CAPÍTULO 2


1 Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Y si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre: Jesucristo, el justo. 2 Y él es expiación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.

En 1Jn 2,1 tenemos claramente un nuevo principio. No obstante, este versículo -juntamente con el siguiente versículo 2- constituyen la terminación de la sección que hemos venido estudiando hasta ahora. «Os escribo esto para que no pequéis»: esta frase suena como un final del pasaje de 1,6-10. De la sección que hemos estudiado hasta ahora resalta -por un lado- que los cristianos han de entablar una lucha contra el pecado (precisamente porque deben «caminar en la luz»). Por otro lado, se les ha dicho ya que la sangre de Jesús los purifica (v. 7, véase v. 9). Esta última idea llega, en 2,1s, a su gradación final, a su punto culminante. En efecto, parece que una de las metas principales del autor es la de comunicar a sus lectores la alegre seguridad de la comunión con Dios. Y, por tanto, precisamente ahora, podría surgir el pensamiento de que no era necesaria la lucha contra el pecado, o de que no había que entablarla con suprema seriedad, sencillamente porque Cristo habría tomado a su cargo la eliminación del pecado. Por eso, a fin de anticiparse a cualquiera mala interpretación se ha añadido aquí el versículo 1a («os escribo esto. . . »).

Los v. 1b-2 no pertenecen ya a la serie de formulaciones paralelas opuestas. Pero estas proposiciones tienen aún a la vista lo que se ha dicho anteriormente. El autor afirmó que los cristianos deben reconocer que son pecadores. El hilo de estos pensamientos vuelve a recogerlos en la frase del versículo 1bc: «Y si alguno peca...» Esto no significa: «Y si alguno peca, ¡la cosa no es tan grave!» Mas bien prevalecerá en la frase que la acción salvadora de Jesús tiene un alcance tan grande, que coloca en segundo plano toda posible exhortación de carácter pedagógico. Indudablemente, la exhortación a los cristianos de que no pequen, es algo que está muy hondo en el corazón del autor. Pero no quiere acentuar esta exhortación, en detrimento de la idea de la acción salvadora de Jesús. Por lo demás, el que crea que hemos sido purificados con la sangre de Jesús, ¡no podrá minimizar el pecado! Ahora bien, la seguridad y confianza en la fidelidad y justicia de Dios, este sentimiento que sigue a la confesión de los pecados (v. 8), no debe ser aniquilado tampoco por la renovada experiencia del acto de pecar: experiencia que el autor prevé. La palabra parakletos, en el Nuevo Testamento, sólo aquí está referida a Jesús. En Jn 14,16 se alude al Espíritu como el «otro parakletos». Parakletos no significa «consolador», sino que es esencialmente un término jurídico. Significa «auxiliar» o «abogado defensor» en el proceso o pleito, en nuestro caso, en el juicio de Dios. Y no se refiere a una alegato de defensa puramente formal; así lo muestran los numerosos pasajes de nuestra carta que hablan de la comunión de gracia que une al cristiano con Cristo («conocerlo», «permanecer en él», entre otros).

Que Jesús es «expiación» por nuestros pecados (v. 2) significa lo mismo que lo que se nos dice en el v. 7 de que la sangre de Jesús nos purifica de todo pecado. Y aquí, en 2,1s, queda completamente claro lo que se había indicado antes, en 1,7: Cuando la carta habla de la «sangre» de Jesús y de la «expiación», entonces no se refiere únicamente al acto -un acto pretérito- de la cruz en el Gólgota (el cual acto se concibe también, ¡qué duda cabe!, como condición absoluta de posibilidad y como base de la expiación), sino a la significación actual de Jesús glorificado. Pretende decir lo mismo que había dicho, en 2,1, con las palabras: «Tenemos un parakletos ante el Padre.» No se dice de la muerte en cruz que fuera «expiación»; sino que se dice que el que sufrió esa muerte y ahora vive como «intercesor» (véase, nuevamente, Heb 7,25): ése es «expiación». Es decir, «expiación» no es algo que él hiciera, sino él mismo en su persona.

Jesús, que ha revelado en la muerte el amor de Dios, y que ahora vive, puede ser expiación por los pecados, porque él es justo y porque él es intercesor. Con énfasis, al final de 2,1, se dice que Jesús es «el justo». Por «justicia» no se entiende aquí la virtud de aquel que da a cada uno lo suyo. Sino que la justicia es la característica de quien se halla en la recta relación con Dios y con los hombres. En 1Jn 3,7, se dice: «El que practica la justicia es justo, como justo es él (= Cristo).» Por el contexto sabemos que «practicar la justicia» es ejercitar el amor fraterno como característica del hombre «que ha nacido de Dios», del cristiano. El prototipo de esta justicia, es decir, de este obrar lo recto y estar en lo recto (esto es, estar en la postura del amor), es Jesucristo. Su justicia, durante su vida en la tierra, consistió en dar la vida por nosotros (IJn 3,16) y manifestarnos de este modo el amor de Dios. Esta justicia del amor que se entrega a sí mismo, no es cosa que pertenezca al pasado. Es una justicia que vive. En aquellos que conocen a Jesucristo y que permanecen en él, esta justicia les quita los pecados (véase 3,5; también 3,8). Los arranca de permanecer aferrados a falta de amor y al odio, y les da energía para el amor. Y este hombre «justo» es intercesor y «expiación»: La comunión con Dios, que no se puede alcanzar sin la comunión con Jesús glorificado, es propiamente lo que expía. Si, para terminar, nos preguntamos una vez más acerca de la función de 2,1s (y ya de 1,7) con respecto a toda la sección de 1,6-2,2, en la que se trata de que los cristianos «caminen en la luz» y «practiquen la verdad», entonces vemos lo siguiente: que los cristianos «caminen en la luz», aunque estén en constante peligro de pecar, y aunque pequen de hecho, es posible por la sangre de Jesús y por Jesús como «expiación», es decir, por la comunión con Jesucristo glorificado, el cual se halla en la actitud de su entrega y sacrificio de amor ante el Padre.

Con frecuencia se ha hecho a la carta lJn un reproche: el de fijarse demasiado en los miembros de la comunidad cristiana y en la comunión de unos con otros. De hecho, éste es ampliamente el tema de la carta en cuestión. Pero hablar de este tema no tiene nada que pudiera saber a introversión cristiana. La prueba: el final del versículo 2 del capítulo 3. El cristiano no debe imaginarse nunca que Jesús es expiación exclusivamente por sus pecados y por los pecados de sus compañeros en la fe. No. Sino que la obra de Jesús es básicamente universal: Jesús quiere eliminar del mundo entero las tinieblas dirigidas contra Dios y contra el amor de Dios.

Para la meditación de 1,6-2,2

La mejor manera de comenzar la meditación de un texto bíblico es captar claramente cuál es la meta que el autor quería alcanzar en sus lectores de entonces. En el caso de nuestro texto de 1,6-2,2, sería muy útil comenzar buscando en el v. 10 («lo hacemos mentiroso»). A la carta 1Jn, lo mismo que al Nuevo Testamento en general, lo que primordialmente le interesa es Dios y la gloria de Dios, y, sólo mediante ello, nuestra salvación. La lectura espiritual de la Escritura, por su misma esencia, presupone que se tiene a Dios frente a frente: debe entenderse primordialmente como un escuchar la interpelación que Dios nos dirige. Aquí, en 1Jn 1,10, irrumpe dentro de nuestra sección el concepto de Dios, en la carta, con sus consecuencias. Es una idea estremecedora la de que podemos hacer mentiroso a Dios. Y la que de hecho lo hacemos mentiroso, cuando menospreciamos demasiado generosamente nuestra propia pecaminosidad. La carta pretende situar a sus lectores ante la mirada interrogadora y acusadora de Dios. La respuesta a esta mirada: confesar ante él los pecados, saberse seguro -entonces- de la fidelidad y justicia de Dios: la fidelidad con la que Dios cumple la palabra de su promesa; y la justicia, es decir la rectitud de Dios, rectitud que en esta carta se refiere primordialmente y casi siempre al amor.

Otra cuestión: ¿Qué pretende conseguir en sus lectores la carta con sus enunciados acerca de la sangre de Jesús y el ministerio intercesor de Jesús? Que miren con fe a Jesús como el auxiliar que incesantemente está presentando al Padre, en favor nuestro, su sangre; que se decidan de nuevo a «caminar en la luz», a fin de tener a Jesús como intercesor y como «expiación», a fin de que se eliminen los obstáculos que impiden el camino hacia el Padre; que, a pesar de la confesión de sus pecados, tengan alegre seguridad. Porque, por su confesión de los pecados, se hallan en el polo opuesto de los que, con todo su egoísmo, se consideran a sí mismos como sin pecado. Estas personas no pueden tener a Jesús como expiación, es decir, se cierran al amor de Dios: ese amor que se manifiesta tanto en la muerte expiatoria de Jesús como en su encarnación. La encarnación, en Juan, es la asunción de la carne que se entrega por la vida del mundo. La confesión de los pecados da seguridad (y no deprime), porque nos introduce en el ámbito del amor de Dios. El que afirme que no tiene pecado, no sólo hace mentiroso a Dios, no dando crédito a su palabra en el Antiguo Testamento -en la época en que se escribió lJn, los cristianos recibían sólo como Sagrada Escritura al Antiguo Testamento-, sino que además niega al amor perdonador de Dios, y declara superfluo y falto de realismo el que Dios haya convertido a su Hijo en «expiación».

b) Primera exposición sobre el tema «el mandamiento del amor» (2,3-11).

3 Y en esto sabemos que lo conocemos: si guardamos sus mandamientos. 4 Quien dice: «Yo lo conozco» y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. 5 Pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente se ha perfeccionado el amor de Dios. En esto conocemos que estamos en él. 6 Quien dice que permanece en él, debe caminar como él caminó.

7 Queridos míos, no es un mandamiento nuevo lo que os escribo, sino un mandamiento antiguo que teníais desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que oísteis. 8 Por otra parte, lo que os escribo es un mandamiento nuevo, que es realidad en él y en vosotros; pues las tinieblas pasan y la verdadera luz brilla ya.

9 Quien dice que está en la luz y odia a su hermano, está en las tinieblas todavía. 10 Quien ama a su hermano permanece en la luz, y en él no hay tropiezo. 11 Pero quien odia a su hermano, está en las tinieblas y en las tinieblas camina y no sabe adónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos.

La sección ofrece un nuevo tema. Es verdad que, con la sección anterior (1,5-2,2), este tema constituye una unidad. Y más estrecha de lo que a primera vista podría parecer (véase lo que decimos un poco más adelante). Empero, hallamos ante todo unos conceptos que, en gran parte, son nuevos. En los v. 3-5, vemos que la palabra clave «conocer» desempeña un gran papel: nosotros «lo conocemos» (a Dios o a Cristo), pero también «sabemos» que lo «conocemos» (v. 3) o que «estamos en él» (v. 5). El v. 6 habla de que «permanecemos en él»: un concepto típicamente joánico.

