CAPÍTULO 5


10. LA FE Y EL TESTIMONIO DE DIOS (tercera vinculación entre los temas "amor» y «fe» y cuarta exposición sobre el tema «la fe en Cristo»), 5,1-12.

El tema "amor» alcanzó en el capítulo 4 su punto culminante. Y con él, lo alcanzó también el tema «la fe en Cristo». Ahora bien, el autor quiere exprimir más este tema. En primer lugar, pretende establecer otra vinculación más entre ambos temas (v. 1, y también los v. 2-5: vinculación entre los motivos "fe en Cristo», «nacido de Dios», "amor a Dios», «amor al hermano», "observancia de los mandamientos»). En relación con esto, se carga sobre la fe el acento más vigoroso que vemos en toda la carta: «Ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe.» Es una intensificación suprema, una consumación del motivo de la victoria, que habíamos encontrado ya en 2,12-14 y en 4,4: una intensificación que presupone que en el capítulo 4 se ha llegado a la culminación de la idea de la agape.

De aquí retorna el autor a los motivos de la introducción de su carta (1,1-4): en el Hijo, que se nos ha manifestado «palpablemente», está la «vida eterna» (v 11s). El camino para ello lo constituye el enunciado acerca de la «venida» de Jesús en «agua y sangre» (v. 6a.b) -que parece ser un equivalente a los enunciados relativos a la encarnación- y las exposiciones acerca del «testimonio» (los «tres testigos», v. 6c-8, y el testimonio de Dios, v. 9-1 1).

Esta palabra clave de «testimonio» (martyria), que suena ya en 1,2 junto a «os anunciamos»~ domina los últimos versículos del cuerpo propiamente tal de la carta, el cual termina juntamente con nuestra sección. Nada menos que diez veces aparecen en 5,6-11 las palabras «testimonio» o «testificar». Constituyen el sonido más vigoroso dentro del triple acorde final de la carta, que resuena en nuestra sección. A este acorde final pertenece ya antes la palabra «victoria» (v. 4 y 5: cuatro veces la palabra «victoria» o "vencer») y, completamente al final, la expresión de «vida eterna» (cuatro veces en el v. 11s).

Estructura:

a) 5,1-4 (5): Tercera vinculación entre los temas «amor» y «la fe en Cristo» (vinculación entre los motivos: amor a Dios, amor a los hermanos, observancia de los mandamientos, fe en Cristo).

b-f) v. 6-12: El testimonio de Dios.

b) v. 6: Contenido del testimonio del Espíritu: la venida de Cristo «por agua y sangre».

c) v. 7-8: Los tres testigos «Espíritu», «agua» y «sangre».

d-f) v. 9-12: El testimonio de Dios y la fe.

d) v 9: El testimonio -«mayor»- de Dios.

e) v. 10: La posición del hombre con respecto al testimonio de Dios: aceptación o rechazo (relación interna con el testimonio por medio de la fe).

f) v. 11-12: La concesión de la vida eterna como testimonio.

a) Tercera vinculación entre los temas «amor» y «fe en Cristo» (5,1-5).

1 Quien cree que Jesús es el Mesías, ha nacido de Dios, y quien ama al que lo engendró, ama al que ha nacido de aquél. 2 En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos; 3 pues éste es el amor de Dios: que guardemos sus mandamientos. Sus mandamientos no son pesados; 4 porque todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe. 5 ¿Y quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?

A propósito del v. 1: «Quien cree...», vemos que otra vez se introduce el motivo de la fe, de manera parecida a como se introducía en 4,14s, y asociado inmediatamente con el motivo del amor. El tema de 5,1ss está tan íntimamente vinculado con el de la sección anterior, que mejor sería no ver en 5,1 el comienzo de una nueva sección.

El v. 1 contiene dos cláusulas, cada una de las cuales comienza con «quien». Ambas hablan del cristiano: la primera de lo que es el cristiano (de que el cristiano "ha nacido de Dios»); la segunda de lo que el cristiano hace (con su amor).

Las dos primeras mitades de las dos partes del versículo son proposiciones paralelas, esto es: consideran una misma y única realidad objetiva de la forma que ya conocemos, contemplándola desde los dos ángulos principales de la «fe» y del «amor».

Versículo 1a: Quien cree que Jesús es el Mesías, ha nacido de Dios.

Versículo 1b: Quien ama al que lo engendró, ama al que ha nacido de aquél (es decir: ama al hermano, que ha nacido también de Dios).

Véase 4,15: El que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él; en vez de esto, 5,1 nos dice: ése «ha nacido de Dios».

El v. 1b recoge el resultado del v. 1a: Quien ha nacido de Dios, tiene que amar al que lo engendró. Quien cree que Jesús es el Mesías, el «Ungido» (con el Espíritu Santo), es alguien que ama a Dios, al Padre (al «que lo engendró»); porque «conoce» al amor personal (4,16a), al Padre, al «que lo engendró»). Ahora bien, este amor al Padre es una mentira, si no conduce a amar a los demás que han nacido de él ( = a los hermanos) (véase anteriormente, a propósito de 4,20). Hasta aquí se nos ofrece una repetición extraordinariamente concisa y densa de las ideas que se habían expuesto hasta ahora. Sin embargo, hay algo nuevo. Y es que se pone en paralelo expresamente la fe en Cristo y el amor a Dios. Este paralelismo lo facilita la concepción joánica de «conocer». En la fe en Cristo, se ama a Dios mismo, «conociéndolo».

Pero en el v. 2 surge una locución sorprendente. En este versículo tenemos ante nosotros una fórmula de conocer: una fórmula como las que hemos encontrado frecuentemente 112. Sin embargo, aquí el objeto de nuestro conocimiento no es nuestra comunión con Dios, sino lo que en otras partes era la razón gnoseológica -la razón para conocer-: el amor a los hermanos. Así, pues, los miembros de las otras fórmulas de conocer (el objeto del conocimiento y la razón gnoseológica (o razón del conocimiento) han quedado, evidentemente, invertidas. ¿Por qué? No sólo nuestra comunión con Dios y nuestro amor a Dios, sino también la autenticidad de nuestro amor a los hermanos es un problema. No es cosa obvia. Necesita asegurarse contra el engaño propio. Esa seguridad se da aquí: incluso la autenticidad de nuestro amor fraterno se conoce porque no brota del amor propio, sino que se ejercita en obediencia al mandamiento de Dios. Esto significa: en adecuación a la entrega que Cristo hizo de su vida. Y, por tanto, como verdadera entrega.

