CAPÍTULO 22


d) Parábola del banquete de las bodas reales (Mt/22/01-14).

Esta parábola ha sido transmitida también por san Lucas de forma semejante, pero que difiere mucho en los pormenores (/Lc/14/16-24). En san Lucas, sólo se habla de un banquete que prepara un hombre. En san Mateo, se cuenta que un rey proyecta la celebración de las bodas de su hijo. Las dos redacciones tienen su origen en la misma parábola de Jesús, pero no la conservamos en su texto original. Se puede mostrar que los dos evangelistas configuraron independientemente la materia y la encauzaron según determinadas intenciones. En san Mateo se añade un problema particular, por cuanto toda la historia tiene dos partes y dos puntos culminantes. La primera parte concluye con la invitaci6n de los nuevos huéspedes en lugar de los que fueron invitados en primer lugar (22,10). La segunda parte tiene como punto culminante la separación de un huésped sin traje de boda (22,13). Hasta hoy día aún no se ha contestado de una manera armoniosa la pregunta de cómo se relacionan mutuamente estas dos partes. Muchos opinan que san Mateo en 22,11-14 ha enlazado una corta parábola, que originalmente era independiente, con la parábola más larga. Según otra apreciación el texto de 22,11-14 sólo es una ampliación, un suplemento circunstanciado de la historia original, configurado así por san Mateo. En la explicación procuraremos hacer resaltar los dos puntos difíciles, que se muestran claramente en el contexto actual de san Mateo: el pensamiento del castigo, que se expresa en la primera parte y especialmente en 22,7, y el pensamiento exhortatorio que quiere advertir a la comunidad que tenga dispuesto el traje de ceremonia.

1 Nuevamente se puso Jesús a hablarles en parábolas, diciendo: 2 El reino de los cielos se parece a un rey que preparó el banquete de bodas para su hijo. 3 Envió sus criados a llamar a los convidados al banquete, pero éstos no querían venir. 4 Nuevamente envió a otros criados con este encargo: Decid a los convidados: Ya tengo preparado el banquete; he sacrificado mis terneros y reses cebadas; todo está a punto. Venid al banquete. 5 Pero ellos no hicieron caso y se fueron: el uno a su campo, el otro a sus negocios; 6 y los demás echaron mano a los criados del rey, los ultrajaron y los mataron.

Salta a la vista la semejanza de esta narración con la precedente. Allí actúa un propietario y dueño de la viña, aquí un rey. El propietario por dos veces envía mensajeros para reclamar el beneficio que le correspondía, el rey envía criados dos veces para ir a buscar a los invitados. Los comisionados no consiguieron su objetivo ninguna de las dos veces por la maldad de aquellos a quienes fueron enviados. Las dos veces se presenta el «hijo». Allí como el último de los delegados, aquí como la persona a quien se dedica la fiesta. Las dos veces se maltrata a los criados y se les da muerte. Mediante estos múltiples puntos de contacto nuestra inteligencia se orienta en la dirección intentada por el evangelista. El propietario y el rey hacen alusión al mismo Padre que está en el cielo, y el hijo se refiere al que se había designado como el «Hijo» por excelencia (11,27). Cuando se nos habla de los criados también debemos pensar en los similares mensajeros de Dios, sobre todo en los profetas, y cuando se nos habla de los invitados hay que pensar en el pueblo infiel, que había administrado tal mal la viña. Pero en la disposición del relato hay además otra cosa. En la parábola de la viña se trataba de una reclamación justa, aquí se cursa una invitación honrosa. Allí está el propietario severo, que insiste en su derecho; aquí el rey magnánimo, que quiere que sean muchos los que participen en la alegría de su hijo. Así pues, en la parábola del banquete de bodas los colores son más vivos. Gravedad tanto mayor reviste el desinterés de los invitados. No se trata de una infracción del derecho, sino de una grave injuria al honor. El trabajo cotidiano en el campo y en el negocio es preferido a la invitación a la brillante fiesta. Esta falta de interés se convierte en enemistad de forma inexplicable. La gente incluso se siente molesta con los mensajeros y sin reflexionar les da muerte. En este pasaje surge la misma pregunta que Jesús antes hizo a los adversarios: Si ahora viene el Señor de la viña, ¿qué hará con estos viñadores? (21,40). Aquí ya no se da la respuesta con palabras amenazadoras, sino con una acción punitiva. En el orden de las parábolas hay una gradación.

