CAPÍTULO 1


Introducción

CRISTIANISMO EN ACCIÓN

La carta de Santiago, por ser más extensa que otras, figura en cabeza de las llamadas cartas católicas. Estas cartas, a excepción de la segunda y tercera de Juan, no se dirigen a una Iglesia o persona concreta, sino a una mayoría de cristianos. Son, pues, como unas encíclicas. Esta característica, puesta de relieve en el título de «cartas católicas», resalta muy claramente en la carta de Santiago, que es una disertación de índole ético-religiosa, cuya forma literaria se ajusta al estilo epistolar. Se puede demostrar que no es propiamente una carta, porque, a más de faltar el saludo de despedida y la firma, no aparece ninguna relación personal entre el remitente y los destinatarios. Los destinatarios son judeocristianos, pobres y oprimidos, que viven en la diáspora, entre los paganos, probablemente en Siria y Cilicia.

El autor, que se presenta humildemente como «Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo», sin concretar más en particular los fundamentos en que se apoya su autoridad, porque puede suponer que los destinatarios ya los conocen, es un cristiano procedente del judaísmo. A un buen conocimiento del Antiguo Testamento y de la espiritualidad judía de su tiempo une el autor una visión certera de las necesidades de sus correligionarios. Escribe un griego muy cuidado1. Es imposible decidir si Santiago2, «hermano del Señor», primer responsable de la Iglesia de Jerusalén y «columna», junto con Pedro y Juan, de la Iglesia primitiva (Gál 2,9), conocía tan bien el griego (Jerusalén, como Galilea, era bilingüe en aquellos tiempos) o si utilizó como escriba y secretario a un judeocristiano de la diáspora griega. Según nuestra opinión, la carta no fue escrita más tarde del año 62 ó 63 después de Cristo. Por ser un documento inspirado procedente de la época apostólica, garantizado por el hecho de estar incluido en el canon, Ias afirmaciones de la carta tienen validez incontrovertible.

La carta está compuesta a la manera de un «libro sapiencial» del Antiguo Testamento (libro de los Proverbios, Eclesiastés, libro de la Sabiduría, Eclesiástico) y expone, sin ilación rigurosa, una serie de advertencias, instrucciones y normas, enfocadas hacia la vida práctica cotidiana de los judeocristianos de la diáspora. Utiliza el tesoro de ideas contenidas en el Antiguo Testamento y en las tradiciones judías, que constituían la base de la enseñanza éticoreligiosa de aquel tiempo, pero, además, se inspira intencionadamente en la tradición cristiana primitiva, tal como existía en la Iglesia primitiva y en las iglesias judeocristianas. Así, encontramos en esta carta la versión escriturística primitiva de muchas sentencias del sermón de la montaña 3; también ocupan un lugar central las exigencias apremiantes del mandamiento fundamental (2,8-11; cf. Mt 22, 39s; Rom 13, 8-10). Pero, ante todos la actitud de la carta está determinada, decisivamente, por el espíritu de la actitud de Jesús. La ley ritual está derogada; la nueva ley del cristiano es la «ley perfecta, la de la libertad» (1,25; cf. 2,12), que culmina en la «ley regia» del amor al prójimo (2,8). Se excluye por completo el deseo de obtener una recompensa en la tierra como motivo del obrar del hombre. La solicitud y el amor del autor van dirigidos a los pobres, mientras tiene palabras duras para la riqueza y para la autosuficiencia de los ricos (2,1-9; 4,13-5,6): «¿No escogió Dios a los pobres según el mundo, pero ricos en la fe y herederos del reino...?» (2,5). Según la carta de Santiago, la vida del verdadero cristiano se caracteriza y está determinada por una serie de virtudes: humildad (4,6.10), mansedumbre (1,21), misericordia (2,13), amor a la paz (3,18), hospitalidad, solicitud por los pobres, por los pecadores (5,16), por los indigentes, por los enfermos e incluso por los que se han desviado y perdido (5,19s), entrega confiada a la providencia del Padre Eterno, que gobierna con sabiduría y sólo concede dones buenos (1,17; 4,13-15; 5,7s), oración continua perseverante, en todas las circunstancias de la vida (1,6; 4,2-10; 5,13-18) y, por fin, paciencia que no desfallezca en medio de las pruebas y tribulaciones de este mundo (1,3s.12; 5,7-12). FE/V: Los libros sapienciales dan normas generales de prudencia y de vida; la carta de Santiago, en cambio, intenta lograr una total subordinación de todos los ámbitos de la vida a la voluntad de Dios, que fue promulgada en su plenitud y perfección por el Señor Jesús. La gran aspiración de esta carta es que los (judeo)cristianos, en la vida cotidiana, tomen en serio su fe y pongan en práctica lo que creen y profesan. ¿Qué utilidad tiene una vida aparentemente piadosa y dispuesta a obedecer a los mandatos divinos, si sus más profundos móviles y objetivos no están determinados por la fe? ¿De qué aprovecha una fe que no repercute en la vida, transformándola? Una fe que no toma en serio la vida de cada día, que no pone su sello en el obrar del hombre, no es digna de ese nombre. Es un puro engaño: «Como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también está muerta la fe sin obras» (2,26).

Santiago no se contenta con estas consideraciones de tipo general. Es implacable a la hora de sacar consecuencias para la vida práctica. Se sirve para ello de una serie de sentencias que plantean con agudeza los problemas característicos de estas comunidades judeocristianas de la diáspora. Muchos pobres son explotados y oprimidos por los grandes terratenientes; se les insulta, incluso, por su fe, y se les conduce ante los tribunales (2,1-9; 5,1-6; 5,13). Por eso muchos se han entregado a una servil apetencia de todo lo que trae consigo honra y autoridad, y han demostrado desdén por los pobres, miserables e incultos de la comunidad (2,1-8). También hay ricos y personas acomodadas que se hacen tributar honores y viven seguros de sí mismos, haciendo planes, como si su destino estuviera exclusivamente en sus manos (5,1-6; 4,13-17).

Hay algunos que saben decir palabras hermosas al hermano indigente, pero cierran sin compasión sus bolsillos y su corazón a sus necesidades. Hay envidia y celos, un afán de «justificación» por los propios méritos y un prurito de reformar al prójimo, especialmente a los cristianos.

A esto se unen precipitación y arrogancia en hablar y en juzgar, e incluso ofensas y calumnias (4,1-12). Aparece un espíritu malsano de murmuración, de refunfuñar unos contra otros, que destruye la comunidad (5,9a); se advierte un celo por advertir, enseñar, instruir y gobernar a la comunidad; es un celo teñido de egoísmo y conduce a pendencias, a espíritu de contradicción, a sutilezas, contiendas y antagonismos (3,1-4,12), se nota una gran pusilanimidad en los contratiempos y necesidades de la vida cotidiana, porque se duda de la providencia bondadosa de Dios, como si Dios fuese la causa de cuantos males caen sobre sus fieles servidores en el mundo (1,2-18). Es, pues, muy natural que de aquí resulten deficiencias en la fe, en la oración y en la vida, hipocresía y apariencias de piedad (1,8.19-25; 2,14-26; 4,1-17), que las tribulaciones se transformen en verdaderas tentaciones y lleven a algunos a la caída (5,19s). Es también natural que la demora de la parusía del Señor como juez y remunerador, que se esperaba como algo próximo, lleve a muchos a no seguir tomando en serio el juicio final y a apartar su vista del fin, y se lancen a vivir sirviendo al mundo, arrastrados por su egoísmo y por sus pasiones (4,13-5,11). Santiago se enfrenta a esta actitud y afirma que Dios examinará y juzgará la fe de cada uno según sus obras y sin acepción de personas, que la parusía del Señor está cerca, e incluso que las decisiones judiciales ya están tomadas (5,1-9). Contrapone implacablemente esta actitud concreta de los cristianos, demasiado pusilánimes y dispuestos a aceptar compromisos, con las exigencias del Señor. Hay que tomar la fe en serio y vivirla (1,8; 4,8). Se mide a cada uno según sus frutos, según su vida. Solamente un cristianismo de acción podrá mantenerse airoso en la parusía del Señor y recibir en posesión la herencia prometida. Es un toque de diana, una exhortación siempre válida, siempre necesaria, siempre actual, dirigida a los cristianos de todos los tiempos, «¿No sabéis que la amistad del mundo es enemiga de Dios?» (4,4). Permaneced, pues, en el mundo con corazón íntegro y fiel y con confianza inquebrantable.
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1. Así, usa juegos de palabras y asonancias de palabras semejantes, de parecida o idéntica pronunciación (1,15; 2,4; 2,13; 2,20); apóstrofes retóricos (4,13; 5,1); objeciones que se ponen en boca de interlocutores (2,18), la progresión sucesiva de palabras y de ideas (1,3s; 1,15); además cita el Antiguo Testamento según la traducción griega de los Setenta.
2. El Nuevo Testamento habla de tres personas de la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén, que llevaban el nombre de Santiago: el apóstol Santiago el Mayor, hermano de Juan Evangelista (cf. Mt 3,17; 5,37; 9,2; 14,33), que fue degollado por orden de Herodes Agripa por pascua del año 42 (Hch 12,2); el apóstol Santiago, hijo de Alfeo (Mc 3,18; Hch 1,13), a quien suele llamarse «el Menor», aunque no recibe tal nombre en los pasajes citados. Hoy día se cree que no hay que confundirlo con Santiago el Menor, «hermano» de Jesús e hijo de una mujer llamada María (Mc 15,40; 6,3). Este último Santiago, después de un periodo inicial de incredulidad, creyó en Jesús, por lo menos desde que se le apareció resucitado (ICor 15,7; Hch 1,14). Después de la huida de Pedro fue elegido jefe de la iglesia de Jerusalén (Hch 12,17; 15,13-29; 21,18-25), y junto con Pedro y Juan, el evangelista, fue considerado como una de las columnas de la Iglesia primitiva (Gál 1,19; 2,9). Perseveró en el culto del templo y en el cumplimiento de las prescripciones legales, y se le llamó el «justo» por su piedad (véase EUSEBIO, Historia Eclesiástica II, 1,2-5; 23,4-18.21). Sin embargo, no defendió severa y celosamente las leyes mosaicas, antes al contrario abogó en defensa de los cristianos que provenían de los gentiles, para que se les liberase de la obligación de observar estas leyes (Hch 15,19.28s; Gál 2,1-10). Según Flavio Josefo (hacia el año 70 después de Cristo) y Hegesipo (hacia el año 170 después de Cristo) unos celosos defensores de la ley judía le dieron muerte violenta por pascua del año 62 después de Cristo, siendo sumo sacerdote Anás II. Si se acepta que Santiago el Menor ha escrito esta carta, entonces se encuentra la mejor explicación que pueda darse de que el autor no use el titulo de apóstol en Sant 1,1, de la indudable autoridad del remitente, de su ambiente espiritual, así como también de su familiaridad con una tradición muy antigua que recordaba palabras de Jesús, sobre todo tal como se encuentran en el sermón de la montaña de Mateo. Sobre este asunto cf. A. WlKENHAUSER, Introducción al Nuevo Testamento, Herder, Barcelona2 1966, p. 346s; J. CANTINAT, en A. ROBERT y A. FEUILLET, Introducción a la Biblia, Herder, Barcelona2,1967, p. 513-519. 3. 5,11 = Mt 5,34-37; 2,5 = Mt 5,3-5; 2,13 = 5,7; 2,15 = Mt 6,25; 3,12 = Mt 7,16.

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ENCABEZAMIENTO 1,1

REMITENTE (1, 1a)

1a Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo...

Aunque la carta de Santiago no es propiamente una carta, su autor ha preferido adoptar la antigua forma epistolar. Comienza nombrando el remitente, luego los destinatarios, y termina con el saludo acostumbrado: khareim, «salud». El nombre y la autoridad del remitente han de respaldar sus argumentos y darles validez. Quien quiera decir algo en la Iglesia de Dios tiene que venir en nombre y con autoridad de Dios y del Señor Jesucristo. Sus palabras, para que tengan validez en el pueblo de Dios, deben estar respaldadas por la verdad de Dios y la misión de Cristo.

Como acreditado servidor de la palabra y maestro de la Iglesia (3,1) hace prevalecer su autoridad, que es incuestionable y que, en oposición a la autoridad del mundo, no hace alarde de jerarquía ni de títulos de grandeza. Se presenta como esclavo, siervo de autoridades superiores: de Dios y de Jesús, su «ungido» (Cristo, el Mesías), el Señor sentado a la derecha de Dios. El título de esclavo o siervo no sólo significa la completa dependencia del autor respecto de Dios, que le ha tomado a su servicio, sino que expresa además la alegría por haber sido elegido y acreditado mediante esa «toma de posesión» por parte de Dios y de su Mesías. Poder ser siervo de Dios es un regalo y un don honorífico; por esa razón tampoco el Antiguo Testamento encontró un título honorífico más excelso que el de siervo para designar a las grandes figuras de Israel. Así se designa a Moisés (Jos 14,7), Josué (Jos 24,29; Jue 2,8), Abraham (Sal 104,42), David (Sal 88,4), Isaac; (Dan 3,55) y a los profetas (2Re 17,23), a quienes Dios constituyó en siervos suyos. Lo mismo puede decirse aquí, con la única diferencia de que ahora Dios ha actuado y actúa por medio de su ungido, Jesús, el «Señor». Todos los que reconocen que Jesús es el ungido de Dios y el Señor son siervos de Dios y de Jesucristo. Pero el título de siervo expresa aquí, igual que cuando se aplica a aquellas grandes figuras de la antigua alianza, la conciencia de una dependencia y de una misión especiales, de una elección y de una autoridad peculiares. También Pablo en sus escritos se nombra con frecuencia con este título4. Pero, a diferencia de Pablo, nuestro autor no alude a su cargo de apóstol, antes encubre su cargo y su autoridad con el humilde título de «siervo», esclavo, servidor. Así procede también el autor de la carta de Judas «hermano de Santiago». Pero precisamente esta modesta designación indica a los lectores que el autor habla aquí sólo en nombre y con la autorldad de Dios y del Señor Jesús, más aún, que es el mismo «Señor» quien les habla. ¡Qué pretensión!, pero también ¡qué promesa!: encontrar en la carta del siervo a su Señor, al ungido de Dios, e incluso al mismo Dios, oculto y escondido. No hay que sorprenderse, pues, de que esta carta procure imponer la voluntad de Dios, sin limitarla ni reducirla, tal como se la reveló el Señor Jesús.
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4. Cf. Rm 1,1; Flp 1,1; Tt 1,1; 2Co 4,5.
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2. DESTINATARIOS. SALUDO ( 1,1 b).

1b . . .a las doce tribus en la diáspora: Salud.

Santiago se dirige a los cristianos con una expresión que era corriente para designar a las doce tribus del pueblo de Israel, dispersas entre los gentiles. Desde los días de la destrucción del reino septentrional de Israel (722 antes de Cristo) y el destierro de la mayoría de los habitantes del reino meridional de Judá (587 antes de Cristo), una gran parte del pueblo de Dios vivía en la diáspora. Este hecho no sólo tuvo por consecuencia que algunos paganos rindieran culto al único Dios verdadero, sino que muchos miembros e incluso tribus enteras del antiguo pueblo de las doce tribus fueran absorbidos por los pueblos paganos que los hospedaban. Pero el pueblo judío, desde el tiempo de los profetas, mantenía la viva esperanza de que Dios, al final de los tiempos, volvería a congregar a su pueblo y haría regresar a su tierra a todos los miembros perdidos para formar el único pueblo de Dios. Santiago, al hacer esta referencia, que no se repite en todo el Nuevo Testamento, alude a su gran homónimo, Jacob, el fundador del pueblo de las doce tribus, y dice: Ahora ha empezado la reunión de los miembros perdidos, por medio del Mesías de Dios; la Iglesia es ahora el verdadero Israel. Por eso ha tenido cuidado en omitir en el encabezamiento el nombre del antiguo pueblo de Dios, «Israel». Quiere dar a entender, además, que él es el continuador de la obra del patriarca Jacob. A él, responsable de la comunidad primitiva de Jerusalén, le han sido confiadas especialmente las doce tribus, que han sido rescatadas, los miembros del pueblo de Dios, que han creído en el Mesías. A pesar de haber sido ya rescatados, han de vivir aún en un mundo enemigo de Dios (4,4-6), aunque el día del retorno definitivo del pueblo de Dios a su patria ya proyecta su sombra (5,1-11).

