CAPÍTULO 21


II. ENTRADA EN JERUSALÉN (21,2).

1. LLEGADA DE JESÚS A LA CIUDAD SANTA (Mt 21, 01-17).

En el Evangelio de san Mateo, el relato de la entrada corresponde a Mc 11,1-11. San Mateo amplió el pasaje con distintas adiciones realzando sobre todo con más vigor su trascendencia. A diferencia de san Marcos (Mc 11,15-19), inmediatamente añade la purificación del templo, después de la entrada de Jesús en la ciudad (21,12s). Mientras que san Marcos solamente dice que Jesús entra en la ciudad y en el templo y que «lo observó todo» (Mc 11,1), san Mateo da mayor realce a la estancia en el templo, haciendo de ella una parte propia e importante. Jesús, después de presentarse, no sólo toma posesión de la ciudad, sino también del templo como Mesías, restablece su pureza, cura enfermos en él, recibe el homenaje mesiánico de labios de los niños (21,14-16). Así pues, el fin propio del relato de Mateo es el templo y la revelaci6n mesiánica realizada en él. Concluye la sección con un hecho del día siguiente, la maldici6n de la higuera y el diálogo sobre la fe, que san Mateo compendia (21,18-22), mientras que en san Marcos estaba separada por medio de la purificaci6n del templo (cf. Mc 11,12-25). Así la descripción de san Mateo resulta más cerrada y efectiva.

a) La entrada del Mesías (Mt/21/01-11).

1 Cuando se acercaron a Jerusalén y llegaron a Betfagé, al monte de los Olivos, entonces envió Jesús a dos discípulos, 2 diciéndoles: Id a esa aldea que está frente a vosotros, y en seguida encontraréis una burra atada y un pollino con ella; desatadla y traédmelos. 3 Y si alguien os dice algo, responderéis: El Señor los necesita, pero enseguida los devolverá. 4 Esto sucedió para que se cumpliera lo anunciado por el profeta cuando dijo: 5 Decid a la hija de Sión: Mira que tu rey viene a ti, lleno de mansedumbre y montado en un asna y en un pollino, hijo de una bestia de carga (Zac 9,9).

Según el relato de los tres primeros evangelistas Jesús aún no habría estado en Jerusalén durante su vida pública. (El Evangelio de san Juan informa de cuatro visitas diferentes a la ciudad santa: Jn 2,13; 5,1; 6,4; 11,55). Así resulta más significativa esta hora. La pequeña comitiva se acerca a la ciudad por el camino habitual de los viajeros y de los peregrinos que iban a celebrar la fiesta de la pascua. Después de la ruta rocosa, solitaria y montañosa, se llega a la altura del monte de los Olivos y se ve enfrente la ciudad única en su género, separada por la profunda grieta del valle del Cedrón. Jesús antes de disponerse para la entrada, manda a dos discípulos que vayan a buscar una cabalgadura para este fin. Eso es muy inusitado, porque de ordinario los peregrinos. que se reúnen en la ciudad para la fiesta de la pascua, van a pie. La entrada será desacostumbrada. Los discípulos deben ir a buscar una burra y un pollino. Podemos ver lo que eso significa por un texto del profeta Zacarías, que san Mateo cita literalmente (21,5). Los escribas también veían en estas palabras un vaticinio del Mesías. El Mesías no vendrá a la hija de Sión ufano sobre un corcel, después de una batalla victoriosa, sino humilde y apacible, sobre una burra. Hasta ahora Jesús nunca ha dicho en público que él es el Mesías y sólo de los discípulos ha aceptado la explícita confesión, pero ahora prepara conscientemente una pública manifestación mesiánica. En la figura del rabino de Galilea montado en la burra deben reconocer los peregrinos al rey por las palabras del profeta (*). ¿Se concede, pues, a Israel y a la ciudad de Jerusalén una señal, que antes Jesús, por dos veces (12,38ss; 16,1-4), había rehusado dar? Antes Jesús sólo había anunciado la señal de Jonás, que era la única que podía esperar esta generación. De este modo se hacía alusión al juicio del Hijo del hombre, que ya tendrá lugar en la crucifixión de Jesús y después en su segunda venida. Esta señal que aquí se da solamente está destinada a los creyentes, no a los incrédulos. Esta generación se ha negado a creer y tampoco quedará convencida con esta señal. Pero los que ya pertenecían a él y le habían reconocido, más tarde sabrán con absoluta claridad que realmente era el Mesías el que entró en Jerusalén.

