PABLO Y LAS MUJERES


Carmen BERNABÉ
Profesora de Sagrada Escritura
en la Facultad de Teología de Deusto
Bilbao


1. En el nombre de Pablo 
A finales del siglo II, Tertuliano, uno de los primeros escritores y 
polemistas cristianos, se quejaba de que algunos estaban usando el 
ejemplo de una mujer llamada Tecla para legitimar la enseñanza y la 
administración del bautismo por parte de las mujeres, pretendiendo 
aquellos que esta mujer había sido enviada a hacerlo por el mismo 
Pablo. 
Con el fin de oponerse a todo ello, Tertuliano explicaba que la 
obra donde aparecía la historia de Tecla había nacido de la 
imaginación de un presbítero de Asia Menor, el cual, aunque había 
confesado que lo había hecho por amor a Pablo, ya había sido 
depuesto1. 
Se refería Tertuliano a una obra titulada Los hechos de Pablo y 
Tecla, libro de gran difusión por las iglesias de Asia Menor durante 
el siglo II, en el que se narran las peripecias de su protagonista 
Tecla desde que, una vez convertida, y después de oír a Pablo y a 
pesar de las reticencias de éste, comienza a seguirle a través de 
todo el territorio, pasando multitud de penalidades y pruebas. 
Habiendo rechazado casarse con su prometido, tiene que afrontar 
la denuncia hecha por éste y por su propia madre, salvándose 
milagrosamente de ser condenada a muerte. En su camino detrás 
del apóstol, vuelve a ser pretendida, condenada y salvada, hasta 
que su valentía y su fe son reconocidas por Pablo, que la envía a 
predicar y bautizar. 
El libro parece haber sido utilizado por comunidades de mujeres 
con el fin de reivindicar un mayor protagonismo en la vida de la 
comunidad eclesial2. 
Éste es un ejemplo de la utilización del nombre y la autoridad de 
Pablo para legitimar ciertas posturas y doctrinas -en este caso a 
favor del protagonismo de la mujeres en la Iglesia-; pero no es el 
único ejemplo: Pablo y su autoridad también fueron reivindicados 
por otros grupos con posturas muy diferentes, como la de quienes 
no veían conveniente el protagonismo femenino, sino que, por el 
contrario, eran favorables a una mayor adecuación de las actitudes 
y comportamientos de la mujer cristiana a las formas de 
comportamiento requeridas en aquella sociedad para las matronas 
«respetables» y «virtuosas». 
A esta segunda corriente pertenecen las llamadas Cartas 
Pastorales (1 Tm; 2 Tm; Tit) y, con casi total seguridad -según la 
inmensa mayoría de los exegetas actuales-, la interpolación hecha 
en 1 Co 14,33b-35, que refleja la misma ideología y la misma 
situación eclesial posterior que aparecen en las Pastorales. 
Pero ¿qué pensaba Pablo respecto del lugar y el papel de las 
mujeres en las comunidades? En este artículo no se pretende hacer 
un análisis exegético preciso y exhaustivo, sino utilizar algunos de 
los conocimientos que la antropología cultural aporta sobre los 
valores que conformaban el universo mental compartido por las 
comunidades a las que escribe Pablo con sus vecinos no cristianos, 
a fin de presentar un contexto significativo en el que entender mejor 
las palabras y actitudes de Pablo en relación a las mujeres. 

2. Las mujeres y la estrategia misionera de Pablo
Con el fin de valorar correctamente lo que Pablo dice sobre las 
mujeres, hay que hacer tres precisiones. La primera es que el 
interés misionero fundamental de Pablo fue la posibilidad de crear 
comunidades mixtas en las que no se exigiera el acatamiento de la 
ley y las normas judías para ser seguidor de Jesucristo, superando 
la diferenciación entre judíos y gentiles; otros temas como el papel 
de las mujeres, la situación de los esclavos, etc., estaban 
subordinados a aquél. La segunda es que Pablo se mueve entre, 
por una parte, el deseo de fortalecer los lazos y los límites que dan 
identidad a la comunidad, diferenciándola de la sociedad 
circundante, y, por otra, el interés por ganar a personas del exterior 
para la nueva fe y, por lo tanto, la necesidad de presentar al grupo 
y sus creencias de forma atractiva y no peligrosa para el orden 
social. Esta tensión hizo que su comportamiento fuera en cierta 
medida ambiguo, cambiable según las circunstancias, abierto a 
diferentes desarrollos. El tercer dato a tener en cuenta es que antes 
de que Pablo comenzara su misión, y en otras comunidades fuera 
de su área de influencia, ya existían mujeres con protagonismo en 
las diversas iglesias, a las cuales Pablo reconocía una autoridad y 
un recorrido independiente del suyo (Rm 16). 
Por todo ello, no es probable que Pablo pensara que sus 
opiniones sobre el tema pudieran tener un alcance universal y 
atemporal, más allá de unas indicaciones para la buena marcha de 
las comunidades concretas ante problemas también muy concretos. 