7 Entonces el rey se enfureció y, enviando sus tropas, acabó con aquellos asesinos y les incendió la ciudad. 8 Luego dice a sus criados: El banquete de bodas está preparado, pero los convidados no se lo merecían. 9 Salid, pues, a las encrucijadas de los caminos, y a todos cuantos encontréis, convidadlos al banquete. 10 Salieron los criados a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala del banquete se llenó de comensales.

La respuesta del rey es una devastadora expedición de castigo. Al instante, se movilizan grupos armados y se ponen en marcha. Tienen el encargo de matar a los asesinos y pegar fuego a su ciudad. Este giro de la narración resulta difícilmente comprensible para un lector atento. ¿No se tenía que pensar hasta ahora en una misma ciudad en que viven el rey y los invitados? ¿Es devastada toda la ciudad con todos sus habitantes, incluso los inocentes, aunque sólo los homicidas han merecido esta represalia? ¿No son los asesinos solamente algunos de los invitados indignos, de tal modo que ningún castigo debe recaer sobre los desinteresados, que van al campo y a los negocios? Tales preguntas muestran que en el versículo séptimo la historia se corta interiormente. Aquí se tiene que haber hecho alusión a una cosa distinta de la que se tendría que esperar de la parábola (cf. también Lc 14, 16-24). Se continuó la historia en linea recta con la invitación de los nuevos huéspedes en vez de los antiguos. Pero la represalia produce el efecto de un cuerpo extraño en el curso de la narración.

Es muy probable que el evangelista piense en la destrucción de Jerusalén, que ya había ocurrido cuando redactó su libro. Esto sólo explicaría la enorme envergadura de la expedición militar y la totalidad del exterminio. De hecho Jerusalén, el año 70 después de Cristo, fue entregada enteramente a las llamas y arrasada hasta los cimientos. Y los asesinos no solamente son los pocos que pueden hacer comprensible la parábola, sino los viñadores en total, que han matado al hijo en virtud de un común acuerdo (cf. 21,38s). Una actual interpretaci6n del evangelista se mete aquí en una historia transmitida por tradición. San Mateo de este modo creyó exponer acertadamente y dilucidar las palabras de Jesús. De san Mateo no sólo recibimos el fiel testimonio de las palabras tradicionales de Jesús, sino también la manera como las entendía la Iglesia primitiva. Ambas cosas están indisoluble y recíprocamente unidas. Sólo las palabras del Señor acertadamente entendidas e interpretadas en la Iglesia apostólica son las inspiradas por el Espíritu Santo y las competentes para nosotros. Se concibe la destrucción de Jerusalén como castigo de Dios por la obstinación de Israel y por el homicidio del Mesías. Aquí había obrado la ira de Dios, como ya antiguamente, cuando Dios hizo que los ejércitos babilónicos asaltaran y conquistasen la ciudad santa. Entonces el mejor núcleo del pueblo se había convertido durante el destierro. ¿Ocurrirá lo mismo esta vez?

