CAPÍTULO 18


EL RELATO DE LA PASIÓN (18,1-18,38a)

1. PRENDIMIENTO DE JESÚS (Jn/18/01-11)

1 Después de decir esto, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el cual entró él con sus discípulos. 2 También Judas, el que lo iba a entregar, conocía bien aquel lugar, porque Jesús se había reunido allí con sus discípulos muchas veces. 3 Habiendo, pues, recibido Judas la cohorte enviada por los sumos sacerdotes y por los fariseos, y unos guardias, fue allá, con linternas y antorchas, y con armas. 4 Consciente Jesús de todo lo que le iba a sobrevenir, se adelantó y les dijo: «¿A quién buscáis?» 5 Le respondieron: «A Jesús de Nazaret.» Díceles él: «Soy yo.» También Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos. 6 Apenas les dijo: «Soy yo», retrocedieron y cayeron por tierra. 7 Jesús les preguntó de nuevo: «¿A quién buscáis?» Ellos contestaron: «A Jesús de Nazaret.» 8 Jesús respondió: «Os he dicho que soy yo. Así que, si me buscáis a mí, dejad que se vayan éstos.» 9 Para que se cumpliera la palabra que había dicho: «No perdí a ninguno de aquellos que me has dado.» 10 Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó, hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. 11 Jesús dijo a Pedro: «Mete la espada en la funda. ¿Es que no voy a beber el cáliz que me ha dado mi Padre?».

Juan empieza su relato de la pasión con una introducción escueta. Una vez terminados los discursos Jesús «salió» con sus discípulos hacia el otro lado -desde la perspectiva del que está en la ciudad- del torrente Cedrón. Había allí un huerto o arboleda que Jesús visitaba con sus discípulos. Como razón de ello se dice que Judas, el traidor, conocía asimismo el lugar, «porque Jesús se había reunido allí con sus discípulos muchas veces» (v. 1-2). Mientras el evangelista Marcos (Mc 14,26-32a) enlaza con la salida para el monte de los Olivos las palabras de Jesús acerca de la conducta de los discípulos y la negación de Pedro, Juan puede renunciar a hacerlo porque ya se ha referido al tema en los discursos de despedida (cf. 16,32; 13,36-38). La indicación del lugar aparece en Marcos como «hacia el monte de los Olivos», «llegan a una finca llamada Getsemaní» (Mc 14,26.32), mientras que Juan dice: «Salió... al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto.» No hay por qué poner en duda la identidad de ambas indicaciones toponímicas; se trata del monte de los Olivos, que queda al Este de la ciudad de Jerusalén, separado de la misma por el torrente Cedrón. La denominación, exacta del «torrente Cedrón» señala el interés de Juan, observado en otros pasajes, por localizar del modo más preciso posible los datos más diversos, lo cual certifica necesariamente un buen conocimiento de los lugares por parte del evangelista. Esas localizaciones producen una sorpresa singular, porque contrastan fuertemente con el carácter y propósito teológicos del evangelio de Juan. Para Juan lo decisivo aquí es la circunstancia de que Judas conocía aquel lugar, porque Jesús se había retirado allí frecuentemente con sus discípulos. Se trata de una aclaración del evangelista, que quiere explicar en su contexto los precedentes ya conocidos.

Hasta allí, pues, llega Judas con un grupo de gente para prender a Jesús (v. 3). El pelotón de arresto se compone de una cohorte (speira) y el refuerzo de unos criados «de los sumos sacerdotes y de los fariseos»; lo que evoca sin duda un cuadro más bien fantástico. La cohorte, en efecto, era una formación romana, equivalente a la décima parte de una legión. «Entre las cohortes hay diez con una fuerza de mil soldados de a pie cada una, las otras trece tienen seiscientos soldados por unidad, además de ciento veinte jinetes»44. Juan quiere evidentemente dar la impresión de un comando de captura bastante fuerte; aunque también intenta aclarar que desde el principio actuaron en colaboración los romanos y la clase dirigente judía. También puede contra el elemento hiperbólico, sobre todo cuando se trata del contraste entre los adversarios de Jesús, innumerables y poderosos en el sentido profano, y el Jesús desamparado e inerme; aunque bien pronto cambiarán las relaciones de fuerza.

Según Mc 14,43 se trataba de «un tropel de gente (okhlos) armado con espadas y palos», enviado «de parte de los pontífices, de los escribas y de los ancianos». Para Marcos, pues, los únicos que intervinieron activamente en el arresto de Jesús fueron las autoridades judías del templo. Partiendo del hecho de que los auténticos enemigos de Jesús eran los saduceos junto con los aristócratas del alto clero, y que fueron ellos los que dieron el impulso decisivo para su prendimiento, se comprende que el pelotón de captura estuviera formado principalmente por miembros de la policía del templo. Ésta «se hallaba a disposición del sanedrín... y a las órdenes de un inspector del templo realizaba los encarcelamientos, y bajo la dirección del verdugo del templo... ejecutaba los castigos...»45. Posiblemente el pelotón estaba formado además por siervos del pontífice en funciones, siendo poco probable su refuerzo con militares romanos, como supone Juan. Los romanos sólo entran en acción más tarde, aunque es posible desde luego que los sanedritas ya los hubieran informado, con anterioridad, de sus propósitos.

A diferencia de Marcos (Mc 14,32-42 par), que narra la oración y lucha de Jesús en el huerto de Getnemaní, y a diferencia también de Lucas que describe la agonía de Jesús, exarcebada hasta el punto de llegar a sudar sangre (Lc 22,39-44), Juan nada dice de todo eso. Juan ha eliminado en buena parte justamente aquellos rasgos, que presentan a Jesús en su humanidad más conmovedora, como que tuvo miedo ante su próximo destino fatídico y que debió someterse a la voluntad de su Padre celestial y, en algún modo suplicarle. Por lo demás, la tradición no le era desconocida. Un texto como 12,27s presenta resonancias de la oración que leemos en /Mc/14/35s: «Ahora mi alma se encuentra turbada. ¿Y qué voy a decir: Padre, sálvame de esta hora? ¡Si precisamente para esto he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre! Una voz del cielo llegó entonces: Lo he glorificado y lo glorificaré de nuevo.» Aquí casi se puede palpar con las manos el cambio que representa la interpretación joánica de la pasión respecto de la sinóptica.

Juan conoce la tradición de que Jesús oró al Padre antes de su prendimiento, para que alejase de él el cáliz de la pasión y le librase de la «hora de la pasión». Pero esto ya no encaja con la imagen joánica de Jesús como vencedor de los poderes cósmicos, y como vencedor de la muerte. No, Jesús no quiso ser salvado de aquella hora, porque lo que le importaba a toda costa era la glorificación de Dios y la glorificación por Dios ¡incluso en el sufrimiento! También la pregunta «¿Es que no voy a beber el cáliz que me ha dado mi Padre?» (Jn 18,11) atestigua que Juan conoce la tradición sinóptica de Getsemaní, aunque la transforma. Escribe justamente desde el principio la historia de la pasión de Jesús como la historia de su triunfo.

Esto se advierte claramente en la sección de los v. 4-9, que el evangelista ha ideado y reelaborado por completo y que no cuenta con precedente alguno en la historia de la tradición. No obstante la superpotencia numérica, casi grotesca, del pelotón de captura, Jesús no sólo no tiene miedo, sino que está muy por encima, dominando toda la escena. Al igual que ya había ocurrido en el cuadro de 7,32.45ss, donde los criados que debían echar mano a Jesús no sólo no pudieron hacer nada contra él volviendo con las orejas gachas a quienes los habían enviado, más aún, profundamente impresionados por la palabra de Jesús, así sucede también aquí: si Jesús no quisiera ser aprehendido, porque reconoce y acepta la «hora» que el Padre le ha señalado, los esbirros no podrían lograr nada contra él. El v. 4 subraya una vez más lo que ya había quedado claro en los discursos de despedida: Jesús conoce de antemano todo cuanto va a venir sobre él; no sólo no se ve inmerso en los sucesos de una manera pasiva, sino que decide con autoridad el curso de la acción. Por ello sale al encuentro del pelotón con la pregunta «¿A quién buscáis?» Sigue la respuesta: «A Jesús de Nazaret.» Y Jesús: «Soy yo.» En el texto griego se dice ego eimi, de modo que la fórmula recuerda las correspondientes fórmulas cristológicas de soberanía con las palabras «yo-soy» (ego eimi). El sentido inmediato es aquí ciertamente la declaración de identidad de Jesús, como lo vuelve a subrayar la distinción del v. 8: «Os he dicho que soy yo -a saber, el Jesús de Nazaret que andáis buscando-; así que si me buscáis a mí, dejad que se vayan éstos.» Mas no puede ponerse en duda que en Juan, con su predilección por la polivalencia, también la conciencia soberana de Jesús vibra en esa fórmula de identificación personal: «Yo soy.» A ello apunta la reacción de los esbirros por su parte, como se dice expresamente; ahora entra también en escena Judas, el traidor, el que había sido discípulo (v. 5b). Ante la afirmación «Yo soy» retroceden todos y caen. El texto no tiene naturalmente ningún significado histórico, sino que se mantiene en el plano de la pura significación simbólica. Lo que pretende es demostrar al lector u oyente del texto de una manera metafórica y figurada, la total impotencia de los enemigos de Jesús. Para el mundo Jesús resulta simple y llanamente inaprensible. El poder del mundo no puede en modo alguno prenderle ni aprisionarle, a no ser que Jesús mismo lo quiera y de alguna forma dé permiso para ello! Esto no es una simple fábula, contada como milagro. También en Juan tiene lugar efectivamente la muerte de Jesús. Ni tampoco se trata de que Juan distinga entre el hombre Jesús y el Cristo divino, como acontece en varias doctrinas gnósticas.

Por ejemplo, Ireneo de Lyón refiere: «Un cierto Cerinto de Asia enseñaba que el mundo no había sido hecho por el Dios primero, sino por un poder separado y alejado grandemente del poder supremo que está por encima de todo, y que no conoce al Dios que está sobre todo. Respecto de Jesús, suponía que no había nacido de la Virgen, pues esto le parecía imposible; más bien habría sido el hijo de José y de María, exactamente igual que los demás hombres, aunque había tenido más poder que todos por su justicia, verdad y penetración. Después del bautismo habría descendido, desde el poder supremo que está por encima de todo, Cristo en forma de paloma; y posteriormente habría predicado al Padre desconocido realizando actos poderosos. Pero al final Cristo habría vuelto a separarse de Jesús; habría sido Jesús el que fue crucificado y resucitado, mientras que Cristo continuó siendo incapaz de padecer, porque era un ser pneumático» 47.

Este dualismo cristológico, de la separación radical y ontológica entre el hombre Jesús y el Cristo celestial, no se encuentra de hecho en Juan, que, por el contrario, habla del Logos divino hecho carne, de Jesucristo.