La razón gnoseológica que nos permite conocer la autenticidad del amor a los hijos de Dios, es un amor a Dios que esté dispuesto y pronto para la obediencia activa.

El v. 3a corrobora esto mismo: el amor de Dios (aquí, de acuerdo con el contexto, se trata principalmente de nuestro amor a Dios, sin que se excluya que el presupuesto de este amor es el amor de Dios hacia nosotros) no consiste en afectos y emociones sino en el cumplimiento activo del mandamiento.

E1 v. 3b sirve de transición hacia el enunciado que constituye el punto culminante: el enunciado acerca de la victoria de la fe: «Sus mandamientos no son pesados» 113. ¿Por qué los mandamientos «no son pesados»? Este aserto nada habitual se explica por la intención del autor, que pretende consolidar en sus cristianos la certidumbre de la salvación. Es una afirmación que queda en la misma línea que la de 3,4-10 y debe explicarse por ella. Los mandamientos de Dios «no son pesados» porque «todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo» (v. 4a). «Todo lo que ha nacido de Dios» significa: «Todo el que ha nacido de Dios.» En todo aquel que ha nacido de Dios, está el «germen» de Dios, como la fuerza del amor que vence al mundo. El «mundo» debe entenderse aquí en el sentido de 2,15-17: el «mundo» como espacio en que reina el "maligno», quien está determinado por la concupiscencia que se aferra convulsamente al yo.

Hasta aquí, la afirmación se explica únicamente por la idea de la agape en la carta. Parece que, para él, no es necesaria la fe. Pero en el v. 4b vemos que la fe, no obstante, entra en escena: Y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe. El v. 5 aclara: Esta fe que es la victoria sobre el mundo es la fe en Jesús como el Hijo de Dios. ¿Cómo puede llegarse a esta expresión?

Si nosotros, sin tener en cuenta el resto de la teología de 1Jn, tratáramos de dar una respuesta, entonces la utilización de este texto en la liturgia del domingo X después de pascua nos podría llevar a una pista equivocada: como si la fe se llamara «victoria» porque es la fe en la victoria de Cristo conseguida en la pascua. Ahora bien, la fe de la que habla aquí la carta no es sólo el recuerdo de una victoria, ¡sino que es la victoria misma!

¿En qué sentido? La respuesta sólo puede dárnosla 4,16a: porque la fe es el conocimiento del amor, del amor personal, de Dios mismo. La fe en Jesús como el Hijo enviado por el Padre al mundo, es la victoria sobre el mundo, porque es la fe en el amor. Pues esta fe está producida por el poder creador de Dios, por el Espíritu como «germen» de Dios, y es el poder que hace que el amor siga fluyendo victoriosamente hacia el «mundo». Y si el «mundo» es el ámbito en que domina el «maligno», es la tiniebla de la falta de amor, entonces la fe en el amor ¡es la victoria sobre la falta de amor y sobre el odio!
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112. "En esto...» significa, en todo caso, nuestro amor a Dios, ya se refiera a la frase anterior. de 5,1b, o bien a 2b: «Cuando amamos a Dios.. » Suponemos que se refiere principalmente a la frase que comienza con "cuando...» (v. 2b), porque esta frase contiene una concretización del "amor a Dios", que puede ser el criterio para el amor fraterno. De otra manera piensa SCHNACKENBURG, 252: sin embargo, su argumento de que el "guardar los mandamientos» no puede ser criterio para el amor fraterno, es un argumento apenas convincente.
113. La fórmula tiene resonancias de Dt 30.11-14. Sin embargo, este lugar del Antiguo Testamento no ayuda inmediatamente para la comprensión. Otra cosa ocurre con Rom 10,6ss: un lugar en el que se cita Dt 30. Esta afirmación de la carta a los Romanos, que acentúa no la ligereza sino la "cercanía» de la "Palabra" (Cristo), ve también la razón de todo esto en el poder divino de la fe.

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b-f) El testimonio de Dios (5,6-12).

Con respecto a 5.5-8(12), pueden hacerse dos preguntas: en primer lugar podemos considerar los versículos en sí mismos y preguntar qué sentido tienen los distintos conceptos (por ejemplo, lo de venir en agua y sangre) o qué sentido tienen los distintos grupos de versículos; podemos preguntarnos si en el v. 8 se piensa o no en los sacramentos, etc. En segundo lugar, podemos preguntarnos acerca de la función de estos versículos o grupos de versículos dentro del contexto de la carta, principalmente dentro del contexto de los capítulos 4 y 5.

Estas dos preguntas, obviamente, no son independientes la una de la otra. Pero podemos plantearlas separadamente, y lograr con ello resultados correctos (aunque no plenamente satisfactorios). La mayoría de las veces se plantea sólo la primera pregunta, y no se observa que, si no se responde también a la segunda pregunta, aquella respuesta es incompleta.

b) El contenido del testimonio del Espíritu: la venida de Cristo «por agua y sangre» (5,6).

6 Éste es el que viene por agua y sangre, Jesucristo; no en el agua solamente, sino en el agua y en la sangre. Y el Espíritu es e! que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.

Nos damos cuenta -desde un principio- de que aquí se está precisando una vez más el contenido de la fe en Cristo, y por cierto en polémica con personas para quienes Jesús habría venido únicamente «en el agua» o «por (medio de) agua».

Vemos que 5,6a.b es paralelo de 4,9s y de 4,15. Sospechamos ya que aquí, en 5,6, se está pensando también en la suerte del Hijo de Dios, es decir, en su misión como «expiación»: El Hijo es aquel que, siendo enviado por el Padre, vino «por agua y sangre». Además, 5,6 representa un paralelo de 4,2 («Jesucristo venido en carne»). También esto debemos sospecharlo ahora, si 4,2 no se refiere únicamente a la encarnación sino también a la muerte en cruz.

AGUA-SANGRE/1Jn: Pues bien, ¿qué significa que Jesús vino «en el agua y en la sangre»?

Está bien claro que no se da testimonio de la esencia metafísica de Jesús, sino de su venida. Y esto, en todo caso, significa: de lo que él hizo por la salvación del mundo. El v. 6b muestra que el énfasis se hace sobre el haber venido "en la sangre».

Evidentemente, los herejes lo negaban, limitándose a afirmar que Jesús había venido únicamente "en el agua». Sabemos que hubo gnósticos que negaron la verdadera pasión y sufrimientos del Hijo de Dios. Por consiguiente, lo de que "Jesús vino en la sangre» debe de referirse a su muerte en la cruz: una muerte real y sangrienta. ¿Y qué significa, entonces lo del agua? La mayor parte de los comentaristas lo explican de la siguiente manera: Puesto que la "sangre» significa un acontecimiento de la vida de Jesús, un acontecimiento de salvación, el "agua» tiene también que referirse a uno de esos acontecimientos de la vida de Jesús, y se refiere al bautismo de Jesús en el Jordán.

Pero contra esto hay serias objeciones. En el Evangelio de san Juan, este acontecimiento no tiene -ni de lejos- tal peso, que pudiera formar pareja con la muerte en la cruz. Además, en el Evangelio de Juan el bautismo de Jesús no es mencionado directamente por Juan; el concepto de "agua» no se asocia con dicho bautismo. Al Evangelio de Juan (en contraste con los Evangelios sinópticos) lo único que le interesa es que el Espíritu Santo descendió sobre Jesús. Esto es una "señal» de la verdad salvífica de que Jesús, en contraste con Juan, es el que bautiza «con Espíritu Santo» (Jn 1,33). Según lo que sabemos, por el Evangelio de Juan, acerca de la valoración del bautismo de Jesús en el Jordán dentro del círculo joánico (al que pertenece el autor de nuestra carta), hemos de concluir que un adepto a ese circulo joánico difícilmente designaría el acontecimiento del Jordán como un "haber venido en el agua» o "por (medio del) agua».

Pero hay más: El cuarto Evangelio habla ciertamente del "agua», en relación con Jesús. Pero entonces no se trata del agua con la que Jesús está bautizado, sino del agua que Jesús da. Juan 3,5: Jesús da el nuevo nacimiento de agua y de Espíritu Santo, es decir: él bautiza con Espíritu Santo: Juan 4: Jesús da el "agua viva», el Espíritu o la "vida eterna»; Juan 7,37-39: aquí el agua que mana del cuerpo de Jesús es, también, el don escatológico del Espíritu. Así, pues, lo de haber venido "en el agua solamente», que debieron de afirmar los herejes, ¿significa quizás que ellos afirmaban que Jesús, con su única venida al mundo, había traído el «agua» ( = el Espíritu) sin la «sangre», es decir, un don espiritual y celestial, sin sujeción a la dura realidad de la encarnación hasta la muerte? En este caso, la apropiación de este don por parte de los hombres sería mucho más libre, mucho menos comprometida: los hombres no necesitarían más que apropiarse esa gnosis del Espíritu (¿en relación quizás con una doctrina bautismal?), sin adoptar la cruz de Jesús y, por tanto, sin comprometerse al propio seguimiento de la cruz.

Esto estaría en consonancia con el lenguaje acerca de la venida de Jesús al mundo, tal como lo hallamos en el Evangelio de Juan (véase Jn 16,28: «Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo y me voy al Padre»). Es inconcebible que esta venida se diferenciara en los dos actos del bautismo del Jordán y de la muerte de Jesús. Nada de eso. Sino que Jesús «viene" para dar la vida (Jn 10,10; véase también Jn 18,37): Jesús viene con su don. Jesús «viene»: esta frase hace referencia a un solo acontecimiento de salvación, a saber, la encarnación y la muerte en cruz, con la íntima relación de dependencia que hay entre ambas. Ahora bien, el «agua» y la «sangre», en 1Jn 5,6, no significan dos acontecimientos salvíficos distintos dentro de la vida de Jesús; porque, junto a la muerte de Jesús en la cruz, junto al «ser levantado», no se podía mencionar de la misma alentada ningún acontecimiento semejante (fuera de la encarnación misma), sino -junto a la realidad de la encarnación y de la muerte en cruz y con esta realidad- el don que él mismo trae por medio de su venida.

El don del «agua» es el Espíritu que da la vida. ¿Y qué significa la sangre, si ha de entendérsela como don?

La respuesta hay que tomarla de la carta que comentamos. Comparemos IJn 1,7: «la sangre de Jesús nos purifica de todo pecado»; IJn 2,2: Jesús es «expiación» por nuestros pecados (véase: Jn 1,29.36). En IJn 1,8 («Si decimos que no tenemos pecado.... Ia verdad no está en nosotros») se halla también presupuesta una tesis de los herejes, los cuales probablemente son los mismos contra quienes va dirigida la frase de l Jn 5,6: El que dice que no tiene pecado, no necesita -supuestamente- la sangre de Jesús, sino que lo único que acepta es una gnosis espiritual como camino de salvación.

La «sangre», de IJn 5,6, significa, por tanto, el don divino de la expiación. Sin embargo, aquí no se piensa en dos dones salvíficos que fueran distintos. Sino que al único don se caracteriza de dos maneras: es un don vivificador («agua») y expiatorio («sangre»). Se trata del único don de Jesús, se trata del Espíritu Santo, y, por cierto, también cuando se utiliza el concepto «sangre»: cuando el resucitado, según Jn 20122, sopla sobre los discípulos y les comunica el Espíritu Santo, esto no significa sólo que los discípulos recibieron potestad para perdonar los pecados (no se trata sólo de la institución de un sacramento), sino más: ahora comienza a actuar, por la muerte de Jesús, el don de la salvación. Ahora se inicia la acción salvífica de la muerte de Jesús. El Espíritu, como primer efecto de la muerte de Jesús, comunica la remisión de los pecados.

En este sentido no se da el «agua» sin la «sangre": porque la acción salvífica vivificadora de Jesús se realizó dentro de la realidad del mundo pecador. Y. sin pecado, no puede haber por tanto «agua vivificadora» («vida eterna»).

Que se trata de un solo pensamiento homogéneo, lo vemos confirmado por el paralelo de 4,2 (véase 2Jn 7): Allí testifica el Espíritu que Jesús ha venido «en carne». Esto no significa exclusivamente la realidad de la encarnación. Más bien habría que ver en lo de «en carne» un compendio de lo que en IJn 5,6 se designa como «agua» y «sangre». Hacia esto señala, seguramente, Jn 6,51c: «El pan que yo daré [ = Jesús mismo como don que él da] es mi carne, por la vida del mundo.» Aquí se hace ya la transición hacia la significación eucarística de la carne y sangre de Jesús en Jn 6,53-58.

