TERCERA PARTE

LA RECOLECCIÓN ETERNA


Las parábolas del «Reino» terminan con la perspectiva de su 
floración escatológica. La siembra prepara la siega. Las semillas no 
tienen más razón de ser que llegar a unas espigas repletas de 
granos. En contraste con el grano de mostaza, el árbol grande 
indica la fase gloriosa del Reino: Jesús piensa el tiempo presente en 
función de una plenitud celestial. 
Si se quiere, se puede decir que la escatología está realizada en 
el Reino de los cielos presente en esta tierra. Pero la realización es 
secreta y misteriosa, y el Reino actual sigue siendo siempre 
«escatológico»; viene de Dios y camina tensamente hacia su 
plenitud escatológica, de la que ha recibido todo su valor. Lo que se 
siembra en el tiempo es ya la eternidad. Lo que va creciendo y 
madurando, es una realidad de eternidad misteriosamente presente 
ya en nuestra vida temporal. 
La hora de la siega sonará inevitablemente cuando Dios lo 
decida. Es preciso tomar en serio la palabra de Jesús: «Acerca de 
la hora y de la fecha de ese dia, nadie lo sabe, ni los ángeles del 
cielo, ni el Hijo, sino únicamente el Padre» (Mt 24, 36); todo viene a 
tropezar en la ignorancia de la hora y en la certeza del fin. El 
género humano, las generaciones sucesivas, las vidas humanas 
individuales, todo termina en esta certeza que domina la vida y lo 
determinará todo. En la hora de la siega, las vidas entran en la 
eternidad.
Con referencia a esa hora inevitable, nuestra duración, nuestro 
tiempo pierde su valor absoluto. La única aventura humana que 
cuenta es el hallazgo del Reino.
Entre la siembra y la hora de la siega media una duración de 
tiempo. ¿Breve o larga? Nadie puede saberlo, puesto que su 
término, la hora de la siega, es una incógnita. La perspec tiva de la 
«vuelta» de Jesús aviva la esperanza de que la duración será 
breve. En las parábolas de la siembra, nada detiene el crecimiento: 
hay que esperar la madurez, y ésta es tan cierta como el 
crecimiento. Eso es todo lo que puede asegurarse: «Cuando el 
trigo está maduro, se mete en él la hoz».



CAPÍTULO VII

EL JUICIO DE DIOS 


Cuando reflexionamos sobre este período de tiempo intermedio, y 
comprobamos que Dios deja a los hombres su libertad, la de hacer 
el bien como la de hacer el mal, llegamos a pensar, en la línea del 
Antiguo Testamento, en un juicio. La hora de la siega es también la 
hora del juicio de la tradición judía. 
La palabra de Dios es una fuerza que nada detiene y que 
fecunda la tierra; pero en el mismo campo, al lado de la buena 
simiente brota la cizaña. En el momento de la cosecha, la simiente 
buena se meterá en unos graneros, y la cizaña será echada al 
fuego. Es la separación del bien y del mal; en lenguaje judío, el 
Juicio. Las parábolas de la siembra van normalmente acompañadas 
de la idea de un juicio, situado entre el desarrollo terrestre del 
Reino y su floración celeste final. La idea de Jesús sobre el Reino 
coincide en este punto con la doctrina judía; de igual manera, en la 
teología paulina, el Reinado eterno de Cristo comienza por el mismo 
juicio general. 
En la doctrina cristiana, Dios juzgará, no ya según los principios 
del judaísmo para recompensar la observancia de la Ley, sino 
siguiendo unas razones más profundas que van a revelarnos las 
parábolas. 


Los obreros de la hora undécima
(/Mt/20/01-16)

Es una escena de la vida campesina en tiempo de Jesús. Para 
tener trabajo no se arma escándalo, como hoy día. Hasta se 
prefiere no trabajar. Para vivir no se precisa gran cosa: un trozo de 
pan, un pececillo oreado. 
Es por la mañana. Los obreros están reunidos en la plaza. Viene 
a contratarlos el propietario de un majuelo. Se ponen de acuerdo en 
el salario: un denario. 
A mediodía vuelve a pasar por allí el dueño. Y contrata a otros: 
«Os daré un jornal razonable».
Una hora antes de la salida del sol, quedan siempre obreros en la 
plaza: «Id a trabajar a mi viña».
Termina la jornada. Pasan a la casa del propietario para cobrar el 
jornal. El dueño de la viña dice a su administrador: «Llama a los 
obreros y págales, empezando por los últimos». 
Los dos de la hora undécima se adelantaron y recibieron un 
denario. Se adelantaron los primeros, creyendo que iban a recibir 
más, pero recibieron un denario. Cogieron su dinero con un mohín 
de disgusto, y murmuraban contra el padre de familia: 

«Estos últimos han trabajado sólo una hora, y nosotros hemos 
soportado el peso del día y del calor». 