La inaprensibilidad de Jesús, como Juan la describe, tiene su fundamento último en la vinculación de Jesús con su Padre, Dios. En la pasión, Jesús se halla totalmente indefenso frente al encrespado poder del mundo. Humanamente hablando, Jesús le está también sometido. Pero, gracias a su vinculación con Dios, a su unión con Dios, aun en la postración de la muerte sigue estando por encima del poder del mundo. Ahí se pone de manifiesto la verdad general de que las relaciones del hombre con Dios son algo que hacen inaprensible a ese hombre frente a cualquier voluntad humana dominadora y absoluta. Siempre que el hombre intenta realizar, al modo como lo hace Jesús, las relaciones divinas, la fe en Dios, queda de hecho aniquilado el poder o dominio del hombre sobre el hombre. De ahí que, precisamente en la muerte, se manifiesta la impotencia de los poderosos y el poder de los débiles. Ese es el auténtico contenido que pone de relieve la exposición simbólica de Juan.

Así pues, tras haber hecho patente a sus esbirros todo lo impotentes que eran en realidad frente a él, vuelve Jesús a preguntarles por segunda vez para después entregarse a ellos (v. 7-8). La respuesta segunda de Jesús: «Os he dicho que soy yo; así que si me buscáis a mí, dejad que se vayan éstos» (v. 8), vuelve a evidenciar ante todo con cuánto «orden» y sin ningún pánico discurrió, según Juan, el prendimiento de Jesús. Nada se nos dice sobre la huida de los discípulos. Es más bien Jesús el que cuida de que no ocurra ninguna confusión. Además, Jesús se muestra como el buen pastor que se preocupa hasta el final de la vida y seguridad de los suyos.

El versículo 9 advierte, en una reflexión del evangelista, que con ello se cumplía una palabra de Jesús, a saber la pronunciada en la oración de despedida: «Ninguno de ellos (de los que me has dado) se perdió» (cf. 17,12). Juan cita la palabra de Jesús como una palabra de la Escritura, que como tal se cumple; buena prueba de que para el evangelista ya no hay ninguna diferencia objetiva entre la palabra de Dios y la palabra de Jesús. Juan ha tomado de la tradición el pequeño episodio de la tentativa de resistencia de un discípulo que cortó una oreja a uno de los criados (18,10-11)48. La noticia escueta suena así en Marcos: «Pero uno de los presentes, sacando la espada, hirió el criado del supremo sacerdote y le quitó la oreja» (Mc 14,47). Nada más; la palabra aneja de Jesús no se refiere, tampoco se dan ni el nombre del agresor, ni el del criado. Históricamente resulta bastante confuso al que se llegase a semejante manifestación de resistencia; en caso afirmativo, fue extremadamente pequeña. Uno se pregunta naturalmente por qué el grupo de sayones, a todas luces más fuerte, no intervino de inmediato haciendo prisionero al que se resistía del círculo de los discípulos y aun a los discípulos todos junto con Jesús. Resulta muy improbable la opinión de que en el prendimiento de Jesús se habría llegado a las manos con un enfrentamiento efectivo, del que Mc 14,47 aún conservaría una última reflexión; y esto porque en todos los relatos sólo sabemos algo de la actuación contra Jesús, pero no contra los discípulos o alguno de ellos. Lo único que ocurre es que la noticia de Marcos tal vez subraya con mayor fuerza la actitud indefensa y ajena a cualquier violencia de Jesús. En realidad no hubo ninguna resistencia propiamente dicha. Por todo ello viene a ser mucho más interesante el que los otros tres evangelistas hagan de esta pequeña noticia una historia edificante. Mateo enlaza con ella una enseñanza sobre la renuncia a la violencia. Jesús dirige al que hiere -que también en Mateo permanece innominado- estas graves palabras: «Vuelve tu espada a su sitio; porque todos los que empuñan espada, a espada morirán. ¿O crees tú que no puedo acudir a mi Padre, y que inmediatamente me enviaría más de doce legiones de ángeles? Pero ¿cómo se cumplirían entonces las Escrituras, de que así tiene que suceder? (Mt 26,52-54). En Lucas, Jesús aparece todavía en esa situación precaria, como el infatigable salvador y ayudante de los hombres: «Pero Jesús contestó: «¡Dejadlo! ¡Basta ya!» Y tocándole la oreja (al criado) lo curó» (Lc 22,51).

Finalmente, Juan ha reelaborado a su manera el episodio. Nos comunica los nombres del que hiere -que no es otra que Simón Pedro en persona y del herido, que se llamaba Malco, con un nombre posiblemente sirio (un «señor rey»). Ambos detalles responden a los motivos de la leyenda personal en formación. El que Pedro oponga resistencia y tire de la espada es algo muy significativo para la imagen que la tradición joánica conserva del apóstol, que pasaba por ser un hombre apasionado, y en quien encajaba algo así. Al criado se le vuelve a mencionar todavía en otro contexto (Jn 18,26); aunque resulta muy improbable que hubiera dejado pasar la ocasión sin hacer sentir el peso de su venganza a Pedro, en el caso de que éste hubiera desenvainado realmente la espada. Lo que interesa es la respuesta de Jesús a Pedro: «Mete la espada en la funda. ¿Es que no voy a beber el cáliz que me ha dado mi Padre?» (v. 11). Recuerda la respuesta que Jesús da en Mateo, y en cualquier caso apunta en la misma dirección: se desautoriza la resistencia armada, y en su lugar lo que importa es el cumplimiento de la voluntad divina aceptando la pasión. Y aquí se advierte asimismo un eco de la tradición de Getsemaní según Marcos. Pero aun en este caso lo verdaderamente importante para Juan sigue siendo la superioridad de Jesús. La escena de la resistencia sólo sirve para mostrar además la manera de pensar de Jesús tan radicalmente distinta.

2. INTERROGATORIO ANTE ANAS. NEGACIÓN DE PEDRO (Jn/18/12-27)

Según la exposición joánica, el pelotón de captura condujo a Jesús, en primer lugar, ante Anás (v. 12-14). Después sigue la primera parte de la negación de Pedro (v. 15-18). Y es entonces cuando tiene lugar el verdadero interrogatorio ante Anás (v. 19-24). Viniendo luego la segunda parte de la negación de Pedro (v. 25-27). El interrogatorio ante Anás y la negación de Pedro están entrelazados en la narración joánica. Un ensamblaje parecido puede también advertirse ya en Marcos (Mc 14,54). Es necesario admitir desde luego que la negación de Pedro fue transmitida en conexión estrecha con el prendimiento y el interrogatorio judío de Jesús por parte del sumo sacerdote y del sanedrín, sin que formase una tradición independiente por completo. Concuerda también con esto la indicación topográfica, según la cual habría ocurrido la negación de Pedro en el «atrio», es decir, en el entorno inmediato del palacio pontificio. No hay por qué dudar de esa indicación. Por lo demás Juan difiere notablemente de Marcos y de los otros sinópticos. El relato de Marcos (Mc 14,53-65.66.72) muestra dos composiciones bien diferenciadas: a) el interrogatorio de Jesús ante el sanedrín; b) la negación de Pedro. El versículo 54 -«Pedro lo siguió de lejos hasta dentro del atrio del sumo sacerdote, donde se quedó sentado con los criados, calentándose a la lumbre»- establece la conexión entre ambos complejos. Por lo que hace al interrogatorio de Jesús ante el sanedrín, Marcos cuenta lo referente a estos datos: Jesús es conducido ante el sumo sacerdote, en cuya casa «se reúnen todos los pontífices, los ancianos y los escribas» (Mc 14 53); en una palabra, se congrega todo el sanedrín, el consejo supremo. Acto seguido comienza un interrogatorio en forma (Mc 14,54-59). Se busca un testimonio para poder condenar a Jesús; pero no encuentran ninguno. Es verdad que comparecen muchos falsos testigos contra Jesús, mas no resultaba un testimonio concorde. Explícitamente se menciona uno de tales testimonios contra Jesús: «Nosotros le hemos oído decir: Yo destruiré este templo hecho por manos humanas, y en tres días construiré otro, no hecho por manos humanas» (Mc 14,58); una sentencia que Jesús pudo haber pronunciado de hecho alguna vez -también Juan la conoce (2,19ss)- y que podría haber tenido su importancia en el interrogatorio. Mas, según Marcos, el interrogatorio de los testigos discurre sin resultado alguno. Y es entonces cuando el sumo sacerdote busca la causa para llegar a una resolución. En su calidad de presidente del sanedrín se encarga de preguntar personalmente a Jesús, el acusado (Mc 14,60-64), aunque de primeras no obtiene respuesta alguna. Entonces pregunta ya de modo directo: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?» A lo que Jesús responde, según Marcos: «Pues sí, lo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder y viniendo entre las nubes del cielo.» Bien conocida es la redacción mateana de toda la escena (Mt 26,62-66), aunque en su forma solemne y dramática es una reelaboración del texto de Marcos, debida al evangelista Mateo. Entonces, y como señal de su indignación, el sumo sacerdote se desgarra el vestido al tiempo que exclama: «¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? ¿Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?» A lo que sigue un asentimiento general condenando a muerte a Jesús.

Así pues, de acuerdo con la exposición de Marcos, se habría celebrado por parte judía un proceso regular contra Jesús, con interrogatorio de testigos y con la sentencia capital como conclusión. Sin embargo, en Marcos puede reconocerse claramente una tendencia a presentar el interrogatorio de los testigos como insuficiente e incompleto, y a establecer como causa determinante de la condena a muerte la pretensión de Jesús de ser el Mesías, «el Hijo del Bendito», su identificación con «el Hijo del hombre».

La investigación ha mostrado que con tal exposición van ligados muchos problemas sin resolver. Y sea el primero, que, según el derecho judío la pretensión de ser el Mesías no se podía condenar como un acto de blasfemia; no era un crimen castigado con la pena capital. Se debe partir de un orden procesal cristiano y más especialmente marciano. En el aspecto histórico hay que suponer sin duda que hubo un interrogatorio de Jesús ante el gran consejo, aunque no fuera un proceso regular que desembocase en la condena a muerte. Esto último no pudo ser entre otras cosas porque durante el tiempo de la dominación romana el sanedrín no podía dictar sentencias ni penas de muerte. Cuando el año 6 d.C. Judea se convirtió en una provincia romana, quedando así directamente sometida al César, el primer procurador Coponio obtuvo «del César el poder público, incluyendo el derecho de infligir la pena capital» 50. Está claro, por consiguiente, que el consejo supremo ya no poseía ese derecho, pues difícilmente cabe suponer una jurisdicción capital en concurrencia.

Si se quería, pues, lograr la ejecución de Jesús había que acudir al procurador romano. Mas para ello se necesitaba una causa jurídica plausible, que fuera capaz de persuadir al procurador. Y esa causa jurídica estaba en el concepto político de Mesías. Con un cierto derecho se podía hacer sospechoso a Jesús de una peligrosa actividad política; tratándose de jefes de bandas era perfectamente verosímil la sospecha de que se tratase de pretendientes mesiánicos. El interrogatorio ante el sanedrín, que se celebró, bajo la presidencia del sumo sacerdote, tenía la finalidad predominante de recoger las acusaciones necesarias para conseguir una condena por parte del procurador romano. Todas ellas podían reunirse bajo el capítulo de pretendiente mesiánico.

