LA FASCINACIÓN DE LA SABIDURÍA:
ARMONÍAS Y CONFLICTOS


Víctor MORLA 
Profesor de Sagrada Escritura
en la Universidad de Deusto
Bilbao


Tras siglos de presencia muda en el hogar bíblico, la tradición 
sapiencial israelita comenzó, hace unas décadas, a abrirse paso con 
voz y voto en la academia, dominada hasta entonces por intereses 
«históricos» (Pentateuco) y revelatorios (Profecía). La fórmula 
teológica «revelación en la historia» propiciaba este doble marco 
cognitivo y afectivo-eclesial de la interpretación bíblica. Con tales 
perspectivas teológicas, quedaba muy poco espacio disponible a la 
reflexión humanístico-religiosa del Antiguo Testamento: a la sabiduría 
bíblica. 
Pronto, sin embargo, empezó a percibirse un panorama de 
cansancio y pesimismo, especialmente en el ámbito de los estudios del 
Pentateuco que propició una apertura metodológica y temática en el 
campo de la investigación bíblica. Desde el punto de vista 
metodológico, se fueron haciendo ensayos interpretativos desde la 
literatura, la historia de las religiones y las ciencias humanas. En el 
ámbito temático, los investigadores volvieron sus ojos a una parcela 
casi yerma del Antiguo Testamento: la tradición sapiencial. Su tono de 
equilibrio, su postura humanista, su afán de tomar en serio al ser 
humano en sus encrucijadas diarias..., en una palabra, su talante 
universalista, ha sido celebrado en numerosos trabajos aparecidos 
durante las tres últimas décadas. 
Bien, pero ¿a qué nos referimos cuando hablamos del fenómeno 
sapiencial? ¿Existe un consenso sobre sus límites y su naturaleza? 
Antes de seguir adelante, conviene hacer una precisión terminológica. 
No es extraño oír hablar de «literatura sapiencial», en el sentido de 
que la sabiduría del Antiguo Testamento se refleja casi exclusivamente 
en un corpus literario. Pero el fenómeno de la sabiduría israelita sólo 
puede ser captado y objetivamente valorado desde la categoría de 
«tradición». En efecto, estudios recientes han puesto de manifiesto 
que en otros estratos literarios del Antiguo Testamento abundan 
elementos formales y temáticos sapienciales: Pentateuco, historia 
deuteronomista, profecía, salmos. Es evidente, por tanto, que no 
puede utilizarse sin equívocos el término «literatura» aplicado a la 
sabiduría bíblica. Más bien nos hallamos ante el cultivo de una 
«tradición» que se ha plasmado prioritariamente en obras como 
Proverbios, Job, Eclesiastés, Eclesiástico y Sabiduría. 
Desde esta perspectiva, surge espontáneamente la pregunta: ¿qué 
características debe presentar un texto para que podamos definirlo 
como «sapiencial»? En suma, ¿cuál es la naturaleza de la sabiduría 
del Antiguo Testamento? 

1. Naturaleza de la sabiduría bíblica 
Si queremos captar lo más objetivamente posible el fenómeno 
sapiencial en Israel, hemos de recurrir necesariamente a los conceptos 
de «orden» (creación) y de «socialización». 
El primitivo israelita se autocomprendía dentro de un todo ordenado. 
Tanto el cosmos como el mundo inmediato, experimentado personal y 
socialmente, estaban divinamente programados. El orden y la 
estabilidad cósmicos eran fruto de una actividad creadora y 
conservadora por parte de Yahvé. Naturalmente, existían fuerzas 
negativas que podían poner en peligro dicho orden; el caos era una 
realidad amenazante, siempre presente en la conciencia del israelita e 
indisociablemente unida a su autocomprensión. Entendemos así el 
sentimiento de inseguridad del hombre del Antiguo Testamento ante 
fenómenos como las tormentas devastadoras, los terremotos, las 
sequías, etc. Al principio, Dios creó un cosmos a partir de su victoria 
sobre las aguas primordiales (el caos) y de la separación y ordenación 
de los distintos elementos de la naturaleza (cf. Gn 1). Sin embargo, 
esas fuerzas negativas del caos constituían una amenaza potencial; 
habían sido domeñadas por Yahvé, pero no destruidas. La realidad 
cósmica corría el peligro de volver a ser engullida en el caos 
primordial. Todos estos elementos mitológicos pueden ser rastreados 
continuamente en el Salterio. Esta situación exigía al ser humano un 
esfuerzo por descubrir el entramado del orden cósmico, divinamente 
establecido, y por amoldar a él su vida personal y social. 
