CAPÍTULO 2


III

CONTRA LA ACEPCIÓN DE PERSONAS 2,1-13

Santiago hace notar una nueva contradicción que aparece en la vida religiosa: la preferencia incesante por los ricos, incluso en las comunidades cristianas, y el menosprecio de los pobres. Este tema aparece ya en el primer versículo y luego se desarrolla con vivacidad, aclarado con ejemplos. Conviene observar que si es cierto que el ejemplo es una invención del autor, la enseñanza que encierra la ha sacado, con toda seguridad, de su experiencia.

1. NO IMPLIQUÉIS LA FE CON ACEPCIÓN DE PERSONAS (2,1-7).

a) Obra mal quien da preferencia a los ricos (2,1-4).

1 Hermanos míos, no impliquéis con acepción de personas la fe de nuestro Señor Jesucristo glorioso. 2 Suponed que en vuestra asamblea entra un hombre con anillo de oro y con vestido elegante, y que entra también un pobre con vestido sucio. 3 Si atendéis al que lleva el vestido elegante y le decís: «Tú siéntate aquí en lugar preferente», y al pobre le decís: «Tú quédate allí de pie o siéntate bajo el escabel de mis pies», 4 ¿no juzgáis con parcialidad en vuestro interior y os hacéis jueces de pensamientos inicuos?

La fe en Cristo, en el Señor, que se encuentra en la gloria de Dios, libera al cristiano de todo servilismo medroso o interesado ante otros poderes, cualesquiera que sean. No podemos seguir usando en el trato con los demás hombres las antiguas normas mundanas, porque son falsas. No hay que juzgar al prójimo por su posición social o por su apariencia, por la estima que de él tienen los hombres, sino por lo que es ante Dios, Y ante Dios todos somos iguales, tanto por nuestra condición de criaturas como por ser pecadores llamados a la salvación. Dios no mira las apariencias; Dios ve los corazones. No pueden seguir utilizándose en las relaciones cotidianas las normas dictadas por puntos de vista terrenos, con frecuencia injustos y poco caritativos, ni siquiera cuando se trata de relaciones con no cristianos. En este ejemplo, que Santiago lleva al límite conscientemente, habla de gente que no tiene sitio fijo en la asamblea cultual. Lo que dice más adeIante (2,6-8; cf. 5,1-6) indica que el rico es un no cristiano que un día entra a participar en el culto divino cristiano porque se siente interesado. Lo mismo puede decirse, probablemente, del visitante pobre. Mientras al rico se le asigna, en seguida, un sitio honorífico, que sea lo más cómodo posible, al visitante pobre se le concede poca atención. Nadie le cede el asiento. Por tanto, ha de quedarse de pie o sentarse en el suelo. Ni es cristiana la preferencia otorgada al rico, que seguramente está influida por la intención de ganarle para la comunidad cristiana, ni es cristiano el menosprecio mostrado al pobre. Estas distinciones en la manera de tratar a las personas convierten a tales cristianos en jueces inicuos, parciales y llenos de prejuicios. Obrando así, traicionan su vocación.

Ya en el Antiguo Testamento 22 se amenaza a tales acepciones de personas con la rigurosas justicia de Dios. ¿Como podrán resistir ante quien, según palabras de Jesús, ha de medir al hombre con la misma medida con que el hombre haya medido (Mt 7,1s)? ¿Y cómo puede atraer y persuadir la fe del cristiano, si las normas que sigue en su vida contradicen por completo las normas de la fe? Esta forma práctica de vivir de muchos cristianos, adaptada a los criterios mundanos, ¿no constituye uno de los principales escándalos para los que están fuera de la Iglesia? ¿No hay que preguntarse si no se siguen con frecuencia tales normas erróneas en la vida de los cristianos y dentro de las comunidades, y si nosotros mismos no tenemos que contarnos entre Ios que consideran normal y natural tal forma de proceder?
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22. Cf. Lv 19, 15-18; Dt 1,17; Sal 82; Am 5,11-15; Is 10,1-3; Mi 3,1-4.
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b) Dios ha escogido a los pobres para herederos del reino (2,5-6a).