También es desacostumbrado el modo con que Jesús se ha procurado el animal. En virtud de su dignidad ve cerca lo que está lejos y recurre a la facultad de disponer del animal. Si se presentan objeciones, los discípulos deben decir que el Señor necesita los animales. Jesús hasta ahora nunca había usado para sí este nombre de soberanía Kyrios, Señor. Pero ahora también ha llegado la hora de usarlo. Un nuevo rasgo resplandece en la figura del Mesías. Desde un principio aquí todo está determinado, rebosante de soberanía, todo es significativo. Aunque Jesús viene montado en la humilde cabalgadura, él es el Señor. Esta generación ahora no lo reconoce, sino que se enterará el día del juicio de que era el que vino «en el nombre del Señor» y, por tanto, también como el Kyrios.
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El profeta habla con el paralelismo de un asna y de un animal joven, el pollino. Desde luego no quiere decir dos cabalgaduras, sino una. Pero en san Mateo son dos, «una burra atada, y un pollino con ella». Apenas nos lo podemos imaginar y no corresponde al acontecimiento histórico que se emplearan dos cabalgaduras. Pero se redactó así para indicar el cumplimiento de lo que dice el profeta del modo más literal posible.
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6 Fueron, pues, los discípulos e hicieron conforme les había mandado Jesús: 7 trajeron la burra y el pollino, pusieron sobre ellos los mantos, y Jesús se montó encima. 8 El pueblo, en su gran mayoría, extendió por el camino sus mantos, mientras otros cortaban ramas de los árboles para alfombrar el camino. 9 La gente que iba delante, igual que la que iba detrás, gritaba diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!

En vez de una silla de montar, los discípulos ponen vestidos sobre los animales, y Jesús se sienta encima de los vestidos. Una numerosa multitud, sobre todo peregrinos de Galilea, que vienen a celebrar la fiesta por el mismo camino y con la misma finalidad, extienden vestidos en el camino, y otros lo cubren con ramas de árboles. Sin palabras ya denotan la importancia de esta entrada. A pesar de la sencillez de las circunstancias parece que comprendan la magnitud del acontecimiento. El que está sentado humildemente en una burra es más que un jefe del ejército que regresa a su casa después del victorioso combate, y es más que un rey que toma posesión de la capital del país subyugado. A éstos en la antigüedad se les preparaba triunfales recibimientos. Pero ¿quién es éste, que por primera vez entra en la ciudad? Las voces de los peregrinos lo hacen saber. Se da la bienvenida al Hijo de David. El Hijo de David es el Mesías, es su título inconfundible. Así lo han llamado los dos ciegos delante de los que veían (9,27; 20,30s), así lo reconoció aquella mujer en país pagano delante de los hijos, las ovejas perdidas de la casa de Israel (15,22), sólo una vez se formuló la pregunta de si lo es o no (12,23). En esta ocasión se pregona en voz alta (*). ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! Con este clamor saludaba la ciudad los grupos de peregrinos que iban llegando. Cada uno venía en el nombre de Yahveh, a quien quería adorar en Jerusalén. Pero este peregrino montado en la cabalgadura es bendito sobre todos. Ningún otro ha de ser recibido como Hijo de David con tal expectación y esperanza, porque ningún otro viene como él en el nombre del Señor. En esta hora sonó por primera vez como homenaje tributado a Jesús lo que la comunidad celebrante clama cuando va al encuentro de su Señor, después del prefacio de la celebración eucarística. Pero en cierto modo por medio del que llega, la bendición vuelve a Dios, en cuyo nombre viene Jesús. Por eso se dice: ¡Hosanna en las alturas! «En las alturas» como «en el cielo» es una alusión a Dios (**). Loado sea Dios en el cielo, donde ya cumplen su voluntad (6,10s) las multitudes de los espíritus celestiales. Ante el trono de Dios deben resonar las voces de bienvenida de aquí abajo. Por todos sea Dios alabado por causa de esta hora. El lector está desconcertado ante este acontecimiento. Después de todo lo precedente nunca se podría haber esperado tal cosa. A lo que es posible y probable en el terreno de la historia, le prestamos menos atención que a lo que quiere mostrar el evangelista. En lo que sigue aún aparece con mayor claridad que el Mesías de Dios toma posesión en el nombre de Dios de la ciudad santa y del templo. Tanto si la gente entonces llamaba así a todos, tanto si eran muchos o pocos, tanto si eran entusiastas galileos o fanáticos judíos (que quizás vieron venir la gran subversión), tanto si en general reconocieron como si no reconocieron la importancia de la señal y de la hora, el evangelista sabe que el Mesías vino en el nombre de Dios y se reveló como Hijo de David. El evangelista lo ve correctamente, porque lo ve con la fe. Sólo con la fe puede comprenderse la importancia de una parábola tan poco vistosa como la del grano de mostaza o la de la perla. Lo mismo pasa con los sucesos de la vida de Jesús. En ella los pequeños acontecimientos también adquieren una gran importancia por medio de la persona en que ocurren, y por medio de la hora en que ocurren.
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Todavía es más largo el texto de la exclamación en san Marcos (Mc 11,9b.10), mientras que san Lucas lo ha asimilado al mensaje de los ángeles en los campos de Belén (Lc 2,14; 19,38). Pero san Mateo habla de la persona que viene, con más claridad que san Marcos, que usa la expresión peculiar y dificultosa del reino que ya llega, de nuestro padre David.
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Hosanna propiamente significa: Dios es propicio. Pero también puede entenderse como exclamación de alegría y de homenaje.

10 Cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se puso en movimiento y se preguntaban: ¿Pero quién es éste? 11 Y la gente respondía: Éste es el profeta Jesús, el de Nazaret de Galilea.