Una forma de superar todos esos peligros consistía en establecer un 
orden social que fuese reflejo del orden cósmico. El israelita percibía 
su destino indisociablemente unido al destino del cosmos. Una grieta 
grave en el orden social (personal o comunitario) podía repercutir 
negativamente en el orden cósmico. Desde esta afirmación podemos 
entender las expresiones de algunos orantes del Salterio, que 
describen su ruptura psicológica o física con imágenes de cataclismos 
y de caos. También entenderemos por qué los profetas recurren 
constantemente a elementos caóticos (guerras, aniquilación, trastornos 
cósmicos, destierro, etc.) cuando perciben y critican el des-orden 
social (opresión, injusticia). Existe una correlación casi perfecta (que se 
escapa a nuestra actual forma de pensar occidental) entre orden 
cósmico y orden social. Si el orden cósmico tiene un garante divino 
(Yahvé), el orden social tiene un garante cuasi-divino (el rey). La 
función del rey, representante de Dios e hijo suyo, consiste en 
preservar y fomentar el orden social: respeto a los derechos 
ciudadanos, a la justicia; defensa de los más débiles (huérfanos, 
viudas y desheredados).
El israelita se autocomprendía dentro de estos órdenes. Se 
esforzaba en «conocer» sus relaciones intercausales y en adoptar una 
actitud y un ethos que le permitieran vivir seguro, sin sobresaltos y sin 
menoscabo de su vida, es decir, «sabiamente». 
Llegados a este punto, entra en escena el susodicho concepto de 
«socialización». Desde su más tierna infancia, en el hogar, los niños 
eran educados para que, conforme fueran creciendo, fuesen 
conociendo los escollos que aparecen en la vida a cada paso. Ese 
conocimiento implicaba un discernimiento del todo ordenado en el que 
se desarrollaba la vida del israelita, reproducción, de algún modo, del 
orden cósmico. Pero no se trataba sólo de «conocer» las dificultades 
con las que uno podía encontrarse y los derechos de los demás a 
llevar una vida ordenada. De nada serviría el conocimiento si no iba 
acompañado de la acción, de una acción oportuna, ajustada, meditada 
y práctica. La decisión «sabia» se manifestaba en la capacidad de 
conjugar momento oportuno, espacio correcto y acción adecuada. Ese 
cultivo de actitudes en el hogar, la capacitación del niño para ser un 
adulto «justo» y «sabio», respetuoso de su dignidad y de la de los 
demás dentro del orden social, se manifestó en Israel en el cultivo de 
sentencias, de proverbios. Esta «razón gnómica» cumplía con la 
función de «socializar» a los niños, de ayudarles a que se integraran 
sin sobresaltos, y evitando roces y perturbaciones, en el orden social. 
Para alcanzar la meta deseada, eran necesarios la disponibilidad, el 
método (meta-odos = en-caminamiento) y la (auto)disciplina. Si el 
proceso de socialización era correcto, y el niño respondía, nos 
encontraríamos con una persona «sabia» y «justa»; si, por el contrario, 
el proceso fracasaba por falta de receptividad, el resultado era un 
hombre «necio» (incauto, imprudente, infeliz, cretino) e «injusto» 
(rebelde, díscolo, malvado, violento). La tradición gnómica israelita (lo 
mismo que en casi todas las culturas del mundo) se plasmó 
eventualmente en una literatura de sentencias. Este tipo de literatura, 
cuyos representantes bíblicos más importantes son Prov 10-29 y 
amplias secciones del Eclesiástico, abordaba la temática social más 
variopinta: actitudes ante el padre y la madre, amistad, dinero, 
urbanidad, mujeres, hipocresía, venganza, riñas, préstamos y fianzas, 
el rey, etc. Se trataba, en todo caso, de un aprendizaje que condujese 
a la autorrealización. El ser humano debe aspirar a ser feliz, a llevar 
una buena vida y una vida buena, individualmente y como miembro del 
cuerpo social. Para ello debe contar con un «guión social» que 
posibilite y facilite la consecución de esa meta. El guión se lo 
proporcionaba la propia tradición gnómica, que encapsulaba 
sentenciosamente todos los trámites experimentados colectivamente 
como eficaces; por otra parte, la autodisciplina que implica el método 
facilitaba la asimilación de los principios. 
Si, aun a riesgo de ser imprecisos, ensayamos tras esta breve 
panorámica una definición de la sabiduría bíblica, podríamos hablar de 
«La actitud y el método conducentes a la autorrealización personal, 
tanto en la esfera humana como en la profesional». Conviene, no 
obstante, precisar los contenidos de esta «definición». Si Israel 
concebía al hombre como una creatura entre las creaturas, es decir, 
desde la dimensión societaria y desde su relación con el Creador, es 
lógico pensar que la autorrealización se expresaba en términos de 
relación con el mundo, con los demás y con Dios. 