Por lo que respecta al sanedrín, la suprema autoridad judía religiosa y judicial, que constaba de setenta miembros más uno, el presidente- que era el sumo sacerdote-, contaba en tiempo de Jesús con una fuerte mayoría saducea. En él estaban también representados los que habían sido pontífices. Entraban asimismo algunos letrados fariseos. El relato de Marcos sobre el proceso de Jesús ante el consejo supremo contiene, pues, un núcleo histórico, y no se puede calificar sin más ni más como ahistórico en su totalidad. No obstante, en su redacción actual presenta -especialmente en la solemne confesión mesiánica de Jesús- una serie de rasgos, que derivan de la primitiva confesión de fe cristiana en la mesianidad de Jesús.

También la negación de Pedro cuenta con la probabilidad de ser histórica, pues no se habría inventado este trance tan comprometido para el primer personaje de la comunidad primitiva. Incluso el incidente antioqueno referido por Pablo (Gál 2,11-17) demuestra que la firmeza inconmovible no era según parece una virtud del Pedro histórico. Asimismo la frase: «Antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces» (cf. Mc 14,34.72; Mt 26, 34 75; Lc 22,34.61s; Jn 13,33), puede remontarse al Jesús histórico; en esa circunstancia puede Jesús haberla dicho a Pedro que, según parece, alardeaba frecuentemente. El hecho de que los relatos de la negación mencionen una triple defección de Pedro, apunta sin duda a la circunstancia de que el relato ha sido acomodado a la precedente palabra transmitida, con el fin de poder mostrar su exacto cumplimiento literal. Históricamente podría ser más verosímil una sola negación.

Si comparamos el relato de Juan con los conceptos de Marcos, advertiremos en seguida una diferencia en estos centros de interés: según Marcos el epicentro del proceso de Jesús está evidentemente en la suprema autoridad judicial judía, en el sumo sacerdote y en el sanedrín. La acción ante Pilato no parece ser más que la consecuencia necesaria; el procurador romano más bien actúa, a los ojos de Marcos, como el órgano ejecutivo de la suprema autoridad judía, que acaba sucumbiendo a la presión de la multitud. El hecho de que estuviera en su mano la decisión última no aparece con la suficiente claridad en el relato marciano.

En Juan es otro el panorama. En su relato el proceso decisivo se desarrolla ante el procurador romano Pilato; la acción ante Pilato representa su culminación dramática. Por el contrario, Juan sólo menciona un interrogatorio ante el pontífice Anás, que ya no estaba en el cargo. En 18,24 se dice simplemente que Jesús fue enviado a Caifás, pero sin que sepamos lo que allí ocurrió. Juan silencia por completo cualquier interrogatorio o proceso ante el tribunal supremo. ¿No supo nada acerca de ello? ¿o más bien lo omitió de propósito? Veremos de inmediato que, en su exposición, Juan no podía necesitar una culminación como la que hallamos en Marcos. Efectivamente, en la exposición de Marcos, la solemne confesión mesiánica de Jesús, su propia revelación ante el tribunal supremo, constituye una «cima» cristológica de todo el evangelio. En Juan, por el contrario, esas últimas afirmaciones soberanas de Jesús se encuentran ya mucho antes en el cuarto evangelio (por ejemplo, en 8,58; 10,22-39), de forma que una escena similar ya no tiene puesto aquí.

No hay, pues, que poner en duda la transformación joánica del primer interrogatorio. Mas tampoco se puede lograr una solución clara acerca de cuál fue exactamente la tradición de que Juan dispuso; con toda honestidad hay que dejar pendiente la cuestión. Y resulta imposible armonizar entre sí los relatos de Marcos y de Juan, con una disposición como ésta, por ejemplo: Jesús fue primero conducido ante Anás, donde se celebró un primer interrogatorio, hasta tanto que pudieron reunirse todos los miembros del alto consejo durante la noche. Entonces tuvo lugar ante el sanedrín, la decisiva acción judía; finalmente condujeron a Jesús ante Pilato, enlazando así de nuevo con Juan, etc. Es éste un ensamblaje que no hace justicia a los distintos textos. Es necesario dejar que cada exposición hable por sí misma. Pero debemos advertir curiosamente que el relato joánico, que sólo conoce un interrogatorio de Jesús y en el que la verdadera acción judicial se desarrolla ante el procurador romano, que, en última instancia, era el tribunal competente, ese relato aparece más verosímil a los ojos de la crítica histórica.

a) Jesús ante Anás (/Jn/18/12-14)

12 Entonces la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron, 13 y lo llevaron primeramente ante Anás, porque era suegro de Caifás, el cual era sumo sacerdote aquel año. 14 Caifás era el que había dado a los judíos el consejo: «Es mejor que un solo hombre muera por el pueblo.»

Las tropas de detención, formadas por romanos («la cohorte, el tribuno») y judíos («los guardias de los judíos»), hacen prisionero a Jesús y lo llevan primero a casa de Anás. Sigue simplemente un dato más concreto sobre la persona de ese personaje: era suegro de Caifás, «el cual era sumo sacerdote aquel año», a saber, el año de la muerte de Jesús. A Caifás se le vuelve a describir mediante una referencia a 11,49-51: es el que en aquella ocasión había dado a los judíos el consejo de que era mejor que muriera un hombre por el pueblo. Si Juan lo recuerda aquí, es porque, evidentemente, quiere decir que para él el principal culpable de la muerte de Jesús fue Caifás con aquel consejo. Anás I, «pontífice en funciones los años 6-15 d.C., era el cabeza de una estirpe sacerdotal que con él empezó a desplazar a la hasta entonces familia dominante de Boeto, relacionada con la casa de Herodes... Quirino le eligió para sumo sacerdote sin duda porque Anás pertenecía a los saduceos y hacendados que desde años atrás abogaban por un gobierno romano, y porque había tenido un papel importante en la caída de Arquelao; en realidad se trataba de un cargo político de confianza. Pero Anás no era solamente el que había reorganizado el gran consejo y lo había presidido durante el tiempo de su ministerio, sino que después de su cese en el año 15, también dominó la asamblea hasta su muerte ocurrida hacia el año 35. Josefo dice de él: «Este viejo Anás debe haber sido uno de los hombres más afortunados. Tuvo, en efecto, cinco hijos, todos los cuales sirvieron al Señor como sumos sacerdotes, después que él personalmente había estado investido de esa dignidad durante largo tiempo» 53. Esto explica adecuadamente su influencia, y también aquí confirma de modo sorprendente la veracidad de la información de Juan.

b) Negación de Pedro (Jn/18/15-18)

15 Seguían a Jesús, Simón Pedro y otro discípulo. Este discípulo era conocido del sumo sacerdote; por eso entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, 16 mientras que Pedro se quedaba fuera, junto a la puerta. Luego salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló con la portera e hizo entrar a Pedro. 17 Entonces la criada, la portera, dice a Pedro: «»No eres tú también de los discípulos de ese hombre.?» Contesta él: «No lo soy.»

Al igual que los sinópticos, Juan conoce la tradición de que el primero del círculo de discípulos, Simón Pedro, no había desempeñado un papel decoroso ni en el prendimiento, ni en el proceso de Jesús, sino que había renegado de su Señor y Maestro. Mas no por ello se le puede juzgar de un modo totalmente negativo, pues Pedro, bien fuera por curiosidad o bien por un valor inicial, había seguido a Jesús y al pelotón de captura hasta el palacio del sumo sacerdote. Según Mc 14,54.66, es sólo Pedro el que sigue a Jesús. En Juan hay ya un mayor análisis de los motivos y posibilidades. Junto con Pedro sigue también a Jesús «otro discípulo». Ese «otro discípulo», como se le denomina, era conocido del sumo sacerdote, por lo que fue el primero que siguió a Jesús hasta dentro del palacio del pontífice, mientras que Pedro hubo de permanecer fuera, ante la puerta. El pasaje recuerda 20,3-10, especialmente los v. 4s, en que también «el otro discípulo» y Simón Pedro acuden la mañana de pascua al sepulcro vacío, y donde el «otro discípulo» tiene también cierta ventaja sobre Pedro. En ese «otro discípulo» se ha querido ver al «discípulo al que amaba Jesús», que la tradición identifica con el apóstol Juan como autor del cuarto evangelio.

Toda esto resulta hoy muy problemático; prácticamente no tenemos posibilidad alguna de identificar históricamente a ese «otro discípulo» innominado. Vemos sólo que aparece de continuo en el evangelio con un papel de cierta importancia. Es posible que para el autor del cuarto evangelio y su circulo de amigos cristianos se esconda detrás de la expresión algún personaje importante y conocido. En nuestro pasaje sólo sirve en realidad para explicar al lector cómo Pedro logró entrar en el palacio: al discípulo le era familiar el sitio y era conocido del sumo sacerdote y de su servidumbre. Y así pudo tratar con la portera para que dejase entrar también a Pedro. Con eso termina su intervención.

Y salta inmediatamente la pregunta de la portera: «¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?», y la primera negación de Pedro: «No lo soy.» Entonces Pedro se acerca a los siervos y criados del sumo sacerdote, que habían encendido fuego por el frío que hacía, para calentarse. También Pedro estaba con ellos, en pie, calentándose (cf. Mc 14,67). Respecto de Marcos, Juan ha dado mayor vida al episodio.

c) Interrogatorio ante Anás (Jn/18/19-24)

19 EI sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su doctrina. 20 Jesús le respondió: «Yo he hablado públicamente al mundo; yo siempre enseñé en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada hablé clandestinamente. 21 ¿Por qué me preguntas a mí? Pregúntales a los que me han oído, a ver de qué les hablé; ellos saben bien lo que yo dije.» 22 Al decir esto Jesús, uno de los guardias que allí había le dio una bofetada diciéndole: «Así respondes al sumo sacerdote?» 23 Jesús le contestó: «Si hablé mal, da testimonio de ello; y si hablé bien, ¿por qué me pegas?» 24 Luego, Anás le envió, atado, a Caifás, el sumo sacerdote.

En este interrogatorio el sumo sacerdote -que aquí es Anás- pregunta a Jesús «acerca de sus discípulos y de su doctrina» (v. 19). La respuesta que Jesús le da, es muy significativa y notable para la exposición joánica. En el marco de nuestro texto representa ante todo una negativa a dar una respuesta clara al sumo pontífice. Mientras que en Mc 14,62 Jesús hace una categórica confesión mesiánica ante el sumo sacerdote y el sanedrín, el Jesús joánico se niega en redondo a semejante confesión. Por el contrario, Jesús se refiere aquí a su pasada actividad pública. La respuesta está configurada por completo en el sentido de la teología joánica de la revelación. Según Juan, Jesús es el revelador de Dios al cosmos; su palabra y su revelación se dirigen, pues, al «mundo», incluso en el sentido de públicamente, a la luz del mundo. Esa publicidad se precisa y determina algo más mediante los lugares públicos en los que Jesús ha pronunciado sus discursos, a saber, la sinagoga y el templo. Así, según Juan, el discurso del pan (6,22-58) tuvo lugar en la sinagoga de Cafarnaún (6,59). Los otros grandes discursos Jesús los pronunció habitualmente en el templo de Jerusalén54. Fue allí, justamente, donde Jesús había hecho las afirmaciones más importantes sobre su actividad y sobre sí mismo como revelador de Dios y como salvador; allí se había pronunciado también sobre su mesianidad, aunque desde luego de una forma ambigua, velada y un tanto misteriosa.

