CAPÍTULO 21


1 Levantó luego la vista y vio a los ricos que iban echando sus ofrendas en el tesoro. 2 Vio también a una pobre viuda que echó dos monedas muy pequeñas.

En el atrio del templo destinado a las mujeres, frente a la galería del tesoro, que era accesible a todos los que acudían al templo, había trece cepillos en forma de trompeta. En ellos se recogían las contribuciones impuestas por la ley, y también aportaciones voluntarias. Allí está sentado también Jesús. Está sentado como maestro que es. Levanta la vista y ve cómo las gentes echan su óbolo en los cepillos. Estos se entregan al sacerdote que desempeña el ministerio. Dicho sacerdote pregunta por el montante de la oferta y por su finalidad, comprueba el dinero y, según la finalidad, indica el lugar en que se debe depositar. Jesús observa lo que sucede. Ve a ricos que llevan sus ofrendas y también a una pobre viuda que sólo deposita dos piezas de moneda, de las más pequeñas.

3 Y dijo: Os digo de verdad que esta viuda pobre echó más que todos. 4 Porque todos ellos echaron para las ofrendas de lo que les sobraba; pero ésta, de su pobreza, echó todo lo que tenía para vivir.

La viuda que llega a depositar su óbolo era pobre y por consiguiente despreciada, como aquella pobre mujer de la que se refiere que sólo pudo aportar un puñado de harina para el sacrificio, por lo cual tuvo que oír palabras de desprecio del sacerdote que desempeñaba su ministerio. Según el juicio de Jesús, la viuda pobre dio más que los ricos. Su óbolo es pequeño, pero al mismo tiempo grande. Ha dado todo lo que tenía. Pone su vida en manos de Dios sin preocuparse ansiosamente (12,22-31). Forma parte de aquellos que son llamados bienaventurados (6,10) y que viven de las palabras de Jesús: «Buscad su reino (de Dios), y estas cosas (los medios de subsistencia) se os darán por añadidura» (12,31). En ella está representado el pueblo de Dios, del que se dice: «No temas, pequeño rebaño; que ha tenido a bien vuestro Padre daros el reino.» (12,32). El pueblo de Dios es pobre y carece de apoyo jurídico, pero da lo poco que tiene. No se apoya en los bienes y en el poder, sino en el Padre. Así vive la Iglesia primitiva en Jerusalén: «Y todos los creyentes a una tenían todas las cosas en común, y vendían sus posesiones y sus bienes, y las repartían entre todos según las necesidades de cada cual. Diariamente perseveraban unánimes en el templo, partían el pan por las casas y tomaban juntos el alimento con alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y tenían el favor de todo el pueblo» (Act 2,44-47).

De tres verdades fundamentales vive la Iglesia. Jesús se las proporciona en su camino a través de los tiempos: Hay una resurrección de los muertos, Jesús es Cristo y Señor, la Iglesia es la comunidad de los pequeños, pobres y despreciados, pero que son grandes delante de Dios, porque lo dan todo con humildad y ocultamente, y ponen su confianza en Dios.

IV. DlSCURSO ESCATOLÓGICO (21.5-38) También Lucas concluye como Marcos (cap. 13) la última actuación de Jesús en Jerusalén con un discurso escatológico (apocalipsis). Pese a las muchas semejanzas, ambos discursos acusan con frecuencia notables diferencias. Por esto hay quienes suponen que Lucas utilizó otras fuentes además del texto de Marcos. Sin embargo, las diversidades se explican por la labor redaccional de Lucas. Éste pasa por alto algunas cosas, porque rehuye las repeticiones (comp. Mc 13,21-23 y Lc 21,9 y 17,21); otras, por reparos teológicos (Mc 13,32): predicciones que ya se habían cumplido son modificadas a base de los acontecimientos que ya habían tenido lugar (comp. Mc 13,14 y Lc 21.20; Mc 13,19s y Lc 21,23s).

La manera como describe Lucas la destrucción de Jerusalén (19,43s; 21,20.24) se explica con dificultad si no representaba ya para él un hecho histórico en la fecha en que escribía el Evangelio. Hoy día aumenta el número de los que suponen que Lucas escribió su Evangelio después del año 70 d.C. «Marcos mira en su Evangelio al que viene, lo describe como vino porque el que estaba presente así se lo reveló.» Esta frase se puede también invertir. «Marcos describe al que ya ha venido como el que viene», y finalmente así: «Marcos da testimonio del que está presente mirando a su parusía, y emprende su exposición con medios que tienen su origen en el que ya ha venido».

El evangelista Marcos no conoce una verdadera sucesión en el sentido de un transcurso histórico. No así Lucas. Mira retrospectivamente al cumplimiento de ciertas predicciones (v. 5-24). Todavía hay que esperar la venida del Hijo del hombre (v. 25-28). En el período que va de la ascensión a esta venida, en el tiempo de la Iglesia se prepara ésta para la venida de Jesús (v 29-36). Lucas lee su fuente de Marcos 13 con los ojos de quien está ya iluminado por los acontecimientos históricos, y la interpreta a base de sus experiencias de un tiempo posterior. Los hechos pasados le demuestran que Jesús había visto certeramente y que se han cumplido sus predicciones. Esto ofrece una garantía de que también se verificará lo que todavía está por venir. En esta esperanza escatológica vive también la Iglesia de hoy, y así debe vivir.

1. PREDICCIONES CUMPLIDAS (21,5-24).

a) Preguntas acuciantes (Lc/21/05-09)

5 Mientras algunos iban hablando acerca del templo, de cómo estaba adornado con hermosas piedras y exvotos, él dijo: De todo esto que estáis viendo, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra: todo será demolido.

El templo, en cuya construcción se trabajaba (20/19 a.C.-63 d.C.) todavía en la época de Jesús, contaba entre las siete maravillas de la antigüedad. Espléndidamente brillan blancos bloques de mármol; el templo está adornado con magníficos exvotos, sobre todo con la vid de oro sobre la puerta del santuario. Solía decirse: «Quien no ha visto a Jerusalén en su magnificencia, no ha experimentado gozo en sus días. Quien no ha visto el santuario con su ornato, no ha visto una ciudad bella.»