Por consiguiente, «en carne» -en IJn 4,2- significa, seguramente, la realidad corpórea no sólo de la encarnación sino también del don del Logos hecho carne. La idea eucarística, en la presente carta, quizás no esté muy alejada de la idea de la encarnación.

Sin embargo, dentro de esta carta, que está dominada por una concepción teológica tan concluyente y bien pensada, no basta esto para decirlo todo. Intentaremos ahora relacionar el v. 6a y b con la teoría de la carta.

¿Cuál es la aportación de este versículo a la teología de la agape, en nuestra carta? Que Jesús «viene por agua y sangre» no es más que otra expresión, más profunda, para decir que él nos revela y da graciosamente el amor de Dios por medio del «agua» y de la "sangre». Examinemos otra vez la significación de 5,5: Vence al mundo aquel que cree que Jesús es el Hijo de Dios, es decir: el Hijo que Dios -según 4,10- envió al mundo como «expiación». En efecto, esta significación del concepto de «Hijo de Dios» tiene que darse ya en 4,15. Y ahora el v. 6a y b asegura, contra toda mala interpretación, esta fe en el amor revelado en Jesús. Jesús «vino» para nuestra salvación, no sólo con «agua» (con la revelación del Espíritu), sino también por medio de «sangre» (con amor hasta la muerte, y con la fuerza de este amor). Al «agua» de la revelación del Espíritu pertenece la «sangre» del amor que se entrega. Por consiguiente, una paráfrasis explicativa de 6,5.6 diría lo siguiente: ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree en Jesús como el amor de Dios que se revela? Jesús es quien, con su venida, nos trae revelación y expiación: no revelación solamente, sino revelación (comunicación del Espíritu) y expiación (la verdadera revelación del amor de Dios, la revelación que sigue actuando).

Por consiguiente, «por sangre» o por medio de la sangre es casi una expresión sinónima de «como expiación», que leemos en 4,10.

El v. 6 enlaza magníficamente con el v. 5, si con la palabra "sangre» pretende acentuarse precisamente la significación expiatoria y el poder de expiación de la venida de Cristo, y con ello el aserto total acerca de la fe en Cristo se pone en línea. precisamente, con 4,9.10.

Versículo 6c: Ahora se escucha el término clave de «testificar»: término que domina todo lo siguiente, hasta el v. I1 (y el v. 12). El Espíritu da testimonio de esta significación salvífica de Jesús (de que Jesús trajo la fuerza del amor de Dios que se revela), porque él es la aletheia, la realidad divina que se revela, el Espíritu del amor.

c) Los tres testigos: Espíritu, agua y sangre (5,7-8).

7 Pues tres son los que testifican: 8 el Espíritu, y el agua, y la sangre, y los tres van a lo mismo.

Versículos 7 y 8: Aquí tenemos los mismos conceptos de «Espíritu», «agua» y «sangre», pero esta vez yuxtapuestos, y situados -en cierto modo- a un mismo nivel. La diferencia esencial con respecto al v. 6: el agua y la sangre se consideran ahora como verdaderos testigos; a los tres (el Espíritu, el agua y la sangre) se les aplica el mismo término sintetizador: «los que testifican» (en masculino plural del participio de presente). Y la actuación de los «testigos» agua y sangre está, lo mismo que la del Espíritu, en (participio) presente. El Espíritu actúa dando testimonio por medio de la acción de «confesar» de que se habla en 4,2 (cf. también 5,6c), y también por medio de los otros dos «testigos» que aparecen como realidades independientes.

Por consiguiente, ha tenido que verificarse un cambio de significación con respecto a los términos «agua» y "sangre».

Si el agua y la sangre, en el v. 6, significaran el bautismo del Jordán y la muerte de Jesús, entonces la diferencia sería extraordinariamente crasa. Partiendo de este presupuesto, es lógica -seguramente- la conclusión de que, en el v. 8, no puede pensarse en dos hechos históricos en serie, con el Espíritu de vida como testigo. Por consiguiente, aquí deben «considerarse independientemente como elementos, no como acontecimientos, y deben valorarse como testigos». Y, por esto, se nos ofrece principalmente una posibilidad de interpretación -una posibilidad muy concreta- que ve en estas palabras una referencia a los dos sacramentos principales de la Iglesia: el bautismo y la eucaristía.

Pero también en nuestra interpretación, presentada anteriormente, del v. 6, debemos aceptar que, en el v. 8, se piensa en los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, pues el «agua» como «poder vivificador de la muerte de Jesús», y la «sangre» como «poder expiatorio de la muerte salvífica de Jesús», difícilmente se podrán considerar como "testigos» independientes junto al Espíritu. Como tales, serían muy poco concretos. Lejos de eso, el don salvífico por la muerte de Jesús, ese don concebido en sentido general (como expiatorio y como vivificador), llega a ser eficazmente en la vida cristiana al concretarse conforme al principio de la encarnación. Decimos «en la vida cristiana», porque cuando el autor habla del testimonio del Espíritu (v. 6c), entonces no quiere proponernos especulaciones abstractas sobre el Espíritu Santo, sino que pretende señalar la acción de «dar testimonio», que de hecho se realiza por medio de la Iglesia, dentro de la comunidad cristiana. El autor quiere decirnos: en lo que la comunidad hace, está actuando el Espíritu de Dios. Aquí podemos ya echar una mirada anticipada a 5,10, puesto que en el caso del Espíritu de los v. 6 y 8 se trata del «testimonio» que el creyente «tiene en sí mismo» (v. 10) 1t7, vemos que la tríada del v. 8 -considerada desde el punto de vista de cada creyente- significa el Espíritu de Dios que, por medio de la palabra y de los sacramentos, vive en nosotros y nos comunica la fuerza de amar. Dios obra en nosotros su «testimonio» no sólo por medio de la palabra -hay que excluir precisamente una interpretación errónea que consiste en formarse un sentido demasiado espiritualista de la «palabra»- o por medio de una inspiración interior, sino, como consecuencia del «principio encarnatorio» (véase 4,2s y 2Jn 7), por medio de la palabra que se concreta en la vida de la comunidad (y densísimamente en la celebración de la eucaristía).