Los acontecimientos de la historia son susceptibles de muchas interpretaciones. Los profetas han interpretado la historia a luz de la fe, y los autores sagrados solamente así han relatado la historia. Así lo hacen también los autores del Nuevo Testamento. Con todo así como pueden coexistir varias interpretaciones en el Antiguo Testamento -según la manera de entender de un escritor y de su tiempo y según el especial propósito de su libro-, así también en el Nuevo Testamento. Porque la verdad de la historia siempre es mayor y más amplia que el éxito que podría tener una tentativa de expresarla. Es una interpretación verdadera, pero sólo es una interpretación dentro del Nuevo Testamento decir que la destrucción de la ciudad santa es un castigo de Dios por haber dado muerte al Mesías. Los criados deben invitar a nuevos huéspedes sin hacer distinciones. Al que hallen en el camino, le deben traer a la sala del banquete. Se cumple la orden, y la sala pronto se llena de una multitud abigarrada. Allí ha concurrido un pueblo entremezclado, no por causa de sus diferencias en el vestido, en el estado o en la posición social, sino por causa de su cualidad externa. Allí están juntos malos y buenos. Eso es digno de notarse, y para explicarlo también se requiere pensar en la realidad a la que alude el evangelista. En vez de Israel, que no mereció la invitación, ahora entra en su posesión el nuevo pueblo. Pero no es un pueblo de puros y santos, sino una sociedad mixta de malos y buenos. Las dos clases se encuentran en la Iglesia, así como en el campo la cizaña no está separada del trigo. La sala se ha llenado, la invitación ha logrado su objetivo. Había libre acceso para todos los que se había hallado. Pero es inminente una separación definitiva. Con la invitación no se ha celebrado ya la boda, para mantenernos en el lenguaje de la parábola. Antes de celebrarla se colocan unos aparte de otros, como la cizaña aparte del trigo y los machos cabríos aparte de las ovejas. Así nos lo dice la segunda parte de la historia.

11 Cuando entró el rey a ver a los convidados, descubrió allí a uno que no estaba vestido con traje de ceremonia, 12 y le dice: Amigo, ¿cómo entraste aquí sin traje de ceremonia? Pero él se quedó callado. 13 Entonces el rey dijo a los sirvientes: Atadlo de pies y manos y arrojadlo a la obscuridad, allá afuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. 14 Porque muchos son los llamados, pero pocos los escogidos.

A cualquiera se le puede ocurrir preguntar cómo el hombre debe tener su vestido de fiesta, si se le va a buscar a la calle, para que asista a la celebración. ¿No es eso una injusticia espantosa? La dificultad que todos nosotros experimentamos, sólo pone en claro que el vestido de boda tiene que designar una cosa distinta de una vestidura de tela. Estamos preparados para esta solución observando que en la sala hay malos y buenos. El que no está vestido con traje de fiesta, evidentemente forma parte de los malos. Sólo entonces resulta inteligible que se trate así al huésped. No solamente se le saca de la sala de fiestas profusamente iluminada y se le arroja al sombrío jardín, sino a la obscuridad en general, donde hay llanto y rechinar de dientes. Es echado a la perdición.

En la Iglesia se multiplica rápidamente la cizaña entre el trigo, incluso los fieles van hacia la separación definitiva. Aunque están invitados, es decir aunque fueron llamados, aún no están definitivamente salvados. El número de los llamados es grande, es decir, a muchos se les hace entrar indistintamente, sin cumplir las condiciones previas. No necesitan guardar la ley de Moisés ni se hacen circuncidar, sino que tienen libre acceso. Pero no tienen ninguna garantía de que con su admisión en la Iglesia también se les haya asegurado la elección para el reino de Dios al fin de los tiempos. Hay una esperanza confiada y una temeraria seguridad de la salvación. Se debe aspirar a la esperanza y precaverse de la seguridad.

La oposición entre muchos y pocos se refiere en primer lugar a que el número de los definitivamente salvados no es igual al número de los que fueron invitados al principio. Pero esta oposición no dice que sólo sean pocos los que consiguen el fin y que se pierda la gran masa de los llamados. En esta sentencia también hay que pensar en el contexto en que está, y en el acento exhortativo que domina la segunda mitad de la parábola, Esta sentencia no contiene ninguna relación entre llamados y escogidos, sino el serio llamamiento de ser cuidadosos en este particular y de tener la aspiración de formar parte del segundo grupo. Por lo demás la frase «para Dios todo es posible» (19,26) también puede aplicarse a la salvación del que quizás aporta pocos requisitos para la misma. El misterio de la predestinación de Dios no se revela, se sustrae a cualquier cavilación. No debemos derrochar nuestros pensamientos sobre este problema, sino vivir de modo que nos salvemos. ¿Qué es el vestido de ceremonia? Sólo puede ser lo mismo, a lo que antes se aludía con los frutos del reino en la parábola de los viñadores. Es la justicia del reino, y por cierto la justicia realizada en la vida y en las obras. Sólo puede esperar ser uno de los predestinados el que ha cumplido la voluntad del Padre celestial. El que la ha cumplido, aporta lo que le dispone a participar en la festividad eterna. Ante todos, está amenazador el destino del que no dio fruto y, en consecuencia, fue arrancado como árbol estéril y arrojado al fuego.

e) Cuestión del pago de tributos (Mt/22/15-22).

Ahora siguen sin interrupción, como en san Marcos, las cuatro controversias del período de Jerusalén, después que había precedido la primera sobre la cuestión de la autoridad, que quedó separada por medio de las tres parábolas (21,23-27). Según las apariencias san Marcos había adoptado dos conjuntos de controversias: uno de ellos tenía lugar en Galilea (Mc 2,1-3,6), y el otro en Jerusalén, al cual se había juntado adicionalmente la parábola de los viñadores homicidas (Mc 11,27-12,37).

Estos dos conjuntos se diferencian por las cuestiones y la atmósfera. En el primer grupo sobre todo se tratan cuestiones sobre la práctica de la religión, en la segunda sobre todo se tratan cuestiones de la fe. En Jerusalén la atmósfera es hostil y tensa. Entran en escena sucesivamente distintos grupos de adversarios: delegados del sanedrín (21,23), discípulos de los fariseos y herodianos (22,15s), saduceos (22,23), fariseos y saduceos (22,34), finalmente los fariseos solos (22,41).

15 Entonces los fariseos se fueron y acordaron en consejo ponerle una trampa para sorprenderle en alguna palabra. 16 Y le envían unos discípulos suyos, con los herodianos, para decirle: Maestro, sabemos que eres sincero, que enseñas realmente el camino de Dios, y que nada te importa de nadie, porque no te fijas en las apariencias de las personas. 17 Dinos, por consiguiente: ¿Qué te parece? ¿Es lícito pagar tributo al César: sí o no? 18 Pero Jesús, conociendo su malicia, les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? 19 Enseñadme la moneda del tributo. Ellos le presentaron un denario. 20 Y él les pregunta: ¿De quién es esta figura y esta inscripción? 21 Y contestan. Del César. Entonces Ies dice: Pues pagad lo del César al César, y lo de Dios a Dios. 22 Al oírlo quedaron admirados, y, dejándolo en paz, se fueron.

Los adversarios en apariencia dan un testimonio honorífico de Jesús, diciendo que no se fija en el aspecto de la persona, sino que enseña recta y realmente el camino de Dios, que es el camino de la justicia, por el que ya vino Juan (21,32). ¿Habían reconocido y creído los adversarios que en la doctrina del Maestro se les ofrecía la verdad? Eso es inconcebible después de todo lo que hemos leído hasta ahora. Esta introducción aduladora es hipocresía, como dice Jesús en el tratamiento que da a los adversarios. No vienen para enterarse de la verdad, sino para cogerle en un lazo urdido sutilmente. «Alguna palabra» debe hacerle caer. Ellos se han figurado que esta palabra tiene que significar sí o no. Si dice que sí, se opone a la masa del pueblo piadoso; si dice que no, puede ser entregado a la potencia ocupante como sedicioso. La cuestión de la licitud del tributo romano era discutida entre los judíos. Los saduceos, como políticos realistas, se habían resignado a pagar el tributo y no veían en ello ningún motivo para adoptar una actitud hostil. Los fariseos, en cambio, admitían la licitud a regañadientes. Pero la licitud era radicalmente rechazada por los zelotas, que veían en el impuesto una disminución del dominio de Dios sobre su pueblo.

No obstante, en amplios sectores del pueblo se sentía vivamente indignación contra el tributo personal, porque recordaba constantemente la dominación extranjera. Con demasiada facilidad, se cedió a cualquier conato de rebelión, como demuestran en aquel tiempo los numerosos secuaces de los patriotas más celosos. La pregunta contenía materia inflamable y resultaba peligrosa por su contenido político. Jesús hace que le muestren la moneda del tributo y que le digan de quién es la figura y la inscripción. Esta moneda es el medio de pago que aquí tiene validez. Ella sola demuestra que en este país tiene validez el dominio de aquel, cuya imagen está estampada en la moneda. Esta pertenece al César, no por razón de su riqueza personal, sino por ser el representante del imperio romano. Así pues, en la imagen de la moneda se denota que en este país de hecho es válida la soberanía del César y del imperio.

Jesús con su respuesta salomónica se refiere a este hecho incontrovertible. Lo que pertenece al César -como tenían que confesarlo los adversarios con sus propios labios-, se le tiene que devolver. Es evidente que Jesús no ve en ello ningún problema, sino que solamente hace constar lo que es un hecho. Pero tampoco indica que en la dominación extranjera haya surgido ninguna competencia a la soberanía de Dios sobre su pueblo. Es el orden que actualmente está en vigor, y que así es aceptado incluso por los zelotas sediciosos. Pero lo que en último término interesa, resulta posible incluso bajo dominación extranjera, a saber, pagar a Dios lo que le pertenece. Jesús sobre este punto se pronuncia con imperturbable firmeza y todo el evangelio reitera que debe buscarse primero a Dios y su reino. En tal caso, pasan a ser de segundo orden todas las demás cuestiones, las que versan sobre el alimento y el vestido, la justicia terrena (cf. 5,39-42) y también la legitimidad de pagar el tributo.

Las palabras del Señor no quieren establecer dos órdenes, cada uno de los cuales tendría su propio derecho soberano -el Estado y la Iglesia- y tampoco quieren exhortar a una actitud resignada ante la legitimidad del César. Estas palabras colocan los intereses del César en el lugar que les corresponde para el discípulo del reino, es decir muy por debajo de los intereses de Dios. Se preguntó a Jesús por el pago del impuesto y no por las exigencias de Dios. No obstante, Jesús no se ha desviado de la respuesta porque ésta le hubiese podido resultar peligrosa. Cada cosa ha sido colocada en su lugar, de tal forma que los adversarios ya no quieren continuar el diálogo. No se viola el derecho del César, pero sobre todo se hace valer el derecho de Dios. También se puede cumplir en un grado suficiente esta primera, y preeminente pretensión legal sobre el hombre, si se pagan impuestos al César. Pues el hombre sólo debe amar a Dios con todas sus fuerzas (cf. 22,37).

f) Pregunta sobre la resurreción (Mt/22/23-33).

23 Aquel mismo día se le acercaron unos saduceos -que afirman que no hay resurrección- y le preguntaron: 24 Maestro, Moisés dijo: Si uno muere sin tener hijos, su hermano se casará con la mujer de aquél, para dar sucesión al hermano difunto. 25 Pues bien, había entre nosotros siete hermanos. El primero, ya casado, se murió, y como no tenía descendencia, le dejó la mujer a su hermano. 26 Igualmente, el segundo y el tercero, y así hasta los siete. 27 Después de todos ellos, se murió la mujer. 28 Ahora bien, en la resurrección, ¿de cuál de los siete será mujer? Porque todos la tuvieron.

Los saduceos sólo admiten la Escritura y no reconocen la tradición «de los antepasados». Pero en la Escritura no se expresa claramente la doctrina de la resurrección de los muertos. No obstante, los fariseos la defendían, y en tiempo de Jesús la resurrección era en líneas generales un bien común de los creyentes. Fundándose en la Escritura los saduceos declaran absurda esta fe; por la Escritura les demuestra Jesús lo contrario. La ley indicaba que el hombre, cuyo hermano había muerto sin hijos, debía contraer matrimonio con la mujer de su hermano para conseguir la descendencia (matrimonio de dos cuñados, cf. Dt 25,5s). Los saduceos argumentan ingeniosamente: si la ley da esta orden, es evidente que no espera la resurrección de los muertos, porque ¿qué debe suceder en este caso grotesco, en que siete hermanos tomaron sucesivamente por esposa a la misma mujer?

29 Jesús les respondió: Estáis en un error, por desconocer las Escrituras y el poder de Dios. 30 Porque, en la resurrección, ni los hombres se casarán ni las mujeres serán dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en el cielo. 31 Y en cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que Dios os ha declarado al decir: 32 Yo soy el Dios de Abraham y el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Él no es Dios de muertos, sino de vivos. 33 Y al oír esto la gente, quedó asombrada de su doctrina.

Jesús contesta con un doble razonamiento. Con el primero, les demuestra que no conocen la Escritura, en cuyo testimonio tratan de apoyar su punto de vista. Porque la Escritura dice que Dios se ha revelado a Moisés como Dios de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob (Ex 3,6). Hacía mucho tiempo que habían muerto los patriarcas, y con todo Dios se dio a conocer a Moisés (que vivió mucho más tarde) como el Dios de los patriarcas. Su ser divino no puede ser eficaz sobre los muertos, sino solamente sobre los vivos. «No te alaban los muertos, Señor» (Sal 115,17). Está profundamente impreso en la mente del israelita que ha sido creado para alabar a Dios. Por consiguiente se arredra ante la muerte, que le despoja de esta posibilidad. Así hablan los salmos antiguos (Cf. sobre todo el salmo 88). Pero ahora Jesús dice de nuevo que Dios quiere ser y tiene que ser Dios sobre los vivos, si su ser divino debe tener un sentido.

El segundo razonamiento concierne el poder de Dios. Dios puede mover al hombre a una nueva vida, crearle por segunda vez para un nuevo ser humano. La vida después de la resurrección no puede ser la mera prolongación de la vida terrena. Allí están en vigor otras leyes, que todavía están ocultas en el poder de Dios. De una forma alusiva Jesús solamente dice que allí «serán como ángeles en el cielo». En esta frase hay que fijarse en la conjunción como. Los resucitados serán semejantes a los ángeles en que ni se casarán ni serán tomados en matrimonio. Aquí no llegamos a conocer todo lo demás sobre el cuerpo después de la resurrección y la manera como viven los resucitados.

San Pablo escribe de una forma profunda sobre este particular, pero tiene que servirse de muchas imágenes para acercarse prudentemente a lo que quiere decir (sobre todo en 1Cor 15,35-49). Para nosotros es más importante la imagen del Señor, como se describe en los relatos de sus apariciones después de la resurrección. Porque él es «primicias de los que están muertos» (1Cor 15,20), a quien todos deben seguir. «Porque si por un hombre vino la muerte, también por un hombre ha venido la resurrección de los muertos: pues, como en Adán todos mueren, así también en Cristo serán todos vueltos a la vida» (1Cor 15,21s). Los que fueron injertados a una nueva vida, están destinados a configurarse de un modo semejante a la imagen del Señor. En la imagen del Señor resucitado no solamente se puede reconocer que hay una resurrección de los muertos, sino también que la nueva vida será una vida de gloria, que no puede compararse con la actual.

g) El mandamiento (Mt/22/34-40).

34 Cuando los fariseos oyeron que había hecho callar a los saduceos, se reunieron en el mismo lugar, 35 y uno de ellos, doctor de la ley, para tentarlo, le preguntó, 36 Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor en la ley? 37 Él le respondió: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. 38 Éste es el mandamiento mayor y primero. 39 El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 40 De estos dos mandamientos pende toda la ley y los profetas.