A los que expresan su admiración entre el pueblo responde Jesús con predicciones de ruina: El templo será destruido (19,43). Dios no mira a las hermosas piedras y a los preciosos exvotos, sino que busca un pueblo en que se eche de ver que Dios mora en medio de él. Ahora se repite y se cumple la amenaza de los profetas: «Oíd, pues, cabezas de la casa de Jacob y jefes de la casa de Israel, que aborrecéis lo justo y torcéis lo derecho... Sus jueces sentencian por cohecho; sus sacerdotes enseñan por salario; sus profetas profetizan por dinero y se apoyan sobre Yahveh diciendo: ¿No está entre nosotros Yahveh? No nos sobrevendrá la desventura. Por eso, por vosotros será Sión arada como un campo, y Jerusalén será un montón de ruinas, y el monte del templo será un breñal» (Miq 3,9-12, cf. Jr 7,14; 26, 18; Ez 24,21).

7 Luego le preguntaron: Maestro, ¿cuándo, pues, sucederá esto, y cuál será la señal de que estas cosas se van a realizar?

Sólo se pregunta por el fin del templo. En Marcos se pregunta cuándo vendrá el fin del mundo (13,4). Mateo formula más concretamente la pregunta: «¿Cuándo sucederá esto y cuál será la señal de tu parusía y del final de los tiempos?» (Mt 24,3). La destrucción de Jerusalén, la venida del Hijo del hombre y el fin de este mundo están enlazados entre sí. Lucas deshace el enlace. La destrucción de Jerusalén no forma parte de los acontecimientos del tiempo final. Se ha e£ectuado ya cuando Lucas escribe su Evangelio. El fin del mundo, en cambio, no ha llegado todavía. Toda predicción es oscura hasta que se cumple. Nosotros leemos el discurso escatológico como lo leía Lucas. También para nosotros se ha cumplido una parte de sus predicciones, pero todavía aguardamos el cumplimiento de la otra parte.

8 Él contestó: Mirad que no os dejéis engañar. Porque muchos vendrán amparándose en mi nombre, y dirán. Soy yo, y también: El tiempo está cerca. No vayáis tras ellos. 9 Y cuando oigáis fragores de guerras y de revoluciones, no os alarméis; porque eso tiene que suceder primero, pero no llegará tan pronto el fin.

La pregunta por el tiempo y las señales de la ruina de Jerusalén queda sin respuesta. A los cristianos que aguardan con ansia la venida de Cristo se les dirigen palabras de instrucción, pues el deseo impaciente de ver satisfecho este anhelo induce a prestar oídos a falsos rumores. También Pablo tuvo que amonestar y precaver a los cristianos de Tesalónica: «Y ahora, hermanos, a propósito de la parusía de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, os hacemos un ruego: no os desconcertéis tan pronto perdiendo el buen sentido, no os alarméis, sea con motivo de una inspiración, o de una declaración, o de una carta que se nos atribuya, sobre la inminencia del día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera» (2Tes 2,1ss).

Vendrán muchos que reivindiquen para sí el nombre de Mesías y digan por su cuenta la palabra con que solía revelarse: soy yo (Mc 6,50; con frecuencia en Juan; cf. Ex 3,14; Is 43,10s; 52,6). Con ello querrán decir que ellos son el salvador definitivo enviado por Dios, que prepara la consumación del mundo. En tiempo del procurador romano Cuspio Fado (44-46 d.C.) surgió Teudas y «se hizo pasar por alguien» (Act 5,36). Después apareció Judas de Galilea y arrastró a cantidad de gente detrás de sí (Act 5,37). Las palabras de Jesús desenmascaran a estos falsos redentores. Otros proclaman: El tiempo final ha llegado ya. También éstos disfrazan su mensaje con palabras de Jesús (Mc 1,15). Hay que poner freno a una expectativa demasiado entusiástica de la venida de Cristo y del fin de este mundo: «El Señor tarda en llegar» (12,45). El pretendiente al trono viaja a un país lejano para recibir la investidura del reino (19,1 1).

No es fácil ver claro en estos mensajes sensacionales. Son numerosos los que los anuncian; su multitud contagia y sugestiona. Se disfrazan con las palabras de Jesús. Su mensaje suena como el de él: «Soy yo»; «se acerca el tiempo». Reúnen, como él, discípulos a su alrededor. Estos discípulos los siguen. En este juego desconcertante del fraude brilla con su amonestación la palabra del Señor. Estas gentes son impostores y acaban en apostasía y perdición. Las palabras de Jesús comienzan y terminan con una gravedad que pone en guardia: No os dejéis engañar, no vayáis tras ellos.

En la literatura apocalíptica de los judíos se predicen para el tiempo final guerras, revoluciones y rumores desconcertantes a este respecto: «Vienen días, en los que yo, el Altísimo, quiero rescatar a los que están en la tierra. Entonces serán presa de enorme excitación los habitantes de la tierra, hasta el punto de tramar guerras unos con otros, ciudad contra ciudad, lugar contra lugar, pueblo contra pueblo, reino contra reino» (4Esd 11 [13] 29-32). Es posible que los profetas de la próxima venida interpretaran acontecimientos de la época como tales señales del fin. A la muerte de Nerón siguieron las revueltas romanas bajo Galba, Otón y Vitelio (68-69 d.C.). La guerra judía comenzó el año 66. Contra los anunciadores del fin próximo está la palabra de Jesús. Las guerras y revoluciones no son motivo para angustiarse por razón del fin próximo. Estos terribles azotes de la humanidad forman también parte del designio divino. Pasarán con el tiempo presente y han de tener en vela para el venidero e inducir a la conversión (Ap 16,11). Las guerras y revoluciones no son indicios de que va a llegar en seguida el fin. Con estas palabras se minan los fundamentos de todas las doctrinas de sectas adventistas.

b) Señales precursoras (Lc/21/10-11)

10 Entonces les añadió: Se levantará nación contra nación y reino contra reino; 11 habrá grandes terremotos, pestes y hambres en diversos lugares; se darán fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo.

