CAPÍTULO 18


c) Orar incesantemente (Lc/18/01-08)

1 Luego les propuso una parábola sobre la necesidad que tenían de orar siempre y no cansarse nunca.

La venida del Hijo del hombre se hace esperar. Los aprietos son grandes (17,22), las persecuciones atormentan, amenaza la tentación de apostasía. En los labios está la pregunta acuciante: «¿Hasta cuándo, Señor?» (Ap 6,10). Sólo la venida del Hijo del hombre proporciona la salvación.

Para que Dios cumpla ésta, que es la más grande de todas las promesas, hay que forzarle con una oración infatigable y perseverante. La venida del día de Dios se acelera mediante una vida moral (2P 3,12), mediante penitencia (Act 3,19) y mediante la oración perseverante. Jesús enseñó a sus discípulos a orar, a implorar que venga el reino de Dios (11,2). Cuando venga el Hijo del hombre en su gloria, alboreará la tan suspirada liberación (21,28). En todo tiempo, sin cejar, hay que rogar que venga el Hijo del hombre, incluso cuando parece que la oración no es escuchada y cuando la fatiga y el hastío pueden inducir a suspenderla.

2 En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni tenía consideración alguna con los hombres. 3 Había también en aquella ciudad una viuda, que acudía a él para decirle: Hazme justicia contra mi adversario. 4 Pero él no quiso durante mucho tiempo. Sin embargo, luego pensó para sus adentros: Aunque no temo a Dios ni tengo consideración alguna con los hombres, 5 por estar esta viuda molestándome le haré justicia, para que no me fastidie más con tanto venir.

El juez es impío, proverbialmente malo, «no temía a Dios ni tenía consideración alguna con los hombres». Desempeñaba su función judicial a su arbitrio, como si no hubiera Dios a quien tuviera que rendir cuentas, y se comporta exactamente como no debe. El encargo de Dios al juez reza así: «Haced justicia al pobre y al huérfano, tratad justamente al desvalido y al menesteroso. Librad al pobre y al necesitado, sacadle de las garras del impío» (Sal 82,3s). La vIuda es el tipo de la pobre mujer, sin protección de marido, oprimida e inerme. La Escritura exhorta con frecuencia a cuidar de las viudas: «Haced justicia al huérfano, amparad a la viuda» (Is 1,17). «La religión pura y sin mancha delante de Dios y Padre, es ésta: visitar huérfanos y viudas en su tribulación, y conservarse limpio del contagio del mundo» (Sant 1,27).

Cuando se trata de un pleito por una deuda o por una herencia, puede intervenir un perito judicial, reconocido como tal, y juzgar como único juez. El juez no quiere salir por el derecho de la viuda; es un hombre indiferente, caprichoso, maligno, sordo a la voz de Dios y de los hombres. La viuda está convencida de que se dará sentencia en su favor, con tal que se celebre el proceso. Pero ¿cómo inducir a ello a] juez? Ella no tiene para dar regalos ¿Qué otra solución le queda, sino volver una y otra vez, presentar su solicitud insistentemente y con perseverancia? Así lo hace, hasta que el juez acaba por hastiarse.

El monólogo del juez descubre sus pensamientos. No le importan lo que se dice de él: así es él y así quiere ser. Lo que le mueve a hacer justicia a la viuda es de lo más bajo que se puede imaginar: quiere que lo deje en paz, estar tranquilo. Comprende que la mujer no tiene intención de ceder y al fin se harta de verse molestado continuamente. Al fin me va a hacer una de las suyas, «me echará los perros a la cara», se dice irónicamente. Lo que le mueve a obrar no es el temor, sino el deseo de acabar con tanta importunidad y con tanta molestia.

6 Entonces dijo el Señor: Considerad bien lo que decía este juez inicuo. 7 Y Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que claman a él día y noche, aunque les haga esperar? 8a Yo os digo: les hará justicia prontamente.

La explicación empalma con las palabras del juez inicuo, no con los ruegos perseverantes de la viuda. El quid, la moraleja de la parábola, no es la perseverancia de la viuda, sino la certeza de ser escuchados. Si un hombre tan impío y tan sin consideraciones como este juez, por puro egoísmo, para que lo dejen en paz, se deja mover a hacer justicia por los ruegos de la viuda, ¿cuánto más escuchará el Señor los gritos de socorro de sus elegidos? Al fin y al cabo Dios es muy distinto del juez impío.

El evangelista desplaza el acento; se fija ante todo en los ruegos insistentes de la viuda. Ya en la introducción de la parábola se dejaba oír este motivo: Hay que orar siempre sin cansarse nunca. Dios hace justicia a sus elegidos que día y noche claman a él. «EI que sirve al Señor devotamente halla acogida, y su oración subirá hasta las nubes. La oración del pobre traspasa las nubes y no descansa hasta llegar a Dios, ni se retira hasta que el Altísimo fija en ella su mirada, y el justo juez le hace justicia» (Eclo 35,20s).

La Iglesia oprimida puede esperar con toda seguridad que su oración será escuchada. Ella es, en efecto, la comunidad de los elegidos de Dios. Acerca de ellos ha demostrado ya Dios su misericordia, pues precisamente eligió a los que menos títulos podían invocar para ello (14,16-24). En ellos ama la imagen de su Hijo, el elegido (9,35), el ungido de Dios, elegido (23,35). Aunque la oración de los afligidos no sea escuchada inmediatamente y ellos tengan que perseverar soportando la opresión y el sufrimiento, pueden cobrar nuevos ánimos pensando en la suerte del elegido, del Hijo y ungido de Dios. Jesús no recibe sin la cruz el título de elegido. Es manifestado como elegido, cuando en la transfiguración se proclama su camino de la gloria a través de la cruz; con este título es motejado Cristo en la cruz, porque a los judíos les parece imposible que el elegido sea un crucificado (23,35). Jesús es el elegido porque por la pasión va a la gloria. El camino del elegido deben seguirlo también los elegidos.