- 1 Corintios: 
la reputación de la comunidad y la vergüenza de sus mujeres 
No se analiza en este trabajo la compleja composición de 1 
Corintios ni si se trata en realidad de una mezcla de varias misivas 
de Pablo a la comunidad. Baste saber que los capítulos en los que 
están situados los pasajes objeto de análisis son una 
carta-contestación de Pablo a una consulta hecha por la comunidad 
como consecuencia de la creencia en que la vida en el Espíritu -que 
vivían como fruto del bautismo- les confería una igualdad 
fundamental3 y permitía sacar las consecuencias sociales respecto 
de la validez de diferencias (los límites ordenadores) de género, 
llegando a cuestionar o abandonar las normas que regían las 
relaciones sexuales, los papeles de género o la apariencia física. 
El cuerpo personal es un símbolo de ese otro cuerpo que es el 
social; el primero es un microcosmos donde se reflejan los poderes, 
peligros y límites que se atribuyen a la estructura social. La 
percepción de uno y otro se influencian y condicionan mutuamente. 
El control sobre el cuerpo personal está reflejando el control social, 
y viceversa4. Por eso es comprensible que la nueva concepción de 
la común dignidad y la eliminación de las diferencias que suponía la 
fe cristiana y el bautismo se reflejaran en la forma de concebir las 
relaciones personales, los papeles de género y los sexuales. De ahí 
que sea lógica la aparición de dos tipos extremos de 
comportamiento en relación al cuerpo: el libertinismo y el ascetismo; 
postura que se acentúa en un pensamiento aunque fuera 
incipientemente gnóstico, como el que parece que existió en la 
comunidad de Corinto. Un pensamiento dualista, que concibe al ser 
humano dividido en espíritu y materia, el cuerpo como cárcel del 
alma, y la vida espiritual como la auténticamente importante, 
mantenía una actitud de desprecio hacia la materia que le llevaba o 
bien a prescindir de la sexualidad o bien al extremo contrario, 
precisamente para significar que vivían ya en la realidad espiritual, 
donde todo lo demás -incluidas, por tanto, las diferencias sexuales- 
no contaba. 