En resumen, podemos hablar de una sabiduría de la naturaleza, una 
sabiduría social y una sabiduría teológica. La sabiduría de la 
naturaleza se orienta hacia el estudio de los mecanismos del orden 
cósmico. Su fruto más maduro son los onomástica o listas de nombres, 
que reunían todos los fenómenos observables en el mundo de la 
naturaleza y los catalogaban por sus semejanzas o desemejanzas. 
Aunque en la Biblia no encontramos onomástica completos (sólo en 
Job 38-39 descubrimos algunos rastros), la cultura sapiencial egipcia 
nos ha legado varios ejemplares. Este tipo de quehacer sapiencial 
adoptaba una postura más bien secular y era cultivado en escuelas de 
sabios, casi siempre bajo el patrocinio de la corte. La sabiduría social 
está representada fundamentalmente por la literatura de sentencias, 
cultivada sobre todo en el clan o la familia, aunque, a juzgar por 
algunos datos que nos proporcionan los textos bíblicos (p. ej. Prov 
25,1), fue sometida a una labor de recopilación y adaptación en las 
escuelas palaciegas. Su postura, a simple vista, era básicamente 
secular, aunque la tonalidad religiosa hace acto de presencia 
frecuentemente. Por otra parte, si, como hemos dicho, el orden social 
pretende ser un trasunto del orden cósmico divinamente establecido, 
no se puede hablar sin equívocos del carácter puramente secular de la 
sabiduría social. La sabiduría teológica, como veremos más abajo, 
responde a una doble necesidad: abortar el pesimismo epistemológico 
de algunas corrientes sapienciales y salir en defensa de la justicia 
divina (teodicea), gravemente atacada por individuos y sectores que 
no veían correlación alguna entre la acción sabia, prudente y justa, por 
una parte, y los resultados individuales y sociales de dicha acción, por 
otra. 
Sin querer, hemos acabado hablando de armonías y conflictos en el 
seno de la propia tradición sapiencial. Porque sabio no es sólo quien 
deduce los supuestos elementos del orden social y del orden cósmico 
para buscar la autorrealización en el acatamiento y puesta en práctica 
obedientes de dichos elementos. Sabia es también la persona que 
busca ese orden y esa armonía sin encontrarlos (cf. Prov 30,1-4) o 
que milita en el bando de sus detractores (cf. Ecl 1,4-11). Pero 
descubramos la naturaleza de la sabiduría en sus representantes. 

2. La elaboración del guión social: Prov 10-29 
Ya hemos dicho que una de las funciones de la tradición sapiencial 
es ayudar al ser humano a autocomprenderse dentro del orden y 
proporcionarle un guión social que le capacite para caminar por la 
existencia sin menoscabo de su vida, con el menor riesgo posible. 
A este respecto, Prov 10-29 es una verdadera escuela de 
conocimiento, la fuente de sabiduría práctica más importante del 
Antiguo Testamento. A lo largo de esta serie de capítulos aparecen 
con persistencia los términos «sabio» y «sabiduría», así como sus 
antónimos «necio» y «necedad». Estos binomios pretenden describir 
dos actitudes humanas contrapuestas ante los órdenes cósmico y 
social; dichas actitudes son tanto epistemológicas (confianza en las 
posibilidades del conocimiento) como éticas (disposición a adaptar la 
vida personal a los susodichos órdenes). En este marco se inscribe 
precisamente un teologúmeno importantísimo en toda la tradición 
bíblica: la retribución. Los destinos del sabio y del necio responden a la 
relación, intrínseca e indisoluble (por tener origen divino) entre una 
acción y su resultado. A una acción prudente corresponde un 
resultado favorable; a una acción irreflexiva, un resultado pernicioso. 
Según el pensamiento israelita, esta relación acción-resultado está 
inscrita en el orden mismo de la antropología individual y social. En 
consecuencia, no resulta extraño descubrir sentencias en Proverbios 
en las que se percibe una inscripción de este elemento «sapiencial» en 
el plano ético, de modo que «sabio» llega a ser sinónimo de «justo»; y 
«necio», de «malvado». Hemos de tener en cuenta que la raíz hebrea 
por «justo/justicia» resulta decisiva en el marco del compromiso 
sapiencial. El concepto veterotestamentario de «justicia» está 
intrínsecamente vinculado a la idea de orden cósmico cultivada en el 
Próximo Oriente antiguo. «Justicia» caracterizaría la actitud del sabio 
tras la búsqueda de ese orden y su esfuerzo por integrarse 
eficazmente en él. Prov 10-29 proporciona así al ser humano un 
auténtico «guión social»: el modo más «racional» de superar los 
escollos de la vida para alcanzar una armonía interior y una integración 
social sin traumas. Cuando el ser humano se integra en el orden 
social, se da un flujo recíproco: por una parte, se incorpora al proceso 
de autorrealización; por otra, colabora en la realización y 
fortalecimiento de ese orden. La sabiduría práctica y prudencialista de 
Prov 10-29 proporciona al aprendiz de sabio, a través de sentencias, 
exhortaciones e instrucciones, una antropovisión y una cosmovisión 
que le faciliten el camino de la realización personal como individuo y 
como miembro del cuerpo social. 