La oración perseverante de los elegidos oprimidos no deja de ser escuchada. Dios les hace justicia prontamente sin dilación; por los elegidos abrevia Dios los días difíciles (Mc 13,20-23). No se demora en prestar ayuda a sus elegidos (*). Llega la acción salvadora de Dios, la cual consiste en la nueva presencia de Jesús. No carece de sentido el que la Iglesia ore infinitas veces y sin desfallecer: «Venga a nosotros tu reino», el que cada año celebre el Adviento, el que se mantenga en vela en la celebración de la eucaristía, hasta que Él venga (lCor 11,26).
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Los v. 7b y 8 ofrecen dificultades de explicación. ¿Se ha de leer el v. 7b como respuesta a la pregunta de 7a? En este caso, el párrafo se cerraría con una afirmación («y hasta será magnánimo con ellos», es decir, con los elegidos, difiriendo el juicio solo por compasión con su flaqueza). Si 7b se inserta todavía en la pregunta, se podrá traducir: ¿Es que Dios no hará justicia... y mostrará longanimidad con ellos (los elegidos) ? O bien, como arriba «¿...aunque les haga esperar?» En el v. 8a «prontamente» puede interpretarse también «de improviso» (los acontecimientos finales se harán esperar todavía largo tiempo).
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8b Sin embargo, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará acaso la fe sobre la tierra?

La Iglesia, en sus aprietos, invoca la venida del Hijo del hombre. Él vendrá; la oración es escuchada. Con la venida del Hijo del hombre se aguarda la redención. Que esta venida sea para salvación o para perdición, dependerá de la fe que el Hijo del hombre halle en los hombres cuando venga. La gran tentación en el tiempo de la tribulación es la de apostatar de la fe; esta tentación amenaza también a los elegidos. La elección no comunica una seguridad perezosa, sino que exige constantemente que se vuelva a tomar partido por el Dios que elige. Pablo aguarda con segura confianza la muerte y el juicio porque sabe que ha conservado la fe (2Tim 4,7). La palabra con que se cierra la exposición de la parábola es una pregunta seria dirigida a nosotros: Por Dios no queda, pero ¿y vosotros? Viene la salvación, pero no se otorga sin dura lucha (13,24), sin el mayor esfuerzo, sin perseverante fidelidad.

2. CONDICIONES PARA ENTRAR EN EL REINO (18,9-30).

¿En qué casos será saludable la venida del Hijo del hombre? ¿Quién saldrá triunfante en el juicio? ¿Quién entrará en el reino definitivo de Dios? La respuesta a estas preguntas se da en tres relatos: la parábola del fariseo y el publicano (18,9-14), el relato de la amable acogida dispensada a los niños (18,15-17), y el encuentro con un hombre rico que no tuvo valor para seguir a Jesús (18,18-30). En el trasfondo de los tres relatos se halla la pobreza como condición para entrar en el reino de Dios. El publicano se siente pobre en lo religioso y moral, el rico tiene que hacerse pobre en sentido económico, el niño es pobre en todos los sentidos, tiene que contar absolutamente con los mayores. Vuelven otra vez las bienaventuranzas y las condiciones formuladas al comienzo del sermón de la Montaña. Mateo, que habla de los pobres «en el espíritu», se fija principalmente en la actitud moral y religiosa. Lucas habla de la pobreza material. «Es posible que Jesús dirigiera su llamamiento a la salvación a determinados sectores del pueblo, pero no por razón de su situación inferior, sino por la apertura religiosa y la buena disposición moral que halló en ellos. Para Mateo, estos sectores encarnan la actitud moral y religiosa que se exige a todos, también a los futuros creyentes en Cristo; para Lucas, en cambio, son en gran parte el recuerdo vivo del mensaje salvífico de Jesús dirigido a los pobres, y de las amenazas dirigidas a los ricos que no quieren convertirse».

a) El fariseo y el publicano (Lc/18/09-14)

9 Dijo también, para algunos que presumían de ser justos y menospreciaban a los demás, esta parábola:

Los rasgos con que se caracteriza a «algunos» que confían en sí mismos, están tomados del retrato de los fariseos. Los fariseos han pasado ya a la historia; no se los menciona; sin embargo, también en la Iglesia existe la propensión velada a presentar a Dios los propios méritos en el cumplimiento de la ley, a invocar las propias obras y a afirmar los propios derechos frente a Dios.

La seguridad con que los fariseos pretenden ser justos, agradar a Dios y dar por descontada su entrada en el reino de Dios, se basa en el propio rendimiento, en la confianza en sí mismos. Quien así piensa, menosprecia a los que no pueden invocar tales méritos. E1 fariseo desprecia al pueblo ordinario, porque no cumple la ley, dado que no conoce la ley y no tiene idea de su interpretación (Jn 7,49). La propia justicia se constituye en medida y criterio para examinar a los otros, para exhortarlos, alabarlos, despreciarlos y reprobarlos. La condena de los otros se convierte en condena de uno mismo (6,37).

10 Dos hombres subieron al templo para orar: el uno era fariseo y el otro publicano. 11 El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios! Gracias te doy, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. 12 Ayuno dos veces por semana; doy el diezmo de todas las cosas que poseo.

Hay un craso contraste entre estos dos hombres que suben al templo. Los dos tienen una misma meta: el templo; una misma voluntad: la de orar; un mismo deseo profundo: ser justificados en el juicio de Dios, poder salir airosos del juicio de Dios. Y sin embargo, ¡qué contraste tan grande!

