CAPÍTULO 14


2. COMIDA EN CASA DE UN FARISEO (14,01-24).

El tema «comer» sirve de nexo para reunir cuatro escenas en una unidad de composición: la historia de una curación en sábado (v. 1-6), dos sentencias relativas a la mesa (w. 7-11, 12-14) y la parábola de la gran cena. Lucas entretejió con arte conforme a un plan literario estos diferentes fragmentos de tradición. Las dos piezas narrativas en que se enmarca el relato se mantienen en cohesión mediante el tema mismo de comer. Los dos fragmentos centrales tienen la misma estructura: introducción, formulación negativa y positiva de las reglas de la mesa, perspectiva escatológica (logia antitéticos con versículo escatológico de conclusión). El último fragmento está ligado con las reglas que preceden, mediante la enumeración de los mismos comensales (v. 13,21). Aunque sólo se da la palabra a uno de los comensales y, por lo demás, sólo Jesús dirige la conversación, se tiene la impresión de que todos intervienen en ella, la cual da animación a la escena. En efecto, en las parábolas hablan el amo de casa, los criados y los invitados. Se interesa a todos los que toman parte en la comida: invitados, anfitrión, un comensal. Como Platón y otros pensadores de la antigüedad dejaron consignados en un banquete los más profundos pensamientos en forma de conversación, así también Lucas reunió en este symposion diferentes palabras del Señor. Situó en el mundo helenístico el Evangelio transmitido por tradición, con lo cual, adaptándolo sin falsificarlo, le prestó un importante servicio. Jesús da impronta y brillo a la comida del sábado; devuelve la salud a un enfermo, para todos tiene una palabra. La comida hace referencia a la comida de los últimos tiempos, en la que se representa el reino de Dios. Cuando los cristianos se reúnen el domingo para celebrar la «cena del señor», hacen memoria de estas comidas en común con él, de su presencia salvífica y del futuro tiempo de salvación.

a) Curación en sábado (Lc/14/01-06)

1 Un sábado entró él a comer en casa de uno de los jefes de los fariseos, y éstos lo estaban acechando. 2 Precisamente había un hidrópico delante de él.

Jesús va a las ciudades y aldeas, a las sinagogas y a las casas para proclamar su doctrina. Ni siquiera esquiva las invitaciones de sus contrarios, pues ha venido para ofrecer a todos la salvación. El anfitrión que lo invita a la mesa, es jefe de los fariseos, un jefe de la sinagoga del partido de los fariseos (8,41) o quizá incluso miembro del sanedrín en Jerusalén (23,13.35; Jn 3,1). La casa en que entra Jesús rebosa devoción a la ley y un estilo de tradición rigurosamente observado.

Era sábado. En este día suelen los judíos comer de fiesta. Los días de la semana se comía dos veces; los sábados, tres. La comida principal -al mediodía- seguía al culto de la sinagoga. «Los días de fiesta se debe comer o beber o retirarse a estudiar.» Para celebrar la fiesta con alegría se tenían invitados, a los que se obsequiaba abundantemente. A pobres, huérfanos y forasteros se les debía hacer bien y .saciar su hambre.

El sábado era un día en que se conmemoraban los grandes favores de Dios: la creación (Ex 20,8-11) y la liberación de la servidumbre do Egipto (Dt 5,12-15). Sobre el sábado flotaba una atmósfera de fiesta que nada de la fe en la elección de Israel por Dios: «El Señor bendijo el sábado; pero no consagró a ningún pueblo ni a ninguna nación para la celebración del sábado, sino a Israel; sólo a él le permitió comer y beber y celebrar el sábado en la tierra. Y el Altísimo bendijo este día, que creó para bendición, consagración y gloria con preferencia a todos los demás días» (Jubileos 2,31s). El sábado era signo de la fidelidad de Dios a la alianza. En él debía reconocerse que Dios es su Señor, que lo santifica (Ex 31,13). La gloria eterna se concebía como un sábado sin fin (Heb 4,9). En la comida del sábado había un ambiente de recuerdo de las grandes gestas de Dios, de esperanza del mundo venidero y de la participación en el reposo sabático de Dios. A tal comida fue invitado Jesús en casa de un fariseo. Jesús quiere llevar a término las grandes gestas de Dios en la historia de la salvación.

El invitado de honor en la comida era Jesús. Es invitado como doctor de la ley. Era costumbre hacer que en el culto de la sinagoga hablasen doctores renombrados de la ley e invitarlos a continuación a comer. La noticia de Jesús se había extendido por todo el país (7,17). El pueblo lo tenía por un gran profeta (7,16). También los fariseos se planteaban la cuestión de quién podía ser Jesús (7,39). Lo observaban. Cada vez que Jesús era huésped de un fariseo, se le observaba y se le examinaba y calibraba conforme a la norma de la religiosidad farisaica. El fariseo Simón se forma un juicio de él conforme a su trato con la pecadora; el fariseo innominado (11,37-53), conforme a su descuido de las prescripciones de pureza legal. Ahora va a ser enjuiciado conforme a su concepto de la santificación del sábado. El resultado es éste: No puede ser un profeta de Dios. No habla la palabra de Dios. Los fariseos constituyen su propia exposición de la ley en norma y medida de la voluntad y palabra de Dios. No creen que Jesús obre y hable por encargo de Dios, porque no responde a sus expectativas y a su doctrina.

Estaban invitados doctores de la ley, fariseos, hombres del mismo espíritu que el anfitrión. Jesús también se interesa por ellos. No se ha consumado la ruptura. Las palabras conminatorias dirigidas contra ellos son en Mateo (cap. 23) una sentencia condenatoria; en Lucas (11,42-52), son invitación a la penitencia y a la conversión. Al excluir a los pecadores de la comunidad del pueblo, al observar meticulosamente las prescripciones de pureza legal y al preocuparse por la santificación del sábado, querían presentar a Dios un pueblo santo. Consideraban su camino, su exposición de la ley, sus tradiciones, como el camino querido por Dios. Estaban tan seguros de ello, que ni siquiera se les ocurría pensar que Dios pudiera seguir un nuevo camino para santificar a su pueblo. Con ello se cierran el acceso a Jesús, que anuncia y trae un nuevo orden de salvación.

Había todavía un huésped, que no había sido invitado, un «mirón», que sólo había ido para ver al huésped de honor (d. 7,37; 19,3). Sorprende verlo allí. Mira: es un hidrópico. Los fariseos y los doctores de la ley creen además saber que toda enfermedad es castigo de una vida inmoral; más aún, creen poder señalar qué vicio se oculta en cada enfermedad. La hidropesía es señal de lascivia. Todos los ojos están fijos en Jesús y en el hidrópico.

3 Y tomando Jesús la palabra, dijo a los doctores de la ley y a los fariseos: ¿Es lícito curar en sábado? 4 Ellos permanecieron callados. Tomó entonces al hidrópico de la mano, lo curó y lo despidió.

Jesús procede como quien tiene autoridad, y toma la palabra. Su pregunta es una pregunta de escuela de los doctores de la ley. Hacía tiempo que ellos habían contestado ya a aquella pregunta: Si alguien está enfermo y en peligro de muerte, se le puede socorrer aunque haya que infringir la ley del sábado. Pero si no hay grave peligro de muerte, hay que dejar que pase el sábado antes de hacer nada por el enfermo. El peligro de muerte del hidrópico no era grave. La pregunta de Jesús no puede menos de ser una provocación. Jesús fuerza a repensar en nueva forma la ley, a no contentarse con la «tradición de los antepasados» (Mc 7,5).