- 1 Corintios 7 
Precisamente, el ascetismo extremo es el problema al que Pablo 
responde en 1 Co 7(5), y en el que las mujeres parecen haber 
tenido un papel importante, hasta llegar a constituir un problema al 
que Pablo trata de dar solucion6. Un dato que parece corroborar 
este interés especial en el comportamiento de las mujeres -sobre 
todo viudas, divorciadas y vírgenes- son las rupturas en el 
paralelismo establecido entre varones y mujeres a lo largo de l Co 
7, donde Pablo trata de suavizar la fuerte preferencia por el celibato 
que parece haberse dado entre algunas mujeres7. El celibato 
suponía para ellas la liberación de los pesados lazos y cargas que 
conllevaba un matrimonio en la estructura familiar patriarcal propia 
de aquella sociedad. 
Aunque es cierto que Pablo demuestra una preferencia por el 
celibato (v. 38) como símbolo de la proximidad del eschaton, cuyas 
primicias ya ha comenzado a vivir la comunidad, no parece 
compartir la idea de algunas personas de vivir ya en un universo 
puramente espiritual. Y así, cuando aborda en 7,32-34 el tema de la 
virginidad, fundamentalmente femenina, Pablo no contrapone la 
santidad de ambos tipos de vida (célibes/casados), sino que 
reconoce que en ambos puede vivirse con ansiedad, aunque sea 
por diferentes causas. La ansiedad de las casadas puede ser 
agradar a su marido; la de las célibes, mantenerse santas en su 
cuerpo y en su espíritu; y ambas pueden ser un obstáculo para lo 
fundamental: la dignidad frente a los de fuera y el trato asiduo con 
el Señor sin división (7,35). 
El celibato podía ser una fuente de ansiedad, precisamente 
porque no vivían aún en el eschaton (7,9.36-38); su elección por el 
celibato podía resultar, por tanto, inviable, bien porque no pudieran 
prescindir de ciertas normas sociales, o bien porque, pensando ser 
un signo, y -debido precisamente a esas mismas normas-, se 
conviertan en vergüenza para la comunidad al incumplirlo (v. 36). 
Pero Pablo no ordena a estas mujeres que se casen, aun siendo 
consciente de que su posición retaba los intereses de la estructura 
de la casa patriarcal y, por lo tanto, de la sociedad organizada en 
torno a ella. 
En el caso de los divorciados (7,10-11), las palabras dirigidas a 
las mujeres son más abundantes, lo cual hace que se centre en 
ellas la atención. Con toda probabilidad, Pablo está aludiendo al 
problema que surgía cuando uno solo de los cónyuges se hacía 
cristiano; situación que era mucho más probable y problemática en 
el caso de las mujeres: puesto que eran ellas quienes debían 
adoptar la religión y los dioses de sus maridos si se habían casado 
bajo manus (paso a la patria potestad del marido), o a la de su 
padre si no lo había hecho, la conversión al cristianismo tenía que 
suponer para ellas una situación muy difícil, sobre todo si tal hecho 
debía permanecer en secreto. Hay que tener en cuenta que las 
mujeres tenían una libertad de movimientos muy limitada, y que el 
mero hecho de que salieran a la calle era especialmente 
problemático, aunque fuera mucho más fácil para las mujeres 
nobles. Pablo reconoce que se han dado algunos casos de 
separación, al parecer por iniciativa de la mujer (7,10-11), ante lo 
cual les recomienda que no se separen o que se reconcilien. Y la 
razón que les da es que el cónyuge creyente puede acabar 
influyendo en el no creyente; pero, sobre todo, les recuerda -y en 
ello se nota que se dirige sobre todo a mujeres- la posibilidad de 
educar a sus hijos pequeños -dejados al cuidado de la mujer- en la 
fe cristiana. (Hay que tener en cuenta que, en una separación, los 
hijos permanecían con el padre, a cuyo linaje pertenecían). De 
todas formas, Pablo reconoce también que a veces la decisión no 
dependía de la mujer, y entonces recomienda paz a la parte 
abandonada. 
El mismo problema de rechazo del matrimonio parece haberse 
dado en el caso de las viudas (7,39-40). En una sociedad en la que 
la mujer, al casarse, era mucho más joven que el marido, aunque 
también moría más joven, podía darse, y no era raro, el caso de 
mujeres que llegaran a casarse y a dar hijos a dos o tres familias. 
Muchas viudas preferían no volver a casarse. Pablo aconseja a las 
viudas que, si vuelven a casarse, lo hagan con alguien creyente 
(«en el Señor»), pero les reconoce el derecho a permanecer sin 
volverse a casar. Pablo no especifica el tipo de viudas (jóvenes o 
ancianas) a quienes reconoce ese derecho, lo que sí harán las 
cartas Pastorales cuando ordenen que las viudas jóvenes se 
vuelvan a casar (1 Tm 5,3-16). Por ello, la posición de Pablo no 
deja de ser alternativa a las normas sociales y a la evolución 
posterior de las disposiciones eclesiales. Y es que no se puede 
olvidar que en aquella época el volver a casarse y engendrar hijos 
mientras la edad lo permitiera era para la mujer una obligación de 
estado, perfectamente legislada, cuyo incumplimiento acarreaba la 
consiguiente condena. La legislación de Augusto (27 a.C-14 d.C), 
reforzada posteriormente por Domiciano y renacida en los siglos I y 
III d.C., había sido proyectada para favorecer el estado civil de 
casada en la mujer y no desperdiciar sus años de fertilidad. Se 
alentaba a las viudas y divorciadas a casarse de nuevo, se penaba 
el no hacerlo y el no tener hijos después de los veinte años 
(veinticinco para los varones) y se premiaba el tenerlos en mayor 
número del habitual. De hecho, las mujeres libres que tenían tres 
hijos, y las libertas con cuatro, podían emanciparse de la custodia 
de padres o maridos8. 
Como puede verse, el comportamiento de las mujeres era objeto 
de un especial control social. Pero es importante analizar los valores 
que regían semejantes comportamientos para poder entender en 
profundidad el porqué de unos y otros comportamientos y 
declaraciones. 
Si Pablo se centra sobre todo en el comportamiento que las 
mujeres de la comunidad de Corinto estaban adoptando sobre sus 
vínculos familiares y sexuales, se debe a que, según los valores 
compartidos en aquella sociedad, la imagen y la reputación de la 
comunidad entre los de fuera dependía en gran medida de la 
actitud y el comportamiento de las mujeres que formaban parte de 
ella. Unos valores que -no se olvide- se objetivaban en las leyes 
estatales. 
La sociedad en la que discurría la vida de los cristianos de 
Corinto se regía por el valor central del honor, el cual estaba muy 
ligado -entre otros aspectos- a la reputación de las mujeres que 
estaban a cargo de los varones, la cual dependía de la certeza de 
que la sexualidad de la mujer pertenecía en exclusiva a su marido 
-en el caso de estar casada- o de que estaba intacta -en el caso de 
estar aún soltera-. La pérdida de vergüenza en las mujeres (su 
parte del honor familiar) o, lo que era igual, la duda sobre su 
virginidad o su exclusividad sexual, significaba la pérdida del honor 
y la reputación de los varones del grupo familiar -marido, padre, 
hermanos-. En cierta forma, el cuerpo y la sexualidad de la mujer 
expresaban el honor y la reputación de una casa familiar, de un 
grupo. Sin embargo, ellas no podían representar su propio honor ni 
el del grupo frente a los demás en el ámbito público y social. Una 
mujer sola era considerada peligrosa, sospechosa de promiscuidad 
sexual y, en cierto sentido, una depredadora9. Por eso los signos 
externos que indicaban la principal virtud femenina -la castidad- 
eran muy importantes y debían ser observados si se quería 
aparecer como virtuosa (= casta). Esos signos consistían en un 
determinado tipo de comportamiento: permanecer en el ámbito 
privado el mayor tiempo posible; salir a la calle con velo10; no mirar 
de frente a un varón, sino andar siempre con los ojos bajos; hablar 
poco y no pretender quedar por encima del varón...; es decir, ser 
sumisa y recatada y hacer todo lo posible para ser invisible a los 
ojos de quien no era el propio marido. Si el papel del varón, cabeza 
de la familia, era ser el señor de todos los que estaban a su cargo, 
cualquier gesto que pusiera en duda este papel (desobedecerle o 
discutir sus órdenes o enseñanzas, sobre todo en público) 
significaba un reto y una merma de su honor y su reputación ante 
los ojos de sus iguales en la sociedad11. 
Pablo y sus comunidades se debatían en un doble movimiento: 
por un lado, la afirmación de la propia identidad grupal y su 
separación del resto de la sociedad; por otro, el deseo de ganarla 
para la causa del evangelio, lo que le hacia tender puentes hacia 
ella. Y ahí es donde se debe entender la enseñanza de Pablo, a 
veces ambigua y siempre abierta a desarrollos posteriores. 
Y así, en 1 Co 7 se ve que la enseñanza de Pablo tiene en 
cuenta los esquemas culturales y los valores del honor y la 
vergüenza, y que le preocupa cómo puedan influir en la imagen que 
la comunidad ofrezca a los de fuera. Aunque él acepta y aprueba la 
opción por el celibato de algunas mujeres y ve su castidad como 
signo de la identidad comunitaria y de la nueva vida de Dios que ya 
han comenzado a vivir -si bien les recuerda que todavía no la viven 
en plenitud, a causa de esos mismos esquemas culturales y del 
peligro de que su castidad, con razón o sin ella, pudiera suscitar 
problemas o sospechas al ser puesta en duda, repercutiendo 
entonces en la reputación de los varones de la comunidad y, por 
tanto, en la misma comunidad y en su mensaje-, Pablo reconoce 
que hay ocasiones en las que no es posible o recomendable la 
decisión de las mujeres de no atarse a unos vínculos que las 
limitaban de tal manera, y aconseja no hacerlo en ciertos casos 
(7,26;36-38). 
Sin embargo, en su mismo discurso aparece una critica al 
sistema de la familia patriarcal y su utilización de las personas (las 
mujeres en este caso) para asegurar su supervivencia12. Pablo, al 
aprobar la elección de las viudas de no volver a casarse, además 
de retar las leyes, sanciona una forma de vida en la que la mujer es 
responsable de su propio honor y, separada de la protección de un 
varón, representa no sólo su propio honor, sino el de la 
comunidades donde encontraba esa protección. 

- 1 Corintios 11,2-16 
/1Co/11/02-16: Los valores culturales del honor y el recato, así 
como las actitudes y comportamientos requeridos a cada sexo para 
demostrarlos, pueden iluminar otro pasaje muy discutido en la 
misma carta de Pablo a los Corintios: el del velo de las mujeres que 
profetizan (11,2-11). 
VELO/CHADOR CHADOR/VELO: El tema del comportamiento de 
las mujeres -en consonancia o en contraposición con los valores 
culturales patriarcales predominantes- fue haciéndose cada vez 
más importante, en la medida en que las comunidades cristianas se 
hacían más conocidas, más heterogéneas, e iban pasando al 
mundo público. Por ello, aunque se ha discutido que estos 
versículos pudieran ser una interpolación posterior, su argumento 
responde tan perfectamente al interés de Pablo por la reputación de 
la comunidad ante los vecinos que observan el culto cristiano, que 
no es muy probable que lo sea. 
Si bien es cierto que la comunidad tenía como base una iglesia 
doméstica -el ámbito privado, por lo tanto-, hay que tener en cuenta 
que su culto -sobre todo si a estas comunidades pertenecían 
miembros de otras casas familiares, en concreto mujeres sin sus 
maridos o amos- estaba expuesto a la curiosidad y chismorreo de 
los vecinos, lo cual explica la preocupación por la opinión externa 
acerca de la respetabilidad de la comunidad, nacida de ese deseo 
de ganar miembros para el Evangelio. 
Las mujeres de Corinto, a juzgar por las razones y argumentos 
dados por el autor, parecen haber descubierto que el 
acontecimiento de Cristo permite hacer una lectura diferente de la 
tradicional sobre la sujeción de la mujer al varón, sobre las 
diferencias de género y, en consecuencia, sobre la inadecuación de 
los signos externos de sujeción y sumisión, como el velo14. De 
nuevo nos encontramos con el reflejo en el cuerpo, en esta ocasión 
el femenino, de la organización social. 
Se alude con frecuencia a que Pablo trata de evitar que el culto 
cristiano se identifique con otros cultos mistéricos -como los 
dionisíacos, los isíacos o los cibelinos- que se celebraban en las 
ciudades greco-romanas, los cuales, a la vez que encontraban gran 
aceptación entre las mujeres, eran condenados -y a veces 
perseguidos- por las autoridades y los escritores. Muchos de tales 
cultos celebraban un renacimiento a una nueva vida, plasmándolo 
en la negación de la diferenciación sexual mediante la castración o 
la utilización de ropas del otro sexo, o bien con símbolos que 
expresaban esa quiebra de las normas que regían los 
comportamientos adjudicados a cada sexo en la sociedad, como, 
por ejemplo, el soltarse el pelo o quitarse el velo en el caso de las 
mujeres, gestos que pueden ser asimilados. Precisamente esa 
atracción que sentían las mujeres por estos cultos está hablando de 
una protesta, consciente o inconsciente, por las normas sociales 
androcéntricas y patriarcales que ordenaban la sociedad como lo 
hacían, así como por el lugar y el papel que les había sido 
adjudicado en ella. En este contexto y constelación de ideas hay 
que entender el símbolo del andrógino, la reunificación original de la 
creación dividida, originalmente unificada. 
Como se decía más arriba, citando los trabajos de la antropóloga 
Mary Douglas, la estructura social se refleja en el cuerpo personal, 
y la actitud hacia éste refleja la actitud social ante sus límites, sus 
normas de ordenamiento... Pues bien, en la sociedades e 
instituciones en que se mantiene la división genérica (de género) 
del espacio, de las funciones, de las tareas... se defiende ese orden 
existente (reglas, ordenación, estructura de poder...), normalmente 
establecido por y desde una élite de varones, insistiendo y 
argumentando desde la diferenciación sexual (en otros casos puede 
ser la raza, la riqueza...) como causa natural y objetiva de 
semejante diferenciación de papeles, espacios y funciones, a la vez 
que se rechaza toda discusión sobre esa ordenación que se 
pretenda legitimar apelando a la naturaleza o incluso a una voluntad 
divina entendida de forma ingenuamente atemporal15. Por el 
contrario, los movimientos de protesta del orden social establecido 
ponen en duda esas diferenciaciones genéricas que se establecen 
sobre la base de las diferencias sexuales, y más en concreto las 
consecuencias sociales de dichas diferencias. La expresión de esa 
protesta puede ser diversa, pero una forma es aquella que, 
mediante gestos o acciones simbólicas -a veces plásticas-, niega 
esas diferencias y cuestiona los papeles tradicionales atribuidos a 
cada sexo. 
Aunque ya se ha mencionado el significado cultural del velo en 
las mujeres, unas citas que tratan del tema y abarcan un arco de 
tiempo de más de un milenio pueden ayudarnos a comprender la 
seriedad y el significado del tema de la imposición del velo a las 
mujeres16. 
«Gaius Sulpicius Gallus se divorció de su mujer porque la sorprendió 
fuera de casa con la cabeza descubierta: es una pena dura, pero no 
ilógica. La ley, dijo él, prescribe que sólo ante mis ojos puedes mostrar tu 
belleza... Si tú, con una provocación innecesaria, invitas a mirar a 
cualquier otro, eres sospechosa de falta» (VALERIUS MAXIMUS, Hechos 
y dichos memorables, 6,3.9-12 [siglo I d.C])17. 

