CAPÍTULO 14

b) Degollación del Bautista (Mt/14/01-12).

1 En aquel tiempo llegó a oídos del tetrarca Herodes la fama de Jesús, 2 y dijo a sus cortesanos: Este es Juan el Bautista; ha resucitado de entre los muertos, y de aquí que por él se realizan esos milagros.

Con escasa conexión se menciona una observación del príncipe reinante, Herodes-Antipas. Ha oído hablar del movimiento que había surgido en torno a Jesús y le da una notable explicación. Debe haber resucitado Juan el Bautista y debe haber reanudado sus actividades en Jesús. Las energías de Juan actúan en Jesús. Estas afirmaciones atestiguan el gran prestigio que entonces tenía Juan en general, y en particular en la opinión de Herodes. Al mismo tiempo se da a entender aquí el temor ante el juicio de Dios, que experimenta el que hizo dar muerte a Juan. Herodes se había apoderado del hombre de Dios, y ¿Dios ahora triunfaba sobre la malicia y violencia humanas mediante la resurrección de los muertos? ¿Le amenazará también a él algún mal? Herodes da una opinión, que puede haber sido compartida por otros (Cf. 16,14; Mc 8,28; Lc 9,19; cf.también Mc 9,9-13 y Mt 17,9-13). Aún se conservaba un recuerdo demasiado fresco de la actuación enérgica de Juan, la semejanza entre la proclamación de Juan y la de Jesús podía llevar a esta confusión. En Juan y en Jesús se perciben fuerzas prodigiosas de arriba, pruebas de poder divino. Ni siquiera Herodes puede hacerse sordo ante ellas. Aquí Herodes está más cerca de Jesús que los mismos paisanos de Nazaret, que no perciben nada divino, sino solamente lo humano.

3 Efectivamente, Herodes había arrestado a Juan y lo había encadenado y metido en la cárcel por causa de Herodías, mujer de su hermano Filipo; 4 pues Juan le decía: ¡No te es lícito tenerla! 5 Y aunque quería matarlo, tuvo miedo al pueblo, porque lo tenían por profeta. 6 Pero en el cumpleaños de Herodes, salió a bailar la hija de Herodías delante de todos, y le agradó tanto a Herodes, 7 que le prometió bajo juramento darle cuanto le pidiera. 8 Ella, instigada por su madre, le dijo: Dame aquí, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista. 9 El rey se puso muy triste; pero, por los juramentos y por los comensales, ordenó que se la dieran, 10 y envió a decapitar a Juan en la cárcel. 11 Trajeron su cabeza en una bandeja y se la entregaron a la muchacha, y ella se la llevó a su madre. 12 Acudieron luego sus discípulos a recoger el cadáver y lo enterraron. Después fueron a contárselo a Jesús.

En este pasaje el evangelista inserta el relato sobre el fin del Bautista, como también lo había hecho san Marcos (Mc 6, 17-29). Este relato en ambos evangelistas está preparado por la referencia del juicio de Herodes sobre Jesús (14,1s = Mc 6,14-16). El fin del Bautista y la primera actuación de Jesús ya los enlazó san Marcos con una mutua relación al principio del Evangelio. Jesús empezó a proclamar su mensaje, después que había oído la noticia del fin del Bautista (Mc 1,14). El más fuerte releva al que no se creyó digno de desatarle la correa de las sandalias (cf. Mc 1,7). Aquí se añade cómo se dio muerte a Juan. El relato es mucho más corto que el de san Marcos. Sólo se informa lo esencial en un compendio conciso. En san Mateo este compendio se incorpora a la tesis del evangelista de que Israel había rechazado a todos los profetas sin excepción, y de este modo se había puesto contra Dios y sus mensajeros. Herodes creyó justificado que el Bautista no se metiese en sus asuntos privados. Ofendido en su orgullo reaccionó contra el reproche de Juan y le hizo encarcelar. Así se redujo al silencio al inoportuno amonestador.

Como ocurre frecuentemente con los tiranos, Herodes se arredra ante el último recurso por temor ante el pueblo. En cambio el pueblo lo tuvo por profeta, como más tarde también se dice de Jesús (cf. 21,46). Tal es la índole de los tiranos. Fácilmente maltratan al individuo, pero se arredran ante las medidas antipopulares. Lo único que temen es perder el favor del pueblo. Con motivo de un banquete para celebrar el cumpleaños baila la hija de Herodías y causa la complacencia del rey. Entusiasmado por el espectáculo del baile, Herodes hace un juramento imprudente. Herodías, la madre, lo aprovecha con astucia, llena de odio mortal contra Juan. No solamente hace pedir la muerte del Bautista, sino la horrible ceremonia de traer en una bandeja al salón de fiestas la cabeza cercenada de Juan. Por causa del juramento y por temor a los huéspedes Herodes manda ejecutar la orden. ¡Otra vez ha sucumbido un profeta en Israel! Pero esta vez no fue porque el pueblo no creyera a Juan o no soportara su mensaje, sino por el antojo de un rey altanero y al mismo tiempo débil. Los miembros de la familia de Herodes siguen pareciéndose. Herodes, el padre, había atentado contra la vida de Jesús y había matado a los niños de Belén (2,16). Su hijo asesina al Bautista. ¿Cómo debe establecerse el reino de Dios, si los reyes de la nación se convierten en el enemigo mortal de los mensajeros de Dios? Los discípulos del Bautista logran sepultar decorosamente el cadáver. Hicieron causa común con su maestro, incluso en la muerte. Luego fueron a contárselo a Jesús (14,12). Cronológicamente es difícil explicar este dato, puesto que según 14,2 ya ha ocurrido la muerte del Bautista, y en 14,3-12 aparece como trasladada.

San Mateo ya no dirige ninguna otra mirada retrospectiva, porque pretende otra finalidad. Quiere indicar la íntima unión entre las dos personas y su obra. Los dos hombres no concurren juntos, sino que su actividad se funda en el mismo plan de Dios. Jesús debe ser informado para que note la señal y adapte a ella su propia conducta. Y así oímos decir inmediatamente después (14,13) que Jesús huyó. Es, pues, evidente que abandonó el territorio de la jurisdicción de Herodes Antipas para no exponerse al peligro antes que llegara su hora. Están profunda y mutuamente relacionadas la vida y actividad de Jesús y las del Bautista. Sólo Dios tiene los hilos en la mano, su sabiduría se atestigua en las obras de ambos (cf. 11,l9c). La muerte del Bautista también debe ser significativa para Jesús a manera de una señal. Jesús recorre el mismo sendero y es entregado al mismo destino de muerte de los profetas. No se rompen los hilos de la historia de Dios. Lo que el Bautista ha empezado, Jesús lo acogerá y lo conducirá a la última perfección. Sobre la muerte y la tumba de Juan reposa esta esperanza de la última perfección. Una esperanza mucho mayor reposará sobre la tumba de Jesús.

c) Primera multiplicación de panes (Mt/14/13-21).

13 Cuando Jesús recibió esta noticia, se alejó de allí a solas en una barca a un lugar desierto. Pero, al enterarse la gente, lo siguieron por tierra desde las ciudades. 14 Al desembarcar y ver a tanta gente, sintió gran compasión por ellos y curó a sus enfermos.

Jesús sube a una barca en el lago de Genesaret y se dirige solo a un lugar solitario. No permanece mucho tiempo así, porque la gente se entera y le siguen a pie por la orilla del lago. Vienen juntos de todas las poblaciones circundantes, por tanto también de los pueblos situados a la orilla del lago. Cuando Jesús baja de la barca, ve la gran multitud. ¡Qué escena! Jesús siente gran compasión por ellos y cura a sus enfermos. Lo que impulsa así a la gente hacia Jesús no es sólo el afecto humano, el entusiasmo que suscita un gran orador, los sentimientos de gratitud por los beneficios logrados. Lo que impulsa a la gente es la percepción de lo sobrehumano, que faltó a los paisanos de Nazaret, el anhelo oculto del bien y de la rectitud, de la verdadera vida. Jesús no puede responder de otra manera, contestó como hizo Dios a través de los siglos, a saber con su misericordia. Dios se compadece del hombre. El estado del hombre afecta su corazón, la indigencia le conmueve.

15 Llegada la tarde, se le acercaron los discípulos, y le dijeron: Esto es un despoblado, y la hora ya avanzó; despide, pues, a la gente, que vayan a las aldeas a comprarse alimentos. 16 Pero Jesús les dijo: No tienen por qué irse; dadles vosotros de comer. 17 Ellos le replican: No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces. 18 Él contestó: Traédmelos aquí.

Entre tanto llega la tarde, y los discípulos lo indican al Maestro. La hora es avanzada y el lugar es solitario. Sobre todo aquí no se puede comprar nada para comer. La conversación entre Jesús y los discípulos resulta algo artificiosa. Desde el principio Jesús sabe lo que quiere hacer, y el lector lo nota. Pero los discípulos deben aprender algo, sus pensamientos dirigidos a las cosas terrenas deben ampliarse y crecer en el conocimiento del Maestro. Ha pasado ya mucho tiempo y todavía no saben a quién tienen consigo. Desorientados, hacen la observación de que solamente hay cinco panes y dos peces para comer. Eso resulta muy infantil. ¿Qué significa la ridícula cantidad ante el poder que tiene Jesús? Naturalmente los discípulos no pueden saciar al pueblo, como les encarga Jesús: "Dadles vosotros de comer." Muy poco es lo que pueden hacer los discípulos, de una forma semejante a lo que más tarde se dice de la fe, en la curación del muchacho lunático (cf. 17,16ss). La mirada debe dirigirse a Jesús. Los discípulos están ante el pueblo con las manos vacías, pero Jesús puede alimentar a la multitud. Así también están los maestros y pastores delante del pueblo con las manos vacías, sólo pueden entregar el pan que Jesús les ofrece.

19 Y mandando a la gente sentarse sobre la hierba, tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, dijo la bendición, partió los panes y se los dio a sus discípulos, y los discípulos al pueblo. 20 Todos comieron hasta quedar saciados; y recogieron, de los pedazos sobrantes, doce canastos llenos. 21 Los que comieron eran unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.

El pueblo se coloca sobre el césped. Ahora Jesús está en el centro, todos los ojos parecen estar dirigidos a él. En el círculo más reducido alrededor de él están los discípulos, que han traído los panes y los peces, a continuación el pueblo se ha colocado por doquier. Jesús toma los alimentos, mira al Padre que está en el cielo y le alaba. Así como el padre de una familia judía antes de la comida da la bendición sobre los manjares y da gracias a Dios por sus dones, así hace aquí Jesús como padre de todo el pueblo: "Alabado seas, Yahveh, nuestro Dios, rey del mundo, que haces que el pan se forme de la tierra." Jesús parte el pan y los peces, y los da a los discípulos para que los repartan. Los discípulos a su vez lo entregan a las multitudes. Todos comen y quedan saciados, más aún, incluso se reúne una gran cantidad de restos, que muestra que se ha distribuido con superabundancia, y que en realidad todos quedaron saciados. Esto es una bendición realmente divina. Ha resultado más bien fortuito que Jesús hiciera este gran signo. Se trata, en efecto, de un gran signo.