Jesús reivindica el derecho de interpretar y renovar la ley en su calidad de profeta, en nombre de Dios (Mt 5,17-48). Los fariseos se callaron; no querían disputar con Jesús, puesto que la doctrina de ellos era intangible. ¿Quién podía con dlos?

Jesús toma al hidrópico de la mano, lo atrae a su comunión, lo cura y lo despide. La curación es un signo; en efecto, testimonia que Dios está con él y que él obra con la virtud y autoridad de Dios (Act 10,38), que él explica también con autoridad divina la ley del sábado, que se ha inaugurado el tiempo de salvación y el tiempo final, que comienza a surtir sus efectos el reposo sabático de Dios y que el renovado mundo venidero, «la restauración de todas las cosas» (Act 3,21), comienza ya a anunciarse.

El reposo sabático cobra el sentido que tiene por voluntad de Dios. Los doctores de la ley dan la mayor importancia a la discusión sobre el reposo del sábado, pero olvidan la voluntad divina de salvación y de amor, que da la tónica a este día. Jesús, en cambio, vuelve a penetrarlo de la misericordia y del amor de Dios. El hidrópico es atraído a Jesús, es curado por él y despedido por él. Jesús se presenta con autoridad, domina la situación. Se halla en el centro del sábado y le da su impronta. El sábado se convierte en «día del Señor» (Ap l,lO). Por él es Dios el Dios de la misericordia y de la bondad para todos los pobres, el sábado es día de auxilio salvador, día de la consumación del universo.

5 Luego les dijo: ¿Quién de vosotros, si se le cae a un pozo un hijo o un buey, no lo saca enseguida, aunque sea sábado? 6 y nada pudieron responderle a esto.

El documento de Damasco de las gentes de Qumrán prescribía: «Si un animal cae en una cisterna o en un foso, no se lo ha de sacar en día de sábado.» Según la opinión más severa de los doctores de la ley, a tal animal sólo se lo podía alimentar en sábado, de modo que pudiera subsistir hasta el día siguiente; según la otra opinión más benigna, aunque no se podía sacar al animal, se le podía dar la posibilidad de salir por sí mismo echándole mantas y cojines. Jesús no condena esta interpretación más benigna, sino que la apoya y, basándose en ella, va todavía más lejos. Al animal -al buey- se lo debe salvar. ¡Cuánto más al hijo! ¿Se ha de rehusar la salvación a la persona enferma?

Los fariseos interpretan la ley humanamente cuando está en juego su propio interés. Al hijo, y también al buey, hay que salvarlo, ¡sin el menor escrúpulo! La exposición farisaica de la ley no otorga al prójimo lo que se otorga a sí misma. Jesús exige: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (10,27). Lo que Jesús hubo de reprochar a Simón el fariseo, hay que reprocharlo también a los fariseos que fueron testigos de la curación del hidrópico en sábado: Aman poco (7,47). La ley no quiere poner límites al amor, pues tampoco el amor de Dios conoce límites. El reino de Dios que anuncia Jesús, es el reinado de la misericordia divina.

Jesús pone el reposo sabático al servicio del hombre (13,15s). Las obras maravillosas que lleva Jesús a cabo en sábado son señales de que se ha inaugurado el tiempo de la salud y que ha comenzado el reposo sabático del tiempo final. Dios se glorifica ahora a sí mismo con su misericordia. El reposo del sábado significa para Jesús la revelación de la benevolencia divina con sus criaturas: paz y salvación. Ahora se glorifica Dios a sí mismo en Jesús, que de palabra y obra lo anuncia como Dios de gracia y de amor, como Dios que da y perdona, como Dios de los pobres y de los afligidos, para los que se proclama un año de gracia (4,18s). El gozo de que está penetrado el sábado del tiempo final es el júbilo por las grandes gestas de la misericordia divina. La curación del hidrópico introduce la comida de sábado en casa del fariseo en la atmósfera gozosa del tiempo de salvación. En el centro del sábado cristiano se halla de palabra y de obra la acción redentora de Jesucristo, el gran hecho de la misericordia divina, que por Jesús es perpetuado en el día del Señor: el sagrado banquete de la eucaristía. Esta debe darnos una nueva impronta para que representemos el amor de Dios entre los hombres.

Con una reflexión muy llana razona Jesús su proceder en día de sábado: la ley de Dios no puede exigir que en día de sábado se deje perecer al propio hijo o al propio buey, si tienen necesidad de salvación. La ley piensa humanitariamente. El reposo sabático fue establecido por la ley con miras humanitarias y sociales, en consideración de la familia, de la servidumbre y hasta del ganado del amo (Ex 23,12; Dt 5,14s). Reglas sencillas de vida se convierten en reglas fundamentales para la entrada en el reino de Dio s (14,7-14). Jesús proclama la voluntad del Dios creador y legislador sin la menor desfiguración humana. Los doctores de la ley no sabían qué oponer a las consideraciones de Jesús, que concuerdan con la prudencia y sabiduría humanas. La sabiduría de la enseñanza de Jesús sobrepasa la sabiduría de los doctores de la ley. Jesús es el maestro de los hombres enviado por Dios, y habla como alguien que tiene autoridad, no como los doctores de la ley (Mt 7,29). Dos veces se ha hablado ya de curaciones en sábado (6,6-11; 13,15s.), y además del conflicto sabático, cuando se refirió cómo los discípulos cogían y desgranaban las espigas (6,1-5). Lucas no gusta de tratar dos veces la misma materia, no le gustan los duplicados. ¿Por qué, pues, no temió aquí la repetición? La cuestión del sábado había dejado ya de ser actual en las comunidades cristianas a las que se dirigía. La comunidad primitiva había comenzado ya a celebrar el domingo como día del Señor (Act 20,7) con el banquete del Señor y la fracción del pan. ¿Cómo entendía Jesús el descanso sabático y la celebración del sábado? Importaba saber esto, pues con aquel nuevo espíritu había que celebrar el día del Señor. La comida del sábado en casa del fariseo dirigente hace referencia a la comida de los últimos tiempos en el «reposo sabático... de Dios» (Heb 4,9ss). La comida, en cambio, que celebran los cristianos el día del Señor se halla en el medio entre la comida de sábado de los judíos y la comida de los últimos tiempos en el reino de Dios. El Señor está siempre presente y reparte sus dones salvadores.

b) No ambicionar los primeros puestos (Lc/14/07-11).

7 Al notar cómo los invitados escogían los primeros puestos, les proponía una parábola: 8 Cuando seas invitado por alguien a un banquete de bodas, no te pongas en el primer puesto, no sea que otro más importante que tú haya sido invitado por él, 9 y cuando llegue el que te invitó a ti y al otro, te tenga que decir: Déjale el sitio a éste; y entonces, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. 10 Al contrario, cuando estés invitado, ve a ponerte en el último lugar, de suerte que, cuando llegue el que te invitó, te tenga que decir: Amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado delante de todos los comensales. 11 Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.

