CAPÍTULO 13


3. EL GRAN DISCURSO ESCATOLÓGICO (13,1-37).

Las disputas y discursos de Jesús en el templo han terminado. Ahora podría esperarse que ante los ojos de los lectores del Evangelio se desarrollase el drama de la pasión, al que tiende toda la exposición; cabría esperar que el capítulo 14 siguiese inmediatamente al capítulo 12. Se ha pensado que el gran discurso escatológico del cap. 13 -el discurso más largo del Evangelio de Marcos- tal vez se haya insertado sólo más tarde en unas circunstancias -después del año 70- en que la comunidad se encontraba profundamente inquieta por las cuestiones escatológicas, a causa de los acontecimientos externos -la destrucción de Jerusalén- y de los seductores de sus propias filas, los espíritus exaltados que presentaban como inminente el fin del mundo. La hipótesis es posible, aunque no se impone necesariamente. Como venimos viendo, todo el Evangelio está orientado a la comunidad y a su vida en el mundo. Una y otra vez el evangelista, mediante breves instrucciones a los discípulos, ha querido decir a la comunidad algo particularmente importante para su fe y su situación histórica. ¿Y no debía reunir también en un discurso las palabras y enseñanzas de Jesús relativas al futuro, cuando el propio Jesús había traído un mensaje eminentemente orientado al futuro escatológico? Las palabras de Jesús, que siempre había predicado a su generación coetánea en un tono apremiante y profético ¿no debía encuadrarlas el evangelista en la situación de su comunidad y aplicárselas, cuando ya la situación del mundo había cambiado? ¿Y qué lugar del Evangelio habría sido más adecuado que el final del ministerio público de Jesús, antes de que la pasión y muerte cerrase definitivamente su boca? Tal vez sea necesario ver una conexión todavía más estrecha con la pasión de Jesús: antes de que la comunidad comparta el camino de los padecimientos y muerte de su Señor, que con él y tras él debe recorrer (cf. 8,31-38), tiene que recoger y escuchar los vaticinios, exhortaciones y consuelos que su Señor le dirige, a fin de entenderse mejor a sí misma como la comunidad de Cristo y poder ser dueña de su situación. Ya antes se ha referido Marcos a la proximidad de la parusía y del reino futuro (9,1); esta proximidad de lo que llega fácilmente se prestaba a falsas interpretaciones, como proximidad temporal que suscitaba una conmoción apocalíptica, o como un vaticinio falso capaz de inducir al engaño y la desesperación. La situación que se presupone en Mc 13 no puede estar muy lejos de la que se presenta en 9,1. Si en esta instrucción secreta a los discípulos (13,3), la mirada del evangelista se dirige, con más fuerza aún que hasta ahora, a la comunidad y a su situación histórica temporal, ello explicaría la intensa elaboración redaccional del discurso. En esta forma Jesús no lo ha pronunciado; pero este proceso redaccional ¿es distinto del que venimos conociendo hasta ahora (cf. el comentario a 9,33-50; 10,1-45; 11,27-12,37), y con más claridad aún en los grandes discursos del Evangelio de Mateo? Se discute hasta qué punto se han conservado las palabras originales de Jesús y hasta dónde alcanza la intervención redaccional; los trabajos más recientes asignan al evangelista una labor importante, incluso aceptando el material apocalíptico judío. Aquí no podemos entrar en tales debates; el lector creyente, que comprende y reconoce como legítima la interpretación actualizada de la tradición de Jesús por obra de la Iglesia primitiva, no tiene por qué inquietarse al respecto. Los Evangelios han nacido de la predicación apostólica y, por su misma finalidad, deben seguir sirviendo a la predicación. La Iglesia primitiva al aplicar el mensaje de Jesús a su tiempo no hace sino responder de su fidelidad a la palabra de su Señor, que en cuanto profética sólo llena su función cuando habla a cualquier época y a un determinado círculo de oyentes. Con ello está dicho al mismo tiempo que no tenemos por qué mantenernos aferrados a la interpretación del discurso escatológico vinculada a la imagen del mundo y a las circunstancias históricas de aquel entonces, si es que queremos comprender el mensaje de Jesús para nuestro tiempo y nuestro horizonte ideológico. Intentamos, pues, entender este discurso desde el lenguaje del evangelista a su comunidad e interpretarlo para nuestro tiempo. De cara a este esfuerzo hay una observación de gran importancia: con toda su actualización a las circunstancias de aquellos tiempos, con toda la espera inminente del fin, de la parusía, condicionada por los acontecimientos históricos, en este discurso se trata de algo más que de una simple instrucción sobre lo que afecta a la comunidad, sea lo que fuere. Se trata más bien de preparar a la comunidad para el futuro y de llevarla a la postura adecuada al presente, a las virtudes escatológicas que al presente se le exigen para afrontar el futuro. En nuestro tiempo esto es precisamente de la máxima actualidad, puesto que la humanidad de hoy dirige su mirada al futuro tal vez como nunca antes lo ha hecho y se pregunta cómo podrá solucionar los problemas cada vez más angustiosos de su desarrollo. La esperanza cristiana tiene aquí una gran misión, pero que debe repensarse una vez más y protegerse de falsas posturas. Tras una lectura atenta de todo el discurso se puede reconocer claramente que no pretende ningún descubrimiento apocalíptico de acontecimientos futuros, sino que intenta dar consejos y consuelo para el momento presente. Los consejos a que se orientan los vaticinios y descripciones son: estad atentos (v. 5.9.23.33); no os angustiéis de antemano (v. 11); manteneos firmes (d. v. 13); no confiéis en falsos profetas (v. 21); velad (v. 33.35.37). Con ello se mezclan los motivos consolatorios: debe suceder según la voluntad de Dios (v. 7); el Espíritu Santo es vuestra fortaleza (v. 11); al final está la salvación (cf. v. 13); Dios ha acortado el tiempo de la tribulación (v. 20); Jesús lo ha predicho (v, 23); los elegidos serán congregados (v. 27). Estos motivos derivan en parte de la apocalíptica judía, pero tienen también su fundamento en las palabras de Jesús, sobre todo el motivo fundamental de que todo debe discurrir según el plan salvador de Dios (cf. comentario a 8,31). Hemos de meditar las ideas de Jesús, válidas para la situación actual y para la Iglesia primitiva, sin entrar en las cuestiones de detalle que tienen más bien un interés exegético histórico. Acerca de la estructura del discurso conviene observar lo siguiente: el anuncio de la destrucción de Jerusalén (v.1-2) no se encuentra aislado ni sin relación con el gran discurso inmediato. Cierto que la pregunta de los discípulos «¿Cuándo sucederá esto?» (v. 4) es imprecisa; pero la intención del evangelista es conectar ese acontecimiento histórico con la pregunta acerca de los acontecimientos finales. Probablemente la guerra judía y la destrucción de Jerusalén habían suscitado en la comunidad el interrogante sobre el «fin» y había que darle una respuesta mediante el gran discurso. El discurso propiamente dicho presenta una estructura unitaria y progresiva en los v. 5-27: acontecimientos más remotos («Mas todavía no es el fin», «esto será el comienzo del doloroso alumbramiento») v. 5-13; la gran tribulación, v. 14-23; los acontecimientos que seguirán a la gran tribulación y la llegada del Hijo del hombre, v. 23-27. Con el anuncio de la parusía el discurso ha alcanzado su punto más alto y su objetivo. Lo que sigue después son enseñanzas y exhortaciones que miran a la esperada parusía: la parábola de la higuera, v. 28-29; vaticinios sobre el tiempo preciso, v. 30-32; exhortación a la vigilancia con la parábola del portero, v. 33-37. Justamente en esta disposición que obedece a un plan y en su concepción unitaria es donde se pone de manifiesto el propósito del evangelista de cara a la comunidad. Es curioso, sin embargo, que no se hable de la destrucción del mundo, de la resurrección de los muertos y ni siquiera del juicio final. El tema propiamente dicho es la parusía, la venida del Señor. Por ello, podemos designar también esta página como el «discurso de la parusía», que intenta responder a las cuestiones de la comunidad en el Espíritu de Jesús y sobre el fundamento de su predicación escatológica.

a) Vaticinio sobre la destrucción del templo (Mc/13/01-02).

1 Mientras iba saliendo él del templo, le dice uno de sus discípulos: «Maestro, mira qué piedras y qué construcciones.» 2 Y Jesús le contestó: «¿Ves esas grandes construcciones? Pues no quedará piedra sobre piedra que no sea demolida.»

Como de costumbre, Marcos enlaza el discurso con una situación determinada, que aquí es la destrucción del templo. Ya anotamos su interés por presentar los últimos discursos de Jesús en la mayor conexión posible con el templo; por ello se descubre también aquí su mano. Un discípulo innominado muestra su admiración por las magníficas construcciones del templo; pero Jesús le responde con una profecía inequívoca acerca de su destrucción. El de entonces, llamado templo de Herodes, era realmente un edificio suntuoso. Después de la destrucción (586 a.C.) del templo primero, construido por Salomón, al volver el pueblo de su cautiverio de Babilonia a las órdenes de Zorobabel se había construido otro durante los años 520-515, que no alcanzaba ni con mucho el esplendor del primero (cf. Esd 5-6). Sólo el rey Herodes I consiguió levantar un santuario grandioso y de extraordinaria belleza. En torno al núcleo del viejo templo se estableció una especie de «grandioso caparazón», por emplear la expresión del historiador judío Flavio Josefo. Surgió una segunda galería, el frontis del vestíbulo hasta una altura y anchura de 100 codos y se elevaron también las estructuras del templo propiamente dicho. En su ornamentación se emplearon el alabastro, el mármol y el oro en abundancia. Estas obras se prolongaron durante varias décadas (cf. Jn 2,20, que habla de 46 años) y sólo terminaron definitivamente poco antes de la guerra judía. En el Talmud está escrito: «Quien no ha visto el santuario en su construcción, no ha visto jamás un edificio suntuoso» (Sukka 51b). Este templo magnífico, del que los judíos se sentían orgullosos, a pesar de su antipatía hacia Herodes I y sus sucesores, iba a ser destruido según palabras de Jesús. En la exégesis se discute hasta hoy si se trata de una profecía de Jesús, es decir, de una verdadera predicción, o más bien de un vaticinium ex eventu, de una exposición después del suceso. En contra de esto último habla el hecho de que la destrucción no se presente como un incendio, según aconteció de hecho. Por otra parte, el tenor actual del texto lleva la marca de la redacción de Marcos. Podemos incluso señalar con precisión la fuente de esta formulación: la ya mencionada sentencia sobre el templo, de 14,58. La existencia de tal afirmación en boca de Jesús no hay por qué ponerla en duda. Por lo demás esa sentencia es doble: habla de la destrucción -en el texto griego, se usa el mismo verbo que en 13,2: «demolido»- y de la reconstrucción de otro templo, del templo espiritual de la comunidad. Podemos admitir tranquilamente que Marcos haya formado este vaticinio sobre la pauta de aquellas palabras relativas al templo; pero esto confirma que Jesús ha hablado de algún modo de la demolición y reconstrucción del templo jerosolimitano. Esta opinión confirma su carácter profético; pues, tampoco los profetas han presentado jamás los acontecimientos futuros de una forma tan concreta y detallada como han sucedido realmente, sino sólo mediante sugerencias y rasgos típicos. Jesús se mueve, pues, en la tradición profética, ya que mucho tiempo antes también los profetas habían vaticinado la caída del templo (de Salomón); por ejemplo Miq 3,12; Jer 26,6.18. Asimismo, algunos videntes judíos habían anunciado la destrucción del templo herodiano antes de que ocurriese. Según el relato de Flavio Josefo, cuatro años antes de estallar la guerra judía, se presentó en la fiesta de los tabernáculos un cierto Jesús, hijo de Ananías, y empezó repentinamente a lanzar una lamentación sobre Jerusalén y sobre el templo (Guerra judía VI, § 300S). Apenas es posible que Jesús haya hablado en público de un modo tan claro; pues sin duda se habría atraído el furor y la persecución del pueblo, como aquellos profetas tardíos. Sin embargo, una alusión al destino que amenaza a Jerusalén se encuentra ya de un modo oscuro en las palabras procedentes de los logia (Lc 13,34s; Mt 23, 37s). Los evangelistas, y especialmente Lucas, han aclarado la profecía de Jesús después de su cumplimiento (cf. Lc 19,41-44; 21,24). Es posible que también Marcos haya tenido en cuenta el acontecimiento; así se explicarían mejor las dificultades y cuestiones que suscitaba en la comunidad así como la respuesta intencionada mediante el inmediato discurso. La catástrofe de Jerusalén y del templo, que a los contemporáneos les parecía como un terrible juicio de Dios, suscitó en la comunidad cristiana la cuestión de si no sería el comienzo del final, y los apocalípticos exaltados sembraban la inquietud en la comunidad. Marcos se ha opuesto a esas consignas engañosas, aun cuando personalmente estuviese persuadido de que la parusía no se encontraba en un futuro lejano. Pero sabía también que Jesús no había señalado ningún término preciso, sino que sólo había querido exhortar a la vigilancia y preparación constante. El acontecimiento histórico es siempre oscuro y polivalente; la fe ha de escuchar siempre la voz de Dios en medio de los acontecimientos temporales, pero no ha de arriesgar respuestas categóricas a la pregunta de qué es lo que Dios persigue con ellos. De ahí que las explicaciones cristianas posteriores de la catástrofe de Jerusalén y del templo, en el sentido de que el pueblo judío había sido rechazado para siempre y dispersado por todo el mundo, sean interpretaciones que no están justificadas, son peligrosas; más aún, en contra de la fe cristiana y del Espíritu de Jesús, han aportado su carga de lágrimas y culpa a las horribles persecuciones de los judíos. La palabra y profecía de Jesús invitan más bien constantemente a la propia reflexión y a escuchar siempre la voz de Dios en los acontecimientos históricos que hoy vivimos.

b) Comienzo de las tribulaciones (Mc/13/03-13).

3 Y mientras él estaba sentado en el monte de los Olivos, enfrente del templo, le preguntaban a solas Pedro, Santiago, Juan y Andrés: 4 «Dinos: ¿Cuándo sucederán estas cosas, y cuál será la señal de que todas están a punto de cumplirse?»

5 Jesús entonces comenzó a decirles: «Mirad que nadie os engañe. 6 Muchos vendrán amparándose en mi nombre, y dirán: "Soy yo", y engañarán a muchos. 7 Pero, cuando oigáis fragores de guerras y noticias de guerras, no os alarméis. Eso tiene que suceder, pero todavía no es el fin. 8 Efectivamente, se levantará nación contra nación, y reino contra reino. Habrá terremotos en diversos lugares, habrá hambres. Eso será comienzo del doloroso alumbramiento. 9 »Pero vosotros estad sobre aviso: Os entregarán a los tribunales del sanedrín, seréis azotados en las sinagogas, y tendréis que comparecer ante gobernadores y reyes, por mi causa, para dar testimonio ante ellos. 10 Pero primero, el Evangelio tiene que ser predicado a todos los pueblos. 11 Y cuando os lleven para entregaros, no os preocupéis de antemano de lo que habéis de decir, sino que aquello que se os dé en aquel momento, eso diréis. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo. 12 Y entregará a la muerte el hermano al hermano, y el padre al hijo, y los hijos se levantarán contra sus padres y les darán muerte; 13 y seréis odiados por todos a causa de mi nombre. Pero quien se mantenga firme hasta el final, éste se salvará.