Al mismo tiempo, se indica ya en el v. 3 el tema principal de toda la sección 2,3-11: «guardar sus mandamientos [plural]» (v. 3s); guardar su palabra [singular; «palabra» en el sentido de «mandamiento»] (v. 5); luego se habla con mucho énfasis, en el v. 7s, acerca de «el mandamiento» (en singular). En el v. 6, «caminar con él» (= Cristo) es, evidentemente, una explicación de «guardar sus mandamientos». En los v. 9-11, los conceptos básicos son «odiar» y «amar»; están vinculados con los conceptos que ya conocemos, de «tinieblas» y «luz» (estos dos últimos conceptos aparecen ya en el v 8). Y debemos preguntarnos en qué relación se halla este «odiar» y «amar» con la guarda de los «mandamientos» o del «mandamiento». Que hay que asociar íntimamente ambas cosas, es algo que aparece ya indicado en el v. 5 (en aquel que guarda la palabra o los mandamientos, el «amor de Dios» ha llegado a la perfección).

Así, pues, a esta sección podemos ponerle un epígrafe acertado, aunque un poco simplificador. El epígrafe es «el mandamiento del amor». Se trata de la primera de las tres secciones de nuestra carta, en las que se va dando vueltas -con la meditación- a este tema del amor, para esclarecerlo en sus aspectos.

3 Y en esto conocemos que lo hemos conocido: si guardamos sus mandamientos.

Esta frase, evidentemente, es transición para pasar al nuevo tema de «guardar los mandamientos». Por el hecho de que guardamos «sus» mandamientos (según lo que precede, los mandamientos de Cristo; pero, al mismo tiempo, por la cosa misma, los mandamientos de Dios). Conocemos precisamente que «lo hemos conocido» a él. Tenemos aquí. ante nosotros, la primera de una serie entera de proposiciones de la carta que de una manera parecida nos indican en qué puede conocerse algo determinado. En lo sucesivo las vamos a llamar «fórmulas de conocer». La proposición suena como si antes se hubiera hablado de este «conocer» a Cristo o a Dios, y los lectores necesitasen ahora urgentemente una norma para conocer la efectividad de ese «conocer». Pero ¡hasta ahora no habíamos leído nada de este «conocer»! ¿O ha sido quizás secretamente el tema? «Conocer», en el lenguaje joánico (y ya en el Antiguo Testamento), no sólo significa un proceso intelectual, sino también algo integral, una unión de amor. Es, por ej., lo que ocurre cuando una persona «mira» a otra, conoce -vislumbrando- su esencia y se une con ella. Y, así, la palabra se aplica también a la unión más íntima entre el hombre y la mujer, en el matrimonio.

Por consiguiente, «conocerlo» significa una unión sumamente íntima del hombre con Cristo y con Dios. Significa comunión con Cristo y con Dios. Para el autor de nuestra carta, Cristo se halla en tal unidad con Dios, que la comunión con Cristo es al mismo tiempo comunión con Dios. Y ni siquiera es necesario decirlo específicamente. Por tanto, el v. 3 continúa -a su modo- la idea de 2,1: «En esto sabemos que lo hemos conocido (a Cristo)» (es decir: en esto conocemos que tenemos comunión con él y hemos sido rociados con su sangre y que él es nuestro intercesor ante el Padre), «si guardamos sus mandamientos». Aquí, por la marcha del pensamiento, se sugiere ya lo que más tarde (en 3,24) se expresará más claramente: el cristiano conseguirá certidumbre del perdón, si «permanece» en el amor.

Examinemos otra vez el pasaje 1,6ss, donde se habla de la comunión con Dios o con Cristo: En 1,6 nos llama la atención la palabra clave «comunión». Y en los versículos siguientes se trata de la pérdida o salvación de esta comunión con Dios («... la verdad no está en nosotros» v. 8; «su palabra no está en nosotros», v. 10; la purificación de los pecados, v. 7.9; 2,1s, es restauración de la comunión con Dios).

Así, pues, el autor pretende decir, de hecho: Para lo único decisivo acerca de lo cual he hablado, para la «comunión» con Dios y Cristo, hay una norma. Y esta norma es, precisamente: «guardar sus mandamientos».

4 Quien dice: «Yo lo he conocido», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él.

«Quien dice...»: como en 1,6.8.10, parece que aquí se cita a los herejes. La atrevida afirmación de «Yo lo he conocido», tiene objetivamente el mismo sentido que la de 1,6: «Si decimos que tenemos comunión con él...» Hasta qué punto el pasaje de 2,4 constituye un paralelo con el de 1,6 podemos verlo muy bien si escribimos paralelamente ambos versículos:

2,4                                                                              1,6

Quien dice: «Yo lo he co-                                           Si decimos que tenemos co

nocido»,                                                                      munión con él

y no guarda sus mandamien-                                      y caminamos en las tinieblas,

es un mentiroso,                                                          mentimos

y la verdad no está en él.                                            y no practicamos la verdad.

 

Puesto que no se puede «conocer» a Dios sin guardar sus «mandamientos», aquel a quien se refiere este versículo, es un «mentiroso». También esta palabra tenía una resonancia más profunda de la que tiene hoy día en nuestro lenguaje habitual. En efecto, «verdad» -en sentido joánico- es la realidad de Dios que se revela. Frente a esto, la mentira es la construcción de un mundo engañoso, de una realidad ficticia, la revelación del maligno, el antagonista de Dios. Al servicio de este antagonista se halla el hombre que afirma que posee el conocimiento de Dios y, sin embargo, rehúsa prestar obediencia a los mandamientos de Dios y de Cristo.

5 Pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente se ha cumplido el amor de Dios. En esto conocemos que estamos en él.

Este versículo ofrece la antítesis positiva de la conducta defectuosa que ha quedado consignada en el versículo 4. Sin embargo, vemos que a la introducción: «Pero el que guarda su palabra («palabra» se utiliza ahora en vez de «mandamiento»)...», le sigue otra vez un giro inesperado del pensamiento: «En éste verdaderamente se ha perfeccionado el amor de Dios». Por primera vez en esta carta, cuyo gran tema es el amor, surge este concepto, que es su concepto más central. Ahora bien, ¿qué es lo que se quiere significar aquí por el «amor de Dios»? ¿Se habla del amor nuestro hacia Dios o del amor de Dios hacia nosotros? ¿Y qué quiere decir que este amor «se ha perfeccionado» en nosotros? Una excelente ayuda para comprender nuestro versículo, nos la proporciona el pasaje de IJn 4,12: «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros.» Por el contexto del capítulo 4, no hay duda -con respecto al pasaje de 4,12- de que su «amor» es el amor que Dios nos mostró en la entrega de su Hijo, amor que es él mismo en divina plenitud, y que él nos comunica a nosotros, a fin de que siga dimanando y siga actuando en forma de amor fraterno.

Pero ¿hasta qué punto el amor «se ha perfeccionado» en nosotros? ¿En cuanto en ese amor se agotan las posibilidades humanas de amar? Con toda seguridad, el texto no se refiere a esto. El contexto, tanto en 2,5 como en 4,12, nos indica la solución: según 2,5, el hombre en quien el amor de Dios -el amor que procede de Dios- ha llegado a su perfección, conoce que él (el hombre) está en Cristo y en Dios. Y también en 4,12, el amor perfecto se halla en íntima relación con la comunión con Dios («Dios permanece en nosotros»). Por consiguiente, el «amor perfecto» es el amor que, por la unión vital con Dios, adquiere una calidad que está más allá de todas las posibilidades humanas. Comprenderemos mejor aún el contenido de 2,5, si comparamos este verso con 1,7:

2,5                                                                                       1,7

El que guarda su palabra                                     Si caminamos en la luz...

en éste verdaderamente se                                  tenemos comunión unos con

ha perfeccionado el amor de                                otros, y la sangre de Jesús,

Dios.                                                                     su Hijo, nos purifica de todo pecado.

 

También en 1,7 vemos que el pensamiento adquiere un giro imprevisto: «...tenemos comunión unos con otros». Por consiguiente, el autor, cuando en 2,5 se refiere al «amor perfecto», al amor que procede de Dios y que surge cuando el cristiano obedece la palabra de Dios, ¿quiere señalarnos concretamente el amor fraterno? Otra vez vuelve a ocurrir aquí que, al comienzo de la carta, podemos sospechar o vislumbrar ya algo que más tarde aparecerá con mayor claridad: Para nuestro autor, «caminar en la luz» es lo mismo que «guardar los mandamientos» y «amar a los hermanos».

Al final del versículo, el autor introduce otra vez un nuevo concepto: «que estamos en él». También esto es expresión de la comunión con Dios43.

En el versículo 5c vemos que, en relación con ello, se vuelve a recoger el tema «conocer»: El que guarda los mandamientos de Dios y de Cristo (y, por consiguiente, ama a los hermanos): ese tal conoce por ello que él está en Dios. El amor fraterno es razón gnoseológica (razón cognoscitiva) de la comunión con Dios.

6 Quien dice que permanece en él, está obligado a caminar como él (Cristo) caminó.

La frase comienza, como en el v. 4, con la expresión: «Quien dice...» pero esta vez pretende explicar a los cristianos las consecuencias que trae consigo el confesar a Cristo. El que confiesa que está en Cristo, está obligado a caminar según el modelo de Cristo 44. «Como Cristo caminó»: ¿Qué se nos quiere decir con ello? ¿Se nos quiere indicar una multitud de conductas ejemplares? ¡No! Tan sólo una. El texto de 3,16 nos la indica: Cristo entregó su vida, nos amó hasta el extremo, hasta la consumación. Quien dice que «permanece en él», que tiene comunión con Cristo, debe realizar el amor, tal como Cristo lo realizó. Aquí resuena ya la típica redacción joánica del mandamiento del amor: «Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado»45.
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43. «Estar en Dios» es una expresión típicamente joánica para designar la comunión con Dios, es la joánica «fórmula de inmanencia», que se expresa principalmente por medio del «permanecer en»; véase el siguiente versículo 6.
44. El vocablo griego opheilei se traduce un poco débilmente por «debe». Se trata, en sentido estricto, de una obligación moral: «está obligado a...».
45. Véanse también las explicaciones a propósito de IJn 3,16.
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7 Amados, no es un mandamiento nuevo lo que os escribo, sino un mandamiento antiguo que teníais desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que oísteis. 8 Por otra parte, lo que os escribo es un mandamiento nuevo, que es realidad en él y en vosotros; pues las tinieblas pasan y la verdadera luz brilla ya.

«Los mandamientos» quedan reducidos aquí a «el mandamiento». La expresión de «mandamientos», en plural era ya -últimamente- la expresión del único mandamiento del amor, porque los distintos mandamientos de Dios son concretizaciones de este único mandamiento sobre la base de diversas situaciones y ámbitos de la vida. El singular «el mandamiento» acentúa la unidad esencial de la exigencia divina, tal como se funda en la esencia y en la revelación de Dios.