Jerusalén no permanece en silencio. La manifestación era bastante llamativa para poner en pie a toda la ciudad. Surge la gran pregunta: ¿Pero quién es éste? La respuesta quizás la dan los peregrinos de Galilea que acompañan a Jesús. Parece tan exacta como el texto de un documento de identidad. En ninguna otra parte de todos los Evangelios se encuentra una definición semejante de Jesús. Hace poco fue aclamado como Hijo de David, ahora se le designa como profeta; todavía resonaban los altos títulos, cuando se indica con sobriedad su origen: «Jesús, el de Nazaret». Y finalmente se dice: de Galilea. Un galileo estaba en medio de la metrópoli judía. Esta definición de Jesús es la más sobria que conocemos de los Evangelios. Está en vivo contraste con las solemnes aclamaciones de los que iban entrando. ¿Por qué se da así la respuesta? Los fieles creyentes pueden reconocer y alabar al Mesías, pero la Jerusalén incrédula sólo se entera de unos escuetos datos biográficos. Para Jerusalén, Jesús es profeta, y por cierto profeta de la condenación y ruina de la ciudad (capítulos 23 y 24). Para ésta, Jesús es una persona insignificante que viene del pueblecito de Nazaret y llega a la ciudadela judía de Jerusalén. Jesús es un galileo desconocido. San Mateo antes ya había dado a entender, con una larga cita del profeta Isaías, que el Mesías no era oriundo de Jerusalén, sino de Nazaret; con ello trataba de atenuar lo chocante que tal circunstancia pudiera resultar a oídos de los judíos (4,1 Ss). Ahora la reiterada declaración al pueblo de Jerusalén, de la procedencia del Mesías, producirá escándalo. El Mesías, a quien se saluda como Hijo de David, es el «profeta de Nazaret», ante quien Jerusalén deberá decidir.
 

b) Jesús en el templo (Mt/21/12-17).

12 Entró Jesús en el templo y expulsó a todos los que vendían y compraban en él; también volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas, 13 mientras decía: Escrito está: Mi casa ha de llamarse casa de oración, pero vosotros la estáis convirtiendo en guarida de ladrones.

En el gran atrio de los gentiles la administración del templo había permitido recaudar la contribución del mismo (cf.17.14-27), y colocar puestos de venta para lo que se necesitaba en los sacrificios. Allí surgió el trajín comercial con todo el ruido y ostentosidad orientales en las compras y ventas. El templo es la casa de Dios, no es un sitio de comerciantes duchos en los negocios. Ante todo debe ser casa de silencio y de oración, no solamente para los piadosos visitantes de Israel, sino también «para todos los pueblos» del futuro. Así lo había contemplado el profeta: «Y a los extranjeros que se unen al Señor para honrarle, y amar su nombre... Yo los conduciré a mi santo monte, y en mi casa de oración los llenaré de alegría: me serán agradables los holocaustos y víctimas que ofrezcan sobre mi altar; porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,6s).

Aquel ruido y el diligente regateo ¿cómo podía atraer a los pueblos gentiles a adorar allí al Dios verdadero? San Mateo omite el aditamento para todos los pueblos (Mc 11,17). Esto es digno de notarse. ¿Cuenta ya san Mateo con que el templo no pueda seguir cumpliendo esta predicción, ya que se convertirá en escombros y cenizas (24,2)? ¿Piensa Jesús que el templo ya está relevado por el que ahora lo purifica, ya que en él «hay uno más grande que el templo» (12,6)? No solamente viene el Señor del templo, sino el que lo reconstruirá espiritualmente después de tres días (26,61; Jn 2,19-22). Todos los pueblos para adorar a Dios ya no confluirán en el templo de piedra, sino en sus discípulos, puesto que «todos los pueblos» deben ser hechos discípulos (28,19). Jesús expulsa del atrio a los cambistas y comerciantes. Se emplean expresiones duras. Jesús echa al suelo las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores. «Porque me ha devorado el celo de tu casa» (Sal 68,10; Jn 2,17). El derecho de los hombres a efectuar sus negocios, es un agravio ejercerlo ante Dios, una profanación de su casa. El lugar de su graciosa presencia lo han convertido en una guarida de ladrones. Ya lo dijo antiguamente el profeta Jeremías, cuando puso al descubierto la escisión estridente entre la manera de vivir fuera y el servicio de Dios dentro. La casa de Dios se convierte en una guarida de ladrones, si no coinciden la vida y la fe, si se mata, se hurta, se cometen adulterios y luego se elevan las manos a Dios (cf. Jer 7,1-15). Así también ha sucedido ahora y Jesús sigue las huellas de Jeremías. No solamente acusa como el profeta, sino que obra. No invoca el juicio, sino que lo lleva a término. Porque Jesús procede con el poder y en el nombre del dueño de la casa, y como quien es más que el templo...

