El fermento de los fariseos
Lc 12, 1-3

 

 

La palabra hipócrita designaba en el mundo griego antiguo al actor que, con una máscara y un disfraz, asumía una personalidad ajena: Fingía ante el público ser otro, frecuentemente muy lejano a su propia realidad. Su papel se desarrollaba de cara ante el público, teniendo como regla suprema de su actuación, la aprobación y el aplauso de la galería. Muchos fariseos  convertían este modo de actuar en su ser íntimo, es decir, en hipocresía, y actuaban de cara a los demás y no de cara a Dios. Su vida era tan falsa como la de los actores durante su representación. Cayeron en la tentación de darle gran importancia al juicio de los hombres -¡tan endeble y pasajero!- y descuidar el de Dios. El Señor nos lo advierte en el Evangelio de la Misa (Lucas 12, 1-3): Guardaos de la levadura de los fariseos que es la hipocresía. El Señor quiere para los suyos una levadura, un modo de ser bien distinto: que tengamos ante Él y ante los demás una única vida, sin máscaras, sin disfraces, sin mentiras. Hombres y mujeres de una pieza, que van con la verdad por delante.

Jesús mismo nos enseñó el modo de comportarnos: Sea vuestro modo de hablar sí, sí, o no, no; lo que pasa de esto, de mal principio procede (Mateo 5, 37). En el trato con los demás la palabra del hombre debe bastar. El Señor quiso realzar el valor y la fuerza de la palabra de un hombre de bien que se siente comprometido por lo que dice. La verdad es siempre un reflejo de Dios y debe ser tratada con respeto. Muy lejos de lo que ha de ser un cristiano está el hombre que presenta una personalidad o unas ideas, como los actores, según el público que tengan delante. Con todo, se darán casos en los que no estemos obligados a manifestar la verdad por motivos profesionales o por el sigilo sacramental de la confesión, pero nunca deberemos decir mentiras. Imitemos al Señor en su amor a la verdad.
 
Dice Jesús: Yo soy la Verdad (Juan 14, 6). La verdad tuvo su origen en Dios y la mentira es la oposición consciente a Él. Por eso llama Jesús al diablo padre de la mentira, porque la mentira comenzó con él. Y el que miente tiene al diablo como padre (Juan 8, 42). Los medios de comunicación que por su naturaleza deberían ser transmisores de la verdad, pueden en muchas ocasiones ser unos impostores y confundir a sus lectores, a fuerza de repetir mentiras sobre los criterios morales de una sociedad. No dejemos de actuar pensando que es poco lo que podemos hacer para defender la verdad. Nuestra Señora nos prestará su fortaleza.

Fuente: Colección "Hablar con Dios" por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre