CAPÍTULO 5


Parte segunda

NUEVO DESARROLLO DE LA JUSTIFICACIÓN 5,1-8,39

Entre el capítulo 4 y el 5 hay un corte. El comienzo de 5,1 muestra que Pablo quiere sacar ahora unas consecuencias: «Justificados, pues, por la fe...». Con ello se refiere a la exposición del hecho de la justificación que ha tenido lugar en la parte primera. Con la palabra «justificación» concluía la sección anterior (4,25). Ahora saca Pablo nuevas consecuencias del hecho que ha proclamado ¿Qué significa que nosotros hayamos sido «justificados»? Ante todo que tenemos paz y que nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios (5,1-2). La exposición que empieza aquí se prolonga hasta el final del capítulo 8; aun cuando los capítulos 5-8 no contienen una exposición sistemática. Característica de los mismos es una serie de conceptos nuevos, como «paz», «gracia», «esperanza», «amor», «espíritu», «reconciliación», «salvación», «vida», «santificación», «gloria», «filiación»...

Estos conceptos no se han empleado en la parte primera o sólo contadas veces. Su finalidad es desarrollar el acontecimiento de la justificación como una realidad que abraza y define al hombre. Para ello conviene, ante todo, no pasar por alto que la nueva realidad es algo que, por parte del hombre, necesita siempre de una realización ulterior (véase especialmente los capítulos 6 y 8). Sorprende, por el contrario, que los conceptos de «justificación» y «justicia» retroceden sensiblemente. En el contexto de la parte segunda, los nuevos conceptos van a expresar una vez más de qué se trata cuando se habla de la «justificación» del hombre. Es preciso entenderlos como aclaraciones del mensaje de la justificación. Se mantiene, pues, en estos capítulos el tema del hecho de la justificación, aunque enfocado desde nuevos puntos de vista.

I. ALCANCE DE LA JUSTIFlCAClÓN (5,1-21)

1. PAZ Y ESPERANZA COMO DONES DEL AMOR DE DIOS (5,1-11)

a) Los dones (Rm/05/01-05)

1 Justificados, pues, por la fe, estamos en paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, 2 mediante el cual hemos obtenido -por la fe- incluso el acceso a esta gracia, en la que estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. 3 Y no sólo esto; sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; 4 la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza; 5 y la esperanza no defrauda porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado.

«Justificados, pues...» estamos en paz... (v. 1): a lo largo de toda la perícopa 5,1-11 emplea Pablo preferentemente la primera persona del plural. Nosotros somos los que hemos experimentado el hecho de la justificación, objeto de la predicación paulina. Pablo habla aquí a los hombres e intenta exponer la nueva conciencia del hombre creyente. Aparece, pues, en un primer plano el presente como tiempo de la fe y sobre todo -según muestran a continuación los v. 3-4- como tiempo de la prueba. Ahora tiene que mostrarnos qué significa «nuestro Señor Jesucristo».

La paz, que nosotros hemos alcanzado en nuestras relaciones con Dios por medio de Jesucristo, es un don divino que se nos ha otorgado con el acontecimiento cristiano. Pero no debe desfigurarse entendiéndola como un descanso, como un dormirse en los laureles que Jesucristo nos ha conquistado. Esto lo demuestra con singular claridad el capítulo 6. La «paz» es aquella paz escatológica a la que, desde un punto de vista histórico, debemos tender siempre, pero que en el fondo ya la tenemos aquí habiendonosla ganado Jesucristo. «Paz con Dios» designa precisamente esas relaciones escatológicas de las que ya ahora podemos disfrutar como justificados. Por tanto, la paz ya no es simplemente un deseo del hombre, un sueño acariciado, sino una realidad. En consecuencia, también la esperanza histórica de paz que el hombre tiene es una esperanza real y no una utopía. Esto es también lo que los cristianos han de proclamar hoy con justa razón, para lo cual tienen sin duda que comprometerse de forma resuelta. El v. 2a recuerda una vez más la obra de Cristo: por su acción hemos logrado el acceso «a esta gracia, en la que estamos firmes». El justificado ha sido llamado a ocupar su puesto para que como tal se muestre agradecido a quien le ha llamado. Eso es justamente lo que significa «estamos firmes». Se insinúan ya las exigencias del estado de gracia, que sólo en el capítulo 6 alcanzarán un desarrollo temático. Gracia evoca aquí la paz de que goza el hombre justificado.

