CAPÍTULO 09

d) La curación de un paralítico (Mt/09/01-08).

1 Subiendo a una barca, pasó al otro lado del mar y llegó a su propia ciudad. 2 Entonces le presentaban un paralítico tendido en una camilla. Cuando Jesús vio la fe que tenían, dijo al paralítico: ¡Animo, hijo! Perdonados te son tus pecados.

El suceso también tiene lugar «al otro lado», es decir, esta vez en la ribera occidental del lago, en su ciudad, en Cafarnaúm (cf. 4,13), después de una nueva travesía. A Jesús le es presentado un paralítico, y ya en ésta presentación se denota la fe de los que lo llevaban. La novedad de este milagro está en lo primero que Jesús hace. Hasta ahora sólo hemos visto que Jesús curaba a los hombres de diversas enfermedades. Pero aquí Jesús dice inmediatamente: Perdonados te son tus pecados. Estas palabras no se han de interpretar como si Jesús hubiese aceptado una conexión inmediata entre la enfermedad y un pecado. En otro pasaje Jesús rechaza expresamente que cualquier enfermedad sea el resultado de un pecado personal (Cf.Jn 9, 1-41). Con todo, el paralítico padece dos enfermedades: la enfermedad de su cuerpo postrado y la enfermedad del pecado, que le corrompe interiormente. La enfermedad del pecado es la más grave, porque ningún médico humano puede enfrentarse con ella, sino sólo Dios.

3 Entonces algunos escribas se dijeron para sí: ¡Pero si este está blasfemando! 4 Y penetrando Jesús sus pensamientos dijo: ¿Por qué estáis pensando mal en vuestro corazón? 5 ¿Pues qué es más fácil, decir: Perdonados te son tus pecados o decir: Levántate y anda? 6 Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados -entonces dice al paralítico-: Levántate toma tu camilla y vete a tu casa.

Los escribas, razonando lógicamente, creen que aquí se ha proferido una blasfemia contra Dios. ¿Quién podía pretender perdonar pecados, siendo así que este perdón sólo compete a Dios? El pecado se dirige únicamente contra Dios, con el descuido inconsiderado o con la infracción consciente de su mandamiento. Dios es el único competente. Pero aquí no habla un hombre cualquiera, como Jesús se lo demuestra con una aguda conclusión: Sabéis que es más difícil perdonar pecados que curar el cuerpo. El que puede hacer lo más difícil ¿no podrá también hacer lo más fácil? A la inversa: Cuando véis con vuestros propios ojos que puedo quitar enfermedades externas ¿no tenéis una prueba de que también puedo curar la enfermedad interna? Si es que no tenéis buena voluntad ¿no queréis doblegaros ante las razones de la inteligencia? El poder del Hijo del hombre se demostró en su enseñanza y fue experimentado con admiración por la gente (7,28). Este poder aquí se expresa en la facultad de borrar el pecado. En la tierra es decir: ahora y aquí, en este tiempo mesiánico. Con estas palabras se indica que también se perdona en el cielo ante Dios, lo que se perdona aquí en la tierra. El Hijo del hombre transmitirá más tarde a sus apóstoles (Cf.16, 18; 18, 17.) lo que aquí hace con el poder de Dios. Aquí llega el reino de Dios, la vida sana gobierna a todo el hombre en cuerpo y alma.

7 Éste se levantó y se fue a su casa. 8 Al ver esto las multitudes quedaron sobrecogidas de temor y glorificaron a Dios por haber dado tal poder a los hombres.

Después que el enfermo ya había sanado en su interior, parece una consecuencia natural de la narración que el enfermo se levante y se vaya a casa. La historia, pues, termina de una manera poco llamativa. Para la gente lo principal no es la prodigiosa curación, sino el hecho de que Dios haya dado tal poder a los hombres. Aquí se recalca lo que Dios hace. ¡Cuán grande tiene que ser Dios con esta libertad de no guardar celosamente un tesoro, sino de transferir poderes a los hombres! Ahora ha sido el mismo Hijo del hombre, lo cual no se hace resaltar; más tarde serán solamente hombres, quienes puedan perdonar pecados en el nombre de Dios. Este milagro sucede siempre que se nos condonan los pecados. ¿Pensamos en que Dios entrega algo peculiar suyo y transfiere a un hombre su propio poder? ¿Pensamos en que el perdón de los pecados siempre es una gracia libremente concedida?

e) Jesús y los publicanos (Mt/09/09-13).