El padre de familia se hace el encontradizo con uno de ellos: 

«Amigo, has recibido la cuenta justa. ¿No te pusiste de acuerdo 
conmigo en un denario? Toma tu dinero y vete. ¿Qué pasa, si yo 
quiero dar a este último tanto como a ti? ¿Acaso no soy dueño de lo 
mío? ¿O se hace tu ojo malo, porque yo soy bueno?». 

Así, concluye la parábola, los últimos serán los primeros, y los 
primeros serán los últimos. Esta palabra final nos descubre la 
intención de Jesús. Hay dos clases entre estos obreros; los obreros 
de la hora undécima, en contra de lo presumible, gozan de las 
preferencias del padre de familia, es decir, de Dios. 
Los primeros han trabajado doce horas de un tirón. Pero no es el 
trabajo como tal el que interesa al dueño de la viña, puesto que 
todos, incluso los que han trabajado sólo una hora, reciben el 
mismo salario. ¡Si a lo menos estos últimos hubieran trabajado 
mejor que los otros! Pero la parábola no dice nada que permita 
suponerlo. Su silencio es tanto más elocuente cuanto que el Talmud 
de Jerusalén conoce una historia análoga, con una conclusión que 
revela un estado de espíritu totalmente opuesto al del cristianismo. 


«¿A quién se parece el caso del rabí Bonn bar R. Hiyya? Se 
parece a un rey que había comprometido a su servicio muchos 
obreros, uno de los cuales era más activo en su trabajo. Al ver esto, 
¿qué hace el rey? Le lleva consigo y pasea con él en todas 
direcciones. Por la tarde, llegan los obreros para que los pague, y 
entrega igualmente la paga entera a aquel con quien había estado 
paseando. A la vista de esto, se quejan sus compañeros diciendo: 
Nosotros nos hemos cansado en el trabajo todo el dia, y éste, que 
solamente se ha molestado un par de horas, ¿recibe tanto jornal 
como nosotros? Es que éste, aclara el rey, ha cumplido más en dos 
horas que vosotros en una jornada entera. De la misma manera, 
cuando R. Bonn estudió la Ley hasta los veintiocho años, la conocía 
mejor que un sabio o que un hombre piadoso que la hubiera 
estudiado hasta los cien años». 