Junto al don de la paz aparece en el v. 2 la esperanza. Como justificados, podemos gloriarnos en dicha esperanza, sin que el hecho se convierta en una jactancia vana, porque Dios ha habilitado para la esperanza a quienes creen en Jesucristo y todo lo esperan de él. La «gloria de Dios» es, por ello, el objeto adecuado de la esperanza. En ella se anuncia la prolongación futura y escatológica del presente estado de justificación. Pero, en cuanto don esperado, la participación en el mismo no es sólo una realidad pendiente, sino que fundamentalmente ya está dada en el hecho de Jesucristo. De ahí que la esperanza pueda constituir también un título de gloria. Este gloriarse escapa al peligro de un vano engreimiento en la medida en que se sabe sustentado por la obra de Jesucristo. Por esa misma razón la esperanza de la que se enorgullece el cristiano no es tampoco un sentimiento fantástico y exaltado.

Se impone, pues, acentuar ambos aspectos: la nueva realidad otorgada por Dios y la realización por parte de Dios que todavía es objeto de esperanza.

El v. 3 menciona como nuevo timbre de gloria las «tribulaciones». ¿Qué quiere decir Pablo con esto? ¿Acaso piensa en las apreturas que ha experimentado personalmente en su ministerio apostólico (cf. 2Cor 11,23-30), o en su «debilidad» de la que se gloría en 2Cor 11,30-33? Probablemente también esto. Pero las «tribulaciones» sirven aquí para designar el estado cristiano. Es propio del cristiano gloriarse de la esperanza en la gloria de Dios lo mismo que gloriarse en los sufrimientos. Tales sufrimientos no son únicamente las persecuciones padecidas por la fe, sino las miserias de la vida con las que la muerte irrumpe ya, o sigue irrumpiendo todavía, en nuestra vida: el temor, la preocupación por el futuro, los desengaños, los dolores, las enfermedades, la estrechez y todo lo que la vida trae consigo, pero que ahora junto con la vida hay que afirmar también que es don de Dios. El cristiano, por ende, no tiene sólo que superar los padecimientos, sino que para él son a la vez un don y una tarea que debe aceptar. De cara, pues, a los padecimientos que hay que soportar, el cristiano no tiene el camino más fácil que el no cristiano. Por lo demás, en razón de su fe el cristiano descubre una coherencia de sus padecimientos, cuyo conocimiento no es posible al no creyente. Pablo describe paradójicamente la postura del cristiano frente a las tribulaciones como un gloriarse. Lo cual no significa naturalmente enorgullecerse de las tribulaciones que se padecen, andar refiriéndolas y exaltándolas. Lo que se quiere decir es más bien que es preciso acogerlas como venidas de Jesucristo. Ese gloriarse excluye cualquier vano triunfalismo.

El v. 3b aclara el contexto desde el que debe entenderse la gloria cristiana de cara a las tribulaciones: «Sabiendo que la tribulación produce la paciencia.» Esta es el primer eslabón de una cadena que se prolonga hasta el v. 5a. Ninguno de estos eslabones debe entenderse en un plano psicológico, sino más bien teológico. En esa enumeración no se puede calcular a qué distancia se está de la perfección o qué es lo que hay que hacer en cada caso para superar las tribulaciones; lo que importa más bien es un contexto de eficacia en el que coinciden la tribulación terrena y la esperanza escatológica. Con ello queda al descubierto el fundamento de la aceptación de las tribulaciones. Hay que aceptarlas justamente porque en ellas, en su aspecto de muerte destaca la esperanza en la vida.