14 Luego se le acercaron en el templo ciegos y cojos, y los curó. 15 Cuando los sumos sacerdotes y los escribas vieron los milagros que acababa de hacer, y a los niños gritando en el templo: ¡Hosanna al Hijo de David!, se indignaron, 16 y le dijeron: ¿Estás oyendo lo que dicen éstos? Pero Jesús les responde: Sí. ¿No habéis leído nunca que «de la boca de párvulos y niños de pecho te has procurado alabanza»? (Sal 8,3). 17 Y volviéndoles la espalda, salió fuera de la ciudad, a Betania, donde pasó la noche.

«Los ciegos ven, los cojos andan.» En esto debe reconocer Juan si Jesús es o no es el que ha de venir (11,5). Ahora en el santuario los ciegos y cojos son curados, y allí se debe reconocer quién es el que lo hace. También a Jerusalén se conceden milagros mesiánicos. No sólo la entrada sobre una cabalgadura, anunciada por el profeta, no solamente ]a purificación de la casa de Dios profanada, sino también las curaciones milagrosas. Los sumos sacerdotes y los escribas vienen para acusar, los ciegos y cojos vienen para ser curados. Los que son guías de ciegos y están espiritualmente ciegos caerán en el foso (15,4); los ciegos obtendrán la vista.

Cuando el rey David subió a Jerusalén para rescatarla de los jebuseos y tomarla en posesión, se mencionó a los ciegos y a los cojos para hacer mofa de él. Como castigo mandó el rey que ningún ciego ni cojo entrara en el templo (cf. 2Sam 5,6-8). Ahora viene el «Hijo de David», los ciegos y los cojos no se burlan de él, sino que en él buscan misericordia. No son excluidos, sino aceptados. El pueblo de Jerusalén no sabía quién era el que entraba (21,10). Pero los niños lo saben. Como los ciegos y los cojos forman parte de la gente sencilla, a quienes Dios lo ha revelado (11,25). De nuevo aclaman al Hijo de David, como lo hicieron en la entrada las multitudes que le acompañaban. Con el poder de su dignidad mesiánica ha limpiado Jesús el templo. Se le confirma este poder de boca de los niños. Dios se procura alabanza no de boca de los sabios y entendidos, sino de boca de los párvulos y niños de pecho. Así lo ha experimentado el salmista; ante la grandeza del cielo y el prodigio de la creación, cualquier alabanza sólo es tartamudeo de un párvulo y niño de pecho. Pero mediante este tartamudeo se hace enmudecer a los enemigos de Dios (cf. Sal 8,2s). Sólo se escogen párvulos para elogiar la grandeza del Mesías, con el fin de hacer que enmudezcan sus enemigos. En todas las partes del Evangelio encontramos el mismo pensamiento. Dios elige lo bajo para confundir lo grande. Dios levanta al pequeño del polvo y derriba a los grandes del trono. Abre la boca de los pequeños y cierra la de los grandes. Jesús acepta a los pobres, enfermos y niños, pero deja estar a los prudentes escribas. Sólo puede recibirse el reino de Dios con la actitud del niño.

2. MALDICIÓN DE LA HIGUERA ESTÉRIL (Mt/21/18-22).

18 Por la mañana, cuando volvía a la ciudad, sintió hambre. 19 Y al ver junto al camino una higuera, se acercó a ella; pero no encontró en ella sino hojas solamente. Y le dice: ¡Nunca jamás brote en ti fruto alguno! Y al punto se secó la higuera. 20 Cuando los discípulos lo vieron, quedaron asombrados, y decían: ¿Cómo es que se ha secado al punto la higuera? 21 Jesús les contestó: Os aseguro que, si tenéis fe y no titubeáis, no sólo haréis lo de la higuera, sino que, si decís a este monte: «Quítate de ahí y échate al mar», así se hará. 22 Y todo cuanto pidáis en la oración con fe, lo obtendréis.

Al día siguiente por la mañana el pequeño grupo vuelve a la ciudad, y Jesús busca en una higuera algo para comer. Pero la higuera sólo tiene hojas y en cambio no ha producido ningún fruto. Jesús la maldice, después de lo cual se seca al instante. En todo el Evangelio no hay ningún pasaje paralelo a este suceso. Hay que compararlo con los prodigios con que se castigaba según las narraciones del Antiguo Testamento, como en el caso de Moisés y Aarón ante el faraón. Pero ¿cómo se explica que se castigue así a un árbol, máxime cuando es concluyente lo que sólo san Marcos observa, es decir que «no era tiempo de higos» (Mc 11,13)? Para nosotros el conjunto no es muy diáfano ni inteligible. ¿Había que dar a los discípulos una señal de que se arranca el árbol de Israel, porque permanecía estéril (cf. 3,10)? Más tarde se dice en la parábola que se quitará la viña a los arrendatarios que no entregaron ningún fruto, y ellos serán exterminados (21,41). Pero son extremos que no se avienen mutuamente, ya que Jesús buscó higos, porque tenía hambre. La escena misteriosa tenemos que dejarla en su obscuridad. No todo lo que se narra en el Evangelio tiene para nosotros claridad meridiana. El evangelista san Mateo toma el acontecimiento como ocasión para instruir a sus discípulos y para ofrecerles una visión intuitiva. Como anteriormente en otra ocasión (17,20) se trata aquí de la fe. La fe no solamente puede conseguir algo semejante a lo que acaban de ver, sino que puede trasladar montañas. Sólo es tan poderosa una fe en que no haya mezcla de duda. Sólo tiene perspectivas de ser escuchada una súplica a Dios, que esté soportada por una fe así. Más aún, incluso puede decirse que se accede con seguridad a cualquier ruego que se haga con esta fe. Así se comprende y explica medianamente la notable maldición del árbol. En él se representa el poder de la fe. Cualquier discípulo tiene este poder mediante su oración. No por la propia capacidad, sino por condescendencia de Dios.