Santiago se reconoce, pues, como heredero y defensor de Jesús y de los «doce», a quienes se había encomendado la reunificación del pueblo de Dios, disperso y perdido, y a quienes se había prometido dominio futuro sobre las doce tribus de Israel 5. Su solicitud debía dirigirse sobre todo a aquellos que, como él mismo, descendían por la sangre de los doce hijos de Jacob, aunque sabía, sin duda, que la Iglesia, formada por judíos y paganos, es quien representa ahora el verdadero Israel. Su alegre saludo va dirigido, pues, a todos aquellos que pertenecen al verdadero Israel: también a nosotros.
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5 Cf. Mt 10,1ss; 19,28; Lc 22,30; Hch 1,15ss; 3,18-26; 5,29-32; 13,26.31
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BENEFICIOS APORTADOS POR LAS PRUEBAS 1,2-18

Sin ninguna frase de transición, Santiago comienza a exponer una primera serie de ideas sobre las pruebas. Repite continuamente algunos pensamientos y palabras, que constituyen el núcleo central, y cuando uno menos se lo espera pasa a nuevas series de ideas. Los temas se los da la situación concreta, y al tratarlos deduce de ellos cuál ha de ser la actitud fundamental auténticamente cristiana y airea, con dureza y sin miramientos, las deficiencias de conducta de los cristianos. Hay que precaverse de cualquier ilusión piadosa, como si bastara estar convencido de las verdades cristianas para ser cristiano y salvarse. La verdadera fe, si ha de conducir a la salvación, hay que demostrarla día a día.

l. LA PRUEBA ES MOTIVO DE GOZO (1,2-4).

a) Produce constancia (1,2-3).

2 Considerad, hermanos míos, motivo de grandes alegrías el veros envueltos en toda clase de pruebas, 3 sabiendo que la prueba de vuestra fe produce constancia.

Santiago, después de saludar a los destinatarios de la carta, aplica a la prueba la palabra «alegrías»: en todos los aspectos, la prueba, es decir, la prueba de la fe o tentación, ha de ser motivo de gozo. Es una afirmación audaz, sorprendente, si se tiene en cuenta la sombría y peligrosa realidad contenida en aquellos conceptos. ¡Qué misterio diabólico oculta la palabra tentación para el que cree en la providencia de Dios, nuestro Padre bondadoso y santo del cielo, y experimenta sin cesar que los piadosos y creyentes son entregados en diversas maneras al poder del tentador, hasta caer en la profundidad de la desesperación, de la silenciosa apostasía o incluso de la traición! La obscura sombra de la tentación comenzó a proyectarse sobre nuestros primeros padres (Gén 3,1-19), fue pasando por Abraham, el padre de la fe (Gén 22,1-19), por el inocente Job, hasta llegar a Jesús en el desierto (Mt 4,1-11) y en el monte de los Olivos (Mc 14,32-42), a Judas, a Tomás y a los apóstoles, y seguirá proyectándose hasta el juicio final. Por eso Jesús, en la sexta petición del padrenuestro, nos enseña a pedir que no nos deje caer en la tentación (Mt 6,13; Lc 11,4), y nos advierte que estemos siempre alerta y que pidamos la protección de Dios en la tentación (Mc 14,38).

FE/TENTACION: Solamente donde hay fe es posible que se someta a prueba a la fe. Y sólo en medio de la prueba demuestra la fe su autenticidad, su plena sumisión a la voluntad de Dios. Esto nos lo enseña ya el Antiguo Testamento: «Hijo, en entrando en el servicio de Dios, persevera firme en la justicia y en el temor, y prepárate para la tentación. Domina tu corazón, y ten paciencia; inclina tu oído y recibe los consejos prudentes, y no te impacientes en tiempo del infortunio. Aguarda con paciencia lo que esperas de Dios. Estréchate con Dios, y ten paciencia, a fin de que en adelante sea más próspera tu vida. Acepta todo cuanto te enviare, y en medio de los dolores sufre con constancia, y lleva con paciencia tu abatimiento; pues al modo que en el fuego se prueban el oro y la plata, así los hombres aceptos se prueban en la fragua de la tribulación» (/Si/02/01-05). Por eso Santiago puede limitarse a afirmar que la prueba de la fe produce constancia. La tentación es el medio para probar la fe. Esta es la actitud fundamental que debe tener el cristiano, que vive en este mundo y tiene que convivir con frecuencia entre compatriotas incrédulos, Sólo puede producir frutos abundantes quien demuestra su fe, con firmeza, en medio de todas las contrariedades. Si se consigue esto realmente, hay motivo para alegrarse.

h) La constancia lleva a la perfección (1,4).

4 Pero que la constancia lleve consigo una obra perfecta, para que seáis perfectos y plenamente íntegros, sin deficiencia alguna.

El objetivo de la voluntad salvadora de Dios es llevar al hombre a la perfección. Este objetivo sólo se logra cuando la fe, con tenacidad, imprime su sello en todos los ámbitos de la vida y cuando todo el obrar del hombre se ordena y se subordina a la voluntad de Dios. El hombre redimido debe ser perfecto, sin mácula ni falta, como el Padre celestial es perfecto (Mt 5,48). El hecho de que con la expresión «obra perfecta» no designe una acción o virtud determinada, sino al cristiano mismo en la madurez de su fe, demuestra cuán profundamente ha penetrado en las palabras de su Señor. Pero, a la vez, la formulación misma de esta frase pone de relieve con finura que esta madurez no trae consigo la «obra perfecta» sin más ni más, automáticamente, sino que es necesario un esfuerzo perseverante para que se distinga en el elegido la imagen del Padre. Así, nos pone en guardia contra el menor indicio de autosuficiencia piadosa: la fe sólo es auténtica y consigue su fin cuando nada falta a esta perfección. No basta dejar esto o aquello, hacer esto o lo de mas allá. Dios quiere que todo el hombre se renueve y se perfeccione. Si uno ha llegado a percatarse de esta insuficiencia, de su propia pobreza, de la que él mismo es en parte culpable; si ante su vista, iluminada por la fe, se ha presentado este objetivo y lo ha introducido en su corazón, entonces no podrá menos de gozarse por la prueba de su fe, ya que sólo así puede acercarse a su fin.

2. SE NECESITA SABIDURÍA PARA ADMITIR ESTA VERDAD (1,5-8).

a) Pidamos la sabiduría a Dios (1,5a).

5a Si a alguno de vosotros le falta sabiduría, pídala a Dios...

Para entender bien lo que acaba de exponer, es necesaria una comprensión, que es don de Dios. Tener fe significa juzgar el mundo y la vida con los criterios de Dios y con su escala de valores. Por eso la verdadera sabiduría sólo puede descender de arriba (3,15). ¡Cuántas veces aparece una contradicción entre las convicciones religiosas y la práctica de la vida cotidiana, porque no se ha cambiado la manera de pensar! Quien no reflexiona, quien no ve, planea, juzga, valora y obra inspirado por Dios y con la vista puesta en él, tiene una fe insuficiente y estéril, es todavía menor de edad, está, en fin, marcado por la sabiduría de este mundo, que no ve más allá de las cosas de este mundo y conduce a la muerte (3,13-18).

Puesto que todo depende de que veamos las cosas con perspectiva divina, es necesario pedir, tanto más cuanto más se esfuerce uno por alcanzar la madurez de su fe y la perfección. Santiago se limita a insistir en algo que sus lectores ya sabían hacía mucho tiempo por el Antiguo Testamento (cf. Prov. 2,3-6) y por el ejemplo del prudente Salomón, que no pidió a Dios larga vida, ni riquezas, ni victoria sobre sus enemigos, sino el don más precioso que Dios puede otorgar: un corazón sabio, inteligente, razonable, capaz de discernir entre el bien y el mal (IRe 3,5-14). Quien no pide con perseverancia este don primordial no podrá llevar su fe a feliz término, porque carece de la necesaria perspectiva. ¿Por qué pedimos tan pocas veces y con tan poca energía el don de la sabiduría, de la fe razonable? ¿Quizá porque nos importa muy poco la perfección de la fe? ¿O tal vez porque dudamos de poder conseguirla alguna vez? ¿O acaso porque dudamos de que Dios escuchará nuestra súplica?

b) Dios da generosamente (1,5b-c).

5b ... que la da a todos, sencillamente y sin echárselo en cara...