Al lector, que ha venido leyendo el Evangelio de Juan hasta este pasaje, la respuesta de Jesús no le crea dificultad alguna. En sus discursos de revelación Jesús ha presentado siempre la exigencia insoslayable de la fe en su palabra y en su persona. Acerca de lo cual ahora ya no hay más que decir. Una nueva afirmación no haría sino repetir lo dicho anteriormente. Quizá pretenda además el evangelista desenmascarar la pregunta de Anás acerca de «los discípulos y doctrina» de Jesús como una pregunta pseudosagrada: si el sumo sacerdote ya había participado en la condena a muerte de Jesús y en su prendimiento, debió estar ya bien informado de las acusaciones que se formulaban contra Jesús, sus discípulos y su doctrina. Si los judíos, que frecuentan y concurren a los lugares públicos de la sinagoga y del templo, estaban al corriente de la doctrina de Jesús, bien cabe suponer que no habrían dejado de informar sobre el caso a los círculos dirigentes. Y, finalmente, contrapone Juan el lenguaje franco de Jesús a un hablar en la clandestinidad: Jesús no ha predicado ninguna doctrina «secreta» y esotérica (como lo hacían, por ejemplo, muchos apocalípticos, la secta de Qumrán y otros grupos místicos esotéricos). Esta distinción entre la doctrina pública, y por lo mismo conocida o accesible a todos, por una parte, y la doctrina secreta, por otra, podría también entenderse como un argumento apologético «de cara a los de fuera». Frente a la opinión pública gentil, la fe cristiana no representa ninguna doctrina secreta peligrosa u obscena, como tampoco lo había sido antes frente a la opinión judía. Las comunidades de fieles cristianos no son sectas secretas que constituyan un peligro para el Estado. Para el evangelista queda cerrado ese enfrentamiento con los judíos. El último enfrentamiento a vida o muerte se desarrolla ante el tribunal del procurador romano Poncio Pilato.

El cuadro de ese interrogatorio, tal como lo traza Juan, es tan instructivo como claro: el miembro de la alta nobleza sacerdotal, Anás, y el revelador detenido, que es Jesús de Nazaret, no tienen nada que decirse. También aquí es digna de notarse la superioridad real de Jesús, que se pone más de relieve aún con el incidente inmediato. Al igual que en Mc 14,65 también aquí es maltratado Jesús; uno de los esbirros presentes golpea a Jesús en la mejilla con estas palabras: «¿Así respondes al sumo sacerdote?» (v. 22). Es la obsequiosidad de un subalterno servil. Pero Jesús honra al pontífice Anás de otra manera, por cuanto que ante ese juez investigador, en el fondo incompetente, no renuncia ni a sus derechos ni a la verdad, A diferencia de Pablo, por ejemplo (Act 23,1-5), Jesús no se excusa, sino que se mantiene firme, sin dejarse provocar, ni hacer tampoco de provocador, reclamándose simplemente a su derecho: «Si hablé mal, da testimonio de ello; y, si hablé bien, ¿por qué me pegas?» (v 23). En su Pasión según san Juan, Bach ha dado forma musical a este pasaje con una hondura e intimidad sobrecogedoras.

Dice después Juan que Anás envió a Jesús atado a Caifás (v. 24). Lo que allí ocurrió se deja por completo a la consideración del lector. Y como las ulteriores especulaciones al respecto no contribuyen a una mejor comprensión del texto, renunciamos a ellas. Tampoco ayuda una combinación armonizadora entre Marcos y Juan, ya que se trata de dos concepciones distintas.

d) Nueva negación de Pedro (Jn/18/25-27)

25 Simón Pedro estaba de pie, calentándose. Y le dijeron: «¿No eres tú también uno de sus discípulos?» Él lo negó, diciendo: «No lo soy » 26 Uno de los criados del sumo sacerdote, que era pariente de aquel a quien Pedro cortó la oreja, le dice: «¿Pues no te vi yo en el huerto con él?» 27 Pero Pedro lo negó nuevamente; y en seguida cantó un gallo.

En pocas líneas lleva Juan la negación de Pedro a su final. También aquí amplía Juan la tradición. Simón Pedro continúa con los criados calentándose junto a la lumbre. Y ahora son éstos los que le preguntan: «¿No eres tú también uno de sus discípulos?» Lo que vuelve a negar Pedro. Según Mc 14,69s, es la criada la que vuelve a preguntar a Pedro, y sólo después lo hacen los circunstantes; la comparación muestra cómo Juan ha modificado la tradición. Esto desde luego sólo cuenta para la tercera pregunta. Es entonces cuando uno de los criados del sumo sacerdote -y, más en concreto, «un pariente de aquel a quien Pedro cortó la oreja»- le dice: «¿Pues no te vi yo en el huerto con él?» En la realidad histórica difícilmente puede concebirse que frente a una resistencia efectiva los soldados y alguaciles reaccionen con tanta desidia; mas para la descripción es importante, pues de ese modo se alcanza una gradación en las preguntas (cf. de manera parecida 21,1517). Juan sabe algo del efecto dramático. A éste se llegó con la escueta observación final: «Pedro lo negó nuevamente; y en seguida cantó un gallo» (v. 27). Con ello el episodio concluye. Nada sabemos por este pasaje de cuál fue la reacción de Pedro. En la descripción sinóptica las cosas discurren de otro modo, cf. Mc 14,72: «Y rompió (Pedro) a llorar con grandes sollozos» (también Mt 26,755, e incluso Lc 22,61s: «Y volviéndose el Señor dirigió una mirada a Pedro. Pedro se acordó entonces de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes que el gallo cante hoy, tres veces me habrás negado tú.» Y saliendo afuera, lloró amargamente.»

3. JESÚS ANTE PILATO (Jn/18/28-19/16)

La acción ante Pilato representa un punto culminante del dramatismo en el relato joánico de la pasión. Aquí tiene lugar asimismo el último enfrentamiento de los judíos con Jesús. Aunque Jesús no les habla ya ni discute con ellos, sino que permanece en completo silencio. Sólo hay dos conversaciones, de evidente importancia teológica, entre Jesús y Pilato.

Recordemos también aquí los relatos sinópticos. La exposición de Marcos, de Mateo y de Lucas, aunque, con distintos aditamentos, está perfectamente montada y es fácil seguirla. La decisión de entregar a Jesús (Mc 15,10 cf. Mt 27,1-2; Lc 23,1). Marcos habla de una resolución formal del sanedrín: «Y en cuanto amaneció los pontífices con los ancianos y escribas, es decir, todo el sanedrín, después de preparar la conclusión del acuerdo, ataron a Jesús, y lo llevaron a entregar a Pilato.» Mt 27,1 aclara que se trataba de la resolución de matar a Jesús. Para eso se lo entregaron a Pilato.

Según Josefo, también el profeta de desgracias, Jesús, hijo de Ananías, fue atado por los dirigentes de Jerusalén y maltratado con muchos golpes. Mas no por ello se avino a desdecirse de su profecía que anunciaba la destrucción de la ciudad de Jerusalén, aunque por lo demás no ofreció resistencia alguna. «Entonces creyeron los dirigentes, cosa que era cierta, que una fuerza sobrehumana impulsaba a aquel hombre y lo condujeron al procurador, que los romanos tenían establecido por aquel tiempo».55 Entonces fue azotado y, tras haber reconocido su inocuidad política, lo volvieron a dejar libre. En opinión de K.-H. Muller se trata aquí, según vimos, de un «proceso de instancias firmemente establecido: la nobleza saducea pone su mano violenta sobre el profeta de desgracias, le interroga entre golpes y finalmente le entrega al procurador, el cual manda azotar al delincuente y le somete asimismo a un interrogatorio oficial».

No hay ninguna objeción de peso contra la hipótesis de que el proceso de instancias descrito constituyera la práctica jurídica habitual ya en tiempos de Jesús. Pues hay que postular directamente que las distintas disposiciones jurídicas y ejecutivas del sanedrín fueron establecidas ya al comienzo de la época de los procuradores (año 6 d.C.); sobre todo teniendo en cuenta que los saduceos, bajo la dirección de Anás, habían abogado y celebrado abiertamente el establecimiento de la procuraduría romana en lugar de la etnarquía de Arquelao, hijo de Herodes el Grande.

El interrogatorio ante Pilato (/Mc/15/02-05; /Mt/27/11-14; /Lc/23/02-03).

La descripción de Marcos es extremadamente simple. Pilato formula a Jesús la pregunta: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Con ello expresa sin duda el punto más grave de la acusación. «Rey de los judíos» era la designación de los pretendientes mesiánicos a la corona, y desde luego única y exclusivamente en el sentido de un mesianismo político. Con lo que también hay que entender la acusación como política. Jesús responde (literalmente): «Tú lo dices»; lo que puede entenderse de dos modos: 1.°) «en efecto, así es exactamente», y 2.°) «eso lo dices tú, no yo». En ningún caso se puede deducir del relato de Marcos cuál haya sido la respuesta efectiva de Jesús, pues en ese relato se deja sentir sin duda la interpretación cristiana, y hasta probablemente constituye el elemento determinante. Lo seguro podría ser esto: Jesús no ha enarbolado ninguna pretensión mesiánica de carácter político; en ese orden de cosas él no quiso ser «rey de los judíos». Con lo cual se excluye también para Marcos esa interpretación. Por lo que sólo quedan dos posibilidades: o Jesús ha dado otro sentido a la expresión «rey de los judíos» (cosa que ocurre efectivamente en Juan), o bien ha querido indicar que Pilato asociaba su interpretación política al sentido expresado por Jesús, aunque distanciándose él personalmente de su modo de entender tal expresión, lo cual equivaldría a proclamar: «Eso lo dices tú, es una afirmación tuya, no mía.» Sospecho ciertamente que Jesús no ha dado su asentimiento en modo alguno a ese concepto político, porque no podía en absoluto identificarse con él, así como que Marcos ha dado posteriormente un sentido cristiano a la respuesta de Jesús formulada por él, en la linea de la confesión de Jesús Mesías. Según Marcos, no hay más que esa pregunta del procurador así como una sola respuesta de Jesús. Después continúa: «Y los pontífices lo acusaban con insistencia» (v. 3). Por lo cual Pilato vuelve a interrogar al acusado, pero sin obtener ya respuesta alguna «de forma que Pilato quedó maravillado».