La comida de fiesta de los fariseos doctores de la ley está condimentada con discursos que conducen al debido conocimiento de Dios. Jesús habla como uno de ellos, no en el estilo de una amonestación profética. Sus palabras son discursos figurados, con moraleja, son parábolas. En ellos late su objetivo, su mensaje y su doctrina, el reino de Dios. Lo que él observa le sirve de imagen para exponer su doctrina de salvación.

Los invitados llegan y se sientan a la mesa. En ello hay que observar rigurosamente las precedencias. Según antigua usanza, se eligen los puestos no por razón de la edad, sino conforme a la dignidad y categoría de los invitados. Cada cual elige su puesto conforme a su rango, que él mismo se asigna. Jesús ve cómo los invitados se precipitan a los primeros puestos. Los fariseos cuidaban mucho de su honra, gustaban de ocupar los primeros puestos en las sinagogas y procuraban que se les saludase en las plazas públicas (11,43; 20,46; Mt 23,6; Mc 12,38) Reivindicaban su precedencia, pues estaban convencidos de tener derecho a los primeros puestos. Con la misma seguridad con que ocupaban los primeros puestos en la mesa juzgando que les correspondían como propios, creían también saber cuál es su puesto en la mesa de Dios. Estaban seguros del reino de Dios. ¿Con derecho?

Lo que en esta circunstancia observa Jesús le da pie para el diálogo. Comienza con una regla de urbanidad. En ella late un viejo aforismo: «No te alabes en presencia del rey y no te sientes en la silla de los grandes. Pues mejor es que te digan: Sube acá, que tener que ceder tu puesto a otro más grande» (Prov 25,6s). También los doctores de la ley conocen esta regla de prudencia: «Mantente alejado dos o tres asientos del puesto (que te corresponde), hasta que te digan: ¡Ven más arriba!, en lugar de decirte: ¡Más abajo, más abajo!» Para los doctores de la ley eran estas palabras no sólo reglas de prudencia con que librarse del bochorno; describen además una actitud que es fruto de sentimientos morales.

La regla dada por Jesús no es de pura cortesía y de prudencia mundana, no es una exhortación moral general a ser modestos, sino una parábola sugerida por la búsqueda ansiosa de los primeros puestos y que expresa una verdad concerniente al reino de Dios: quien quiera entrar en el reino de Dios, ha de ser pequeño, ha de hacerse pequeño, no debe formular falsas pretensiones teniéndose por justo. La sentencia final da la clave: Dios humillará al que se ensalce. Al que se tiene por justo, que quiere hacer valer sus derechos delante de Dios, Dios mismo lo excluye de su reino; al pequeño, que no se tiene por digno de los dones de Dios, le hace Dios entrar en su reino. «Dios revela su secreto a los pequeños» (Eclo 3,20). Ser pequeño es la primera condición para ser uno admitido en el reino de Dios (6,20). Con la misma sentencia se cierra también el relato del fariseo y del publicano en el templo. Allí reivindica el fariseo el primer puesto delante de Dios, como aquí en la comida; el publicano, en cambio, que no se estima digno del primer puesto, queda justificado delante de Dios.

El comportamiento en la comida descubre también quién puede participar en el banquete del reino de Dios. Para los cristianos no hay sólo reglas de pura urbanidad o de conveniencias cortesanas; para ellos, incluso el comportamiento en una comida corriente está significativamente envuelto en la sombra del misterio del reino de Dios. El reino de Dios lo abarca todo: el hombre, su comida, su comportamiento en la mesa, todas las esferas de su vida y de su ser. Dios lo es todo en todo. Nada se le puede sustraer; el Evangelio del reino reclama conversión.

Durante la última cena surge una disputa entre los discípulos acerca de las precedencias. «Surgió entre ellos una discusión sobre cuál de ellos debía ser tenido por mayor» (22,24). Jesús exige que uno se haga pequeño: «EI mayor entre vosotros pórtese como el menor; y el que manda, como quien sirve» (22,26). Jesús mismo se convierte en servidor: «¿Quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿Acaso no lo es el que está a la mesa? Sin embargo, yo estoy entre vosotros como quien sirve» (22,27). La celebración de la eucaristía se efectúa en el marco de servir y ser pequeño. De nuevo se tiende un arco que va del banquete terreno al banquete de los últimos tiempos, y entre ambos está el banquete sagrado de la comunidad. El arco que reúne a los tres es la actitud de ser pequeño: el Señor que se ha hecho servidor, Jesús en camino hacia Jerusalén, donde él, sirviendo, dará su vida como rescate por los muchos, esperando la exaltación. El camino de la salvación es el de hacerse pequeños.

c) La elección de invitados (Lc/14/12-14).

12 Decía también al que lo había invitado: Cuando des una comida o una cena, no convides a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que también ellos a su vez te inviten, y ello te sirva de recompensa. 13 Al contrario, cuando des un banquete, invita a pobres, tullidos, cojos, ciegos. 14 Dichoso tú entonces, pues ellos no tienen con qué recompensarte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos.

También el anfitrión, el que había invitado a la comida es implicado en el diálogo. Las palabras que se le dirigen no pueden considerarse una parábola. Jesús formula una verdad de vigencia perpetua mediante un imperativo aplicable a un determinado caso de la vida. La alocución dirigida al anfitrión quiere ser obligatoria. Jesús quiere que se cumpla lo que él dice, pero no sólo esto, sino algo más, como apunta él mismo.

La palabra dirigida al anfitrión está adaptada a él. Invitar es cuidado del anfitrión. Jesús no habla de esta comida presente, sino de una comida o de una cena, que éstas eran las dos refecciones del día. A la comida durante la cual está hablando Jesús, están invitados no sólo amigos, hermanos, parientes y vecinos ricos, sino también Jesús y quizá sus discípulos. La exhortación profética se expresa con consideraciones y afabilidad. ¿Por qué son invitados amigos, hermanos, parientes, vecinos ricos? Jesús, con sus palabras, quiere hacer reflexionar. Con amigos se está a gusto; los hermanos y los parientes pertenecen a la gran familia, y con su invitación «todo queda en casa». De los vecinos ricos se espera abundante compensación. La invitación está regida por el amor al propio yo. «Si amáis a los que os aman, ¿Qué gracia tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si hacéis bien a los que bien os hacen, ¿qué gracia tenéis? También los pecadores hacen lo mismo» (6,32s). El distintivo del amor de los discípulos es: sin esperar nada a cambio (6,35). Su amor no debe ser sólo un amor que espera ser correspondido. Jesús no se contenta con un comportamiento basado en conveniencias o en esperanza de compensación. Hay que invitar a los más pobres entre los pobres: los tullidos, los cojos, los ciegos. De ellos no hay nada que esperar. No pueden invitar por su parte, no acarrean acrecentamiento del honor o de la influencia. Tampoco es un placer comer con ellos. Nadie los ve a gusto. En la comunidad de Qumrán no se admitían tullidos de pies o manos, cojos, sordos o mudos. El sordomudo, el ciego y el idiota no podían, en determinados sacrificios en el templo, poner sus manos sobre la cabeza de la víctima; a estas gentes se las excluía del culto oficial del templo. Precisamente a éstos es a los que hay que invitar, a fin de que se borre toda idea de compensación. En el sermón de la Montaña se pide todavía más a los discípulos: el amor de los enemigos. El amor a los enemigos no supone la menor esperanza de contracambio y compensación. «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada» (/Lc/06/35).