El mandamiento que el autor tiene aquí en su mente en la carta que escribe a sus lectores, es un mandamiento antiguo y -al mismo tiempo- nuevo. ¿Hasta qué punto es antiguo? El v. 7 nos ofrece la respuesta: es antiguo por cuanto los cristianos lo tienen «desde el principio» Pero ¿a qué se refiere eso de «desde el principio»? Parece que, para el autor de la carta, hay dos significaciones que en cierto modo, se superponen. Por el «principio» se entiende -en primer lugar- el principio del estado de cristiano, el llegar a ser creyente y el bautismo. Por consiguiente, el mandamiento se halla dentro del cauce de una tradición cristiana inalterada. Es el mandamiento que los cristianos recibieron ya con ocasión de su bautismo.

Ahora bien, en el primer versículo de la carta encontrábamos ya esta expresión «desde el principio». Y allí tenía una significación más profunda. El Logos de la vida es (o existe) «desde el principio» o (como también se puede traducir) «desde el origen». Y, así, el autor quiere darnos a entender, seguramente, que este mandamiento, lo mismo que el que dio (Cristo), procede de la vida divina primordial. En este sentido es un mandamiento «antiguo», porque se funda en la esencia de Dios, en el amor.

El v. 8 afirma que este mandamiento «antiguo» es al mismo tiempo- un mandamiento «nuevo». ¿Por qué. ¡Porque Jesús mismo dijo que su mandamiento era un «mandamiento nuevo»! (Jn 13,34). ¿O tal vez, más aun, para acentuar -frente a las nuevas doctrinas de los gnósticos que menospreciaban la antigua doctrina de la comunidad- la vitalidad siempre nueva del mensaje cristiano? Así, pues, ¿querrá decir el autor: El mandamiento acerca del cual os escribo, es un mandamiento antiguo, pero a pesar de todo es más moderno que las doctrinas de los adversarios, esto es: es irrupción inmediata de la divina novedad de vida que entra en nuestro mundo?. Pero la misma carta de Jn nos da la respuesta, indicándonos por qué el «mandamiento antiguo» se puede llamar, al mismo tiempo, un «mandamiento nuevo»: «pues las tinieblas pasan y la verdadera luz brilla ya». Cuando en este mandamiento, realzado con un énfasis tan poco corriente, en este mandamiento que es la «palabra» que hay que guardar (véase 2,5), se habla de la «verdadera luz», entonces es sumamente obvio pensar en el versículo en que, con parecido énfasis, se habló del «mensaje», en 1,5: «Este es el mensaje que de él -de Cristo- hemos oído y os anunciamos: que Dios es luz...»

Pero Dios, que siempre es «luz», ¿no ha comenzado hasta ahora a brillar? El texto de 1Jin 1,5 no es sólo un enunciado acerca de la esencia sino también un enunciado de revelación: indudablemente, Dios siempre es «luz». Pero sólo desde un determinado instante se manifestó él de tal forma, que en el lenguaje joánico podemos afirmar: «La verdadera luz brilla ya.» Desde que el Logos de la vida se manifestó, las «tinieblas» están pasando; la luz verdadera, Dios mismo como amor, se revela en Jesucristo 47. El mandamiento es «nuevo». Ello significa, por tanto: Está henchido de la vitalidad de la nueva luz del amor divino, que se ha manifestado en Cristo, está henchido de la novedad del amor de Cristo, de ese amor que se sacrifica a sí mismo.

Ahora bien, ¿qué significa el inciso: «que es realidad en él y en vosotros»? El hecho de que se trata de un mandamiento «nuevo», es «realidad» (o es «verdadero») en él, es decir, en Cristo: porque Cristo, con la entrega de su vida, manifestó el amor de Dios. «Y en vosotros» (por lo que afecta a vosotros), la nueva luz brilla ya en vuestra vida; el amor de Dios y de Cristo -ese amor que se sacrifica- continúa actuando ya en vuestro amor fraterno, en la fuerza divina que os capacita para el amor.

Por consiguiente, en la dualidad de lo "antiguo» y lo "nuevo», en lJn 2,7s, no se trata de la tensión entre la tradición y el progreso, sino de una tensión completamente distinta: por un lado se halla la fidedigna enseñanza de la instrucción bautismal, que se funda en la eternidad de la «Palabra». Por otro lado está la «novedad»: el amor, según la norma de la entrega que Cristo mismo hizo de su vida, es en Cristo una cosa nueva, y seguirá siempre como algo que está frente al «mundo» y a los propios «deseos» (véase: lJn 2,15-17). El mandamiento de que aquí se trata, es «antiguo»: tiene su fundamento en la vida misma de Dios, y ha estado actuando siempre en todos los mandamientos. Es «nuevo», tiene el futuro absoluto. No es posible realzar con más énfasis que 1Jn 2,7s, la significación absoluta y universal de este mandamiento único, del que se está hablando.

9 Quien dice que está en la luz y odia a su hermano, está en las tinieblas todavía. 10 Quien ama a su hermano, permanece en la luz; y en él no hay tropiezo. 11 Pero quien odia a su hermano, está en las tinieblas y en las tinieblas camina y no sabe adónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos.

En estos tres versículos se asocian los motivos: el motivo de la luz y de las tinieblas, el motivo del mandamiento y del amor. El v. 9 comienza, exactamente igual que el v 4 (y a semejanza de 1,6.8.10): «Quien dice...» En todas estas proposiciones se alude a la misma postura equivocada en la que ha caído ya el adversario gnóstico y que constituye un peligro para el cristiano. Pero aquí, en nuestros versículos, resalta de manera clara y definitiva lo que se había ido dando a entender desde el principio: las tinieblas son el odio, y la luz es el amor (divino).

"Caminar en la luz» y «guardar los mandamientos» es sinónimo de "amar a su hermano». Y «caminar en las tinieblas» es igual que ser cautivo del odio fraterno Los v. 10 y 11 sirven de explicación al v. 9, el cual ofrece en primer lugar la síntesis de manera negativa. Según el v. 10, aquel que ama a su hermano está (realmente) en la luz. Y en él no hay «tropiezo»: está bien afincado por el poder de la luz, que es el amor de Dios. Permanece en el amor y no cae en el pecado, del que se habla en 3,4-10. El v. 11 es repetición y aclaración de la idea, expuesta en forma negativa, del v. 9: se pinta de manera muy impresionante la perdición que el odio produce en la persona misma que odia. El que aborrece ha perdido toda orientación, está completamente desorientado, «porque las tinieblas le han cegado los ojos». En 1,8 se decía del que se imagina que no tiene pecado, que se estaba engañando a sí mismo. ¡Raras veces se expresa con tanta claridad como aquí en qué consiste el engaño propio, la mentira moral! Por el odio fraterno el hombre ha caído en las tinieblas, y ha quedado ciego, las «tinieblas», detrás de las cuales está -finalmente- un poder maligno de índole personal; se han apoderado de él y ya no lo sueltan.

Para la meditación de 2,3-11

Para orientar el pasaje de IJn 2,3ss hacia la vida de los lectores, vemos que la «fórmula de conocer», de 2.3 (véase 2,5c) nos ofrece un primer punto de partida. Evidentemente, los destinatarios de la carta tenían el problema de cómo estar seguros de su comunión con Dios (es decir, de su salvación) . El autor les muestra el camino para ello: por medio del amor mutuo, de un amor activo, llegan a estar seguros de la comunión con el Dios que es amor. Nos preguntaríamos si el cristiano de hoy día no tendrá también el mismo problema de saber cómo podrá estar seguro de su comunión con Dios.

El problema existe para todo aquel que, aunque sea nebulosamente, ha descubierto algo de lo que es Dios o, más exactamente, de quién es Dios. Es antinatural que los cristianos de hoy día no experimentemos ya con tal intensidad la pregunta a que la carta lJn quiere dar respuesta. Es inadecuado el que no lo experimentemos, porque ello está señalando una desaparición de la fe. Pero incluso el hombre no creyente, el hombre de hoy día, dentro y fuera de la Iglesia, tiene de hecho este problema: la cuestión de cómo podrá estar seguro del sentido de su vida (y el sentido de su vida es -en la visión de la fe- Dios, sin que él lo sepa). Así que el mensaje de lJn sigue siendo actual: nos ofrece la posibilidad de tal experiencia y certidumbre, y, por cierto, desde el punto decisivo, desde el punto del amor. Las aseveraciones sobre el mandamiento «antiguo» y «nuevo», v. 7s, no pretenden formular un precepto, sino que pretenden estar al servicio de la seguridad y gozo de quien «camina como caminó Jesús», y le hablan de la victoriosa energía de la luz del amor, que triunfa sobre todas las tinieblas.

Para meditar en bloque los enunciados de 1,5-2,11 Precisamente en una carta como ésta, es muy conveniente que no sólo nos empapemos en la meditación de las distintas secciones parciales, sino que también abarquemos con nuestra meditación las grandes porciones. Para preparar este ensayo de ofrecer tal o cual sugerencia, hay que hacer primero un doble trabajo previo: en primer lugar hemos de ofrecer una visión panorámica de la estructura total; y, en segundo lugar, ofrecernos otro esquema que indique claramente el paralelismo y coherencia intima de los conceptos de esta gran sección.

Visión panorámica de la estructura total de 1,5-2,11.

I: 1,5-2,2.

1. a) Transición (el mensaje), v 5

    b) Primer par antitético v. 6.7 (negativo-positivo).

 

2. a) Segundo grupo antitético v. 8-10 (negativo-positivo-negativo)

    b) Conclusión 2,1.2.

 

II: 2,3-1 1.

 

1. a) Transición (primera «fórmula de conocer») 2,3

    b) Primer par antitético v. 4.5 (negativo-positivo)

    c) Conclusión (obligatoriedad) v. 6

 

2. a) Transición (el mandamiento antiguo y nuevo) v, 7.8.

    b) Segundo grupo antitético v. 9-11 (negativo-positivo-negatlvo).

 

Esta sinopsis nos está mostrando ya que toda la sección 1,5-2,11 está concebida unitariamente. La relación entre las dos secciones de 1,5-2,2 y 2,3-11 es mucho más estrecha de lo que suele apreciarse en la mayoría de los comentarios. Entre 2,11 y 2,12 hay una cesura notablemente más profunda que entre 2,2 y 2,3. Este hecho tiene dos consecuencias: en primer lugar, nos damos cuenta ahora de que ambos temas «Cristo y el pecado» y «el mandamiento del amor» están íntimamente relacionados. Lo que el autor de nuestra carta nos dice sobre el tema de «Cristo y el pecado», lo hace evidentemente para preparar sus exposiciones acerca de «el mandamiento del amor». En segundo lugar: la primera mitad de la sección total (1,5-2,2) debe interpretarse ya desde el punto de vista de la interpretación que los versículos 2,9-11 dan a los conceptos de «luz» y «tinieblas» (y de «caminar en la luz» o «caminar en las tinieblas», etc.). Por consiguiente, esto confirma que el enunciado acerca de Dios, que leemos en 1,5: «Dios es luz», dice ya objetivamente lo mismo que el enunciado acerca de Dios que leemos en 4,8.16: «Dios es amor.» Todo ello lo veremos aún con mayor claridad, si exponemos en un esquema la íntima dependencia que existe entre los conceptos paralelos de los enunciados negativos y positivos de IJn 1,6-2,11.