Dios da a lo divino, no como un hombre a quien se pide ayuda. Dios no inventa pretextos ni hace salvedades, no sale nunca con un si o un pero, no piensa si el que pide es digno de ser escuchado, si su petición es digna de ser atendida, ni en qué condiciones sea mejor atenderla: da sin segundas intenciones, sin reparos, sin reservas. Precisamente porque él es Dios, el dador de todo bien (1,17).

Da sin hacer reproches al que le suplica, sin hacerle sentir que se le da algo de mala gana y que supone una gran condescendencia atender a sus ruegos; Dios da con gusto, porque es bondadoso y le gusta complacer. Así, la súplica pierde su carácter de cosa difícil, desagradable, incluso vergonzosa, para transformarse en algo alegre y glorioso, porque Dios da como un padre amoroso, que da a su hijo lo que le pide. ¿No les gusta a los niños ir a su padre con todos sus deseos, grandes y pequeños? ¿Qué nos retrae, pues, de pedir la sabiduría?

5c ...y se le dará

Podemos estar seguros de que Dios prestará oídos a nuestra petición. No es sólo Santiago quien lo afirma; está respaldado por un testigo, que cita; Jesús, su Señor. En esta frase Santiago reproduce una sentencia del sermón de la montaña, que exhorta a pedir con confianza y promete que se prestará oído a nuestra súplica (Mt 7,7; Lc 11,9). Es significativo que, para Lucas, el don bueno que Dios concede a quien le pide con confianza sea el don del Espíritu, del Espíritu bueno y santificador de Dios: «Si vosotros, que sois malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿con cuánta más razón eI Padre que está en el cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?» (Lc 11,13). Esto es lo que quiere decir Santiago con su exhortación a pedir el don de la sabiduría. Para el hombre que quiere conseguir la perfección y la plenitud de vida de Dios, ¿hay algo más necesario que el don de este Espíritu santificador, que transforma al hombre y le hace sabio? Al mismo tiempo, da una norma de lo que se debe pedir y un criterio para saber cómo puede estarse seguro de que la súplica será atendida.

c) Pero hay que pedir con fe (1,6-8).

6a Pero pida con fe, sin ninguna duda...

Para que la oración reúna las debidas condiciones no sólo es menester conocer el don que se pide, sino también tener una confianza firme, apoyada en la fe. También el que pide ha de contribuir con algo decisivo para que la oración sea atendida: con su fe sin reservas en la bondad y en el amor de Dios. La fe del cristiano es el puente por el que se llega hasta el corazón de Dios. Quien duda de la bondad de Dios, de su solicitud paterna y de su disposición a escuchar nuestras peticiones, duda también de la palabra y de la obra de Cristo, rebaja a Dios al nivel de un hombre veleidoso, indigno de confianza, y destruye este puente. Cualquier clase de duda destruye la eficacia de la oración confiada. Aunque la aparente solidez del orden del mundo, el trajín ruidoso y agitado del mundo y de los hombres, y el silencio, a veces incomprensible, de Dios parezcan oponerse a la eficacia de la oración confiada, el que cree sin vacilar tiene una fe que puede incluso trasladar montañas (Mt 21,21). Así lo garantizan las palabras de Jesucristo. Este testigo está ahora en la gloria del Padre. Podemos apoyarnos con confianza inquebrantable en su promesa.

6b ...pues el que duda es semejante al oleaje del mar, agitado por el viento y llevado de una parte a otra.

Esta es la situación del que duda: en cuanto sopla el viento de la duda sobre el mar de los pensamientos, reflexiones y criterios, este impulso del viento le mueve, le empuja de un lado a otro, le revuelca, sin objetivo, sin centro, sin descanso. Salta la espuma, huera y engañosa. He aquí una imagen estremecedora del creyente que debía tener su apoyo en Dios, pero que presta más atención a los fútiles cuchicheos y opiniones que a la verdad inmutable y permanente de Dios. Santiago no habla aquí de la duda propia del hombre atribulado, sino de la insuficiencia y fatuidad de los «hombres inconstantes», que se dejan afectar por la primera corriente de airea o, como dice Jesús en la parábola del sembrador (Lc 8,13), se agostan al primer rayo ardiente del sol, porque no han echado raíces.

7 No piense tal hombre en recibir nada del Señor. 8 Es un indeciso, inconstante en todos sus caminos.

No puede aplicarse al creyente que carece de una fe auténtica y sencilla, la promesa de que su oración será escuchada. No tiene nada que esperar de Dios 6, ya que tampoco le da nada; ni pone su confianza en Dios ni se entrega a él sin reservas. Se queda solo, aislado, y no puede estar seguro de nada, porque su indecisión, que no le permite confiar en Dios, tampoco le permite confiar en sí mismo. La indecisión no conduce a nada. Se reduce a polvo oscilando entre la confianza y la desconfianza, entre la confianza en Dios y la confianza en sí mismo, entre la entrega y la huida, entre la oración y la duda, entre contentarse con lo que encuentra y salir a la búsqueda, entre la esperanza y el temor. No hay, pues, que sorprenderse de que esta forma de vivir carezca de dirección y de objetivo, y semeje a un deambular de un lado a otro, sin plan ni meta y cuyas huellas es imposible seguir.

Aquí se ve claro lo que significa creer: entregarse a Dios enteramente y con plena confianza , y construir la vida sobre ese sólido cimiento. Quien confía en Dios sin condiciones, quien no está seguro del amor y la bondad de Dios, no tiene ningún asidero. Sólo cuando se pide con fe la sabiduría, el Espíritu de Dios y la gracia, llega la fe del cristiano a desplegar toda su fuerza. Es el cristianismo primitivo quien nos sale al encuentro en la persona de Santiago. Quien preste oídos a este testigo acreditado encontrará el camino que conduce de la indecisión y la imperfección a la plenitud de la fe alegre, que vence al mundo.
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6. Aquí a Dios se le llama Kyrios, como en 3,9; 4,10.15; 5,4.10.11.
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3. PORQUE LAS APARIENCIAS ENGAÑAN (1,9-12).

a) Sólo podemos gloriarnos en nuestra vocación (1,9-lOa).

9 Gloríese el hermano humilde en su exaltación, 10a y el rico en su humillación...

Da la impresión de que Santiago pasa a hablar de repente sobre la gloria que se puede poner en las cosas propias, pero, en realidad, continúa el curso de ideas que antes había iniciado, aunque desde un nuevo punto de vista. No hemos de valorar a un hombre por los bienes que posee en este mundo, sino por los bienes que le hacen rico a los ojos de Dios, porque sólo lo que vale ante Dios tiene un valor duradero. Gracias a la intervención de Dios en este mundo se ha producido una inversión de valores. No es el hombre y su vida terrena Io que ocupa el centro, sino Dios y sus bienes. Solamente el que es perfecto ante Dios tiene razón para gloriarse; no en sus propios méritos sino en la gracia y en los dones que ha recibido de la divina clemencia. Por eso debemos gloriarnos incluso en las tribulaciones: en ellas se acrisola la fe, como el oro.

El autor expone su concepción del verdadero valor del hombre en dos ideas, que suenan a paradojas. Pero tampoco aquí se apoya únicamente en sus propias convicciones, sino en la tradición. Este modo de ver se encuentra tanto en la antigua alianza como en la nueva: «Esto dice el Señor: no se gloríe el sabio en su saber; ni se gloríe el valeroso en su valentía; ni el rico se gloríe en sus riquezas. Mas el que quiera gloriarse, gloríese en conocerme y saber que yo soy el Señor, el autor de la misericordia, del juicio y de la justicia en la tierra; pues éstas son las cosas que me son gratas, dice el Señor» (Jer 9,22-24). También el Eclesiástico desarrolla esta idea: «La gloria de los ricos, la de los hombres bien considerados y la de los pobres es el temor de Dios» (Eclo 10,25). El principio de que el hombre sólo puede gloriarse cuando aparta los ojos de sí mismo y los fija en Dios, enorgulleciéndose entonces de la gracia y de la elección de que ha sido objeto, ha sido formulado definitivamente por Pablo: «Quien tenga orgullo, que lo tenga en el Señor» (ICor 1,31). Dios ha destruido, per medio de Cristo, todo el orgullo de los gentiles y de los judíos, para que nadie se gloríe ante Dios (lCor 1,25-31). El cristiano, pues, puede gloriarse sólo del amor de Cristo y de su acción salvadora, que le ha hecho rico anta Dios (Flp 3,3). Sólo puede gloriarse de lo que recibe gracias a su comunión de vida con el Señor; en otras palabras: de su impotencia personal y de sus sufrimientos 7.