Se reanuda el discurso. Anuncia señales. Las palabras están envueltas en oscuridad. Lucas, a lo que parece, las interpreta como señales de la destrucción de Jerusalén y del templo. Mira retrospectivamente a los acontecimientos y sabe que la catástrofe estuvo precedida de señales. Se ha cumplido la palabra de Jesús que anunciaba señales. Las señales afectan a todo lo que rodea al hombre. Todo lo que asegura su vida comienza a tambalearse. El orden pacífico entre los pueblos se ve destruido por guerras, la solidez de la tierra se ve sacudida por terremotos, la vida se ve amenazada por hambres y epidemias, el orden de los cuerpos celestes se ve trastornado por fenómenos terroríficos. No sabemos en qué acontecimientos de la historia de la época vio Lucas cumplida esta predicción. ¿Pensaba en las guerras que llevaron consigo las revueltas de Roma? ¿O en la situación confusa en Palestina antes de que estallara la guerra judía? ¿En temblores de tierra que, según se narra, tuvieron lugar en Frigia en aquella época? Lucas sabe que reinó el hambre bajo el emperador Claudio (Act 11,28). Según la tradición judía, el año 66 apareció en el cielo de Jerusalén un meteoro en forma de espada; durante todo el año se vio un cometa en el cielo. Seis días después de estallar la guerra judía parece como si cruzaran el cielo carros de guerra. La noche de pentecostés del mismo año oyen los sacerdotes en el templo una voz que dice: «Marchémonos de aquí.» Marcos vio en estos presagios «el comienzo de los dolores de parto», precursores de la «regeneración» del mundo (Mt 19,28). Aunque Lucas leyó esto en su fuente, no lo menciona; él interpretó estas señales no como comienzo de las tribulaciones del tiempo final, sino como señales precursoras de la ruina de Jerusalén, y explicó la predicción con los hechos históricos. El curso de la historia no es determinado únicamente por causas intramundanas, sino por el designio divino. Aun considerada así, encierra muchos misterios.

c) Persecución de la Iglesia

(Lc/21/12-19)

12 Pero, antes de todo eso, se apoderarán de vosotros y os perseguirán: os entregarán a las sinagogas y os meterán en las cárceles; os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre.

A los acontecimientos que presagian la destrucción de Jerusalén, preceden las persecuciones de los discípulos. Los acontecimientos se ordenan históricamente: primeramente es perseguida la Iglesia, de lo cual hablan los Hechos de los apóstoles; siguen luego los acontecimientos que preceden a la destrucción de Jerusalén, los cuales son interpretados como signos precursores; finalmente viene la guerra judía y la ruina de Jerusalén y del templo.

Los discípulos de Jesús son perseguidos por las autoridades judías y paganas. «Mientras Pedro y Juan estaban hablando al pueblo, se les presentaron los sacerdotes, el jefe de la guardia del templo y los saduceos... Les echaron mano y los pusieron bajo custodia hasta el amanecer» (Act 4,1-3; d. 5,18; 8,3; 12,4). Los pretores de Filipos «despojaron a Pablo y a Silas de sus vestiduras y los mandaron azotar con varas; después de darles muchos golpes, los metieron en la cárcel» (Act 16,22s). Pablo comparece ante el tribunal del rey Agripa II (Act 26,1), del procurador Galión en Corinto (Act 18,12), de Felix (Act 24,1s) y de Festo (Act 25,1) en Cesarea marítima. Las palabras de la predicción son confirmadas por los hechos de la historia. Lo que la hora histórica aporta al discípulo de Cristo no debe éste tomarlo como destino oscuro y oprimente; lo que le sucede lo sabía anticipadamente el Señor y lo inserta en el plan salvador de Dios.

Los discípulos soportan por el nombre de Jesús la persecución, las condenas y los castigos. En el nombre del Señor Jesús recibieron el bautismo (Act 8,16) después de haber confesado que Jesús es el Señor. En aquella hora fueron reunidos con «los que invocan el nombre del Señor» (Act 9,14). Invocando este nombre curó Pedro enfermos (Act 3,6). «No hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el cual hayamos de ser salvos» (Act 4,12). La predicación apostólica anuncia y enseña el nombre de Jesucristo (Act 4,17s: S,28; 8.12). Por razón de esta predicación son vejados los apóstoles, pero «salían gozosos de la presencia del sanedrín, porque habían sido dignos de padecer afrentas por el nombre de Jesús» (Act 5,41). El nombre de Jesús representa la presencia activa de Cristo glorificado.

13 Esto os servirá de ocasión para dar testimonio. 14 Por consiguiente, fijad bien en vuestro corazón que no debéis preocuparos de cómo os podréis defender; 15 Porque yo os daré un lenguaje y una sabiduría que no podrá resistir ni contradecir ninguno de vuestros adversarios.

La gran preocupación y el empeño acuciante de los discípulos de Jesús es la proclamación del nombre de Jesús. Mediante la persecución se abren puertas para dar testimonio en favor de Cristo. Los cristianos de la comunidad primitiva de Jerusalén, que se ven forzados a abandonar la ciudad para salvar sus vidas, llevan el Evangelio a las zonas de Judea y Samaría (Act 8,1-4), a Fenicia, Chipre y Antioquía (Act 11,19; 15,3). Pedro, Juan y Esteban comparecen ante el sanedrín, Pablo ante los procuradores, y llevan el mensaje de Cristo a lugares donde de otra manera se le habían mostrado refractarias las gentes (Hch 4,8ss; 7,1ss; 25-26). Pablo comunica a los filipenses que su prisión sirve para el progreso del Evangelio: «En todo el pretorio y entre todos los demás se ha puesto de manifiesto que mis cadenas son por Cristo» (Flp 1,12s).