              I,6                                          2,4                                                           2,9

¿«Comunión con Dios"?        ¿«Haberlo conocido"?                           ¿«Estar en la luz»?

 

Caminar en las ti-                 No guardar sus man-                                  Odiar al hermano

nieblas                                  damientos                                                   (véase 2,11)

 

No practicar la «ver-            No tener en si la                                        Estar en las tinie-

dad»                                     «verdad» (véase 1,8.10)                           blas (véase 2,11)

                                           

 

1,7                                                    2,5                                                              2,10

Caminar en la luz                       Guardar su palabra                              Amar al hermano

 

Tener comunión los                El amor de Dios se                             Permanecer en la luz

unos con los otros               ha perfeccionado en nosotros

 

 

Este esquema nos hace ver con toda claridad que en las tres columnas se hallan colocados paralelamente conceptos que objetivamente significan lo mismo.

El enunciado total de 1,5-2,11 llegaremos a comprenderlo muy bien, si nos preguntamos por qué el enunciado acerca de Dios, de 1,5, se halla antes de la sección de 1,6-2,11. Respuesta: al autor de la carta lo que le interesa es la idea de Dios, o lo que le interesa primordialmente es Dios mismo. Pero, al mismo tiempo, le interesamos también nosotros, porque Dios nos afirma y acepta en el amor.

El tema propiamente tal de 1Jn 1,5-2,11 es «Dios y nosotros». Tanto en la serie de asertos negativos como en la de asertos «positivos», se nos pone a nosotros en relación con Dios: en la serie negativa, se vislumbra la diversidad de Dios por la reacción que surge, cuando queremos hacer que Dios descienda a nuestro plano. En la serie positiva se vislumbra la misericordia de Dios a quien -en el capítulo 4- se describe más claramente como «amor».

Para formular otra vez, con distintas palabras, el enunciado total: Dios es luz (esto es: Dios es amor que se revela), y él nos atrae a su luz: Dios nos saca de las tinieblas y nos salva por medio de la sangre de Cristo; nos introduce en la luz por medio del mandamiento de Cristo y por medio de la norma de vida, que es Cristo En esta sección podemos vislumbrar ya la significación absolutamente decisiva de nuestro amor fraterno para esta entera realidad: estar en la luz, tener comunión con Dios, ser purificado por medio de la sangre de Cristo, la perfección del amor de Dios en nosotros: esta conexión misteriosa, pero realísima, que hay entre la comunión con Dios y la comunión de los unos con los otros.

Queda claro algo más: la luz y las tinieblas son poderes que quieren dominarnos. Nosotros conocemos esta situación de lucha, que toda la carta presupone (conforme al pensamiento del Antiguo Testamento y del judaísmo tardío, y conforme también al pensamiento de todo el resto del Nuevo Testamento): situación de lucha sin la cual no podemos comprender la carta de Juan.

Esta situación de lucha vuelve a aparecer muy claramente en el siguiente párrafo de 2,12-14, en las palabras que se dirigen a los "jóvenes que han vencido al maligno». Y tal vez esta sección 2,12-14 (la "gran interpelación») se ha introducido precisamente después de 2,11, por la sencilla razón de que este enunciado total de 1,5-2,11 es algo tan grandioso, que el autor se sintió impulsado a compendiar en la encarecida séxtuple interpelación todo el aliento para una alegre seguridad de salvación, que en dicha sección se contiene.


3. DOBLE CONCLUSION (2,12-17).

a) La gran interpelación: Seguridad de salvarse (2,12-14).

12 Os escribo, hijitos, que se os han perdonado los pecados por su nombre. 13 0s escribo, padres, que habéis conocido al que es desde el principio. Os escribo, jóvenes, que habéis vencido al maligno. 14 0s escribo, niños, que habéis conocido al Padre. Os escribo, padres, que habéis conocido al que es desde el principio. Os escribo, jóvenes que sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al maligno.

Sin motivación aparente, viene aquí una séxtuple interpelación a los cristianos: la interpelación más solemne e impresionante de todo el Nuevo Testamento. En realidad, tiene aquí su lugar adecuado. Lo que se ha dicho en 1,5-2,11 es algo tan decisivo, que tiene que determinar que los cristianos se comprendan a sí mismos (es decir: determinar lo que los cristianos, con la fe, tienen que pensar acerca de sí mismos). Lo que hasta ahora se había dicho, es mensaje para ellos, anuncio de lo que ha acontecido en ellos, de lo que ahora tiene acceso para ellos de lo que está en su poder. El hecho de que todo lo dicho ahora los afecta quiere el autor remacharlo precisamente con estas seis frases: quiere comunicarles una alegre conciencia de lo que ellos son como cristianos (podríamos decir también: la alegre seguridad de la salvación). Las seis proposiciones cumplen esta función suya en el contexto, únicamente si se traducen: «Os escribo que...».

También al final de la segunda y tercera parte, el autor -siempre de una manera distinta- buscará este fin de consolidar la certidumbre de fe de sus lectores. Porque éste es su objetivo propio. Lo vemos claramente al examinar el primer versículo de la sección final de toda la carta (5,13): allí dice el autor expresamente qué es lo que pretende conseguir con toda la carta. Al servicio de esta meta se encuentra ya nuestra sección 2,12-14: ¡Sepan los cristianos que tienen "vida eterna»!

Ahora bien, el autor aquí ¿no habla -como podría parecer a primera vista- a determinados grupos de edad, dentro de la Iglesia? Si examinamos las cosas más de cerca, nos damos cuenta de que lo que él dice a los «hijos», tiene validez igualmente para los hombres y mujeres adultos y para los ancianos, y que lo que él dice a los «padres» y a los «jóvenes», tiene validez también para todos los cristianos51. Lo veremos ahora más detalladamente al comentar cada una de las frases.

Puesto que la variación de tiempo verbal, que hallamos en el texto griego original (en el segundo grupo ternario de interpelaciones hallamos «os escribí», en vez de «os escribo»), seguramente no sirve más que para dar variedad estilística a la frase (y, por tanto, es una variación ignorada en la traducción que hemos ofrecido), podemos utilizar en cada caso, para nuestra explicación, la interpelación correspondiente de la segunda serie .

Primera interpelación.

«Os escribo, hijitos, que se os han perdonado los pecados por su nombre [por el nombre de Cristo]", «que habéis conocido al Padre». A los lectores se les interpela con el vocativo «hijitos» en el primer caso, y niños en el segundo. El autor utiliza con frecuencia el primer vocativo. ¿Se siente, pues, frente a los lectores, como un «padre»? De hecho, en algunas ocasiones aparece con claridad que el "anciano» caracteriza con esta invocación de «hijos» (o «hijitos») la relación que los lectores tienen con él. Así vemos, por ejemplo, en 1Jn 2,1: «Hijitos míos.»

¿Cómo entiende él su función de padre? La respuesta la tenemos ya en el prólogo. Él es «padre», por cuanto es testigo de la vida eterna manifestada en carne, por cuanto, por medio de la comunión de los testigos (en la que él quiere integrar a los lectores), comunica él la comunión con Dios 52.

Pero que, a pesar de esta conciencia de su función de «padre», el autor no cae en ningún paternalismo nos lo muestra precisamente esta interpelación de 2,12-14. Porque en ella el vocativo de «hijitos» forma parte del mensaje de que se nos han perdonado los pecados. Con toda probabilidad, se trata aquí de una alusión no sólo a las palabras del perdón de los pecados en 1,7.9 y 2,1s, sino también -y por encima de ellas- al bautismo 53, Los cristianos "hijos» en cuanto bautizados, en cuanto personas que -por medio de la fe y del bautismo- tienen comunión con Dios. La interpelación que abre el v. 14 está demostrándolo con suficiente claridad: «Os escribo que habéis conocido al Padre.» Sí: el amor conocedor es comunión con Dios. Y en esta comunión (o, como se dice más tarde en la carta [2,29; 3,1ss], puesto que hemos «nacido de Dios»), somos «hijos». El v. 12 podríamos parafrasearlo así: «Os escribo, hijos de Dios bautizados (que sois también hijos (o hijitos) míos, porque yo, como testigo de Jesucristo, pude transmitiros la comunión con Dios)...»
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51 En el texto no se indica en modo alguno que los conceptos de «padres» «jóvenes» y "niños» estén en un nivel distinto que el de «hijitos". Si, de hecho, el autor hubiera querido diferenciar a la comunidad total («hljitos») en dos niveles distintos de edad, entonces difícilmente hubiera escogido, para el tratamiento anterior que dirige a toda la comunidad, la denominación de un nivel de edad. sino que los habría llamado "hermanos» (véase, por ej . 3 13) «amados» (2,7). A mi parecer, sólo deben tenerse en cuenta dos posibilidades: o los cuatro términos designan verdaderos niveles de edad o los cuatro se refieren siempre a la comunidad total.
52. Véase, en san Pablo, por ej., Filipenses 1,5-7, ICorintios 4,15.
53. Precisamente, le mención del "nombre" está señalando en este sentido. Ahora bien, hay que tener en cuenta que la remisión de los pecados es una realidad que tiene aplicación a toda la vida cristiana.

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Segunda interpelación. «Os escribo, padres, que habéis conocido al que es desde el principio.» La repetición de esta interpelación a los «padres» tiene exactamente el mismo texto (con la excepción de la forma verbal en tiempo pasado: «os escribí»). El «que es desde el origen» es Jesucristo (véase 1,1). Este conocimiento de Cristo no es, seguramente, según el sentir de la carta, algo que se aplicara sólo a los cristianos antiguos por la edad de su vida. En efecto, en el v. 14s se atribuye a los «hijos» (es decir, a todos los cristianos) el conocimiento del Padre, que siempre está íntimamente relacionado con el conocimiento de Cristo. En 2,3s, y refiriéndose a todo cristiano, se habla del conocimiento de Cristo. Si explicamos la frase, tomando como punto de partida el texto de 2,3s, la carta querrá decir: «Conocéis a Cristo, porque guardáis sus mandamientos», o bien: «No sois mentirosos como los que se jactan de que conocen a Cristo, pero yerran en ese conocimiento, a causa de sus pecados.» Y en 2,20 hallaremos la afirmación de que todos los cristianos tienen conocimiento.

Ahora bien, ¿por qué a los lectores -nosotros-, aquí, se nos llama «padres»? Pues porque nosotros, por nuestro «conocimiento de Cristo» -nuestra fe en Cristo y nuestra comunión con Cristo y con el Padre, producida por esa fe- hemos entrado a formar parte de la serie de los testigos. El autor sabe que aquellos a quienes él ha llamado «hijos», aquellos a quienes él pudo transmitir la comunión con Dios son al mismo tiempo «padres» que han entrado a participar de su cualidad de testigo y podrán así transmitir a otros su fe y su comunión con Dios. ¿Habrá mejor superación de todo paternalismo espiritual, que ésta que nos ofrece aquí con toda claridad el «anciano» (2Jn; 3Jn)?