El Espíritu da testimonio. Con ello, en el v. 6c, se hace referencia a todo el conjunto (predicación de la palabra y sacramento). Aquí, en el v. 8, se piensa más en la predicación de la palabra como testimonio del Espíritu (predicación en la que el Espíritu, como unción que es, nos instruye acerca de todo: acerca de toda la revelación del amor).

El agua da testimonio. Cuando una persona es bautizada en la Iglesia, cuando -en medio de la publicidad de la Iglesia- una persona nace de Dios por medio de la fe y del bautismo, entonces la unción da testimonio de que, aquí, Dios como amor -como el amor que se revela en la entrega de su Hijo- deposita su semilla (su «germen») en esa persona. Sería menos apropiado decir que el bautismo da testimonio. Mejor: el Espíritu derramado -como «unción»- en el bautismo, da testimonio de la significación salvífica de la muerte de Jesús. La sangre da testimonio. Cuando la Iglesia celebra la eucaristía (el concepto de «sangre», en el Evangelio de Juan, aparece casi únicamente con significación eucarística), proclama la muerte del Señor (véase lCor 11,26). La sangre eucarística del Hijo del hombre (Jn 6,53ss), que solamente puede interpretarse como sangre del sacrificio de su muerte, da testimonio de que la vida eterna se da únicamente como fruto de esta muerte (por medio de la encarnación del Logos, consumada en la muerte). La sangre que Jesús derramó en la cruz, y que revela el amor de Dios, se nos da en participación a nosotros -por medio del Espíritu que actúa en la comunidad de los creyentes- en el sacramento de la eucaristía. Y se nos da, no sólo para que nos purifique del pecado, impedimento del amor, sino también para que -en nosotros y por medio de nosotros- esa sangre pueda seguir revelando y testimoniando el amor de Dios.

Resumiendo, pues, podríamos interpretar así lo de los tres testigos: El «Espíritu» no es aquí solamente un término genérico (lo es también), sino que es considerado más bien como la «unción» que nos instruye sobre todas las cosas, como la fuerza y poder de la predicación de la palabra. El «agua» nos está indicando el Espíritu que se nos concedió graciosamente en el bautismo, y lo indica como el «germen» o semilla de la filiación divina, del hecho de haber nacido del amor de Dios. La «sangre» es el Espíritu del amor fraterno, el Espíritu que -en la celebración eucarística- nos asegura de nuestra unidad, y amor fraterno que se ejercita según la norma de la entrega de su vida que hizo Jesús.

Versículo 8b: «y los tres van a lo mismo» (es decir: coinciden en su testimonio). Es un desarrollo del v. 6c, a saber, que el Espíritu es el que da testimonio. También en el «agua» y en la «sangre» es el Espíritu el que testifica.

Para la meditación de Jn 5,8.

Hagamos solamente una pregunta: ¿Que significa que el Espíritu, que actúa en la celebración eucarística, da testimonio de que Dios -en Jesucristo- se manifestó a sí mismo como amor? O mejor dicho: ¿Cómo sucede esto? Y, con todo ello, ¿qué sucede en nosotros y por medio de nosotros?

d-f) El testimonio de Dios y la fe (5,9-12).

Para interpretar esta sección, es importante la pregunta de si dicha sección actual está íntimamente vinculada con la sección anterior acerca de los tres testigos, o de si debe desligarse de la misma. Lo obvio es suponer que existe un hilo ininterrumpido del pensamiento: en primer lugar se habló del Espíritu como del que da testimonio (v. 6c). Luego se especificó este testimonio, hablándosenos del testimonio de los tres testigos (v. 7s). Y ahora vuelve a compendiarse todo de nuevo en el «testimonio de Dios». El «testimonio de Dios» es exactamente el testimonio de los tres testigos de que se habla en el v. 8, o el testimonio del Espíritu de que se habla en el v. 6c. Es eso y no otra cosa.

d) El testimonio de Dios es «mayor» (5,9).

9 Si aceptamos el testimonio de los hombres, el testimonio de Dios es mayor; pues éste es el testimonio de Dios, que ha testificado acerca de su Hijo.

El testimonio de Dios es «mayor» que el de los hombres. Suponemos que vuelve a hacerse referencia a los herejes, sobre quienes los cristianos pueden conseguir victoria, porque Dios mismo («el que está en vosotros») es mayor que «el que está en el mundo» (el maligno que habla en aquellos hombres; véase 4,4). La frase «si aceptamos el testimonio de los hombres», muestra clarísimamente que el autor cuenta también con el peligro de que los cristianos acepten la doctrina (el «testimonio») de los gnósticos, así como en 1,6ss («si decimos...») contaba con el peligro de que compartieran la doctrina herética de la carencia de pecado.

Por consiguiente, la palabra acerca del testimonio "mayor» hay que referirla al concepto de Dios que hallamos en la carta (el concepto de Dios que leemos en 1,5; 3,20; 4,4 y 4,8.16). En el sentido que tiene en 1Jn, esta grandeza de Dios sólo podremos interpretarla a partir de 4,8.16. El testimonio de Dios es «mayor», porque Dios mismo es el «Mayor». El testimonio del amor personal es «mayor»: Dios testifica su amor al comunicarlo.

El final del v. 9 dice así: «Pues éste es el testimonio de Dios, que ha testificado acerca de su Hijo.» Si aquí se habla del «Hijo» de Dios, entonces -exactamente igual que en 4,9s.15- se nos estará diciendo también que el Padre envió este Hijo a la muerte para revelar su amor. El testimonio de Dios es «mayor», porque es el testimonio de un amor mayor, de un amor que se reveló en la misión del Hijo.

e) Posición del hombre con respecto al testimonio de Dios (5,10).

10 El que cree en el Hijo de Dios, en sí mismo tiene el testimonio. El que no cree a Dios, lo ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios testificó acerca de su Hijo.

El v. 10 es el verdadero centro de gravedad de este grupo de versículos (5,9-12).

Versículo 10a. ¿hasta qué punto el que cree en el Hijo de Dios, tiene en sí mismo el testimonio? Sólo puede tenerlo, cuando la fe ha producido ya de sí la caridad activa, el amor fraterno activo (véase Jn 7,16s). Únicamente así se vincula este versículo con las «fórmulas de conocer» de esta carta, en las que vemos constantemente que el amor fraterno es el medio para conocer la vida eterna. Una prueba más fuerte de esto mismo la tenemos, seguramente, en el paralelismo de 5,10b (lo ha hecho mentiroso) con 1,10 (véase más adelante).