III ULTIMAS CONFRONTACIONES CON LOS ADVERSARIOS (21,23-23,39).

I . POLÉMICAS (21,23-22,46).

a) Pregunta sobre la autoridad de Jesús (Mt/21/23-27).

23 Entró en el templo, y, mientras estaba enseñando, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se acercaron a preguntarle: ¿Con qué autoridad haces tú esas cosas y quién te dio esa autoridad? 24 Jesús les respondió: Yo también os voy a hacer una pregunta; si me la contestáis, también yo os diré con qué autoridad hago estas cosas. 25 El bautismo de Juan ¿de dónde era: del cielo o de los hombres? Pero ellos deliberaban entre sí diciendo: Si respondemos: Del cielo, nos dirá: ¿Por qué, pues, no creisteis en él? 26 Pero, si respondemos: De los hombres, tenemos miedo al pueblo, porque todos tienen a Juan por profeta. 27 Y respondiendo a Jesús, le dijeron: No lo sabemos. Contestóles también él: Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esas cosas.

Después de regresar a la ciudad Jesús va enseguida al templo. El día anterior había purificado enérgicamente el atrio y había curado enfermos, hoy empieza a enseñar en el templo. Se efectuó una señal mesiánica, o sea los milagros; ahora se añade la otra señal, que es la enseñanza autoritativa. No se dice adrede que enseñara con autoridad, pero el lector lo sabe desde 7,29: «Porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas.» Con esta potestad Jesús había enseñado en Galilea, lo mismo tiene que ocurrir también en la ciudad de Jerusalén. La delegación oficial del sanedrín, «los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo», pide a Jesús una prueba de esta autoridad. Con esta petición no se puede aludir en general al hecho de enseñar, puesto que esta actividad era de la incumbencia de cualquier israelita varón adulto. La pregunta apunta a la autoridad especial a que Jesús tiene derecho. ¿La reclama Jesús por sí mismo en virtud de un nombramiento oficial de rabino o en virtud de qué? Aquí habría ocasión para confesar abiertamente al Mesías. ¿Caerá Jesús en el lazo? Jesús podría ofrecer un motivo oportuno para ser denunciado como seductor mesiánico a la potencia ocupante. Jesús podría dar a la autoridad religiosa un pretexto para que se le hiciera un proceso, ya que seguramente se encontraría en él una teoría que no coincidiera con la doctrina oficial. La respuesta de Jesús se da con otra pregunta. Si ésta es contestada, Jesús está dispuesto a informar. La pregunta va dirigida al bautismo de Juan. La posición de los que preguntan sobre el bautismo del profeta pasa a ser el fiel de la balanza. ¿El bautismo de Juan era una orden de arriba o una presunción de abajo? ¿Procedía de Dios o del hombre? Jesús conoce de antemano la confusión en que su pregunta pondrá a los adversarios. El evangelista la describe detenidamente. Al mismo tiempo Jesús sabe que en la actitud que se adopte con Juan también decide la actitud con respecto a él mismo y a su autoridad.

Los sumos sacerdotes y los ancianos no creían en él porque no han creído en Juan, debido a que son una generación perversa y adúltera (12,39). «Porque llegó Juan, que ni come ni bebe, y dicen: Está endemoniado. Llegó el Hijo del hombre, que come y que bebe, y dicen: Este es un comilón y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores» (11,18-19a). Juan ya había enseñado la llegada del reino de Dios (3,2), y Jesús había continuado su enseñanza con las mismas palabras (4,17). La autoridad del Bautista para administrar un bautismo de penitencia en el nombre de Dios, se fundaba en su grandioso mensaje. La autoridad de Jesús para enseñar en el templo en el nombre de Dios, se funda en el mismo mensaje del reino de Dios. Los adversarios han recusado al profeta Juan, así lo hacen también con el profeta Jesús. Por la misma razón que en el caso de Juan, también en el de Jesús temen los enemigos al pueblo. La gente tiene gran aprecio de ambos y los considera profetas. Poco después, se dice con respecto a Jesús: «Y aunque intentaban arrestarlo, tuvieron miedo a las multitudes, porque lo tenían por profeta» (21,46).

