COMENTARIOS AL SALMO 10

 

1.CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 28 enero 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia de este miércoles dedicada a comentar el Salmo 10, «El Señor, esperanza del justo».


 

Al Señor me acojo, ¿por qué me decís:
«escapa como un pájaro al monte,
porque los malvados tensan el arco,
ajustan las saetas a la cuerda,
para disparar en la sombra contra los buenos?
Cuando fallan los cimientos,
¿qué podrá hacer el justo?».

Pero el Señor está en su templo santo,
el Señor tiene su trono en el cielo,
sus ojos están observando,
sus pupilas examinan a los hombres.

El Señor examina a inocentes y culpables,
y al que ama la violencia Él lo odia.
Hará llover sobre los malvados ascuas y azufre,
les tocará en suerte un viento huracanado.

Porque el Señor es justo y ama la justicia:
los buenos verán su rostro.


1. Continúa nuestra reflexión sobre los Salmos, que constituyen el texto esencial de la Liturgia de las Vísperas. Acaba de resonar en nuestros corazones el Salmo 10, una breve oración de confianza que, en el original hebreo, está salpicada por el nombre divino sagrado «Adonai», el Señor. En la apertura se escucha el eco de este nombre (Cf. versículo 1), aparece en tres ocasiones en el centro del Salmo (Cf. versículos 4-5) y vuelve a aparecer en el final (Cf. versículo 7).

El tono espiritual de todo el canto está bien expresado por el versículo conclusivo: «el Señor es justo y ama la justicia». Este es el motivo de toda confianza y el manantial de toda esperanza en el día de la oscuridad y de la prueba. Dios no es indiferente ante el bien y el mal, es un Dios bueno y no un hado oscuro, indescifrable y misterioso.

2. El Salmo se desarrolla esencialmente en dos escenas. En la primera (Cf. versículos 1-3), se describe al impío en su triunfo aparente. Es descrito con imágenes de carácter bélico y de caza: es el perverso, que tensa su arco de guerra o de caza para disparar violentamente contra su víctima, es decir, el fiel (Cf. versículo 2). Este último, por este motivo, se siente tentado por la idea de evadirse y liberarse de un ataque tan implacable. Quisiera huir «como un pájaro al monte» (versículo 1), lejos del remolino del mal, del asedio de los malvados, de las flechas de las calumnias lanzadas a traición por los pecadores.

Se da una especie de desaliento en el fiel que se siente sólo e impotente ante la irrupción del mal. Tiene la impresión de que se sacuden los fundamentos del orden social justo y que se minan las bases mismas de la convivencia humana (Cf. versículo 3).

3. Viene entonces el gran cambio, descrito en la segunda escena (Cf. versículos 4-7). El Señor, sentado en su trono celestial, abarca con su mirada penetrante todo el horizonte humano. Desde esa posición trascendental, signo de la omnisciencia y de la omnipotencia divina, Dios puede escrutar y valorar a cada persona, distinguiendo el bien del mal y condenando con vigor la injusticia (Cf. versículos 4-5).

Es sumamente sugerente y consoladora la imagen del ojo divino, cuya pupila analiza fija y atentamente nuestras acciones. El Señor no es un soberano remoto, cerrado en su mundo dorado, sino una presencia vigilante que está de la parte del bien y de la justicia. Ve y provee, interviniendo con su palabra y su acción

El justo prevé que, como sucedió en Sodoma (Cf. Génesis 19, 24), el Señor «hará llover sobre los malvados ascuas y azufre» (Salmo 10, 6), símbolos del juicio de Dios que purifica la historia, condenando el mal. El impío, golpeado por esta lluvia ardiente, que prefigura su suerte futura, experimenta finalmente que «hay un Dios que juzga en la tierra» (Salmo 57, 12).

4. El Salmo, sin embargo, no concluye con esta imagen trágica de castigo y condena. El último versículo abre el horizonte a la luz y a la paz destinadas para el justo, que contemplará a su Señor, juez y justo, pero sobre todo liberador misericordioso: «los buenos verán su rostro». (Salmo 10, 7). Es una experiencia de comunión gozosa y de serena confianza en el Dios que libera del mal.

Una experiencia así la han hecho innumerables justos a través de la historia. Muchas narraciones describen la confianza de los mártires cristianos ante los tormentos, así como su firmeza, que no rehuía de la prueba.