Tercera interpelación. Aquí el autor alcanza la intensidad más vigorosa. La primera interpelación a los "jóvenes», en el v. 13b («que habéis vencido al maligno»), se ha recogido ya, plenamente, dentro de la segunda redacción, trimembre, de esta interpelación, en el v. 14c.

Pero, el ser fuertes y el vencer ¿no es algo que caracteriza a una determinada edad, a la edad precisamente de los jóvenes? El autor, también aquí, ¿se referirá realmente a todos los cristianos como tales? La segunda mitad de la frase, en el v. 14c («la palabra de Dios permanece en vosotros»), no habla, ciertamente, de los privilegios de una edad determinada (véase 1,10; 2,5.7). ¿Y qué ocurre con lo de «vencer»? En otros lugares de la carta «vencer» es cosa que, indudablemente, se promete a los cristianos como tales. Así ocurre en 4,4: «Vosotros, hijitos..., los habéis vencido (a los falsos profetas).» Y con toda claridad aparece en 5,4: «Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe.» Y otro tanto se dice en 5,5. Toda la carta lleva la impronta de la lucha contra el maligno. No es, pues, de extrañar que la promesa más vigorosa de energía cristiana siga a la exhortación de 2,15-17. Asimismo, con esta interpelación, la carta reitera afirmaciones que ya habíamos encontrado: que el que ama a los hermanos, «permanece en la luz, y en él no hay tropiezo» (2,10), no es más que una manera distinta de expresar la victoria. El autor nos dice que, frente al maligno, tenemos nosotros la energía combativa y la fuerza de victoria que tienen los jóvenes; que nosotros hemos de recibir, y hemos recibido ya, de Dios; la energía para caminar en la luz. «Caminar en la luz» es triunfar de las tinieblas.

Quien se deje empapar de este mensaje, descubrirá la energía que habita en él. Difícilmente habrá otro lugar del Nuevo Testamento en que hallemos un mensaje tan denso y henchido de promesas para nuestra propia existencia cristiana.

Los predicadores sienten hoy día la tentación incesante de decirse a sí mismos y a los cristianos que les escuchan, que no tienen todavía una fe verdadera, que han fracasado en la lucha contra el maligno. Y los cristianos, por su parte, tienen la tentación de formarse complejos de inferioridad de esta índole, y quizás no vean ya bien que se hallan ante una lucha decisiva. El procedimiento que sigue la carta ¿no es mucho más eficaz, por ser mucho más objetivo? En efecto, lJn no enumera las realizaciones de sus lectores, sino la gracia dada a ellos (y a nosotros) gratuitamente.

a) Advertencia contra el «amor al mundo» (2,15-17).

Esta sección crea dificultades a muchos cristianos de hoy día. ¿No se predica aquí el menosprecio del mundo: un menosprecio con el que nosotros no podemos ya identificarnos? ¿Podemos seguir siendo justos a la tarea que como cristianos tenemos ante el mundo, si, movidos por este pasaje de la Escritura, nos prohibimos el amor al mundo? Es indudable, y también el cristiano de hoy día lo comprende, que no debe uno perderse en el mundo. Pero ¿es esto, sencillamente, lo que se afirma en la sección que estamos estudiando?

Toda la imagen cambia radicalmente, si «mundo», aquí, no significa absolutamente lo mismo que «la creación en que vivimos». Y, de hecho, si queremos comprender esta sección, es de importancia primordial y básica enterarse de que aquí el término de "mundo» tiene una significación un poco distinta de lo que entendemos habitualmente por tal. El «mundo» (kosmos), en Juan, tiene no raras veces la significación del ámbito en que domina el poder personal que es enemigo de Dios, el «jefe de este mundo» (Jn 12,31). Y precisamente un poco antes, acaba de mencionársele: es el «maligno» (v. 14c). El «mundo» que no debemos amar, ¿no sería aquí, por tanto, ni la creación material de Dios, ni el mundo de los hombres en general -es decir: no sería el «espacio» de la creación, ni un grupo de personas-, sino que sería el campo de fuerza que ese poder maligno y personal constituye dentro de la creación? Esta concepción es apoyada por otros lugares de la carta54. Y este campo de fuerza, formado por el maligno, se interfiere y está en lucha con el campo de fuerza que procede de Dios y de Cristo. Por consiguiente, a la creación -buena- de Dios, no debemos considerarla como henchida de espíritu maligno, ni menospreciarla por ello. Sino que hemos de verla como un campo de batalla. Puesto que el autor ve situados a sus lectores en medio de esta batalla y, puesto que conoce la fuerza que Dios les da para ella, les ha prometido ya de antemano el poder de victoria de los "jóvenes».
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54. Véase, principalmente, 5,19 y también 3,12; véanse, además, los siguiente3 lugares del Evangelio de Juan: 12,31; 14,30; 16,11.
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15 No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.

La carta nos habló antes de un «amor» que está en vivísimo contraste con el odio (v. 10s). ¿Veremos actuar también en nuestro versículo este contraste y oposición entre la luz y las tinieblas? ¡De nuevo se cambiaría radicalmente la imagen! Lo que «hay en el mundo», lo que nosotros no debemos amar, sería lo que procede del centro de gravedad del maligno o lo que está en su corriente: eso serían "tinieblas», en el mismo sentido exactamente que en 2,8-11, cuando se hablaba del contraste con la «luz». Y a esto parece aludir la segunda parte del v. 15: Si alguno ama al "mundo», entonces el amor del Padre no está en él, es decir, el amor que procede del Padre, el amor que procede de Dios, que es "luz» (1,5) 55. El amor que «proviene del Padre» y que se ha derramado en nosotros, impulsa a caminar en la luz, esto es, impulsa al amor fraterno. "Lo que hay en el mundo» ¿significaría la raíz o fuente de lo contrario, de la fría falta de amor y del odio fraterno?
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55. Esta interpretación nos la sugiere principalmente el paralelo "no proviene del Padres, del v 16. Aquello que proviene del Padre es lo opuesto a los malos «deseos». Y. así, es obvio que en esta antítesis se trate del "amor del Padre», del que se habla en el versículo 15.
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16 Porque todo lo que hay en el mundo -los deseos de la carne, los deseos de los ojos y el alarde de las riquezas- no proviene del Padre, sino que procede del mundo.

El hecho de que estos tres deseos o esta triple concupiscencia actúe contra el "caminar en la luz», el hecho de que constituyan el terreno abonado para la falta de amor, lo vemos clarísimamente en la tercera concupiscencia, en el "alarde de las riquezas». Es la actitud de quien posee riquezas en el mundo y cierra su corazón ante el hermano56. También en lo que respecta a "los deseos de los ojos» está clara su oposición al amor, ya la interpretemos como afán de poseer, o bien ansia de dominio o de hacerse valer, como impulso egoísta de los "ojos» que pretenden dominar lo que ven, y que, como el "alarde de las riquezas», cierran el corazón ante el hermano.

Ahora bien, ¿qué son los «deseos de la carne»? No permitamos aquí que nuestra comprensión se encierre en el estrecho marco de la interpretación habitual, interpretación que en estos «deseos» ve únicamente el placer dirigido contra el sexto mandamiento. Los «deseos de la carne», según el concepto bíblico de «carne», es -en general- la orientación perversa de los deseos, la orientación que nace de la debilidad de la criatura o que, por encima de ella, procede de la condición del hombre que es criatura caída. En términos muy generales diríamos que es lo que impulsa hacia las tinieblas. Por consiguiente, los «deseos de la carne» es el concepto que ocupa el lugar predominante entre los tres. Y lo de «caminar en las tinieblas» el pecado opuesto al mandamiento de Jesús, nos lo hizo ver la carta como el polo opuesto del amor fraterno.

Pero, aun en el caso de que en el texto se pensara también en el apetito malo dirigido contra el sexto mandamiento, el carácter de pecado que tiene esta concupiscencia, ¿no se explica por su oposición al amor? Aquí ¿se llega a conocer ya que incluso el carácter pecaminoso de los delitos sexuales procede de que esos delitos son un crisparse egoísta en sí mismo y, por tanto, la antítesis del amor? No cabe duda de que, al menos implícitamente, esto se afirma también en el aserto de la carta.

Por consiguiente, «lo que hay en el mundo» es el egoísmo pecador (el egoísmo al que se opone el amor derramado por Dios) en sus diversas expresiones. Las tres expresiones significan la misma crispación del yo, el mismo perderse en las tinieblas cegadoras, pero que se contempla desde diversos puntos de vista. La triple concupiscencia que procede «del mundo» (es decir, del "maligno») es la antítesis misma de lo que procede «del Padre», a saber, la antítesis del amor generoso que se entrega. La triple concupiscencia es la materia inflamable que enciende el odio fraterno. Con una imagen opuesta, y partiendo de la experiencia del frío, podemos llegar al mismo resultado: La concupiscencia es lo que priva al amor de su energía y hace que se enfríe.

Por consiguiente, en estos versículos, el autor no exige un menosprecio del mundo como mera abstinencia, sino la renuncia a lo que hace que el amor sea imposible.
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56. Véase 3,17: En ambos pasajes hallamos la misma expresión- "riquezas".
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17 Y el mundo pasa, y sus deseos. Pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre.

Por medio de este versículo, nuestra sección está ligada con la afirmación de la seguridad de salvación, que leíamos en los v. 12-14. El «mundo» -el campo de fuerza del «maligno»- pasa juntamente con su concupiscencia, con su impulso a la arbitrariedad y la crispación del yo 57. Pero quien cumple la voluntad de Dios -como la cumplió Jesús, de quien el Evangelio de Juan refiere aquella palabra: «No es hacer mi voluntad lo que busco, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,30)-, ese tal permanece con Jesús para siempre. ¡He ahí la victoria de que se nos hablaba en los v. 13b y 14c!

Aunque ambas secciones, los v. 12-14 y los v. 15-17 tienen, cada una, su peso propio, sin embargo vemos lo íntimamente ligadas que están entre sí. La exigencia del v 15s únicamente puede escucharse de manera debida, en conexión con el mensaje de los v. 12-14 (y del v. 17).
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57. Que el mundo, como creación, también ha de pasar, eso -como resonancia de Mc 13.31 y paralelos- no es, a mi parecer, el sentido primario del aserto, pero podría estar también incluido.
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Para la meditación La exigencia del v. 15s, una exigencia que -a primera vista- parece tan dura y tan incomprensible, ¿queda ahora atenuada porque logramos integrarla en el contexto y porque llegamos a saber que no nos retrae, ni mucho menos, de nuestra tarea en el mundo? Esta exigencia se ha hecho más ligera y mas pesada: más ligera, porque hemos hallado acceso a su sentido, porque se nos ha mostrado la fuerza que ya se nos había dado para cumplir esta exigencia; más pesada, porque se dirige inexorablemente contra lo que hay en nosotros que es del "mundo», porque nos está llamando inexorablemente a la conversión, a la renuncia a la voluntad caprichosa, a decidirnos en favor o en contra del "amor del Padre», que se nos ha dado graciosamente. Y caeríamos en una ilusión y engaño propio, si creyéramos que esta decisión era posible sin la señal realísima que significa la limitación sensible (quizás dolorosamente sensible) en la utilización de las cosas de la creación.