Esta sección refiere en primer lugar la vocación del apóstol san Mateo (9,9), luego una breve disputa con los fariseos (9,10-12). Al final se habla de la misión de Jesús a los pecadores (9,13), y así se concluye toda la sección que empieza en 9,1.

9 Cuando Jesús pasó de allí, vio a un hombre llamado Mateo, sentado en su despacho de cobrador de impuestos, y le dice: Sígueme. Y él se levantó y lo siguió.

Antes se informó detenidamente de la vocación de los cuatro primeros apóstoles. Los sinópticos sólo cuentan las especiales circunstancias en que fue nombrado otro apóstol. Es «Leví, hijo de Alfeo», como le llama san Marcos (Mc 2,14). En el primer Evangelio se da a este apóstol el nombre de Mateo, que según la antigua tradición es quien escribió este Evangelio. Es un recaudador de impuestos, pertenece a una clase social despreciada, incluso odiada. Los judíos consideran impuros a sus miembros, porque se contaminaban con transacciones monetarias, y se lucraban a expensas del pueblo. Jesús llama a un hombre de esta clase social. De nuevo se ve la predilección de Dios por los humildes, por los despreciados de la sociedad. A los sencillos pescadores ahora se agrega uno a quien se niega el saludo. También es galileo como los demás. Jesús se rodea de una «sociedad selecta». ¿Nos escandalizamos de este proceder de Jesús? El publicano oye la llamada, se levanta al instante y se une a Jesús. Ha conocido la hora. Su conducta corresponde a las normas que Jesús había establecido poco antes para la verdadera vocación (8,19-22). El llamado no formula ninguna objeción, no pide una demora, sino que procede resueltamente y se entrega sin reservas. Otro recaudador de impuestos, del que nos habla san Lucas -por nombre Zaqueo- muestra una vez más que a Jesús le entienden estas personas (Lc 19,0). Las dos frases evocan una escena maravillosa de vocación decidida. Así debe escucharse la llamada del Señor. Dejar decididamente la «vieja» forma de vida, para iniciar la empresa de salvación, es decir, para seguir a Jesús.

10 Y sucedió que, mientras estaba Jesús a la mesa en casa de éste, muchos publicanos y pecadores vinieron a sentarse a la mesa con Jesús y sus discípulos.

Mateo, recientemente llamado, invita a comer en su casa a Jesús y a sus seguidores, y los obsequia. Esta comida atrae a otros compañeros y a toda clase de gente de mala ralea, que se siente tan despreciada como ellos. Todos entran en la casa y toman parte en la comida. Los que durante su vida permanecieron en la sombra y fueron mantenidos a distancia con altanería, ahora se atreven a acercarse, movidos por la admiración y por una tímida esperanza. Se celebra un gran banquete de ruínes publicanos y tal vez disolutas rameras. Jesús con sus discípulos está en medio de ellos; no se avergüenza de esta sociedad equívoca. Menos aún teme quedar impuro según la ley. ¡Qué escena!

11 Los fariseos, al verlo, decían a sus discípulos: ¿Por qué vuestro Maestro come con publicanos y pecadores? 12 Cuando él lo oyó, dijo: No necesitan médico los sanos, sino los enfermos.