Quien está penetrado de tal desinterés y altruismo, tendrá participación en el reino de Dios. Dios le dará la compensación. El que en sus obras sólo busca a Dios, recibirá de él gracia, agradecimiento y recompensa. «Tened cuidado de no hacer vuestras buenas obras delante de la gente para que os vean; de lo contrario, no tendréis recompensa ante vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 6,1).

En la comida que se celebró en casa del fariseo se hizo manifiesta la bondad munífica de Dios cuando el hidrópico obtuvo la curación en sábado. Dios se glorificó a sí mismo haciendo bien al más pobre. «Es bueno aun con los desagradecidos y malvados» (6,35). En la parábola del gran banquete dirige Dios mismo su invitación a los tullidos, a los ciegos y a los cojos (14,21). El discípulo representa la imagen de Dios. «Sed misericordiosos, como (y porque) vuestro Padre es misericordioso» (6,36); el discípulo da sin esperar compensación, su pensamiento está puesto en Dios. Dios se le revela (cf. Mt 5,16).

Las reglas del convite se convierten en reglas del banquete celestial del reino de Dios. La Iglesia primitiva puso empeño en que la regla de la invitación se viviera también en el banquete del Señor. ¿Lo logró? Pablo se queja de la comunidad de Corinto que se reúne para el banquete del Señor, de que cada uno toma anticipadamente su comida, que uno no tiene hambre y otro está ebrio: «¿Tenéis en tan poco las asambleas de Dios, que avergonzáis a los que no tienen?» (lCor 11,20-22). En la carta de Santiago se lee: «Suponed que en vuestra asamblea entra un hombre con anillo de oro y con vestido elegante, y que entra también un pobre con vestido sucio. Si atendéis al que lleva el vestido elegante y le decís: Tú siéntate aquí en lugar preferente; y al pobre le decís: Tú quédate allí de pie, o siéntate bajo mi escabel, ¿no juzgáis con parcialidad en vuestro interior y os hacéis jueces de pensamientos inicuos?» (Sant 2,2-4). ¿Dónde es más grande la gracia que se da, que en la mesa de la eucaristía? ¿Dónde es el hombre más mendigo que en esta mesa, en la que se le da comida y bebida «para perdón de los pecados» (Mt 26,28)? Como la parábola, también el imperativo termina con una mirada sobre los acontecimientos del fin de los tiempos, En aquella se prometía la exaltación, aquí la resurrección de los justos. Allí el camino pasaba por el abajamiento, aquí por el desinterés. Servir con amor desinteresado, dándolo todo, sin esperar nada: esto constituye al verdadero discípulo, que sigue a Jesús en el camino hacia Jerusalén, donde le aguarda la «elevación».

Jesús habla de retribución y recompensa. La idea de la recompensa no es la que determina la acción del discípulo, sino el Padre que está en los cielos. Quien así proceda, será recompensado misericordiosamente con la comunión con Dios en el reino de Dios. La recompensa se dará en la resurrección de los justos. No sólo los justos, sino también los pecadores han de resucitar (Act 24,15). La suerte de Tiro y de Sidón en el juicio será más llevadera que la de las ciudades galileas, que rehusaron la fe a Jesús (10,14; 11,31). Resucitarán para el juicio. «Los que hicieron el bien saldrán para resurrección de vida; los que hicieron el mal, para resurrección de condena» (Jn 5,29). La resurrección quiere ser promesa de felicidad, quiere cimentar bienaventuranzas.

 

d) La gran cena (Lc/14/15-24)

15 Cuando oyó esto uno de los comensales, le dijo: Dichoso el que participe en el banquete del reino de Dios.

Uno de los comensales toma la palabra y formula lo que se cierne tácitamente sobre estas conversaciones: el banquete del reino de Dios. El banquete en la tierra es imagen del banquete futuro, con el que se representa la consumación final, el reino de Dios (13,28). El comensal llama dichoso al que pueda participar en aquel banquete. La esperanza y el anhelo de Israel gira en torno a este banquete. Es el banquete de la redención, que no ha de tener fin. Los escritos apocalípticos lo describieron con los colores más vivos: «En la última venida sacará (Dios) a Adán y a los patriarcas y los conducirá aquí (al paraíso del Edén), para que se regocijen, como una persona trae a los que ama para que se sienten a la mesa con él, y esos que han venido, hablan ante el palacio de ese hombre, esperando con gozo su banquete, el disfrute del bien y de la riqueza inconmensurable, y gozo y alegría en la luz y en la vida eterna» (Henoc eslavo 42,5). La antigua Iglesia repite la felicitación del comensal, cuando piensa en la vida futura: «Bienaventurados los invitados al banquete de las bodas del Cordero» (/Ap/19/09). Confluyen las imágenes del banquete escatológico y de las bodas escatológicas. Dejan entrever el gozo que aporta el tiempo final. Cuando la comunidad primitiva de Jerusalén se reunía para «partir el pan», se sentía penetrada de gozo por lo que iba a venir y de júbilo por la salvación (Act 2,46). El banquete que se celebraba orientaba la mirada hacia la salvación consumada. El «partir el pan» del banquete eucarístico hacía esperar confiadamente el banquete del fin de los tiempos. Jesús mismo, en la última cena, hizo mención del banquete futuro en el reino de Dios (22,16.18.29). «Bienaventurado el que coma el pan en el reino de Dios.» La mirada pasa de la comida del sábado al banquete eucarístico, y de éste al banquete en el reino de Dios.

Al fariseo que pronunció las palabras de parabién no 1e cabía duda de que él participaría en el banquete de la bienaventuranza. Para tener parte en la vida futura que libra de toda angustia, lleva él con gusto el peso de la ley y se preocupa ansiosamente por cumplir con todas sus letras, y edifica con artificio una valla alrededor de la ley para impedir que sufra la menor violación. Si la obediencia no era fácil y sólo se podía observar con gran renuncia, el hombre religioso se sentía fortalecer con la mirada a la bienaventuranza con que Dios recompensaría su servicio. ¡Qué bien les irá a los que estén invitados al banquete que Dios prepara para los justos, cuando sea revelado su reino! El fariseo está convencido de que él estará presente, pues se reconoce por «hijo del reino» (Mt 8,12).

16 Entonces él le contestó: Un hombre preparaba un gran banquete e invitó a mucha gente; 17 y envió a su criado a la hora del banquete para decir a los invitados: Venid, que ya está preparado.

Jesús no se detiene en la felicitación del comensal, sino que habla del comportamiento de los invitados. Siempre evitó describir la magnificencia del banquete de los últimos tiempos; el reino de Dios sobrepuja toda representación humana. Jesús pasa de la felicitación a la decisión personal que se requiere para tomar parte en el banquete (cf. 13, 23s). Era necesario hacer vacilar la falsa seguridad en sí mismo y debía aceptarse su llamamiento a la conversión.

Los grandes banquetes tienen lugar por la noche. Aquí se trata de un gran banquete, pues son muchos los invitados. Primero se hace una invitación previa, con la que se anuncia el banquete. Todavía no se indica la hora exacta. Poco antes de comenzar envía el anfitrión a un criado para que los invitados que habían aceptado la invitación se acuerden de que ya es hora, que todo está preparado. Con esta forma de invitación observa el anfitrión una práctica de cortesía que se había hecho corriente en los ambientes distinguidos de Jerusalén. «En Jerusalén no acudía nadie a un banquete si no había sido invitado dos veces.» Cuando tenía lugar la segunda invitación, la cortesía exigía que se cumplimentase.