Prov 10-29 se caracteriza, pues, por el optimismo epistemológico y el 
pragmatismo ético, aspectos que, sin embargo, no pueden disociarse 
del todo de la dimensión trascendente: el orden en que se inscribe la 
vocación sapiencial está establecido y tutelado por Yahvé. 

3. La inadecuación del guión social: Job 
/Jb/RETRIBUCIÓN: Junto a una corriente fundamentalmente 
optimista, representada por Prov 10-29, nos encontramos, en el 
Antiguo Testamento, con otra corriente que detecta críticamente 
grietas en el entramado del orden. Las críticas se centran 
fundamentalmente en la doctrina que se desprende de la confianza en 
ese orden: la doctrina de la retribución. A lo largo del Antiguo 
Testamento se dejan oír voces que ponen en duda el valor del guión 
socio-religioso y descubren la inadecuación entre acción y resultado; 
toda una galería de personajes que, con mayor o menor acritud, ponen 
en duda la justicia divina: ¿cómo es posible que el justo sufra o que el 
sinvergüenza prospere (cf. Sal 73,2- 14)?; ¿dónde queda la 
adecuación acción-resultado inscrita en el orden supuestamente 
querido por Yahvé?
Pero la voz más ferozmente critica del Antiguo Testamento, una voz 
enronquecida por los gritos de desesperación y entrecortada por el 
llanto, es la voz de Job. Nunca ha estado nadie tan cerca como él de la 
blasfemia (16,12-14); Job aborrece la vida, pues todo da lo mismo: 
Dios trata igual al inocente que al culpable. Según el, autor de este 
incomparable libro, ideas como las del orden justo establecido por Dios 
o la retribución justa de buenos y malos son, a primera vista, piadosas 
mentiras. Ni existe tal orden ni Dios tiene voluntad alguna de premiar la 
virtud y castigar los desmanes. Mientras el justo sufre (ahí está su caso 
personal, que nadie puede desmentir!), los malvados prosperan: 
«acaban felizmente sus días, y en paz descienden al abismo» (21,13). 

Job se caracteriza por la falta de fe en la doctrina de la retribución 
(que implica una crítica feroz de la justicia divina) y por la impotencia 
moral (¿para qué ser buenos, si Dios da por supuesto que no valemos 
para nada o que somos malos?). Con estas premisas, forzoso es decir 
que el tono sapiencial de Job se centra más en los aspectos éticos y 
teológicos de la conducta humana que en la faceta propiamente 
cognitiva o epistemológica. De ahí que algunos especialistas hayan 
negado el carácter sapiencial de la obra. No obstante, el capítulo 28 
del libro nos pone en contacto directo con la problemática sapiencial. 
La sabiduría no es tanto una enseñanza comunicada al joven por su 
padre en el ámbito familiar o por el maestro de las escuelas de 
sabiduría, cuanto una magnitud autónoma primordial, situada en el 
ámbito trascendente, utilizada por Dios en su tarea creadora 
(28,23-27). Más aún, como sólo Dios la posee, sólo Dios es capaz de 
distribuirla «como don» a los que le respetan y se apartan del mal 
(28,28). Por mucho que el hombre se esfuerce, nunca podrá dar con 
ella recurriendo a la inteligencia, a la prudencia o a la autodisciplina. 
No está a su disposición. La sabiduría no se halla en el mundo de los 
vivos ni en el abismo (28,13-14); sólo Dios sabe dónde se encuentra 
(28,23). 
Con estas ideas, Job se aleja decididamente de la doctrina de Prov 
10-29, donde el hombre es invitado a conseguir sabiduría mediante la 
autodisciplina. El aparente callejón sin salida en que desemboca el 
libro se resuelve mediante la «visión». En los capítulos 38-41, Dios 
invita a Job a pasear por el orden cósmico y natural, a valorar ese 
orden y a sacar la conclusión de que quien tiene poder para crear y 
sostener dicho orden (a pesar de todas las dificultades que tal tarea 
conlleva) es lo suficientemente sabio como para responder a las 
exigencias del orden interior personal y del equilibrio colectivo, a pesar 
de que el ser humano sea incapaz de descubrir ese designio. El 
verdadero conocimiento no depende de tener los oídos bien abiertos a 
las enseñanzas de terceros, sino en «ver», en experimentar 
personalmente, el quehacer misterioso de Dios en el cosmos y en la 
vida personal (cf. 42,5). 