Pero el símbolo se remonta aún más atrás. En el siguiente texto 
se hace evidente que el criterio del uso del velo es la vivencia de la 
sexualidad de sus portadoras. 

«Ni las esposas de señores ni las viudas... que salen a la calle pueden 
dejar su cabeza al descubierto. Las hijas de un señor... deben taparse, 
sea con un chal, sea con un manto... Cuando salgan solas a la calle, se 
han de cubrir con un velo. Una concubina que salga a la calle con su 
señora se ha de poner un velo también. Una prostituta sagrada casada se 
ha de poner el velo en la calle; pero aquella que no se ha casado debe 
dejar su cabeza al descubierto en la calle: no puede ponerse un velo. Una 
ramera no se puede tapar con un velo; su cabeza ha de estar al 
descubierto.. .» (art. 40 de las Leyes Mesoasirias [1250 a.C]). 

Y un poco más adelante la Ley dice: 

«...quien vea a una ramera que lleva velo, puede arrestarla, buscar 
testigos y conducirla al tribunal del palacio; no le podrán quitar las joyas, 
pero el que la ha arrestado puede quedarse con sus ropas; la azotarán 
cincuenta veces con barrotes y verterán brea sobre su cabeza». (Si era 
una esclava joven la que era sorprendida llevando velo, se la despojaba de 
sus ropas y se le cortaban las orejas)18. 

En su respuesta, Pablo muestra de nuevo su preocupación por la 
imagen que la comunidad pueda ofrecer al exterior. Reconoce que 
las mujeres pueden realizar, al igual que los varones, ciertas 
funciones, como dirigir la oración litúrgica comunitaria y transmitir 
las inspiraciones del Espíritu (v. 5); pero manda que lo hagan con la 
cabeza cubierta. Poco importa si utiliza o no la palabra «velo»: el 
verbo «cubrirse la cabeza» ya alude a ella. En el fondo, está 
proponiendo que se considere la asamblea como un lugar público y 
que las mujeres que profetizan se adecúen a las normas sociales 
establecidas sobre el decoro. Ya sea que recordaran a las 
bacantes, que se quitaban el velo y mostraban libremente el pelo 
suelto, ya sea que atentaran contra las normas del decoro, el 
significado cultural de fondo se ha visto más arriba. Pablo no desea 
que el culto cristiano sea visto como inmoral o peligroso para las 
costumbres y el orden social, porque eso puede cerrar puertas a la 
nueva fe. 
Su argumentación, basada en una interpretación de las 
narraciones de la creación androcéntrica y patriarcal, que empalma 
con las líneas exegéticas más conservadoras, retoma y propone el 
esquema jerárquico propio de la casa y la familia patriarcal, que 
había sido alterado en la organización de las iglesias domésticas. 
«Toda mujer que ora y profetiza con la cabeza descubierta 
afrenta [avergüenza] a su cabeza» (v. 5). Mediante un juego de 
palabras entre cabeza y autoridad, posibilitado por su sustrato 
judío, en el versículo anterior se ha dicho que la cabeza de la mujer 
es el hombre; lo cual explica la idea del v. 5: si la mujer va 
descubierta a-vergüenza (deja sin vergüenza) al varón. Según los 
valores centrales del honor y la vergüenza, el honor del varón 
dependía de que las mujeres a su cargo conservaran la vergüenza, 
para lo cual era esencial un comportamiento que comenzara por el 
cumplimiento de unos signos externos, entre ellos llevar velo fuera 
de casa y en presencia de otros varones, cuyas miradas podían 
acabar simbólicamente con su castidad. Si la mujer no lo llevaba, se 
suponía que era eso precisamente lo que buscaba, y por lo tanto se 
la consideraba una desvergonzada19. 
Sin embargo, la argumentación seguida en los vv. 7-9 sobre la 
relación entre ser imagen de Dios y no cubrirse la cabeza, y según 
la cual se esperaría el mandato del velo como signo del status 
derivado, se rompe sorpresivamente -contradiciendo su propia 
lógica- cuando en el v. 10 dice: «...por eso [porque la mujer fue 
creada para el varón] conviene que la mujer tenga control sobre 
sí20 misma a causa de los ángeles». El significado no varía y puede 
entenderse en la misma línea de que la mujer ha de tener presente 
que su comportamiento avergüenza u honra a su marido y a la 
comunidad delante de los demás, ya fueran los ángeles, presentes 
en las asambleas para llevar las oraciones ante Dios (según la 
creencia del tiempo), ya fueran aquellos vecinos que podían 
acercarse a las mismas. Pero lo que sí varía es que Pablo no puede 
estar de acuerdo con lo que significa tal gesto en su sociedad: el 
status derivado. Y por ello, como si se hubiera dado cuenta de 
adónde le llevaba su línea argumentativa primera -con demasiados 
resabios rabínicos-, utilizada para apoyar una norma social, sigue el 
argumento anterior, pero en una línea de mutualidad entre los 
sexos, basada en su común procedencia de Dios, que en realidad 
deslegitima su primer razonamiento. Pero en su argumentación ha 
utilizado una hipótesis peligrosa que ha sido utilizada después, a lo 
largo de los siglos, por los intérpretes de Pablo: los papeles y las 
diferencias de aspecto según género son algo natural y querido por 
Dios, confundiéndolo con la diferenciación sexual. 