La escena que sirve de introducción al gran discurso de la parusía está estrechamente ligada a las palabras sobre la destrucción del templo; pues, para el evangelista tiene interés advertir que Jesús estaba sentado en el monte de los Olivos «enfrente del templo», es decir, mirando sus grandiosas construcciones, y que allí fue donde le preguntaron los discípulos. Se trata, desde luego, de una de las panorámicas más bellas del templo; también Lucas había presentado a Jesús, cuando la entrada en Jerusalén, contemplando la ciudad desde allí y llorando sobre ella (19,41). El grupo de los cuatro discípulos -las dos parejas de hermanos que fueron llamados los primeros (cf. 1,16-20), aunque aquí en otro orden: en primer término los tres preferidos y después Andrés (5,37; 9,2)- representa a todos los discípulos. El hecho de que sólo se nombre a estos cuatro se debe seguramente al propósito de llamar la atención sobre el carácter esotérico, secreto e íntimo de esta instrucción. Con ello la comunidad debe darse cuenta de que recibe unas enseñanzas destinadas no a su predicación misionera sino a su propia comprensión y a su propia vida interna. También la doble pregunta de los discípulos está formulada según el planteamiento del problema que se hace la comunidad. El acontecimiento sobre el que interrogan se ha dejado intencionadamente en un terreno impreciso: «estas cosas», «todas (estas cosas).» Por el contexto la primera pregunta se refiere al momento de la destrucción del templo; pero en la segunda se amplía la panorámica y también la expresión «están a punto de cumplirse» apunta a los sucesos escatológicos. El acoplamiento, sin embargo, de las dos preguntas induce a pensar que se intenta una relación entre la destrucción del templo y la consumación escatológica. Si se pregunta por la «señal» de que «todas (estas cosas)» deben «cumplirse», puede muy bien expresarse la expectación de que la destrucción del templo sea esa «señal», pero justamente como un problema: ¿Es correcta esa expectación o existe alguna otra «señal»? La repetición de «estas cosas» y «todas estas cosas» vuelve a darse en los v. 29 y 30. Según el v. 29 podemos «darnos cuenta» de que la parusía -o el Cristo de la parusía- «está cerca, a las puertas», y según el v. 30 no pasará «esta generación» sin que se haya cumplido «todas estas cosas». Desde su punto de vista, el evangelista debió atribuir a la destrucción del templo, y respectivamente a la misteriosa «abominación de la desolación» del v. 14, un carácter cierto de «señal». Sobre el problema de la «señal» es necesaria una reflexión teológica. En otros pasajes de la predicación de Jesús no se da ninguna señal determinada para conocer el final escatológico, ni siquiera en 9,1. Por el contrario, según Lc 17,20, Jesús rechaza que el reino de Dios llegue «aparatosamente»; como en Mc 13,32 niega que alguien sepa «el día aquél o la hora». Esto responde también a todo el tipo de su predicación, que alude proféticamente a la proximidad de lo que llega, pero dejándolo al conocimiento y disposición de Dios (cf. también 10,40). Pero en la apocalíptica judía se han buscado de hecho determinados signos del fin del mundo, se ha señalado época y se han marcado términos. Así, en 4Esd 6,7, el vidente apocalíptico pregunta: «¿Cómo será la división de los tiempos? ¿Cuándo es el final del primero y el comienzo del segundo?»; y en el v. 11s pide a Dios: «Si he hallado gracia delante de tus ojos, muestra a tu siervo el final de tus señales» (cf. 9,1-6). Presupuesto indispensable para ello es la idea de que el plan universal de Dios está regulado desde el comienzo hasta en sus menores detalles con todas las señales y acontecimientos; de suyo, este plan está oculto a los hombres, pero se «desvela» a algunos sabios o videntes elegidos, que son precisamente los apocalípticos. El cristianismo primitivo no permaneció insensible a tales ideas, y hasta nuestro evangelista parece estar influido por ellas. Pero, frente a la expectación y cálculos falsos que ponían en conexión directa la ruina de Jerusalén con el fin universal, ha alzado su voz, obligado por las palabras y el espíritu de Jesús. Así, en el planteamiento de la cuestión y en varias otras imágenes el discurso revela la penetración de numerosos rasgos de la ideología de su tiempo; pero, leído con mayor detenimiento, se advierte que conserva la postura de Jesús, que se mantuvo ajeno a esta forma de pensar humana y apocalíptica. Quien saca del discurso «señales» apocalípticas, es decir, datos históricos que permiten señalar el fin, cae en una forma de pensar ya superada o en una nueva exaltación, como ocurre en numerosas sectas. El discurso de Jesús empieza con la enumeración de las cosas que deben suceder, pero no indican todavía el fin. Como puntos de articulación destacan los dos imperativos: «Mirad que nadie os engañe» (v. 5) y «¡Estad sobre aviso!» (v. 9). Surgirán seductores que se presentarán a sí mismos como los portadores de la salvación escatológica, como el Cristo de la parusía. Hasta qué punto destacaban estas gentes en la comunidad o al margen de la misma, no lo podemos decir; sin embargo la advertencia a guardarse de los falsos «cristos» y de los falsos profetas vuelve a aparecer con una descripción más exacta de su presentación (v. 21s) y unida al motivo de «estad sobre aviso; os lo he predicho todo» (v. 23). Esto suena como una reanudación del discurso y como cierre de la advertencia introductoria. De todo lo cual puede deducirse perfectamente que la comunidad había vivido la experiencia de tales gentes. El anuncio de guerras cerca y lejos, de terremotos en diversos lugares y de epidemias de hambre pertenece a la descripción de la tribulación futura. Son rasgos típicos y tradicionales que se encuentran ya en los antiguos profetas (por ejemplo, Is 13,13; 14,30; 24,18ss; Ez 5,12) y en los escritos apocalípticos (lHenoc 1,6; 4Esd 13,30ss), y que después fueron adoptados por el Apocalipsis cristiano de Juan (6,8; 11,13; 16,18), La descripción va unida a un motivo que deriva de Dan 2,28: es necesario -según el plan de Dios- que sucedan estas cosas (cf. también Ap 1,1). La expresión «doloroso alumbramiento» procede asimismo de la apocalíptica. La imagen de la mujer con dolores de parto se encuentra a menudo en el Antiguo Testamento (Os 13,13; Jer 6,24; 22,23, etc.) y en el Apocalipsis de Isaías había alcanzado un significado escatológico: «Como la que concibió da gritos, acongojada con los dolores del parto que se acerca, tales somos nosotros delante de ti, Señor» (Is 26,17, y de modo parecido Is 66,7ss). En el libro de Henoc (62,4) se describe con esta expresión el dolor de los poderosos de la tierra delante del trono del Hijo del hombre, y en un cántico de Qumrán (3,7-12) la tribulación del autor y tal vez también de la comunidad. En los rabinos «el doloroso alumbramiento del Mesías» es una expresión fuerte para indicar el tiempo último y malo. Para Marcos estos «dolores» tienen un significado parecido a la gran «tribulación» de que se habla en el v. 19 (cf. v. 24); pero las cosas aquí mencionadas son sólo «el comienzo», que sin embargo obliga a prestar atención. Más importante aún es el estar sobre aviso. Con esta exhortación (v. 9) se introduce una nueva descripción, que presupone las circunstancias históricas judías y que afectan directamente a los discípulos. Se les entregará a los tribunales del sanedrín, que tenían también el derecho a imponer el castigo de la flagelación. Aunque también los arrastrarán a los tribunales de los gobernadores romanos y de los «reyes», es decir, los príncipes vasallos de los romanos, por causa de Jesús. El «para dar testimonio ante ellos», no hay por qué relacionarlo con el testimonio de la fe ante quienes presiden los tribunales (cf. Mt 10,18), sino que también puede significar: en testimonio contra ellos delante del tribunal divino (cf. 6,11). Pero, como transición al v. 10, aquí da la impresión que se piensa sobre todo en que su confesión sirva a la predicación del Evangelio. En el v. 10 se amplia el panorama: antes debe anunciarse el Evangelio a todos los pueblos. Esto responde a la postura universalista del autor, que entiende la comunidad como «casa de oración para todos los pueblos» (11,17), y a su idea de que el Evangelio debe ser proclamado en todo el mundo (d. 14,9). Lo de «primero», como los giros «pero todavía no es el fin» (v. 7) y «eso será el comienzo del doloroso alumbramiento» (v. 8), constituye un elemento retardante en la descripción, aunque no elimina la expectación de algo próximo, pues el evangelista sólo conoce el mundo del imperio romano. En el v. 11, que cierra el cuadro judicial iniciado en el v. 9, ha entrado un motivo de consolación que alude a la presencia del Espíritu Santo. En realidad no serán los discípulos quienes hablen, sino el Espíritu Santo que aquí aparece en una función puesta también de relieve en las sentencias joánicas sobre el Paráclito: protector y defensor en el juicio (cf. Jn 16,8-11). De ese Paráclito ha hablado mucho el judaísmo, sobre todo con la vista puesta en el juicio divino. En la tradición sinóptica éste es un pasaje único, con palabras que no pueden denegarse a Jesús si ha pensado en las persecuciones de sus discípulos. En nosotros produce una certeza que deriva de la confianza absoluta de Jesús en Dios y que se ilumina con las sentencias sobre la fe que traslada montañas y con la oración que está segura de ser escuchada (11,23s). Son palabras de permanente vigencia para las persecuciones, y cuya verdad han experimentado innumerables confesores de la fe cristiana. Introducidos por la palabra nexo «entregar», siguen aún otros cuadros en que hasta los familiares más íntimos se entregan mutuamente a los tribunales y a la muerte. Si esto quiere decir que los discípulos serán odiados por todos a causa del nombre de Jesús, muestra claramente que se trata de traiciones y odios por motivos de fe. El desmembramiento de las familias, la lucha de todos contra todos, la disolución de todo orden, son cosas que pertenecen a las pavorosas descripciones apocalípticas. «Y los hijos se levantarán contra sus padres» parece referirse a Miq 7,6; pasaje que late también en el fondo de la antigua sentencia de Lc 12,52s. La imaginería apocalíptica ha entrado en la tradición de las persecuciones adquiriendo así un nuevo sentido, un nuevo valor. En las persecuciones increíbles que los discípulos de Jesús habrán de padecer hasta en el seno mismo de sus familias, se anuncia un oscuro acontecer, permitido por Dios, que caracteriza como mala la presente era del mundo, pero que señala a los discípulos de Cristo el camino de la cruz de su Señor. El odio se ceba en ellos como en su Señor (cf. Jn l5,l9s), y la hipérbole de que serán odiados «por todos» subraya la tenebrosa situación del mundo. No obstante la sección más trágica se mezcla con una palabra de consuelo. La exhortación a «mantenerse firmes» se encuentra frecuentemente en los apocalipsis; ya en Dan 12,12 se dice: «¡Bienaventurado el que se mantenga firme...!» Por lo demás, en los escritos judíos se piensa aguantar y sobrevivir a los tiempos calamitosos; así, en 4Esd 6,25, se dice casi literalmente lo mismo que en nuestro pasaje: «Pero quien escape a todo lo que te he predicho, se salvará y verá mi salvación.» Esta es la mentalidad apocalíptica: Dios salva a los elegidos a través de las tribulaciones. En Marcos la palabra tiene otro sentido: Quien se mantenga firme hasta el final -que aquí quiere decir: quien conserve la fidelidad hasta el martirio y la muerte-, ése obtendrá la salvación. Lucas ha interpretado así la sentencia: «A fuerza de constancia poseeréis vuestras vidas» (21,19). Es la misma idea que se encuentra en el pasaje sobre el perder y salvar la vida (Mc 8,35). Los cristianos no quieren sobrevivir físicamente, sino mantenerse interiormente firmes, aunque ello les cueste la vida. «Constancia», firmeza o paciencia, como solemos traducir de forma deficiente la palabra griega, es una clara postura cristiana, una virtud escatológica que también se nos exige en la literatura epistolar, especialmente la paulina (Rom 5,3s; 8,25, etc.) para nuestra existencia actual en el mundo.