Esta historieta se contaba con esta forma, hacia el año 325 de 
nuestra era, en el elogio fúnebre del rabí Bonn. Era un relato típico, 
que pudo haber sido conocido de Jesús. Pero ¡qué diferencia de 
tono! En la parábola del Talmud, el salario debe ser justo, y ser la 
paga del trabajo realizado. En la parábola del evangelio, el esfuerzo 
es una cosa, y el salario otra. El padre de familia no «debe» ser 
justo, con esa justicia que nosotros llamamos distributiva. La 
conclusión de la parábola del Talmud es ésta: el salario es 
merecido, está medido en proporción al trabajo hecho, pues en dos 
horas se ha hecho tanto como en una jornada. Conclusión de la 
parábola del evangelio: el salario se da gratuitamente por simple 
generosidad, incluso a aquel que ha trabajado sólo una hora, con 
tal que él se haya comprometido. 
Porque el último que ha llegado se ha comprometido enteramente 
igual. El último que ha llegado tiene buen final. ¿Qué hay en su 
conducta que le atraiga la simpatía del dueño? Porque cuenta 
ciertamente con su simpatía; el dueño se encarga de defender su 
situación y su conducta. 
¿Qué es lo que hay ahí? Que no ha trabajado para merecer su 
salario, que no se ha preocupado de eso: el amo de la viña le llama; 
él, con confianza, se compromete. No hay ningún otro mérito. 
Volvamos a leer atentamente la parábola. 
Con los primeros obreros, el dueño se pone de acuerdo sobre el 
salario. Han discutido las condiciones. Han hecho un contrato de 
trabajo. Un día de trabajo, un denario de jornal. Los obreros 
siguientes no han hecho contrato. El dueño les ha dicho: os daré lo 
que sea justo. Se han fiado de él. Los obreros de la hora undécima 
ni han hablado ni han oído hablar de salario: «Id a trabajar a mi 
viña». Y han ido. Y, ciertamente, habrán trabajado con todo su 
corazón. 
Cuanto más se desinteresa uno de sus derechos, de su salario, 
más obrero se es según el corazón de Dios. El obrero de la hora 
undécima se ha desinteresado totalmente, se ha dado totalmente. 
Los obreros del salario son los judíos de la categoría farisea. Su 
vida consiste en producir obras de justicia, por las que Dios les 
debe la recompensa del cielo. En resumen, Dios es su deudor. 
¿No se ha reconocido, en los obreros de la hora undécima, a los 
héroes de las tres grandes parábolas de la «justicia», de san 
Lucas? Dios puede ejercer su misericordia, como ha hecho con el 
samaritano, con el publicano, con el pecador público. En retorno, se 
contenta con la confianza de su criatura. La parábola de san Mateo 
va, es cierto, más lejos, porque «la justicia de la fe» queda 
ensalzada, en el juicio final. Pero ya aquí abajo era una prenda de 
la alegría celestial, en la que Dios acoge a sus buenos y fieles 
servidores. 
Unicamente la misericordia por parte de Dios, y el amor por parte 
de los hombres, son los que dan al trabajo su valor religioso. Pero 
el trabajo, cuando está bien hecho, es una prueba también del amor 
del que procede. Que construya casas temporales o templos 
celestiales, es necesario que esté bien hecho, dentro del respeto a 
las reglas y buenas tradiciones de la arquitectura. «El orden lleva a 
Dios». 


El mayordomo sagaz
(/Lc/16/01-09)

La revelación de Cristo opone, a los intereses terrestres, los 
intereses del Reino de Dios. ¡Que el hombre abandone sus 
preocupaciones temporales para «buscar el Reino y su justicia»! 
Este era ya el tema de la breve parábola del sermón de la 
montaña. No es posible servir a la vez a dos señores (Mt 6, 24); hay 
que optar por el tesoro del cielo o por el de la tierra (Mt 6, 19-21). 
Los pobres, como por el orden natural de las cosas y por poco que 
hagan de la necesidad virtud, tienen unos derechos primordiales al 
Reino; los ricos son desheredados. 
Jesús hablaba para una sociedad en la que riqueza y pobreza 
parecían mucho más estereotipadas que en nuestros «países 
desarrollados». Hoy todavía sigue siendo la pobreza el lote de una 
inmensa población humana, y las parábolas evangélicas no le 
alcanzan. En nuestra civilización «satisfecha», cada cual debe 
colocarse entre los ricos y entre los pobres, para que todos 
entiendan la parábola. Cada uno debe escuchar la voz que habla 
en el fondo de su conciencia a través de las viejas palabras de 
Jesús y, momentáneamente, hacer el papel del «mayordomo 
sargaz». 
Porque, antes de leer la parábola, es preciso que evitemos el 
error de una interpretación equivocada. El título «el mayordomo 
infiel» es el más infiel que existe al pensamiento del Maestro, el más 
desconcertante. El primero que lo ha colocado como 
encabezamiento de la parábola miraba el caso en pura casuística. 
Esto hay que evitarlo. Es preciso que adoptemos, con respecto a 
los financieros, una postura de indiferencia. Poco importa que 
manejen sus riquezas observando las reglas de la justicia humana y 
sigan siendo «honrados». De hecho, las manejan. Y nosotros, los 
cristianos, que somos todos unos «pobres», porque poseemos el 
Reino, esta otra riqueza, miramos desde muy arriba este mundo que 
no es el nuestro. Incluso aunque sociológicamente seamos unos 
«banqueros», religiosamente somos unos «pobres», y en cuanto 
pobres, tomamos nuestras distancias. Nosotros tratamos de imitar a 
Jesús. Alguien le ha dicho un dia: «Di a mi hermano que reparta 
conmigo nuestra herencia». Y Jesús responde: «¿Quién me ha 
hecho juez para dirimir vuestras diferencias [en cuestión de 
dinero]?». 
Un hombre «rico», eso no nos interesa. Un mayordomo de este 
hombre, con sus ficheros, y sus recibos y sus deudores, eso no nos 
interesa. Lo que nos va a interesar es la habilidad del mayordomo 
en su modo de manejar el dinero; y esta habilidad tendremos que 
trasladarla a nuestra esfera (poco nos importa que la habilidad de 
ese mayordomo sea honrada o lleve a un correccional; pero es 
hábil).