6 Escuchad, hermanos míos queridos: ¿No escogió Dios a los pobres según el mundo, pero ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los que le aman? 6 ¡Y vosotros habéis afrentado al pobre!

Nuestra conducta ha de ajustarse a la conducta de Dios. Pues bien: Dios, en su infinita bondad, no ha excluido a nadie de su amor, ni siquiera a los que poco o nada valen a los ojos del mundo. Al contrario: «Lo que para el mundo es necio, lo escogió Dios para avergonzar a los sabios» (ICor 1,27). Porque esos hombres, por razón, precisamente, de su indigencia, comprendían mejor que los demás la necesidad que tiene el hombre de ser salvado y estaban así especialmente dispuestos a abrirse al amor misericordioso de Dios. A ellos, por tanto, se dirigía especialmente el amor de Jesús y para ellos pronunció Jesús, por voluntad de Dios, su mensaje de salvación: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dlos» (Lc 6, 20). Una vez más Santiago es fiel testigo de su Señor.

De lo antedicho no hay que deducir que los ricos estén excluidos de la salvación. Pero el hombre ha de reconocer esta especial elección de los pobres, de las clases sociales inferiores, y ha de considerarlos y honrarlos como ricos por el tesoro de fe que poseen. Porque la verdadera riqueza del hombre es la elección divina, el don de la fe, la gracia de haber sido nombrado heredero del reino de Dios. Los elegidos son ricos ya ahora; los creyentes son herederos ya actualmente. Hay, pues, que amarlos y honrarlos desde ahora. ¿Cómo se puede dejar de amar a aquellos a quienes Dios ama? ¿Cómo se puede dejar de honrar a quien Dios honra? ¿Cómo es posible que estas normas se descuiden tanto en nuestras comunidades? ¿Cómo es posible que se tenga en tan poca consideración y se respete tan poco en nuestras comunidades aI hermano en Cristo, por el hecho de ser humilde o porque carece de importancia social o de cultura? ¿No pasamos con indiferencia nosotros mismos por delante de otros, después de la asamblea cultual? ¿No tenemos con frecuencia poco amor a nuestro hermano, a quien Dios ha escogido y ama? Quien no ama a su hermano, a quien ve, a Dios, a quien no ve, ¿cómo podrá amarle? (cf. lJn 4,20). El reproche de Santiago: «¡Vosotros habéis afrentado al pobre!», ¿no se nos puede aplicar también a nosotros?

c) Los ricos son los principales responsables de la opresión de los cristianos (2,6b-7).

6b ¿No os oprimen los ricos y os arrastran a los tribunales? 7 ¿No son ellos los que blasfeman del hermoso nombre que ha sido invocado sobre vosotros?

Evidentemente las comunidades a las que Santiago escribe están compuestas por miembros de las clases sociales inferiores. ¿No habrán tenido que sufrir amargas experiencias con los grandes terratenientes, a quienes en general tenían que servir como jornaleros (5,1-6)? ¿No han aprendido nada de esas experiencias y siguen teniendo debilidad por los ricos y los poderosos? Se nos da aquí una perspectiva de la vida cotidiana de los judeocristianos, a quienes no sólo se explota y se lesiona en sus derechos, e incluso se esclaviza, sino que se llega a insultarlos por su fe cristiana y a llevarlos ante los tribunales. No se habla propiamente de una persecución a los cristianos, pero el cristianismo debe haber motivado una actitud cruel, abusiva y hostil de los ricos contra sus subordinados 23. Muchas veces esa actitud se habrá traducido en acusaciones ante las autoridades civiles y de ahí se habrán seguido las acostumbradas consecuencias... 24. Santiago da en seguida la razón por la cual los cristianos pueden soportar todas esas contrariedades: la elección de Dios y del Mesías Jesús en virtud del bautismo. En el bautismo fue invocado solemnemente sobre ellos el nombre de Jesús 25 y pasaron así a ser propiedad de Cristo. Ya no han de temer a los ricos y a los poderosos, porque gozan de la protección y del amor del Señor Jesucristo, que es poderoso y tiene en sus manos el futuro. Tras esta alusión al bautismo se adivina la imagen de la compra de un esclavo: se pronunciaba el nombre del comprador sobre el esclavo adquirido y la compra quedaba así legalizada (recuérdese que en la antigüedad el nombre representaba a la persona). Más aún: Santiago recoge intencionadamente en esta frase un título honorífico de Israel. Israel tenía conciencia de ser el pueblo que Dios había elegido como propiedad suya y expresaba esta conciencia definiéndose a sí mismo como el pueblo sobre el que había sido invocado el nombre de Dios 26). Los cristianos son el verdadero pueblo de Dios, gracias a Cristo, que lo eligió en el bautismo. Al defender su nombre y sufrir por él, rinden honor al nombre y a su Señor. Lo único que debe preocuparnos es honrar al Señor Jesucristo. Los cristianos deben despojarse de toda falsa adulación, de toda codicia del favor de los hombres, de toda pretensión ante los poderes humanos. De todo esto les ha librado Cristo. Servirle a él es su honor.