c) La gran tribulación (Mc/13/14-23).

14 »Cuando veáis que la abominación de la desolación ha sido instalada donde no debe -entiéndalo bien el que lee-, entonces, los que estén en Judea huyan a los montes, 15 y el que esté en el tejado no baje ni entre a recoger cosa alguna de su casa, 16 y el que vaya por el campo, no vuelva hacia atrás para recoger su manto. 17 ¡Ay de las que estén encintas y de las que estén criando en aquellos días! 18 Rogad para que eso no sea en invierno. 19 Porque serán aquellos días una tribulación, como no la ha habido semejante desde el principio de la creación que Dios creó hasta ahora, ni la habrá. 20 Y si el Señor no abreviara aquellos días, nadie se salvaría; pero, en atención a los elegidos que él eligió para sí, abrevió esos días.

21 »Y entonces, si alguien os dice: "Mira aquí al Cristo" o "Míralo allí", no lo creáis; 22 pues surgirán falsos cristos y falsos profetas que harán señales y prodigios, para engañar, si fuera posible, a los elegidos. 23 Pero vosotros estad sobre aviso; de antemano os lo he dicho todo.

En la descripción de lo que incumbe a la comunidad, se abre ahora claramente un nuevo período que, por la expresión que se encuentra en el v. 19, bien podemos designar como la gran tribulación. Esta sección resulta difícil de entender, tanto en conjunto como en sus distintos pormenores, y las exposiciones de los exegetas difieren hasta hoy notablemente. Una vieja concepción, según la cual en cada una de las distintas partes del discurso de la parusía se mezclarían las descripciones históricas con las escatológicas a través de la perspectiva profética de Jesús, en que todo confluye y se interfiere, puede darse hoy por superada. Cabe reconocer con bastante claridad una descripción progresiva y coherente. De ahí que hoy se enfrenten en líneas generales una interpretación histórica y otra escatológica de nuestra sección. El problema central lo constituye la enigmática expresión «la abominación de la desolación», tomada del libro de Daniel, y que se puede traducir de un modo más claro como la abominación que es causa de desolación. ¿Se trata de una realidad escatológica, por ejemplo de la figura del Anticristo, como admiten muchos intérpretes, o se piensa en algún suceso de la guerra judía, como la conquista de Jerusalén o la destrucción del templo? Hay que tener en cuenta que, según la construcción griega, se piensa en una ser masculino. Las interpretaciones históricas tienen el defecto de que difícilmente, si es que lo consiguen, pueden señalar algún personaje determinado al que convengan tales atribuciones. Por otra parte, el cuadro inmediato que habla expresamente de los montes de Judea y tiene en perspectiva las condiciones de vida palestinenses, parece estar a favor de una interpretación histórica. Por lo demás, también la hipótesis del Anticristo tropieza con graves dificultades. En los Evangelios sólo en este pasaje se alude a esta figura de la expectación escatológica cristiana. Una descripción personificada del Anticristo sólo se encuentra en forma expresa en /2Ts/02/03-10 («el hombre de la impiedad»). Más importante aún es la observación de que el Anticristo ocupa aquí el primer plano antes de tiempo, pues se habla después de los falsos cristos y los falsos profetas. Según 2Tes 2,8, el Anticristo será vencido y eliminado directamente por el Señor, por el Cristo de la parusía. De adoptar la interpretación escatológica, la exposición sería una vista panorámica del futuro, del tiempo inmediatamente anterior al final, que aquí se nos daría con los medios tradicionales en el género apocalíptico. Mas, si nos decidimos -siguiendo el análisis que goza de mayor aceptación en la actualidad- por la interpretación histórica de la sección y entendemos la destrucción del templo como un suceso ya ocurrido, la sección adquiere también un sentido adecuado dentro de todo el discurso: con la forma estilística del vaticinio y empleando el lenguaje apocalíptico habitual, se expone ante los ojos de los cristianos el terrible acontecimiento; pero también se les dice que no deben seguir las consignas de los falsos profetas (v. 21s). Jesús se lo ha dicho todo de antemano (v. 23); pero no ha dado a entender que la parusía llegue inmediatamente después. Hasta el v. 24 no se dirige la mirada de un modo concreto hacia el futuro; mas, de acuerdo con la espera inmediata (de la que también participaba Marcos), para quienes la destrucción del templo -la abominación que es causa de desolación- era también una señal de alerta, un signo cierto, se dice después de una forma genérica: «Pero en aquellos días, después de aquella tribulación...» La parusía, pues, no tiene por qué seguir inmediatamente, aun cuando el evangelista no la vea demasiado lejana. Esta interpretación cuenta con muchos argumentos a su favor. Sólo que resulta dudosa la pretendida función que aquí habría desempeñado una «hoja volante apocalíptica», aparecida ya antes; que de nuevo habría entrado en circulación hacia el año 70 d.C., y de la que habrían abusado algunos cristianos exaltados. Semejante fenómeno moderno no está atestiguado en la antigüedad. La descripción típica, contenida en los v. 14c-20, que sin duda utiliza un documento anterior, hay que explicarla de otro modo. Con esta u otra exposición, la sección tiene para los lectores cristianos su importancia, que para nuestra situación histórica es sin duda distinta que para la comunidad cristiana que vivió sobresaltada la guerra judía. Los consejos sobre la huida y las imágenes que en ellos se emplean hoy apenas nos dicen nada... ¿dónde se podría huir hoy ante la amenaza de una catástrofe? Tampoco las imágenes terroríficas que aquí se utilizan, y que están tomadas de las representaciones apocalípticas de aquel tiempo, nos dicen mucho más. Para nosotros la imagen realmente apropiada sería la explosión de una bomba atómica. Permanece sin embargo la conciencia de que en la historia existen fuerzas maléficas y que la humanidad está amenazada por una potencia del mal, a la que debe hacer frente la fe. ¿Qué significa el mal en la historia de la humanidad? ¿ Qué lugar ocupa la infelicidad en la historia de la salvación que la fe tiene por cierta? ¿Qué uso debemos hacer nosotros de la estrecha visión de los cristianos primitivos sobre el tiempo que se prolongaba y sobre las catástrofes que se iban multiplicando? En esta dirección vamos a intentar leer el texto y sacarle provecho. El giro «la abominación de la desolación» se encuentra en tres pasajes del libro de Daniel (9,27; 11,31; 12,11), en todos los cuales se refiere a la erección del altar de Zeus en el templo de Jerusalén por obra de Antíoco Epífanes el año 168 a.C. «Abominación» designa en el Antiguo Testamento un ídolo y después cualquier horror pagano. La «desolación» se entiende en Dan 12,11 de la profanación del templo; pero, según Dan 9,26s, puede también incluir la destrucción de la ciudad: «Y un pueblo con su caudillo vendrá, y destruirá la ciudad y el santuario.» Ahora bien, una de las características de la ideología apocalíptica es la renovada interpretación de los textos y constante aplicación a nuevas situaciones. Lo que ocurrió una vez se convierte en anuncio de nuevos sucesos futuros. El año 40 d.C. quiso el emperador Calígula erigir una estatua suya en el templo de Jerusalén; pero no pudo lograrlo. Es posible que con todo ello volvieran a recordarse los textos del libro de Daniel; pero la ocasión también pudo ser alguna circunstancia posterior, por ejemplo después de estallar la guerra judía. No hay por qué excluir la posibilidad de que los profetas cristianos pintasen un cuadro aleccionador