El libro de Job, al tiempo que desconfió del valor del «guión social», 
criticando de manera demoledora el principio de la retribución, ofrece a 
la tradición sapiencial israelita la piedra angular de su dimensión 
teológica. De nada sirve la sabiduría humana convencional sin la 
apertura a la dimensión trascendente, sin el temor del Señor. La 
sabiduría práctica de Prov 10-29 se funde en un abrazo con la 
sabiduría teológica de Job. 

4. El rechazo del guión social: Eclesiastés 
/Qo/LIBRO: Si Job se debate agónicamente con los temas del orden 
y de la justicia divina, pero busca una salida en la alteridad, el autor del 
Eclesiastés no tiene fe en el valor de la vida ni en el esfuerzo 
sapiencial. No se contenta con criticar el guión social deducible de la 
creencia en un orden; simplemente, lo niega. La creación no tiene 
ningún propósito determinado; toda la actividad del cosmos se define 
por su ineficacia, por un movimiento repetitivo y monótono sin finalidad 
clara. Éste es el mensaje del hermoso poema con que comienza el libro 
(1,4-11). 
Si el ser humano es incapaz de descubrir un designio en lo creado, 
su esfuerzo cognoscitivo y sus afanes éticos carecen por completo de 
sentido. «Todo es vanidad y caza de viento» (2,17; cf. 2,26; 4,4). 
«Vanidad» se refiere al despropósito de lo existente y de la existencia; 
esforzarse por conocer y por actuar en consecuencia es tan inútil como 
pretender atrapar el viento. 
El propósito sapiencial es totalmente inútil, pues un mismo destino 
aguarda al sabio y al necio (2,14); a todos toca la misma suerte (9,2). 
El autor del Eclesiastés no niega que Dios sea generoso y tenga dones 
a disposición de los seres humanos. El problema radica en que el 
hombre y la mujer no saben (ni pueden saber) el momento en que Dios 
les va a conceder sus dones, pues su paso por el mundo parece 
responder exclusivamente a la arbitrariedad. La antigua sabiduría 
estaba convencida de que una acción sabia, prudente y justa era 
recompensada casi automáticamente por la paz, el bienestar y la 
felicidad. Job manifestó con amargura sus dudas. El Eclesiastés, 
simplemente, lo niega. Verdad es que Dios concede dones, pero el ser 
humano no puede esperar que su sabiduría los atraiga hacia él. Los 
hombres y mujeres somos incapaces de conjugar «sabiamente» el 
momento adecuado con la acción oportuna. Hay un tiempo para todo 
(3,1-8), pero todo está a merced del azar (cf. 9,11). Como el 
Eclesiastés cree en un Dios generoso, pero niega que el hombre sea 
capaz de preparar con sus acciones el terreno a esos dones, la 
conclusión es clara: aprovecha todas las cosas buenas que te salgan 
al paso, pues son don de Dios (cf. 6,17-18). 
El pensamiento del Eclesiastés está en parte dominado por el 
determinismo (6,10): todo está previsto; de ahí que el esfuerzo 
cognoscitivo, laboral y ético del ser humano sea inútil y huero 
(«vanidad de vanidades»). La obra está empapada de pesimismo 
epistemológico (7,24; 8,17): todo se repite en el mundo de forma 
monótona; nada hay nuevo bajo el sol (1,9; cf. 3,15). Por eso el 
hombre carece de acicates para la empresa sapiencial. Pero hay en el 
Eclesiastés otro tipo de pesimismo que nace del desorden social: la 
injusticia brota como la mala hierba (3,16; 5,7); la opresión es 
contemplada con indiferencia (4,1); los que se esfuerzan en el camino 
de la sabiduría son menospreciados (9,13-15); medran los necios; el 
honrado no puede gozar del fruto de su trabajo (2,18-19; 6,1-2). ¿Será 
el caos social reflejo del sinsentido cósmico, de la aparente falta de 
propósito de la creación? «Observa la obra de Dios: ¿quién podrá 
enderezar lo que él ha torcido?» (7,13). 
No podemos pasar por alto que el pensamiento del Eclesiastés 
rezuma cansancio, desfallecimiento psicológico y encogimiento de 
hombros, porque la perspectiva de la muerte sofoca cualquier proyecto 
de comprensión. La obra empieza y termina con este tipo de 
consideraciones. El poema del prólogo se cierra con una constatación 
amarga: «No queda recuerdo de los antepasados, y de los que 
vendrán detrás tampoco quedará recuerdo entre sus sucesores» 
(1,11). El libro acaba con un poema sobre la vejez, en el que se 
describen los efectos devastadores que causa en el cuerpo el 
inexorable paso del tiempo. El autor del Eclesiastés, educado en la 
teología tradicional del Judaísmo no creía en la vida de ultratumba: una 
misma es la suerte de hombres y de animales (3,19-21). «Además, el 
hombre no sabe cuándo llegará su hora» (9,12). Si la muerte acaba 
con todo, son inútiles los esfuerzos y los afanes. Habrá que esperar a 
Sabiduría para recobrar la esperanza. 