Así, pues, Jesús no se escuda con el Bautista. No se libra hábilmente del peligro con la pregunta sobre la autoridad de Juan. Antes bien con la pregunta acerca de Juan indirectamente se pone de manifiesto la actitud que adopta de frente a Jesús. Porque en las obras de ambos se reconocía la sabiduría de Dios (cf. 11,19b). Los adversarios no callan porque no sean capaces de hacer frente a la pregunta, sino porque están obstinados. «No lo sabemos» es una solemne mentira. Y con este espíritu mentiroso acusarán a Jesús. Pero Jesús los deja estar y rehúsa dar razón. Porque solamente recibe el obsequio de la verdad el que la busca con solicitud.

b) Parábola de los dos hijos (Mt/21/28-32).En san Marcos, la parábola de los viñadores homicidas había seguido a la discusión sobre la autoridad. San Mateo interpone la parábola de los dos hijos, con su aplicación (21,31b-32). A la parábola de los viñadores san Mateo junta la parábola del banquete de las bodas reales (22,1-14) y reúne así una tríada de parábolas. Estas tres parábolas van dirigidas a los adversarios y contienen un severo ajuste de cuentas. En su distinta dirección se complementan recíprocamente. También puede notarse una gradación. La primera parábola habla de la raíz de la recusación, la incredulidad. La segunda anuncia que los viñadores serán castigados y que se les quitará la viña (sobre todo 21,41). La tercera habla de la reprobación que ya se ha efectuado y del castigo que se llevó a cabo (sobre todo 22,7). En estas parábolas de un modo a duras penas velado se anticipa lo que en el capítulo 23 dice explícitamente el discurso antifarisaico.

28 ¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Acercándose al primero, le dijo: Hijo, vete hoy a trabajar en la viña. 29 Él le respondió: Voy, señor; pero no fue. 39 Se acercó luego al segundo y le dijo lo mismo. Este respondió: No quiero; pero después se arrepintió y fue. 31 ¿Cuál de los dos cumplió las voluntad del padre? Responden: El último.

Esta parábola no es una historia desarrollada, sino que propiamente consiste en una doble pregunta. Se contrapone a dos hijos de un padre, de una manera parecida como en la narración del hijo pródigo y del hijo que se había quedado en casa (Lc 15,11-32). Los dos hijos son invitados a ir a trabajar a la viña del padre. El primero se declara dispuesto, pero luego no va. El segundo al principio rehúsa, pero muda de parecer y va a trabajar. Se deja al descubierto el contraste entre lo que se dice y lo que se hace. Lo que importa es «cumplir la voluntad del padre». No deciden las palabras, sino las acciones. Aunque el segundo al principio se negó, con todo ha cumplido la voluntad de su padre. Eso los adversarios también tienen que reconocerlo a Jesús. Por otra parte, san Mateo hace resplandecer en la figura de este padre terreno la del Padre celestial. Dios encarga el trabajo y llama a los hombres para que le sirvan (cf. 20,1-16). Exige que realmente se cumpla su voluntad, con lo cual no se dispensa la confesión con los labios: «No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (7,21). El que oye y no hace, ha construido su casa sobre la arena. Cae la lluvia, los torrentes se precipitan y soplan los vientos y derriban la casa. Ha edificado la casa sobre la roca el que oye y hace, y así está firme en la tempestad del juicio (cf. 7,24-27). Poco después Jesús descubrirá la llaga de la doctrina y de la piedad farisaicas en la desavenencia entre lo que se dice y lo que se obra: «Pero no los imitéis en sus obras; porque dicen y no hacen» (23,3b). En esto se incluye el mayor peligro para servir cordialmente a Dios y a los hombres.

31b Díceles Jesús: Os aseguro que los publicanos y las meretrices llegan antes que vosotros al reino de Dios. 32 Porque se presentó Juan ante vosotros por el camino de la justicia, y no creisteis en él; pero los publicanos y las meretrices en él creyeron. Vosotros, en cambio, aun habiendo visto esto, no os habéis arrepentido para, finalmente, creer en él.