Los dos oran. Oran en su interior, a media voz (cf.lSam 1,13). Lo que expresan en la oración, lo dicen con plena convicción. El orante está delante de Dios, que todo lo sabe (Mt 6,8). El fariseo está erguido; en el judaísmo se ora de pie (Mc 11,25). Ora en su interior, para sí, como cuchicheando, no a grandes voces delante de los hombres, con alguna exageración. Lo que dice revela su estado de ánimo interior. La oración judía es ante todo acción de gracias y alabanza; su oración es tal como lo exige su doctrina. El fariseo es «justo».

En su acción de gracias se hace patente la confianza en su propia justicia y su desprecio de los otros. Ya no soy como los demás hombres. El fariseo no es ladrón, injusto, adúltero, observa la ley. Va más allá de la ley y hace buenas obras, obras de supererogación. La ley impone el ayuno sólo el día de la expiación (Lev 16,29); el fariseo ayuna dos veces por semana, el lunes y el jueves, a fin de expiar por las transgresiones de la ley por el pueblo. Ni siquiera viola la «cerca de la ley»; por eso da el diezmo de todo lo que posee (Mt 23,23), aunque no está obligado a pagar diezmo por la compra de trigo, mosto y aceite; los que estaban obligados eran los cultivadores (Dt 12,17). Quiere estar seguro de no hacer nada que le exponga a traspasar los límites de la ley. Hubo también salmistas devotos que enumeraron en la oración sus buenas obras (Sal 17[16],2-5); pero en la oración del fariseo pasa pronto Dios a segundo término: el fariseo lo olvida; lo que importa es el yo: Yo no soy como los demás hombres, yo ayuno, yo pago el diezmo... Los demás hombres son el fondo oscuro del espléndido autorretrato. En esta oración se revela uno que se tiene por justo y menosprecia a los otros.

13 En cambio, el publicano, quedándose a distancia, no quería levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios! Ten misericordia de mí, que soy pecador.

Quien se llama fariseo se constituye orgullosamente en un ser aparte: «Yo te doy gracias, Señor, Dios mío, porque me has dado participación entre los que se sientan en la casa de la doctrina (en la sinagoga), y no con los que andan por los rincones de las calles... Yo corro, y ellos corren; yo corro con vistas a la obra del mundo futuro, y ellos corren con vistas al pozo del foso.» También el publicano es un ser aparte, es un segregado, esquivado y repudiado como pecador por los buenos. Se queda lejos, pues no merece presentarse entre las personas religiosas. No osa levantar los ojos a Dios, pues el que no es santo no soporta la mirada del Dios santo. Se golpea el pecho, donde tiene la sede su conciencia, pues se lamenta de su propia culpa. Su oración consta de muy pocas palabras, de la invocación «¡Oh Dios!», de la súplica «Ten misericordia de mí» -que recuerda el salmo miserere (Sal 51[50],3)- y de la confesión de que es pecador. La situación del publicano era desesperada. Según las enseñanzas de los fariseos, debía restituir lo que había adquirido injustamente, y además dar un quinto de la propiedad, si quería esperar perdón. El publicano sólo podía esperar que Dios aceptara su «corazón contrito» (Sal 51,19) y por su misericordia le perdonara su pecado.

14 Yo os digo que éste descendió a su casa justificado, y aquél no; porque todo el que se ensalza será humillado, pero el que se humilla será ensalzado.

¿Quién es justo en el juicio de Dios? El fariseo es de una exactitud escrupulosa en el cumplimiento de los muchos y difíciles preceptos de la ley, el publicano es colaborador con los enemigos del pueblo y engañadores. Jesús conoce el juicio de sus oyentes y le contrapone su juicio sorprendente, desconcertante e inaudito: Yo os digo. Él es profeta de Dios. Su juicio es juicio de Dios. El publicano es declarado justo delante de Dios, y así, justificado, se va a su casa.

¿Y el fariseo? El publicano se va a casa, justificado, no como aquél. ¿Es que con esto se compara la justicia del fariseo y la del publicano y se antepone la justicia del publicano a la del fariseo? ¿O es que Jesús va más hondo? ¿Rehúsa acaso absolutamente al fariseo la justicia que atribuye al publicano? Ya el primer juicio sería bastante escandaloso, pues esto querría decir que Dios se complace más en el pecador arrepentido que en el justo con sus muchos méritos y su seguridad de sí mismo. Pero si rehúsa la justicia al fariseo, este juicio sólo puede aterrorizar. ¿De qué sirven entonces los méritos adquiridos? Cristo entendió así sus palabras. «Aquello que es alto entre los hombres, es abominación ante Dios» (16,15). El hombre alcanza la justicia no por su propio esfuerzo, sino por un don de Dios. El hambre y sed de justicia es saciado por el don del reino de Dios (Mt 5,3). ¡Qué frágil es, pues, toda justicia y santidad humana (Mt 5,20) si no interviene Dios y otorga su justicia! Quien se hace cargo de esto deja de despreciar a los demás.

La parábola del fariseo y del publicano se cierra con una sentencia que aparece en el Evangelio una vez aquí, otra vez allá (14,11; Mt 23,12). El hombre que pone su confianza en sí mismo, se ensalza; el juicio de Cristo, que anticipa el juicio definitivo de Dios, lo humilla. El que se humilla, reconoce su insuficiencia y se pone por debajo de los demás, es ensalzado por el juicio de Jesús. Dios mismo lo justifica cuando sobreviene el juicio.

b) Actitud del niño (Lc/18/15-17)

15 Le presentaron también unos niños para que los tocara; pero los discípulos, al verlos, los reprendían.

Se acercan a Jesús madres, o hermanas mayores, trayéndole niños, niños pequeños. Los pequeñuelos son seres desvalidos; no pueden hacer nada y dependen de los mayores, les están entregados sin remisión. Los traen para que los toque Jesús, no superficialmente, sino para que les imponga las manos, para que les comunique su fuerza y su bendición. Los niños piden la bendición a los padres, los discípulos piden la bendición al maestro. El padre de familia bendice el sábado a los niños antes de la cena, para lo cual les impone las manos. El que pide la bendición, confiesa su insuficiencia, se pone bajo el poder de uno más fuerte, no se basta él mismo.