5. La reformulación del guión social 
Hemos podido comprobar que la empresa sapiencial es variopinta. 
Cualquier intento de homologar su pensamiento resulta infructuoso. 
Prov 10-29 está empapado de fe y de optimismo. La tarea del sabio 
siempre contaba con el éxito; la doctrina de la retribución se lo 
garantizaba. Hemos visto también cómo Job, desde su agonía física y 
mental, lanza un desafío sin respuesta a la teología retributiva, y cómo 
se refugia en el misterio del orden cósmico para convencerse de que 
Dios también tiene un propósito sobre sus creaturas, aunque éstas no 
lleguen a comprenderlo. De este modo, asesta un golpe mortal a las 
posibilidades del conocimiento. El autor del Eclesiastés va aún más 
allá: no confía ni en la sabiduría ni en la vida ni en Dios. ¿No hay más 
respuestas? 

a) Prov 1-9 y Eclesiástico 
Prov 1-9 ensaya una respuesta decisiva, tan decisiva que ha dejado 
una huella imperecedera en las reflexiones cristológicas. La sabiduría 
ya no es una enseñanza neutral comunicada por el padre/maestro a un 
joven para orientarle en el camino de la vida. El autor de Prov 8 
conoce, sin duda, la corriente pesimista respecto a las posibilidades 
del conocimiento, la detección ante el pesimismo epistemológico, y 
toma partido por una teologización de la sabiduría, en la línea de Job 
28. La Sabiduría es la creatura primordial de Dios, testigo de la 
perfección de su obra creadora y llamada a vivir entre los hombres 
para comunicarles la auténtica instrucción (8,22-33). Quien ha sido 
testigo del arte creacional de Dios puede comunicar al ser humano la 
clave de comprensión de la realidad. Esta personificación de la 
Sabiduría tiene una doble finalidad: reivindicar el orden cósmico y el 
propósito inscrito en la creación, y defender la sabiduría y la justicia 
divinas. 
/Si/LIBRO: Pero es sobre todo Ben Sira quien abre nuevos caminos 
en esta línea. Su ensayo tiene dos vertientes: la teología sapiencial y 
la historia. Siguiendo las huellas dejadas por Job 28 y Prov 8, nos 
ofrece en el capítulo 24 una soberbia teología de la Sabiduría, que 
constituirá a su vez la base de la teología judía de la Torá. También la 
Sabiduría es aquí una creatura primordial, testigo de la creación divina; 
como en Prov 8,31, también tiene vocación educativa, al servicio de los 
seres humanos (24,8.11-12). Pero el autor del Eclesiástico va más allá. 
Con un esquema literario en el que el autor procede por círculos 
concéntricos, la Sabiduría busca su morada: pasa del cosmos a Israel 
(24,8), de Israel a Sión (24,10-11), hasta llegar al santuario (24,15). Y 
la formulación definitiva de la naturaleza de la Sabiduría: «Todo esto 
es el libro de la alianza del Altísimo, la ley promulgada por Moisés» 
(24,23). La Sabiduría, ser cuasi-divino primordial, se encarna en la 
Torá. Quien desee llegar a sabio, no tiene más que contemplar la Torá 
y llevar una vida conforme a sus estatutos. El cielo queda así unido 
con la tierra: la Sabiduría con la Torá. Se trata de una nominación e 
historización de la Sabiduría. 
Pero, en este proceso de historización, Ben Sira extrema su ardor 
nacionalista. Pasando por alto el silencio sobre la historia típico del 
resto de representantes sapienciales, el autor del Eclesiástico 
descubre la presencia de esa Sabiduría, encarnada en Israel, en toda 
una galería de personajes, desde Enoc a su contemporáneo Simón, 
sumo sacerdote (cc. 44-50). 
Con estas ideas trata Ben Sira de superar el pesimismo 
epistemológico y la impotencia moral presentes, sobre todo, en Job y 
Eclesiastés. De todos modos, nuestro autor concibe todo esto en el 
plano de la inmanencia. No cree en la vida de ultratumba. El autor del 
Eclesiastés dominado por el sentimiento de inutilidad del esfuerzo 
humano ante la perspectiva de la muerte, se habría reído cínicamente 
del espíritu batallador de Ben Sira. Falta otro eslabón que complete la 
cadena de la reflexión sapiencial: la apertura al más allá. Contamos 
para ello con el libro de la Sabiduría. 

b) Sabiduría 
/Sb/LIBRO: El libro de la Sabiduría, que vio la luz probablemente en 
Alejandría se nutrió de la teología judía y de la filosofía griega. Quedó 
así superado el prejuicio de que Yahvé sólo podía revelarse en 
Palestina y en hebreo. Su autor pretende, al mismo tiempo, apuntalar 
la fe de los judíos de la diáspora y su confianza en las tradiciones 
sagradas israelitas, y hacer partícipes a los paganos del conocimiento 
del Dios verdadero y mostrarles la superioridad de la sabiduría israelita 
respecto a la griega. La tradición de la insuperable sabiduría de 
Salomón facilitaba al autor el cumplimiento de sus propósitos.