Jesús aplica la breve parábola a los adversarios en un ataque de aspereza inaudita. Los publicanos y las meretrices entrarán en el reino de Dios antes que ellos. Todos ellos oyeron el mismo llamamiento a la conversión y se les ha mostrado el camino de la verdadera justicia. Juan vino a todo el pueblo para llevarlo al Mesías. Pero lo han recusado, no se han convertido y no se han abierto a la fe. En cambio los publicanos lo hicieron (Lc 3,12). Estos no sólo han oído, sino que han preguntado por las obras: «¿Qué tenemos que hacer?» (cf. Lc 3,10-14). Son los mismos que también se abren a Jesús. Como Leví, que siguiendo la mera llamada de Jesús lo deja todo (9,9), como la pecadora en la casa de Simón, la cual se pone a los pies de Jesús con arrepentimiento y amor exuberantes (Lc 7,36-50). Y así se dijo que Jesús era «amigo de publicanos y pecadores» (11,19a). Los adversarios lo han visto, pero no lo han reconocido como una señal para ellos. Han percibido la voz, pero no en su calidad de llamada. Se quedaron como espectadores indiferentes. Aunque sus ojos veían, estaban tan ofuscados que no entendían nada (13,13). El camino acertado hubiese sido ver, convertirse, creer, bautizarse. «Vosotros, en cambio, aun habiendo visto esto, no os habéis arrepentido para, finalmente, creer en él» (21,32b). Así también lo ha descrito el evangelista san Lucas: «Y al oírlo, todo el pueblo, incluso los publicanos, reconocieron los designios de Dios, recibiendo el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los doctores de la ley frustraron el plan de Dios respecto de ellos mismos no recibiendo el bautismo de aquél» (Lc 7,29s). Los pequeños han entendido, los grandes se han negado... Juan vino por el camino de la justicia, puesto que él pregonaba el reino de Dios (3,2). Esta fue la señal de la verdadera justicia futura, que Jesús trae en su plenitud. El sermón de la montaña es la doctrina de esta verdadera justicia (capítulos 5-7). Este sermón desde un punto de vista humano es el verdadero camino hacia el reino de Dios. Y desde el punto de vista divino es la revelación de este reino como la revelación de la verdadera justicia. Así lo dice Jesús en la frase: «Buscad primero el reino y (= a saber) su justicia...» (6,33). Juan y Jesús no han enseñado dos caminos diversos, sino el mismo camino. En la actividad del Bautista y en la de Jesús se ha testificado la misma sabiduría divina (11,19b). El que no cree en Juan, tampoco creerá en el Mesías. El bautismo con que Jesús tiene que ser bautizado en su pasión (cf. Mc 10,38), no lo querrá recibir para llegar a la vida el que no tomó sobre sí su bautismo como corroboración de su voluntad de convertirse. Para él está interceptado el acceso al reino de Dios, porque no anduvo por el camino de la justicia. Porque solamente hay este único camino, fuera del cual ningún otro conduce al término. Con frecuencia nos sorprendemos de sólo recorrer un trecho, de este camino o de desviarnos por caminos laterales. No podemos aceptar el mensaje del amor y negarnos al mensaje de la pasión. No se puede alabar el amor al enemigo como la senda de la verdadera humanidad sin tener en cuenta la hostilidad a Satán y todo el mal que de él emana.

c) Parábola de los viñadores homicidas (Mt/21/33-46).

33 Escuchad otra parábola. Era un propietario que plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar y construyó una torre; luego la arrendó a unos viñadores y se fue lejos de su tierra. 34 Cuando se acercó el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los viñadores, para percibir los frutos que le correspondían. 35 Pero los viñadores echaron mano a los criados, y al uno lo apalearon, al otro lo mataron, y al otro lo apedrearon. 36 Nuevamente envió otros criados más numerosos que los primeros, y con ellos hicieron lo mismo. 37 Finalmente, les envió a su propio hijo, pensando: A mi hijo lo respetarán. 38 Pero los viñadores, cuando vieron al hijo, se dijeron entre sí: Éste es el heredero. Vamos a matarlo y nos quedamos con su heredad. 39 Y, echándole mano, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron. 40 Cuando vuelva, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos viñadores? 41 Y le responden: Exterminará a esos malvados y arrendará la viña a otros viñadores que le paguen a su tiempo los frutos correspondientes. 42 Díceles Jesús: ¿Nunca habéis leído en las Escrituras: «La piedra que desecharon los constructores, ésa vino a ser piedra angular; esto es obra del Señor, y admirable a nuestros ojos»? (Sal 118,22s). 43 Por eso os digo: Os quitarán el reino de Dios, y lo darán a un pueblo que produzca los frutos del reino. 45 Cuando los sumos sacerdotes y los fariseos oyeron estas parábolas de Jesús, se dieron cuenta de que se refería a ellos. 46 Y aunque intentaban arrestarlo, tuvieron miedo a las multitudes, porque lo tenían por profeta.

(El v. 44 dice así: «El que caiga sobre esta piedra, se estrellará; y aquel sobre quien ella caiga, quedará aplastado». El texto se halla originariamente en Lc 20,18, y falta en una serie de importantes manuscritos del Evangelio de san Mateo. Difícilmente podría estar en este lugar, ya que cabría esperar este texto a continuación de la cita de 21,42; y el versículo 21,43 no admite en sí ninguna prosecución).

Esta segunda parábola tiene una fuerza insuperable. Sólo a duras penas puede verificarse el marco externo de una narración que sirve de ejemplo. El epílogo que está en el v. 43 saca explícitamente la consecuencia. No sólo pide cuentas de su actuación al incrédulo judaísmo contemporáneo, sino que, extendiéndose mucho más anuncia la sustitución del pueblo de la antigua alianza por un nuevo pueblo de Dios. En un cántico conmovedor, Isaías había comparado a Israel con la viña, que Dios había plantado y cuidado cariñosamente con la esperanza de obtener una buena y rica cosecha. «Y esperó hasta que diese uvas, y las dio agraces. Ahora, pues, habitantes de Jerusalén, y vosotros, ¡oh varones de Judá!, sed jueces entre mí y mi viña. ¿Qué es lo que debí hacer, y que no haya hecho por mi viña?... Pues ahora os diré claramente lo que voy a hacer con mi viña: le quitaré su cerca, y será talada; derribaré su tapia, y será hollada» (Is 5,2b.3.4a.5). Las primeras palabras de la parábola están configuradas de acuerdo con el cántico de la viña del profeta. Todos los oyentes fueron inmediatamente trasladados a la sombría atmósfera de este cántico.