Los discípulos reciben una palabra que deben grabar en su mente y tener presente en el tiempo de la persecución. No deben preocuparse por lo que han de decir en su propia defensa ante los tribunales, no tienen necesidad de preparar ningún discurso para no dejar en mal lugar a Cristo ante el tribunal; Cristo mismo les dará lenguaje y sabiduría. Como Dios prometió a Moisés que estaría con él y le enseñaría lo que tenía que decir (Éx 4,12), así también Jesús pertrechará a sus discípulos para la confesión y el testimonio delante de sus adversarios. No están abandonados a retóricas y sabidurías humanas, sino que sus palabras estarán dotadas de virtud y sabiduría divina. El Espíritu Santo les enseñará en aquella hora lo que tienen que decir (12,12). La historia ha demostrado la verdad de esta promesa. Cuando los miembros del sanedrín observaron el franco y valeroso comportamiento de Pedro y de Juan y notaron que eran personas sin cultura, se admiraron (Act 4,13). Los judíos helenistas que disputaban con Esteban se sentían inferiores a la sabiduría y al espíritu con que hablaba Esteban (Act 6,10). No se logra hacer callar a los discípulos de Jesús, sino que son sus adversarios los que tienen que enmudecer. Las palabras de la predicción están penetradas del optimismo que desencadenó la carrera triunfal del Evangelio.

16 Seréis entregados incluso por padres, hermanos, parientes y amigos, y darán muerte a algunos de vosotros; 17 y seréis odiados por todos a causa de mi nombre.

Familiares, parientes y amigos se convierten en traidores contra los discípulos de Cristo. Ni siquiera los círculos de amigos y la familia les ofrecen protección. Su confesión tiene que contar únicamente con la fe en Cristo. Lucas reproduce la predicción: «les darán muerte» (Mc 13,12), iluminada por su cumplimiento: «Darán muerte a algunos de vosotros.» Cuando él escribe, habían ya dado algunos la vida por su fe: Esteban (Act 7,54-60) y Santiago (Act 1 2,2).

La fidelidad a Cristo pone a los discípulos en contradicción con judíos y gentiles, con el Estado romano, con la sociedad y las costumbres. Son odiados por todos. Los cristianos vinieron a ser objeto de «odio del género humano»; así compendia el historiador romano Tácito el juicio sobre los cristianos. El odio alcanza a los cristianos por el nombre de Jesús. El cristiano cree en la predicación «sobre el reino de Dios y el nombre de Jesucristo» (Act 8,12). Por el hecho de ser repudiado Cristo y su palabra, es también repudiado el cristiano. «Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí» (/Jn/15/18). Pero en ]a confesión del discípulo es glorificado Dios (Flp 2,11). El martirio es culto tributado a Dios (Flp 2,17s).

18 Pero ni siquiera un cabello de vuestra cabeza se perderá. 19 A fuerza de constancia poseeréis vuestras vidas.

Los discípulos perseguidos no están a merced de sus perseguidores: no están abandonados a su poder y a su arbitrio. Dios mira por la Iglesia perseguida y extiende sobre ella su mano. También aquí se aplica lo que dice el refrán: «No se perderá ni un cabello de vuestra cabeza» (ISam 14,45). Se quita a algunos la vida, pero gracias a la providencia protectora de Dios, muchos salen ilesos de los casos más difíciles. Pedro es librado milagrosamente de la cárcel (Act 12,6ss), y Pablo, pese a múltiples hostilidades y persecuciones, lleva adelante su imponente obra misionera (Act 13ss; 2Cor 11,23-31). Cuando Esteban fue apedreado, «comenzó una gran persecución contra la iglesia de Jerusalén, y todos se dispersaron por los lugares de Judea y de Samaría, a excepción de los apóstoles... Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando el Evangelio» (Act 8,1-4).

El tiempo de la Iglesia es tiempo de persecución. Este tiempo se prolonga. La redención total se inicia con la venida del Hijo del hombre, pero esto no tiene lugar inmediatamente. Se requiere paciencia, constancia y perseverancia, sumisión a lo que impone la persecución y ha sido decretado por Dios. Lo que aporta la salvación y hace alcanzar la vida no es una violencia arrolladora y apasionada, ni tampoco la apostasía, sino la paciencia perseverante. «Quien va destinado a cautividad, a cautividad vaya. Quien mata a espada, a espada muera. Aquí está la constancia y la fe del pueblo santo» (Ap 13,10). Dios no permite que nada deje de redundar en bien de los suyos (Rom 8,28).

d) La destrucción de Jerusalén (Lc/21/20-24)

20 Cuando veáis a Jerusalén rodeada de ejércitos, sabed entonces que está cerca su devastación. 21 Entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; los que estén dentro de la ciudad, aléjense de ella; los que estén en los campos, no entren en la ciudad; 22 que éstos son días de venganza, en que ha de cumplirse todo lo que está escrito.

Lucas había leído en Marcos: «Cuando veáis la abominación de la desolación, que ha sido instalada donde no debe..., entonces, los que estén en Judea huyan a los montes» (Mc 13,14). Los acontecimientos finales comenzarán a realizarse cuando se instale la abominación de la desolación. Fuerzas de choque enviadas por Antíoco Epífanes (175-164 a.C.) habían profanado el santuario en Jerusalén y ocupado la ciudadela, habían suprimido el sacrificio perpetuo y habían instalado la abominación de la desolación (Dan 11,31), una estatua o un altar del dios Zeus. También antes de que se inicie el tiempo final se instalará donde no debe una abominación de la desolación. Ignoramos cuál sea tal abominación: es un enigma. Quien lee, debe hacer uso de su inteligencia. Un texto paulino trata de resolver así el problema: «Que nadie os engañe de ninguna forma. Porque primero ha de venir la apostasía y aparecer el hombre de impiedad, el hijo de perdición, el que se rebela y se alza contra todo lo que lleva nombre de Dios o es objeto de culto, llegando hasta sentarse en el templo de Dios, exhibiéndose a sí mismo como si fuera Dios...» (/2Ts/02/03s). El Apocalipsis diseña una análoga previsión escatológica en el símbolo de los dos monstruos. La primera bestia es un poder político que blasfema de Dios, se hace adorar y persigue a los verdaderos creyentes (/Ap/13/01-10). La segunda bestia es una realidad religiosa: lucha contra el cordero (Cristo), realiza milagros capciosos y seduce a los hombres para que adoren a la primera bestia (Ap 13,11-18). Este poder es el «Anticristo» (cf. lJn 2,22). También Lucas, que separa la destrucción de Jerusalén y el acontecimiento del final de los tiempos, trata de escrutar la enigmática abominación de la desolación y la interpreta basándose en los hechos históricos. El ejército romano que asedia a Jerusalén es la abominación que lleva a la desolación. Es posible que esto no reproduzca de forma exhaustiva la misteriosa expresión de Marcos; el Apocalipsis de Juan abre otra perspectiva en sentido del poderío romano sobre el mundo entero y de sus emperadores, que se ponen en lugar de Dios. La lucha de las dos bestias contra el Cordero se refiere también con palabras veladas a la situación en que se hallaba la Iglesia de Juan, que, perseguida por el imperio romano, estaba sujeta a duro combate.