Cuando abrimos el libro de la Sabiduría, nos llama la atención un 
dato antropológico: el ser humano compuesto de alma y cuerpo (1,4); 
dato que de algún modo choca con la antropología bíblica (cf. Gn 2,7; 
Ecl 12,7). No menos sorprendente es la afirmación de que «Dios creó 
al hombre para la inmortalidad» (1,15), aunque tal declaración no 
implica necesariamente la noción griega de la inmortalidad del alma 
espiritual. El libro de la Sabiduría tampoco menciona la resurrección 
del cuerpo. 
Como Prov 1-9, Job y Eclesiástico, también Sabiduría recurre a la 
teología de la creación, tanto para apuntalar la idea del orden cósmico 
y de su cognoscibilidad como para defender la justicia divina. Como 
Eclesiástico, también reflexiona sobre la relación entre sabiduría e 
historia. 
Salomón, figura central de la obra, va a explicar los secretos de la 
sabiduría remontándose «al comienzo de la creación» (ó,22); pero 
antes nos habla de su adquisición, de su naturaleza y de los bienes 
que le procuró personalmente. Lo mismo que en Ben Sira, en nuestro 
autor descubrimos inextricablemente unidas sabiduría y piedad (7,7). 
Ya no se trata, sin más, de «buscar y encontrar» (cf. Prov 1,28; Eclo 
6,18.27; 51,14); la posesión de la sabiduría requiere una actitud previa 
de disponibilidad religiosa (cf. Job 28,28; Eclo 19,20). No en vano, la 
sabiduría es un espíritu sutil, capaz de penetrarlo todo (7,23s). Este 
carácter inmanente es contrastado por su trascendencia: espíritu 
santo, único, todopoderoso; «efluvio del poder divino, emanación 
purísima de la gloria del Omnipotente» (7,25)... ¿Dónde quedan las 
reflexiones puramente inmanentes y socializadoras de Prov 10-29? 
Si Ben Sira meditaba sobre las consecuencias históricas de la 
sabiduría en la historia del pueblo, centrándose en sus personajes más 
dotados, el autor de la Sabiduría se ciñe a la teología del éxodo (de 
10,15 al final), proponiendo una especie de meditación homilética 
sobre las plagas. A la Sabiduría se atribuye sorprendentemente la 
liberación de Egipto (10,18). Esta teología de la historia supone un 
avance sobre Eclo 44-50 en lo que respecta a las especulaciones 
sobre la sabiduría. Mientras Ben Sira pone en relación, sin más, 
sabiduría e historia, el autor de Sabiduría nos habla de la «sabiduría 
salvífica». 
Si en Proverbios, Job y Eclesiástico resulta difícil discernir las 
categorías en que se formularon los textos relativos a la Sabiduría 
personificada (Prov 8,22-31; Job 28; Eclo 24,1-22), el problema se 
agudiza al abordar este tema en Sabiduría. Aquí encontramos una 
clara vía de progreso en relación con sus precedentes literarios: la 
Sabiduría personificada aparece como una entidad auténticamente 
divina. Se discute, sin embargo, si nos encontramos ante una 
hipóstasis de la divinidad o si las fórmulas expresivas no son sino 
simple lenguaje poético, meras figuras retóricas. 
Se cierra así el proceso que va de una simple sabiduría humanista, 
práctica y prudencialista, a una sabiduría teológica que, sin negar el 
imperativo pragmático, subraya la necesidad de apertura a la 
trascendencia de la empresa sapiencial. La sabiduría se convierte en 
Sabiduría. La religiosidad (temor del Señor) funciona como piedra 
angular de la autorrealización. 

A modo de conclusión 
¿Tiene algo que decir la sabiduría bíblica al hombre y a la mujer 
postmodernos? Para poder responder a esta pregunta, conviene 
singularizar alguno de los principios que configuran su 
autocomprensión. Naturalmente, prescindo de los parámetros 
hermenéuticos de la psicología. 
Resulta bastante evidente que el hombre actual, especialmente 
entre sus representantes juveniles, o bien carece de capacidad para 
descubrir el orden o bien, simplemente, lo rechaza. Desde eslóganes 
como «la arruga es bella» hasta la celebración en cierta ciudad 
alemana de la «jornada anual del caos» (metáfora violenta del rechazo 
al orden establecido), pasando por la informalidad en el vestir o el culto 
al ruido en discotecas o en el propio hogar, nuestro mundo parece 
impermeabilizarse progresivamente a cualquier voluntad de orden. 