Los doctores de la ley no tratan con niños: «El sueño por la mañana, el vino al mediodía, charlar con niños y acudir a lugares de reunión de gentes del pueblo bajo son cosas que rebajan.» Los discípulos quieren impedir que se lleven niños a Jesús. Los reprendían, es decir, estaban tentados de reprenderlos, pero no lo hicieron (no como en Mc 10,13: «los reprendieron»). Los «santos» apóstoles no reprenden a los niños. La Iglesia de después de pascua comprendió a Jesús.

16 Entonces Jesús los llamó junto a sí diciendo: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis; pues el reino de Dios es de los que son como ellos. 17 Os aseguro que quien no recibe como un niño el reino de Dios no entrará en él.

Jesús, sin disgustarse por el proceder de los discípulos (Mc 10,14), llama a los niños junto a sí. Los aprecia y estima sin idealizarlos, sin exaltar la inocencia infantil, pues también conoce sus travesuras (Mt 11,16). Su ojo, que está atento para descubrir todo lo que puede recordar el reino de Dios, ve en los niños rasgos que son condición para que entre el hombre en el reino de Dios: el ser pequeño y la necesidad de ayuda. El niño es un símil. No puede hacer valer sus méritos; sólo puede mostrar su indigencia con súplicas. En el niño se muestra como estado de naturaleza lo que se exige en sentido moral a los que quieren entrar en el reino de Dios. Quien no lo acepte a la manera de un niño indefenso, no podrá entrar en el. El que se cree justo, el que invoca sus propios méritos, queda excluido. El reino de Dios es. en efecto, gracia y don. Dios quiere darlo a los pobres que todo lo esperan de él y que reconocen su insuficiencia.

c) El hombre rico (Lc/18/18-30)

18 Uno de los jefes le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? 19 Jesús le contestó: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino uno: Dios.

Este «jefe» sería, sin duda. miembro principal de un consejo, de un sanedrín, o de una sinagoga, En todo caso, es un hombre destacado, que encarna el espíritu del judaísmo. Hace la pregunta típica del judío piadoso: ¿Qué debo hacer? ¿Cómo hay que traducir la ley en la práctica? Quizá pensaba en alguna prestación especial. Quería alcanzar la vida eterna y asegurarse, incluso con esfuerzo (13,24), aunque tuviera que hacerse violencia (16,16). El personaje tiene hambre de salvación y muestra buenas disposiciones.

La pregunta por la vida eterna es acuciante (10,25). Quien recibe la vida eterna posee la plenitud de lo que tiene prometido Dios. La posesión de la vida eterna es herencia. Dios prometió la tierra de Canaán como herencia a los padres del pueblo israelita; había de poseerla perpetuamente, como don de Dios. La tierra prometida de Palestina hace referencia a una posesión más espléndida: «Los malvados serán exterminados, pero los que esperan en Yahveh poseerán la tierra. Los humillados poseerán la tierra y gozarán de gran paz... Conoce Yahveh los días del justo, y su posesión será eterna» (Sal 36,9-18). La tierra prometida es imagen de la salvación. La herencia es el reino de Dios (Mt 5,5), la vida eterna (10,25).

La vida en sentido pleno es vida indispensable. Tal vida es propia de Dios. Él es el Dios viviente (Mt 16,16). Una vida que está sujeta a la muerte no merece llamarse vida. La verdadera vida es otorgada por Dios como bien del tiempo final. Esta vida es vida eterna. El que entra en el reino de Dios recibe vida eterna. Cuando Dios tome plenamente posesión de su reino, quedará vencida la muerte y alboreará la vida eterna.

Jesús se deja llamar maestro, doctor de la ley, pero rechaza la calificación de «bueno». Los doctores judíos de la ley cuidaban ávidamente de su honor. «El respeto a los doctores ha de frisar con el temor de Dios», ha de superar el respeto a los padres, puesto que los padres traen al hombre solamente al mundo, pero el doctor lleva al cielo. Jesús no busca su honor, sino la gloria de Dios (Jn 8,50). Al negarse Jesús a ser celebrado como bueno, ensalza la bondad divina. Uno solo es bueno: Dios. Los fariseos se tienen por buenos, porque observan la ley y practican obras de supererogación. Ahora bien, el hombre sólo es bueno si Dios lo hace bueno. La nueva alianza prometida contiene la garantía de que Dios mismo quiere otorgar a su pueblo todo bien (Jer 32,39ss). Sólo el que reconoce que no es bueno se vuelve bueno y se salva.

20 Ya conoces los mandamientos: No cometerás adulterio, no matarás, no robaras, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre. 21 Él contestó: Todas esas cosas las he cumplido desde la juventud.

Quien quiera entrar en el reino de Dios y poseer la vida eterna, debe observar la ley (16,17.29). La ley básica del Antiguo Testamento son los diez mandamientos (Ex 20,1316; Dt 5,17-20). Conforme a la idea del Antiguo Testamento, los diez mandamientos se reparten en dos grandes grupos iguales, cada uno de cinco mandamientos. Los cinco primeros se refieren a Dios, los otros cinco al prójimo. Jesús cita cuatro mandamientos del segundo grupo, del primero el respeto a los padres. Este mandamiento se cuenta en el primer grupo, porque el honor testimoniado a los padres es un honor tributado a Dios: Dios es quien da la vida, los padres sirven a Dios transmitiéndola. El comportamiento con el prójimo se antepone aquí al comportamiento con Dios, porque con el amor al prójimo se muestra que se ama verdaderamente a Dios, Jesús se remite a los profetas y pone estas palabras en boca de Dios: «Misericordia quiero, y no sacrificio» (Os 6,6; Mt 9,13).