El que cree que Dios tiene este Hijo (a quien entregó por nosotros), es decir, el que cree en el amor de Dios, que -según 4,16a- se nos mostró, fue infundido en nosotros, y pretende seguir actuando en nosotros, ése tiene en sí el testimonio.

Tan sólo así es 5,10 un lugar paralelo a la frase de la fe victoriosa, que leemos en 5,4s. Sólo así puede alcanzarnos personalmente este «testimonio».

Resumiendo, podríamos formularlo así: el que cree en el amor que Dios ha revelado en su Hijo, ése tiene en sí mismo el testimonio, porque por la fe (y el conocimiento) ha dejado entrar en su corazón al amor. Tiene en sí mismo el «testimonio de Dios», porque está en él el «germen» y la «unción» de Dios, el Espíritu del v. 6c («y el Espíritu es el que testifica...»; porque el Espíritu mismo obra el testimonio de que se nos habla en el v. 9ss; más aún, en el fondo, el Espíritu es ese "testimonio», así como -según el final del v. 6- es la aletheia, la realidad de Dios que se manifiesta.

Versículo 10b.c: ¿cómo el que no cree hace mentiroso a Dios? De nuevo hemos de comparar los otros lugares en que aparece la palabra «mentiroso» o «mentira»: 1,10; 2,22; 4,20.

Tal como entiende las cosas 1Jn, que no considera casos particulares sino las estructuras fundamentales del ámbito de la luz y del ámbito de las tinieblas, vemos que el que no cree saca la conclusión lógica de su incredulidad y se convierte en uno que no ama. No sólo niega el testimonio externo acerca de Jesús, sino también el testimonio que es asequible a él por medio de la acción del amor en él mismo, por medio del amor fraterno activo.

El autor ¿se refiere únicamente a los herejes que están fuera de la comunidad o también a los cristianos que están dentro de la comunidad? La respuesta vuelve a dárnosla 1,6-10: por este paralelismo (por la forma de primera persona de plural: "nosotros"), está bien claro que incluso el cristiano que está dentro de la comunidad no puede descartar para sí mismo este peligro.

El que no cree hace «mentiroso» a Dios, por cuanto no hace que Dios aparezca como la «luz» sin mancha y como la realidad que se revela cual amor, como la «verdad».

f) Concesión de la vida eterna como testimonio (5.11-12).

11 Y éste es el testimonio: que Dios nos dio vida eterna, y esta vida está en su HiJo. 12 El que tiene al Hijo, tiene la vida. El que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida.

Versículo 11: otra vez vuelve a hablarse, de nueva manera, acerca del «testimonio de Dios». Consiste en que «Dios nos dio vida eterna». Esta transición del versículo 10 al versículo 11 tiene sentido únicamente si, para esta carta, «vida eterna» es la vida del amor, la vida en el amor mismo de Dios. El testimonio que el creyente tiene en sí mismo, es la vida que Dios le dio «en su Hijo»: la vida que Dios le dio al engendrarlo por medio de su simiente o «germen» (el Espíritu que crea la comunión con el Hijo)

Dios nos dio graciosamente la vida eterna, al darnos graciosamente su amor. El ámbito de la «vida», en el que hemos entrado nosotros (3,14), es el ámbito del amor. Porque el hecho de que nos hallemos en el ámbito de la vida, es algo que conocemos por nuestro amor fraterno. Y creemos a Dios, cuando creemos el testimonio del amor que él nos transmite por medio de sus testigos (véase 1,1-4; 4,14): el testimonio que él ha depositado en nosotros. En efecto, haber nacido de Dios es lo mismo que tener vida. Y. puesto que Dios es amor, haber nacido de Dios es lo mismo que haber nacido del amor y tener la vida del amor. Los versículos 11lb y 12 dirigen por completo nuestra atención hacia la idea de la introducción de la carta. Como allí se decía que «la vida se manifestó» -se manifestó en Jesús-, así ahora la vida está inmutablemente vinculada al Hijo. La vida, que palpita por el poder de Dios mismo que ama, es la vida «en su Hijo», el cual es la revelación de este amor. El Padre concedió al Hijo el «poseer vida en sí mismo» (Jn 5,26) y el "dar sin medida» (véase Jn 3,34s) la vida divina que se encierra en el Espíritu.

La fórmula del v. 12: "EI que tiene al Hijo, tiene la vida...», despierta resonancias de 2,23: («...Quien confiesa al Hijo, tiene también al Padre»). Quien confiesa al Hijo, quien «conoce» y -por tanto- «tiene» al Hijo, «tiene» también al Padre. Y el Padre es luz (1,5), amor (4,8.16), y, precisamente por esto, es la vida.

El versículo 4,16a y otros lugares nos enseñaban que el amor, tal como lo es Dios y tal como nos lo comunica a nosotros y hace que siga actuando por medio de nosotros, sólo puede darse en la «fe» en Jesucristo «venido en carne». Quien cree en Jesucristo, tiene comunión con él, lo «tiene» a él. En 5,12, con sus fórmulas lapidarias, la carta -al final de la parte principal- plasma una vez más con sumo énfasis la significación decisiva (decisiva sobre la vida y la muerte) de la comunión con Jesús.

11. CONCLUSIÓN DE LA PARTE TERCERA Y DE TODO EL CONJUNTO (5,13-21).

En 5,13-21, ¿tenemos o no una sección final que sea homogénea en sus ideas? Esta cuestión hemos de suscitarla desde un principio. Es importante para la interpretación. Porque la sección, en cuanto al hilo del pensamiento, se destaca claramente de las secciones de la carta que hemos considerado hasta ahora. Es evidente que el autor quiere llegar al final o que considera como terminada ya la carta como tal. En efecto, en el v. 13 echa una mirada retrospectiva y enuncia la finalidad de toda la carta. Y los temas particulares de que se va a hablar ahora, parecen ser -a primera vista- algo así como suplementos (cosas que al autor le interesan mucho, pero que no ha tenido ocasión todavía de exponer a lo largo de la carta): que las oraciones son oídas, la intercesión, el pecado «que lleva a la muerte» y el «que no lleva a la muerte», la oposición entre la comunidad y el mundo, el conocimiento de Dios por medio de Cristo, la advertencia contra el culto de los ídolos.