Santiago saca a relucir la «exaltación» y el honor como motivo de orgullo para el cristiano pobre, menospreciado a menudo. Pero al hermano rico y bien considerado le recuerda que debe reconocer humildemente que su exaltación se funda únicamente en su vocación, en el hecho de ser cristiano. La frase concisa: «el (hermano) rico (gloríese) en su humillación», no quiere ser sólo una exhortación a ser humilde, a deponer toda clase de orgullo y presunción y a gloriarse sólo en Dios. Quiere también señalar el peligro que tiene la riqueza de nublar la vista del creyente y darle una visión engañosa (cf. 4,13-163.
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7. Cf. Ga 6,14; 2Co 4,7-11.
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b) Todas las riquezas pasarán (1, 10b-11).

10b ...porque pasará como la flor de heno. 11 Pues salió el sol, vino el viento abrasador, secó el heno y se le cayó la flor, y se estropeó su bello aspecto. Así se marchitará también el rico en sus empresas.

RIQUEZAS/CADUCAS: Santiago interpreta las palabras del profeta Isaías (/Is/40/06s) sobre el destino de los ricos: todo el brillo y todo el fulgor fascinante de la riqueza están irremediablemente condenados a desaparecer. Todo el maravilloso esplendor de los pastos y campiñas florecientes de Palestina después de la estación de las lluvias se desvanece en un plazo brevísimo. De toda la magnificencia del mundo nada permanece. Por eso el rico es pobre: porque se deja cegar y prender por el fulgor de lo transitorio, que le engaña miserablemente. Nada puede impedir que la fuerza vital del hombre se debilite, aunque pueda disponer de todos los recursos del mundo. Por eso es pobre en doble sentido: porque se encuentra sin nada y porque, además, sus esperanzas de vida quedan defraudadas. Nada permanece, todo pasa. Sólo Dios no pasa; Dios y los que confían en él, y todo lo esperan de él, y son ricos ante él, por él y en él. Hoy percibimos con especial claridad la validez eterna y la actualidad que tiene esta llamada para todos los que se llaman cristianos, se glorían de tener una visión correcta de la realidad y conocen las promesas de Dios. Cuán amargo resulta a veces reducir nuestros criterios y nuestras esperanzas a esta nota, que es la única valedera: sólo es rico el que es rico a los ojos de Dios.

c) Bienaventurado el que soporta la prueba (1,12).

12 Bienaventurado el que soporta la prueba, porque, una vez probado, recibirá la corona de la vida que Dios prometió a los que lo aman.

En este versículo vuelve el autor a tratar el tema con que comenzó la carta (1,2-4). Resume en una bienaventuranza todo lo dicho hasta aquí. Bienaventurado sea ante Dios quien sale airoso de las numerosas tribulaciones y calamidades que ha de sufrir por causa de su fe, porque le aguarda ya la corona de la victoria, que Dios prometió a todos los que triunfen en el combate de la vida. El símbolo de la corona de la victoria proviene del mundo deportivo; aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento 8. La fe no preserva de las penalidades de la vida en este mundo, antes al contrario, nos coloca en el centro del combate contra las fuerzas enemigas de Dios, pero nos da fuerzas para salir victoriosos de ese combate. También aquí aplica Santiago la predicación de su Señor a la vida cotidiana del cristiano: «Bienaventurados seréis cuando, por causa mía, os insulten, y persigan, y digan toda clase de calumnias contra vosotros» (Mt 5,11).

Al que ha sido probado así, le espera una gran recompensa: la plenitud de la vida de Dios. Sólo será coronado el que ha combatido. Por eso hay motivo real para gozarse y para cantar un cántico de alabanza, ya ahora, en medio de las tribulaciones de este mundo, porque la persona que sufre la tribulación y la supera tiene asegurada la recompensa, la vida misma. Sin embargo, sería un grave error concluir de esta esperanza en una recompensa futura, que el cristiano no es más que un egoísta refinado que, igual que todos, va tras una recompensa, aunque sea futura y en el cielo. El cristiano no es fiel a su Señor en la vida cotidiana por razón del premio o de las ventajas que espera conseguir, sino por Dios mismo, porque Dios le puso en la lucha, porque Dios le llamó a la prueba, porque Dios lo ha amado primero y lo ha destinado a la herencia de su vida. El amor a Dios es el estímulo más íntimo y poderoso para la lucha. «¡Tu amor, tu voluntad, tu reino, tu vida!» Este es el grito de combate del cristiano, porque ésta fue la ley que siguió nuestro Señor Jesucristo en su vida. Sólo quien ama a Dios con su vida 9 y no se limita a amarle con la boca o con palabras piadosas recibirá la corona de la victoria, la recompensa de la gracia de Dios. No hay, pues, que maravillarse de que la recompensa prometida consista en comunidad de vida y de amor con este Dios que se abre, con amor, al hombre. Según Santiago, se ama a Dios cuando se demuestra con perseverancia en la vida de cada día que se pertenece al número de los elegidos. He aquí una sentencia realista que sale en defensa de la pureza de nuestro amor a Dios y no acepta que el mandamiento del amor degenere en un falso cariño y sentimentalismo, y acabe por corromperse.
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8. Cf. 1Co 9,25; 2Tm 4,8; 1P 5,4; Ap 2,10; 4,4.10; 6,2.
9. Santiago está aquí muy lejos de cualquier clase de piedad que mueva e impulse a obrar para recibir una recompensa material. Una comparación con san Pablo, 1Co 2,9, puede mostrarnos cuál era aquí el espíritu que animaba a Santiago. San Pablo cita la misma frase que Santiago, y también la cita en un lugar decisivo de sus razonamientos: «Lo que el ojo no vio, ni oído oyó, ni el corazón humano imaginó; eso preparó Dios para los que le aman.» Tanto las palabras de san Pablo como las de Santiago son una reminiscencia del pasaje de Isaías en el Antiguo Testamento Is 64,3 (LXX): «Tus obras, las que harás para aquellos que tienen confianza en tu misericordia», lo cual se había adaptado muy bien al pensamiento de Santiago, que sustituyó la última oración por las palabras «que lo aman». Con este matiz que da el autor a la frase de Isaías, se hace patente el espíritu del mayor mandamiento del cristianismo, que establece como la ley más íntima de la vida cristiana la obligación de amar a Dios sobre todas las cosas.
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4. SOLO LO BUENO PROVIENE DE DlOS (1,13-18).

a) La concupiscencia es la causa de la tentación (1,13-15).

13 Nadie, al ser tentado, diga: «Soy tentado por Dios.» Pues Dios no puede ser tentado por el mal, y él a nadie tienta.

Se podría presentar la siguiente objeción: Si la tentación, según los planes de Dios, ha de servir para probar y perfeccionar, entonces, ¿no es Dios el responsable de todos los que caen en la tentación y naufragan en la fe? He aquí una tentación muy antigua en la historia humana, un intento de hacer responsable en último término a Dios del mal que hay en el mundo y en la propia vida, para sacudirse de encima, en cuanto sea posible, la propia responsabilidad. «La mujer que tú me diste me ha hecho caer en pecado» (Gén 3,12), dijo ya Adán. El principal argumento para refutar esta objeción es que Dios se sirve del mal, del pecado y de la culpa del hombre, como también de la actuación de Satán, para realizar sus planes, y así saca bien del mal Por eso José, agradecido, dice a sus hermanos: «Vosotros pensasteis hacer un mal, pero Dios lo convirtió en bien» (Gén 50 90).

Santiago empieza haciendo constar en forma incontrovertible que Dios no es responsable de la tentación al pecado, porque Dios, por su esencia, no sólo está libre de toda tentación, sino que es totalmente bueno. Es tan bueno que no puede querer ni tomar a su servicio nada que sea esencialmente malo o sencillamente menos bueno. Es la causa de todo lo bueno, el señor y celador del bien, el remunerador del bien y el vengador del mal. Por tanto, el Dios santo no puede ser la causa de la tentación al mal. Toda su actividad tiende a que todas las cosas colaboren para bien de quienes aman a Dios, como dice, certeramente, Pablo (Rom 8,28).