En las «Actas de Euplo», diácono de Catania, asesinado en torno al año 304 bajo Diocleciano, el mártir pronuncia espontáneamente esta secuencia de oraciones: «Gracias, Cristo: protégeme porque sufro por ti... Adoro al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Adoro a la Santa Trinidad... Gracias, Cristo. ¡Ayúdame, Cristo! Por ti sufro, Cristo... ¡Tu gloria es grande, Señor, en los siervos que te has dignado en llamar!... Te doy gracias, Señor Jesucristo, porque tu fuerza me ha consolado; no has permitido que mi alma pereciera con los impíos y me has concedido la gracia de tu nombre. Confirma ahora lo que has hecho en mí para que quede confundida la soberbia del Adversario» (A. Hamman, «Oraciones de los primeros cristianos» --«Preghiere dei primi cristiani»--, Milán 1955, pp. 72-73).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, uno de los colaboradores del Papa en la Secretaría de Estado leyó el resumen de la catequesis en castellano que publicamos. A continuación, el Santo Padre dirigió este saludo a los peregrinos procedentes de América Latina y de España].

Queridos hermanos y hermanas:
El Salmo comentado hoy expresa la razón de nuestra esperanza, aún en los momentos de prueba. En efecto, Dios es justo y sus ojos no se apartan del acontecer cotidiano en el mundo, donde sabe distinguir el bien del mal y examina a los inocentes y culpables. Por eso, aunque el aparente triunfo de la iniquidad en la tierra puede inducir a un desaliento en la fe, el verdadero creyente sabe que Dios ama la justicia, le librará de todo mal y le permitirá, junto a todos los justos, contemplar eternamente su rostro.


2.LOS SALMOS. LA ORACION DE Y CON JESUCRISTO
SALMO 10.EL JUSTO, EL IMPIO Y DIOS
Por Antonio Pavía, misionero comboniano

En este Salmo nos aparece la figura del impío como alguien que desde lo más profundo de su corazón lleno de soberbia, desdeña y desprecia al justo. Éste, que es llamado justo porque busca a Dios aun cuando le desconcierta su precaria situación, no deja de esperar en Él aunque, a su vez, el Dios en quien espera pueda aparecer distante e indiferente a su sufrimiento.

El impío es alguien que no busca a Dios. Toda su vida está proyectada a buscarse solo a sí mismo, únicamente tiene corazón para sus intereses; por lo que podemos aplicarle las palabras que el profeta Isaías en nombre de Dios dirigió a Babilonia:”sede de la impiedad”, como así era llamada por el pueblo de Israel.”Te sentías segura de tu maldad, te decías: nadie me ve. Tu sabiduría y tu misma ciencia te han desviado. Dijiste en tu corazón: yo, y nadie más” (Is.47; 10)

“Yo y nadie más” es el lema de Babilonia para crecer en su impiedad a costa de los débiles.”Yo, y nadie más “repite el impío dentro de sí mismo excluyendo a Dios de su proyecto de vida; y no solamente eso sino, además, como continúa el salmo,”se jacta de los antojos de su alma”; antojos cuya realización le ciegan los ojos hasta el punto de ignorar que a su alrededor vivan hombres-hermanos más débiles que él.
El impío, al excluir a Dios de su existencia, no es que lo esté negando de forma explícita; simplemente vive su vida con la afirmación implícita de que Dios no es en absoluto importante para él, para sus proyectos, para su realización personal.

Es a estas personas que viven de una forma tan superficial a las que el Hijo de Dios dirige estas palabras:”El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama “(Mt .12; 30). Palabras en las cuales Jesucristo está anunciando que la relación del hombre con Dios nunca puede ser estática, como si fuera una especie de depósito que hay que conservar. La relación del hombre con Dios es, pues, según Jesucristo, una conexión con Él llena de vitalidad, que puede llegar a atrofiarse por falta del incentivo de la savia.

El hombre, al hacer de la búsqueda de Dios lo más importante de su vida, está conectándose a esa savia que provoca un crecimiento continuo de su espíritu; crecimiento que le hace cada vez más apto para sumergirse en la cercanía del rostro de Dios.

El impío , que ha podido recibir los cimientos de la fe , al no dar importancia en su vida al hecho de buscar a Dios, se parece a aquel hombre del cual habló Jesucristo que , al recibir el talento ,lo escondió como si fuera un depósito (Mt.25;25) , por lo que no conocerá nunca el gozo de Dios.

Volvemos nuevamente al justo, que, inmerso en tinieblas y tentado en su confianza, no deja de seguir buscando y gritando a Dios con la certeza de que terminará escuchándole y acercándose a su dolor; y así le oímos decir:” El deseo de los humildes escuchas tú, Yahvé, su corazón confortas, alargas tus oídos “

Este hombre, en su madurez espiritual, se dirige a Dios con palabras entrañables; palabras que revelan no solamente confianza, sino también intimidad y cercanía hasta el punto de decirle:” alargas tus oídos hacia mí “; es decir, no te ha pasado desapercibido mi sufrimiento y en el momento oportuno te has acercado a mí.