Dentro de este encadenamiento, cada uno de los eslabones contiene ideas fecundas para la realización práctica de la esperanza cristiana. La tribulación en la que nos encontramos produce «paciencia», literalmente el «aguante», es decir, todo lo contrario de la huida e impaciencia. La paciencia produce a su vez «virtud probada». De la «prueba en la tribulación» habla Pablo en 2Cor 8,2. Y en 10,18 de la misma carta se dice de forma clara y bella que no es el cristiano quien se da la aprobación a sí mismo, sino que se la da Dios por medio precisamente de las tribulaciones a las que aquél se ve expuesto. Es Dios quien prueba y discierne. «Pues no es aceptado el que se recomienda a sí mismo, sino aquel a quien Dios recomienda.» Pablo cierra la cadena con una cita libre de los Salmos 22,6 y 25,3.20: «la esperanza defrauda». La esperanza cristiana es algo distinto de un consolarse y hasta de un olvidarse de las tribulaciones. Es la irrupción alentadora del pensamiento de la gloria de Dios que se abre paso en las tribulaciones.

La esperanza cristiana tiene su razón de ser en las nuevas relaciones del hombre con Dios, relaciones establecidas por el acto único de Jesucristo. Esto es lo que afirma el v. 5b al referirse al amor de Dios que «ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado». Según el v. 8 Dios nos ha demostrado su amor en esto: en que Cristo murió por nosotros pecadores. Este amor, «derramado en nuestros corazones 19 por medio del Espíritu Santo», es decir, por el Espíritu de Cristo, es un constante don de Dios.
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19. Acerca de esta misma idea, véase también Ez 39,29; Jl 2,28s; Za 12,10; Sal 45,3; 69,25; 79,6; 2R 22,13.
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b) El amor de Dios, fundamento de nuestra vida (Rm/05/06-11)

6 Efectivamente, cuando todavía estábamos desvalidos, Cristo murió, a su tiempo, por los impíos. 7 Y la verdad es que apenas hay quien muera por un justo; por un hombre bueno quizás haya alguien que se atreva a morir. 8 Pero Dios muestra en esto el amor que nos tiene: en que siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. 9 Con mucha más razón, por consiguiente, ahora que por su sangre hemos sido justificados, por mediación de él seremos salvados de la ira. 10 Porque, si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo, con mucha más razón, una vez reconciliados, seremos salvados por su vida. 11 Y no sólo esto; sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por medio del cual hemos recibido ahora la reconciliación.

El amor de Dios se demuestra de un modo decisivo para la salvación en la entrega que Jesús hace de su vida por nosotros (v. 6, y véase también el v. 8). «Cuando todavía estábamos desvalidos», Cristo murió «por los impíos». «Desvalidos» estaban los hombres en su estado de perdición. Y hay que llamarlos desvalidos e impíos, porque, pese a su aparente seguridad, estaban completamente necesitados de la acción de Dios. Esta situación negativa es precisamente el punto en que Dios toma su amorosa iniciativa. El v. 7 pone de relieve lo extraordinario de la muerte de Jesús por nosotros. La conducta que ordinariamente puede observarse entre los hombres ofrece una imagen bien distinta: el que uno salga fiador por otro no es en modo alguno la norma general 20 Sólo desde ese fondo se echa de ver con claridad lo que significa «que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (v. 8).

El v. 9 retorna de nuevo a la idea del v. 5a. La esperanza se cumple en la salvación futura de la ira de Dios. Echando una mirada atrás Pablo recuerda de nuevo que nuestra perspectiva para el futuro se funda y apoya en la justificación presente. Con el giro «por su sangre» (cf. 3, 25) 21 el hecho de la justificación se localiza en la entrega de su vida por parte de Jesús, lo cual otorga una certeza mucho mayor a la esperanza. Una vez más vuelve Pablo en el v. 10 a la conexión entre la muerte de Jesús y la salvación escatológica; pero ahora desde el punto de vista de la reconciliación con Dios: la muerte del Hijo de Dios supera la enemistad entre el hombre y Dios. Además, la muerte y la vida de Jesús se yuxtaponen como medios del acontecimiento de salvación, sin que quepa separarlas una de la otra, pues en la muerte de Jesús irrumpe precisamente su vida, que es también nuestra vida 22.