Sería erróneo condenar a todos los ricos. No se trata aquí de la conducta de los ricos, sino de la conducta de los cristianos. Resulta bien claro lo que Santiago quiere decir, y lo que quiere decirnos también a nosotros.
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23. Cf. 1P 3,15-4,6; 4,12-19; Hb 11,32-39; 12,1-17; 13,10-14.
24. Cf. Hch 8,1-3; 13,45ss; 14,19s; 16,19; 19,29; 2Co 11,21-33.
25. Cf. Hch 2,38; 10,48.
26. Cf. Dt 28,10; Am 9,12; Jr 14,9; Is 43,7; 2Par 7,14; 2M 8,15.
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2. CUMPLID LA LEY REGIA (2,8-13).

a) El que ama desinteresadamente, hace bien (2,8).

8 Si efectivamente cumplís la ley regia según la Escritura: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19, 18). hacéis muy bien.

Santiago nos muestra ahora la conducta que hay que observar con el prójimo, el amor que hay que tenerle, un amor que se equipara al amor que uno se tiene a sí mismo. Se trata de un amor desinteresado, tal como Dios lo exigía ya en el Antiguo Testamento. Santiago llama a esta obligación ley regia, por dos razones. En primer lugar el autor quiere decir que toda la revelación de la voluntad de Dios, tal como está contenida en la Escritura, es decir, en el Antiguo Testamento, y tal como Cristo la ha cumplido (cf. Mt 5,17-19), está resumida en esta ley. En segundo lugar ese título (regia) manifiesta la eminente y suprema categoría e importancia de esa ley frente a todos los demás mandamientos y obligaciones morales. Su cumplimiento es ya suficiente para hacer al hombre capaz de proceder conforme a la voluntad de Dios y heredar así sus promesas.

Santiago se refiere aquí al Antiguo Testamento y no a las palabras de Jesucristo, porque escribe a judeocristianos. Este mandamiento fundamental de la vida cristiana, en el cual está lo básico de toda la ley (judía) y los profetas 27, se exigía ya en la antigua alianza. No se menciona el mandamiento del amor a Dios, porque no lo pide el curso de la argumentación. El cristiano ha sido elegido para adecuarse plenamente a la voluntad salvadora de Dios. Cristo, insistiendo en este mandamiento fundamental, nos ha presentado la perspectiva auténtica de la voluntad de Dios. En este mandamiento fundamental ha compendiado todas las obligaciones, mandamientos y leyes. El pueblo de la nueva alianza representa la plenitud del pueblo de la antigua alianza, porque le ha sido revelada enteramente, por medio de Jesucristo, cuál es la voluntad de Dios al hacer la alianza. Hemos de esforzarnos, pues, por vivir como linaje regio (lPe 2,9), ajustándonos a esa «ley regia».
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27. Mt 22,36 40; cf. Mc 12,28-34; Lc 10,25-37.
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b) Quien hace acepción de personas, comete pecado (2,9-11).