18 Pero todos, sin excepción, comenzaron a excusarse. El primero le dijo: He comprado un campo y necesariamente tengo que ir a verlo; te ruego que me dispenses. 19 Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a ir a probarlas; te ruego que me dispenses. 20 Y otro contestó: Me acabo de casar, y por eso no puedo ir. 21a Se presentó, pues, el criado y refirió estas cosas a su señor.

Ser invitado a un banquete es un honor y una alegría. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, todos los invitados se excusan, aunque ya habían aceptado la invitación. Todos sin excepción: el hecho es grave. Rechazar la invitación, sobre todo en el último momento, se tiene por una ofensa. La manera como fue rechazada hubo de disgustar al anfitrión (*). El primero habla todavía de necesidad, de fuerza mayor, y se excusa. El segundo se contenta ya con decir: Voy..., y también se excusa. E1 tercero ni siquiera se excusa ya. La propiedad, las ocupaciones, la esposa son los impedimentos para cumplimentar la invitación, para decidirse a responder al llamamiento: son cosas que hacen perder todo el interés por la invitación.
...............
*
La forma actual de la parábola ve en las palabras de los invitados una negativa total, no sólo una excusa por acudir más tarde.
...............

21b Entonces el amo de casa se enfureció y dijo a su criado: Sal inmediatamente per las plazas y las calles de la ciudad, y trae aquí los pobres, los tullidos, los ciegos y los cojos. 22 Luego le dijo el criado: Señor, se ha hecho lo que has mandado, pero todavía queda sitio. 23 Entonces el señor dijo al criado: Pues sal a los caminos y cercados, y obliga a la gente a entrar, hasta que mi casa se llene.

El banquete está preparado. El amo de casa no tiene la menor idea de suspenderlo. Quiere brindar la alegría del banquete. Así pues, hay que buscar a otros que sustituyan a los primeros invitados. A la primera invitación no halla suficientes comensales como para llenar la sala. Se envía por segunda vez al criado que hace las invitaciones. El anfitrión es generoso y magnánimo. La magnanimidad del anfitrión contrasta con la mezquindad de los primeros invitados. Aquí se diseña la imagen de Dios. Dios es amor que da, que se da, que se muestra condescendiente.

Primeramente se invita a los pobres que se hallan por las calles y plazas. No tienen casa, pero por lo menos viven resguardados por los muros de la ciudad. Los tullidos, los ciegos y los cojos son excluidos de la comunidad cultual por los judíos (14,13). Los nuevos comensales no han de ser sencillamente invitados: hay que traerlos. No les cabe en la cabeza que puedan ser invitados a un banquete, ni siquiera se atreven a ir cuando oyen la invitación; es preciso llevarlos. Hay que darse prisa, pues el tiempo apremia, el banquete está preparado.

La segunda invitación va dirigida a los que vagan por los caminos en los alrededores de la ciudad. Los caminos del campo están limitados por cercas. Los extraños que acampan por allá, que no tienen derecho de ciudadanía en la ciudad, tienen que ser traídos a la fuerza. Según la cortesía oriental, hasta los más pobres deben resistirse a toda invitación hasta que tomados de la mano y con suave violencia (24,29) se los introduzca en la casa. Esas gentes, que andan vagando fuera de la ciudad, ¿podrán ahora ir a la ciudad, a un «gran banquete»? Les parece increíble. No se creen dignos.

24 Porque os digo que ninguno de aquellos que estaban invitados ha de probar mi banquete.

Estas últimas palabras de la parábola no las dice ya el amo de casa, sino Jesús. Es como si saliera al proscenio y hablara al público (*). La parábola va avanzando cada vez más hacia Jesús. Primero se habla de «un hombre» (v. 16), luego se dice «el amo de casa» (v21b), y finalmente se lo llama «señor» (v. 23). Jesús mismo pronuncia las palabras conminatorias de la exclusión de los primeros invitados que habían despreciado su invitación.

El fariseo que durante la comida había pronunciado su «bienaventuranza», estaba persuadido de que tomaría parte en el banquete del fin de los tiempos. ¿Puede estar tan seguro? Desde luego, todo Israel fue invitado por Dios a lo largo de la historia de la salvación. Ahora tiene lugar el llamamiento último y decisivo, la invitación definitiva: por Jesús. Se ha iniciado la hora más decisiva de la historia de la salud. «Ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de salvación» (2Cor 6,2; Is 49,8; Lc 4, 21). Ahora hay que dirigirse a Jesús y hay que escuchar su invitación (13,24.25s). ¿Qué es lo que sucede? Se rechaza su invitación. El desenlace: «Ninguno de aquellos que estaban invitados ha de probar mi banquete.» ¿Qué decir ahora de la seguridad del fariseo?

Las razones que dan los invitados para excusarse están desarrolladas tan ampliamente por Lucas (**) que merecen ser examinadas. La propiedad (un campo), los negocios y las faenas (los bueyes), la mujer (contraer matrimonio) son los impedimentos para cumplimentar la invitación. Tres motivos parecidos impiden que se desarrolle y dé fruto la palabra de Dios: «Lo que cayó entre zarzas son los que oyeron; pero con las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, se van ahogando y no llegan a madurar» (8,14). A la propiedad y al amor de la mujer se opone en san Mateo el llamamiento a la pobreza y a la virginidad (Mt 19,21.11s), llamamiento que no va dirigido a todos.

La parábola es una invitación a entrar dentro de sí, a convertirse. Se pone en contingencia la entrada al banquete del reino de Dios, si no se oye y se pone en práctica la palabra de Jesús. Los tres invitados rechazan la invitación porque los negocios de la tierra, los asuntos de la vida, los placeres y su satisfacción tienen para ellos más importancia que el llamamiento de Jesús y la predicación de la Iglesia, que lleva a los hombres esta invitación de Jesús. Se animan quizá por un momento -como los invitados a la primera invitación-, pero no toman una decisión seria y definitiva que se traduce en obras; quieren alcanzar bienestar y disfrutarlo.

Dos clases de hombres son llevados al banquete y ocupan los puestos de los primeros invitados. También sobre esto conviene reflexionar. Son precisamente los mismos que son excluidos del reino de Dios por los fariseos: los pobres (tullidos, cojos, ciegos) y los gentiles. No pertenecen a la sagrada comunidad de Israel y no pueden esperar gozar de la comunidad de mesa en el reino de Dios. Jesús juzga diferentemente. Precisamente a los pobres y a los paganos despeja Jesús el camino del banquete en el reino. En ellos halla eso que él mismo anuncia como condición fundamental para entrar en el reino. Los pobres y los paganos que aceptan la invitación no se atreven a creer que se les ha invitado a ellos; tienen que ser llevados y forzados a entrar. Se reconocen pobres delante de Dios y se tienen por indignos, como la pecadora en casa del fariseo (7,36), el jefe de publicanos, Zaqueo (19,1), el publicano en el templo (18,8), el hijo pródigo (15,11), el ladrón crucificado juntamente con Jesús (23,41).