Los fariseos se acercan a los discípulos para tantearlos o hacerlos vacilar. ¿Por qué vuestro Maestro come con publicanos y pecadores? Para ellos lo que está pasando es escandaloso y condenable. Nunca puede ser ésta la voluntad de Dios, ni puede estar de acuerdo con la ley. ¿Qué impresión puede causar la doctrina de este maestro, que se permite dar tal escándalo? Al punto interviene Jesús, sin esperar a que le pregunten. Su justificación es un proverbio, prudente e irrefutable por su claridad: No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No dice que los fariseos sean del número de los sanos, todo va en contra de esta posibilidad. Sólo se debe hacer resaltar que él ha sido enviado a los enfermos. Jesús está allí como un médico para visitarlos, para recibirlos y curarlos. Y los más enfermos de todos son precisamente estos pobres seres humanos a quienes nadie tiende la mano ni los saca del lodazal. Aquí es donde debe estar Jesús, ésta es su vocación.

13 Id, pues, y aprended qué significa: Misericordia quiero y no sacrificio; porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.

Este versículo sigue cimentando la justificación de Jesús. Sólo san Mateo cita en este pasaje las palabras del profeta Oseas. El evangelista quiere decir que cuanto hace Jesús no es una intrusión arbitraria en las disposiciones de Dios. No sólo se funda en su propia manera de ver, sino en el mismo Dios. Así lo demuestra la Escritura. Por medio del profeta dijo Dios que, ante todo, exigía a los hombres no sacrificios, sino la misericordia humana. La verdadera adoración de Dios tiene que mostrarse en la misericordia compasiva, en la solicitud por los débiles y postrados, en la bondad y el amor. La frase final: Porque no he venido..., dice una vez más que Jesús no procede así por propia iniciativa. Este «venir» tiene siempre un valor absoluto y es la expresión más concisa de su vocación. Indica un movimiento desde un punto de partida, del cual Jesús procede y ahora, en este momento, viene a este nuestro mundo. Esta expresión no significa sólo: «Estoy presente». Tras su llegada está la misión recibida de Dios, y con la misión el poder de Dios. (No) a llamar a los justos, sino a los pecadores. Con la palabra justos no hay que entender a los que se tienen erróneamente por justos. Jesús admite la distinción judía entre justos y pecadores. La justicia no carece por completo de valor, ni es falsa, pero es insuficiente (cf. 5,20), entre otras cosas, porque los justos tienden a separarse de los «pecadores» vulgares y los abandonan a su destino. La narración del fariseo y del publicano ilustra aquí convenientemente la frase (Lc 18,9-14). Los hombres deben proceder como Dios piensa. Ante todo, los modelos de piedad farisaica tienen que aprender como escolares el abecé del pensamiento de Dios: misericordia quiero y no sacrificio. Estamos redimidos por misericordia. Dios también quiere seguir redimiendo mediante nuestra misericordia.

3. TERCER CICLO DE MILAGROS (9,14-34).

Esta última sección de su conjunto empieza con una controversia sobre la cuestión del ayuno. Jesús proclama el tiempo actual como tiempo de bodas y de alegría mesiánicas (9,14-17). En correspondencia con este tiempo la vida de Dios penetra en los enfermos: la hija de Jairo y una mujer son curadas (9,18-26), se da la luz de los ojos a dos ciegos (9,27-31) y se expulsa a un espíritu mudo (9,32-34).

a) El ayuno y el tiempo mesiánico (Mt/09/14-17).

14 Entonces se le acercan los discípulos de Juan y le dicen: ¿Por qué tus discípulos no ayunan cuando nosotros y los fariseos estamos ayunando?

Esta vez se plantea la cuestión de los discípulos de Juan, que según el ejemplo de su maestro llevaban una vida severa de penitencia. Como la secta de Qumran, junto al mar Muerto, los discípulos de Juan también procuraban cumplir radicalmente la voluntad de Dios. También ellos se parecían a los fariseos en que además de lo mandado con carácter general, se imponían obras no prescritas. Si Jesús igual que ellos enseña una perfección superior a la que está prescrita con carácter general, ¿por qué no guarda con el grupo de sus seguidores un ayuno más severo? No había motivos para tildar a Jesús de incumplimiento de sus obligaciones religiosas, pero subsistía en ellos la duda de si hacía realmente lo que enseñaba.

