EL DESIERTO EN LA BIBLIA

FLORENTINO DIEZ

Revista Tierra Santa, Marzo-abril (1978) 64-69

 

El desierto ha sido un tema largamente explotado como recurso literario y artístico, con ocasión del que se ha buscado con mucha frecuencia el ambiente adecuado para reproducir situaciones humanas de carácter dramático, reales en el orden histórico y aún espirituales o, simplemente, imaginarias. Nos atreveríamos a calificar a A. de Saint Exupery como uno de los autores modernos que mejor ha captado el misterio dramático del desierto, proyectado hacia una liberación, todo ello concebido dentro de una unidad poética de profundo valor simbólico. Si hemos citado a este autor es porque creemos que su pensamiento en este punto tiene muchos rasgos en común con el planteamiento bíblico.

 

Concepto bíblico de desierto

El desierto fue igualmente una fuente de inspiración constante para los autores sagrados, tema particularmente querido de los profetas. Para describirlo utilizan varios términos, cada uno con un matiz específico, pero que en ningún caso traducen el concepto general que nosotros tenemos de desierto.

El término más común de los empleados por la Biblia es, en hebreo, midbar, que en su origen significa "conducir" "apacentar" (el ganado). Se utiliza para describir una región solitaria, pero no totalmente estéril o desprovista de vegetación y agua, pues se trata de una región de pastoreo, como nos lo indica Jeremías: "Llorad y gemid sobre los montes, lamentaos por los pastizales del desierto (midbar), porque están desolados, no hay quien pase por ellos ni se oye el balar de los rebaños..." (Jr 9,9 y 17,6).

El término castellano más adecuado para traducir este vocablo hebreo seria "estepa".

Quizás el texto bíblico que más nos acerca a nuestro concepto tradicional de desierto sea el Deuteronomio 8,15: "... desierto vasto y terrible, con serpientes de hálito abrasador y escorpiones, región árida carente de agua..."

Pero este texto es la excepción a la regla. El habitante de Palestina, sin embargo, está acostumbrado a una doble imagen de sus desiertos cambiantes sin que pierdan por ello su identidad. En la corta estación que sigue a las lluvias torrenciales del invierno, el desierto se viste de pasajero, pero encantador, ropaje. Es completamente el reverso de la imagen del estío. Los arbustos reverdecen y una alfombra de tímida hierba verde salpicada de infinitas florecillas de colores variados e intensos hace sonreír al desierto. Y los autores sagrados, abiertos siempre a ver en todo la obra salvadora de Dios, aprovechan esta nueva imagen del desierto como símbolo de esperanza: "No temáis anima]es del campo, que reverdecerán los pastizales del desierto y darán fruto los árboles" (Jl 2,22). "Chorrean los pastizales del desierto (midbar) y los collados se orlan de alegría" (Sal, 65,13).

El desierto bíblico cuenta, además, con una fauna significativa. Son citados, concretamente el león, el chacal, el onagro, el pelícano, el avestruz, serpientes y escorpiones... Y si en buena parte del año ofrece un aspecto reseco y poco acogedor, no faltan fuentes y pozos de agua repartidos por toda su geografía, para alivio de personas y animales. "La encontró el Angel de Yahvé (a Agar) junto a la fuente que hay en el desierto, camino del sur" (Gen 16,7 y 37,22).

Cuando el lenguaje bíblico quiere describir una zona árida y estéril emplea la palabra arâbâh que tiene un particular acento poético y se emplea con frecuencia como oposición a tierra fértil. Isaías, describiendo la desolación de Palestina después de la conquista asiria, escribe: "Está marchita, seca la tierra; avergonzado el Líbano, mustio; el Sarón está como una estepa (arâbâh) (Is 33,9).

El Sarón ha sido siempre la llanura costera fértil por antonomasia en la Biblia, mientras que la palabra arâbâh ha pasado a designar, como nombre propio, la zona reseca situada al sur del mar Muerto.

Si hablan de un paraje solitario por donde no pase nadie, los autores sagrados emplean la palabra "Yesîmôn". Recuérdese el texto de Isaías sobre la restauración del Pueblo de Dios, tras el destierro babilónico, figura del pueblo mesiánico: "He aquí que voy a realizar cosa nueva... Ciertamente en el desierto trazaré un camino..." (Is 43,19).