Jesús no ha eliminado la necesidad del hambre ni ha quitado a los hombres la preocupación por el pan cotidiano. Pero una vez tuvo lugar: todos quedaron saciados, más aún, tuvieron superabundantemente. Cuando Jesús estaba entre ellos, no les faltaba nada y todos estaban contentos. La misericordia de Dios descendió sobre ellos, y todos eran uno en sus comidas en común y no sufrían penuria. Pero este signo no fue dado para aturdir o subyugar a los hombres a manera de los prodigios espectaculares que el espíritu maligno había reclamado a Jesús (cf. 4,1ss). Fue resultado de la situación. Así como Jesús concede su misericordia al individuo que se adhiere a él con fidelidad, así también a la gran muchedumbre que está necesitada. Así procede Dios siempre con el hombre. En el desierto Dios había alimentado al pueblo de una manera prodigiosa y los había preservado de perecer. "Llegada, pues, la tarde, vinieron codornices, que cubrieron todo el campamento, y por la mañana se halló esparcido también un rocío alrededor de él, y cuando el rocío se evaporó, había sobre la superficie de la tierra una cosa fina, como granos, fina como la escarcha en el suelo. Lo que visto por los hijos de Israel, se dijeron unos a otros: ¿Qué es esto? Porque no sabían lo que era. A los cuales dijo Moisés: Éste es el pan que el Señor os ha dado para comer" (Ex 16,13-15). Las proezas que hizo Dios en el tiempo glorioso de Israel ¿resurgen ahora en la primavera del pueblo? ¿Está Dios de nuevo cerca de su pueblo como en el gran tiempo pasado? ¡Qué sensación de dicha y nueva confianza tienen que haber sentido aquellos hombres! Este acontecimiento también es una imagen de la Iglesia y así debe ser considerado. Jesús está en el centro como el dador de todos los dones buenos, el dador del pan y de la palabra. Luego viene el grupo de los discípulos. Están muy cerca de él y entregan sus dones, son su brazo extendido. El pueblo está situado alrededor de él y puede disfrutar de su presencia. Jesús alza la vista al cielo, cuando da la bendición. Jesús hace "las obras que el Padre le ha encomendado" (Jn 5,36). Ya no es el mediador, como era Moisés. Él mismo es el dador y fuente de la vida. Tal es la experiencia de sí misma que tiene la Iglesia, cuando se reúne para celebrar la eucaristía. Así vivirán solidariamente con Dios y no tendrán penuria todos los que están elegidos para las bodas regias en el reino de Dios. En Dios está la superabundancia y la plenitud de la misericordia. Solamente en él se sacia todo el hambre que pueda sentir el hombre.

d) Jesús camina sobre las aguas (Mt/14/22-33).

Pedro por primera vez desempeña en este pasaje un papel independiente (14,28-31). De forma semejante, ocupará el primer plano en la confesión de la mesianidad de Jesús (16,17-19) y al final de toda esta sección se encuentra un pasaje que evoca una conversación entre él y Jesús (17,24-27). Estos tres pasajes sólo se hallan en san Mateo y demuestran que este evangelista puede inspirarse en una más amplia tradición petrina. Se descubren análogos reflejos en otros pasajes del mismo Evangelio, por ejemplo, en 10,2, donde se designa a Pedro como "primero", y sobre todo en varios pasajes, donde actúa como portavoz de los apóstoles (15,15; 17,4; 18,21; 19,27). A pesar de que el Evangelio de san Mateo imprime su acento en el apóstol, no cabe afirmar que su figura quede idealizada o indebidamente enaltecida. En la conversación entre Jesús y Pedro después de la confesión de la mesianidad, san Mateo más subrayó lo menos grato para el apóstol (16,22s), y no disimula tampoco el papel desairado de Pedro durante el proceso de Jesús (26,69-75).

22 Mandó a sus discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía al pueblo. 23 Después de despedirlo, subió al monte para orar a solas. Al anochecer, estaba él allí solo.

Jesús manda a los discípulos subir a la barca. ¿Por qué se usa esta enérgica frase? ¿Necesitaban este apremio, porque querían permanecer cerca de Jesús o no le querían dejar solo? Les da el encargo de partir antes que él a la orilla opuesta, de recorrer el trayecto que ya habían recorrido de día (14,13). Quiere quedarse solo con la gente y "despedirla". Pero además busca una mayor soledad. En cuanto la muchedumbre se ha dispersado, se va al monte, para orar solo. En un lugar elevado, en el monte se experimenta la proximidad de Dios, de forma más inmediata. Jesús busca la quietud de la oración, de aquella oración que sólo puede fluir entre él y el Padre. Ningún ser humano puede entrometerse en ella ni tampoco ser testigo de ella. Es una oración distinta de la que Jesús había pronunciado antes sobre los panes y los peces. Aquella fue la bendición oficial de la mesa y la oración usada para bendecir que tiene que rezar el padre de familia para el pueblo y en su nombre. En esta oración solitaria, se efectuaría un trueque vital inefable. Jesús es impulsado a la soledad, tiene que forzar a los discípulos a subir a la barca. Basta quedarse absorto en esta escena: Jesús unido con Dios en la obscuridad de la noche, en el monte, en la soledad. Allí está el puente entre Dios y los hombres. El mediador es "Cristo Jesús hombre" (lTim 2,5).

