la muerte afanándose por acumular bienes materiales: de hecho, el salmista habla de una inconciencia comparable a la de los animales.

El tema será explorado también por todas las culturas y todas las espiritualidades y será expresado de manera esencial y definitiva por Jesús, cuando declara: «Guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes» (Lucas 12, 15). Después narra la famosa parábola del rico necio que acumula bienes sin medida sin darse cuenta de que la muerte le está acechando (Cf. Lucas 12, 16-21).

4. La primera parte del Salmo está totalmente centrada precisamente en esta ilusión que se apodera del corazón del rico. Está convencido de que puede «comprar» incluso la muerte, tratando así de corromperla, como ha hecho con todas las demás cosas de las que se ha apoderado: el éxito, el triunfo sobre los demás en el ámbito social y político, la prevaricación impune, la avaricia, la comodidad, los placeres.

Pero el salmista no duda en calificar de necia esta ilusión. Recurre a una palabra que tiene un valor incluso financiero, «rescate»: «Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa» (Salmo 48, 8-10).

5. El rico, apegado a sus inmensas fortunas, está convencido de que logrará dominar incluso la muerte, tal y como ha dominado a todo y a todos con el dinero. Pero por más dinero que pueda ofrecer, su destino último será inexorable. Al igual que todos los hombres y mujeres, ricos o pobres, sabios o ignorantes, un día será llevado a la tumba, tal y como les ha sucedido a los poderosos y tendrá que dejar su tierra y ese oro tan amado, esos bienes materiales tan idolatrados (Cf. versículos 11-12). Jesús insinuará a quienes le escuchaban esta pregunta inquietante: «¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?» (Mateo 16, 26). No se puede cambiar por nada pues la vida es don de Dios, «que tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre» (Job 12, 10).

6. Entre los Padres de la Iglesia que han comentado el Salmo 48 merece particular atención san Ambrosio, que amplía su significado gracias a una visión más amplia, a partir de la invitación inicial que hace el salmista: «Oíd esto, todas las naciones; escuchadlo, habitantes del orbe».

El antiguo obispo de Milán comentaba: «Reconocemos aquí, precisamente al inicio, la voz del Señor salvador que llama los pueblos para que vengan a la Iglesia y renuncien al pecado, se conviertan en seguidores de la verdad y reconozcan la ventaja de la fe». De hecho, «todos los corazones de las diferentes generaciones han quedado contaminados por el veneno de la serpiente y la conciencia humana, esclava del pecado, no era capaz de desapegarse». Por esto el Señor, «por iniciativa suya, promete el perdón con la generosidad de su misericordia, para que el culpable deje de tener miedo y, con plena conciencia, se alegre de poder ofrecerse como siervo al Señor bueno, que ha sabido perdonar los pecados, premiar las virtudes» («Comentario a los doce Salmos», «Commento a dodici Salmi», n. 1: SAEMO, VIII, Milán-Roma 1980, p. 253).

7. En estas palabras del Salmo se escucha el eco de la invitación evangélica: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo» (Mateo 11, 28). Ambrosio sigue diciendo: «Como quien visita a los enfermos, como un médico que viene a curar nuestras dolorosas heridas, así nos prescribe el tratamiento, para que los hombres lo escuchen y todos corran con confianza a recibir el remedio de la curación... Llama a todos los pueblos al manantial de la sabiduría y del conocimiento, promete a todos la redención para que nadie viva en la angustia, para que nadie viva en la desesperación» (n. 2: ibídem, pp. 253.255).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia uno de los colaboradores del Papa leyó una síntesis de su intervención en castellano. Estas fueron sus palabras:]

El Salmo proclamado hoy es una invitación a reflexionar sobre la «vanidad de las riquezas» y sobre la ceguera que guía a los que se afanan únicamente en acumular bienes materiales. El rico, al pensar que todo lo puede comprar con dinero, olvida que ningún tesoro cambiará su condición mortal ni le dará la amistad con Dios y la salvación.

Por eso, el tener muchos bienes no es de por sí una ventaja, sino un peligro para el ser humano, que puede convertirse en verdadero esclavo de la avaricia. Por el contrario, la verdadera riqueza es la que se adquiere a los ojos de Dios.