Cuando el ejército romano cerque la ciudad (19,43s) será esto para los cristianos la señal divina de que está inminente el juicio de Dios sobre ella. Ya no habrá salvación posible, la resistencia será inútil, porque la ciudad será entregada a los enemigos. Los cristianos no deben perecer juntamente con la ciudad, sino que deben salvarse mediante la huida. El que viva en Jerusalén, que abandone la ciudad al acercarse las huestes. Por lo regular, los que viven en el campo se refugian en la ciudad fortificada; esto no sirve para nada en el caso presente, pues Jerusalén ha de caer. También el campo que rodea a la ciudad está amenazado como la ciudad misma. Lo único que aprovecha es huir a los montes; allí hay escondrijos, barrancos y grutas inaccesibles. En este derrumbamiento general del pueblo judío, la palabra de predicción de Jesús salva a los discípulos que creen en él. El tiempo de la venganza y del castigo descargará sobre la ciudad, el tiempo de gracia habrá pasado. Los infortunios con que ]os profetas habían amenazado a la ciudad, se cumplirán entonces (1Re 9,6-8; Mi 3,12; cf.Dn 9,26). Para la Sagrada Escritura, la ruina de Jerusalén no es sólo acontecimiento político, sino juicio y castigo de Dios.

23 ¡Ay de las que estén encinta y de las que estén criando en aquellos días! Porque vendrá una gran calamidad sobre la tierra, y la ira pesará sobre este pueblo. 24 Caerán al filo de la espada y serán llevados cautivos a todas las naciones; Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan.

Gran calamidad descarga sobre la ciudad, se ejecuta el castigo de Dios sobre el pueblo de esta tierra. Lo que por lo regular se recibe con placer. es ahora amargo infortunio. Las madres que estén embarazadas o criando. experimentan aflicción y desamparo. Con la imagen de las mujeres embarazadas y lactantes pinta Jesús los apuros del juicio de Dios que va a descargar, pero también el dolor que él mismo sufre por esta ciudad (19,42ss). Ni siquiera como profeta de infortunio es Jesús un celador fanático que haya perdido todo sentimiento y compasión con los que perecen, sino hermano de las víctimas, que con obediencia se somete al designio y a la palabra de Dios.

Lo profetizado por Jesús se verifica en la guerra judía (66-70 d.C.). La predicción es interpretada a base de los acontecimientos históricos y se reproduce completada. Confirma su cumplimiento el historiador de la guerra judía, Flavio Josefo. Según sus cifras, no exentas totalmente de exageración, se dio muerte a 1.100.000 judíos, 97.000 fueron llevados cautivos, la ciudad fue devastada, el templo incendiado, el país ocupado por los conquistadores. Cuando Lucas escribe su Evangelio. todavía dura la ocupación. Jerusalén es pisoteada por los pueblos gentiles.

Las palabras de la predicción enlazan con los términos proféticos. Los habitantes de Jerusalén caerán al filo de la espada. Palabras que son un eco de Jeremías: «Caerán ante la espada del enemigo... entregaré a todo Judá en manos del rey de Babilonia, adonde los llevará cautivos y los hará morir a espada» (Jer 20.4). Jerusalén es pisoteada por las naciones gentiles, como había dicho Daniel: «¿Hasta cuándo va a durar esta visión de la supresión del sacrificio perpetuo, de la asoladora prevaricación y de la profanación del santuario?» (Dan 8,13). La palabra del profeta, la caída de Jerusalén en manos de los babilonios preparan su caída definitiva. Se ha agotado la longanimidad de Dios. Ahora se cumple lo que se había amenazado en la parábola de los viñadores. La Escritura nos ha sido dada para consuelo, advertencia y amonestación (lCor 10,11).

La duración del tiempo en que Jerusalén está entregada en manos de los gentiles, es determinado y limitado por Dios. Cuando se cumplan los tiempos de los gentiles vendrá el juicio final y la plena soberanía de Dios. Entre la destrucción de Jerusalén y la venida del Hijo del hombre al final de los tiempos, se insertan los tiempos de las naciones gentiles. El curso de la historia muestra que durante este tiempo van entrando en la Iglesia las naciones gentiles. Los tiempos en que Jerusalén es pisoteada por las naciones gentiles son también los tiempos en que Dios ofrece a los gentiles la salvación que había prometido a Israel.

Pablo, en su calidad de elegido que tiene especial penetración en el proceso histórico de la salvación de Dios y en la finalidad de Dios en la historia, escribe: «No quiero, hermanos, para que no presumáis de vosotros mismos, que ignoréis este misterio: que el encallecimiento ha sobrevenido a Israel parcialmente, hasta que la totalidad de los gentiles haya entrado. Y entonces todo Israel será salvo» (Rom 11,25s). A esta esperanza parece que aluden también las palabras: Jerusalén será pisoteada hasta que se cumplan los tiempos de los gentiles (cf. 13,35). La fidelidad de Dios se mantiene en vigor aun por encima de la reprobación.