La aplicación de la justicia de Dios sobre su pueblo, cuando éste ha pecado contra Yahvé, o contra los enemigos de su pueblo, da ocasión a los autores sagrados para comparar los efectos de la destrucción que preconizan a una tierra desolada; lo poblado será reducido a escombros, a desierto y ruinas. Expresan este concepto con la palabra horbâh, que se utiliza todavía hoy en árabe para designar algún edificio histórico en ruinas (Hirbet).

"Y te reduciré a ruinas y oprobio entre las naciones que te rodean, a los ojos de todo el que pase" (Ez 5,14), e Isaías: "Yo levantaré sus ruinas (horbâh refiriéndose a Jerusalén, (Is 44, 26).

 

Desiertos bíblicos

En el Antiguo Testamento se nombran unos 15 desiertos. La mayoría y los más importantes por su extensión están situados dentro de la península del Sinaí y en estrecha relación con las tradiciones del Exodo de Egipto: Ethan, Sin (desierto del Maná), Sinaí (teatro de la teofanía de Yahvé y entrega de las tablas de la Ley) Faran, Cades... Cinco más se encuentran englobados bajo la denominación general de Desierto de Judea. En el Nuevo Testamento sólo se nombra el desierto de Judea, al iniciarse la predicación del Bautista; en sus confines, la tradición ha colocado el desierto de la Tentación (de Jesús), apoyándose en los relatos de los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas, frente a Jericó y no lejos del Jordán. Y finalmente, S. Mateo (15,23) nos habla de una zona desértica junto al lago de Genesaret donde tuvo lugar la segunda multiplicación de los panes.

Topográficamente, el desierto bíblico es muy accidentado en su mayor parte. Altas montañas y profundos valles en la parte sur del Sinaí; colinas y baja montaña, con barrancos muy profundos, en el desierto de Judea.

 

Simbolismo del desierto en la Biblia

Cuando Israel atravesó el Jordán, tras el Exodo de Egipto hacía la Tierra Prometida, selló la primera etapa de su historia. Fue algo como decir adiós a su vida errante. De nómada se convirtió en pueblo sedentario, con hogar fijo. Sin embargo, aunque el desierto quedó de la otra parte, históricamente hablando, el recuerdo de aquella experiencia quedó profundamente grabado en sus gentes, como enseña imborrable para su vida posterior. Todo el mundo recuerda su lugar de nacimiento, e Israel, como Pueblo de Dios, había nacido en el desierto. Allí había adquirido una identidad mucho más fuerte que ningún otro pueblo de la tierra. Israel mismo, en virtud de la elección gratuita de que fue objeto por parte de Yahvé, no podía olvidarlo. Se perderían, con el tiempo, algunos detalles, pero los hechos funda mentales, particularmente el Pacto de la Alianza en el Sinaí, así como la actitud rebelde del pueblo y la justicia misericordiosa de Yahvé, serían objeto de reflexión constante para Israel. Y en diversos momentos de su historia afloraría la nostalgia del desierto.

Los profetas considerarían la época del desierto como la edad de oro de Israel:

"Posesión santa era entonces Israel para Yahvé, primicia de su cosecha" (Jr 2,3).

El mismo Jeremías comparará aquella época feliz con la de los desposorios, cantando la primera fidelidad de Israel a su Dios: "Recuerdo a tu favor el afecto de tus mocedades, el amor de la época de tus desposorios, cómo me seguiste por e] desierto, por países donde no se siembra" (Jr 2,2).

Y es que todo había cambiado con las ventajas materiales de la vida sedentaria, y el contacto con adoradores de otras divinidades patrocinadoras aparentes de un progreso y bienestar superiores al que Israel traía.