El personaje asegura haber cumplido la ley desde la juventud. Está convencido de que se puede cumplir la ley con todos sus imperativos. Los doctores de la ley lo confirman en su convicción: «Señor del mundo, he recorrido los 248 miembros que tú formaste en mí y no he hallado haberte irritado con uno solo de ellos.» Dado que el judío sabe por la ley lo que tiene que hacer, y puede hacer lo que ha reconocido como justo, por eso sabe también que ha cumplido la voluntad de Dios y que es justo. El jefe habló por convicción, por lo cual también Jesús tomó en serio su palabra.

¿No podía el jefe hablar con tanta seguridad sólo por el hecho de haber hallado la voluntad de Dios fijada en la letra de la ley? Conforme a la exigencia de la letra de la ley quizá puede el hombre decir todavía: «He hecho todo lo que está mandado.» ¿Puede también decirlo conforme a la exigencia del Dios viviente, del Dios que es bueno, que es el único bueno, que toma posesión del reino, que quiere serlo todo en todo? ¿Quién ha cumplido lo que Jesús anuncia como imperativo de Dios: «Sed misericordiosos, como misericordioso es vuestro Padre» (6,36)?

22 Cuando Jesús lo oyó, le dijo: Todavía te queda una cosa: vende todo cuanto tienes y distribúyelo a los pobres, que así tendrás un tesoro en los cielos; ven luego y sígueme. 23 Pero cuando oyó esto, se puso muy triste, pues era extremadamente rico.

Las palabras de Jesús no quieren añadir una nueva prescripción a las ya existentes en la ley; van mucho más hondo. Dios anuncia al jefe la voluntad del Dios viviente, para aquí y para ahora, para él personalmente, la exigencia que Dios le formula a él en particular. Debe separarse de todo lo que posee. El precio de las posesiones vendidas debe emplearlo en limosnas y en obras de caridad. Y lo que es decisivo: debe ser discípulo de Jesús, seguirle a él; él revela lo que quiere Dios y lo que conduce a la vida.

Las limosnas y las obras de caridad proporcionan un tesoro en el cielo, cuyos intereses disfruta el hombre en este mundo, mientras que el capital le queda reservado para el mundo futuro. Jesús no exige sólo que el jefe dé limosnas, sino que le exige también que renuncie a todo lo que posee, y con ello, para el futuro, que renuncie incluso a la posibilidad de dar limosnas y de granjearse un tesoro en el cielo. No es la limosna la razón por la cual el rico ha de renunciar a lo que posee, sino que Jesús se limita a indicar, para el hombre, una buena manera de desprenderse de lo que posee.

Jesús exige a su interlocutor el desprendimiento de los bienes, porque se trata de seguirle a él a dondequiera que vaya. Tal seguimiento radical, al que es llamado el rico, no se concilia ya con la propiedad, con el Mamón, que reclama el servicio del hombre y hace imposible la entrega total al servicio de Dios (16,13). La renuncia a los bienes lo deja libre para seguir a Jesús. Ante todo quiere Dios que se adhiera a Jesús, que le siga. Así se cumple la ley y los profetas, así se cumple la voluntad de Dios. Con esto queda dada la respuesta decisiva a la pregunta por la posesión de la vida. La renuncia total a la propiedad no es una ley valedera para todos (10,38ss). Sin embargo, a todos y a cada uno se exige tanta renuncia interior y exterior cuanta sea necesaria para que se anteponga Dios a todas las cosas (12,31) (Ver comentario a 12,22-34). En el caso de este hombre rico, lo que le afecta es quizá otra exigencia que la de separarse de la propiedad. La tristeza le invade. Quedó profundamente desilusionado, pues era extremadamente rico. La riqueza lo ata, el Mamón no lo deja libre. No es capaz de renunciar a la seguridad terrena y de optar únicamente por Dios en el seguimiento de Jesús. La invitación a renunciar a todo le pone de manifiesto su situación interior. Había creído cumplir totalmente la voluntad de Dios porque desde su juventud había observado la ley. Ahora en cambio descubre que rechaza la voluntad de Dios y se le niega. Había acudido a Jesús para asegurarse la vida y ahora comprende que sólo estará seguro si se entrega plenamente a Dios: «Si alguno viene a mí y no aborrece... a sí mismo, no puede ser mi discípulo» (14,26). Sólo el encuentro con Jesús revela la voluntad de Dios.

24 Al verlo Jesús, dijo: ¡Qué difícilmente entran en el reino de Dios los que tienen riquezas! 25 Porque es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios.

Jesús no habla ya a su interlocutor, sino que anuncia a todos su mensaje. El que tiene posesiones entra difícilmente en el reino de Dios. Se habla del reino en términos de viaje, y precisamente en el relato del viaje a Jerusalén. La vida es una marcha, un viaje, una peregrinación, cuyo término es el reino de Dios. Jesús, en su viaje hacia Jerusalén, es maestro, que enseña el camino de la vida.

Una imagen hiperbólica encarece todavía la dificultad. Todo un camello, con su alta giba, no puede en modo alguno pasar por el diminuto ojo de una aguja. El rico no puede entrar en el reino de Dios. Con la imagen no se quiere convertir la dificultad en imposibilidad, pero sí se quiere subrayar la dificultad. Se trata de despertar a los oyentes, de forzarlos a reflexionar, de inquietarlos. La riqueza en cuanto tal no es una cosa anodina, sino una fuerza que pone en peligro la salvación, porque absorbe al hombre y no lo deja libre para dedicarse a Dios (16,13).

26 Los que lo estaban oyendo dijeron: ¿Y quién podrá salvarse? 27 Él contestó: Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios.

La salvación, la entrada en el reino de Dios, la vida: he aquí cuestiones candentes que se plantean en el camino de la vida. El personaje ha fallado ante la exigencia de Jesús. Entonces, ¿quién podrá todavía esperar salvarse? También los oyentes se ven asaltados por la desilusión y la tristeza. Jesús no trata de tranquilizarlos, como hacen los hombres cuando notan que han asustado con sus palabras. Para los hombres es imposible. No se debería pasarse rápidamente de largo esta palabra, para consolarse y tranquilizarse con la que sigue. Hay que comenzar por sentirse tambalear, por perder pie, antes de pasar a esta segunda palabra. Primero tiene el hombre que confesar que por sí mismo no tiene la menor esperanza de salvarse, tiene que percatarse de que no hay escapatoria posible, antes de ponerse en el camino que Dios todavía le muestra. Sólo al borde del abismo podemos echar mano de esta segunda palabra.

Para Dios es posible que el hombre se salve. No se trata de una manera fácil y barata de levantar los ánimos, no se trata de una referencia explícita a la gracia, que lo arreglará todo. Jesús ha dejado sentado bien claro que exige los mayores esfuerzos (13,24; 16,16; 14,25ss). No retira nada de lo dicho anteriormente. Ahora bien, cuando el hombre reconoce y comprende atemorizado que por sí mismo no puede en modo alguno alcanzar la salvación, ha alcanzado la convicción fundamental en su camino: se ha hecho pobre. Para Dios es posible. La palabra lo libra del temor y lo levanta a una seguridad confiada. El reino de Dios es misericordia para quien pone toda su esperanza en Dios.

28 Pedro dijo entonces: Pues mira nosotros hemos dejado nuestras cosas y te hemos seguido.

Aquello a que no se resolvió aquel personaje, los apóstoles lo hicieron. Dejaron lo que poseían: las redes y la barca (5,11), el puesto de cobrador de impuestos (5,28), todo lo que tenían (5,11.28). Según Marcos, dijo Pedro que lo habían dejado «todo», según Lucas, sus «cosas», la propiedad, aquello a que tenían derecho, de que disponían, lo que podían considerar como suyo, incluso sus realizaciones, su actividad. Nada consideraban ya como propio de ellos, de nada podían ya jactarse.

¿Qué quiere decir Pedro? Según Mateo presenta su acción como un título, como un derecho a la recompensa: «Nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué habrá, pues, para nosotros?» (Mt 19,27). Vuelve a levantarse una nueva defensa, una nueva seguridad que no es Dios. En la redacción de Mateo sigue la parábola de los obreros de la viña (19,30-20,16). Lo que hace entrar en el reino de los cielos no es el derecho que pueda hacer valer el hombre, sino la bondad divina operante en Jesús. Lucas no escribió la pregunta de Pedro: «¿Qué habrá, pues, para nosotros?» Jesús añade más bien a la palabra de Pedro la promesa de vida eterna. Pedro y los apóstoles han realizado la palabra dirigida por Jesús al personaje rico. Están delante de la Iglesia como los grandes indicadores en el camino de la salvación.

29 Él les contestó: Os lo aseguro: nadie que haya dejado por el reino de Dios casa, o mujer, o hermanos, o padres, o hijos, 30 dejará de recibir mucho más en este mundo, y en el mundo venidero, vida eterna.

Los apóstoles habían dejado la propiedad: dinero, campos, bienes. No sólo esto. Dejaron también aquello a que está apegado el corazón: el hogar, la familia. ¿Cuándo puede el hombre decir que lo ha dejado todo? Vuelven aquí de nuevo las exigencias que había formulado Jesús a los que querían ser sus discípulos, cuando comenzó su marcha hacia Jerusalén (9,57-62). La tradición textual en Marcos (10,29) no habla de dejar la mujer. En la parábola de la invitación al gran banquete es también la mujer un impedimento para que el invitado acuda al banquete (14,20). La pobreza y la vida de celibato de los apóstoles son constantemente para la Iglesia la llamada de Jesús a desprenderse de todo para poder responder libremente al llamamiento y a las exigencias de Dios. La propiedad se abandona por causa del reino de Dios (18,29), por el Evangelio (Mc 10,29) y por el nombre de Jesús (Mt 19,29). El reino de Dios que está viniendo, Jesús que lo proclama y lo trae, la predicación del Evangelio, todo esto está en estrecha conexión. Quien se pone al servicio de la proclamación de la palabra, forma parte de los que siguen a Jesús y se hace accesible al reino de Dios, debe estar bien convencido de que ya no está apegado a la propiedad; Jesús camina hacia Jerusalén, donde le aguarda la muerte, pero también la elevación.

El curso del mundo está dividido en época presente y mundo futuro, tiempo de salvación. El mundo futuro está penetrando ya en el presente. El reino de Dios está en medio de vosotros (17,20). En el mundo presente recibe el discípulo mucho más de lo que ha dejado: en la comunidad de los hermanos y hermanas creyentes (Hch 11,1; Rom 16,1), por razón de la comunidad de bienes (Act 2,14), de la hospitalidad (l Tim 5,10; I Pe 4,9) y del amor le están abiertas todas las casas. En el mundo venidero recibirá vida eterna.

3. AL ENCUENTRO DEL REINO DE DIOS (18,31-19,27).

Comienza la última etapa del camino hacia Jerusalén. ¿Qué significa esta marcha en la historia de la salvación? ¿Qué no significa? El camino de Jerusalén es marcha hacia la muerte, pero también hacia la resurrección y ascensión a los cielos (9,50), como lo indica el tercer anuncio de la pasión (18,31-34). Jesús se dirige a Jerusalén como Hijo de David y como salvador, con la curación del ciego y la salvación de Zaqueo se hace visible al comienzo de la última etapa del camino lo que significa para la historia de la salud lo que sucederá en Jerusalén (18,35-43; 19,1-10). La marcha hacia Jerusalén no aporta todavía la espléndida manifestación de la soberanía regia, la erección del reino; la gloria y esplendor del reino le aguardan a Jesús para después de su partida; luego vendrá de nuevo en poder y gloria. El tiempo que va de la ascensión al cielo a su venida con poder es para los discípulos tiempo de prueba en la labor misionera y en la persecución (19,11- 27). Su entrada, que para Lucas es entrada en el templo, sienta los fundamentos de la Iglesia, que se desenvuelve entre el tiempo de salvación, de Jesús, y su segunda venida en gloria.

a) Tercer anuncio de la pasión (Lc/18/31-34)

31 Tomando luego consigo a los doce, les dijo: Mirad que subimos a Jerusalén, y se van a cumplir en el Hijo del hombre todas las cosas que fueron escritas par los profetas.

La muerte de cruz, que aguarda a Jesús en Jerusalén, fue incluso para los creyentes desilusión y pesada carga, para muchos fue una sentencia de destrucción válida y definitiva. Sólo a los doce que le habían acompañado en todos sus caminos les impone Jesús esta carga, a ellos que habían renunciado a todo les confía lo que significa para él la entrada en Jerusalén, a ellos quiere mostrarles qué rumbo sigue el camino hacia la gloria. Este camino lo han de seguir y anunciar ellos como camino de la vida.

Jerusalén pasa ahora por su gran hora de la historia de la salvación. El Hijo del hombre hace su entrada en la ciudad. Allí sufre los dolores del Siervo de Dios, como lo había profetizado Isaías, allí será elevado al poder de Dios, como lo había anunciado Daniel acerca del Hijo del hombre (*). En Jerusalén va el siervo de Yahveh, por la pasión y la muerte, a la gloria. «¿No era necesario que el Mesías padeciera esas cosas para entrar en su gloria?» (24,26). El sufrimiento es la entrada en la gloria y el fundamento para congregar la Iglesia.

Ahora se cumple lo que habían escrito los profetas. En la transfiguración hablaban Moisés y Elías de la muerte que había de sufrir Jesús en Jerusalén (9,31). A lo largo de todas las Escrituras se presenta el camino de Cristo como camino que por la pasión conduce a la gloria (24, 25-27; 24,44). Este acontecimiento de la muerte y glorificación de Cristo es el sentido de la historia de la salud (lPe 1,10s). En Jerusalén se cumple, se lleva a término el designio salvífico de Dios, se satisface el ansia de Jesús de ver este cumplimiento (12,50), de ver realizado lo que se le había encargado (13,32; 22,37). Allí puede pronunciar la palabra registrada por san Juan: «Todo se ha cumplido» (Jn 19,30).
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* Acerca del Hijo del hombre se hacen tres grupos de aserciones: 1) Es un ser supramundano, que ha venido a la tierra y está dotado de los mayores poderes: 5,24; 6,5; 7,34; 9,56; 12,53; 19,10. 2) Está sujeto al sufrimiento y a la muerte: 9,22ss; 9,44; 9,58; 18,31; 22,22; 22,48; 24,7; lleva los rasgos del siervo de Yahveh (Is 53). 3) Como Hijo del hombre que ha de venir, es soberano, salvador y juez en los últimos tiempos: 11,30; 12,8.40; 17,22-30; 18,8; 21,27,36; 22,69; Act 7,56; en esto se asemeja al Hijo del hombre de Daniel (Dan 7).
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32 Porque será entregado a los gentiles, y se verá burlado, insultado y escupido, 33 y después de azotarlo, lo matarán; pero al tercer día resucitará.

Este anuncio lleva el sello de la historia lucana de la pasión. No se habla de una vista de la causa ante el tribunal judío. Los judíos entregarán el Hijo del hombre a los gentiles. Pedro les echa más tarde en cara: «Vosotros lo entregasteis y negasteis en presencia de Pilato» (Act 3,13s). «Vosotros lo entregasteis según el plan definido y el previo designio de Dios, crucificándolo por manos de infieles» (Act 2,23). En él son culpables judíos e infieles (Act 4,27-29).

Los gentiles se burlarán de Jesús y le escupirán. Con él se divertirán insolentemente. Con sentimientos impíos se desmandan con el santo Hijo de Dios, al que Dios mismo había ungido como rey Mesías (Act 4,27; Is 53; Sal 2; Act 10,38). Esta humillación llega a su límite en la ejecución en la cruz. Según el derecho penal romano, van asociadas la flagelación y la pena de muerte en cruz. Jesús es condenado a la muerte más ignominiosa que conoce el mundo pagano. Es sencillamente aniquilado.

Este aniquilamiento no es el fin, sino el comienzo de su glorificación. Jesús está, sí, en una misma linea con los mensajeros de Dios del Antiguo Testamento y con su suerte, pero, como Hijo del hombre que es, marcha a través de la muerte. No «será» meramente «resucitado» (así Mt 20,19, traducido literalmente), sino que resucitará él mismo. En el hecho pascual no sólo Dios obra en Jesús, sino que el Hijo del hombre tiene el poder de levantarse, de resurgir por sí mismo de la muerte. Al hecho de ser entregado y a la ejecución en la cruz se contrapone la acción soberana del Resucitado.

34 Sin embargo, ellos nada de esto comprendieron; pues estas cosas les resultaban ininteligibles, y no captaban el sentido de lo que les había dicho.

El camino de Jesús es para los apóstoles desde el principio hasta el fin un misterio incomprensible. No comprendieron ni captaron que fuera posible lo que expresan estas palabras. El camino que tiene que seguir Judas es para el pensar humano incomprensible, inescrutable, «ininteligible», oculto. Ni siquiera la Sagrada Escritura, en cuyo centro está este misterio, es capaz de esclarecerlo; sólo cuando el Resucitado descubre a los discípulos el sentido de las Escrituras, cuando él mismo levanta el velo, se hace comprensible este misterio. La misma fe, el mismo hecho de creer que Jesús entra en la gloria a través de la muerte, es también fruto de este camino (cf. 24,25-35).

b) Curación de un ciego (Lc/18/35-43)

35 Al acercarse él a Jericó, había un ciego sentado junto al camino, que estaba pidiendo limosna. 36 Cuando oyó el ruido de la multitud que pasaba, preguntó qué era aquello. 37 Le contestaron que estaba pasando por allí Jesús de Nazaret. 38 Entonces el ciego se puso a gritar: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! 39 Los que iban delante le reprendían para que callara; pero él gritaba todavía mas fuerte: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!