La parábola del gran banquete cierra el symposion lucano. De ella se proyecta luz sobre el banquete que celebran las comunidades cristianas el domingo. ¿Quiénes son, pues, los que allí se congregan? Pablo hace la presentación de la comunidad de Corinto: «Fijaos, hermanos, quiénes habéis sido llamados: no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos de noble cuna; todo lo contrario: lo que para el mundo es necio, lo escogió Dios para avergonzar a los sabios, y lo que para el mundo es débil, lo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte, y lo plebeyo del mundo y lo despreciable, lo que no cuenta, lo escogió Dios» (lCor 1,26-28). ¿Por qué así? En la comida de un príncipe de los fariseos -en una comida festiva de sábado- sólo uno halló la salud y salvación: el pobre hidrópico despreciado...

Sobre el symposion se extiende la luz, el resplandor del amor generoso, misericordioso, de Dios, que se goza de darlo todo a los que no tienen nada: al hidrópico, a los tullidos, cojos y ciegos -y a los gentiles que viven fuera del abrigo de la ciudad de Dios-; todos éstos son saciados porque tienen hambre y no poseen nada. Los que se jactan de poseer, salen con las manos vacías (1,53). Esta fe, esta convicción de que lo más grande que puede esperar el hombre es don y gracia, es lo que crea la verdadera comunidad, que congrega a las gentes en el banquete del Señor. El saber que la adhesión al Señor es lo decisivo en el camino de la salud, esto es lo que proporciona el verdadero fruto de la eucaristía: participación en la muerte del Señor hasta que él venga (22,20; lCor 11,25). El symposion se celebra camino de Jerusalén.
...............
*
Análogamente también 11,8; 15,7; 16,9; 18,8.14; 19,26.
**
Mateo, en la parábola paralela, aduce sólo dos razones: el campo y el negocio (Mt 22,5); esta forma más sucinta parece ser la más original.
...............

3. ABNEGACIÓN CRISTIANA (14,25-35).

Para entrar en el reino de Dios es necesario seguir el llamamiento de Jesús. Ya en la parábola del gran banquete ha aparecido claro que hay impedimentos para aceptar este llamamiento. En una nueva unidad literaria, en la que se combinan dichos de Jesús transmitidos por tradición, se muestran las condiciones del seguimiento más radical de Jesús: renuncia al abrigo y seguridad en la familia y prontitud para dar la vida (v. 25-27), serena ponderación y consideración de si se ha de tomar la decisión de seguir a Jesús de esta forma tan radical (v. 28-32), desapego de toda propiedad (v. 33). Sólo así se logra vivir el verdadero sentido del seguimiento de Jesús en calidad de discípulo y de la entrega total a Jesús, y estar a la altura de la responsabilidad que esto implica (v. 34). En la comunidad hay personas que viven voluntariamente en virginidad y pobreza (ICor 7,8; Act 4,37). ¿Qué hay que decir sobre esto?

a) Renuncia del discípulo de Cristo (/Lc/14/25-27)

25 Grandes multitudes iban caminando con él, y volviéndose hacia ellas, les dijo:...

La gran muchedumbre del pueblo quieren ser discípulos de Jesús. Van tras él. ¿Sabe la multitud lo que esto significa y lo que exige? Jesús camina hacia Jerusalén, donde le aguarda la glorificación, pero también la pasión y la muerte... ya se han dejado oír algunas exigencias formuladas a los discípulos, ya se han mencionado algunas condiciones de la glorificación: «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha» (13,24). Quien quiera entrar al gran banquete, debe seguir inmediatamente el llamamiento y la invitación y diferir la visita de su campo, la prueba de las yuntas de bueyes, el tomar esposa (14,18-20). ¿Qué quiere decir caminar con él? ¿Llegar a la «elevación»?

La multitud del pueblo camina tras Jesús; él tenía que volverse cuando quería dirigirle la palabra. Se ha dado el primer paso en el seguimiento de Jesús. El pueblo ha tomado conocimiento de Jesús, se le ha adherido no obstante la contradicción de muchos, le sigue y oye su palabra. Lo que salva es sólo la adhesión a Jesús. ¿Pero basta con ir tras él? ¿Qué significa seguir a Jesús?

26 Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos y hermanas, y más aún, incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo.

El que viene a Jesús para ser su discípulo tiene que poner a Jesús por encima de todo, poner todo lo demás en segundo lugar. Lo que esto significa, lo formuló Jesús con una palabra tremendamente dura, extremada, imposible de pasar inadvertida, provocativa: odiar. Odiar todo lo que amamos y tenemos el deber de amar: las personas que están unidas con nosotros con los vínculos más fuertes, la familia, que asegura protección y abrigo -la expresión presupone la gran familia-, la propia vida... Sólo Jesús se propone como el único objeto de amor, como el único refugio, como dispensador de vida. Jesús ha predicado el amor, no el odio. Ni tampoco pensó en dejar sin vigor el cuarto mandamiento (18,19s). Según la manera de hablar semítica, odiar significa poner en segundo lugar, posponer (Cf. Gn 29,30.31.33; Dt 21.15ss; Jc 14,16). Mateo explica lo que quiere decir Lucas, con estas palabras: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí» (/Mt/10/37). «Odiarse» a sí mismo significa lo mismo que negarse a sí mismo (9,23).

Padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas, la propia vida deben pasar a segundo término delante de Jesús. La adhesión a Jesús (en algún sentido) es condición ineludible para alcanzar el reino de Dios, el más alto de todos los valores. Por lo menos en caso de conflicto hay que poner a Jesús por encima de todo lo demás y desligarse de cualquier otro vínculo.

De Leví, padre y patriarca de los levitas que sirven en el templo se dice que dijo así acerca del padre y de la madre: «No los conozco», que no consideró a sus hermanos y desconoció a sus hijos (Dt 33,9). Levi se siente ligado incondicionalmente al templo, a la ley, y a la alianza de Dios; por razón de este vínculo deja en segundo lugar todas las obligaciones con su familia. Para Leví, consagrado a Dios, la ley de Dios y la alianza son las realidades incondicionales que hay que anteponer a todo lo demás. Para los discípulos de Jesús es Jesús la realidad incondicional, exclusiva, que no admite comparación. Él es la ley, el nuevo orden salvífico, la revelación de Dios, la verdad (Jn 14,6) y la realidad, en cuya comparación todo lo demás no es sino sombra. Sólo en él está la salvación (Act 4,12).

27 Quien no lleva su cruz y viene tras mí, no puede ser mi discípulo.

Estas palabras se pronuncian en camino hacia Jerusalén, donde aguarda a Jesús la muerte de cruz. Quien quiera seguirle, tiene que estar dispuesto a llevar su cruz. Jesús va delante en el camino del Calvario. En la antigüedad, el que era crucificado debía arrastrar hasta el lugar de la ejecución la viga transversal. La palabra de Jesús es una palabra figurada, una imagen (*). La muerte en cruz es castigo de los infames, de los desertores y de los esclavos. El que lleva la cruz pierde la vida, la honra, y está condenado a la destrucción total; se dice: «Maldito el que está colgado de un madero» (cf. Gál 3,13). El que se resuelve a seguir a Jesús, debe estar pronto a tomar sobre sí todo lo que está incluido en esta gama, pero que repugna al hombre hasta lo más hondo de su ser. Jesús, Maestro y Señor, lleva la cruz y es un crucificado; éste es su camino hacia la «elevación».