A este respecto, vemos cómo Dios alargó sus oídos hacia el sufrimiento del hombre hasta tal punto que se hizo carne en su Hijo Jesucristo; se acercó a nuestro desvalimiento, palpó con sus manos nuestras heridas y nos levantó hacia el Padre.

Podíamos ver desde esta perspectiva la parábola del Buen Samaritano, en la que Jesús nos habla de un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó. Orígenes, Padre de la Iglesia primitiva, nos dice que este hombre, que bajaba de Jerusalén, es la figura de Adán saliendo del Paraíso; es decir, somos todos. Maltratados con las heridas que supone el vivir de espaldas a Dios, no hay nada ni nadie que pueda curarnos. Por eso, el sacerdote y el levita dieron un rodeo: ni la Ley ni las normas morales pueden levantarnos de nuestra postración.

Y Dios “alargó sus oídos “.El es, en su propio Hijo, el samaritano que se acercó directamente al hombre herido sin dar ningún rodeo. El herido experimenta la cercanía del Emmanuel; el Emmanuel siente la cercanía del hombre y alarga su misericordia hasta lo más profundo de sus heridas, curándolas con aceite y vino, que, en la Escritura, simbolizan la Palabra y los Sacramentos. (Lc.10; 30-34)

“Yo estoy con vosotros “, dijo Jesús cuando envió a los Apóstoles a anunciar el Evangelio por todo el mundo. En el Evangelio está, pues, Dios acercándose al hombre herido. Dios alarga sus oídos hacia el hombre cada vez que éste se acerca al Evangelio.

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3. EL CORAJE DE VIVIR

Hoy estoy otra vez bajo el ataque de ese desespero siniestro que se me mete a veces por los pasadizos del alma, en la oscuridad de la noche, hasta el centro mismo de mi ser. El deseo de desentenderme de todo y desaparecer, de renunciar a la vida, de dimitir de mi puesto de hombre en el que he sido tan manifiesto fracaso. Estoy cansado, Señor, cansado hasta los huesos; y mi único deseo es tumbarme y dejarlo todo en paz. Que pase lo que pase. Estoy cansado de luchar, cansado de soñar, cansado de esperar, cansa-do de vivir. Déjame que me siente en un rincón, y que el mundo vaya por sus derroteros, quedando yo libre de toda responsabilidad de impedirlo. Tu mismo Salmo lo dice: «Cuando fallan los cimientos, ¿qué podrá hacer el justo?»

Ni siquiera tengo ganas de rezar, de hablar, y menos de pensar. Tampoco quiero ponerme a discutir contigo, a protestar, a conseguir respuestas a mis preguntas. Déjalo estar. Sencillamente, no tengo ya preguntas, o no tengo ánimo para hacerlas o para acordarme de cuáles son. Sólo sé que mis sueños no se han hecho realidad, que el mundo no ha cambiado, y que ni siquiera yo he cambiado para ser la persona ideal que había decidido ser. Nada ha resultado, ¿y para qué he de seguir preocupándome? Quiero despedirme, quiero marcharme, quiero hacerme a un lado y dejar a las cosas que pasen como quieran pasar, sin que yo diga una palabra. Quiero desaparecer, y se acabó.

Sin embargo, sé muy bien que, al hablarte así, mis palabras quieren decir justamente lo contrario de lo que dicen. Estoy ha-blando de desesperación, precisamente porque quiero esperar; y estoy presentando mi dimisión, porque quiero seguir trabajando.

Tú sabes muy bien que quiero seguir, y yo sé que quiero luchar. Mis palabras de queja han sido sólo el destaparse de mi desilusión, que crecía bajo la presión de una paciencia prolongada y tenía que reventar de una vez para dar paso a la clara realidad de un sentimiento mejor. No, no me escaparé. Mi existencia le servirá de algo al mundo o no, pero mi sitio es éste, y me propongo mantenerlo, defenderlo y honrarlo. No me escaparé. No es ése mi carácter, no es mi manera de reaccionar y de hacer las cosas; y si por un momento he permitido venir a esos negros pensamientos y me he permitido expresarlos, es precisamente porque quería librarme de ellos, y sabía que la mejor manera de derrotarlos era exhibirlos. Hace falta valor para vivir, pero el valor es fácil cuando pienso en ti y te veo a mi lado.

El Salmo comenzaba con el consejo cobarde: «¡Escapa como un pájaro al monte!» Y acaba con la palabra de fe: «El Señor es justo y ama la justicia, y los buenos verán su rostro». Ya nunca huiré.

CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 27