15a Jesús les respondió: ¿Acaso van a estar afligidos los invitados a bodas mientras el esposo está con ellos?

La respuesta de Jesús de nuevo es desconcertante. No parece que penetre en el núcleo de la cuestión. Todo el sermón de la montaña ya muestra que Jesús tiene en su manera de pensar una orientación totalmente distinta (Cf. lo que allí se ha dicho sobre el ayuno: 6,16 18 y los comentarios sobre 5, 17-20). Aquí Jesús da una respuesta mucho más general: el sentido interno del ayuno es la aflicción, pero ahora es tiempo de alegría. En la comparación se dice que cuando el esposo invita a sus amigos a bodas, no vienen para celebrar un funeral. Ahora el novio está presente, y se rodea de invitados para celebrar con alegría la fiesta. El ayuno no tendría ningún sentido, estaría en contradicción con esta hora única. Ahora es tiempo de júbilo y de felicidad.

15b Tiempo llegará en que les sea arrebatado el esposo, y entonces ayunarán.

Este estado de dicha no continuará siempre, porque el esposo solamente está presente por un tiempo determinado, hasta que les sea arrebatado. El verbo «arrebatar» es duro e indica la separación violenta, el corte doloroso. Bajo el velo de la imagen, pero en forma clara para la mentalidad creyente, Jesús habla aquí por primera vez de su doloroso fin. En el Evangelio de san Juan dice el Señor: «Os conviene que yo me vaya. Pues si no me fuera, no vendría a vosotros el Paráclito» (Jn 16,7). La presencia de Jesús nos es dada en la eucaristía y en el Espíritu: «Porque donde están dos o tres congregados por razón de mi nombre, allí estoy yo entre ellos» (18,20). No obstante sigue siendo doloroso que Jesús no esté corporalmente con nosotros, sino que se haya ocultado hasta las bodas del Cordero (cf. Ap 21,9ss). En el tiempo entre la desaparición y la parusía el ayuno ha adquirido un nuevo significado: no es solamente la obra de la penitencia, sino la expresión del dolor por haberse separado del esposo celestial y por la privación de su proximidad corpórea.

16 En un vestido/viejo, nadie echa un remiendo de paño sin encoger; porque este añadido tiraría del vestido y el desgarrón se haría mayor. 17 Ni se echa vino-nuevo en odres viejos; porque, si no, reventarían los odres, y el vino se derramaría y los odres se echarían a perder. El vino nuevo se echa en odres nuevos, y así ambos se conservan.

Jesús añade a su respuesta dos cortas comparaciones, las dos son gráficas y populares. Dan testimonio de sentido práctico y de hábil prudencia. A ninguna circunspecta madre de familia se le ocurre remendar su vestido gastado con un pedazo de tejido nuevo y resistente. De lo contrario se experimenta que este pedazo que se ha intercalado, todavía causa más perjuicios al desgarrar el tejido viejo por todas partes. El agujero se hace todavía mucho mayor que antes, el vestido es enteramente inservible. Lo mismo dice la segunda imagen. El vinicultor se guardará de echar vino nuevo espumante y generoso en odres quebradizos. No resisten la fuerza del vino, se hienden, y los dos, el vino y los odres se echan a perder. Al vino nuevo le corresponden odres nuevos. Las dos imágenes contraponen lo viejo y lo nuevo. Ahora es el tiempo nuevo, el tiempo del Mesías. Es generoso como el vino reciente, y resistente como el paño sin encoger. Tiene su ley propia, la ley de la alegría y de la plenitud rebosante. Al tiempo del Mesías no se le acomodan las antiguas formas, las producirá nuevas. Son dos comparaciones que dan testimonio de inquebrantable confianza en la victoria y de luminosa esperanza. ¿No contradice esta oposición entre lo viejo y lo nuevo a otras palabras que hacen resaltar la coherencia de lo antiguo con lo nuevo? Las dos cosas han de tener validez, pero con un sentido distinto. La revelación de Jesús continúa gradualmente la revelación del Antiguo Testamento y la cumple (5,17). Pero el cumplimiento en sí es nuevo, incomparable e irrepetible. El tiempo de la actividad mesiánica tiene su propia plenitud y su fuerza efectiva, como nunca antes la hubo ni la habrá hasta el fin del mundo. Con referencia a esta época se ha dicho: «Dichosos los ojos que ven lo que estáis viendo» (Lc 10,23). La historia nos ofrece ejemplos de quienes pretendieron aplicar a su propia actividad aquellas valientes palabras de Jesús. Pero esto equivale a abusar de ellas. Propio de nuestro comedimiento es saber respetar en su unicidad el tiempo del Mesías.

b) Resurrección de una niña y curación de una hemorroisa (Mt/09/18-26).

Las narraciones de dos milagros aquí están intercaladas una en otra según la pauta de san Marcos. La curación disimulada de la mujer acontece en medio de la aglomeración que se había formado por el fallecimiento de la hija del dignatario. Para muchos pormenores se tiene que consultar el relato de san Marcos (/Mc/05/21-43); aquí se limita Mateo a unos pocos rasgos principales.

18 Mientras les estaba diciendo estas cosas, se le acerca un dignatario, se postra ante él y le dice: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella, y vivirá. 19 Jesús se levantó, y lo iba siguiendo, acompañado de sus discípulos.

Antes hemos oído hablar de un centurión pagano, de un soldado, aquí se nos habla de un judío, dignatario de la sinagoga que desempeña en el lugar el supremo cargo religioso y era responsable del culto divino y del cuidado de la casa de Dios. Su hija acaba de fallecer. El dolor lacerante le conduce a Jesús, a quien ruega confiadamente que la haga revivir. Será suficiente que le imponga sus manos milagrosas. El Señor inmediatamente está dispuesto a seguir al dignatario y se pone en camino con los discípulos. En vista de esta fe no parece que todo se haya perdido en Israel.

20 y entretanto, una mujer, hemorroisa desde hacía doce años, acercándose por detrás, le tocó el borde del manto; 21 pues decía para sí: Sólo con tocar su manto quedaré curada. 22 Jesús se volvió y, mirándola, le dijo: ¡Animo, hija! Tu fe te ha salvado. Y quedó curada la mujer desde aquel momento.

En medio de la aglomeración una mujer desgraciada consigue tocar por atrás el manto de Jesús. Grande es su fe, aunque se manifieste en una acción casi mágica. Pero también es aceptada por Jesús esta fe, esta confianza silenciosa, sencilla, que puede exteriorizarse con un simple gesto. Sin embargo, en contraste con san Marcos, san Mateo muestra claramente que la curación es obra de la palabra de Jesús, de su voluntad y de su palabra imperante. No es la efusión mágica de la virtud curativa en el cuerpo enfermo. De este modo san Mateo da una interpretación más espiritual al texto popular e ingenuo de san Marcos. San Mateo previene el error de que Jesús sólo pudiera ser considerado como taumaturgo dotado de poderes sobrenaturales. Es importante hacerlo constar ya en los Evangelios. En cierto modo hay una virtud reguladora entre los escritores sagrados, y la plena verdad solamente sale a luz en la visión de conjunto de todos los informes. Jesús hace resaltar que a la mujer la ha curado su fe. La fe siempre continúa siendo la condición y el fundamento de la acción salvífica de Dios en el hombre. La fe puede revestirse de distintas formas, ya sean primitivas sin desarrollar, ya sean refinadamente espirituales. Siempre está en camino y en proceso de evolución, «partiendo de fe hasta consumarse en fe» (Rom 1,17); es decir, desde la fe existente y arraigada hasta la fe conocida cada vez más profundamente y vivida de forma más radical.