Mt 27,11-14 concuerda con Marcos, salvo algunos cambios insignificantes. Lc 23,2-3 ha reelaborado a su modo la tradición marciana. A mi entender los cambios y ampliaciones que se advierten en la historia de la pasión según Lucas no se deben a fuentes o tradiciones diferentes, sino que han de atribuirse por completo a la redacción lucana. Pues Lucas ha echado en falta evidentemente en el relato marciano una acusación formal contra Jesús, por lo que pensó que era necesario completarlo. Y así escribe: «Hemos encontrado a este hombre, que pervierte a nuestro pueblo prohibiendo pagar los tributos al César y diciendo que él es Cristo rey» (Lc 23,2). Entonces abre Pilato el interrogatorio, como en Marcos, con la pregunta «¿Eres tú el rey de los judíos?», a la que Jesús contesta: «Tú lo has dicho.» Pilato no entra en la cuestión, ciertamente nada baladí y desde luego nada tranquilizadora de la prohibición de los tribunos imperiales; lo que jamás hubiera hecho, si en realidad le hubiesen planteado ese tema. En tal caso, para el procurador no habría habido dificultad alguna en condenar a Jesús por los amotinamientos zelotistas. Ese motivo de acusación se debe, por tanto, a Lucas.

Pero ahora, en 23,4-12, trae Lucas una inserción mayor, que responde sobre todo al motivo de establecer de forma explicita la inocencia de Jesús a través de los dirigentes políticos. Y así dice Pilato inmediatamente después del primer interrogatorio: «Yo no encuentro delito alguno en este hombre.» A lo cual insisten aún más los sumos sacerdotes y el pueblo en su acusación contra Jesús mediante la acusación de que «Está amotinando al pueblo con lo que enseña por toda Judea, desde que comenzó por Galilea hasta llegar aquí» (v. 5). Cuando Pilato oye que Jesús procede de Galilea, le envía a su soberano jurisdiccional, Herodes Antipas, para que sea él quien lo condene. Con ello se llega, según Lucas a una situación extremadamente penosa, pues Herodes se esperaba de Jesús todo tipo de prodigios y milagros, pero se vio defraudado en esas sus esperanzas. «Entonces Herodes, con su escolta, después de tratarlo con desprecio y de burlarse de él, mandó ponerle una vestidura espléndida (o blanca) y se lo devolvió a Pilato. Y aquel mismo día, Pilato y Herodes, que antes estaban enemistados entre sí, se hicieron amigos» (Lc 23,6-12). Se ha debatido mucho lo que esta alusión podía significar.

J. Blinzler es del parecer que el episodio de Herodes es histórico. Es verdad que sólo el evangelista Lucas lo refiere, pero lo reducido de ese testimonio no justifica el que se ponga en duda su historicidad. La aportación específica del tercer evangelista presenta una serie de piezas, cuya veracidad histórica está por completo fuera de duda. Y continúa: «Por qué el tetrarca había deseado ver a Jesús, lo explica Lc 23,9 con bastante claridad, al decir que Herodes esperaba presenciar un prodigio sorprendente. Sólo violentando el texto se puede montar una condena a partir de las burlas... La interpretación espontánea del reenvío del acusado a Pilato es sin duda la de que el tetrarca no había querido arrebatar el caso al procurador».

Esta explicación no aclara ciertamente el asunto, sino sólo que Lucas está ciertamente más interesado por Herodes Antipas que los otros evangelistas 61. Especial atención merece el pasaje de Lc 9,7-9, sobre todo el versículo último: «Pero Herodes decía: A Juan lo decapité yo. Entonces ¿quién es éste, de quien oigo tales cosas? Y andaba deseoso de verlo.» Es ese deseo de Herodes el que ahora se cumple finalmente: «Al ver Herodes a Jesús, se alegró mucho, porque desde hacía bastante tiempo estaba deseando verlo» (Lc 23,8). Es, pues, el propio Lucas quien establece la conexión. El motivo determinante de la historia está evidentemente en que ambos gobernantes, Pilatos y Herodes, deben comprobar la inocencia de Jesús, cosa que ocurre y se subraya de modo explícito: «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; pero ya véis que yo, tras haber hecho la investigación delante de vosotros, no encontré en él delito alguno de esos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes, por lo cual nos lo ha devuelto. Por consiguiente, ya véis que no ha hecho nada que merezca la muerte» (Lc 23,14-15). La colaboración entre Herodes y Pilato vuelve Lucas a mencionarla en los Hechos de los apóstoles (Act 4,26-28), aunque allí como una interpretación del Salmo 2,1s, especialmente del versículo que dice: «Se han juntado los reyes de la tierra, y los príncipes se han confabulado contra el Señor y contra su Ungido.» Con ello explica el propio Lucas lo que a él le interesa del episodio: demostrar por obra de los gobernantes políticos la inocencia de Jesús y su nula peligrosidad política. Si así lo afirman dos testigos tan importantes, es que debe ser verdad. El motivo segundo es el cumplimiento de la Escritura. El episodio no recoge un acontecimiento histórico.

Jesús y Barrabás (/Mc/15/06-15; /Mt/27/15-26; /Lc/23/18-25).

Marcos y en conexión con él los otros dos sinópticos, habla ahora de la tentativa de Pilato por liberar a Jesús de la condena y de la amenaza de ejecución por medio de una especie de plebiscito unido a una amnistía. Marco refiere que, para el día de la fiesta -y piensa claramente en la fiesta de la pascua, que era la festividad más solemne de los judíos-, Pilato entregaba libre a los judíos al prisionero que ellos le solicitasen. Ya Mateo 27,15 interpreta la noticia de Marcos en el sentido de una costumbre establecida y regular: el procurador solía otorgar al pueblo un encarcelado. Con esa noticia enlaza la tan debatida cuesti6n de un privilegium paschale, de una «amnistía de pascua» como un uso firmemente establecido. Marcos y Mateo suponen dicha costumbre y en ella fundamentan su historia de Barrabás.

El encarcelado, de cuya liberación se trata en la historia presente, es un cierto Barrabás. Según una lección variante, atestiguada por el texto cesarense de Mateo, su nombre completo habría sido el de Jesús Barrabás, lectura que muchos investigadores consideran auténtica. De ese Barrabás cuenta Marcos que había sido hecho prisionero con un grupo de levantiscos, los cuales habían cometido un asesinato en un amotinamiento; posiblemente habría que ver en él al jefe de ese grupo de amotinados. La multitud popular acude a la residencia oficial de Pilato para pedir la liberación del preso. Y es ahí donde, según Marcos, interviene Pilato con la pregunta: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» Pues bien sabía que por envidia se lo habían entregado los pontífices?; lo que significa por voluntad, en general. Los pontífices, que penetran en seguida la intención de Pilato, soliviantan al pueblo para que solicite del procurador más bien la excarcelación de Barrabás; cosa que obtuvieron. Y entonces pregunta Pilato por segunda vez: «¿Qué voy a hacer, pues, con ese que llamáis rey de los judíos?» La respuesta breve y tajante fue ésta: «¡Crucifícalo!» Y sigue la contrarréplica de Pilato: «¿Pues qué mal ha hecho?» Pero el pueblo reaccionó con mayor violencia aún gritando: «¡Crucifícalo!» Entonces Pilato, a fin de satisfacer a la plebe, les soltó a Barrabás; mientras que a Jesús empezó por hacerle azotar y después se lo entregó para que lo crucificaran. Tal es el amplio relato de Marcos. Mateo sigue en buena parte a Marcos, si bien agrega dos escenas importantes. Según Mt 27,19, mientras el procurador está sentado en el tribunal, su mujer le envía un mensaje diciéndole: «No te metas con ese justo; que hoy, en sueños, he sufrido mucho por causa suya.» La escena subraya ante todo la inocencia de Jesús; éste es un «justo», es decir, un «hombre santo», y es peligroso verse implicado en un caso así. En torno a él flota el horror de lo numinoso. La escena difícilmente puede ser histórica.

La escena se encuentra en Mt 27,24-25: «Viendo Pilato que todo era inútil, sino que, al contrario, se iba formando un tumulto, mandó traer agua y se lavó las manos ante el pueblo diciendo: "Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!" Y todo el pueblo respondió: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!"» La escena se ha hecho famosa en razón de su simbolismo en parte fatídico. El lavatorio de manos como signo de que en ellas no hay adherida ninguna gota de sangre, es decir, como rito purificador, no necesita de más explicaciones; Pilato lava sus manos en inocencia. Mediante ese gesto público quiere descargarse de cualquier responsabilidad respecto de Jesús. Y así, para deshacerse definitivamente de Jesús, todo el pueblo, como subraya de manera explícita Mateo -entendiendo de hecho todo el pueblo judío-, se declara dispuesto a asumir la responsabilidad de la muerte de Jesús con todas sus consecuencias para el presente y para el futuro. Eso es lo que significan las estremecedoras palabras: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!»

También esta escena carece de fundamento histórico; solo Mateo la refiere y pertenece a su tradición específica. Probablemente es por completo una creación libre del evangelista para demostrar su idea de que los responsables principales de la muerte de Jesús fueron los judíos. No se puede pasar por alto que aquí Mateo piensa con las categorías de una culpa judía colectiva. Y que con ello -aun cuando hay ejemplos veterotestamentarios de tales categorías- ha transmitido al cristianismo y a la Iglesia cristiana una hipoteca pesada, más aún, perniciosa, como lo atestigua la historia de siglos. En efecto, el antisemitismo cristiano se ha apoyado demasiadas veces en esas palabras.

Lucas ha manipulado poco en el texto de Marcos (Lc 3, 18-25). En él falta toda explicación ulterior de cómo se llegó a la escena de Barrabás 63. Lo único que hace Lucas es dramatizar algo más. Y así grita el pueblo: «¡Fuera con él! ¡Suéltanos a Barrabás!» Este aparece en Lucas como un «francotirador», y no como representante o cabeza de un grupo rebelde. Los esfuerzos de Pilato por librar a Jesús los subraya Lucas con mayor fuerza; asimismo el procurador romano destaca con mayor energía la inocencia de Jesús: «Pues ¿qué mal ha hecho éste? Yo no he encontrado en él ningún delito de muerte; así que le daré un escarmiento y lo pondré en libertad.» Y por ello destaca el tercer evangelista el injusto y cruel resultado final: «Puso, pues, en libertad al que ellos reclamaban, al que había sido encarcelado por motín y homicidio, y a Jesús lo entregó al arbitrio de ellos.» En el aspecto histórico el episodio de Barrabás plantea una serie de problemas que no han dejado de discutirse. Ante todo está la cuestión de una amnistía pascual que se daba regularmente. Semejante amnistía no ha podido demostrarse hasta ahora en Judea para la época de los procuradores. El argumento de que si Josefo hubiera conocido semejante privilegio en favor de los judíos no lo habría ciertamente silenciado, tiene algún peso. Mas también otras fuentes judías callan al respecto. Blinzler ha aducido sin embargo un pasaje de la Mishna, que cuenta, de hecho, con que para pascua salga alguien de la cárcel. De lo cual concluye dicho autor «que la liberación de un encarcelado israelita inmediatamente antes de la tarde del banquete pascual, es decir, el 14 de nisán, tenía lugar, al menos, con frecuencia, y muy probablemente de modo regular. Por lo cual ese pasaje de la Mishna constituye de hecho un apoyo valioso para los datos neotestamentarios sobre el uso de la amnistía pascual».