La advertencia contra el amor al "mundo» incluye en sí la advertencia contra el perderse en las cosas de la creación, aunque el "mundo» de lJn 2,15ss no es la creación, y precisamente porque lo que allí se concibe como «mundo», por ser el campo de fuerza del «maligno», incita al abuso de la creación. Aunque se exige implícitamente la renuncia a valores de la creación, esta renuncia no se exige por sí misma, ni tampoco como condición de posibilidad para un amor de Dios concebido en forma individualista, de cada persona aislada. Sino que se exige como condición de posibilidad para la plena agape. Y ésta se da en el amor concreto al prójimo, al hermano y a la hermana que Dios coloca a nuestro lado.

PARTE SEGUNDA 2,18-3,24

Esta parte segunda constituye, de manera más clara que la primera, una unidad de composición, y que se puede dudar de que 2,12-17 y el prólogo pertenezcan a dicha parte primera.

A primera vista está bien patente la marcha ininterrumpida del pensamiento en 3,4-24. Aquí, la segunda exposición sobre el tema "Cristo y el pecado» (3,4-10) está vinculada clarísimamente, por el v. 10, no sólo por su forma sino también por su contenido, con la segunda exposición sobre el tema «el mandamiento del amor» (3,11-24). Asimismo, la afirmación de la certidumbre de salvación, al final de la sección (2,19ss), está íntimamente engarzada, con el movimiento de las ideas, en la sección acerca del tema "el mandamiento del amor». Y lo está por los v. 18/19, y ya por el v. 14.

Pero incluso la segunda exposición sobre el tema «la fe en Cristo» (2,18-27) está mucho más estrechamente unida, de lo que a primera vista podría parecer, con la segunda exposición sobre «cristo y el pecado». Y lo está, ciertamente, por el hecho de que los motivos han quedado absorbidos dentro del fragmento de transición 2,28-3,3 (el cual, indudablemente, es más que un simple fragmento de transición).

4. SEGUNDA EXPOSICIÓN SOBRE EL TEMA «LA FE EN CRISTO» (2,1 8-27). Con el v. 18 comienza, sin ligación conocible con lo anterior, una idea completamente nueva en dos aspectos: con las palabras introductorias: «Es la hora última», comienza una serie de pensamientos escatológicos, una serie de asertos que contemplan el fin que viene de Dios, y que califican al tiempo actual de tiempo antes del fin, de tiempo de decisión. En conexión inmediata con ello, aparecen por primera vez en escena los herejes los cuales ponen en peligro las comunidades a las que el autor escribe.

Estructura de la sección: Consta de tres partes. En el centro se halla un grupo de versículos (v. 22-25) que estudian el contenido y la significación de la fe en Cristo. Están circunscritos por dos grupos de versículos en los cuales se establece una antítesis entre los cristianos y los que los llevan al error (v. 19-21 y 26-27). El verdadero tema, aquí, es hasta qué punto los cristianos pueden enjuiciar a los herejes. Estos dos grupos de versículos no sólo constituyen el paréntesis que enmarca los asertos acerca del contenido y significación de la fe en Cristo, sino también la clave que abre la puerta -el acceso personal- a la fe en Cristo. O, más exactamente, estos asertos tienden el puente que une al creyente individual con el contenido de su fe. O, para decirlo de otra manera distinta: muestran al cristiano el misterio de su propia fe en Cristo. Porque este «marco» del enunciado acerca de la confesión de Cristo corresponde objetivamente a la interpelación dirigida a los «padres» (2,13s), en la que se dice que ellos han conocido al que es desde el principio (a saber, a Cristo). Debe tomarse en consideración esta meta, que la carta tiene aquí también -transmitir a sus cristianos (y a nosotros) la gozosa conciencia del conocimiento de Cristo y de la comunión con él-, para comprender también esta sección. La estructura es la siguiente:

Introducción: La «hora última» (v. 18).
I. La antítesis herejes y cristianos: Los cristianos tienen "unción» "conocimientos» (v. 19-21).
II. La antítesis herejes y cristianos: En relación con el contenido de la fe (v. 22-25).
III. La antítesis herejes y cristianos: Los cristianos son enseñados por la «unción" (v. 26.27).

Introducción (2, 18)

18 Hijitos, es la hora última. Y así como habéis oído que viene el anticristo, ya ahora han llegado muchos anticristos. De aquí conocemos que es la hora última.

La ahora última» es el tiempo que precede inmediatamente al fin. Este aserto no significa aquí un intento de calcular por anticipado el fin. No se indica en modo alguno cuánto tiempo dura la última hora. Se dice tan sólo que ya ha llegado esa hora, el tiempo de decisión que ha de extenderse hasta la parusía de Cristo. La expectación de un anticristo concebido con tintes apocalípticos (véase 2Tes; Ap) adquiere incluso un nuevo aspecto por la afirmación de que el anticristo está ya presente en los que niegan a Cristo.

De aquí se deriva la importancia de esta conciencia de estar viviendo en la «hora última». La Iglesia y cada cristiano en particular tienen una tarea irrenunciable: la de «testificar y presentar de manera fidedigna que ha llegado la hora última».

a) La antítesis herejes y cristianos según 2,19-21.

19 De nosotros salieron; pero no eran de los nuestros. Si de los nuestros fueran, habrían permanecido con nosotros. Sin embargo, con esto se ha puesto en claro que no todos son de los nuestros.

El v. 19 responde a una pregunta que el autor se hace, y que para él es muy urgente: los herejes, en otro tiempo, fueron miembros de la comunidad. ¿Cómo es posible que de las filas de los elegidos salgan los «anticristos»?

La respuesta: desde un principio no pertenecieron a los nuestros, «no eran de los nuestros». Literalmente: «no eran de nosotros»; significa que no vivían del campo de fuerza que representa este «nosotros» (es decir, la comunidad). ¿Se niega con ello que se hayan decidido libremente contra Cristo?

No se aborda aquí la cuestión de si esas personas habían estado de antemano excluidas por Dios, de si -en cierto modo- habían sido predestinadas para el anticristianismo. Así como el autor, por la guarda de los mandamientos, conoce la comunión con Dios que los cristianos tienen, y está leyendo -en cierto modo- tal comunión: así también por la negación de Cristo que tales personas hacen, está deduciendo que no vivieron realmente de la fuente de energía de la que vivía la comunidad. ¿O el autor, en el fondo, apuntará únicamente al v. 19c? Entonces pretendería decirnos: Hemos de saber que, dentro de la comunidad de los creyentes, existe la terrible posibilidad de que sólo se pertenezca a ella externamente, y no internamente. Por consiguiente, las duras palabras del v. 19a y b (que nos chocan, porque no conciben a los herejes como personas en quienes pueda haber un cambio para bien o para mal, porque dichas personas pertenecían ineludiblemente a la categoría del anticristianismo), ¿serían principalmente una exhortación y una advertencia? Queda en todo ello, evidentemente, un residuo de pensamiento que nos resulta extraño: un pensamiento que no debemos medir con las normas de nuestro siglo. Pero está íntimamente relacionado con ideas que también nosotros podemos y debemos aceptar.

20 Vosotros, en cambio, tenéis unción recibida del Santo, y todos tenéis conocimiento. 21 No os escribo que no conocéis la verdad, sino que la conocéis y que sabéis que ninguna mentira proviene de la verdad.

Ahora se acaba de mencionar lo que diferencia de los "anticristos» a los cristianos: la fuente de conocimiento, que -en la fe en Cristo- los mantiene fuertes y les da solidez. La "unción» es, sin duda, una manera de designar al Espíritu Santo 60. La expresión «del Santo» significa, seguramente, «de Cristo» 61.

¿Qué quiere decirnos con ello el autor? Nos llevan de nuevo a la idea de 2,13s: «Habéis conocido al que es desde el principio.» Pero ¿qué significa esto en el contexto? Que la unción es una cosa importante, nos lo muestra el énfasis del v. 21: El autor pretende dar a los cristianos la seguridad y la firme convicción de que «ellos conocen la verdad». Se defiende contra un equívoco que pudiera brotar de su carta, como si él quisiera escribirles que ellos no conocieran la verdad (y tuviesen que echar mano de maestros humanos). Los cristianos conocen la verdad. Y saben que existe lo opuesto de la «verdad», que es la «mentira»: la mentira que no proviene de la verdad y que no es compatible con ella. Ahora bien, ¿la herejía es una «mentira»?

¡Interrumpamos aquí! Estas observaciones sobre la marcha del pensamiento podrían bastar aquí. La pregunta sobre el sentido de estos enunciados (y, con ello también, la meditación), lo mejor será planteársela con ocasión de la segunda redacción, que es más clara, de esta misma idea en el v. 27, con cuya luz podremos también entender mejor los v. 20.21.
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60. Se discute si hay aquí o no una alusión a la unción en el bautismo.
61. La traducción: "Todos tenéis conocimiento», corresponde mejor al texto original. Pero la tradición textual no es aquí clara e inequívoca. Según otros testimonios, podrían también traducirse: "Lo conocéis todo".
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b) La antítesis herejes y cristianos, en relación con el contenido de la fe (2,22-25).

Lo más importante de estos versículos es que hacen que toda la comunión con Dios, es decir, toda la salvación (la «vida eterna», v. 25), dependa de la confesión que la Iglesia hace de la fe en Cristo. Podemos afirmar que tales versículos fusionan la confesión de Cristo (la cristología) con la confesión de Dios (la teología) y la comunión con Dios. Pero inmediatamente surge una dificultad: ¿Podemos hacer que la salvación y la comunión con Dios dependan tan exclusivamente de la doctrina ortodoxa? ¿O quizás la recta confesión de fe no estará aquí considerada de manera tan unilateral y exagerada como vemos que ocurrió en los excesos de las ulteriores luchas por cuestiones de fe? Ahora bien, el escándalo es todavía mayor, cuando nos damos cuenta de la dureza con que se caracteriza al hereje, a quien en el v. 22 se le llama "el mentiroso»:

22 ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ése es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo.

¿Hasta qué punto el que niega la mesianidad de Jesús es un mentiroso (e incluso «el mentiroso»)?

Comprendemos que una persona cuya vida no está de acuerdo con su supuesta comunión con Dios, sea un «mentiroso» (1,6). Pero un negador de Cristo ¿no puede ser sencillamente una persona que se equivoca? No ayuda mucho el tener en cuenta que, a fines del siglo I, no se habían conocido ni sentido tan vivamente estas cuestiones como las conocemos y sentimos nosotros ahora. Con eso no haríamos más que desplazar el problema, y nos equivocaríamos en cuanto al contenido real de la afirmación de la carta. Porque tal vez no se refiera él a nuestra tolerancia con respecto a los que yerran, pero tenga algo que decirnos, que nos venga bien hoy día. No olvidemos tampoco que los «anticristos» a quienes el combate, no son herejes sencillamente, en el sentido de las ulteriores luchas religiosas, sino que minan los fundamentos de la fe y los están vaciando de sentido en una forma que constituyen una amenaza para la totalidad del cristianismo. Esto quiere decir: A los reformadores no se les puede confundir, ni mucho menos, con los "seductores» de los que se habla en 2Jn 7. Pero toda época cristiana, y también la nuestra, tiene que preguntarse si se están poniendo o no en peligro los fundamentos. Y puesto que la línea de demarcación entre la fe y la incredulidad pasa siempre, realmente, por medio de nosotros mismos, no debemos dudar en dirigirnos también esta pregunta a nosotros mismos.

El hecho de que no se trata sólo de la negación intelectual de dogmas, del no ser capaz de comprender los dogmas, nos lo está indicando ya la significación fundamental del verbo griego que hemos traducido a nuestra lengua por «negar». Este verbo (arneisthai) significa «decir que no», en el sentido de rechazar una comunión personal. Y así, este «negar» que hacen los herejes, significa en realidad un decir que no al «Hijo», el rechazo de la comunión con él.

En primer lugar, arneistlhai, como se ve por el v. 22, tiene el sentido habitual para nosotros, de «negar». Pero decir que no a la verdad de que "Jesús es el Cristo (el Mesías)» es, al mismo tiempo, decir que no al Hijo y al Padre. Esto es: rechazar la comunión con el Hijo y con el Padre.

El v. 22 podría quizás traducirse: ¿Quién es el mentiroso, sino el que, diciendo que no (= rechazando la comunión), afirma: Jesús no es el Mesías? El v. 22 enlaza íntimamente la negación del Hijo con la del Padre. Para comprender por qué la negación -el rechazo- del Hijo es también negación -rechazo- del Padre, habrá que pensar en lugares como aquel de Jn 14,9 (cf. 14,6): «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.» Ahí está el núcleo de la solución joánica del problema de cómo la intensa vinculación con Cristo, el cristocentrismo, es compatible con el monoteísmo bíblico radical.

23 Quien niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. Quien confiesa al Hijo, tiene también al Padre.

El pensamiento sigue moviéndose en una línea que sobrepasa mucho el ámbito intelectual. Este «tener» no significa sencillamente: «El que confiesa al Hijo, tiene también la fe recta (ortodoxa) en el Padre», sino: ése tiene verdadera comunión con Dios, ése tiene al Padre de Jesucristo como Padre suyo.

24 En cuanto a vosotros, que permanezca en vosotros lo que desde un principio oísteis. Si permanece en vosotros lo que desde un principio oísteis, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre. 25 Y ésta es la promesa que él nos prometió: la vida eterna.

El mensaje de Cristo debe «permanecer». Aquí se expresa la necesidad de esta permanencia para que pueda manifestarse la promesa.

¿Qué es eso que debe permanecer en los cristianos: «lo que desde un principio oísteis»? ¿Tan sólo la confesión ortodoxa, o quizás está vinculado con ello (en una forma que todavía no somos capaces de intuir) el «mandamiento antiguo» de 2,7? En efecto, este «mandamiento antiguo» que los cristianos han tenido «desde el principio», consiste -según 2,7- en la palabra que oyeron.

Con toda seguridad, hemos de sostener que la permanencia de la palabra en los cristianos hace posible la fe en Cristo y la comunión con Dios, es una realidad más amplia y de mayores dimensiones que la simple aceptación formal de dogmas.

En los v. 24-25 se nos dice expresamente que la «promesa» de Cristo, la «vida eterna», consiste en la futura comunión con Dios y con Cristo, es decir, en la comunión con Dios y con Cristo propia de la consumación (como se deduce del futuro «permaneceréis», del v. 24). Y la promesa de Cristo es lo que da orientación a nuestra vida.

Por consiguiente, el v. 25, terminando la sección sobre la confesión de Cristo (v. 22-24), la sitúa a la luz de la promesa, en el horizonte de la consumación, que ha de seguir esbozándose en 2,28 y principalmente en 3,2.

c) La antítesis herejes y cristianos según 2,26-27.

26 0s escribo estas cosas acerca de los que os inducen al error. 27 En cuanto a vosotros, la unción que recibisteis de él, permanece en vosotros, y no necesitáis que nadie os enseñe; sino que tal como su unción os enseña todas las cosas -y es verdad y no mentira-, tal como os enseñó, permaneced en él.

El paréntesis se cierra. Nuevamente se hace una antítesis entre los cristianos y los que los «inducen al error». Nuevamente se dice que lo que a los cristianos los distingue de ellos es la «unción» que aquéllos han recibido de Cristo.

«De él» («que recibisteis de él») se refiere a Cristo. Por eso, la palabra «unción» podría ser una alusión a «Cristo» = «el Ungido». El Espíritu Santo lo hemos recibido -como nuestra unción- de aquel que originalmente está ungido, también él, con el Espíritu Santo, y que por tanto se llama «Cristo», «el Ungido».

Ahora se dice que la «unción» «permanece» en nosotros. «Permanecer» es el típico verbo joánico que expresa el permanente «estar en».

La «unción» del bautismo no sólo influyó en nosotros entonces, con motivo de la recepción del sacramento. Sino que «permanece». O, más exactamente: El Espíritu de Cristo, que nos condujo a la fe y al bautismo, permanece siendo la fuente constante de energía, la fuente que determina nuestra vida.

Ahora bien, el punto culminante de todos los asertos sobre la «unción» es el siguiente: que la unción nos «enseña todas las cosas», de suerte que no necesitamos que nadie nos enseñe. ¿Qué querrá expresar esta afirmación? El autor ¿querrá realzar aquí la potestad espiritual de cada cristiano en particular, a costa del magisterio de la Iglesia? ¡Esto queda excluido ya por el énfasis que se hace sobre la función del testimonio, en 1,1ss! Aquello sobre lo que el Espíritu instruye a los cristianos, es -objetivamente- lo mismo que ellos «desde el principio oyeron» (v. 24). ¿Y qué es ello? La respuesta la ofrecen Jn 14,26; 15,26s (el Paráclito y, con el poder de él, los discípulos dan testimonio), la respuesta la ofrece principalmente Jn 6,44s: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió no lo atrae... Escrito está en los profetas: "¡Todos serán instruidos por Dios." Todo el que oye y aprende la enseñanza del Padre, viene a mí» .

Recordemos también el pasaje de lJn 2,20s («todos tenéis conocimiento») y relacionémoslo con lo que se afirma en el v. 27: «No necesitáis que nadie os enseñe.» Fijémonos ahora en el texto de Jn 6,45. Los cristianos «tienen conocimiento». Pueden enjuiciar la herejía cristológica, porque son «instruidos» por el Padre, es decir, porque -por medio del Espíritu Santo- los atrae hacia Cristo (véase Jn 12,32).

No es necesario que renunciemos a asegurar nuestra fe cristológica y nuestra fe trinitaria por medio de la formulación clara de dogmas, tal como se hizo durante las controversias religiosas de los siglos IV y V (y tampoco nos es lícito hacerlo). Pero no captaríamos plenamente lo que nos quiere decir la 1Jn, si la viéramos únicamente en la perspectiva -restringida por las controversias de fe- de varios escritores eclesiásticos de los siglos IV y V. Hasta qué punto la comunión con Dios dependa de la recta fe en Cristo, es un problema para cuya dilucidación los dogmas de los siglos IV y V hicieron una aportación decisiva (en el sentido de una confirmación que entonces era necesaria). Pero es un problema que, con esa sola aportación, no se puede agotar para nuestra época. Cuando se ha captado plenamente la carta 1Jin, se tiene la solución esencial.

No se trata únicamente de doctrina ni de captar intelectualmente proposiciones de fe, sino de la comunión personal con Cristo («conocer» y «ser conocido», véase Jn 10). Lo que nos da la norma para enjuiciar a los «anticristos», es, pues (expresándolo en nuestro lenguaje) el amor a Jesús: pero un «amor a Jesús» que lo reconozca a él como el manifestador del Padre (véase Jn 10,4.14), un amor que no puede subsistir y que ni siquiera puede surgir sin la transmisión de su amor.

La piedra de toque para enjuiciar a los herejes, es el efecto de la «unción» del Espíritu Santo en nosotros 64, es decir la acción del Espíritu, el cual suscita el «conocimiento» de Jesús, o sea, el amor a Jesús: el amor (derramado en nosotros por el Espíritu) hacia Jesús y por tanto hacia Dios (véase Rom 5,5).

Volveremos otra vez sobre la cuestión de hasta qué punto se puede decir que los herejes son «mentirosos». Ahora la antítesis está más clara: Por un lado se halla la comunión con Cristo y con Dios: una comunión «conocedora». Y, del otro lado, está el rechazo de esa comunión. Por un lado está la «verdad» como realidad divina que se manifiesta en Cristo. Y del otro lado está la «mentira» como «antítesis y obscurecimiento de esa verdad» (es decir, como lucha contra la revelación de la realidad de Dios: y en esto consiste la revelación del maligno).

Este Espíritu del conocimiento de Cristo ¿tiene algo que ver con el «caminar en la verdad», es decir, no sólo con la fe sino también con el amor?

Toda la sección 2,18-27 es, de hecho, por medio de estas palabras de la «unción», una explicación de la frase dirigida a los cristianos como «padres» (2,13s), en la que se les decía que habían conocido a Cristo como el «que es desde el principio». Se trata precisamente de una aplicación de esa frase a la situación que ahora se halla en perspectiva, a la situación creada por los herejes. También esta sección de 2,18-27 sirve para los fines del autor, que trata de consolidar entre sus cristianos la gozosa seguridad de la salvación.

El final del v. 27 dice así: «Tal como os enseñó, permaneced en él.» La promesa y afirmación de la seguridad de salvación no puede hacerla un testigo de Jesucristo, si -en cierto modo- en la misma alentada no lanza también el imperativo «¡permaneced en él!». La promesa de salvación y el llamamiento a dar buena cuenta de sí son inseparables. La promesa de salvación, sin el «caminar en la luz» (que es lo que el llamamiento pretende lograr), sería una promesa caduca. Y el cumplimiento de los mandamientos, sin la promesa de la salvación, no sería más que una sombra de lo que, según la carta, es la vida cristiana. Por consiguiente, del enunciado (la «unción» permanece en vosotros) se sigue la exhortación: «permaneced en él» (véase ya el v. 24: «... que permanezca en vosotros...»). Y este llamamiento a «permanecer en él», este llamamiento a dar buena cuenta de sí mediante la práctica de los mandamientos de Cristo, domina todo lo que sigue hasta el final del capítulo. Dentro de este capítulo tercero, el llamamiento llega a su punto culminante en la redacción concreta a que se hace del mandamiento del amor en 3,16s. La segunda exposición sobre el tema «Cristo y el pecado» (3,4-10) se encuentra ya en intima relación con ello.