Para los escribas, todos los mandamientos tienen en sí el mismo valor. Tienen la misma dignidad y la misma fuerza obligatoria, porque proceden de Dios y de Moisés. No obstante se distinguía entre los mandamientos graves y los leves, por cuanto algunos exigían un esfuerzo mayor y otros un esfuerzo menor. También se intentó compendiar el contenido de los distintos mandamientos. En este sentido la pregunta del doctor de la ley es legítima y se ha formulado con seriedad. Es probable que se la hubiesen planteado ya en círculos especializados. Se pregunta a Jesús por el mandamiento mayor en la ley. De este modo ya está determinado que Jesús sólo puede dar citas de la ley escrita. No era desacostumbrado responder a esta pregunta con el mandamiento del amor a Dios ni tampoco con el mandamiento del amor al prójimo. Lo desacostumbrado era relacionarlos y equipararlos entre sí. Ambos mandamientos están en el Antiguo Testamento, en dos pasajes distintos; el mandamiento del amor al prójimo incluso aparece en un lugar donde casi pasa desapercibido: «No procures la venganza, ni conserves la memoria de la injuria de tus conciudadanos. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor» (Lev 19,18). En cambio el mandamiento del amor a Dios fue puesto por escrito en un texto de mayor alcance. Es la respuesta amorosa del pueblo que Dios escogió con preferencia sobre todos los demás y condujo al país de los padres: «Escucha, ¡Israel!: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estos mandamientos, que yo te doy en este día, estarán estampados en tu corazón, y los enseñarás a tus hijos, y en ellos meditarás sentado en tu casa, y andando de viaje» (Dt 6,4-7a). Muchos doctores de la ley hubiesen podido mencionar esta respuesta sola como la de mayor entidad. Jesús, en cambio, cita ambos mandamientos unidos como «el mandamiento mayor». Eso se corrobora con una formulación claramente teológica: De estos dos mandamientos pende toda la ley y los profetas. ¿Qué significa esta frase? «La ley y los profetas» es una expresi6n permanente y alude a la voluntad viviente de Dios, como está consignada en toda la Escritura. Esta voluntad de Dios, que se ha dado a conocer en tantos libros y prescripciones particulares y en tan diferentes tiempos, ¿puede ser expresada con una fórmula breve? ¿Hay una declaración, una manifestación de la voluntad de Dios que abarque en sí todas las demás? O si se pregunta teniendo en cuenta al hombre: ¿Existe la posibilidad de cumplir todas las distintas manifestaciones de la voluntad de Dios, si solamente se sigue una de ellas? Estas palabras de Jesús lo afirman y lo establecen como una nueva ley.

En el mandamiento doble del amor a Dios y del amor al prójimo están contenidos todos los demás mandamientos. Y también puede decirse a la inversa, que todos los demás mandamientos pueden ser reducidos a estos dos. Es una nueva doctrina. Aquí no solamente se dice lo que es el mayor mandamiento, sino que en él también están incluidos todos los demás. ¡Qué liberación para el hombre! Ya no necesita fijarse con angustia en observar 248 mandamientos y 365 prohibiciones, como los contaban los rabinos, sino solamente en dos. El que los guarda, cumple toda la ley, y por tanto la verdadera voluntad de Dios (Cf. las formulaciones paralelas de esta enseñanza de Jesús en Mt 7,12; Gál 6,14; Rom 13,8-10).

Aquí se nos dice una vez más con toda claridad lo que ya sabemos por el sermón de la montaña. Toda la aspiración moral del hombre debe tener su origen en una raíz, y estar dirigida a un objetivo, que es el amor. El hombre no solamente está creado para obedecer a Dios como su señor, sino también para amarle como su padre. La obediencia se lleva a cabo por medio del amor a Dios. Dios no quiere esclavos miedosos, sino hijos libres. El amor a Dios debe ser el núcleo de toda piedad. El amor a los hombres también debe proceder de la misma raíz. Hemos leído que «el prójimo» no solamente es el miembro del mismo pueblo y el habitante del mismo país, como lo entendían los judíos en conjunto en tiempo de Jesús. El prójimo puede ser cualquier persona humana. El amor del discípulo en ningún sitio puede encontrar barreras. Su modelo es el amor del Padre, que hace brillar su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos (5,45). También para la conducta con respecto al hombre puede afirmarse que el amor debe ser la médula, aquella fuerza que vivifica y junta todas las posibilidades de contacto recíproco. Eso da por resultado un concepto grande y unitario para la vida del hombre. Por medio del amor la vida debe formarse y conseguir una unidad inconsútil. Nadie necesita malgastar ni destruir sus fuerzas ante las múltiples exigencias que se nos imponen. Para el discípulo del Señor, sólo hace al caso la misma conducta, ya sea ante Dios o ante el hombre. Si alguien dudara de lo que tiene que hacer en el caso particular y dónde hay que encontrar la voluntad de Dios, esta respuesta nunca le fallará.