Cierto que sobre este punto no se puede, en principio, poner en duda que se discutía entre los letrados de la Mishna la posibilidad de liberar a un encarcelado para la fiesta de pascua; que semejante trámite era posible y que se dio en algunas ocasiones. Pero de esa posibilidad ocasional no se puede concluir un procedimiento regular, en el sentido de que se diese una amnistía ya establecida. Es probable, pues, que fuera Marcos el primero en deducir de un caso particular ese uso de una amnistía pascual cada año. Y llegamos al punto central. Aunque no haya existido semejante costumbre, el episodio de Barrabás como tal puede ser histórico, como suponen justamente muchos exégetas. Así dice M. Dibelius: «Aun cuando nada sabemos de esa amnistía como uso, no hay ningún motivo para poner en duda la escena; la hipótesis de una invención sería tanto como atribuir a los primeros forjadores del relato una voluntad de transformación y una fuerza poética que no se advierten en ningún otro sition».

Más importante es el sentido del texto: «...al rey del reino de Dios se le enfrenta justamente un competidor de la ínfima extracción mundana» (Dibelius). Cabe, no obstante, la posibilidad y hasta resulta muy verosímil, que se tratase del cabecilla de un grupo de resistencia zelota, con lo que la tradición estaría interesada sobre todo en el contraste: Jesús es acusado y crucificado por una supuesta pretensión de poder mesiánico, mientras que el representante del «partido» que en realidad defendía las ideas y aspiraciones político-mesiánicas de Israel, queda puesto en libertad.

Que el procedimiento contra Jesús y la causa de Barrabás coincidieran es algo que se debió a la casualidad. Si es correcto el nombre de Jesús Barrabás, bien puede haberse originado por una confusión. Tampoco sería desacostumbrado que Pilato hubiera cedido a la presión de la multitud. Cierto que la fe de que también el plan y la acción de Dios se realizan en definitiva con tales «casualidades», era algo evidente para los primeros testigos cristianos; por lo que bien pudieron descubrir un sentido más profundo en ese episodio.

El escarnio de Jesús como «rey le los judíos» (/Mc/15/16-20; /Mt/27/21-31).

Según Marcos 15,15 (Mt 27,26), Pilato había mandado azotar a Jesús. El cruel castigo, para el que solían emplearse látigos, con las puntas de cuero armadas de astillas de hueso o de bolas de plomo, no se describe aquí con detalle. Se daban casos en que quien era sometido a tal castigo, moría en la ejecución. Según Juan, el castigo de Jesús habría sido ordenado para mover a los judíos a compasión. En los relatos de Marcos y de Mateo precedió inmediatamente a la crucifixión ya sentenciada. En ambos casos enlaza evidentemente con las burlas a las que se hace mención. No era infrecuente que los soldados hicieran blanco de sus befas a los pobres diablos que les eran confiados. Un escarnio de Jesús, como el aquí descrito, es históricamente posible. Además, la tradición demuestra que la Iglesia primitiva tuvo un olfato agudo para el lado problemático de la acusación de Jesús como «rey de los judíos». El tratamiento de Jesús como rey loco no necesita de ningún trasfondo. Así comparece toda la cohorte de soldados; todos participan en el juego cruel. Visten a Jesús con un manto rojo, probablemente un capote de soldado; era necesario que fuera rojo, pues rojo era el color de la púrpura real. Pronto tejieron una corona de burla, que le encasquetaron, mientras que una caña servía de cetro. Y después de haber disfrazado a Jesús de rey de burlas, empieza el homenaje: los soldados se presentan ante él, realizan el gesto de sumisión en forma de genuflexión o proskinesis, al tiempo que exclamaban «¡Salve, rey de los judíos!», lo que recuerda el saludo romano «¡Ave Caesar!» Los malos tratos acompañan toda la escena. Siendo los actores los soldados romanos, sin duda que entraba en juego el desprecio a los judíos.

Que tales escenas burlescas no eran nada infrecuentes, lo prueba el cuadro que traza Filón de Alejandría en su escrito Contra Flaco. Cuando el año 38 d.C., el rey judío Agripa I realizaba una visita a la ciudad de Alejandría, el populacho le hizo objeto de sus befas. Echaron mano de un orate, llamado Carabas, lo condujeron al gimnasio, lo pusieron «en un lugar elevado, en el que todos podían verle, le colocaron sobre la cabeza un ramillete de flores de papiro a modo de corona, envolvieron su cuerpo con una estera como si fuese un manto, y en lugar de cetro alguien le proporcionó un corto trozo del papiro del país, que había visto cortado al borde del camino. Y cuando, tras esos procedimientos teatrales, tuvo el hombre las insignias de la realeza y quedó disfrazado de rey, los jóvenes provistos de palos sobre los hombros a modo de lanceros, se colocaron a derecha e izquierda cual si se tratase de la guardia personal. Después comparecieron otras gentes en su presencia, unos como si quisieran rendirle pleitesía, otros cual si pretendieran entablar un proceso y otros, finalmente, simulando que buscaban su consejo en los asuntos públicos. Entonces la multitud que estaba alrededor rompió en un grito estentóreo exclamando: Marin!, que es como los sirios parecen llamar a sus gobernantes, pues sabían que Agripa era sirio y que gobernaba sobre una buena parte de Siria».

Se ve por este ejemplo cómo se representaba la parodia de un rey; el paralelismo con la escena de escarnio contra Jesús (Mc 15,16-20) es evidente. Ello difícilmente puede deberse a una dependencia literaria, sino más bien al hecho de que en ambos casos se trata de una parodia o remedo de un ritual regio, muy difundido en el próximo oriente. La investidura con las insignias reales, el acto de homenaje y la aclamación eran partes esenciales de dicho ritual; no hacía falta demasiada fantasía para parodiarlo frente a un rey de burlas.

Poncio Pilato. ¿Quién era el hombre que, como alto funcionario del Estado romano, en calidad de procurador de Judea, hubo de intervenir en la causa de Jesús de Nazaret, entrando así también en el credo cristiano, passus sub Pontio Pilato? Pilato descendía de la estirpe ecuestre romana de los Poncios, y el año duodécimo del gobierno de Tiberio había sido enviado a Judea como procurador; cargo en el que se mantuvo durante diez años (26-36 d.C.). En la serie de procuradores ocupó el quinto puesto. Un testigo, citado por Filón, le describe como «de natural inflexible, obstinado y duro», al tiempo que menciona «su venalidad, su brutalidad, sus rapiñas, vejaciones y malos tratos, las continuas ejecuciones sin proceso judicial, así como su crueldad inaudita e insoportable».

A menudo Pilato provocó a los judíos con un proceder intencionadamente desconsiderado; ya al comienzo de su gestión lo hizo mandando a los soldados que entrasen de noche en Jerusalén con las imágenes del César impresas en los estandartes. Ello provocó una enorme irritación, porque los judíos lo interpretaron como un ataque frontal contra la prohibición de imágenes grabadas. En Cesarea, residencia habitual del procurador, estalló un motín de toda la población judía, que no cesó hasta tanto que Pilato no dio orden de retirar los estandartes de la ciudad»72. Otra vez soliviantó a los judíos por costear una nueva conducción de agua para Jerusalén con el dinero del tesoro del templo, del korban, que se consideraba como dinero «sagrado». Cuando las protestas alcanzaron caracteres de manifestación, hizo intervenir a sus soldados con garrotes contra la multitud; en el pánico general murieron muchas personas73. Las repetidas provocaciones, unidas por lo general al empleo injustificado de la fuerza, acabaron por motivar su deposición el año 36 por orden del procónsul de Siria, Vitelio, que le mandó presentarse en Roma para responder de su gobierno ante el César; pero antes de que Pilato alcanzase la capital, murió Tiberio74. A partir de ahí carecemos de noticias seguras sobre el procurador. «La leyenda cristiana hace terminar a Pilato suicidándose o siendo ajusticiado por el César en castigo de su proceder contra Cristo» 75.

Por lo que respecta a la significación de Pilato en el proceso de Jesús, conviene distinguir exactamente entre el papel que de hecho desempeñó y el que representa en la narración de los evangelios. Como la instancia suprema, única que entonces tenía poder para aplicar la pena capital, a Pilato le correspondió la responsabilidad última y la facultad decisoria. El fue quien dictó la sentencia de muerte contra Jesús; de conformidad con ello, la ejecución de Jesús se llevó a término mediante la muerte de cruz, al modo romano. Pero ciertamente que Pilato no fue el único responsable. Según los evangelios, que aquí están perfectamente en lo cierto, la iniciativa del prendimiento y supresión de Jesús partió de los sumos sacerdotes y de sus secuaces saduceos. No hay prueba alguna de que Pilato actuase por su cuenta y propósito contra Jesús; las hipótesis en tal sentido resultan muy rebuscadas. Aunque se atribuyan a Pilato «ejecuciones sin proceso judicial», ciertamente que todo ello hay que tomarlo con limitaciones y cum grano salis. El funcionario romano tenía idea clara de sus competencias. En el proceso de Jesús aparece Pilato esforzándose, dentro de ciertos limites, por establecer un procedimiento recto; los límites se sitúan allí donde para él personalmente podían surgir mayores dificultades. Un compromiso decidido en favor de la causa justa no se encuentra en él. Y aun cuando no fuera amigo especial de los judíos, bien podía, por motivos políticos, dar a la jerarquía judía una satisfacción, aunque sólo fuese por una vez, sobre todo cuando a él nada le costaba. Vistas así las cosas se comprende su posición, y muy particularmente sus titubeos.

En la imagen de Pilato que trazan los Evangelios puede desde luego observarse la tendencia de inculpar a la parte judía más que al procurador romano; y esto sobre todo en Lucas, aunque también en Juan. Aquí pueden haber jugado su baza las razones apologéticas. Como quiera que sea, los evangelistas no han intentado ninguna rehabilitación. Mantienen siempre que Pilato no ha otorgado a Jesús su derecho, sino que, por el contrario, dictó contra él sentencia de muerte o permitió que se llevase a cabo.

a) Primer interrogatorio ante Pilato (Jn/18/28-38)

28 Desde casa de Caifás llevan a Jesús al pretorio. Era muy de mañana. Y ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse, y así poder comer la pascua. 23 Por eso Pilato salió afuera hacia ellos, y les dijo: «¿Qué acusación traéis contra este hombre2» 30 Le respondieron: «Si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado.» 31 Pilato les contestó: «Tomadlo vosotros y juzgadlo según vuestra ley.» Los judíos le dijeron: «Es que nosotros no estamos autorizados para dar muerte a nadie." 32 Así se cumpliría la palabra que Jesús había dicho indicando de qué género de muerte iba a morir. 33 Entró, pues, Pilato nuevamente en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: «¿Tú eres el rey de los judíos?» 34 Jesús le respondió: «¿Eso lo dices tú por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» 35 Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente, los sumos sacerdotes, te han entregado a mí. ¿Qué es lo que hiciste?» 36 Respondió Jesús: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no fuera yo entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí.» 37 Entonces le dijo Pilato: «¿Conque tú eres rey?» Respondió Jesús: «Tú lo dices. Yo soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.» 38 Pilato le dice: «¿Y qué es la verdad?»