con colores apocalípticos, que entroncaba con aquellos antiguos textos y que aconsejaba la huida. Por lo demás, no hay por qué relacionar la huida de la comunidad cristiana a Pela, en la ribera oriental del Jordán, testificada históricamente (EUSEBIO, Historia de la lglesia III, 5,2s) con la que aquí se aconseja hacia los montes de Judea. El evangelista ha debido utilizar alguna descripción apocalíptica y profética que llamaría la atención sobre un profanador del santuario («instalada donde no debe»). La advertencia: «Entiéndalo bien el que lea», podría proceder de él mismo, y en el caso de que tanto él como sus lectores tuviesen ante los ojos la destrucción de Jerusalén y del templo, podría desembocar en este sentido: «Comprendedlo bien: la profecía ya se ha cumplido.» Para él, el desolador sería el romano, y concretamente tal vez el conquistador Tito. Pero no tenemos plena seguridad de ello. La invitación a huir a los montes es otro motivo antiguo. Al estallar las luchas religiosas bajo el rey Antíoco IV, los Macabeos en unión de los judíos fieles a la ley huyeron a los montes (1Mac 2,28), a fin de concentrarse allí para la lucha. En el documento del que Marcos se sirvió la imagen de la huida sólo debía subrayar la gran tribulación. Tal vez no haya que dar demasiada importancia a la mención de «los que estén en Judea»; Judea era una región montañosa, y los montes se mencionan como el lugar de refugio que en ese trance se desea y necesita de forma apremiante. El apremio de la huida y lo terrible de la situación se ponen de relieve en otras dos imágenes que se explican por las circunstancias de Palestina. El que esté sobre el tejado -un tejado plano en el que podía estar cómodamente-, ya no debe bajar, sino que si la casa está en la ladera de un monte huir inmediatamente de allí sin entrar en la casa para tomar nada. Cualquier demora puede costar la vida. Quien está en el campo, que no regrese a casa para recoger algo tan imprescindible en las frías noches de Palestina como un manto o sobretodo. Se profiere una lamentación, un «¡ay!», por las mujeres embarazadas y las que amamantan, que se ven estorbadas por su mismo estado o por la preocupación del lactante. Finalmente, hay que rogar para que la huida no ocurra en invierno, cuando los torrentes se desbordan y dificultan la marcha. Todas estas indicaciones no hay que tomarlas al pie de la letra, sino como imágenes que describen la situación angustiosa, y como giros que ya estaban acuñados. Así, con el consejo de no volver atrás se ha podido pensar en la huida de Lot de la ciudad de Sodoma (cf. Gén 19,17). Las exclamaciones de dolor pertenecen al estilo apocaliptico -y a menudo se encuentran en nuestro Apocalipsis- y la invitación a orar evidencia el desvalimiento del hombre en tales circunstancias. El sentido de toda esta explicación queda todavía más claro con la mención inmediata de la gran tribulación. Por su tenor literal enlaza directamente con Dan 12.1, y de allí se ha introducido en los escritos apocalípticos la idea de una época increíblemente terrible, que precederá al fin. Idea que viene expuesta siempre bajo nuevas imágenes, con catástrofes, guerras, epidemias, fenómenos extraordinarios de la naturaleza... Es sorprendente la frase «como no..., ni la habrá»; pues en Dan 12,1 sólo se contempla el pasado. Tal vez sea un añadido de Marcos que entiende la tribulación como un preliminar de la parusía (cf. v. 24). Con estas palabras seguramente que se sobrevaloran las penalidades de la guerra judía; pero si se trataba de una profecía, bien se podía describir la realidad recurriendo de un modo consciente a los rasgos apocalípticos. También la frase siguiente sirve sólo para subrayar la indecible angustia. Pues, el abreviar el tiempo es también un motivo típicamente apocalíptico: «EI mundo corre con fuerza hacia el fin» (4Esd 4,26); «por ello vienen días en que los tiempos corren más deprisa que los anteriores» (Apocalipsis de Baruc 20,1). La idea de que Dios ha abreviado el tiempo «en atención a los elegidos» cabe también encontrarla en los escritos apocalípticos: «Pero él prueba a aquéllos de tu linaje que le han adorado, en la hora duodécima del fin, a fin de abreviar la era de la impiedad» (Apocalipsis de Abraham 29,13). En un midrash judío se dice que los antiguos vaticinios deben cumplirse, pero que pueden reducirse a un tiempo más breve (Cantar de Ios Cantares, Rabba 2,8). Todas estas imágenes y representaciones se ha apropiado Marcos del mismo modo que lo hizo el vidente del Apocalipsis, quien ofrece unos cuadros mucho más detallados. Podemos y debemos considerarlas caducas para nuestra visión del mundo; pero la idea esencial que Marcos ha querido reflejar con ellas, a saber, lo tenebroso y amenazador que late en la historia y que es un signum de este mundo, esa idea sigue vigente. Tampoco la invitación a la huida hay que tomarla literalmente; ello equivaldría a invalidar la exhortación anterior a mantenerse firme (v. 13); pero con la imagen de la huida se nos quiere decir algo distinto: vigilancia y prontitud para actuar. Una actitud vigilante y critica es necesaria porque los falsos profetas aparecerán (v. 21 s). A las penalidades exteriores se suma la angustia interior de las consignas engañosas y de las acciones seductoras. Pues, esos falsos cristos y falsos profetas harán «señales y prodigios» para extraviar a los mismos elegidos de Dios. Detrás de esta advertencia se encuentran sin duda ciertos sucesos históricos del tiempo del evangelista. Las expresiones: «Mira aquí al Cristo» o «Míralo allí», señalan con el dedo a los cristianos exaltados que daban la parusía por cosa hecha. Algo parecido se encuentra también en los logia, pues Mateo agrega una palabra aún más clara: «Si os dicen pues: "Mirad que está en el desierto", no salgáis; "Mirad que está en la habitación secreta", no lo creáis» (/Mt/24/26); y en Lucas las mismas palabras se escuchan en otro contexto (/Lc/17/21). La realización de signos y prodigios pertenece de igual modo a la imagen de los falsos profetas (cf. ya Dt 13,2-4). Por Mt 7,22 se puede deducir que en la Iglesia primitiva surgieron de hecho tales gentes con obras prodigiosas. Aquí, por tanto, puede descubrirse un propósito histórico temporal de Marcos; mas para la historia posterior de la Iglesia la amonestación sigue vigente: «Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros vestidos con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces» (Mt 7,15). La advertencia final demuestra que para los cristianos la perplejidad, la inseguridad interna, la debilidad de la fe son todavía más peligrosas que las necesidades y persecuciones externas. Las palabras de Jesús: «De antemano os lo he dicho todo», tienen en este contexto el sentido concreto de privar de su carácter de confusión y seducción a los fenómenos de entonces; pero conservan su fuerza tonificante, porque las falsas consignas y los rumores peligrosos siempre pueden turbar la mirada de la fe. También lo crepuscular pertenece al mundo histórico, que en su desarrollo se ve acompañado por la fuerza funesta del mal, pero sin que jamás pueda escapar a la voluntad y al plan salvador de Dios.

d) La parusía del Hijo del hombre (Mc/13/24-27).

24 »Pero en aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se obscurecerá y la luna no dará su brillo, 25 las estrellas irán cayendo del cielo, y las potestades dei cielo serán sacudidas. 26 Entonces verán al Hijo del hombre venir entre nubes con gran poderío y majestad. 27 Y entonces él enviará a los ángeles y reunirá a sus escogidos desde los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.