Pero nosotros no solamente hemos sido reconciliados, sino que nos «gloriamos también en Dios» (v. I l). Y como quienes se glorían en Dios -así habría que reasumir el v. 10- seremos salvados. Se echa de ver que el v. 11 presenta una formulación trabajosa. A la inteligencia de la frase contribuirá el que, frente a la construcción gramatical, establezcamos una mayor conexión ideológica y valoremos más el «gloriarse» de los v. 2 y 3. Como cristianos podemos gloriarnos «en Dios»: nos alegramos con la esperanza que tiene su fundamento en la donación que Jesús ha hecho de su vida e intentamos mantener firme esa esperanza en medio de las tribulaciones de la existencia que nos asedian constantemente.

Pablo concluye su razonamiento con una alabanza a Dios, que debería servir para la comprensión y experiencia del presente como el tiempo de la paz lograda con Dios y de la fundada esperanza de salvación. El éxito de la justificación del pecador, debida a Dios, se demuestra en la paz que ahora, una vez reconciliados, tenemos con él, y en la esperanza que en medio de las tribulaciones presentes nos abre la perspectiva de la gloria de Dios.
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20. En el v. 7 el «muera por un justo» y el «por un hombre bueno... morir» presentan sólo una oposición aparente. Pablo no pretende decir que sea más fácil morir por un «hombre bueno» que por otro «justo»; lo que intenta más bien es corregir la frase primera del v. 7 con la segunda. La fórmula «por un justo» está evidentemente en oposición antitética con los «impíos» del v. 6, mientras que el «por un hombre bueno» hay que entenderlo en el sentido de «por un buen amigo». El enlace de las ideas, que no aparece fluido a lo largo de la sección 5,6-11, es un signo del lenguaje directo y asistemático de la carta, que renuncia al equilibrio perfecto de las fórmulas.
21. Véase también ICor 11,25; Ef 1,7; Col 1,20. 22. Cf. Ga 2,20; Rom 6,11.
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2. EL HOMBRE NUEVO Y LA NUEVA HUMANIDAD (5,12-21)

A lo largo de esta sección de 5,12-21 Pablo pretende exponer el alcance de la justificación, obtenida por la fe, de cara a la historia humana. Para ello se sirve de la confrontación entre Adán y Cristo. Adán es aquí el representante de toda la humanidad; y al igual que el primer Adán incorpora a la humanidad entera, también al segundo Adán y a su obra les corresponde una vigencia universal.

La interpretación de esta perícopa tiene que descubrir cuál es el propósito que preside esta larga confrontación entre Adán y Cristo. De ahí que no baste con establecer qué es lo que se dice de Adán, por una parte, y de Cristo, por la otra; es preciso relacionar todo lo que se dice de uno y otro.

a) Conexión entre el pecado y la muerte (Rm/05/12-14)

12 Por esta razón, como por medio de un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte; y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron...

Los versículos precedentes han puesto de relieve especialmente la acción de Jesucristo. Con ellos enlaza el v. 12: «Por esta razón...» Pablo intenta ahora una comparación: «Como por medio de un solo hombre...» Pero aquí se confrontan la acción de Cristo con la acción de Adán, mas no se concluye. De hecho sólo se detiene en la exposición de un solo extremo, el de Adán, sin mencionar para nada el otro. La segunda parte de la frase, que falta, sólo se sugiere al soslayo a través de una idea intermedia en los v. 13 y 14. De ahí que el v. 12 sólo pueda entenderse de modo adecuado desde el contexto que forma la sección 5,12-21.