23 Cuando Jesús llegó a la casa del dignatario y vio a los flautistas y a la gente alborotando, 24 dijo: Retiraos; que la niña no ha muerto, sino que está durmiendo. Y se burlaban de él. 25 Cuando echaron a la gente, entró él, la tomó de la mano, y la niña se levantó, 26 y la noticia del hecho se difundió por toda aquella comarca.

Jesús ha llegado a la casa y nota -evidentemente a disgusto- el ruido de las plañideras, de los flautistas y de una muchedumbre que según la costumbre oriental lloran por la muerte en voz alta y gritando. Este ruido desenfrenado contradice por completo la índole sencilla de Jesús y de su ayuda. El Señor invita a la multitud a que salga de la casa, lo cual evidentemente no lo hace sin la asistencia de otros («cuando echaron a la gente»). La multitud se burla de él, sobre todo por la razón que da: toda la ostentación ruidosa no viene al caso, porque la niña sólo está durmiendo. ¿Dice eso Jesús para tener un motivo incidental con que suprimir el ruido? Esta solución difícilmente se acomodaría a Jesús. El Señor parece opinar que para él y para el poder de Dios esta muerte no significa más que un sueño ligero. Así lo dice también hablando de Lázaro: «Nuestro amigo Lázaro está dormido; pero voy a despertarlo» (Jn 11,11). La muerte para Dios no es un poder insuperable. Es delgada la pared que separa la muerte de la vida. Eso la gente no lo entiende, y se burlan neciamente de él. Las cosas tienen un aspecto muy distinto ante la mirada de Dios y ante la experiencia del hombre. Sólo si nos ejercitamos en ver con la mirada de Dios, nos formamos el verdadero concepto. Entonces la muerte también pierde su carácter horripilante.

c) Curación de dos ciegos (Mt/09/27-31).

27 Al irse Jesús de allí, le siguieron dos ciegos gritando: ¡Hijo de David, ten compasión de nosotros! 28 Cuando llegó a la casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: ¿Creéis que yo puedo hacer esto? Ellos le responden: Sí, Señor. 29 Entonces les tocó los ojos diciendo: Hágase en vosotros conforme a vuestra fe. 30 Y se les abrieron los ojos. Jesús les advirtió severamente: ¡Cuidado que nadie lo sepa. 3I Pero ellos, apenas salieron, lo divulgaron por toda aquella comarca.

Jesús ha curado en Gádara a dos endemoniados, ahora cura a dos ciegos. Cuando cuenten el milagro, sus declaraciones se apoyarán mutuamente. Según la regla del Antiguo Testamento solamente se considera verdadero y demostrado lo que está certificado por dos testigos (De 19,15; cf. Mt 18,16. Se narra otra curación de dos ciegos -en Marcos sólo se narra la de Bartimeo- en 20, 29-34 = Mc 10 46-52). La fe de los dos ciegos se denota en su ruego: Ten compasión de nosotros. En su petición no dicen explícitamente que querrían lograr la facultad de ver. Lo que suplican es la misericordia. Si Jesús se vuelve misericordiosamente hacia ellos, entonces también serán liberados de su sufrimiento. Según su fe lo primero y decisivo es que Jesús se vuelva propicio a ellos. El título de hijo de David ya fue usado en la primera línea del libro: «Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham» (1,1). Precisamente dos ciegos conocen lo que permanece oculto a la masa del pueblo dotado de vista. No han presenciado el milagro, no pueden convencerse de su realidad con los propios ojos, como todos los demás. Pero la luz interior de la fe ha centelleado en su alma, y con esta luz han reconocido a Jesús como lo que en realidad es: hijo de David, es decir en este caso el Mesías. El ángel también llama a José «hijo de David» (1,20), pero ésta es una expresión genealógica. Se suplica la misericordia de aquel, cuyo titulo de «hijo de David» designa su dignidad como Mesías. Más tarde Jesús dirá: «¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron!» (Jn 20,29)... Jesús examina, como si fuera un catequista, si la fe de los dos ciegos está debidamente orientada, y les pregunta si creen que él tiene poder para obrar el milagro. Así lo afirman los dos sin reserva. Entonces los cura. Al final el Señor les da la orden severa de no contar lo ocurrido a nadie. Lo que sucedió con ellos, debe permanecer solamente entre ellos y Dios. Pero ninguno de los dos hace caso de la advertencia del Señor, sino que en todas partes hablan del que les curó. Este contraste es extraño. Ninguno de los dos obedece a Jesús, sino que hacen lo contrario. En muchos pasajes de los sinópticos, especialmente en san Marcos, encontramos tales preceptos de guardar silencio, dados por Jesús. En parte se dirigen a los que han sido curados, en parte a los discípulos. En san Marcos tienen por finalidad ocultar a la gran multitud la verdadera dignidad mesiánica de Jesús. San Mateo no tiene esta intención, y por eso los ciegos aquí llaman a Jesús hijo de David, sin que les sea vedado. El primer evangelista quiere sobre todo decir que Jesús no se ha convertido en el taumaturgo sensacional, sino que ha hecho lo posible para que su misión sea entendida. Sólo a Dios se le debe el honor.