Los judíos conducen a Jesús desde Caifás a la casa oficial de Pilato, el pretorio (cf. también Mt 27,27; Mt 15, 16). Muchos identifican el pretorio con el palacio de Herodes en el muro occidental de la ciudad, junto a la actual puerta de Jaffa. Pero habría que pensar más bien en la fortaleza Antonia, al noroeste de la explanada del templo. A este respecto dice Josefo: «La fortaleza Antonia estaba en el ángulo formado por dos pórticos del primer atrio, el occidental y el del lado norte; estaba construida sobre una roca de 50 codos de elevación, que caía por todas partes a pico. Constituía una obra del rey Herodes, con la que dio una muestra singularmente clara de su orgullo innato». Llamada en su origen Baris (fortaleza), Herodes le había puesto el nombre de Antonia, en honor del famoso triunviro y amante de Cleopatra, vencido por Augusto. «En el punto en que la torre Antonia confinaba con las columnas de la explanada del templo había unas escaleras por las que descendían los cuerpos de guardia hasta ambos pórticos. Pues, en la fortaleza había siempre una cohorte romana, cuyos soldados se distribuían los días festivos con todo su armamento por los pórticos, sin perder de vista al pueblo, a fin de evitar que estallase cualquier motín. Si el templo venía a ser una fortaleza que dominaba la ciudad, la Antonia era algo así como la ciudadela del templo, y las tropas apostadas allí vigilaban los tres espacios; la ciudad alta tenía en el palacio de Herodes su propia ciudadela».

El procurador romano, que permanecía en Jerusalén sobre todo durante las principales fiestas judías, tenía probablemente su residencia en la fortaleza Antonia, porque desde allí podía abarcar con la vista y dominar a la perfección todo el recinto del templo. Con el pretorio se indica el lugar de la acción judicial. En Juan el proceso de Jesús entra desde ahora en el estadio de una relevancia pública y jurídica (v. 28a).

En el v. 28b sigue un breve dato cronológico: «Era muy de mañana», que recuerda el «Era ya de noche» de Jn 13,30. La indicación tiene también aquí, como habitualmente en Juan, un significado más profundo. Alumbra el día de la ejecución de Jesús, el día en que iban a sacrificarse los corderos de la pascua y el verdadero Cordero pascual, amanecía el día del triunfo y de la consumación.

A primera vista no se nombra todavía a quienes conducen a Jesús hasta Pilato; mas para Juan son «los judíos» los representantes del «mundo» incrédulo. En el fondo ya hacía mucho tiempo que habían tomado su decisión contra Jesús; para ellos se trataba por encima de todo de eliminarle, aunque sirviéndose de la justicia romana para llevar a término sus deseos. No sospechan ciertamente que con ese proceder se verán cogidos una vez más y trágicamente por Jesús y por su propia decisión. Se quitarán la careta y tendrán que llevar hasta el final la treta que han urgido. Los judíos no entran personalmente en el pretorio para no «contaminarse», pues quieren, desde luego, comer por la tarde el cordero pascual, por lo que no deben estar ritualmente impuros. «Pues, los leprosos, las mujeres que se encuentran con el flujo en la purificación mensual, así como cualquier otro tipo de impuros no podían participar de esa ofrenda, como ni tampoco los no judíos que habían acudido al culto divino». «Con lo que está claro que para Juan todavía no se había celebrado el banquete pascual.» Según Juan, la muerte de Jesús ocurre el 14 de Nisán, víspera de la gran fiesta de pascua, y desde luego al tiempo que se sacrificaban los corderos para la festividad en el templo; para él Jesús es el verdadero cordero pascual, idea que desempeña un papel latente hasta en la disposición del proceso: «El mundo que entrega Jesús a Pilato es un mundo que sigue su propia ley. Lo cual vale precisamente por lo que al cordero pascual respecta... No conocen al verdadero cordero pascual quienes tanto se preocupan de su tipo y símbolo».

Al mismo tiempo los judíos precisan así su posición: permanecen fuera. Sólo Jesús es introducido en el pretorio, aunque no se dice si inmediatamente o sólo más tarde. En la exposición joánica la determinación espacial del lugar tiene asimismo un significado profundo. Y así a los gritos del populacho judío, que está fuera, se contrapone el soberano y sereno discurso de revelación de Jesús en el interior. Mas también se determina el lugar de Pilato mediante el juego de las salidas y entradas; el lugar cambiante define en cualquier caso la actitud del procurador. Con ello quedan claramente descritas las posiciones de salida; la escena está dispuesta y la acción puede ya empezar.

Pilato sale y formula en seguida la única pregunta apremiante desde el punto de vista jurídico: ¿Qué acusación traéis contra este hombre? (v. 29). Por el momento se mantiene en el terreno objetivo y jurídico. La pregunta permite llegar al meollo de la cuestión, y bien pronto se echa de ver lo que late en ella. Al mismo tiempo proporciona el hilo conductor; la pregunta acerca del fundamento de la acusación y la imposibilidad de poner sobre el tapete un motivo convincente, en el sentido de un hecho criminal, contra Jesús, condicionan el desarrollo de la acción. Que Pilato con su pregunta ha planteado el asunto correctamente, lo indica la respuesta de los acusadores «Si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado» (v. 30). En lugar de una acusación probatoria sigue una afirmación imprecisa: Este es un malhechor. El juicio del mundo sobre Jesús es firme; ya está pronunciado. Simultáneamente, la primera respuesta muestra que no hay nada consistente que se pueda presentar en contra de Jesús. Con ello, resuena por vez primera el motivo de la inculpabilidad (cf. ya en 8,46: «¿Quién de vosotros puede dejarme convicto de pecado?»). Jesús es «el sin culpa», el justo, el que sin motivo es condenado a muerte y ejecutado; el relato joánico lo subrayará una y otra vez. Con ello el proceso adquiere desde el principio una cierta flotación, y todo está por completo en el aire. Según Juan, el odio es gratuito (cf. 15,21-25), es el móvil que empuja a los acusadores; a lo largo del proceso se descubrirá en toda su negrura.

Con semejante afirmación acusatoria, Pilato no puede abrir la causa. Como el asunto es oscuro Pilato quiere devolver al acusado a los judíos: «Tomadlo vosotros, y juzgadlo según vuestra ley» (v. 31a). Esto motiva, según Juan, la confesión dolida de los judíos de que su jurisdicción es limitada. Podían instituir procesos según la ley judía, podían incluso emitir sentencias y ejecutarlas, pero no tratándose de procesos capitales. El giro «según vuestra ley» tiene, como luego se verá, un sentido doble, pues justamente esa ley será la que determine la muerte de Jesús. Que Pilato está en la verdadera pista se echará de ver sólo más tarde (19,7). Por lo demás, y sin él saberlo, justamente con esa pregunta Pilato va a provocar la muerte de Jesús; ahí está la paradoja íntima del asunto. Evidentemente quiere desembarazarse así de la causa; pero «muy pronto se pone de manifiesto que en esta causa y en esta situación... no hay escapatoria y es preciso decidir». Los judíos ignoran la alusión a la ley, para volver más tarde a la misma y con mayor vehemencia. Ahora, sin embargo, no pueden decirlo y han de ocultar su propósito: «Es que nosotros no estamos autorizados para dar muerte a nadie» (v.31b). En realidad lo que quieren es la muerte de Jesús, y sólo con esa intención llevan a Jesús ante el tribunal romano. La resolución previa con que acuden a Pilato es la resolución de matar a Jesús (cf. 11,47-53).

La perícopa se cierra con la referencia de que se verificaba una palabra de Jesús: «Así se cumpliría la palabra que Jesús había dicho indicando de qué género de muerte iba a morir» (v. 32). La referencia afirma desde luego varias cosas: recuerda las sentencias de Jesús acerca de la exaltación del Hijo del hombre (3,14; 8,28; 12,32.34). Ha llegado la hora de la exaltación, es decir de la crucifixión y de la glorificación conjuntamente. En esa duplicidad de sentido descansa el carácter simbólico mencionado aquí. Hay además una prueba de que Jesús sabía de antemano lo que ahora le está ocurriendo. No le sobreviene como un destino ciego, sino como el destino que le ha sido señalado por el Padre. Y es, por ende, también una alusión a la libre voluntad de Jesús (cf. 10,18).

El procurador deja ahora a los judíos y vuelve al interior del pretorio; se hace traer a Jesús y se dirige a él abiertamente con esta pregunta: «¿Tú eres el rey de los judíos?» (v. 33). Aparece así la palabra que en adelante va a constituir el epicentro del enfrentamiento. La pregunta aparece con el mismo temor literal en los cuatro evangelios (cf. Mc 15,2; Mt 27,11; Lc 23,2); e idéntica es también por ello la respuesta de Jesús: «Tú lo dices» (ibid.; Jn 18,37). En el cuarto evangelio, entre la pregunta (v. 33) y la respuesta (v. 37b), es decir entre los elementos que tiene en común con los sinópticos, se introduce una intersección amplia (v. 34-36), al igual que en la conclusión del v. 37 encontramos una ampliación y exégesis de la respuesta. Los versículos 34-36.37b-c, están redactados por completa según el estilo del discurso joánico de revelación, y se deben sin duda al propio evangelista, que reinterpreta la realeza de Jesús. Juan ha tomado, pues, de la tradición la expresión «rey de los judíos», pero desarrollando su contenido y significado de acuerdo con su manera peculiar de ver las cosas. Como indica la pregunta, Pilato recoge la acusación de los judíos (cf. también v. 34-35). Supone que se ha formulado contra Jesús el cargo de «rey de los judíos» o pretendiente mesiánico.

En la exposición joánica, el título «rey de los judíos» pasa a ser el núcleo consistente y decisivo de la acción, en torno al cual gira todo; se convierte, por lo mismo, en el principio configurador y formal del acto del proceso hasta en la propia crucifixión. En el contexto y forma con que el título aparece, se refleja al mismo tiempo la ambivalencia de la situación. Ahí se entrecruzan distintos planos, pues es evidente que los judíos entienden la designación «rey de los judíos» de manera diferente a como la entiende Pilato, en tanto que unos y otro difieren por completo de la idea de Jesús. Se plantea así la cuestión del concepto de mesías y de su interpretación. En el sentido que implica la acusación se sobreentiende la idea política de mesías. La nueva interpretación, que Jesús propone en Juan para el concepto mesiánico, supone ciertamente la confesión de fe cristiana de que Jesús es el Mesías prometido por Dios.

En el Nuevo Testamento, y especialmente en los evangelios, el problema mesiánico logra un cierto desarrollo de cara a Jesús, y de cara también a los supuestos veterotestamentarios y judíos. Ahora bien, desde la época del Nuevo Testamento hasta el día de hoy, «Mesías» es el auténtico título cristológico entre los cristianos. Y es que khristos (derivado de khrio=ungir) no representa más que la traducción del hebreo mashiah, el ungido. A esto se suma que ya muy pronto, en el primitivo cristianismo helenístico, la significación titular de khristos va debilitándose cada vez más, de modo que ese título o sobrenombre muy pronto llega a fundirse con el nombre propio de Jesús hasta formar una unidad: Iesus Christus o bien -lo que es más frecuente en Pablo- Christus Iesus.