24 Entretanto, la barca se había alejado ya muchos estadios de la costa y se encontraba combatida por las olas, pues el viento era contrario. 25 A la cuarta vigilia de la noche, fue hacia ellos caminando sobre el mar. 26 Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se sobresaltaron y dijeron: ¡Es un fantasma! Y se pusieron a gritar por el miedo. 27 Pero Jesús les habló en seguida: ¡Animo! ¡Soy yo! ¡No tengáis miedo!

Entretanto la barca en que van los discípulos, va siguiendo su rumbo, pero el viento que sopla en dirección contraria, dificulta su navegación y por eso adelantan penosamente. Notan cuán escasas son sus fuerzas y cuán difícilmente pueden luchar con la fuerte tormenta que se avecina. Es una tortura fatigosa. Entonces sucede que Jesús va al encuentro de ellos sobre las aguas hacia el amanecer. Los discípulos son presa de espanto y creen ver un fantasma. Aunque son hombres duros y han soportado muchas horas difíciles en el lago, echan a gritar. El evangelista no teme decirlo abiertamente. Jesús les da voces: "¡Animo! ¡Soy yo! ¡No tengáis miedo!" Siempre sucede lo mismo. El hombre siente su debilidad, cuando se encuentra con Dios o con las cosas divinas. El ánimo decae y el temor hace que el corazón quede oprimido. Jesús no da ninguna señal para ser reconocido ni menciona ningún nombre. Sólo dice llanamente: Soy yo. Con estas dos palabras está todo dicho, porque sólo hay un hombre que pueda hablar así, de modo tan incondicional y absoluto, sin identificar su personalidad ni presentarse con pormenores. Los discípulos no debían conocerle ni por su voz ni por su figura ni por un ademán. Sólo deben saber que quien puede decir: "Soy yo", tiene que ser él. Entonces el hombre no pide una legitimación, no pide señales ni prodigios que lo atestigüen, no pregunta por el nombre, identidad y origen ("Sabemos de dónde es éste"). Todos esos detalles se vuelven accesorios ya que Jesús sabe que ante él solamente existe la confianza sin reservas y la entrega total, que desvanecen el temor...

28 Pedro le contestó: Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas. 29 Ven, le respondió. Pedro entonces saltó de la barca y, caminando sobre las aguas, fue hacia Jesús. 30 Pero, viendo el viento que había, tuvo miedo, y al comenzar a hundirse, lanzó un grito: ¡Señor, sálvame! 31 Inmediatamente Jesús extendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?

Este pasaje, que sólo trata de Pedro y de Jesús, únicamente está en san Mateo. Pedro dirige la palabra a Jesús con el título soberano dei Señor. Pedro ha entendido. Si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas. "Nada será imposible" al que cree (17,20b). Si es Jesús, no sólo carece de peligro el abismo del mar, sino que también se despierta el ansia de ir a Jesús. Pedro se deja llevar por este anhelo. El Señor le contesta lacónicamente: "Ven". La confianza audaz perdura, Pedro salta de la barca, corre con una efectiva seguridad sobre el agua y va hasta Jesús. Entonces Pedro nota de repente el fuerte viento y se estremece. Su corazón de nuevo se atemoriza, y al instante empieza a hundirse. Invoca por segunda vez a Jesús: "¡Señor, sálvame!" Jesús le alza y le pregunta en son de reproche: "¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?" Cuando se está próximo a Jesús, no se puede perder la firmeza ni dudar. El conocimiento de la presencia de Jesús sostiene sobre el agua y refrena la fuerza del viento.

32 Y cuando subieron los dos a la barca, el viento se calmó. 33 Los que estaban en la barca se postraron ante él, exclamando: Realmente, eres Hijo de Dios.

Jesús sube a la barca y en el acto el viento se calma. No se requiere una orden peculiar como antes (cf. 8,26). La presencia sola de Jesús sosiega y reprime los elementos excitados. Los discípulos quedan subyugados y postrándose rinden homenaje al Maestro con la siguiente confesión: Realmente, eres Hijo de Dios. Son unas palabras gran diosas. Así pues, ¿han entendido los discípulos el misterioso milagro de los panes en un lugar solitario, el poder de Jesús para caminar sin riesgo sobre el lago, sus palabras excelsas: "soy yo" y la fácil salvación de Pedro, cuando empezaba a hundirse? Aquí se ha llegado a un punto culminante. En la noche sobre la superficie del lago reconocen repentinamente a quién tienen ante sí. Vino a ser como una iluminación del conocimiento, la esplendorosa figura del maestro brillando súbitamente ante ellos en la obscuridad. Más allá de las reflexiones de la inteligencia, de la ponderación de los argumentos, de la interrogación crítica y de la confianza irresoluta, brota lo más profundo que los discípulos pueden llegar a experimentar: el Hijo de Dios está entre ellos.