d) Curación de un mudo (Mt/09/32-34).

32 Mientras éstos salían, le presentaron un mudo endemoniado. 33 Y una vez arrojado el demonio, habló el mudo. Y la gente quedó admirada y decía: Jamás en Israel se vio cosa semejante. 34 Pero los fariseos decían: Es por arte del príncipe de los demonios por el que éste arroja los demonios.

Inmediatamente sigue una segunda curación. Se trae a Jesús un endemoniado, que además es mudo. Después del milagro se manifiestan dos opiniones. La gente dice que nunca se ha visto cosa semejante en Israel, es decir, no solamente en el país de Palestina, sino también en el tiempo pasado del pueblo. Entonces habían ocurrido muchas cosas maravillosas. Dios se había revelado muchas veces mediante señales y pruebas de poder. También obraron milagros los profetas Elías y Eliseo. Ahora la gente también atestigua que «aquí hay uno más grande que el templo» (cf. 12,6) y «más que los profetas» (cf. 16,14-16). Los fariseos no piensan así. Se atreven a proferir el terrible reproche de que Jesús hace sus milagros con la ayuda de poderes diabólicos. Jesús está aliado con el príncipe del reino demoníaco, y de él recibe su fuerza. Aquí se hace patente el abismo que ya se abre entre Jesús y sus adversarios. Ya no se trata de una controversia sobre un pasaje de la Escritura o sobre una costumbre religiosa, sino de una oposición irreconciliable. Dios y Satán se enfrentaron en el duelo del desierto (4,1). Los fariseos muestran en su acusación que están de parte del espíritu maligno (Más tarde se formula una vez más la acusación, y Jesús contesta a ella por extenso: 12, 22-37). La narración de los milagros de Jesús termina con una disonancia estridente. El doble juicio que se encuentra al final también puede aplicarse a todo el ciclo que empieza en 8,1. «Jamás en Israel se vio cosa semejante» es un testimonio global sobre la revelación magnífica y única en la obra del Mesías. «Es por arte del príncipe de los demonios por el que éste arroja los demonios» es el testimonio contrario de los enemigos por mala voluntad, por una consciente falsa interpretación. Así pues, incluso los milagros de Jesús pueden ser mal interpretados. También requieren buena voluntad y disposición para la fe. Son señales que deben ser reconocidas, pero también son señales a las que se puede contradecir. Dios no nos fuerza ni siquiera con los milagros. La decisión se toma, cuando con espíritu de fe se contesta la pregunta: «¿Qué clase de hombre es éste?»

IV. INSTRUCCIÓN A LOS Discípulos (9,35-11,1).

El segundo gran discurso del Evangelio de san Mateo trata de los discípulos. Está dirigido a los doce apóstoles, que son considerados como el ideal de cualquier verdadero discípulo de Jesús. El discurso se divide en cuatro secciones: la vocación de los apóstoles y su misión (10,6), la predicción de persecuciones (10,17-25), la exhortación a profesar la fe (10,26-33), la decisión en favor de Jesús y la discordia en la familia (10,34-39). Se inicia este discurso con un prólogo (6,35-38) y se concluye con un epílogo (10,40-11,1).