3. La castidad, el silencio y la sumisión: 
signos de identificación de la mujer virtuosa 
Esta actitud de Pablo será desarrollada posteriormente por 
aquellos que reivindican su nombre y su herencia. La tradición 
paulina posterior, tanto la directa -la que viene a través de sus 
discípulos más cercanos y que se recoge en las cartas a los 
Colosenses y a los Efesios- como la más remota -plasmada en la 
llamada «tradición deuteropaulina» (1-2 Tim; Tito) o la que recogen 
los escritos apócrifos (que no fueron admitidos entre los libros 
oficiales de la gran corriente eclesial), se siente toda ella como un 
desarrollo legítimo de la enseñanza de Pablo. 
A finales del siglo I y comienzos del siglo Il, la situación en las 
comunidades eclesiales era, por lo general, la que se intuía ya la en 
época de Pablo. Las iglesias domésticas estaban compuestas, cada 
vez más, por miembros de diferentes casas familiares -con el 
problema que suponía en el caso de las mujeres y los esclavos que 
habían decidido no seguir los ritos y la religión de sus maridos o 
amos-; progresivamente, la Iglesia iba siendo conocida como una 
religión diferente del judaísmo y abriéndose al ámbito público; los 
ataques y acusaciones de corromper mujeres y destruir casas 
familiares comenzaron a proliferar (Celso, Plinio, Fronto...)21. 
Desde ahí se comprende que el comportamiento de las mujeres 
fuera tan importante para la imagen que del cristianismo se podían 
hacer los ciudadanos del mundo greco-romano. Y es desde ahí 
desde donde deben ser entendidas las restricciones e imposiciones 
que sufren las mujeres cristianas. 

- I Corintios 14,33b-35 y las Pastorales 

«Las mujeres cállense en las asambleas, que no les está permitido 
tomar la palabra; antes bien, estén sumisas, como también la Ley lo dice. 
Si quieren aprender algo, pregúntenlo a sus propios maridos en casa, 
pues es indecoroso que la mujer hable en la asamblea». 

Actualmente son mayoría los exegetas que piensan que estos 
versículos (/1Co/14/33b-35) de 1 Co son una interpolación que 
corresponde a un momento institucional y a una problemática 
posterior22. 
Sin embargo, este tema del silencio de las mujeres como un 
aspecto de la forma de actuar recatada, propuesta para ellas como 
propia de su género, constituye uno de los temas importantes en las 
cartas Pastorales. Y así, en /1Tm/02/09-15 se dice: 

«Asimismo, que las mujeres, vestidas decorosamente, se adornen con 
pudor y modestia, no con trenzas ni con oro o perlas o vestidos costosos, 
sino con buenas obras, como conviene a mujeres que hacen profesión de 
piedad. La mujer oiga en silencio, con toda sumisión. No permito que la 
mujer enseñe ni que domine al hombre. Que se mantenga en silencio... 
Con todo, se salvará por su maternidad mientras persevere con modestia 
en la fe, en la caridad y en la santidad». 

Y en Tito 2,4-5 /Tt/02/04-05: 

«Que las ancianas... enseñen a las jóvenes a ser amantes de sus 
maridos y de sus hijos, a ser sensatas, castas, hacendosas, bondadosas, 
sumisas a sus maridos, para que no sea injuriada la Palabra de Dios». 