Jesús aquí no dice de qué manera se han de cumplir conjuntamente en la práctica los dos mandamientos: si son dos direcciones distintas que se señalan al hombre -por una parte, amar a Dios y por otra al prójimo- o si el amor es distinto en cada uno de los dos mandamientos. Pero por la vida del hombre llegamos a conocer cómo se relacionan entre sí los dos mandamientos. En ella se unifican el cumplimiento de la voluntad de Dios y el amor que está al servicio del hombre. La obra de la redención de Jesús se lleva a cabo por amor al hombre, y por entrega amorosa a Dios, que así lo ha dispuesto (cf. 20, 28). Eso se dice más tarde de una forma sin par en una carta apostólica: «Si alguno dice: yo amo a Dios, y odia a su hermano, es mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y este mandamiento tenemos de él: que quien ama a Dios, ame también a su hermano» (/1Jn/04/20s).

h) De quién es hijo el Mesías (Mt/22/41-46).

41 En una reunión de los fariseos, Jesús les dirigió esta pregunta: 42 ¿Qué pensáis acerca del Mesías? ¿De quién es hijo? Ellos le responden: de David. 4 Él les dice: ¿Cómo, entonces, David, inspirado por el Espíritu, lo llama «Señor», al decir: 44 «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies» (Sal 109,1)? 45 Pues si David lo llama «Señor», ¿cómo puede ser hijo suyo? 46 Y nadie podía responderle una palabra, ni desde aquel día se atrevió ya nadie a preguntarle más.

Esta vez la iniciativa parte de Jesús, lo cual no ocurre en ninguna otra ocasión. La marcha del diálogo es difícil de entender. Porque para el mismo Jesús como para el evangelista la expresión «hijo de David» era un título del Mesías. Con este título san Mateo ha dado comienzo a su evangelio (1,1), y toda la sección 1,5 está orientada a demostrar la filiación de David. Con la exclamación «hijo de David» le han invocado los ciegos, sin que Jesús les contradijera. Para el lector judío éste es el titulo más claro del Evangelio para la dignidad mesiánica de Jesús. Parece que aquí este titulo sea rechazado para Jesús... ¿o se pregunta por otra cosa? Jesús no trata del título, sino de la persona; no trata de ordenar una serie de generaciones, sino de la dignidad. El Mesías es hijo de David por la parte de abajo mediante el nombre y procedencia, pero es Kyrios, es decir Señor, por la parte de arriba mediante el origen y misión divinas. Pero las dos cosas ya están mutuamente enlazadas en el relato del nacimiento de Jesús (1,18-25). El mismo David ya lo confiesa en su oración, en la que habla del Mesías según el modo de ver entonces vigente (Sal 110,1). Allí David llama su Señor al Mesías, a quien Dios entroniza a su derecha. ¿Cómo puede el Mesías ser solamente hijo de David, si David le llama su Señor? Esta aguda pregunta debe hacer reflexionar. Al Mesías no solamente pertenece su procedencia de la casa de David, sino todavía más. Ahora Jesús se ha metido en arduas controversias y está en el camino de la muerte ignominiosa. Pero pronto será Kyrios. Entonces resplandecerá ante la mirada de los creyentes, cuando lean el salmo, como sucede hasta el día de hoy.