Y puesto que hemos sabido ya que todo va encaminado al fin de consolidar la seguridad de salvación, haremos bien en preguntarnos sin cesar si lo restante del capítulo, que sigue en 3,4ss, no estará también quizás al servicio de esta seguridad de salvación, como lo estuvo el fragmento de 2,18-27.
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64. San Agustín, Ad I Jn, escribe: Cathedram in coelo habet qui corda docet («El que enseña a los corazones, tiene su cátedra en el cielo"). Podríamos entender erróneamente estas palabras de san Agustln como si él no hubiera refutado todavía por completo la objeción (de aquellos que se preguntan por qué quienes han sido instruidos por la unción, necesitan, por añadidura, una instrucción realizada por los hombres). Cuando san Agustín dice que el magisterio de la Iglesia no «más que una ayuda y un estimulo (que no es más que adiutoria quaedam et admonitiones), no refleja por completo el pensamiento de Juan. En efecto, sólo refleja una faceta de la concepción joánica. La otra es: en las palabras de los testigos habla el Espíritu Santo mismo. Debemos tener en cuenta la estructura «encarnatoria» del pensamiento joánico. Véase Jn 15,26s: el Espíritu Santo da testimonio y los discípulos dan testimonio a su tiempo. Cuando se entiende así la interpretación de san Agustín, cuando presuponemos la estructura «encarnatoria» y la necesidad de la encarnación del Verbo eterno («necesidad» según el plan salvífico de Dios, según la estructura que él dio a la realidad de salvación), entonces es cuando las palabras de san Agustín adquieren todo su peso y ¡no se prestan ya a ser mal interpretadas! Alguna ayuda nos ofrecen también las formulaciones de G. Ebeling, de que el Espíritu Santo es «aliento de la fe», y su función, dar entendimiento para creer.
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5 EXPECTACIÓN DE LA SALVACIÓN, FILIACIÓN DIVINA Y OBLIGACIÓN MORAL DEL CRISTIANO (2,28-3,3).

La sección 2,28-3,3 sirve para vincular las dos (o las tres) grandes secciones de la parte segunda, que de antemano se reconocen como muy unidas en la marcha del pensamiento: la sección «la fe en Cristo» (2,18-27), por un lado, y las dos secciones, íntimamente asociadas, «Cristo y el pecado» (3,4-10) y «el mandamiento del amor» (3,11-24), por otro lado: las dos últimas secciones, en el fondo, no son más que la variación negativa y la variación positiva sobre el mismo tema: «el mandamiento del amor».

Por consiguiente, la sección 2,28-3,3 (considerada desde el punto de vista de la marcha del pensamiento) es, indiscutiblemente, una especie de pieza intermedia o de acoplamiento. Pero es mucho más que eso. ¿Hasta qué punto?

El autor tiende el puente entre estos dos cursos del pensamiento que están íntimamente asociados, por el siguiente procedimiento: a) introducir un nuevo motivo, que en lo sucesivo ha de ser básico, el motivo de haber nacido de Dios o de ser hijos de Dios (motivo que, objetivamente, continúa los motivos aducidos hasta ahora, de la comunión con Dios, del conocimiento de Dios, etc.),

b) en relación íntima -precisamente- con este motivo, lleva a su punto culminante el motivo escatológico de 2,18-27, y

c) entrelazando estos dos motivos, asocia también el motivo de la interpelación (el motivo exhortativo), y de este modo lo consolida.

Precisamente esta consolidación del motivo interpelativo es de importancia para lo siguiente, porque, si comparamos 3,4-24 con 2,18-27, vemos que el motivo interpelativo, que se contenía en 2,24 y principalmente en el final del v. 27 («permaneced en él»), es continuado ahora en una línea más amplia.

Ahora bien, en 2,28-3,3 hay algo más que un simple acoplamiento de tres motivos. Lo característico de la sección que estamos estudiando, consiste en que el motivo escatológico (el motivo de la expectación de la salvación) aparece aquí con más énfasis que en ninguna otra parte de las cartas o del Evangelio de Juan. En este aspecto, nuestra sección es un punto culminante dentro de los escritos joánicos.

Resumiendo, pues, podemos formular así la índole propia de esta sección: 1Jn 2,28-3,3 es una pieza de acoplamiento que tiene la misión de consolidar el decisivo motivo interpelativo, y que para ello introduce de nuevo el motivo de la filiación divina, un motivo que en lo sucesivo ha de ser codeterminante. Pero, desde un principio, los coloca a ambos bajo el aspecto de la «esperanza» (véase, especialmente, 3,3).

De este modo, la pieza intermedia o de acoplamiento, considerada también en sí misma, se convierte en una afirmación de salvación: en una afirmación y promesa que tiene peso propio. El contenido de estos cinco versículos podemos enunciarlo de la siguiente manera: Al comienzo y al final, la sección queda resumida, cada vez, en un versículo que asocia el motivo ético con el motivo escatológico (2,28 y 3,3):

2,28: «permaneced...»- «para que, cuando se manifieste...»

3,3: «... esta esperanza»-«... se vuelve puro»

Los tres versículos que quedan en medio, los v. 2,29-3,2, tienen el siguiente contenido:

2,29: asociación del motivo ético con el de haber nacido de Dios.

3,1: el motivo de la filiación divina entra, él solo, en el horizonte de la perspectiva;

3,2: asociación del motivo de la filiación divina con el motivo escatológico.

28 Y ahora, hijitos, permaneced en él, para que, cuando él se manifieste, tengamos confianza y en su parusía no nos veamos avergonzados, lejos de él.

Por única vez en los escritos joánicos aparece aquí la palabra «parusía». El llamamiento «permaneced en él» se ve corroborado ahora por la perspectiva de la llegada del Señor, que vendrá a juzgar 65, tal como la espera todo el cristianismo primitivo 66, y hace que en el día de su juicio no nos avergoncemos ante él y tengamos «confianza»: una de las palabras que el cristianismo primitivo amó como pocas.

Lo que acontezca, en el juicio de Cristo, a los que permanezcan en Cristo, no es sencillamente el que a ellos se les vaya a dejar en paz. Sino que este permanecer en Cristo es ya la salvación: es la libertad y la alegre confianza ante él y ante su Padre. Y esto es ya la comunión consumada, la comunión que inunda de dicha 67.
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65. El autor, para referirse a esta venida para juzgar, utiliza el mismo verbo «manifestarse» que utilizó para designar la primera venida en carne. Las dos «manifestaciones» están íntimamente relacionadas. Son la revelación unitaria de Dios, pero distanciada temporalmente.
66. Se ha sostenido a veces que la manera joánica de pensar (principalmente en el cuarto Evangelio) corrige esta primitiva expectación cristiana de la parusía. Frente a esto, precisamente la sección que estamos estudiando y especialmente el v. 28 muestran lo íntimamente vinculado que permanece el mundo joánico de ideas, no obstante sus peculiaridades, con la fe de toda la Iglesia (por lo menos, en el caso de la carta 1Jn; pero, a mi parecer, también -fundamentalmente- el cuarto Evangelio. Incluso «avergonzarse» y «confianza" no son expresiones específicamente joánicas, sino que son universales del cristianismo primitivo.
67. La palabra griega parrhesía (= confianza), que se utiliza aquí, significa la franqueza y apertura que puede y quiere decirlo todo.

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29 Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que practica la justicia ha nacido de él 68.

Lo nuevo, lo importante en este versículo, y que llama inmediatamente la atención, es el giro final: «ha nacido de él» (de Dios). Conviene reflexionar sobre estas expresiones desacostumbradas para nosotros, y que designan algo de lo que hemos oído hablar ya con frecuencia. La expresión «nacidos de Dios» puede tal vez decirnos más acerca de nuestra relación con Dios que el concepto de «hijos de Dios», un concepto que está ya un poco manido.

Ahora bien, ¿cómo llega el autor a emplear esta expresión? El hecho de que el autor vaya a usarla en lo sucesivo, y de que por tanto ponga rumbo hacia ella, es algo que podemos ver fácilmente. Pero ¿qué quiere decirnos en toda esta frase?

Con esta exhortación: «¡Sabed...!», pretende seguir tras la meta que le ha servido de orientación hasta ahora. Quiere decirnos cómo podemos conseguir la seguridad de nuestra salvación. O, más exactamente, quiere grabarnos cada vez más profundamente que Dios nos facilita y regala esa gozosa confianza. Hemos de tener la alegre «confianza», no sólo cuando llegue el día del juicio, sino que ya desde ahora, debe ir germinando en nosotros esta confianza, y debe irse convirtiendo en la energía de nuestro vivir de cristianos.

En 2,3 se había dicho que conocemos nuestra comunión con Cristo («que lo hemos conocido») y con ello nuestra comunión con Dios por el hecho de que guardamos los mandamientos de Cristo. Según nuestro v. 29, conoceremos que somos hijos de Dios ( = que hemos nacido de Dios) si «practicamos la justicia». Porque, he aquí lo que quiere decir inmediatamente el versículo: todo el que practica la justicia, ha nacido de Dios. Y así tiene que ser, porque «sabemos» que «él» (¿Dios o Cristo?) es justo.

En el v. 28 se hablaba claramente de Cristo. En la expresión «nacido de él», del v. 29, sólo puede hablarse de Dios. ¿Cambia, por tanto, el sujeto al que se refiere el aserto? ¿Comienza un razonamiento completamente nuevo? ¡De ningún modo! El v. 29 forma parte estrechamente del contexto de la sección. ¿O se ha utilizado una fuente, y aparece aquí todavía la costura? Tampoco esto es probable. Este aparente cambio de sujeto se explica únicamente por la peculiar manera joánica de ver íntimamente unidos a Dios y a Cristo, de verlos el uno en el otro (véase anteriormente, sobre 2,22-25).

Sospechamos que en la primera parte del v. 29 se habla todavía de Cristo. Y, en consecuencia, habría que entender la frase, de la siguiente manera: Si sabéis que él (Cristo) es justo (y se muestra, por tanto, como Hijo de Dios), entonces sabréis también que todo el que practica la justicia, ha nacido de Dios. En favor de esta interpretación habla no solamente el hecho de que a Cristo se le haya designado antes expresamente, en 2,1, como el justo (también a Dios se le designa, en 1,9, como «justo»); sino también el que la conducta de Cristo, según 2,6, sea la norma de nuestra conducta, y principalmente el que 3,3 tenga esta misma estructura. En este último lugar encontramos también la alusión a la pureza de Cristo («como puro es él»). Con seguridad, hallamos aquí la expresión que también en otras partes alude a Cristo. Si esta comprensión está justificada, detrás de esta manera joánica de expresarse, tan poco clara (aparentemente), habría una profundísima visión del «haber nacido de Dios»: sería algo que sólo podría comprenderse desde Cristo. Podríamos ser «hijos de Dios», únicamente participando de la filiación del único que por esencia es «el Hijo».

Al v. 29 podría añadirse ahora, sin más, los v. 3,4ss. Ahora bien, ni el motivo del «haber nacido de Dios» ni, principalmente, el motivo de la expectación de la salvación han llegado ya al punto culminante, es decir, no se han profundizado todo lo que el autor necesita como base para 3,4ss.
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68. Al parecer, en este versículo se habla primero de Cristo («que él es justo») y luego de Dios («ha nacido de él»). Este curioso cambio del sujeto de quien se habla, no debe explicarse -seguramente- por la elaboración de las fuentes, sino por la peculiar manera joánica de ver a Dios y a Cristo, el uno en el otro.