Santiago sabe que, una vez más, el testimonio de la Escritura está a su favor. En efecto, el Eclesiástico dice: «No digas: mi transgresión viene de Dios; pues él no hace lo que detesta. Tampoco digas: él me ha inducido a caer; pues no necesita él que haya hombres impíos. El Señor aborrece el mal y la abominación, la cual no puede ser amada de aquellos que le temen. Dios creó al principio el hombre y dejóle en manos de su albedrío. Diole, además, sus mandamientos y preceptos. Si tú quieres, puedes guardar sus mandamientos; para cumplir su voluntad sólo hace falta ser fiel. Dios no mandó a nadie pecar, ni presta apoyo a los mentirosos» (/Si/15/11-21). Así pues, la responsabilidad no recae sobre Dios. Ahora bien, si Dios «a nadie tienta», ¿cómo puede el Señor enseñarnos a orar en el padrenuestro: «No nos lleves a la tentación» (Mt 6,13; Lc 11,4)? Esta objeción se desvanece si se tienen en cuenta las palabras siguientes: «...sino líbranos del mal» (Mt 6,13). Se trata, pues, en esta súplica, de la preservación de todo lo que pudiese convertirse en lazo para quedar prendido en el pecado. Hay que entender esta súplica en el sentido de «no nos dejes caer en la tentación» 10, es decir, no permitas que nos sobrevenga una tentación tal, que supere nuestra capacidad de resistencia, y a la cual Dios sabe que hemos de sucumbir. Jesús dice claramente que Dios, por ser el bueno, el perfecto y el santo por excelencia, sólo puede conceder cosas buenas, y de hecho las concede, incluso a los hombres malos 11. Dios envía incluso a su propio Hijo para salvar a los pecadores, para ir a buscar a los que se han perdido y conseguir que vuelvan al hogar paterno y se conforten de nuevo al fuego de su amor. ¿Cómo sería capaz este Dios de atraernos con halagos al pecado para despeñarnos en la perdición?
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10. La oración del padrenuestro fue formulada y rezada en sus orígenes en arameo, pero esta lengua no tiene ninguna expresión para significar tolerancia, permisión. La traducción griega se ha mantenido fiel al original arameo.
11. Mt 5,43-48; 7,9-11; Mc 10,18,
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14 Cada uno es tentado por su propia concupiscencia, que lo atrae y lo seduce. 15 Luego la concupiscencia, después de concebir, pare el pecado, y el pecado, una vez consumado, pare la muerte.

La perdición no tiene su raíz en Dios, sino en el hombre. En medio de los deseos y ambiciones, en medio de los estímulos humanos más íntimos, la concupiscencia incita al pecado. El hombre está inclinado al mal. Santiago no profundiza en las causas de que la creación de Dios, que él creó buena, esté inclinada al mal, sienta deseos de rebelarse contra la voluntad de Dios y experimente una auténtica concupiscencia hacia todo lo que se opone al espíritu y a la voluntad de Dios. Santiago supone simplemente que el hombre y el mundo están echados a perder, están sometidos al yugo del pecado y de Satán y han sucumbido a la perdición. Por eso tiene mucho más interés en abrir los ojos al que ha sido salvado por Cristo y prevenirlo contra cualquier compromiso sospechoso, contra cualquier pacto disimulado o descubierto con el mundo del mal, que aunque está ya vencido, es siempre peligroso. Santiago muestra breve y acertadamente cómo es posible que se caiga en la tentación y adónde conduce esta caída: por una parte, presenta la concupiscencia como una ramera, una prostituta que seduce con sus atractivos a un joven ingenuo y le tiende sus redes, hasta que consigue tenerle en sus brazos nocivos, El fruto de este abrazo no puede ser otro, según la ley divina, que la perdición eterna. Esta manera de representar el pecado era bien conocida para los lectores del Antiguo Testamento (cf. Prov 7,1-27). En las palabras «atraer» y «seducir» se refleja también probablemente el símil de la caza, en la que con ayuda de un cebo, de apariencia agradable, se hace que el animal pierda la precaución y tenga que pagar este placer breve y engañoso con su libertad y, finalmente, con su vida. El destino del hombre está, pues, en sus manos. Pero su voluntad, desde un principio, está achacosa de propensión al mal. La tentación nace de su propio corazón, esclavo del pecado. Todo, pues, depende de cómo el hombre haga frente desde un principio a esa suave atracción. Quien no rechaza la concupiscencia pecaminosa resueltamente y en su primer brote, quien juega con la tentación, quien, incluso, quiere sacudirse de encima la responsabilidad de la tentación y del pecado, para descargarla sobre Dios, está perdido, porque se forma la cadena: tentación, pecado, muerte. Hasta que se le abren los ojos; pero entonces ya es demasiado tarde. Todos los pecadores experimentan el terrible proceso: concupiscencia, tentación, pecado, muerte. Se nos pone ante los ojos esta cadena de anillos estrechamente unidos, para dar la voz de alerta y para que se ofrezca una resistencia tenaz y se busque una firme defensa para protegerse contra la tentación.

b) Dios es la primera causa y el creador de todo lo bueno (1,16-18).

16 No os engañéis, hermanos míos queridos. 17 Toda buena dádiva y todo don perfecto son de arriba, descienden del Padre de los astros, en quien no hay fases ni períodos de sombra.

Santiago aduce un argumento más contra la afirmación de que Dios es en último término el responsable de la tentación y del pecado. Toma este argumento del orden de la creación y se sirve de ideas que eran familiares sobre todo en el ambiente de sus lectores. Dios, por ser el creador y el conservador del mundo, es también su padre. Para demostrar lo que afirma dirige su mirada a las estrellas. Su fuerza luminosa en el cielo nocturno es más intensa en oriente que en occidente. Por eso las estrellas brillan con mucho más fulgor a los ojos de los orientales que a la vista de los occidentales. Dios, que ha creado estas preciosas luces del cielo para que señalen les tiempos e iluminen las tinieblas y ha fijado el curso de su movimiento y lo dirige con un orden maravilloso (cf. Gén 1,14-19), no está subordinado a ninguna ordenación temporal ni a ninguna ley de movimiento; es inmutable en su esencia y en su actividad. Es imposible que su esencia pura y buena pueda producir el mal o algo imperfecto, Sus dádivas y dones son todos buenos y hacen rico y bueno al agraciado. Quien no ve así las cosas se engaña miserablemente. Este engaño debilita al hombre en la tentación, y de ahí se siguen funestas consecuencias.

18 Por propio designio, con paIabra de verdad, nos engendró para que fuéramos primicias de su creación.

Todavía puede presentar Santiago una prueba más contundente contra este modo de ver, falso y peligroso: fue voluntad libre de Dios salvarnos a nosotros, pecadores y pobres criaturas. ¿Cómo es posible que Dios vaya contra la decisión de su propia voluntad y contra sus propias acciones, tentando a los redimidos para que vuelvan a caer? Hay que descartar tal posibilidad. La voluntad de Dios tiende a nuestra salvación y nada puede desviarla. No hay ninguna razón para desconfiar del amor paterno y salvador de Dios, ni siquiera cuando sufrimos tentación. Precisamente en ese caso su ayuda salvadora es el único apoyo con que contamos, la única razón sólida de nuestra confianza en que saldremos victoriosos de todas las tentaciones.

Dios opera la salvación de los hombres con palabra de verdad. La aceptación del mensaje de fe de la Iglesia, que anuncia que Dios ha decidido salvar, por medio de Jesucristo, el mundo, que estaba perdido, mueve a Dios a adoptar a los creyentes como hijos, a introducirlos en su familia y a hacerlos partícipes de su vida. Santiago, usando una palabra poco frecuente para significar la acción salvadora de Dios: engendrar (apokyein), nos da a entender que la fiel aceptación del mensaje de fe de la Iglesia salva de hecho al creyente. La palabra de verdad es en cierto modo el principio materno, mediante el cual Dios engendra al hombre que quiere salvarse, le introduce en una nueva vida, en la vida verdadera. Santiago no piensa aquí en el sacramento del bautismo, que no menciona, sino en el mensaje de la fe, en que se funda la salvación, en la palabra de verdad 12, El bautismo viene a poner un sello y a dar plenitud a esa regeneración que se ha producido ya al aceptar con fe la palabra de verdad.