¿Qué significa seguir a Jesús? Los muchos que caminan con Jesús hacia Jerusalén ¿están dispuestos a ponerlo por encima de todo, a tomar sobre sí su suerte, a cargar con la cruz, a exponer su vida si Dios lo exige en el seguimiento de Jesús? Tales exigencias se fundan en la palabra y llamamiento de Jesús.
...............
*
No está resuelto si al hablar Jesús de llevar la cruz hace una predicción de su muerte o bien emplea un giro popular. ¿De dónde provendría éste? ¿De Ez 9,4-6: Se salvará el que lleve marcada la T (+)? ¿De Gén 22,6, donde Isaac lleva su haz de leña para el sacrificio?
.................

b) Decisión deliberada (Lc/14/28-32).

28 Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta antes a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? 29 No vaya a ser que, si después de poner los cimientos no puede acabarla, todos los que la vean empiecen a burlarse de él 30 diciendo: Este hombre comenzó a edificar, pero no pudo terminar.

La parábola empieza en estilo semítico. El que la oye, puede y debe juzgar por sí mismo. Se pone el caso de uno que quiere edificar una torre. ¿Un edificio de varias plantas? ¿Una fortaleza? ¿Un gran edificio mercantil? Ahora bien, los oyentes de Jesús son por lo regular gentes sencillas, labradores, viñadores. A ellos se dirige Jesús: ¿Quién de vosotros...? En la parábola de los viñadores homicidas se dice: «Un hombre plantó una viña y la rodeó de una cerca, cavó un lagar y construyó una torre» (Mc 12,1). Esta torre en una viña tenía una doble finalidad. En temporadas de mucho trabajo servía de habitación; en todos los casos servía para vigilar, pues desde el terrado plano se divisaba todo sin dificultad y se podía observar si se acercaban ladrones o animales. Todo viñador soñaría con poseer, en lugar de una cabaña de follaje, una verdadera torre en medio de su viña. Aquí comienza la parábola de Jesús. Si uno de vosotros, que posee una viña, quiere edificar en ella una torre de vigía, no llamará sin más a los albañiles y aprontará el material de construcción, sino que primero reflexionará para ver si los medios de que dispone le permiten llevar a cabo la construcción. Se sienta, hace cálculos con la pluma en la mano, se toma tiempo para reflexionar. Se comparan los gastos de construcción y el capital disponible. Sólo cuando consta que es suficiente el capital se comienzan las obras. El que se ahorra estas reflexiones y, un día, cuando le viene la idea, manda comenzar las obras, se expone a graves riesgos. Podría suceder que viniera a gastarse todo el capital cuando apenas se hubieran echado los cimientos. ¿Qué hacer entonces? Habrá que suspender las obras, él habrá despilfarrado su dinero y todos los que vean la obra sin acabar se le reirán tratándole de charlatán y fanfarrón, de hombre irreflexivo. Jesús quiere decir, y en ello todos le dan la razón: nadie de vosotros querrá hacer semejante tentativa, sino que reflexionará y calculará diligentemente y sólo dará la orden de edificar cuando esté seguro de que tiene medios suficientes para llevar a término su proyecto. De lo contrario, vale más dejar el asunto.

31 ¿O qué rey, teniendo que salir a campaña contra otro rey, no se sienta antes a reflexionar si será capaz de enfrentarse con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? 32 De lo contrario, mientras el otro está todavía lejos, le envía una embajada para pedirle condiciones de paz.

La segunda imagen no está ya tomada de la vida de las gentes sencillas, sino de la alta política. Por eso no se comienza aquí, como antes, con las palabras «¿Quién de vosotros?», sino que se dice: «¿Qué rey?» Se pone el caso de un rey que quiere guerrear contra otro rey. Este otro rey ha emprendido ya la marcha. ¿Qué hará el rey que se ve agredido? ¿Salir precipitadamente al encuentro del enemigo, con su ejército reclutado de prisa con trompetas y tambores, sin considerar antes cuál es la proporción de las fuerzas? Sabe que el rey enemigo avanza contra él con veinte mil hombres y que él mismo sólo dispone de diez mil hombres en condiciones de combatir. ¿Vale verdaderamente la pena oponer resistencia? Por lo regular es imposible derrotar a un enemigo que cuenta con doble contingente de fuerzas. Cuando las circunstancias ayudan, no todo depende del número.

Por ejemplo, Judas Macabeo, el año 165 a.C., derrotó al general sirio Lisias sólo con diez mil hombres, mientras que el ejército sirio contaba sesenta mil hombres, más 5000 de a caballo (1M 4,28-35). Hay que considerar y estimar no sólo el número de los soldados, sino también su armamento, su moral de guerra, la pericia de los oficiales, las cualidades del general en jefe. El rey se sienta y se pone a considerar. Sólo se lanza al combate si el resultado de sus reflexiones le permite esperar un desenlace favorable. De lo contrario, pide condiciones de paz y se rinde sin más.

La doble parábola expresa la misma idea con dos ejemplos diametralmente opuestos: condiciones grandes y pequeñas, un pequeño labrador, un gran rey ¿Qué idea se trataba de representar gráficamente? Evidentemente ésta: el que emprende algo grande examina antes cuidadosamente si tiene medios y fuerzas suficientes para tal empresa En el centro de ambas parábolas se dice: «no se sienta antes», «a calcular», «a reflexionar». ¿Pero esto es todo? ¿No se trata en las parábolas de una elección: construir la torre o no construirla; emprender la guerra o someterse? Si resulta que los medios son insuficientes, vale más renunciar sencillamente a la empresa. En la parábola del rey que trata de guerrear, se dice esto expresamente. En la otra parábola se hace referencia a los perjuicios que acarrea un proceder inconsiderado: en lugar de ventajas, sobrevienen inconvenientes. Las parábolas dobles ilustran la misma idea, pero no de la misma forma. Con la idea principal se asocian las dos ideas secundarias mencionadas. La doble parábola quiere decir: primero pensar, luego osar; mejor no comenzar en absoluto una cosa, que lanzarse a ella con medios insuficientes para acabar en un fracaso. Con estas ideas no quiere Jesús dar reglas de prudencia para la vida cotidiana; Lucas encuadra las dos parábolas en la doctrina de las graves exigencias que implica el seguir a Jesús. La gran empresa es seguir a Jesús, hacerse su discípulo. Quien se sienta inclinado a seguir a Jesús y a ser su discípulo debe comenzar por reflexionar y considerar bien si tiene también la voluntad seria y resuelta y las fuerzas que se requieren, no sólo para hacerse discípulo de Jesús, sino para serlo de veras y perseverar como tal. Quien no se sienta a la altura de este quehacer, vale más que lo deje. En efecto, el fracaso pone en peligro la salvación.

Así interpretadas, las dos parábolas plantean una difícil cuestión: ¿Dejó, pues, Jesús al arbitrio de cada uno el asunto de que habla? Seguir a Cristo ¿no es necesario a todos para la salvación? ¿Quiere Jesús que los que tratan de seguirle se pregunten si quieren seguirle de veras y, si no, que lo dejen? Su llamamiento a seguirle ha decidido ya acerca de este «si». Pues si ello es así, ¿qué quieren decir todavía las parábolas?