En tiempos de Jesús estaba situada Jericó al sur de los antiguos límites de Israel. Herodes el Grande y Arquelao la adornaron con lujosos edificios de estilo romano helenístico. Jesús se acerca a la ciudad (*). El pueblo le rodea; a lo que parece, camina en una caravana de peregrinos que se dirigen a Jerusalén para la fiesta de pascua. De nuevo vemos a Jesús caminando. En Jericó comienza la subida a la ciudad, que es la meta de su viaje.

Junto a la puerta de la ciudad se hallan los mendigos. Entre ellos hay un ciego. Oye cómo pasa la gente. ¿Por qué tal alboroto? La respuesta es muy sencilla: Jesús de Nazaret. Nada más. Sin embargo, este ciego confiesa: Jesús es el Hijo de David, el Mesías rey, que procede de la estirpe de David y que viene a restablecer el reino de David (1,32s). El Mesías fue anunciado por los profetas como salvador de los ciegos: «Los ciegos ven» (Is 35,5s); es enviado y ha sido ungido para restituir la vista a los ciegos (4,18; cf. Is 61,1), para anunciar a los pordioseros la buena nueva (4,18). Jesús es el salvador prometido. El ciego grita su confesión de fe y pide socorro a los oídos de todos.

El grito del ciego turba el silencio en que marcha el pueblo, en santa peregrinación. Aunque reprenden al ciego, él grita todavía más fuerte. Su clamor se parece al clamor de los profetas, que son impulsados por la fuerza del espíritu de Dios (Am 3,8). La fe en la filiación davídica de Jesús es debida a iluminación de Dios (cf. Mt 16,17), que no puede quedar oculta. ¡El ciego ve! Muchos vieron las obras de Jesús y, sin embargo, permanecieron ciegos para no ver lo que es Jesús. Dios dispone esta confesión de Jesús cuando él se dispone a marchar a la muerte. El ciego, que ha recobrado la vista interior, introduce y caracteriza la última etapa del camino y la entrada en Jerusalén.
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Cf. Mc 10,46: «Al salir él de Jericó...» (también Mt 20,29). No hay necesidad de sutiles y rebuscadas tentativas de armonización; Lucas, por razones literarias, modificó su modelo Marcos: la historia de Zaqueo había que incluirla todavía en Jericó; cierto que aún no acaba de explicarse por qué procedió así.
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40 Jesús se paró y mandó que se lo trajeran delante. Cuando el ciego se acercó, le preguntó Jesús: 41 ¿Qué quieres que te haga? Él contestó: ¡Señor, que yo vea!

El título de «Hijo de David» es el que más cargado está de esperanzas políticas nacionales. Ahora lo soporta Jesús y lo reconoce, aunque antes lo había prohibido (cf. Mt 9,30). Su camino hacia Jerusalén destruye estas esperanzas y manifiesta otra imagen del Mesías, una imagen que responde al plan salvífico de Dios. El ciego interpela ahora a Jesús como Señor (Marcos: Rabbuni, Maestro). Señor es el título augusto de Jesús en las comunidades helenísticas; él es soberano, al que se ha dado poder divino. Jesús de Nazaret es Hijo de David (Mesías, Cristo) y Señor (Kyrios). Lo que ve el ciego en el camino de Jerusalén, lo anunciaron los ángeles acerca de Jesús recién nacido: un salvador (Jesús), que es el Mesías (el Hijo de David), el Señor (2,11). La Iglesia de los creyentes expresará en un himno esta confesión como fruto del camino hacia Jerusalén: «Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual, Dios a su vez lo exaltó y le concedió el nombre que está sobre todo nombre, para que... toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,8-11).

42 Y Jesús le respondió: Pues recobra la vista; tu fe te ha salvado. 43 E inmediatamente recobró la vista y lo seguía, glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, prorrumpió en alabanzas a Dios.

La curación maravillosa confirma la confesión mesiánica del ciego. Lo que había hecho Dios en él interiormente, se muestra al exterior. La fe en él salva. Sigue a Jesús. Para seguir a Jesús como discípulo hay que empezar por la profesión de fe, confesar que Cristo es el Señor. El camino hacia Jerusalén debe ser recorrido por causa del pueblo ciego. «Vamos palpando como el ciego a lo largo del muro, y andamos a tientas, como quien no tiene ojos. Tropezamos en pleno día como si fuera de noche; estamos a oscuras, como muertos» (Is 59,10). «Vendrá a vernos la aurora de lo alto, para iluminar a los que yacen en tinieblas y sombra de muerte» (1,79).

El ciego cree, aunque no ve a Jesús, la multitud le amenaza: con sus gritos se trastorna el orden sagrado de la procesión. En el camino hacia Jerusalén, donde se consumará la historia de la salud con la muerte y resurrección de Cristo, recibe el ciego la luz de los ojos; el ciego, que por los judíos era tenido por muerto, es resucitado a la vida, el que era excluido de la comunidad cultual se convierte en discípulo de Jesús. También Jesús, que en su camino ha predicho su pasión, en el mismo camino de la pasión halla discípulos. Las obras de Jesús suscitan las alabanzas de Dios. El ciego sigue a Jesús, glorificando a Dios. Gracias a él, el pueblo entero da gloria a Dios. El ciego, con su fe, reúne una nueva comunidad cultual. La imagen de la Iglesia se hace visible. A la elevación de Jesús sigue la alabanza de Dios por la Iglesia naciente (24,53).