9 Pero si obráis con acepción de personas, cometéis pecado y quedáis ante la ley convictos de transgresión. 10 El que guarda toda la ley, pero quebranta un solo precepto, se hace reo de todos. 11 Pues el que dijo. «No cometerás adulterio», dijo también: «No matarás.» Y si no cometes adulterio, pero matas, te has hecho transgresor de la ley.

Quien hace acepciones entre los hombres y honra o ama a uno según sea su posición social, quebranta gravemente el mandamiento fundamental, el mandamiento del amor desinteresado, porque no ve en él a un prójimo, a quien Dios ha creado y destinado a la salvación con el mismo amor que a nosotros y a quien ha dado la misma grandeza y dignidad que a nosotros. Solamente tiene en cuenta si puede o no conseguir de él algún beneficio, en honra, favores o influencia. Peca contra la voluntad de Dios quien degrada así la imagen viva de Dios y procura ponerla al servicio de los propios intereses. No se trata de una debilidad humana, de una imperfección comprensible o inofensiva. La voluntad de Dios forma un todo. Quien se opone a esta voluntad en un punto se opone al núcleo de la voluntad divina, que se manifiesta en la ley del amor (cf. 4,11-12). Todos los mandamientos de la segunda tabla derivan de esta ley. Solamente puede salir airoso ante el tribunaI de Dios quien ama al prójimo como a sí mismo, porque la voluntad de Dios procede del amor y tiende hacia el amor.

Santiago ha entendido muy bien la enseñanza de Jesús, según la cual todos los pecados derivan de la falta de amor. La única forma de dominar el pecado y de que el mundo alcance la salvación consiste en vencer en el propio corazón el orgullo, el egoísmo y la falta de amor. Por eso, si se quiere que la libertad regia de Cristo reine en los corazones de los suyos, no hay que tomar a la ligera aquello que infringe el amor respetuoso y desinteresado 28, sino combatirlo enérgicamente.
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28 Cf. Mt 7,12; 15,1-20; 25,31-46; 1Co 13.
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3. LEY DE LIBERTAD (2,12-13).

12 Hablad y actuad como quienes han de ser juzgados por una ley de libertad. 13 Pues habrá un juicio sin misericordia para quien no practicó misericordia. La misericordia triunfa sobre el juicio.

El cristiano está sometido a una ley de libertad, la ley del amor. Dios, por medio de Cristo, lo ha llamado al amor y lo ha adoptado como hijo y heredero. Lo ha capacitado para el amor, le ha liberado del poder maligno del pecado, del propio egoísmo idolátrico y de todo vínculo con la letra del legalismo judío. Por eso el cristiano debe pensar, juzgar, oir, hablar y obrar movido por esta libertad del amor a Dios y al prójimo. No puede agradar a Dios quien no ha amado, por más perfección que haya conseguido en las virtudes y en las buenas obras. Dios medirá al hombre con la medida de su benevolencia, que dispensa libremente sus favores: ésa es la libertad divina. Y le recompensará con la medida con que el hombre haya medido29: ésa es la justicia divina. Lo único que puede salvar es el amor que se entrega sin egoísmo. Dios corresponderá generosamente a ese amor, aunque el hombre, en muchas otras cosas, no haya cumplido lo que Dios le pedía, porque, según un principio ya conocido en la antigua alianza, la misericordia prevalece sobre el juicio30. ¿Cuál es la medida que nos aguarda? ¿No irían mejor las cosas en nuestras comunidades cristianas si todos vivieran según la ley de libertad, de amor, que es la ley de Dios?
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29. Cf. Mt 5,7; 18,29.34; 25,45s; también Lc 6,38.
30. Cf. Pr 19,17; Tb 4,12; 29,16s; también Mt 6,14; Lc 7,47.
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lV