El objetivo de esta regeneración es que los renacidos sean las primicias, la prenda de todas las criaturas. Dos pensamientos se entrecruzan probablemente en esta frase: Dios se prepara víctimas escogidas y perfectas entre las criaturas de este mundo, igual que los hombres presentan como ofrendas frutos selectos. Estos dones primerizos son muy agradables a Dios y los acepta complacido. Los renacidos, además, dan testimonio de que en la Iglesia ha comenzado ya germinalmente la regeneración escatológica del mundo, que tiende a transformar a toda la humanidad, e incluso a todos los seres creados 13. El mundo nuevo apunta ya ahora en los hijos de Dios; la transformación total de la creación no puede hacerse esperar ya mucho tiempo. El final de los tiempos ha comenzado ya con Cristo (cf. 5,7-9).

Santiago dice: «...para que seamos...» Se alegra de que Dios nos haya reengendrado, a él y a nosotros, para que seamos hijos suyos y las primicias de su mundo nuevo. En los renacidos Dios ha hecho brillar una señal de esperanza para el mundo: que toda la creación llegará a salvarse. Además de alegrarse por este motivo, Santiago recuerda también la dignidad y la misión de los renacidos. La palabra de verdad, la fe, hay que vivirla; el nuevo ser tiene que manifestarse en una nueva vida. Por eso no se contenta con expresar este pensamiento, que es el punto culminante de la primera parte de la carta: hemos renacido en Dios, somos hijos de Dios, las primicias del mundo redimido. Esta afirmación es el punto de partida para los versículos siguientes: ¿cómo tiene que vivir el que ha renacido para que lo que Dios ha obrado ya en él se despliegue y llegue a plenitud? Porque la acción de Dios exige, como contrapartida, la acción del hombre, para que se logre lo que Dios pretende, la obra perfecta del hombre nuevo en el reino de Dios (1,4).
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12. En este punto coincide Santiago con Pablo, Pedro, Juan y los demás testigos del Nuevo Testamento (cf. 1Co 1,17; 2Co 5,17-21; Rm 8,14-23; Gá 4,4-7; 6,15; Ef 1,13; 1P 1,3.23; Jn 1,13; 3,5-8; 8,47; 1Jn 3,1.9), que muestran la fundamental importancia de la fe, que es una conversión a Dios y una vida que mana de la participación de las gracias divinas por mediación de Jesucristo. Para ser partícipe de estas gracias hay que mantenerse en el espíritu de Dios y hay que sentirse miembro de la comunidad que forma el pueblo de Dios.
13. Por tanto, lo que aquí se dice de las primicias hay que entenderlo en sentido metafórico, de la misma manera que los textos de Rm 8,23; 16,5; 1Co 16,15; 2Ts 2,13.

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II

LA PALABRA Y LAS OBRAS 1,19-27

Sigue un nuevo grupo de ideas, que muestra otro rasgo fundamental del cristianismo auténtico: la fe reconocida y profesada urge por su esencia para que se pase a la acción, si en realidad es verdadera fe. Por eso el pensamiento central de este grupo de versículos es que no basta oir, sino que hay que realizar. Hay que ser realizador de la palabra (1,22.23) y realizador de la obra (1,25). Una fe que sólo repercute en el pensamiento es una forma piadosa de engañarse a sí mismo. Por eso Santiago, al final, pone algunos ejemplos de fe realizada: la solicitud desinteresada por los indigentes (1,27: viudas, huérfanos) y la lucha para vivir de un modo agradable a Dios.

1. MANERA DE COMPORTARSE CON LA PALABRA (1,19-21).

a) Disposición para escuchar (1,19-20).

19 Sabedlo, hermanos míos queridos: Que todo hombre sea pronto para escuchar, tardo para hablar, tardo para la ira. 20 Pues la ira del hombre no realiza la justicia de Dios.

PALABRA/ESCUCHA: La interpelación solemne, precedida de la palabra «sabed» indica la responsabilidad del hombre ante la palabra y muestra, en una sentencia sapiencial trimembre, la manera conveniente de comportarse. El hombre debe estar abierto y bien dispuesto a escuchar la palabra ajena; debe escucharla con amor y con paciencia. Escuchando se pone en contacto con el tú de su prójimo y con el tú de Dios; ésa es la razón de que deba estar siempre abierto, con respeto, a las interpelaciones de Dios o de su prójimo. Sólo quien sabe escuchar sabe entender; sólo quien escucha con espíritu abierto y respetuoso puede responder con conocimiento de causa, con amor y con verdad. Este principio tiene validez sobre todo cuando es Dios quien se dirige a nosotros: «El que tenga oídos para oir, que oiga» (Mc 4,9). Para Santiago tiene especial importancia esta apertura, sobre todo cuando se trata de escuchar la palabra de Dios, particularmente en la predicación y en el culto. Lo demuestran los versículos siguientes, que comentan esta norma de carácter general. Todo hombre debe tener una postura adecuada ante la palabra, debe dominar el arte de escuchar, para ser así capaz de recibir la palabra de Dios como conviene.

Santiago muestra también la responsabilidad por las propias palabras: tardo para hablar. El hombre es responsable de cada palabra que pronuncia. Santiago tratará después más despacio de este poder casi diabólico del hombre. Aquí sólo intenta dar la norma suprema que hemos de seguir en nuestras palabras y nuestras acciones: lo que es justo ante Dios. Con la expresión justicia de Dios quiere designar aquel don, aquella capacidad que ha recibido y tiene quien procura realizar en su vida la voluntad de Dios.

En la lucha por la justicia tiene importancia decisiva saber administrar como conviene la propia palabra. No basta evitar conversaciones ligeras o palabras y juicios inconsiderados. Lo importante, en último término, es de qué sentimientos procede la propia palabra: si procede de un amor a la verdad que sea sincero, respetuoso, realista y circunspecto, o de un instinto egocéntrico, vano, ávido de gloria, quisquilloso, vengativo, indómito, de un instinto propio del espíritu de este mundo (cf. 3,13-4,12). Las horribles burlas y blasfemias de los enemigos de Jesús al pie de la cruz (Mt 27,39-44) muestran qué poder diabólico llega a tener la palabra del hombre cuando el odio, la cólera, la indignación y el orgullo se adueñan de ella. La palabra irreflexiva, que no procede de la verdad y del amor, sólo puede destruir, incluso a quien la pronuncia, porque Dios, un día, nos pedir;á cuenta a todos de cada palabra pronunciada (Mt 12,36).

b) Mansedumbre (1,21).

21 Por lo cual, despojándoos de toda impureza y de todo resto de maldad, recibid con mansedumbre la palabra plantada en vosotros que puede salvaros.

Pero no sólo los pecados de palabra y los pecados que guardan relación con la palabra, sino toda maldad y malicia ha de ser depuesta y enmendada. También aquí, probablemente, se hace alusión al bautismo, que quitó toda mancha y toda maldad y revistió al bautizado con la santidad de su Señor 14. Esta liberación del pecado y de la imperfección, que se ha dado ya en germen, hay que llevarla a la vida y precisamente oponiéndose a todo género de maldad y de pecado, que amenazan constantemente la nueva vida. Con la palabra plantada se refiere Santiago a la palabra de la predicación y también a la de la profesión de fe, que se hace en el bautismo. Esta palabra plantada en los fieles y abonada continuamente por la predicación de la Iglesia debe producir fruto abundante en la vida de cada uno de los bautizados. Pero esta fecundidad no sólo depende del poder operativo de la palabra de Dios, sino también de la colaboración del creyente. El hombre debe colaborar, venciendo su ira con mansedumbre y con una disposición amistosa, dulce, humilde y confiada.

Ante nosotros está el ejemplo de Cristo. Debemos imitar su actitud frente a la voluntad del Padre y frente a los hombres necesitados de salvación; hemos de sacar fuerza para ello de las alabanzas que prodiga a los mansos (Mt 5,4). La herencia del reino de Cristo ha sido prometida a quienes no esperan nada de sí mismos, a quienes lo esperan todo de Dios y aceptan con perseverancia alegre y confiada la oferta de salvación que Dios les hace. Santiago continúa la predicación de Jesús. Se dirige a la misma gente sencilla, humilde, pobre, necesitada, a quienes se dirigía el mensaje de Jesús durante los años de su vida pública. Todos los aspectos de la mansedumbre: pobreza, humildad, perseverancia, suavidad y alegría, se encuentran en la carta de Santiago15. También aquí recoge la herencia de Cristo y la anuncia de nuevo con autoridad apostólica. Hay que advertir que Santiago insiste en que se acepte el mensaje de la fe y se cumplan sus exigencias: «Recibid la palabra plantada en vosotros.» Ocupaos constantemente de ella, vivid desplegando la fuerza de esa nueva semilla, de ese principio vital; haced fermentar vuestro pensamiento y vuestra voluntad con esa activa levadura; reformad y perfeccionad con ella vuestra vida. Es un requisito muy importante, que sólo puede cumplirse como es debido mediante un constante contacto con la palabra de Dios, que hemos de oir tal como nos la enseñan y anuncian. Vivir de la palabra pertenece a la esencia del cristianismo, tanto antes como ahora. La palabra es poderosa; «puede salvarnos».
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14. Cf. Ga 3,27; Ef 4,24; 5,26; Hb 10,22; 1P 3,21.
15. 1,9; 2,5; 4,6.10; 1,3s.12; 5,7.11; 3,13.17s; 1,2.13.
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2. REALIZACIÓN DE LA PALABRA (1,22-25).

a) Práctica de la palabra (1,22-24).