El seguimiento de Cristo puede efectuarse de diferentes maneras. Sigue a Jesús quien oye y pone en práctica su llamamiento a la conversión y a la fe en su mensaje. Pero los Evangelios conocen también un seguimiento que consiste en la adhesión permanente a Jesús, abandonando por consiguiente casa, profesión y familia. De esta manera siguieron a Jesús los apóstoles. No a todos los que le siguen exige Jesús que renuncien al matrimonio, sino únicamente a aquellos a quienes es dado por Dios comprender esta palabra (Mt 19,12). Ni tampoco exige a todos que renuncien totalmente al dinero y a los bienes. El publicano Zaqueo no renunció a todos sus bienes después de su conversión (19,1-10). Las mujeres galileas que seguían a Jesús no se privaron de todo lo que poseían (8,3). Cuando Jesús habla de las graves exigencias de su seguimiento, se refiere, según este pasaje de san Lucas, al seguimiento más estricto. Para esto no basta mero entusiasmo, un fervor momentáneo. Lleva consigo una renuncia radical, incluso a lo que parece ser imprescindible para la vida. Esto es lo que requiere reflexión madura antes de emprender tal seguimiento de Cristo (cf. 9,57s). Jesús quería impedir que se le unieran entusiastas que comienzan con ardor, pero que luego se hastían de la vida fatigosa y acaban incluso por perder la fe (Jn 6,60-71).

Es posible que la elección de las imágenes de las parábolas se refiera al seguimiento de Jesús tal como lo practican los apóstoles: edificación de una torre y guerra. Edificación y combate están encomendados a los apóstoles (Rom 15,20; Flp 2,25). Uno y otro exigen decisión, reflexión, entrega total. Gloria y paz coronarán estas obras; se verá dominada la ignominia y la cruel servidumbre. La salvación mesiánica es gloria y paz.

c) El verdadero discípulo (Lc/14/33-35)

33 Igualmente, pues, ninguno de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, puede ser mi discípulo.

Al discípulo se le exige optar «incondicionalmente» por Jesús; las personas queridas, la propia vida, el honor deben posponerse a Jesús. También la propiedad. Una sentencia particular exige el abandono de la propiedad por parte de los compañeros y colaboradores estables de Jesús. Todos sus pensamientos e intenciones deben estar orientados a lo que concierne al reino de Dios. La propiedad domina al hombre, tiene absorbido su pensar y su vida, lo somete a su hechizo. «No podéis servir a Dios y a Mamón» (16,13). El llamamiento de Pedro y de los dos hijos del Zebedeo se cierra con estas palabras: «Dejándolo todo, lo siguieron» (5,11). Del publicano Leví se refiere: «Dejándolo todo, lo seguía» (5,28). Pero, como portavoz de los doce, puede decir que lo han dejado todo (18,28). Sin embargo, no a todos los que en alguna manera quieren seguir a Jesús se les exige que renuncien a todo lo que poseen. En la primitiva Iglesia de Jerusalén muchos se despojaron de sus bienes (Act 4,36-5,11), pero se podía pertenecer a la Iglesia sin renunciar a todas las posesiones (Act 5,4).

34 Buena es ciertamente la sal; pero, si también la sal pierde su sabor, ¿con qué se le devolverá? 35 Ya no sirve ni para la tierra ni para el estercolero; la tiran fuera. El que tenga oídos para oír, que oiga.

La sal es buena y provechosa: para condimentar los alimentos, para conservar pescados y pieles de animales, hasta para el culto sagrado del sacrificio (Lev 2,13). El mundo no puede subsistir sin sal. Pero la sal puede perder su virtud de salar. En Palestina se obtiene del mar Muerto; está mezclada con otras muchas materias, por lo cual puede «echarse a perder». Entonces pierde su sabor y se vuelve sosa e insípida. ¿Para qué sirve entonces? Ni siquiera sirve para el campo ni para el estercolero, al que se echa todo lo que no sirve para nada. La sal quita la fertilidad al suelo. Lo convierte en una tierra desierta y árida, suelo salino e inhabitable (Jer 17,16). «Todo lugar en que se encuentra sal es estéril y no produce nada», es una convicción de la antigüedad. La sal es buena mientras conserva la virtud de salar. El discípulo de Jesús es bueno si tiene el espíritu de verdadero discípulo, si Jesús es todo para él, si hace pasar a segundo término todo lo que estorba en su camino hacia Jesús, si se desprende radicalmente de todo para poder entregarse entera y radicalmente al seguimiento de Jesús, siguiéndole «a dondequiera que vaya» (9,57). Si el discípulo de Jesús, que se ha decidido a seguirle muy de cerca, no realiza radicalmente este propósito, entonces se asemeja a la sal que ha perdido su sabor. No es apto para servir al mundo y se grava con culpa (Mt 5,13). Las palabras relativas a la suerte de la sal que se ha hecho inservible son tan detalladas, que invitan a recapacitar; son un aviso y una amenaza.

Lo que dice Jesús sobre la sal tiene un sentido oculto. Para comprenderlo hay que tener oídos abiertos, hay que reflexionar y estar dispuestos a aceptarlo. El que verdaderamente oye la palabra y le obedece, recibe fuerza de Dios para salvarse. La palabra es también invitación. «El que sea capaz de entenderlo, que lo entienda» (Mt 19,12). No todos son capaces de practicar el seguimiento radical de Jesús. En la Iglesia hay siempre necesidad de personas que renuncien radicalmente a todo, a fin de que los discípulos de Cristo se hagan cargo de que por encima de toda posesión de la tierra están el reino de Dios y sus bienes, y de que todos deben estar de tal manera despegados de la propiedad y de todo lo demás, que practiquen el desprendimiento incluso materialmente, exteriormente cuando la decisión lo exija, que ellos mismos entreguen la vida por la causa, cuando tengan que perder la vida con el martirio por confesar a Jesús. En estos discípulos de Jesús se echa de ver lo que significa seguir a Jesús en su sentido más profundo. El discurso de Jesús acerca de las serias exigencias de su seguimiento como discípulos va dirigido a las multitudes. Éstas deben saber lo que en definitiva significa seguir a Jesús. Estas palabras no incluyen una exigencia incondicional para todos. «No todos son capaces de aceptar esta doctrina» (Mt 19,11). Sin embargo, a todos muestra este discurso cuán serio es ser discípulo de Jesús.

4. ACOGIDA A LOS PECADORES (15,01-32).

Para ser discípulo de Cristo se requiere fundamentalmente la conversión, la fe en la palabra de Jesús (Mc 1,15) y la adhesión a él. La vida anterior de quien quiere seguir a Jesús no es impedimento para seguirle y salvarse, con tal que se efectúe la conversión. Esto se muestra por medio de las parábolas de la oveja perdida, de la dracma perdida (v. 3-10) y del hijo pródigo (v. 11-32). El amor de Dios a los pecadores proclamado en esta página evangélica tiene la mayor importancia para la predicación misionera entre los paganos. La tradición que utilizó Lucas refiere que Jesús, en su proclamación del amor misericordioso de Dios a los pecadores, tuvo que defenderse contra las objeciones de los fariseos. Es posible que en las comunidades cristianas primitivas afloraran ideas parecidas a las de los fariseos cuando se acercaban pecadores al bautismo y asistían juntamente con los «santos» al banquete común.