INTRODUCCIÓN (Mt/09/35-38).

35 Y recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, predicando el Evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia.

Primero leemos un versículo que compendia la actividad de Jesús, como ya lo había formulado el evangelista en 4,23. El texto es casi igual en los dos versículos. San Mateo da dos datos referentes al espacio. Jesús va por las poblaciones que están alrededor y enseña en las sinagogas. Estos datos quieren indicar que no debe haber ningún lugar en que no se haya llegado a conocer nada del mensaje. Y además Jesús se sirve de la manera oficial de enseñar, a saber, de la exposición en la asamblea reunida en las sinagogas para el culto divino. Naturalmente el evangelista sabe que Jesús también enseña al aire libre y en muchas situaciones que se presentan súbitamente. Pero el evangelista quiere hacer resaltar que el Mesías está enviado a las «ovejas perdidas de la casa de Israel» (10,6), y recorre el camino legal y conveniente para la instrucción dada por él. San Mateo también aduce dos datos sobre la actividad del Señor. Jesús enseña y cura. Proclama el evangelio del reino y cura cualquier enfermedad que se le presente. El doble aspecto de la obra de Jesús de nuevo está delineado, como ya se hizo en 4,23 y en la estructura del sermón de la montaña (cap. 5-7) por una parte, y por otra parte en el ciclo de milagros (8,1-9,34).

36 Viendo a la gente, sintió gran compasión de ellos, porque, cansados y abatidos, parecían ovejas sin pastor.

Jesús ve que la gente está fatigada y desfallecida, sin guía ni amparo. Porque está sin pastor que le conduzca a los pastos abundantes y le cuide bien. Ezequiel ya había acusado en nombre de Dios a los pastores oficiales de Israel, a los príncipes y magistrados, que no apacentaban el rebaño, sino a sí mismos (Ez 34,2). El mismo Dios ejercerá en el tiempo futuro el cargo de pastor (Ez 34,11ss). Para las «ovejas perdidas de la casa de Israel» ha venido ahora Dios en Jesús, a quien san Pedro más tarde llama el «jefe de los pastores» (1Pe 5,4). Pero aquí la mirada se dirige más lejos, a saber, a los pastores del nuevo pueblo de Dios, a los apóstoles y a su misión.

37 Entonces dice a sus discípulos: Mucha es la mies, pero pocos los obreros; 38 rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.

Jesús habla de la mies. Se trata de una antigua imagen escatológica. Los profetas la hallaron, Jesús la hace suya. Ve por así decir los campos ondeantes maduros para la siega. Jesús es anunciado como el que «tiene el bieldo en la mano y limpiará su era; recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará en un fuego que no se apaga» (3,12). Con la venida del reino de Dios también empieza la separación, el juicio que ya empieza a cumplirse en la decisión de cada uno. Sin embargo hay pocos obreros. Los segadores son escasos, faltan quienes llamen a tomar una decisión. Jesús se ve ante una tarea desmesurada, que exige la cooperación de los hombres. Ve aquí la exhortación a orar al dueño de la mies, al gran Dios, a fin de que llame braceros para los campos maduros. ¿Por qué exhorta Jesús a rogar a Dios por este fin? ¿No es Dios quien llama a los apóstoles a su servicio para que cooperen en la gran obra mesiánica? Jesús declara que en último término es Dios quien llama y envía al servicio de su mensaje, así como él está enviado por el Padre (10,40). Pero todavía indica más: Esta oración siempre tiene que hacerse, mientras dure el tiempo escatológico de la cosecha, el tiempo final. Así lo han hecho las comunidades en la Iglesia apostólica -sin duda de modo especial la comunidad en que se encontraba san Mateo-, así se tiene que rogar en todo tiempo, incluso en nuestros días.