Como la frase está incompleta, adquiere ahora enorme relieve la afirmación acerca de un solo hombre por medio del cual el pecado y, como secuela del pecado, la muerte entraron en el mundo. Se supone aquí la caída de Adán en el pecado. ¿Pero qué se pretende explicar con este recurso a la figura de Adán y a su pecado? Se empieza por decir que por medio de Adán entró el pecado en el mundo, y con el pecado la muerte. Pero aquí no se plantea la cuestión del origen del pecado ni de su influencia. Esto lo dice ciertamente el v. 12 en su parte central. El pecado tiene tal eficacia que ahora la muerte, aparecida con el pecado, alcanza a todos los hombres. Conviene advertir que no se dice que el pecado llegó a todos los hombres, sino la muerte, y la muerte sin duda como efecto del pecado, que ahora está en el mundo y que en el mundo repercute sobre todos como una muerte. Y hay que advertir sobre todo que con este razonamiento se polariza la afirmación sobre el pecado de Adán. Es decir, que ya no se discute simplemente el pecado del primer hombre, sino la relación de la infelicidad que todos los hombres experimentan como muerte con ese pecado, con el pecado de Adán. A éste no se le nombra expresamente, sino que viene indicado como «un solo hombre». Con ello surge una antítesis vigorosa: entre «un solo hombre» y todos «los hombres». La conexión entre ambas partes es una conexión fatídica, y eso es lo que más importa en el presente versículo.

Ahora bien, es curioso que, al final del v. 12, Pablo subraya fuertemente la idea de que el pecado de Adán representa el pecado de todos los hombres. En efecto, la frase «por cuanto todos pecaron...» no encaja con lo que antecede, pues subraya precisamente que tantas desgracias (muerte) no proceden en exclusiva del pecado de Adán, sino del hecho de que todos pecaron. La idea de un pecado original, lejos de confirmarse, viene más bien excluida con esa frase que comentamos, pues tampoco gramaticalmente puede referirse a Adán de un modo directo. En el contexto del v. 12, más que de pecado original heredado habría que hablar de una muerte heredada.

13 Porque ya antes de la ley existía pecado en el mundo, aunque el pecado no se imputa cuando no hay ley. 14 Sin embargo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre aquellos que no pecaron a la manera de la transgresión de Adán, el cual es figura del que había de venir.

En lugar de concluir la frase iniciada en el v. 12, Pablo hace una divagación en el v. 13 sobre el problema de si se puede, y cómo, hablar de pecado en el tiempo en que la ley aún no había sido promulgada, ya que el pecado es una transgresión de la ley. Como en el versículo precedente Pablo ha dicho que el pecado es el pecado de todos los hombres, surge la cuestión de cómo puede hablarse de pecado cuando la ley (de Moisés) todavía no había sido promulgada. En el dato de Pablo se echa de ver claramente que el pecado es siempre tanto una fuerza nefasta que pesa sobre el destino de la humanidad como un hecho nefasto del que es responsable personal el individuo. Ciertamente que por la acción de Adán entró el pecado en el mundo. Pero ese pecado no se «imputa» como de la humanidad que ha pasado a ser pecadora; no se toma en cuenta hasta que aparece la ley y cumple su función funesta. La ley tiene sin duda el valor de presentar el pecado como un acto pecaminoso del hombre. «La ley sólo lleva al conocimiento del pecado» (3,20), lo que quiero decir que, por la ley, el pecado llega a ser lo que es en el acto del hombre.

Mas no se puede negar que el poder de la muerte también dominó sobre los hombres «desde Adán hasta Moisés», aun cuando, como ha dicho Pablo en el v. 13, el pecado todavía no se imputaba, o -con otra expresión- los hombres no pecaban «a la manera de la transgresión de Adán» (v. 14). Según Pablo, la muerte no se concibe sin el pecado; pero el Apóstol intenta distinguir. Hay que entender la muerte como secuela del dominio del pecado en el mundo, incluso cuando el acto del hombre, por el que el pecado llega a dominar, no se tiene en cuenta o todavía no ha llegado a imputársele. Sin infravalorar teológicamente este dato que apunta el Apóstol, se descubre en él una cierta perplejidad; perplejidad que en buena parte se debe al hecho de que Pablo entiende el pecado, la muerte y la ley como fuerzas funestas que colaboran para convertir la historia de la humanidad en una historia de perdición. De este contexto histórico cargado de desdichas no quedan excluidos precisamente los judíos, que tanto se ufanan por causa de su ley.