La mujer virtuosa, según los cánones y los valores sociales del 
tiempo, era la matrona, recluida en casa -de la que salía en 
contadas ocasiones, y siempre con velo-, dedicada a las tareas 
domésticas y a la crianza de los hijos de su marido. Una mujer que 
saliera demasiado de casa -y mucho más para acudir a cultos 
distintos de los del marido-, mirara de frente a los varones, hablara 
con extraños, no se cubriera con velo, se vistiera de forma 
provocadora o se atreviera a discrepar de su marido o a exponer 
sus opiniones en público, inmediatamente habría sido etiquetada 
como una desvergonzada, su virtud -la castidad- habría quedado en 
entredicho, y su marido o su familia habrían visto disminuir o 
desaparecer su honor de forma decisiva. 
Aunque las mujeres con dinero podían ser patronas de 
personas, grupos o incluso ciudades, por lo que recibían honores 
en forma de estatuas o inscripciones, tenían vetados tres ámbitos: 
los tribunales de justicia, el campo de batalla y la Asamblea. No 
podían tomar la palabra en público, y mucho menos dirigirla a los 
varones en una asamblea. Muchos son los ejemplos al respecto que 
han quedado plasmados en las obras de los escritores clásicos. 
Incluso en el caso de las mujeres que ejercían algún tipo de 
patronazgo -y por lo tanto, en alguna medida, un papel público-, 
cuando se hablaba de ello había que asegurar sus virtudes según 
el canon femenino, pues la mujer en público corría el peligro de ser 
considerada una mujer pública23. 
Dos parecen haber sido los factores que influyeron en el 
reforzamiento de los papeles tradicionales para las mujeres, con la 
consiguiente pérdida de protagonismo eclesial. El primero fue la 
necesidad de evitar acusaciones y recelos, puesto que el 
cristianismo, que comenzaba a ser conocido como religión diferente 
del judaísmo, era observado con sospecha; las acusaciones de 
subvertir la tradición y el orden impuesto por ésta eran habituales 
en los autores que hablaban de los cristianos; atentar contra el 
orden de la casa era hacerlo contra el estado. Y el segundo factor 
fue que los varones de clase alta, que entraron poco a poco en las 
iglesias, fueron los que escribieron las directrices morales y de 
disciplina que ordenaban la vida de las comunidades y sus 
miembros, y lo hicieron desde su educación y sus esquemas 
culturales, que, en el caso de la imagen y los papeles de género, 
eran tradicionales y conservadores. 
La estructura social no estaba preparada para asumir las 
implicaciones que en el tema del género suponía el mensaje de 
Jesús, y con el fin de encarnarse en ella se eligieron otras 
prioridades y otra estrategia. Hubo grupos que expresaron su 
desacuerdo, y de ello ha quedado constancia en escritos que 
quedaron fuera del canon oficial y en los propios escritos oficiales, 
que tuvieron que prohibir muchas veces prácticas contrarias que se 
seguían dando o defendiendo. De una forma u otra, la tensión entre 
lo pre-visto y lo posible se mantuvo a lo largo de los siglos, en 
espera de que la mentalidad, los esquemas culturales y la recepción 
social cambiaran. ¿Quién puede interpretar los signos de los 
tiempos y decir que no es aún el momento? 