Aquí los sucesos se concentran por completo en Pedro. Es el primer apóstol (cf. 10,2), habla y procede en representación de los demás (Cf. 15, 15; 16,16; 17,24; 18,21s.). Aquí Pedro todavía es más, a saber el primero de los creyentes y el modelo de todos ellos. En esta escena se hace patente de una manera dramática lo que significa creer. La percepción de la frase soberana: "Soy yo", llama al hombre y lo atrae. Luego el ansia de ir a él y estar con él. Los pasos sin riesgo, sostenidos por la confianza y el amor, sobre los abismos. También el desfallecimiento de la confianza y el decaimiento momentáneo de la fuerza. Si desfallece la confianza, aunque solamente sea un poco, el hombre tiene súbitamente la sensación del peligro de fuera. También se puede decir a la inversa: si el hombre se deja impresionar por los peligros, inmediatamente se desmorona la confianza. Se convierte en presa de fuerzas que amenazan, si no recurre a la única mano salvadora, la del maestro. Aquí hay confianza y fe, pero todavía son "pequeñas". No puede quedar ni reservarse ningún residuo, sólo sostiene la fe incondicional. Así pues, lo que aconteció a Pedro es un modelo para los creyentes. Pedro representa la Iglesia, más tarde se le constituye en piedra fundamental de la misma (cf. 16,18). Así está toda la Iglesia ante su maestro. Sabe que en último término está sustraída a todo peligro y preservada del total hundimiento en la historia, si tiene esta fe. "Si no creéis, no subsistiréis" (Is 7,9b). Esto puede aplicarse tanto al pueblo de la antigua alianza como al de la nueva. Pero el pueblo de la nueva alianza tiene a Jesús en el centro, y a él puede decirle: "Realmente, eres Hijo de Dios." Oye la voz alentadora de Jesús: ¡Animo! ¡Soy yo! ¡No tengáis miedo!

e) Curaciones en Genesaret (Mt/14/34-36).

34 Terminada la travesía, arribaron a la costa de Genesaret. 35 Apenas lo reconocieron los hombres de aquel lugar, divulgaron la noticia por toda aquella comarca, y le presentaron todos los enfermos, 36 y le rogaban que les permitiera tocar siquiera el borde de su manto. Y todos los que tocaron, quedaron completamente sanos.

Una vez concluido el viaje, los discípulos desembarcan con Jesús en la costa. Aquí sucede lo mismo que antes. Se acude en masa, se difunde la noticia a todos los pueblos circundantes, se trae a los enfermos y la multitud se apiña en torno a él. El lector sabe los sucesos misteriosos de la noche. Ha oído la confesión: Realmente, eres Hijo de Dios. No le llama la atención que la gente procure tocarle, aunque sólo sea el ribete de su vestido. Tampoco le sorprende que crean recibir algo de la corriente de fuerza y de vida por el contacto. También ellos son curados. Su fe puede ser infantil y sencilla, pero la misericordia de Jesús tampoco retrocede ante ella. Esta fe para Jesús no es demasiado exigua ni falta de iluminación, para que no sea obsequiada con el mismo regalo. Esta fe no se manifiesta en la súplica explícita de ser curado, ni en una confesión de la confianza en el poder prodigioso de Jesús. Es una fe sencilla y sin palabras. Le gusta el ademán externo, el contacto con el vestido, y en ellos esta fe expresa todo lo que siente el corazón. Jesús no ha censurado a la gente y tampoco reprendió a la mujer que padecía flujo de sangre (cf. 9,20-22). Jesús puede oir y entender el lenguaje del corazón. No debemos pensar ni juzgar con altivez los ademanes de la fe sencilla, con tal que no sean supersticiosos, sino veraces y sinceros.