Pero con esta pequeña digresión Pablo no se olvida de reanudar el hilo que dejó suelto en el v. 12. Realmente no quiere hablar de la historia de la humanidad entre Adán y Moisés, ni tampoco del pecado de Adán, sino de Adán como «figura» del Adán futuro. Esta consideración tipológica de la historia cristiana la desarrolla en los v. siguientes, aunque no sin poner de relieve al mismo tiempo sus diferencias.

b) Superioridad de la gracia (Rm/05/15-17)

15 Pero no fue la falta de igual categoría que el don. Pues, si por la falta de uno solo todos incurrieron en la muerte, mucho más la gracia de Dios, o sea, el don contenido en esa gracia, en la de un solo hombre, Jesucristo, redundó profusamente sobre todos. 16 Ni sucede con el don como sucedió por causa de aquel uno que pecó: pues, a consecuencia de una sola falta, el juicio terminó en condenación; mientras que el don, partiendo de muchas faltas, culminó en justificación. 17 Porque si por la falta de uno solo reinó la muerte por mediación de este solo, mucho más por medio de uno solo, Jesucristo, reinarán en la vida los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia.

Pablo no compara simplemente a Adán con Cristo; con tal confrontación lo que pretende sobre todo es poner de relieve el alcance universal del acto de Cristo. Ahora bien, éste es tan incomparable por su misma naturaleza que un paralelismo entre Adán y Cristo sólo puede esclarecer el contraste entre pecado y gracia y la superación del acto pecaminoso por el acto gratificante. Por eso, en los v. 15-17 el acento carga siempre en el «mucho más».

El acto pecaminoso de Adán desencadenó sobre los hombres la fatalidad del dominio de la muerte. Las cosas corren de otro modo, al tiempo que se supera esa conexión, con la gracia de Dios que se otorga a los hombres con sobreabundancia por medio del nuevo Adán, Jesucristo. A través del acto de Jesucristo la gracia aparece como un don inmerecido e inconmensurable, y precisamente en favor de todos los hombres, que por sí mismos no pueden presentar otra cosa que el pecado y la muerte.

El v. 16 pone vigorosamente de relieve las diferencias que presenta el mundo de la gracia. La comunicación del don divino no sigue el mismo proceso que el del pecado y la muerte a través del acto fatídico de Adán. El juicio contra un acto pecaminoso llevó a la condenación. Por el contrario, el don de la gracia se mantiene y ha llegado por razón de muchos actos pecaminosos y lleva a un acto justo.

La acentuación de la unidad y multiplicidad de los que quedan afectados por ese «uno solo», requiere una explicación particular. La unidad que aparece hasta seis veces en nuestros versículos, indica que todo depende de uno. La humanidad está vista de forma colectiva. Su existencia y el modo de la misma se lo debe a uno. La unidad y unicidad las atribuye el judaísmo ante todo a Dios. «Dios es uno», argumenta Pablo en Gál 3,20, suponiendo como algo natural la verdad de esta frase. A la unidad de Dios responde la creación de un hombre -en dos sexos relacionados entre sí y formando de ese modo la unidad- como imagen suya. Esta unidad es, pues, constitutiva de toda la humanidad en razón de la creación, lo que necesariamente no implica una unidad genealógica. Y como unidad de creación se mantiene constitutivamente incluso cuando, por el pecado de uno, esa unidad degenera en una unidad de desgracia general. Fuera de Cristo la humanidad se encuentra como una creación trastornada. Y como tal la ha descrito Pablo en 1,18-3,20. Su situación de desgracia se concreta, según 5,16, en la pluralidad de «faltas». La unidad de la creación, intentada por Dios desde el principio, se presenta en Cristo como un estado de salvación, de tal modo que Cristo puede aparecer ahora como el nuevo Adán, en el que vuelve a cimentarse de nuevo la conexión salvadora de la humanidad. En la experiencia de la fe que se orienta hacia Cristo el hombre comprende incluso que la unidad del género humano se fundamenta en la voluntad salvadora de Dios que antecede y supera toda la historia de infelicidad.