22 Llevad a la práctica la palabra y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos. 23 Porque quien escucha la palabra y no la pone en práctica se parece a un hombre que se mira la cara en un espejo; 24 se miró y se fue, y en seguida se olvidó de cómo era.

Ahora enuncia Santiago el objetivo a que tendían sus palabras: sed realizadores de la palabra. Vivid lo que creéis. Quien reconoce como verdadero el mensaje de la fe y lo acepta, quien procura con todas sus fuerzas penetrar el sentido espiritual de la revelación, pero no ajusta su vida a la voluntad de Dios, se engaña. Una fe de ese estilo no basta para salvarse. Al contrario: ese saber ha de servir para su ruina, porque un día su vida será juzgada según esas normas. Tanto Jesús 16 como Pablo 17 han insistido con tenacidad en que se realice y se tome en serio lo que se ha reconocido como verdad y voluntad de Dios. Santiago continúa la predicación de Jesús y la resume de forma tajante porque, según parece, tiene que poner en guardia a sus lectores contra una concepción falsa y arrogante de la elección, fundada en la justificación de sí mismo. Pero sus palabras sirven también para todos nosotros. Nada más erróneo que pensar que el peligro de que aquí se trata está ya pasado de moda, que era un peligro típicamente judío o judeocristiano. Este pensamiento habría crecido de la misma raíz que Santiago quiere desarraigar. No podemos salvarnos solamente con un cristianismo de nombre.

Santiago refuerza con una comparación el precepto que acaba de dar. Quien por medio de la fe ha penetrado en la verdad, pero sigue viviendo como si la fe no le hubiera dado una visión fundamental y nueva de su conducta y de su vida, es como un hombre que contempla su rostro en un espejo y olvida inmediatamente lo que el espejo le mostró. Un mero conocimiento superficial de la fe no sirve para nada.
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16. Mt 7,24-27; Lc 6,46-49; 8,21; 10,37; 12,47s; Jn 13,17.
17. Cf. Rom 2,13ss.
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b) Los que practiquen la palabra se salvarán (1,25).

25 Pero quien fija su atención en la ley perfecta, la de la libertad, y es constante, no como oyente olvidadizo, sino para ponerla por obra, será bienaventurado al practicarla.

He aquí un nuevo cuadro. Creer es inclinarse para mirar con atención en el tesoro de la fe; es fijar la atención en las instrucciones de Dios, troquelarlas en la propia voluntad y vivir ajustándose a ellas. Santiago nos exige que seamos constantes. Con ello subraya cuán necesario es para la debida consumación de la fe ocuparse siempre de la voluntad de Dios. Solamente es capaz de configurar toda su vida según la palabra divina quien va ajustando siempre su vida a la voluntad revelada de Dios, ocupándose íntima y constantemente de su palabra.

Esta clase de vida, ¿sólo es una piedad externa y legalista, que nada tiene que ver con la salvación? Santiago habla de la ley de la nueva vida con una admirable expresión: «la ley perfecta, la de la libertad». Esta ley procede de la voIuntad salvadora de Dios, tiende a conseguir la perfección del hombre redimido y se despliega en la ley regia del amor desinteresado al prójimo (2,8; cf. 4,11s). Esta ley, pues, es un brote de la libertad del hombre que ha sido redimido del pecado, del egoísmo y del espíritu de este mundo; conserva al hombre en la libertad y la desarrolla plenamente 18. Sólo como hijo de Dios y primicias de su mundo redimido es el hombre realmente libre para vivir según lo que es. Por eso la salvación se promete al que pone la ley por obra. No se trata sólo de la salvación futura, porque la salvación está ya actuando en la vida de los redimidos, que toman en serio la nueva realidad de la gracia que les ha sido concedida. La salvación futura no será sino la consumación plena de la realidad ya presente de la gracia salvadora. Esta promesa la hizo Jesús con sus propios labios a todos los que no sólo le confiesan con la boca sino que realizan su palabra y su voluntad (Mt 7,21-27). Cuando el cristiano realiza la voluntad de Dios que, según la doctrina de Jesús, está resumida en el mandamiento fundamental del amor, la salvación se hace realidad presente en su vida.
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18. Cf. Mt 11,28ss; 12,7; 17,25s; Rm 8,2; 6,7ss; Jn 8,31ss.
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3. CARACTERÍSTICAS DE LA VERDADERA RELIGIÓN (1,26-27).

a) La verdadera religión no consiste en palabras (1,26).

26 Si alguno cree ser realmente religioso y no refrena su lengua, sino que se engaña a sí mismo, su religión no es auténtica.

Otro defecto que hay que evitar en la vida cristiana es la falta de dominio de las palabras. Santiago volverá a tratar después más extensamente de este peligroso defecto (3,1-18), que por lo visto era frecuente entre los judeocristianos de vida piadosa. Se trata de algo que motiva un engaño de sí mismo. Probablemente se alude, ante todo, al afán de emitir juicio, de criticar, de murmurar, afán que entre la gente piadosa de todos los tiempos y lugares es con frecuencia despiadado. Este afán nace de la envidia, la rivalidad y ia presunción (4,11s). A menudo se enmascara incluso bajo la capa de celo por las cosas de Dios y la santidad de su pueblo. Esta forma de servir a Dios -pues eso es lo que significan propiamente las palabras que aquí se han traducido por religión y religioso- no vale nada, ya que no sirve a Dios ni al prójimo, sino a la presunción de la propia justicia y, por tanto, a los intereses del príncipe de este mundo (3,15). Cristo ha dejado al descubierto de una vez para siempre la hipocresía de este celo religioso 19. No son las palabras impregnadas de religiosidad ni los discursos llenos de celo los que aprovechan ante Dios, sino la acción responsable que, en este caso, consiste en reprimir la lengua y en convertir el corazón, que confía en su propia justicia.
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19. Cf. Mt 5,21s.; 7,1-5; 9,12s.; 23,27s.
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b) La verdadera religión se demuestra con obras (1,27).

27 La religión pura y sin mancha delante de Dios y Padre, es ésta: visitar huérfanos y viudas en su tribulación, y conservarse limpio de contagio del mundo.

La verdadera religión se manifiesta en una vida laboriosa al servicio del amor fraterno y en la pureza de costumbres. No es la observancia puritana de prescripciones rituales, ni el cumplimiento meticuloso y literal de prácticas externas de piedad, sino el amor misericordioso y activo con el indigente y el necesitado, lo que convierte la religión en verdadero servicio a Dios. Los huérfanos y las viudas representan tradicionalmente a todos los necesitados 20, Además, hay que esforzarse sinceramente por santificarse ante los ojos del Padre, que está en los cielos, según la medida de su propia perfección. Este es el espíritu de Jesús y del Evangelio. Contra toda clase de religiosidad puramente externa, que se limita a los ritos de culto, el Señor da como signo de la auténtica religiosidad el corazón puro y las obras de misericordia 21. Nuestra aspiración hacia la perfección de Dios y nuestro deseo de ayudar al prójimo necesitado deben formar una unidad, si queremos que Dios se complazca en el servicio que le prestamos en este mundo y en el culto. Ni la propia santificación sin amor al prójimo, ni el amor al prójimo sin la propia santificación bastan para agradar a Dios. Es fundamental comprender la necesidad de unir estos dos elementos, porque muchos cristianos están tentados a cuidar de uno de ellos, descuidando el otro. A veces, incluso, presumen de ello.
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20. Cf. Ex 22,22s; Dt 27,19; Eclo 4,10; Sal 68,6; 146,9; Is 1,17; Ez 22,7.
21. Cf. Mc 7; Mt 23; 9,12-13; 25,31-46.