Pero éste es sólo un punto de partida, y la historia de Jesús transcurre en otra dirección. No se altera el pensamiento fundamental de ambos textos: Israel es la viña; no ha dado ningún fruto y está maduro para el juicio. Con todo se patentiza la nueva dirección del relato de Jesús en que se arrienda la viña. En Isaías el dueño de la viña (Dios) y la viña (Israel) están fuerte y mutuamente enlazados. Dios planta la viña, se desengaña y amenaza con su destrucción. En esta parábola la viña ya no es Israel, sino el reino de Dios, lo cual se dice claramente en el último versículo: «Por eso os digo: Os quitarán el reino de Dios, y lo darán a un pueblo que produzca los frutos del reino» (21,43).

El reino de Dios fue confiado a los arrendatarios, así ha concebido san Mateo la parábola. Ahora empieza una cruel tragedia entre el dueño y los arrendatarios. En tiempo de la cosecha el señor de la viña envía a sus criados para ir a buscar el rendimiento. Pero los viñadores se portan cínica e indignamente. Se veja a los criados, más aún, se les da muerte. La próxima vez el dueño envía un número mayor para dar más peso a su voluntad e infundir mayor respeto a los arrendatarios. Pero eso tampoco hace ninguna impresión, se les maltrata y asesina del mismo modo. Por fin el señor se decide a mandar a su propio hijo con este encargo, esperando que los viñadores le respetarán. Ahora la malicia de los viñadores alcanza el punto culminante. Cuentan con el futuro, con que el hijo tome posesión de la herencia. Pero eso lo quieren impedir para ser ellos los que disfruten de la finca. Echan mano del hijo, lo arrojan fuera de su heredad y lo matan. Se cuenta una terrible historia de maldad humana, que ya no se puede exceder.

Casi es superfluo preguntar lo que hará el dueño con estos arrendatarios. Jesús hace sacar la consecuencia a los adversarios. Un doble castigo tiene que recaer sobre ellos: el dueño los matará y dará la viña a otros arrendatarios de confianza. La parábola es tan diáfana, que sólo la podemos entender aplicándola al pueblo desleal de Israel. No han obedecido a los mensajeros de Dios, sino que se han obstinado en su corazón. «Pero ellos no me escucharon, ni pusieron atención; sino que se abandonaron a sus apetitos, y a la depravación de su maleado ánimo; y volviéronme la espalda y no el rostro. Desde el día en que salieron sus padres de la tierra de Egipto hasta el día de hoy, yo os envié a vosotros todos mis siervos los profetas: cada día me daba prisa a enviarlos; mas no me escucharon, sino que se hicieron sordos y endurecieron su cerviz, y se portaron peor que sus padres», así es como se queja Dios nuestro Señor al profeta (Jer 7,24-26). Jesús continuará la letanía de la desobediencia (23,34-36). No han hecho caso de los profetas, tampoco harán caso del Hijo de Dios. Más aún, con él la malicia se vuelve especialmente grande, ya que no solamente echan mano de él y le matan como antes a los criados, sino que le arrojan fuera de la viña como prueba de especial oprobio. Así se trata al «hijo». Pero la sentencia que ellos llevan a término, reincide en ellos (cf. 27,25).

La viña fue entregada a los viñadores, para que produzca los frutos. Las imágenes aquí empiezan a confluir. La expresión de la parábola «pagar los frutos» viene a ser equivalente de «producir los frutos» en la vida. Las uvas de las cepas en la narración son los frutos del reino de Dios en el tema aludido. Los viñadores del relato corresponden al «pueblo» en la aplicaci6n (21,43). Un pueblo ha rehusado, no ha entregado ningún fruto e incluso ha defraudado de mil modos las esperanzas del propietario. Ha sido traspasada la viña, es decir el reino de Dios, al otro pueblo, que no defraudará los deseos de Dios, sino que producirá los frutos de este reino. Pero los frutos son la justicia que debe superar la de los escribas y fariseos (5,20)... Así pues, la parábola sugiere un castigo y una promesa. Los primeros poseedores serán despojados de su cargo y sustituidos por otros. La recusaci6n del antiguo pueblo de la alianza llega a su punto culminante en el asesinato del Hijo. El nuevo pueblo será fundado en la sangre de la alianza de Jesús (26,28). Allí se efectúa el prodigio inconcebible de que la piedra desechada como inútil pasa a ser piedra angular, que mantiene junto el edificio (Sal 118,22s).

En tiempos del Nuevo Testamento apreció la Iglesia de forma especial estas palabras del salmo. En ellas la Iglesia vio prefigurado el gran prodigio de que el Mesías desechado fuera enaltecido como Señor mediante la resurrecci6n (Cf. Act 4,11; 1Pe 2,7.). Así pues, ya resplandece sobre el fondo sombrío la luz de la promesa. El plan de Dios de recibir el fruto que le ofrezca el género humano, no se frustra definitivamente por la recusación de Israel. Surgirá un nuevo pueblo, al que se confiará el reino y que producirá los frutos del mismo. Pero este fruto será «fruto del Espíritu» (Gál 5,22)...