Frente a la vieja historia de su infelicidad la humanidad encuentra ahora en el acto de Cristo y en el don de su gracia la nueva creación de su ser. La diferencia con la vinculación fatídica la expresa con toda claridad el v. 17. El nuevo ser no es al modo de la unidad colectiva en el pecado y la muerte, establecida por el acto de Adán, no es una fatalidad azarosa. El nuevo ser es más bien una gracia y un don inmerecidos que se otorgan a todos los hombres. Sólo que los hombres no nacen ya en este nuevo estado de salvación, sino que «reciben» su nuevo ser como «don de la justicia». La unidad del género humano fundada por Cristo escapa por lo mismo a cualquier automatismo y legalidad. Se constituye como la comunidad de los convertidos y de los «hijos» libres23 que esperan con fe la promesa de Dios. Las palabras del final del v. 17 reclaman de forma directa que se acentúe la libertad en el ordenamiento de la gracia: quienes han recibido el incomparable «don de la justicia», es decir, del nuevo ser, «reinarán en la vida (eterna)». El valor de esta promesa destaca sobre todo cuando se confronta con el funesto señorío de la muerte (v. 17a). Es de notar aquí el cambio de sujeto: hasta ahora dominó fatalmente la muerte, pero ahora reinarán personalmente aquellos a quienes Dios ha otorgado sus dones con «abundancia». Este nuevo reinado de la vida que empieza por llegar a los cristianos en forma de promesa, no supone ninguna merma del don de la gracia, sino que descubre esperanzadoramente la dimensión de futuro de nuestro nuevo comienzo que se funda en Cristo.
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23. Cf. Ga 3,26; 4,7; Rm 8,14-23.
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c) Resumen y moraleja: Señorío universal de la gracia (Rm/05/18-21)

18 Así pues, como por la falta de uno solo recayó sobre todos los hombres la condenación, así también por la acción justa de uno solo recae sobre todos los hombres la justificación que da vida. 19 Pues, al igual que por la desobediencia de un solo hombre todos quedaron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos quedaran constituidos justos. 20 La ley intervino para que se multiplicaran las faltas; pero, donde se multiplicó el pecado, mucho más sobreabundó la gracia, 21 a fin de que, así como el pecado reinó para la muerte, así también la gracia, mediante la justicia, reine para vida eterna por Jesucristo nuestro Señor.

La antítesis entre Adán y Cristo demuestra a lo largo de la sección que forman los v. 12-17 el valor universal de la acción salvadora de Cristo. Pablo vuelve a resumirlo en el v. 18: al igual que todos los hombres han experimentado la desgracia por un solo hombre, así ahora todos los hombres alcanzan la salvación por un solo hombre: Cristo.

El tema principal de esta perícopa es, pues la universalidad de la salvación. Al final Pablo afirma que «así como el pecado reinó para la muerte, así también la gracia, mediante la justicia, reina para la vida eterna» (v. 21).

Merece especial atención que en este contexto vuelva el v. 19 -con mayor claridad que el v. 12- a conectar la desgracia, y con ella el pecado de todos los hombres, con la acción pecaminosa de Adán. Cómo haya que explicar tal conexión no lo dice nuestro pasaje, pues sólo habla del contraste con la acción de Cristo. Para la comprensión, tanto del v. 12 como del 19, es de vital importancia no aislar las afirmaciones sobre el pecado de Adán y de todos los hombres, toda vez que alcanzan todo su significado al exponer la acción de Cristo y la nueva conciencia de los creyentes.

El v. 20a habla una vez más de la función fatídica de la ley; lo que debe entenderse sin perder de vista lo dicho en 3,20 y 5,13-14. El v. 20b es una simple puntualización: por el advenimiento de Cristo se ha puesto esto en evidencia: a un pecado que sólo llega a consumarse por la ley debía corresponder la sobreabundancia de la gracia. En 6,1-2, Pablo señalará cómo puede interpretarse mal el sentido de esta frase.

La consecuencia que Pablo saca de esta afirmación en el v. 21 conduce una vez más al tema del capítulo 6: entre pecado y gracia ha tenido lugar un cambio de soberanía, en el que se fundan las exigencias bajo las que ahora se encuentra la nueva humanidad justificada por la fe.