Ahora bien, si examinamos las cosas más de cerca, nos damos cuenta de que todos estos temas, aunque de manera más amplia que hasta ahora (no se puede negar el carácter de suplemento o apéndice) se pueden poner bajo un denominador común, a saber, el que se nos indica en el v. 13 como finalidad de la carta: la seguridad de la salvación. Al «para que sepáis...», del v. 13, corresponde en el transcurso ulterior de la sección final un «sabemos...», repetido cinco veces (en el v. 15) y principalmente en las tres frases, que se siguen unas a otras, y que, innegablemente son el acorde final (v. 18.19.20): frases que comienzan, las tres, por el significativo «sabemos...» y que, por tanto, tratan de remachar -como quien dice- en el lector lo que el autor se ha propuesto con su carta.

a) Finalidad de la carta: suscitar la seguridad de la salvación (5,13).

13 Os escribo estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna.

El autor escribió su carta a los cristianos (a los que "creéis en el nombre del Hijo de Dios») para que supieran que poseen la vida eterna que les fue dada graciosamente, a fin de que, con la alegre seguridad de la salvación, puedan vivir como cristianos (véase anteriormente, a propósito de 2,12-14).

b) Las oraciones son oídas (5,14.15).

14 Y ésta es la confianza que tenemos en él: que si pedimos algo según su voluntad, nos oye. 15 Y si sabemos que nos oye en cualquier cosa que pidamos, sabemos que ya tenemos lo que le hemos pedido.

La «confianza» o seguridad de que sean oídas nuestras oraciones es algo que ya conocemos por un lugar importante (3,21s). Aquí, en relación con 3,21s, encontramos la adición de «según su voluntad». ¿Se trata de una precaución teológica general que pueda utilizarse como recurso para que no falle nunca la promesa de que serán escuchadas las oraciones? ¿0 el autor tiene en su mente un determinado decreto de la voluntad divina? La respuesta parece que nos la dan los dos versículos siguientes, principalmente el v. 16.

Versículo 15: este versículo es, innegablemente, un lugar paralelo del v. 13. En el v. 13 el creyente debe saber que tiene vida eterna. En el v. 15 el creyente sabe que «tiene» lo que constituye el objeto de sus peticiones. Por consiguiente, lo que se pide y que es concedido por Dios con toda seguridad, ¿será el bien más amplio, la vida eterna en toda su plenitud de sentido? En realidad, la certidumbre de que son oídas las oraciones no es más que otro aspecto distinto de la certidumbre de la salvación. Ahora bien, parece que el autor, con el hilo tan general de su pensamiento, apunta hacia una intención especial que hasta ahora no había encontrado expresión de este modo, en el curso de la carta. Lo veremos en los siguientes versículos 5,16s.

c) Tercera exposición sobre el tema «Cristo y el pecado» (5,16s).

16 Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no lleva a la muerte, que pida, y Dios le dará vida. Se trata de los que cometen pecados que no llevan a la muerte. Hay pecado que lleva a la muerte; por el cual no pido oraciones. 17 Toda injusticia es pecado, pero hay pecado que no lleva a la muerte.

El v. 16a habla de la intercesión en favor del hermano que peca. En una carta que tan encarecida y extensamente recomienda el amor fraterno, ¿no es obvio que el tema «Cristo y el pecado» no afecte sólo a cada cristiano en particular sino que también sea objeto del amor solícito dentro de la comunidad de hermanos y hermanas? Parece que el autor, con mucha razón, se dio cuenta de que esta idea faltaba aún en la carta. La seguridad de salvación se convierte en seguridad de que serán oídas las oraciones. Y ésta, a su vez, se convierte en seguridad acerca de la «vida» de los hermanos, en una seguridad que abarca a toda la comunidad de los creyentes.

Versículos 16b y 17: ahora el autor, conforme a la teología que él ha ido exponiendo hasta ahora, se siente obligado comprensiblemente a hacer una restricción: Dios, al escuchar la intercesión, concederá graciosamente «vida» a los que «cometen pecados que no llevan a la muerte». Esta distinción entre «pecados que llevan a la muerte» y «pecados que no llevan a la muerte» tuvimos que sacarla ya a relucir, a propósito de 3,4-10. Las secciones 3,4-10 y 5,16ss se hallan en la misma línea teológica. Así lo vemos por el curso de los pensamientos en 5,17-18, principalmente en el v. 18: Aquí se recoge otra vez la afirmación de 3,6.9 acerca de que el que ha nacido de Dios no peca. Y debemos entender que no peca con el «pecado que lleva a la muerte».

Como vimos ya (véase anteriormente, a propósito de 3,4-10), 1Jn entiende por «pecado que lleva a la muerte» el odio fraterno, que es una decisión radical contra la luz del amor, y en favor de las tinieblas (decisión que es también, y de manera primordial, una decisión contra la fe en Cristo como fe en el amor de Dios). En contraste con esto, existe también un «pecado que no lleva a la muerte»: vemos que el autor, con énfasis, lo acentúa en el v. 17. Para su polémica con los herejes gnósticos, es importante el hecho de que existe ese pecado. Se trata del pecado que los cristianos, según 1,9, deben confesar. Y a causa del cual, el corazón de ellos -según 3,20- los condena. Los adversarios gnósticos se enredan precisamente en las tinieblas porque no quieren ver esos pecados y la expiación que de los mismos hizo Cristo.

La oposición entre «pecado que lleva a la muerte» y «pecado que no lleva a la muerte» -y conste que esto es extraordinariamente importante para la comprensión del pensamiento joánico- no se identifica con la distinción que conocemos corrientemente entre pecado mortal y pecado venial. Muchas de las cosas que en teología moral se consideran como pecado grave, no las designaría la carta como «pecado que lleva a la muerte». Esto guarda relación estrecha con el hecho de que la teología moral tradicional se fija, sobre todo, en lo que puede comprobarse externamente (la materia grave), y distingue de ello el conocimiento claro de la pecaminosidad y la voluntad completamente libre. Tales distinciones están muy lejos de 1Jn. El «pecado que lleva a la muerte», de esta carta, supone un rechazo de Dios todavía más radical. Comparado con el pecado mortal significa un quedarse aprisionado por el poder de las tinieblas de manera aún más tenaz. Es la actitud típica del «maligno», el contradictor de Dios, adoptada por aquellos que deciden colocarse bajo el señorío del maligno.

Sigue siendo difícil de entender para nosotros la frase del final del v. 16: «Hay pecado que lleva a la muerte. por el cual no pido oraciones.» El autor no prohíbe aquí que se ore por él. Pero a nosotros, esta simple salvedad nos suena ya muy duro. ¿Habrá que achacar quizás al autor, más intensamente de lo que se ha hecho hasta ahora, el afiliarse a un predestinacionismo que estuviera condicionado por la época? La respuesta a esta pregunta podría estar, otra vez, en el hecho de que la mirada teológica de nuestro autor se dirige, también aquí, hacia el «maligno» por excelencia, y en que -a partir de él- enjuicia a todos los que se han sometido a su señorío; mientras que nosotros preferimos tener en cuenta a los individuos concretos, uno por uno, y en quienes la luz y las tinieblas están luchando entre sí. Lamentamos que el autor deje de hacer una afirmación que nos agradaría mucho. Pero aun esta observación aguza nuestra mirada para comprender la manera de pensar del autor: una manera de pensar que lleva, toda ella, la impronta de la oposición necesaria e irreconciliable entre la luz y las tinieblas.

d) El «conocimiento» en torno a la salvación (5,18-20).

18 Sabemos que quien ha nacido de Dios no peca; sino que aquel que nació de Dios lo guarda, y el maligno no lo toca. 19 Sabemos que somos de Dios, y que el mundo entero está sometido al maligno. 20 Y sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero. Estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios y vida eterna.

En los v. 18-20 se va sucediendo ahora el triple acento final: «Sabemos. . . » Versículo 18: esta proposición, que es la primera de las tres que comienzan por «sabemos...», se halla todavía plenamente dentro de la temática de los versículos 16 y 17: «Cristo y el pecado.» Esta proposición repite victoriosamente, con la conciencia de la victoria de Cristo; la verdad expuesta en 3,4-10, de que el que ha nacido de Dios (del amor personal) no cae en el pecado (en el sentido del radical no amar y del odio satánico). Pero, sobrepasando ahora al capítulo tercero, se da una razón más: porque Dios lo guarda, de suerte que el maligno no puede tocarlo.

Versículo 19: el segundo «sabemos...» ilumina, una vez más, con luz de relámpago y en el sentido en que lo entiende el autor, el estado de salvación de los cristianos («ser de Dios», esto es: ser hijos de Dios y tener comunión con él), en contraste con el «mundo» como ámbito en el que domina el maligno, el adversario de Dios: El «mundo» entero está atrapado bajo el poder del maligno. Como en el caso de 2,15-17, aquí también sólo lograremos adquirir una visión que escape y sobrepase para nosotros las concepciones dualistas de la época (recordemos Qumrán), si vemos asociada esta proposición con el mensaje central de la carta. El mundo entero se halla en las tinieblas y frialdad de la falta de amor. Y necesita la revelación del amor divino y la comunión con este amor para alcanzar la santidad y calor de la luz. A nosotros, lo sabemos por la fe (esto es lo que el autor quiere decir), se nos ha concedido ya graciosamente este pasar del reino de la muerte al de la vida (véase 3,14).

Versículo 20: este tercer "sabemos...» nos adentra una vez más, profundamente, y para terminar, en el mensaje de la carta acerca de Dios y de su Hijo. «Sabemos que el Hijo de Dios ha venido» y que ha venido en la realidad de la carne (4,2): no sólo con el don pneumático del Espíritu, sino con su propia sangre expiatoria (5,6). ÉI nos dio inteligencia para conocer al «Verdadero» (o mejor: al «Real»): para «conocer» a Dios mismo y entrar así en comunión con el «amor» mismo. Ahora bien, esta comprensión, esta «inteligencia», Jesucristo no nos la da como simple maestro y profeta, sino como el Hijo de Dios, el santo, el «ungido», y por medio de la «unción» que de él tenemos (2,20.27).

Con estilo lapidario, la carta hace una vez más una afirmación que nos muestra la razón de esta singularísima potestad del Hijo de Dios con respecto a nosotros: Nosotros no sólo «permanecemos» en Dios, sino que también «estamos» en su Hijo. Y el Hijo está tan íntimamente unido con el Padre, que lo mismo que a éste se le puede llamar el «verdadero» (el «Real»). Y después, con llamativa concisión, hallamos una vez más un compendio de la cristología joánica: «Este es el verdadero Dios y vida eterna.» Es un enunciado que, en el Nuevo Testamento, en esta forma, sólo es posible dentro del pensamiento joánico. El fundamento lo constituye la intuición de Jn 14,9s: «El que me ve a mí, ve al Padre.» El Hijo, como revelador de su amor, transparenta tan plenamente al Padre, que quien ve al Hijo, ve a Dios mismo, y Dios puede hablarle en él (véase Jn 20,28). El «verdadero Dios» es el Hijo con el Padre o el Padre que tiene este Hijo

e) Exhortación final (5,21).

21 ¡Hijitos, guardaos de los ídolos!

Esta frase final, no la esperaría -seguramente- ningún lector. De los ídolos no se ha hablado hasta ahora en la carta. Los textos de Qumrán nos han mostrado que, para las ideas de entonces, los «ídolos» estaban muy estrechamente vinculados con el pecado como poder antagónico de Dios. Aunque para la mente bíblica en general, los ídolos apartan al hombre del verdadero Dios y pretenden ponerse en su lugar: sin embargo esta expresión -por el contexto teológico- tiene aquí un matiz muy específico: «ídolos» es todo aquello que pretende destronar al amor (personal) y entronizarse en su lugar, de tal modo que las consecuencias sean la falta de amor y el odio.

La exhortación final podría muy bien tener el mismo significado que la advertencia de 2,15: «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo.» Pero el hecho de que aquí se introduzca un nuevo concepto (precisamente el término «ídolos»), que el lector mismo debe interpretar por la lectura de la carta (y por lo que conoce de la predicación joánica), llama poderosamente la atención. Esta sentencia enigmática es impresionante, y se queda grabada. Y. al quedarse bien grabada, seguirá actuando.