2. Juan Pablo II: «La riqueza humana no salva»
Comentario a la segunda parte del Salmo 48

CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 15 octubre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II de este miércoles dedicada a comentar la segunda parte del Salmo 48 (14-21), «La riqueza humana no salva».
 

Este es el camino de los confiados,
el destino de los hombres satisfechos:
son un rebaño para el abismo,
la muerte es su pastor,
y bajan derechos a la tumba;
se desvanece su figura,
y el abismo es su casa.

Pero a mí, Dios me salva,
me saca de las garras del abismo
y me lleva consigo.

No te preocupes si se enriquece un hombre
y aumenta el fasto de su casa:
cuando muera, no se llevará nada,
su fasto no bajará con él.

Aunque en vida se felicitaba:
«te alaban, porque te has tratado bien»,
irá a reunirse con sus antepasados,
que no verán nunca la luz.

El hombre rico e inconsciente
es como un animal que perece.



1. La Liturgia de las Vísperas nos presenta el Salmo 48, de carácter sapiencial, del que se acaba de proclamar la segunda parte (Cf. versículos 14-21). Al igual que en la anterior (Cf. versículos 1-13), en la que ya hemos reflexionado, también esta sección del Salmo condena la ilusión generada por la idolatría de la riqueza. Esta es una de las tentaciones constantes de la humanidad: apegándose al dinero por considerar que está dotado de una fuerza invencible, se cae en la ilusión de poder «comprar también la muerte», alejándola de uno mismo.

2. En realidad, la muerte irrumpe con su capacidad para demoler toda ilusión, barriendo todo obstáculo, humillando toda confianza en uno mismo (Cf. versículo 14) y encaminando a ricos y pobres, soberanos y súbditos, ignorantes y sabios hacia el más allá. Es eficaz la imagen que traza el salmista al presentar la muerte como un pastor que guía con mano firme el rebaño de las criaturas corruptibles (Cf. versículo 15). El Salmo 48 nos propone, por tanto, una meditación severa y realista sobre la muerte, fundamental meta ineludible de la existencia humana.

Con frecuencia, tratamos de ignorar con todos los medios esta realidad, alejándola del horizonte de nuestro pensamiento. Pero este esfuerzo, además de inútil es inoportuno. La reflexión sobre la muerte, de hecho, es benéfica, pues relativiza muchas realidades secundarias que por desgracia hemos absolutizado, como es el caso precisamente de la riqueza, el éxito, el poder... Por este motivo, un sabio del Antiguo Testamento, Sirácida, advierte: «En todas tus acciones ten presente tu fin, y jamás cometerás pecado» (Eclesiástico, 7, 36).

3. En nuestro Salmo se da un paso decisivo. Si el dinero no logra «liberarnos» de la muerte (Cf. Salmo 48, 8-9), hay uno que puede redimirnos de ese horizonte oscuro y dramático. De hecho, el salmista dice: «Pero a mí, Dios me salva, me saca de las garras del abismo» (versículo 16).

Para el justo se abre un horizonte de esperanza y de inmortalidad. Ante la pregunta planteada al inicio del Salmo --«¿Por qué habré de temer?», versículo 6--, se ofrece ahora la respuesta: «No te preocupes si se enriquece un hombre» (versículo 17).

4. El justo, pobre y humillado en la historia, cuando llega a la última frontera de la vida, no tiene bienes, no tiene nada que ofrecer como «rescate» para detener la muerte y liberarse de su gélido abrazo. Pero llega entonces la gran sorpresa: el mismo Dios ofrece un rescate y arranca de las manos de la muerte a su fiel, pues Él es el único que puede vencer a la muerte, inexorable para las criaturas humanas.

Por este motivo, el salmista invita a «no preocuparse», a no tener envidia del rico que se hace cada vez más arrogante en su gloria (Cf. ibídem), pues, llegada la muerte, será despojado de todo, no podrá llevar consigo ni oro ni plata, ni fama ni éxito (Cf. versículos 18-19). El fiel, por el contrario, no será abandonado por el Señor, que le indicará «el camino de la vida, hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre» (Cf. Salmo 15, 11).

5. Entonces podremos pronunciar, como conclusión de la meditación sapiencial del Salmo 48, las palabras de Jesús que nos describe el verdadero tesoro que desafía a la muerte: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mateo 6, 19-21).

6. Siguiendo las huellas de las palabras de Cristo, san Ambrosio en su «Comentario al Salmo 48» confirma de manera clara y firme la inconsistencia de las riquezas: «No son más que caducidades y se van más rápidamente de lo que han tardado en venir. Un tesoro de este tipo no es más que un sueño. Te despiertas y ya ha desaparecido, pues el hombre que logre purgar la borrachera de este mundo y apropiarse de la sobriedad de las virtudes, desprecia todo esto y no da valor al dinero» («Comentario a los doce salmos» --«Commento a dodici salmi»--, n. 23: SAEMO, VIII, Milán-Roma 1980, p. 275).

7. El obispo de Milán invita, por tanto, a no dejarse atraer ingenuamente por las riqueza de la gloria humana: «¡No tengas miedo, ni siquiera cuando te des cuenta de que se a agigantado la gloria de algún linaje! Aprende a mirar a fondo con atención, y te resultará algo vacío si no tiene una brizna de la plenitud de la fe». De hecho, antes de que viniera Cristo, el hombre estaba arruinado y vacío: «La desastrosa caída del antiguo Adán nos dejó sin nada, pero hemos sido colmados por la gracia de Cristo. Él se despojó de sí mismo para llenarnos y para hacer que en la carne del hombre demore la plenitud de la virtud». San Ambrosio concluye diciendo que precisamente por este motivo, podemos exclamar ahora con san Juan: «De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia» (Juan 1, 16) (Cf. ibídem).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit.]


3. EL ENIGMA ETERNO

«Oíd esto, todas las naciones, escuchadlo, habitantes del orbe, plebeyos y nobles, ricos y pobres: Mi boca hablará sabiamente i' serán muy sensatas mis reflexiones; prestaré oído al proverbio y propondré mi problema al son de la cítara».

El problema es el enigma eterno de todos los tiempos y todos los hombres. ¿Por qué sufren los justos mientras los malvados triunfan? ¿Es para tentar nuestra fe, para probar nuestra paciencia, para aumentar nuestros méritos? ¿Es para ocultar a nuestra mirada los caminos de Dios, para sacudir nuestro orgullo, para desautorizar todos nuestros cálculos humanos? ¿Es para decirnos que Dios es Dios y no hay mente humana que pueda atreverse a pedirle cuentas? ¿Es para recordarnos la pequeñez de nuestro entendimiento y la mezquindad de nuestros corazones?

¿Por qué sufren los justos, y los malvados triunfan? Todas las filosofías han atacado el problema, todos los hombres sabios y todas las mentes privilegiadas han tratado la cuestión. Tomos y tomos, discusión tras discusión. ¿Es Dios injusto? ¿Es el hombre estúpido? ¿Es que la vida no tiene sentido?

Los hombres han analizado el problema con su mente. El salmo lo canta con la cítara. Y ese gesto del salmista está lleno de sabiduría y de conocimiento del hacer humano. La profundidad del misterio de la vida del hombre sobre la tierra no es para pensarla, sino para cantarla; no puede expresarse con ecuaciones, sino con mística; no es algo para ser estudiado, sino para ser vivido.

Sí, hay cosas que no entiendo en la vida, muchas situaciones que no comprendo, muchos enigmas que no llego a descifrar.

Ahora puedo escoger entre devanarme los sesos tratando de encontrar respuesta a preguntas que generaciones de sabios no han podido contestar... o tomar la vida tal como viene, con realismo y humildad, y contestar a sus preguntas viviéndolas con delicadeza y entrega, con responsabilidad personal y sentido social, con honradez en mis acciones y compromiso en el servicio. Eso es lo que prefiero. Prefiero tratar enigmas con la cítara que con la espada. Prefiero vivir la vida antes que gastarla en razonar cómo debo vivirla. Prefiero cantar a discutir.

Acepto el enigma de la vida, Señor. Me fio de tu entender cuando falla el mío, y pongo mi vida y la de todos los hombres en tus manos con alegría y confianza. Esa es mi manera práctica de mostrar en mi vida que tú eres Señor de todo y de todos.

«A mí Dios me salva... y me lleva consigo".

CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 97