«Había un hombre rico que tenía un mayordomo, el cual fue 
denunciado ante su señor como que dilapidaba sus bienes». Esto 
es moneda corriente en el mundo. Jesús no tiene que decirnos si la 
acusación es verdadera o falsa. Carece de importancia. «Le hizo 
venir y le dijo: ¿Qué es lo que oigo decir de ti? Dame cuenta de tu 
gestión, no puedes seguir administrando mis bienes». Al hombre ¿le 
falta imaginación?, ¿no es más bien víctima de su negligencia? Sólo 
su mayordomo es capaz de compulsar las cuentas. El rico se ha 
contentado, y continuará viviendo de los réditos que se le pagaban. 

«El mayordomo dijo entonces para sí (se rascó la cabeza, dice 
una vieja variante): ¿Qué voy a hacer, porque mi amo me retira la 
administración? ¿Cavar? No tengo fuerzas para ello. ¿Mendigar ? 
Me daría vergüenza... Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando 
me retire la administración, tenga personas que me reciban en sus 
casas. 
Entonces hizo venir uno a uno a los deudores de su señor y dijo 
al primero: ¿Cuánto debes a mi amo ? —Cien medidas de aceite le 
respondió. El mayordomo le dijo: Toma tu recibo siéntate y escribe 
pronto cincuenta. Luego dijo a otro: Y tú ¿cuánto debes? —Cien 
medidas de trigo, respondió. El mayordomo le dijo: Toma tu recibo y 
escribe ochenta. Y el Señor alabó a este mayordomo (bribón) por 
haber actuado de manera sagaz». 

Es preciso que nos detengamos. Por mi parte no tengo duda de 
que san Lucas copiaba un texto (generalmente tiene fuentes y las 
reproduce dócilmente; en particular en esta parábola no faltan 
indicios de un estilo que no es el suyo). El texto de base decía: «El 
Señor alabó a este mayordomo por haber actuado de manera 
sagaz», y no veía dificultad alguna en reconocer la habilidad del 
financiero. San Lucas cambia la situación; según pensamos 
nosotros quiere estigmatizar la conducta del mayordomo por la 
adición del adjetivo «bribón» (administrador «malo», «infiel»: Lc 16, 
8). De esta manera crea un problema que no está del todo dentro 
del espíritu de la parábola que nos lleva a preguntarnos cómo se 
puede alabar a un empleado infiel. Una solución de este problema 
—que era ya la de Lucas según yo creo— consiste en entender que 
el que alaba es el dueño del mayordomo: al menos él no tiene que 
ser tan mirado en una cuestión de moralidad. La fuente permanecía 
neutra. Tenía razón. Jesús solamente reprocha al dinero el que nos 
distrae de la atención primordial que debemos tener por el Reino. 
«El Señor» tiene pues la palabra; y explica:

«Pues los hijos de este mundo son más sagaces entre sí que los 
hijos de la luz. Ahora bien yo os digo: haceos amigos con «el 
dinero» —volvemos a la fuente neutra suprimiendo el adjetivo 
«injusto»— para que cuando un día os falte os reciban en las 
moradas eternas». 

Aquí san Lucas enhebra una serie de palabras auténticas de 
Jesús que deben destruir la idea de que él hubiera podido aprobar 
la actitud al menos desenvuelta del mayordomo. 

«El que es fiel en las cosas de poca importancia (este es el caso 
del mayordomo y de todos los financieros) es también fiel en las 
cosas importantes, y el malo lo es en todo. Por tanto, si vosotros no 
os habéis mostrado fieles con el dinero (malo), ¿quién os confiará la 
verdadera riqueza? Y si vosotros no os habéis mostrado fieles con 
un bien que os es extraño, ¿quién os dará el que es realmente 
vuestro?... 
«Oían todo esto, concluye san Lucas, los fariseos, que eran 
aficionados al dinero, y se burlaban de él. Y les dijo: Vosotros sois 
los que os proclamáis como justos delante de los hombres, pero 
Dios conoce vuestros corazones. Porque lo que los hombres 
estiman, es despreciable a los ojos de Dios» (Lc 16, 10-15). 