Los profetas anatematizarían siempre en tono mayor la idolatría y la prevaricación de Israel, pero ninguno tendría expresiones tan vivas para pintar su infidelidad como el profeta Oseas. Y aunque la misericordia de Dios aparece inagotable, será necesario, no obstante, que Israel vuelva a pasar por la experiencia del desierto, para así disponerse a escuchar la voz del único que le puede salvar, Yahvé, su Dios:

"Por tanto, he aquí que yo la seduciré y la conduciré al desierto,

y le hablaré al corazón,

y le daré desde allí mismo sus viñas

y el propio valle de Akor, como puerta de esperanza;

y cantará allí como en los días de su juventud

y como el día en que salió del país de Egipto" (Os 2,16.17).

En el año 587 es destruida Jerusalén por Nabucodonosor, como antes lo había sido Samaría por Sargón 11(722), y sus habitantes llevados al destierro. Para Israel, sin templo ni altar ni sacrificios, Babilonia era un desierto peor que el de arena y sol abrasador. Allí "junto a los ríos de Babilonia", en la meditación callada y sufrida en una tierra extranjera, nacerá la idea de la salvación mesiánica, que abarcará y hará libres a todos los pueblos. Y cuando al cabo de cincuenta años, el Resto de Israel, será puesto en libertad, el libro de la Consolación se hará eco de este retorno como de un nuevo éxodo triunfal y símbolo de la liberación final. El Señor mismo caminará al frente de su pueblo para conducirlo a la Jerusalén nueva. El desierto quebrado se allanará y no será ya más un camino de prueba, sembrado de dificultades:

"Una voz grita: en el desierto despejad el camino de Yahvé.

Enderezad en la estepa una calzada para nuestro Dios.

Todo valle se alzará y toda montaña y colina se hundirá, y lo quebrado se convertirá en terreno llano y los cerros en vega.

Ciertamente la gloria de Yahvé se manifestará" (Is 40,3-5).

"Y el desierto se engalanará y la estepa extenderá una alfombra tupida de flores bajo los pies del cortejo triunfal, y exultará de júbilo al contemplar la gloria de nuestro Dios" (Is 35,1-2). Naturalmente los profetas, con mirada lejana, están viendo en este pequeño grupo que vuelve del destierro la liberación final del pueblo de Dios en la Era Mesiánica. La transformación del desierto es, en ciertos pasajes apocalípticos, como el signo de la salvación final, ya que, según ellos. el Mesías aparecerá en el desierto (cf. Mt 24,26; Ap 12,6-14).

"Voz de uno que dama en el desierto: preparad el camino del Señor". Así comienza el evangelista Marcos el pregón de la "Buena Nueva", recogiendo las palabras del vaticinio de Isaías anteriormente citadas (Mc 1,3; Is 40,3). "Y se presentó Juan Bautista en el desierto predicando e] bautismo de penitencia para remisión de los pecados". Y salían todos al desierto para ser bautizados por Juan en el río Jordán. Una vez más la salvación se iniciaba en el desierto. La liberación estaba a punto de pasar de la profecía a su cumplimiento: "Y aconteció por aquellos días que vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán..." "Y al punto, el Espíritu le impele al desierto" (Mc 1,9).

Los cuarenta días que Jesús pasa haciendo penitencia nos recuerdan los cuarenta años de travesía de Israel por el desierto. En los dos casos, el desierto serviría como escenario elegido por Dios para la prueba a la que ambos iban a ser sometidos. El autor del libro del Deuteronomio es claro por lo que respecta a Israel: "Recordarás todo el camino que Yahvé, tu Dios, te ha hecho andar estos cuarenta años por el desierto a fin de humillarte, probarte y saber lo que encierra tu corazón..." (Dt 8,2).. Y los tres evangelistas sinópticos son unánimes en afirmar que Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por Satanás. Podemos, pues, decir que, en toda la tradición bíblica, el desierto tiene un doble sentido que se complementa: Uno, como lugar de elección y otro como medio de purificación, constituyendo ambos la preparación inmediata a la entrada en la Tierra Prometida, en el Reino de Dios.

Pero lo más importante es recalcar que donde Israel sucumbió, Jesús triunfó y su triunfo fue la liberación nuestra. De aquí, que, para nosotros, la imagen del desierto, su simbolismo, toma en Cristo realidad. Superando él toda prueba, consumada en su muerte, nos ha abierto a nosotros las puertas de la verdadera Tierra Prometida, la Nueva Jerusalén.