La exposición se acerca a su punto más alto: después de la gran tribulación seguirá la parusía del Hijo del hombre. Esta afirmación suena tan sencilla como cargada está de problemas. Ya hemos visto que Marcos compartía, en cierto modo, esa expectación de algo próximo, pues de lo contrario no habría conectado tan estrechamente las secciones. Pero con la indicación imprecisa de «en aquellos días» introduce un tiempo intermedio, porque es consciente de la incerteza del término (cf. v. 32). Es significativo que no emplee aquí su palabra preferida -hasta 42 veces la usa- de «en seguida». Así pues, desde nuestra posición histórica podemos emplear «aquellos días», como ya lo hizo Lucas, para quien antes deben cumplirse «los tiempos de las naciones» (21,24). Pero además hay que preguntarse si el «fin» por excelencia se señalará y será introducido por una tribulación increíble. Eso es lo que pretendería sancionar la «teoría de la catástrofe»: la historia humana está condenada al fracaso; mas cuando todo se haya enmarañado, Dios intervendrá para convertirlo todo en bien. Esta consecuencia no se sigue necesariamente de la exposición, porque en ella sólo se adopta un esquema apocalíptico. La idea de una nueva creación, expresada en otros pasajes (cf. Act 3,20s; Mt 19,28; Ap 21,1.5) deja espacio a la hipótesis de que Dios no reniega de su creación (cf. Ap 4,11) y que permite a las facultades humanas un desarrollo en la historia, hasta que al final realice la consumación. De la sección precedente nos parece que la única conclusión segura es el reconocimiento de que hemos de contar en la historia también con el poder del mal. Acerca del proceso histórico y del fin de nuestro mundo histórico la revelación no quiere darnos ningún dato concreto. Por nuestra parte, desde luego que podemos y debemos esforzarnos por planear el futuro y agotar todas las posibilidades en orden a la mejora de las estructuras sociales y del bienestar de la humanidad. Sólo el futuro último, la consumación de la creación, se los ha reservado Dios en exclusiva. Esta perspectiva no se verá puesta en entredicho por la exposición que sigue. Lo que aquí se describe no es la destrucción del mundo, sino una escena cósmica que llama la atención sobre la parusía según las concepciones de entonces. El sol, la luna y las estrellas vienen nombrados con la misma simplicidad que en el relato de la creación. Pero ahora dejan ya de prestar sus servicios: el sol se obscurece, la luna deja de alumbrar y las estrellas caen del cielo: afirmaciones que se escuchan ya en el Antiguo Testamento (Is 13,10; 34,4). Allí pintan ios juicios punitivos antes del «día del Señor», pero todavía no apuntan a un futuro metahistórico ni al fin del mundo. En los apocalipsis tardíos se anuncia la disolución del orden cósmico siempre en relación con el paso del eón presente al eón futuro, ampliándose el cuadro del caos con otros rasgos. El sol brilla por la noche y la luna por el día, los árboles destilan sangre, las piedras gritan... (4Esd 5,4ss). Se trata de recursos estilísticos para describir lo extraordinario y pavoroso de aquel tiempo. Con las «potestades del cielo» se indican siempre los astros que pasaban por ser las fuerzas del orden cósmico; su perfecto ordenamiento empezará a ceder, «serán sacudidas» (cf. Heb 12,26s). Tales imágenes no se califican como juicios punitivos; únicamente preparan el gran acontecimiento al que tiende la exposición. «Entonces» aparece el acontecimiento esperado: «Verán al Hijo del hombre venir entre nubes... » (Mateo: «sobre las nubes») Esas nubes con las que llega el Hijo del hombre de un modo imprevisto, son también un símbolo ya acuñado. Las nubes, como todo el pasaje, están tomadas de la visión de Dan 7,13: «Yo estaba, pues, observando durante la visión nocturna, y he aquí que venía con las nubes del cielo uno que parecía un hijo de hombre.» Allí este personaje celestial es llevado ante el trono del Altísimo, aquí por el contrario el Hijo del hombre baja del cielo. No es posible negar la acogida y reinterpretación cristianas de la visión de Daniel. Se mantiene el lenguaje simbólico de la Biblia, porque sólo así se puede describir el acontecimiento transcendente; pero se trata ya de un nuevo campo ideológico abierto a la comunidad cristiana por la resurrección de su Señor. El «Hijo del hombre», al que según Dan 7,14 se le ha dado el poder de Dios, es Jesucristo que permanece junto a Dios y que ya ha entrado en su gloria; ahora con su venida (parusía) como soberano se revela a todos y congrega en torno a sí a su comunidad. Para ello envía a los ángeles, rasgo que no se encuentra en Daniel, pero que pertenece al cuadro cristiano de la parusía (cf. Mc 8.38; Mt 13,41; 25,31). Pero es curioso que aquí los ángeles, a diferencia de lo que ocurre de ordinario en los apocalipsis judíos, en el de Juan y en Mt 13,41, no asumen funciones judiciales, sino que congregan a los elegidos de los cuatro puntos cardinales. La reunión de los elegidos es asimismo herencia de la expectación judía; sólo que en el Antiguo Testamento se pensaba en la reunificación de las tribus separadas de Israel o en la vuelta al país de los israelitas dispersos (Dt 30,4; Ez 34,12ss; Is 27912s; 43.5s; Zac 2.10; 8,7s). La apocalíptica dirige la mirada a los escogidos de todo el mundo (1Hen 57); la comunidad cristiana, a los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11,52). En la idea de que el Señor se reúne con su comunidad (cf. ITes 4,17) culmina nuestro cuadro de la parusía. Es posible que en las conmociones cósmicas haya también una alusión al juicio contra los pueblos impíos, contra los hombres infieles; Mateo subraya: «Se golpearán el pecho todas las tribus de la tierra...» (24,30). Pero esta perspectiva no ocupa en Marcos el primer plano; su exposición dirigida a la comunidad es una profecía de amonestación y consuelo, como también destaca Lucas: «...levantad la cabeza, porque vuestra liberación se acerca» (21,28). Si entendemos la sección no como una exposición de las circunstancias y sucesos cósmicos que preceden inmediatamente y acompañan a la parusía, sino como una afirmación cristológica y eclesiológica, ya habremos ganado mucho. Pero desde la visión crítica actual se nos plantean nuevas cuestiones: ¿Ha hablado el propio Jesús tan claramente de su parusía? Los textos relativos a la parusía delatan la elaboración teológica de la Iglesia primitiva, que identifica de manera inequívoca al «Hijo del hombre» con Jesús, se remite con plena conciencia a la profecía del libro de Daniel y refiere muchas palabras de Jesús, originariamente con otro propósito, a su parusía, como las parábolas del Señor que vuelve a su casa o el ladrón nocturno. Apenas cabe discutir este proceso de concentración y aplicación cristológicas, y también en nuestro pasaje, cercano a las afirmaciones de 8,38 y 14,62, la formulación parece remontarse a la Iglesia primitiva. Pero, aun dentro de esta interpretación crítica, no hay fundamento alguno para atribuir a la Iglesia primitiva un falseamiento de la revelación traída por Jesús. Pues, para ella la resurrección de Jesús coincidía con la revelación de Dios en Jesucristo, y reflexionando sobre lo que su resurrección significa para él mismo, para la comunidad y para la humanidad, pudo interpretar cristológicamente las palabras de Jesús sobre el futuro reino de Dios: es el propio Jesús quien trae el reino perfecto cuando aparece como el Hijo del hombre «con poderío y majestad». La investigación moderna va todavía más adelante y llega a una reflexión fundamental: ¿basta con dejar de lado las afirmaciones vinculadas a la imagen cósmica de entonces y los pasajes apocalípticos, o hay que eliminar toda la representación de la parusía, de una futura aparición de Jesucristo, considerándola como objetivación de una manera de pensar que para nosotros ya no tiene vigencia? Lo que la parusía quiere afirmar ¿no ha ocurrido ya realmente con lo que nosotros entendemos por resurrección y soberanía de Jesús? Cierto que esta soberanía de Jesús es una soberanía oculta, perceptible sólo por la fe, pero ¿no basta la hipótesis de que nosotros la tengamos por segura mediante la fe y que se nos revelará de una forma nueva cuando nosotros mismos entremos en la transcendencia de Dios y alcancemos a Cristo para «estar con él» (cf. Flp 1,23)? Es éste un problema que la exégesis no puede resolver por sí sola, porque afecta a la comprensión radical de las afirmaciones bíblicas necesariamente ligadas a una determinada imagen del mundo y difícilmente separable de la misma. Debe tenerse en cuenta que la parusía se halla estrechamente asociada a la esperanza firme de una resurrección y un juicio, mantenida por Jesús y, de hecho, constituye una interpretación cristológica nueva de aquellos hechos de Dios ordenados a una plena perfección. Hay el peligro de reducir las dimensiones universales, cósmicas y escatológicas del reino de Dios anunciado por Jesús. El reino futuro, que Jesús ha anunciado, lo traerá el Señor resucitado según la conciencia creyente de la Iglesia primitiva, y, a su vez, también puede decirse que ese reino le presenta a él mismo como a quien lo ha expuesto y realizado de una manera simbólica en su ministerio terreno. De este modo, parusía y futuro reino de Dios son inseparables para la Iglesia primitiva, y esta esperanza adquiere en aquella manifestación su firme expresión y su apoyo seguro.

e) Parábola de la higuera (Mc/13/28-32).