La parábola del rico epulón y del pobre Lázaro ilustra esta última 
sentencia del Maestro. Dios juzga de manera distinta que los 
hombres, sus medidas son opuestas a las nuestras. En la otra vida, 
habrá una inversión de las situaciones de aquí abajo, los juicios de 
Dios harán ley y fijarán las posiciones eternas. 
Decía Jesús:

«Había un hombre rico que vestía de púrpura y de lino fino, y que 
tenía espléndidos banquetes todos los días. Y un pobre, llamado 
Lázaro, yacía a su puerta, todo lleno de úlceras. Este habría 
querido alimentarse con lo que caía de la mesa del rico... Más aún, 
hasta los perros venían a lamerle las llagas. Muerto el pobre, fue 
llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y 
fue sepultado...» (Lc 16, 19-22). 

Al rico se le termina todo con sus bellos funerales. No ha llevado 
nada consigo. Al contrario, al pobre le toca sentarse en el banquete 
de Abraham, y se le concede un puesto de honor «en el seno de 
Abraham». Para el pobre, cuando muere, cambia todo: «Roma 
cuelga sus harapos en un lugar santo». Ahora le toca a él recibir en 
las moradas eternas a unos huéspedes, los que le han tratado con 
desprecio en sus desgracias. 
Aprendamos a la vez a manejar honradamente el dinero, y a 
ayudar a los pobres con nuestros recursos, aunque sean modestos. 

San Agustín conoció unos cristianos que tomaron al pie de la letra 
las palabras de Nuestro Señor: «Haceos amigos con las riquezas 
injustas», y arguye en contra de ellos así: «Entienden mal estas 
palabras, y roban los bienes a otros y se sirven de ellos en parte 
para dar generosamente a los pobres, y piensan así cumplir lo 
mandado. Ellos dicen: quitar los bienes a otro, es la mammona de 
iniquidad; pero dar en seguida una parte de ellos, sobre todo a los 
santos que andan en necesidad, es hacerse amigos con la 
mammona de iniquidad. Es necesario corregir esta manera de 
pensar... ».
Hoy roban algunos, pero se sirven de su robo para llevar la vida 
del mal rico o más bien del rico simplemente. En el fondo, mejor es 
eso que volver al fariseísmo buscando subterfugios en el evangelio. 


La lección de las parábolas acerca del uso de las riquezas de 
cara al juicio de Dios es hoy más actual que nunca. Entregar los 
propios bienes para el cielo, es introducir la existencia de Dios en 
nuestra vida diaria; es afirmar, observando un consejo de Cristo, 
que Dios es la única realidad viva por la que vale la pena que el 
hombre se preocupe. De esta manera el hombre se engrandece, 
humillando su vulgar vida exterior. 
La pobreza es todavía un problema en el mundo contemporáneo. 
Afortunadamente (tengamos el valor de decirlo en lógica cristiana), 
porque en la espera de una transformación total, todavía 
problemática, de nuestras civilizaciones, reside uno de los más 
poderosos resortes de la vida cristiana. Tal vez algunos santos han 
exagerado, pero nos atreveriamos a decir que «bien está exagerar 
de esa manera». Resorte de la santidad: evidentemente se trata de 
la verdadera pobreza. San Jerónimo advertía a propósito del Beati 
pauperes: «No es la simple pobreza la que hace feliz al hombre (en 
la posesión del Reino), sino la pobreza por Cristo». 
El pobre debe permanecer, dentro de la sociedad cristiana, como 
un ser consagrado. La civilización cristiana de la Edad Media había 
seguido magníficamente el principio de san Agustín: el rico ha sido 
creado para el pobre, y el pobre ha sido creado para el rico. El 
pobre reza, el rico da, y Dios recompensa magnificamente a uno y a 
otro. Que la pobreza voluntaria o aceptada siga siendo durante 
mucho tiempo todavía un test de verdadero cristianismo.