2. LA VENIDA DEL HIJO DEL HOMBRE (21,25-28).

a) Señales en el universo (Lc/21/25-26)

25 Y habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas. Y en la tierra, las naciones serán presa de angustia por los bramidos del mar y el embate de las olas, 26 y quedarán los hombres sin aliento por el miedo y la ansiedad de lo que están viendo venir sobre la tierra. Porque el mundo de los astros se desquiciará.

De las predicciones, cuyo cumplimiento se ha experimentado ya, pasa el discurso a los acontecimientos del tiempo final, que todavía están pendientes de realización. Se distingue claramente la ruina de Jerusalén y el tiempo final. Pero no se dice nada acerca de lo que han de durar los tiempos de los gentiles.

El tiempo final se anuncia con grandes acontecimientos cósmicos. Antes de que venga el Hijo del hombre, se producirá un trastorno en el universo. Se verán sacudidos sus tres grandes ámbitos, conforme a la idea de la época, que concebía el mundo dividido en tres pisos. En el firmamento se producen signos en el sol, en la luna y en las estrellas. Como se ve, Lucas no tiene gran interés en describir detalladamente estas señales, como lo hace Marcos: el sol se oscurecerá, la luna no dará ya luz, las estrellas caerán del cielo (Mc 13,24). En la tierra se verán las gentes presa de angustia y de desconcierto. El mar, sujeto por el poder de Dios (Job 38,10s), quedará abandonado a sus impulsos caóticos. Según la concepción de la antigüedad, el universo es tenido a raya, ordenado y dirigido por potencias espirituales que tienen su morada en el espacio celeste. Las potencias del cielo se verán sacudidas, por ello irrumpirá el caos sobre el universo.

Las naciones, los paganos, los hombres serán presa de angustia, quedarán sin aliento y desconcertados por el miedo y la ansiedad. «Cuando el pánico se apodere de los habitantes de la tierra, se hallarán en muchos apuros, en enormes aflicciones» (ApBar 25,3). ¿En qué podrá uno todavía apoyarse cuando se tambaleen las leyes más seguras? El suelo se hunde bajo los pies. Los hombres se preguntan qué significa esto, de qué es señal. El discípulo de Cristo conoce el significado de estos acontecimientos por la palabra de Cristo. Son señales del que ha de venir. El horizonte de las palabras se extiende al mundo entero. La humanidad está dividida en dos grandes campos: el uno -los «hombres»- se consume de pánico, el otro -los discípulos- afronta esta hora con gozosa expectativa. Sin Cristo, ansiedad; con Cristo, esperanza inquebrantable.

Las señales se presentan en palabras que tienen una antigua tradición; en una predicción sobre la ruina de Babilonia se dice: «Ved que se acerca el día de Yahveh, implacable, cólera y furor ardiente, para hacer de la tierra un desierto y exterminar a los pecadores. Las estrellas del cielo y sus luceros no darán su luz, el sol se oscurecerá en naciendo, y la luna no hará brillar su luz» (Is 13,9s). En la sentencia pronunciada sobre Edom dice el mismo profeta: «La milicia de los cielos se disuelve, se enrollan los cielos como se enrolla un libro, y todo su ejército cae como caen las hojas de la vid, como caen las hojas de la higuera. La espada de Yahveh se embriaga en los cielos y va a caer sobre Edom, sobre el pueblo que ha destinado al exterminio» (ls 34,4s). Y en un oráculo de infortunio sobre Egipto se dice: «Al apagar tu luz velaré los cielos y oscureceré las estrellas. Cubriré de nubes el sol, y la luna no resplandecerá; todos los astros que brillan en los cielos se vestirán de luto por ti, y se extenderán las tinieblas sobre la tierra» (Ez 32,7s). La intervención primitiva de Dios en la historia de las ciudades y de las naciones se encuadra en el marco de grandes trastornos cósmicos. Estos parecen ser únicamente una representación figurada del poder y de la grandeza de Dios que viene a juzgar. Tiembla el universo cuando se levanta Dios y visita la tierra. El sacudimiento del universo a la venida del Hijo del hombre sirve seguramente sólo para la representación del Hijo del hombre, al que Dios ha dado todo poder en el cielo y sobre la tierra. Cuando en su venida atraviese los espacios del universo, temblarán los poderes del cielo de respeto y sobrecogimiento. Pero las predicciones son oscuras hasta que se cumplen. ¿Quién se aventurará a darles una interpretación definitiva?

b) Aparece el Hijo del hombre (Lc/21/27-28).

27 Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con poderío y majestad.

El Hijo del hombre se hará visible. Se le podrá contemplar con los ojos. Nadie podrá sustraerse a este acontecimiento. Además, todos los que lo vean estarán seguros de que es él.

La manifestación del Hijo del hombre se pinta con imágenes procedentes de la tradición: «Vi venir en las nubes del cielo a un como hijo de hombre, que se llegó al anciano de muchos días y fue presentado a éste. Fuele dado el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron, y su dominio es dominio eterno que no acabará nunca, y su imperio, imperio que nunca desaparecerá» (Dan 7,13s). El Hijo del hombre viene sobre una nube; la nube es el carro de Dios. Dios mismo se manifiesta con poderío y majestad. El Hijo del hombre tiene participación en el señorío de Dios. Las imágenes transmitidas por tradición tienen por objeto representar la majestad divina de Cristo. Todas las imágenes son sencillamente un débil balbuceo en comparación con lo inefable de su grandeza. Jesús no viene ya en la debilidad de su manifestación terrena, sino en la grandeza y gloria de su exaltación. Pero ¿quién podrá hablar de ella en forma adecuada?

28 Cuando comience a suceder todo esto, tened ánimo y levantad la cabeza, porque vuestra liberación se acerca.

La Iglesia marcha encorvada como un hombre que tiene que llevar una carga pesada. Va como con la cabeza baja, como un hombre que se ve odiado, perseguido y sin honra. Cuando se inicie lo que preparará los acontecimientos finales, entonces podrán tener ánimo los creyentes. Lo que para los otros es amenaza de destrucción, para ellos significa exaltación. Sólo entonces, cuando aparezca el Hijo del hombre, cesará la Iglesia de ser una Iglesia oprimida, tentada, encorvada.