28 »Aprended de la higuera esta parábola: «Cuando sus ramas se ponen ya tiernas y comienzan a brotar las hojas, os dais cuenta de que está cerca el verano. 29 Igualmente vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, daos cuenta de que él está cerca, a las puertas. 30 Os aseguro que no pasará esta generación sin que todas estas cosas sucedan. 31 El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán 32 En cuanto al día aquel o la hora, nadie lo sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre.

Después de presentar el cuadro de la parusía, surge la pregunta de la que arrancó todo el discurso (v. 4). Si la larga exposición se considera una composición perfectamente trabada, entonces la comparación de la higuera y las palabras inmediatas sobre el «cuándo» surgen como una especie de resumen en el lugar adecuado; pero estos versículos, que originariamente no constituían una unidad sino que reunían diversos elementos de la tradición, son también un compendio intencionado desde el punto de vista de la Iglesia primitiva o del evangelista. Aquí se confirma que, en los acontecimientos expuestos, el evangelista ve como una especie de «señal» y que contempla la parusía a no mucha distancia, aunque no determinable en términos precisos. La comparación de la higuera se entiende fácilmente desde la imagen: después de la época de las lluvias la higuera echa unas hojas singularmente grandes, suaves y bien visibles, indicio seguro del verano que irrumpe de modo súbito en Palestina. Mediante el v. 29 la comparación se relaciona con «estas cosas», es decir, con cuanto acaba de exponerse. Con ello el evangelista se remite de nuevo a los acontecimientos anteriores a la parusía, pues ésta o el reino perfecto de Dios que llega con ella o el mismo Cristo de la parusía, están ya evidentemente «cerca, a las puertas». La parábola sin duda que se debe a Jesús; pero puede suponerse que en él significaba algo distinto. Lucas nos ha conservado una comparación parecida, que habla de los signos observables, y concretamente de los signos del tiempo (12,54ss). Pero allí se trata de cosas que pueden verse durante la presencia y ministerio terrestres de Jesús. Allí Jesús reprocha a los «hipócritas» que sepan juzgar el aspecto de la tierra y del cielo, pero no «el momento presente». En el contexto del mensaje de Jesús sobre el reino de Dios esto sólo puede significar que en su actividad, en su predicación y doctrina, en sus curaciones y expulsiones de demonios (Lc 11,20) se anuncia y perfila el cercano reino de Dios y se exigen ya al presente la conversión y la fe. Para Marcos y su comunidad, que esperaban el retorno de su Señor, la mirada se desvía hacia el tiempo intermedio, que para ellos es presente y tiempo de decisión. Los indicios de la presencia de Jesús se convierten en la concentración cristológica en otros tantos signos o señales de su parusía. Esto es una aplicación de la predicación de Jesús al tiempo de la Iglesia teniendo en cuenta las circunstancias de ésta. Por lo demás, a través de la expectación próxima fluye una interpretación condicionada por el tiempo: en los sucesos que Marcos tiene ante los ojos -según la exposición historicista: los sucesos de la guerra judía- se anuncia ya la parusía. Esta aplicación a unos hechos concretos, no se nos impone pero tampoco es arriesgada, puesto que Marcos tiene perfecta conciencia de lo indeterminado del momento. Algo similar le ocurre a Pablo, que estaba animado por la esperanza de la pronta aparición del Señor, pero que no la convierte en un punto doctrinal, sino que se contenta con dar una amonestación escatológica a sus fieles (cf. 1Cor 7,29ss; Rom 13,11-14; ITes 5,1-11, Flp 4,47). La espera de algo inminente se perfila con mayor claridad en la sentencia de que «esta generación» no pasará sin que hayan acontecido «todas estas cosas» (v. 30). Con la expresión «todas estas cosas» se indica ahora -como en el v. 4b- toda la serie de acontecimientos, incluida la parusía. La sentencia está emparentada con Mc 9,1, y es tal vez un desarrollo de la misma, y desde luego coincide en el contenido objetivo con aquel logion: algunos coetáneos de Jesús vivirán aún tales sucesos. Hasta entonces «esta generación» no habrá desaparecido. En la predicación de Jesús se habla a menudo de «esta generación», siempre en sentido negativo: es una generación mala, «adúltera», incrédula (Mc 8,12.38; 9,19). Con todo, no se califica de ese modo a todo el género humano o al judaísmo en general, sino a la generación de entonces, según lo testifica el significado constante de esta expresión. Interpretaciones tan agudas de este enunciado como: el pueblo judío aún subsistirá cuando llegue la parusía, o bien, la maldad del género humano no habrá cesado, apenas tienen alguna probabilidad. Pero sobre la base de la predicación profética de Jesús, que tal vez volvieron a tomar en sus labios los primitivos profetas cristianos, se puede ver en todo ello la proximidad del plazo, aunque sin fijarlo. Lo decisivo aquí es la certeza de su venida. La sentencia inmediata (v. 31) asegura solemnemente, aunque de forma general, que las palabras de Jesús no dejarán de cumplirse. Es impresionante el contraste de que el cielo y la tierra faltarán, pero no las palabras de Jesús. La parte primera no tiene un significado independiente, cual si afirmase la destrucción del mundo, sino que sirve únicamente para poner de relieve el carácter indefectible de las palabras de Jesús. También aquí se ha debido acomodar una palabra más antigua al contexto e intención del evangelista, pues el mismo motivo se encuentra en la sentencia: «Más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que una tilde de la ley caiga» (Lc 16,17; d. Mt 5,18); una sentencia que, por consiguiente, ponía de relieve la santidad y validez de la ley. Tal vez Marcos encontró ya el enlace entre los versículos 30 y 31 mediante la palabra nexo «pasar» o faltar. Mas la afirmación del v. 31 conserva toda su fuerza, aun prescindiendo de esta conexión; con cada una de sus aplicaciones la Iglesia primitiva ha proclamado su fe de que las palabras de Jesús conservan siempre su verdad y obligatoriedad, ya se trate de sus exigencias morales o de sus promesas proféticas. No hay que entenderlas servilmente al pie de la letra -ni siquiera puede ser éste el sentido de la «tilde de la ley»-, sino que hay que comprenderlas en su espíritu y aplicarlas a cada una de las situaciones. Cualquier falsa interpretación del v. 30 fijando el momento exacto queda eliminada por el v. 32: el día o la hora están reservados al conocimiento exclusivo del Padre. La solemne aseveración del v. 31 no sólo apunta al versículo precedente sino que se conecta con la nueva sentencia. «Mantiene un equilibrio entre los dos logia (v. 30.32) 4ue se completan y se explican recíprocamente y les presta un acento más enérgico» (R. Pesch). Es indudable, sin embargo, que existe cierta discrepancia entre el v. 30 y el v. 32, posiblemente intencionada. En la predicación de Jesús quedan expuestas estas dos realidades: la esperanza de una irrupción inmediata del reino de Dios en toda su perfección, y el desconocimiento del tiempo y la hora. Se puede discutir si Marcos, al aludir a una esperanza de acontecimientos próximos, en «esta generación», sólo tiene por incierta la fecha próxima en que se producirán o si partiendo del v. 32 quiere también poner en entredicho la misma proximidad de tales acontecimientos. Probablemente, y a pesar de la confesión de ignorancia, la esperanza de Mc tiende a considerar como no muy lejana la parusía. Pero ha tomado tan en serio las palabras formuladas en el v. 32 como lo demuestra también el recuento de las horas en la parábola del siervo que vigila la puerta (v. 35): los discípulos no saben realmente cuándo llegará su Señor; puede ocurrir a cualquier hora, incluso a una hora bastante tardía. Siempre ha sorprendido la formulación tajante de que nadie en absoluto -ni los ángeles ni siquiera el Hijo- sabe la hora. La palabra plantea algunos problemas teológicos: por una parte, Jesús es «el Hijo» en sentido absoluto, uno de los títulos cristológicos más sublimes, expresión de su máxima proximidad a Dios en el Evangelio de Juan, al igual que en la «exclamación de júbilo» (Mt 11,27; Lc 10,22); por otra parte, se le atribuye un desconocimiento que no deja de extrañar. Y si la sentencia, a causa de esta afirmación, se considera inconcebible en la Iglesia primitiva -algunos manuscritos han suprimido «el Hijo», por razones evidentemente cristológicas-, otros críticos encuentran improbable este título en boca de Jesús. Un verdadero escrúpulo cristológico contra el desconocimiento de Jesús mientras estaba en la tierra, no tiene consistencia, si se toma en serio la encarnación del Logos divino, y la resolución de si Jesús mismo se ha designado como «el Hijo» en este sentido absoluto o si sólo la Iglesia primitiva le llamó así, apenas tiene importancia. La actitud reservada de Jesús para hablar de sí mismo, la ha desplegado legítimamente la Iglesia primitiva después de su resurrección hasta darle una articulación clara, como hemos visto en la parábola de los malos viñadores y en el que allí se llama Hijo. Pero la afirmación principal del versículo, es decir, que el conocimiento de las realidades escatológicas está reservado a Dios, encuentra un firme apoyo en la predicación de Jesús. También las parábolas de los criados, entre las cuales Marcos toma la comparación del portero, dejan entrever a pesar de su reelaboración y acomodación de sentido por parte de la Iglesia primitiva, una cosa bien clara: que Jesús ha dejado sin señalar el momento preciso del fin.