LA FE Y LAS OBRAS 2,14-26

Lo que aquí se expone constituye el objetivo principal de la carta, como lo demuestra la especial vivacidad del estilo. Alternando la exposición doctrinal con la controversia demuestra Santiago que la fe sin obras está muerta (2,17.26; cf. 2,14). A causa de la contraposición entre fe y obras, y del ejemplo de Abraham, suponen algunos que Santiago se enfrenta aquí con una falsa interpretación de la doctrina de Pablo sobre el poder salvador exclusivo de la fe (sin las obras exigidas por la ley judía; Rom 3-4; Gál 3-4). FE/OBRAS: El mismo san Pablo se opone ya a esta falsa interpretación (Rom 6,1-23). El punto de vista de la argumentación es diferente en ambos casos. Santiago muestra que una fe que no configura la vida según la voluntad de Dios no sirve para nada, porque no puede salvarnos. Pablo, que se encuentra ante la concepción judía de que el hombre puede ser justo ante Dios y merecer el cielo por sí mismo y con sus obras, observando todas las prescripciones de la ley, no tiene más remedio que insistir en que el hombre pecador no es capaz de obrar su salvación con sus propias fuerzas, sino que, con fe, debe recibirla como un don de Dios. Esta afirmación de Pablo incluye la necesidad de realizar la fe en el amor; sólo así podrá presentarse sin temor al juicio de Dios 31. También Santiago enseña que, en el juicio, Dios escrutará los frutos de la fe y ellos darán la medida de la recompensa.
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31. Rm 12; 13,8-10; Ga 5,13; 6,1-10; 1Co 3,10-15; 2Co 5,9.
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1. LA FE SIN OBRAS ESTA MUERTA (2,14-19).

a) La fe sin obras no sirve para nada (2,14).

14 ¿De qué sirve, hermanos míos, si uno dice que tiene fe, pero no tiene obras? ¿Podrá salvarlo la fe?

La pregunta está formulada en términos claros y no espera obtener la respuesta de que la fe cristiana puede salvar; antes bien presupone lo contrario. La respuesta que se quiere obtener es que la fe sin obras y, por tanto, la mera posesión de la verdadera fe, la sola convicción no puede conseguirnos la salvación. La fe empuja necesariamente a obrar según esa fe, a vivir según ella. Un creyente que no vive de acuerdo con las convicciones de su fe, que no configura su vida con el poder vital que le ha sido infundido, no es digno de ese nombre. Igual que la semilla tiende al fruto, la fe tiende a realizarse en obras conformes a la fe. Por más que uno alabe el valor y los frutos del cristianismo y estime la profundidad de su enseñanza , el valor ético de su mensaje y sus valores vitales y culturales; por seguro que uno se sienta en su fe, todo es inútil si no la vive. Dios, en el juicio, tendrá en cuenta la obediencia, la entrega y la fidelidad, la perseverancia en el amor. He aquí la llave de la vida eterna.

b) La fe se muestra en las obras (2,15-20).

15 Si un hermano o hermana se encuentran desnudos y carecen del alimento diario, 16 y alguno de vosotros les dice: «Id en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, 17 ¿de qué servirá eso? Así también la fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma.

Santiago pone al descubierto el contrasentido y la inutilidad de una fe sin obras en un ejemplo elegido a propósito por su evidencia. Frente a tal tacañería y cerrazón a la indigencia del hermano en Cristo y a la ley fundamental del amor (2,8), el saludo fraterno y las palabras aparentemente compasivas muestran toda su hipocresía. No hay verdadera fe; lo único que hay es una apariencia muerta. Sabe muy bien lo que se le ha encomendado y parece que lo tiene en cuenta, pero en realidad no da un solo paso para ponerlo en práctica, ni siquiera en un caso de extrema necesidad, como el presente.

Esta demostración es concluyente y, sin embargo, ¡con cuánta facilidad eludimos las exigencias evidentes de nuestra fe y precisamente en el amplio ámbito del amor al prójimo! Santiago sabe perseguir hasta los últimos escondrijos nuestra voluntad torcida, egoísta, engreída e hipócrita, y enderezarla. No tenemos otro camino que tomar realmente en serio lo que Dios nos pide. No podemos permitir que se enseñoree de nuestra vida la tibieza comodona, segura de sí misma, la indiferencia o la mediocridad.