Antiguamente, el desorden estaba litúrgicamente integrado: los 
carnavales no eran otra cosa que una vuelta al caos que configuraba 
la necesidad de una recreación. 
De todos modos, puede que todo esto sea en gran medida una 
visión desenfocada. Pienso que, desde el punto de vista antropológico, 
el hecho mismo de la búsqueda y realización de sistemas simbólicos 
constituye un indicio de que el ser humano está continuamente 
empeñado en una búsqueda del orden, de una clave capaz de 
aglutinar la realidad dispersa, cambiante e inasible en que se halla 
inmerso. 
Aparte del concepto de orden, la sabiduría bíblica se nutre del 
legado de generaciones pasadas, expresado en una tradición y una 
literatura epigramáticas. En tal sentido, la familia constituía el núcleo 
básico de transmisión de ese caudal «sapiencial». Actualmente, el 
hogar es una fuente más (quizá no la principal) de información y 
formación. Los medios de comunicación, el temprano acceso a la 
«cultura» de los ordenadores, la naturaleza familiar de la «cuadrilla» o 
de las tribus urbanas... proporcionan al niño o al joven otras tantas 
fuentes de (in)formación. 
Otro aspecto de nuestra cultura moderna está marcado por la 
desaparición del cultivo del epigrama, de la sentencia. Los ancianos 
son los últimos representantes de esa forma de conocimiento. Porque 
el refranero no sólo constituía una auténtica fuente de sabiduría y de 
autocomprensión, sino que era, además, una forma peculiar de 
conocimiento. Y habremos de preguntarnos si la desaparición del 
epigrama o del apotegma en la vida diaria no conlleva una grave 
pérdida de conocimiento y un daño irreparable a la cultura y a la 
sociedad. Pero es normal que se haya llegado a esta situación, pues el 
proverbio sentencioso responde a una profunda creencia en el orden, 
en la relación intercausal de los elementos que integran el entramado 
de la naturaleza y la estructura de las relaciones humanas. Por otra 
parte, la prevalencia de la civilización industrial y de la cultura técnica 
sobre la civilización y la cultura agrícolas ha desembocado en otras 
formas de relación y de autocomprensión. Parece inevitable el adiós al 
refranero. 
Repitamos la pregunta: ¿Tiene algo que decir la sabiduría bíblica al 
hombre y a la mujer postmodernos? Estoy convencido de que el 
individuo contemporáneo, en general, se sentiría más atraído por el 
Eclesiastés que por cualquier otro libro sapiencial. Su descarnado 
realismo, su fino cinismo, su contenida negación de un proyecto 
objetivo de orden y su consigna de disfrutar con moderación de los 
bienes que nos proporciona la vida serían compartidos actualmente 
por mucha gente. Y los creyentes no habríamos de escandalizarnos, 
pues en el Eclesiastés y en Job está canonizada la duda, lo mismo que 
en el Cantar está canonizado el disfrute del amor físico humano. 
SABIO/QUIEN-ES: Opino que la dispersión de fuentes de 
información y la multiplicidad de modelos de identidad en que se 
encuentra sumida gran parte de la juventud actual (incluso de la 
infancia) no pueden proporcionar una plataforma adecuada a la 
autocomprensión. El educador actual (el «sabio») tiene que ayudar a 
que el educando conozca sus propias posibilidades y elija en 
consecuencia lo que quiere ser; es decir, que aprenda a ser «sabio» y 
«justo». Sabio es quien llega a conocerse a sí mismo y a lo que le 
rodea; quien desarrolla su ser-en-el-mundo conforme a ese 
conocimiento y evita así roces que menoscaben su existencia. Este 
acoplamiento a su autodefinición resulta «justo» en la medida en que 
se realiza en función del bien comunitario. A este respecto, de poco 
sirve la literatura bíblica, pero sí su talante. Habrá que ensayar nuevos 
modelos educativos sapienciales acordes con el carácter mudable de 
la cultura contemporánea. 
Hemos dicho líneas arriba que la sabiduría bíblica no puede 
entenderse desde una perspectiva meramente inmanentista. Sin la 
dimensión trascendente no puede el ser humano conseguir una 
autorrealización auténtica y eficaz. ¿Carece de esta dimensión el 
hombre moderno? Creo sinceramente que no. El ser humano está 
inconscientemente abierto a la trascendencia en una gran variedad de 
actividades: la expresión lúdica, la creación literaria, las 
manifestaciones artísticas (pintura, música)... son otros tantos modelos 
de búsqueda de la trascendencia. A este respecto, los cristianos 
caemos continuamente en un inveterado error: identificar apertura a la 
trascendencia con filiación y militancia eclesiales. Y éste no es un 
camino de sabiduría. 

MORLA-VICTOR
SAL TERRAE 1995/12. Págs. 843-857