f) Exhortación a la vigilancia (Mc/13/33-37).

33 »Estad, pues, sobre aviso y velad; porque no sabéis cuándo será ese momento. 34 Es igual que cuando un hombre va de viaje: al dejar su casa y dar a sus criados los poderes, encarga a cada uno su trabajo, y al portero le manda que vele. 35 Velad, pues; porque no sabéis cuándo va a venir el señor de la casa. si al atardecer o a medianoche o al canto del gallo o al amanecer. 36 No sea que, viniendo de improviso, os encuentre dormidos. 37 Lo que a vosotros estoy diciendo, a todos lo digo: Velad.»

El remate de la instrucción escatológica consiste en unas breves palabras de exhortación, cuyo único propósito es simplemente éste: ¡Velad! La mano del evangelista se reconoce aquí de forma todavía más patente que hasta ahora; por ello, también su verdadero propósito de dirigirse a la comunidad se manifiesta a las claras. No ha pretendido hacerle ningún descubrimiento sobre el futuro, sino inducirla a tomar ya desde el momento presente una actitud cristiana. Para ello se sirve de una parábola, que Jesús utilizó una vez con el fin de preparar a sus oyentes para el futuro, como hiciera también con la comparación de las señales del tiempo, y moverlos a la respuesta inmediata que reclamaba su mensaje. Una vez más la Iglesia primitiva ha aplicado la parábola de Jesús a su situación en el tiempo intermedio que va de los acontecimientos pascuales a la parusía. En su forma actual la parábola presenta algunos rasgos notables. Como la exhortación se orienta por completo a velar, todo se centra en torno al portero, a fin de que deje pasar al dueño cuando regrese. La mención de los otros criados con los encargos que se les asignan, es perfectamente superflua; aparecen como figuras secundarias sin ninguna función específica al regreso de su señor. Pero con la vista sobre la comunidad reconocemos el propósito del evangelista: entre los siervos deben reconocerse todos los creyentes, que deberán dar cuenta de sus obligaciones personales delante de Cristo, su Señor, pero que son amonestados también en conjunto a la vigilancia. Al final esto resulta inequívocamente claro, cuando se dice: «Lo que a vosotros estoy diciendo, a todos lo digo: Velad.» Los discípulos a quienes Jesús se dirige representan a todos los futuros creyentes; a todos ellos se les exige la misma actitud de vigilancia. Bien se puede, pues, suponer que en la parábola originaria sólo se hablaba del portero. El relato contaba de un señor que se ausentaba y que volvería en un momento indeterminado, pero que había de entrar en su casa inmediatamente que regresase, para lo cual encargaba al portero que permaneciese en vela. En Marcos se trata de un señor que se marcha fuera del país; por ello resulta extraño que sólo se cuente con su regreso durante la noche. Lucas refiere en otro contexto de un señor que sale a un banquete y es esperado por sus criados que a su regreso le abren inmediatamente, apenas llama a la puerta (Lc 12,36), caso en que encaja mejor la situación nocturna. Mas Lucas no menciona allí al portero sino a los criados en general, un lujo por lo demás innecesario en el cuadro presentado, pero que se explica por el hecho de estar dirigiéndose a todos los discípulos de Jesús. Por todo ello, de estas dos parábolas de Marcos y de Lucas se puede inferir una parábola originaria que trataba de un portero, el cual permanecía en vela para abrir a su dueño tan pronto como regresase (del banquete). El rasgo del señor que viaja al extranjero se encuentra en otras dos parábolas, a saber, en la de los viñadores homicidas (12,1) y en la del dinero entregado para su explotación o de las minas (Mt 25,14; Lc 19,12); y en ambas conserva muy buen sentido. Marcos ha debido introducir este rasgo en el presente pasaje -en el griego la palabra sólo aparece aquí- porque está pensando en la situación postpascual. La parábola originaria puede reconstruirse dejando de lado esta añadidura y la otra de los criados. Sonaría así: un hombre deja su casa y encarga al portero que permanezca en vela porque volverá durante la noche a una hora indeterminada. Cabe preguntar si la parábola primitiva señalaba cada una de las vigilias nocturnas como aparecen en el v. 35: a última hora de la tarde, a la medianoche, al canto del gallo o de madrugada, como se dividía entonces la noche en espacios de tres horas. La división judía sólo conocía originariamente tres vigilias nocturnas; pero para entonces se había impuesto en Palestina la división romana, y las expresiones utilizadas aquí tienen sabor popular. En la parábola de Jesús la enumeración de las distintas vigilias no era ciertamente necesaria, pero tenía perfecto sentido tratándose de la constante vigilancia del portero. Por ello no hay que eliminar la reflexión de la Iglesia primitiva sobre la parusía que se retrasaba. Se discute qué sentido tenía la parábola en boca de Jesús y si quiso indicar algo en particular. Pero se puede admitir sin dificultad que intentaba invitar a sus oyentes en general a la vigilancia con la vista puesta en el inminente reino de Dios. En Marcos la intención es clara; pero es notable la formulación en la que resuena el convencimiento de que el «señor» (=Cristo) puede retardar su llegada. Como hemos visto, el evangelista esperaba más bien la pronta parusía; pero esto no era para él un dato absolutamente firme, por ello admite también la posibilidad de un plazo más largo. De este modo enseña también y recuerda a sus lectores: Vosotros no sabéis cuándo llegará el Señor de la casa. Lo único importante es que no os durmáis, sino que permanezcáis en vela y dispuestos a recibirle. Puede presentarse -a pesar de las señales- repentinamente, y por lo mismo, de un modo inesperado. Esto puede significar: antes de lo que vosotros esperáis pero también: más tarde de lo que suponéis. Pero el momento exacto no se determina. La cuestión es que discípulos y creyentes velen y estén siempre preparados. Esta apremiante exhortación final, que se repite tres veces, entra de lleno en la postura radicalmente escatológica de la Iglesia primitiva, aun cuando la exigencia de velar tenga un eco diverso según la intensidad de la expectación. Objetivamente entra también la exhortación a estar dispuestos y preparados para el día del Señor. La doble exhortación a la vigilancia y a estar preparados aparece con frecuencia, especialmente en Mateo y en Lucas, y se intercambian mutuamente los términos, no siempre en consonancia con la imagen antepuesta (cf. Mt 25,13). Tales exhortaciones pueden también ampliarse, como sucede en Lucas al final del discurso escatológico: los cristianos no deben embotar su corazón con la glotonería, la embriaguez y los cuidados de la vida, sino que deben orar en todo tiempo para obtener las fuerzas que les mantengan firmes (Lc 21,34ss). Todo esto es una prueba de que siempre debemos ordenar la vigilancia escatológica de acuerdo con las circunstancias históricas y las exigencias de cada tiempo, y que siempre debemos llenarla de contenido, bien sea renunciando a las seducciones de un mundo que se aparta de Dios o bien en el cumplimiento de nuestros deberes terrenos, y siempre dispuestos a cumplir los deseos de Jesús, ya sea resistiendo a las corrientes peligrosas, ya en la oración y el sufrimiento. La constante vigilancia del cristiano es todo un programa de acción.