18 Más aún, alguno dirá: «Tú tienes fe, yo tengo obras.» Muéstrame tu fe sin las obras, y yo te mostraré por las obras mi fe.

Ahora se presenta con mucha brevedad una objeción: ¿Por qué sirven las obras sin la fe?; la fe es la virtud decisiva, y yo tengo fe. Considerada en sí misma, esta objeción no carece de fundamento. A diferencia de los no cristianos, el cristiano ha recibido gratuitamente por medio de la fe el don de la nueva vida, la prenda y la herencia del reino de Dios. Se trata de un don salvador realmente decisivo, que el hombre no puede conseguir con sus propias fuerzas. Es el fundamento indispensable para salvarse. Pero eso no nos autoriza a conservar pasivamente ese don, sin que se refleje en nuestra vida cotidiana. La objeción, pues, no es más que un subterfugio. Sólo quien tiene fe, es decir, quien vive según su fe, puede realizar las obras de la fe. La fe de quien no tiene obras está muerta; el don divino se ha marchitado, Sólo la fe viva es auténtica.

19 ¿Tú crees que «hay un solo Dlos» (Dt 6,4)? Haces bien. También los demonios creen y tiemblan. 20 ¿Quieres saber, hombre necio, cómo la fe sin las obras es estéril?

Santiago hace suya la frase inicial de la oración «Escucha, Israel» (sema), que, en tiempos de Jesús, los judíos rezaban tres veces al día. Moisés había exhortado con esta frase al pueblo congregado al pie del Sinaí para que se mantuviera fiel al Dios de la alianza (Dt 6,4). ¿De qué sirve la profesión de fe en un solo Dios, si no se toma en serio la fe en ese Dios y el cumplimiento de su voluntad? También los demonios conocen la doctrina contenida en la profesión de fe; muchas cosas incluso las ven con mayor claridad que el hombre creyente (cf. Mt 8,29; Lc 4,34). Pero esta ciencia no puede salvarles de su condenación, porque tienen cerrada para siempre la puerta, cuya apertura les haría posible vivir según la fe.

En cambio, ¡qué halagüeñas posibilidades de salvación tiene el creyente! ¿Por qué, pues, no queremos darnos cuenta de que una mera profesión de fe, una fe que no va más allá del pensamiento y de los labios, no es suficiente para salvarnos, antes bien se convierte en causa de castigo?

2. TESTIMONIO DE LA ESCRITURA (2,21-25).

a) Abraham fue justificado por las obras (2,21-24).

21 Abraham, nuestro padre, ¿no fue justificado por las obras al «ofrecer su hijo Isaac sobre el altar» (Gén 22,9)? 22 Ya lo ves: la fe actuaba juntamente con las obras y por las obras se hizo perfecta la fe. 23 Y así se cumplió la Escritura que dice: Creyó Abraham a Dios, y le fue computado a justicia, y fue llamado amigo de Dios. 24 Ya veis que por las obras se justifica el hombre y no sólo por la fe.

Santiago desarrolla la prueba indicada en el versículo 18, es decir, que la fe se muestra y se despliega en las obras. Por eso escoge al gran modelo de la fe y de los creyentes, Abraham. Ya para el antiguo pueblo de Dios, Abraham era el gran creyente, porque en medio de todas las pruebas demostró su confianza incondicional en Dios. Se sometió a la voluntad de Dios incluso cuando, en edad avanzada, le pidió el sacrificio de su heredero legítimo, sobre quien recaía la promesa 32. Su fe tuvo que superar la prueba de las obras. No sólo la superó, sino que en ella maduró hasta el máximo, hasta la perfección. La finalidad de esta fe perfecta es la justicia, la justificación, es decir, la plena posesión de la vida como hijos de Dios y la certeza de la herencia al lado de Dios (cf. 1,12.17s; 2,5). La justicia otorgada anteriormente a Abraham (Gén 15,6) tuvo que perfeccionarse todavía mediante su colaboración en la prueba de la fe (Gén 22,9s). Por eso le fue concedida la recompensa prometida a una fe tan perfecta: Dios le confirió la dignidad de amigo suyo. Este título honorífico muestra admirablemente cuál es la nueva relación: una comunidad de vida íntima y cordial con Dios, que se inclina benignamente hacia la persona agraciada 33. Sólo cuando la fe se demuestra con las obras, consigue el creyente el premio prometido: la comunidad de vida con Dios. ¡Qué necio el creyente que no quiere ver este fin que Dios pretende y se engaña sobre el fruto de su fe! ¡Qué pobre es la fe del creyente que no se alegra y no tiende con todas sus fuerzas hacia esa meta suprema del esfuerzo humano! Santiago sigue las huellas de su Señor y como él es inflexible al exigir que el cristianismo de nombre, certificado por la partida de bautismo y profesado de palabra, sea acrisolado en la prueba de la fe 34.
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32. Ge 15,6; 22,9-12; cf. 1M 2,52; Si 44,20; Hb 11,17 19.
33. Cf. Is 41,8; Dn 3,35; 2Par 20,7.
34. Cf. Mt 7,21-27; 13,1-23; Lc 6,43-49; 8,4-21.
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b) Rahab se salvó por las obras (2,25).