La liberación se acerca cuando aparece el Hijo del hombre glorificado. Cesan la persecución y los peligros. Se ve cumplida la esperanza antes ridiculizada y escarnecida. La Iglesia sufriente se convierte en Iglesia exultante. Lo que cantó el padre del Bautista cuando se acercaba el tiempo de salvación, puede cantarse ahora como realizado: «Bendito el Señor Dios de Israel, porque ha venido a ver a su pueblo y a traerle el rescate» (1,68).

La venida del Hijo del hombre es el día de la recolección para la Iglesia. Según Marcos, el Hijo del hombre enviará a los ángeles para que reúnan a sus escogidos desde los cuatro vientos (Mc 13.27). De ello no dice nada Lucas. El tiempo de la Iglesia entre la ascensión y la segunda venida era tiempo de misión, tiempo de recogida de los pueblos; ahora es el tiempo en el que la Iglesia reunida recibe su forma plena y su liberación definitiva.

3. ACTITUDES ESCATOLÓGICAS (Lc/21/29-36).

a) No dejarse desorientar (21,29-33).

29 Y les propuso una parábola: Fijaos en la higuera y en los demás árboles: 30 cuando veis que ya retoñan, os dais cuenta de que ya está cerca el verano. 31 Igualmente vosotros también, cuando veáis que suceden estas cosas, daos cuenta de que el reino de Dios está cerca.

Cuando en la última crisis del mundo venga el Hijo del hombre, levantarán la cabeza los creyentes. Entonces se podrá decir con razón que el reino de Dios está cerca. El que ose decirlo antes, es un embustero (21,8) y no dice verdad. Entonces no harán ya falta mensajeros que anuncien la proximidad del reino; todos podrán reconocerlo claramente por su mismo acercamiento. Una breve parábola ilustra esta idea. Cuando la higuera y los demás árboles retoñan, nota cualquiera que ha pasado el invierno y se acerca el verano. En Palestina no hay primavera: el verano sucede al invierno. Nadie que esté en sus cabales tiene necesidad del testimonio de nadie para ver que se acerca el verano cuando retoñan los árboles.

La aparición del Hijo del hombre, la liberación y el reino de Dios están entrelazados entre sí. «Después, será el final: cuando (Cristo) entregue el reino a Dios Padre, y destruya todo principado y toda potestad y poder (contrario a Dios). Porque él tiene que reinar, hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies... En efecto: Todas las cosas las sometió bajo sus pies... Y cuando se le hayan sometido todas las cosas, entonces también se someterá el mismo Hijo al que se lo sometió todo; para que Dios lo sea todo en todos» (/1Co/15/24-28).

32 Os aseguro que no pasará esta generación sin que todo suceda. 33 El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras jamás pasarán.

Por mucho que se extienda el período que va de la ascensión a la venida de Jesús, esta generación, el género humano, experimentará todo lo que entraña la plena realización del plan divino, la manifestación del Hijo del hombre, la plena liberación y redención y el perfecto reinado de Dios. Todo se cumplirá sin género de duda. Las palabras tan encarecidas de Jesús no pretenden fijar un tiempo, sino asegurar el cumplimiento de su predicción. Cuando se designa a todo el género humano como esta generación, quiere con ello recordarse que es mala y que no puede sostener el juicio de Dios. Tiene necesidad de recapacitar sobre la venida de los acontecimientos finales. La proclamación escatológica es también en todo caso predicación de penitencia y conversión (*).

A veces podría parecer que las promesas de Dios son meras palabras de consuelo. En todo tiempo se han quejado los creyentes de que Dios hace esperar su ayuda. ¿No habrá que decir lo mismo de esta promesa, la mayor de todas? Se hace duro perseverar con paciencia cuando la espera no tiene fin. Contra toda apariencia de inseguridad, de cosa poco de fiar, está la seguridad de las palabras de promesa de Jesús. El universo, que parece imperecedero, perecerá, todo pasará; las palabras de Jesús conservan su vigencia. Vienen los acontecimientos finales. Estos iluminan nuestra vida presente. Es indiferente cuándo han de venir, pero no lo es el hecho de que han de venir.
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«Esta generación» lleva con frecuencia atributos peyorativos: adúltera (Mt 8,38), perversa (Mt 12,45; Lc 11,29), perversa y adúltera (Mt 12,39s; 16,4), incrédula y pervertida (Mt 17,17), incrédula (Lc 9,41); «esta generación... implica siempre un sentido accesorio de condenación» (BUCHSEL).
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b) Vigilancia y sobriedad (21.34-36).

34 Tened cuidado de vosotros mismos, no sea que vuestro corazón se embote por la crápula, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, y caiga de improviso sobre vosotros aquel día 35 como un lazo; pues ha de llegar para todos los habitantes de la tierra.

El Hijo del hombre ha de venir, aunque su venida no sea próxima y aunque se difiera el tiempo en que ha de venir. No se puede hacer como el criado infiel que decía para sí: «Mi señor está tardando en llegar» (12,45). Vendrá de improviso, rápida e inesperadamente, como un lazo en el que cae un pájaro desprevenido y demasiado confiado. Es necesario tener cuidado. Aquel día en que vendrá el Señor, es día de juicio (17,31). En él se decide el destino final. Ese día es a la vez día de liberación y día de condenación. Hay que estar prevenidos.

La crápula y la embriaguez embotan el corazón del hombre, distrayéndolo de los acontecimientos venideros; la excesiva preocupación por comer y beber enturbia la vista para no ver lo que nos aguarda. El corazón, del que provienen las decisiones morales y religiosas, tiene que mantenerse disponible para los acontecimientos finales. El que sólo se interesa por la vida terrena y sus placeres, no tiene espacio ni voluntad para pensar en «aquel día». «La noche está muy avanzada, el día se acerca. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, caminemos con decencia: no en orgias y borracheras; no en fornicaciones ni lujurias; no en discordias ni envidias» (Rom 13,12s).