SAL TERRAE 1997/05. Págs. 421-437

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1. De Baptismo I. 17,5.
2. Sobre la utilización de estos libros «apócrifos» con fines 
reivindicativos y ejemplarizantes por par- te de algunos grupos de mujeres, 
cf. D. R. MACDONALD, The Legend and the Apostle. The Battle for Paul 
in Story and Canon, Fortress, Philadelphia 1983; S. DAVIES, The Revolt of 
the Widows. The Social World of the Apocryphal Acts, New York 1980.
3. La proclama bautismal de Gal 3,28, anterior a Pablo, recoge esta 
creencia y vivencia.
4. M. DOUGLAS, Símbolos naturales, Madrid, Alianza Universidad 
1973, cap. V: «Los dos cuerpos».
5. /1/Co/07/1b: Parece existir un consenso creciente en atribuir las 
palabras del versículo 1b -«bien le está al hombre abstenerse de mujer»- 
como un eslogan del grupo con tendencias ascéticas de la comunidad de 
Corinto. 
6. Para la discusión sobre este tema se puede consultar, R. 
SCROGGS, «Paul and the Eschatolo- gical Woman»: JAAR 40 (1972) 
281-303; D.R. MACDONALD, «There is no Male and Female: The Fate of 
a Dominical Saying in Paul and Gnosticism»: HDR 20 (Foriress, 
Philadelphia 1987). 
7. Cf. M.Y. MACDONALD, Early Christian Women and Pagan opinión. 
The power of the Histerical Woman, Cambridge University Press, 
Cambridge 1996, pp. 133-144. 
8. Cf. S. POMEROY, Diosas, esposas, rameras y esclavas, Madrid, 
Akal Universitaria 1987, pp. 183, 186-189.
9. Las ideas sobre la irracionalidad de la mujer y su mayor cercanía a 
lo natural y al instinto, con toda probabilidad conformaban estas ideas y 
percepciones sobre la mujer. 
10. El cabello tenía -y sigue teniendo- una connotación erótica. Esta 
característica, que hoy es recono- cida para los dos sexos, en el pasado 
-y sobre todo en el Próximo Oriente- sólo era atribuida al cabello de la 
mujer, posiblemente porque nadie preguntó -ni le importaba a nadie- la 
opinión de las mujeres. 
11. Para un estudio del mundo de significaciones y valores culturales 
del ámbito mediterráneo en el que se desarrollan las primeras 
comunidades, puede leerse con provecho la obra de B. MALINA, El mundo 
del Nuevo Testamento. Rasgos desde la Antropología cultural, Verbo 
Divino, Estella 1995; en ella se ofrece una abundante bibliografía en otros 
idiomas que sería largo referir aquí. 
12. Se podría preguntar hasta qué punto Pablo no hace lo mismo con la 
pervivencia y reputación de las comunidades cristianas y las mujeres. 
13. Cf. M.Y. MACDONALD, Early Christian Women and Pagan Opinion, 
p. 152 
14. Un estudio pormenorizado de la estrategia retórica de Pablo como 
medio para conocer el contexto social comunitario, sus problemas y, en 
concreto, el papel de las mujeres de Corinto, en A. CLARK WIRE, The 
Corinthian Women Prophets. A Reconstruction through Paul's Rethoric, 
Fortress Press, Minneapolis 1990. 
15. Cf. W. MEEKS, «The Image of Androgyne: sume uses of a Symbol 
in Earliest Christianity»: HR 13 (1973) 165-208. El autor piensa que en Gal 
3,28 late esta idea, y que en Pablo la idea de que en el Bautismo se había 
conseguido la reunificación del hombre original tuvo incidencia real, 
favoreciendo la igualdad de papeles entre varones y mujeres. Algo que se 
perdió después, cuando se conservó el lenguaje de la unidad para reforzar 
la estratificación convencional (Ef 5). En I Co. Pablo mantiene aún una 
ambigüedad creadora.
16. El chador, reivindicado a veces por las mismas mujeres (?) como 
signo cultural, así como la versión estilizada que supone el velo de las 
religiosas, son dos productos actuales que hunden su prehistoria y sus 
raíces, aun sin saberlo, en este sistema cultural de valores. Es muy 
clarificador al respecto el libro de F. MERNISSI, Sueños en el umbral. 
Memorias de una niña del harén, Circulo de Lectores, Barcelona 1996. La 
autora describe con tanta ternura como agudeza el significado de estos 
símbolos y su vivencia por parte de las mujeres, que ella, aún niña, 
conoció y le tocó vivir. El reciente y triste episodio de los Talibanes 
imponiendo a las mujeres, ante la tenue protesta de los organismos e 
instituciones occidentales de todo tipo, un chador tan tupido que apenas 
les deja ver por una rejilla a la altura de los ojos, la reclusión en casa y la 
prohibición de su acceso a la enseñanza, nos recuerda la terrible fuerza y 
pervivencia de estos esquemas y valores culturales. 
17. Cf. M.R. LEFKOWITZ y M.B. FANT, Women's Libe in Greece and 
Rome. A Source Book, J. Hopkins Press, Baltimore 1993, p. 96.
18. Tomado de G. LERNER, La creación del Matriarcado, Critica, 
Barcelona 1990, pp. 208-209. 
19. A poco que se piense y se recuerden ideas, comportamientos, 
leyes, comentarios... de no hace tanto tiempo, e incluso actuales (basta 
con recordar algunas sentencias judiciales), se podrán reconocer estos 
modelos y esquemas culturales, típicos sobre todo de nuestras 
sociedades mediterráneas. Es evidente que algunos de ellos son 
patrimonio universal del patriarcado. 
20. Comparto las opiniones que traducen exousía como «capacidad 
para hacer algo», «autoridad» o «control sobre si», y no como «signo de 
autoridad»; cf. J.M. BASSLER, The Women's Bible Commentary, John 
Knox Press, Westminster 1992; J.R. BUSTO, «San Pablo y las mujeres 
de Corinto»: Sal Terrae (Marzo 1993) 217.
21. Para un análisis detallado de estos ataques, cf. M.Y. 
MACDONALD, Early Christian Comen and Pagan Opinion, pp. 49-127.
22. Si se suprimen estos versículos, el pasaje recupera su fluidez y 
coherencia. Además, la idea se contradice con la postura de permitir que 
las mujeres profeticen en la Iglesia, que aparece en otro momento de la 
carta. Los valores expresados en estos versículos coinciden con aquellos 
que se ven reflejados en las cartas Pastorales (1-2 Timoteo; Tito).
23. Un ejemplo, entre otros muchos, de las ideas y valores culturales de 
la época se pueden vislumbrar en los escritos de Plutarco, que vivió en el 
siglo ll: «...y adornará aquello que hace de la mujer más hermosa. Y no es 
el oro ni la esmeralda ni la púrpura los que la hacen así, sino cuantas 
cosas la rodean con la apariencia externa de la dignidad, la moderación y 
el recato» (26); «Teano [esposa de Pitágoras], colocándose el manto 
alrededor de su cuerpo, enseñaba el brazo. Cuando alguien le dijo: 
'Hermoso brazo', ella le respondió: 'Pero no público'. Conviene que no sólo 
el brazo, sino también el discurso de la mujer prudente, no sean públicos» 
(31); «Fidias representó a Afrodita de los Eleatas con un pie sobre una 
tortuga, queriendo decir que las mujeres deben cuidar la casa y guardar 
silencio. En verdad, conviene, o bien que hable a su marido, o bien a 
través de su marido, no molestándose si a través de una lengua extraña 
produce, como el tocador de flauta, un sonido más digno» (32): 
PLUTARCO, Moralia, Vol. II, Gredos, Madrid 1986.