25 La misma Rahab, la meretriz, ¿no se justificó por las obras al recibir a los mensajeros y al despedirlos por otro camino?

Santiago aduce otro ejemplo tomado del Antiguo Testamento, que muestra en forma aún más contundente el poder salvador de la fe demostrada con obras; la salvación de la casa de la meretriz Rahab. Escondió a los mensajeros de Israel para que no fueran descubiertos por quienes los buscaban, y por esta acción fue preservada del exterminio que siguió a la conquista de la ciudad (Jos 2,1-15; 6,17-23). Había oído hablar de los prodigios obrados por el Dios de los israelitas e hizo causa común con ellos, ayudándolos en un trance tan peligroso. Este ejemplo nos resulta chocante en los tiempos actuales, pero al presentar}o Santiago recurre a una antigua interpretación cristiana que veía en la conducta de esta pecadora un modelo y un ejemplo para el creyente (cf. Heb 11,31). En el destino de esta mujer el cristianismo primitivo veía una prueba efectiva del inexplicable amor de Dios a los pecadores, que Jesús patentizó más tarde tan admirablemente en su trato con los publicanos, las meretrices y los extraviados 35. Pero si Rahab se salvó, fue porque creyó y actuó. ¡Qué fuerza tiene la fe, que es capaz de salvar y de santificar cuando se la abraza vitalmente y se refleja en la actividad cotidiana! ¿Por qué no creemos, o no creemos como se debe, en esta fuerza que es capaz de transformar nuestra vida? ¿Por qué nos arriesgamos tan poco por conseguir que la fuerza de nuestra fe se despliegue en el curso de nuestra vida? ¡Cuántas promesas contiene la fe viva, resuelta, que se manifiesta en las obras!
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35. Cf. Mt 9,9-13; 15,24; Lc 7,36-50; 15; Jn 8,1-8.
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c) Resumen (2,26).

26 Así pues, como el cuerpo sin espíritu está muerto así también está muerta la fe sin obras.

Santiago resume, con una comparación, sus razonamientos sobre la fe y las obras. El punto de contacto entre ambos miembros de la comparación es el estado de muerte. Así como de un cuerpo muerto se deduce la ausencia del alma que vivifica, así de una fe sin obras se deduce la ausencia de una fe viva. Una fe que no se vive, que no conforma el obrar, es inútil para conseguir la salvación, no puede salvar, está muerta. Por eso ese tipo de creyentes son verdaderos cadáveres vivientes: a los ojos de Dios no existen. No hay, pues, que sorprenderse de que el Señor, que ha de volver como juez, fulmine contra tales creyentes el terrible anatema: «Jamás os conocí; apartaos de mí» (Mt 7,23), aunque lleven su nombre y le invoquen como su Señor. Quien, en cambio, sigue los consejos de Santiago, su fiel servidor, puede alegrarse como Abraham y Rahab por la venida del Señor y por su trato íntimo con él. ¿Qué nos dirá el Señor a nosotros?