El día del juicio viene para todos. Alcanza a todos los habitantes de la tierra. Las descripciones pormenorizadas despiertan la atención. Con tales palabras anuncia el profeta Jeremías la universalidad del juicio: «Si yo, al desatar el mal, he comenzado por la ciudad en que se invoca mi nombre, ¿ibais a quedar vosotros impunes? No quedaréis, no, puesto que llamaré a la espada contra todos los moradores de la tierra» (Jer 25,29). El cristiano no puede decir: Yo soy discípulo de Cristo, ese día no puede perjudicarme. El juicio ejecutado sobre Jerusalén nos advierte del juicio final y nos pone en guardia.

36 Velad, pues, orando en todo tiempo, para que logréis escapar de todas estas cosas que han de sobrevenir, y para comparecer seguros ante el Hijo del hombre.

El Hijo del hombre ha de venir con toda seguridad. Cuando venga pedirá cuentas a los criados fieles y a los infieles (12,41-48), a los que negociaron con las minas que les habían sido confiadas y las multiplicaron, y a los que, inactivos, las guardaron sin hacerlas fructificar (19,12-27).

El cristiano debe velar a fin de estar preparado para la llegada del Señor. El Hijo del hombre ha de venir, pero nadie sabe el día ni la hora en que vendrá. «Velad, pues, porque no sabéis en qué día va a llegar vuestro Señor» (/Mt/24/42). El discípulo que tiene presentes los decisivos acontecimientos finales, no puede adormecerse. Su vida debe estar caracterizada por la vigilancia en espera del Señor y por la prontitud para recibirlo. La exhortación a estar prontos y en vela brota de lo más original, característico y decisivo del mensaje de Jesús.

A la vigilancia se asocia la oración. El que ora, está en vela para Dios, y el que está en vela religiosamente, ora. «Orad en toda ocasión en el Espíritu, y velad unánimemente con toda constancia» (Ef 6,18). En todo tiempo es necesario orar, pues nadie conoce el día y la hora (*) en que vendrá el Señor. La Iglesia primitiva asoció la vigilancia y la oración con la celebración del banquete eucarístico: «Perseverad en la oración, velando en ella en la acción de gracias» (Col 4,2). En esta exhortación están reunidas las tres cosas: oración, vigilancia, banquete eucarístico. En estas vigilias del culto cristiano se realiza la vigilancia cristiana y se imita lo que Cristo mismo hizo cuando celebró la noche pascual (22,15). Cristo viene como juez. ¿Podremos escapar de todas estas cosas que han de sobrevenir? ¿Podremos librarnos de la existencia condenatoria? ¿Podremos comparecer seguros ante el Hijo del hombre? ¿Lograremos hallar en él un abogado. Mediante la vigilancia y la oración podremos afrontar el inminente juicio y comparecer seguros ante el juez.

Termina el último discurso que pronunció Jesús ante el pueblo en el templo. Las últimas palabras son: el Hijo del hombre. Se dirige a su pasión, pero volverá en calidad de Hijo del hombre. En las últimas palabras que pronuncie delante del sanedrín dirá: «Pero desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del Poder de Dios» (22,69). La venida de Jesús como Hijo del hombre, al que Dios ha transmitido todo poder, es señal de que su reivindicación era justa, su mensaje verdadero, de que están garantizadas sus promesas y sus amenazas. El camino va del pueblo en el templo y de sus adversarios en el sanedrín a la pasión y a la muerte, pero ésta conduce a la gloria del Hijo del hombre. El hijo del hombre tiene la última palabra.
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Orar en todo tiempo: 18,1; 24,53; cf. Rm 1,9s; 1Co 1,4; Ef 5,20; Flp 1,3s; Col 1,3; 4,12; 1Ts 1,2s; 2Ts 1,3.11; 2,13; Flm 4; Hb 7,25; orar sin interrupción: 1Ts 5,17; cf. 1Ts 2,13; 2Tm 1,3; no ceso de orar: Ef 1,16; Col 1,9; noche y día: 1Ts 3,10; 1Tm 5,5; 2Tm 1,3; cf. Lc 2,37; 18,7; Ap 4,8; 7,15.
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V. ULTIMAS ACTIVIDADES DE JESÚS (Lc/21/37-38)

37 Así pues, durante eI día enseñaba en el templo; pero salía a pasar las noches al aire libre en el monte llamado de los Olivos. 38 y todo el pueblo madrugaba para acudir a él y escucharlo en el templo.

La actividad de Jesús en Jerusalén está enmarcada en dos relatos parecidos (cf. 19,47s). Jesús lleva a término lo que ha comenzado. Nada podía retraerle de su actividad. Todos los días estaba enseñando en el templo. Su actividad consistía en enseñar. Jesús desplegaba una actividad infatigable. Con su enseñanza hace del templo la sede del Dios salvador en medio de su pueblo.

Las noches las pasaba Jesús fuera de la ciudad, en el monte de los Olivos. En lugar de esto se dijo anteriormente: «Los sumos sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo intentaban acabar con él» (19,47). Jesús pernocta fuera de la ciudad para escapar de sus enemigos. Su acción se lleva a cabo en contradicción con los poderosos y ante el apremio de las tinieblas. Todavía no ha llegado la hora en que Jesús, conforme a la voluntad de su Padre, ha de ser entregado a estos poderes.

El pueblo está de parte de Jesús. Todo el pueblo. Nuevamente aparece éste como pueblo de Dios. En él se delinea la futura Iglesia. «Todo el pueblo estaba pendiente de sus labios» (19,48). Por la mañana temprano acudía ya a él -y lo hacía con alegría y perseverancia- para escucharlo. El nuevo pueblo de Dios tiene su centro en Jesús; pende de él, se deja guiar por su enseñanza, junto a él se reúne y escucha su palabra. Todo esto, pese a la hostilidad de los poderosos contra Jesús...