La designación «el ungido (de Yahveh)» tiene su origen en el ritual de la unción con aceite, que se practicaba sobre todo en Jerusalén con los reyes davídicos al momento de su entronización. «La unción regia es parte de una amplia acción entronizadora, en lo que se ocultaba probablemente todo un ritual con acciones diferentes». De ahí la designación «el ungido de Yahveh» como una expresión establecida para referirse al rey davídico de Judá. E1 Antiguo Testamento conoce además la unción de los sumos sacerdotes, de los sacerdotes, de los promovidos de ministerio profético y hasta de las cosas insensibles. De cara a la legitimación religiosa de la dinastía davídica tiene una parte importante el vaticinio del profeta Natán, en que el profeta habla a David: «Y cuando se cumplan tus días y vayas a descansar con tus padres, yo suscitaré, después de ti, tu linaje salido de tus entrañas y consolidaré su reino. El edificará una casa a mi nombre, y yo afirmaré el trono de su reino para siempre. Yo seré para él padre, y él será mi hijo; de suerte que, si delinquiere, lo castigaré con vara de hombres y con azotes humanos, pero no se apartará de él mi benevolencia, como la aparté de Saúl, a quien arrojé de mi presencia. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí, y tu trono quedará consolidado para siempre» (/2S/07/12-16). Con ello la realeza divídica quedaba sancionada religiosamente como dinastía duradera por los siglos. Con la realeza se vinculó también la designación «hijo de Dios» en el sentido de una adopción jurídica (cf. Sal 2,7; 72; 110; también Sal 89).

El desarrollo del concepto mesiánico enlaza estrechamente con la historia de la realeza davídica de Judá; en ella hay dos elementos que han jugado un papel importante. Primero, la circunstancia de que según la concepción de los profetas, los reyes de Judá no hicieron honor a su misión ético-religiosa: ello exacerbó el anhelo por la llegada de un «un nuevo retoño davídico» que llevará a cabo efectivamente esa misión (cf. por ejemplo, Is 9,1-6; 11,1-16). A esto se sumó, en segundo lugar, el final de la realeza davídica con la destrucción de Jerusalén el año 587 a.C.; con ello enlaza en el curso de la restauración postexílica la esperanza de que pudiera llegarse a un restablecimiento de la realeza davídica.

En el marco de tales esperanzas el concepto mesiánico adquiere el matiz escatológico apocalíptico, que reviste en tiempo de Jesús. La persecución religiosa, la opresión política y más tarde el encumbramiento de los Asmoneos en el siglo II precristiano hicieron que se llegase a una escalada regular de esperanza y empresas mesiánicas. Con todo ello se trata también del restablecimiento nacional y político del reino judío, y siempre desde luego siguiendo lo más de cerca posible el antiguo modelo del gobierno davídico. Ese elemento nacional y político no falta en ningún pasaje en que las fuentes judías hablan del «Mesías» o del «hijo de David», aun cuando las representaciones concretas difieran entre sí. La comunidad esenia de Qumrán conoce, por ejemplo, dos figuras de Mesías, «los mesías de Aarón y de Israel», un «mesías sumo sacerdote» y otro «mesías real y davídico».

Para amplios círculos del pueblo judío, sobre todo para los fariseos, esa concepción del Mesías era ciertamente típica, como lo vemos en los Salmos 17 y 18 de los llamados Salmos de Salomón, probablemente una colección de himnos farisaicos del siglo I antes de Cristo. Allí se dice, por ejemplo: «Míralo, Señor, / y suscita entre ellos a su rey, / el hijo de David, en el momento que conoces tú ¡oh Dios!, / ¡que Israel, tu siervo, le sirva! ¡Cíñele de fuerza para quebrantar a los príncipes injustos! / Purifica a Jerusalén de los gentiles que la pisotean y destruyen. / En sabiduría y justicia expulse él de tu heredad los pecadores, / rompa el orgullo del pecador como un vaso de arcilla. / ¡Rompa con vara de hierro todo el ser de ellos, /aniquile con la palabra de su boca a los gentiles impíos! ¡Que ante su amenaza huyan de él los gentiles! / ¡Que la mente de su corazón sea convicta de pecado! / Reúna entonces un pueblo santo, al que rija con justicia, / y juzgue a las tribus del pueblo consagrado de corazón a su Dios» (SalSalom 17,23-28). Después el «Mesías» pronto tuvo una «tarea nacional, política y religiosa». A lo cual se sumaban las acciones político-militares de los zelotas, seguidores del movimiento libertario, que a su vez estaba sostenido por esperanzas mesiánicas.

Si nos preguntamos por la postura de Jesús frente al mesianismo de su época, los evangelistas nos permiten conocer de modo inequívoco que Jesús se distanció a todas luces de ese mesianismo. Hasta un estudioso más bien conservador como O. Cullmann llega a este juicio: «El gran éxito de la designación Mesías-Cristo es tanto más digno de notarse cuanto que, como hemos comprobado, Jesús siempre manifestó una peculiar actividad contraria a que se designara así su misión y su persona, aunque por lo demás sin rechazarla abiertamente. Podría sonar casi como una ironía el que justamente el título de mesías, griego khristos, haya quedado unido para siempre al nombre de Jesús. Más aún, la designación de Mesías ha dado incluso nombre a la nueva fe».

Aunque hoy vuelva a estar de moda el ver a Jesús de Nazaret «en medio del campo patriota de la resistencia judía» o se le declare como un «político de salvación sionista» 85, es necesario atenerse a los testimonios del Nuevo Testamento, que siempre establecen la clara distancia de Jesús frente al mesianismo político de sus días. De hecho a Jesús se le convirtió en Mesías por la falsa interpretación política de su persona y de su obra. Vistas así las cosas, el proceso de Jesús ante Pilato representa el punto de apoyo decisivo para el concepto de Mesías referido a Jesús. En ese contexto -acusación de Jesús como «rey de los judíos» y su ejecución motivada por ese cargo- tiene su origen histórico la mesianidad de Jesús.

A ello se agrega la fe en la resurrección de Jesús. Esa fe puso en manos de la Iglesia primitiva la posibilidad de interpretar el hecho de que Dios levantase a Jesús como su exaltación y su entronización para rey mesiánico del tiempo final, revestido de la gloria divina, si bien esa gloria estaba oculta a los ojos del mundo. Así se dice como conclusión a la predicación pentecostal de Pedro, en los Hechos de los apóstoles: «Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Act 2,36). Aquí se trasluce todavía la concepción más antigua: por medio de su intervención poderosa Dios, con la acción pascual, «ha hecho Señor y Mesías a este Jesús». El Mesías y Cristo no es el Jesús histórico, sino el Jesús elevado al cielo. A esto responde la antigua fórmula de fe, que Pablo cita (Rom 1,3s) y que distingue dos estadios: «Acerca de su Hijo, (a) nacido del linaje de David según la carne (= en cuanto a su origen humano), (b) constituido Hijo de Dios con poder (= con la soberanía mesiánica), según el espíritu santificador, a partir de la resurrección de entre los muertos.» Está claro, según esto, que la mesianidad plena sólo compete al Resucitado, al exaltado. Que el crucificado Jesús de Nazaret sea el Mesías prometido por Dios es una confesión de fe, en la que late un choque permanente y que sin duda no hay que limitar objetivamente, para una pura inteligencia humano-histórica.

Ahora bien, los evangelistas han retroproyectado de una manera precisa la fe en la mesianidad de Jesús al tiempo del Jesús terrestre, aunque preservando desde luego el «secreto mesiánico». Se han guardado siempre de poner en boca de Jesús el título de Mesías y ello porque hubiera estado de hecho en contradicción con la verdad histórica. Jesús nunca se designó a sí mismo como Mesías. No podía tampoco apropiarse ese título. Caso de habérselo aplicado, tendría que haberle dado una significación radicalmente distinta. Y eso es lo que atestigua el texto que sigue.

En la pregunta introductoria de Pilato (¿Tú eres el rey de los judíos?» late, pues, toda la complejidad del mesianismo político. Tal como Pilato la formula, incluye, de hecho, todos los equívocos imaginables. A tal pregunta no se podía responder con un simple sí o no. Jesús no podía entrar sin más en las concepciones anejas al concepto de Pilato; de ahí la contrapregunta: «¿Eso lo dices tú por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» (v. 34). Sólo empezando por aclarar este punto, quedaba espacio libre para la respuesta correcta.

Mediante la réplica de Jesús señala el evangelista quién es en realidad el que dirige aquí la acción. También Pilato responde con una contrapregunta: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente, los pontífices, te han entregado a mí. ¿Qué es lo que hiciste?» (v. 35). Personalmente Pilato no es judío; tampoco ha llegado por sí mismo a esa acusación, y sobre todo no ha partido de él la iniciativa para entablar esta acción judicial.

Tampoco a Pilato parece suficiente la acusación por sí sola. El título «rey de los judíos» no basta para la condena. De ahí la pregunta: «¿Qué es lo que hiciste?» Pilato no quiere depender de una pura fórmula, sino que busca un hecho jurídico palpable. En la prosecución de esa última pregunta debe llegar al convencimiento de la inocencia de Jesús.

Ahora puede Jesús exponer su interpretación personal de los conceptos de rey y realeza. Sus palabras conservan el estilo del «discurso joánico de revelación» al tiempo que constituyen una especie de solemne proclamación de su realeza. Esta proclama representa el cenit interno del proceso. Ocurre con toda claridad en una hora en que Jesús sabe que su carrera terrenal va a terminar sobre la cruz. Desde esa hora y con tal perspectiva ante los ojos ya no son de temer las malas interpretaciones. Es aquí donde encuentra su solución el problema del secreto mesiánico.

La palabra de Jesús como discurso de revelación tiene carácter y forma de un testimonio. No se trata de un reconocimiento, sino de una confesión, que objetivamente no se puede seguir analizando. Esto conduce de necesidad a un enfrentamiento fundamental con la persona de Jesús y con las exigencias que plantea. El testimonio propiamente dicho se divide en dos partes, separadas entre sí por una pregunta incidental de Pilato.

«Mi reino (o mi realeza) no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no fuera ya entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí» (v. 36). Jesús hace aquí hincapié en «mi reino» (griego: basileia). Este es un lenguaje pospascual, pues el Jesús terreno sólo había hablado del reino de Dios, del reino y realeza de Dios. Sólo la fe en la exaltación de Jesús a Mesías desembocó además en la idea de la realeza de Jesús. Como Mesías rey, Jesús participa de la realeza de Dios; encontramos también aquí la contemplación conjunta -típica de Juan- del Jesús terrenal y del exaltado. El concepto de la basileia de Jesús, realeza o reino, se entiende también aquí de modo escatológico; como la realidad escatológica que hace valer sus exigencias en el presente de Jesús. Pertenece de modo singular a la esencia de esa realeza o reino el «no ser de este mundo». Su origen no descansa en un ordenamiento de poder humano-político; más bien radica por completo en el campo divino. Las categorías y prácticas, que eran habituales en el terreno del poder político humano, fracasan totalmente frente a este reino de Jesús.

Esta diferencia esencial se hace patente mediante un rasgo concreto, que incluso puede comprender el romano familiarizado con las realidades del poder político: el reino de Jesús no se impone con los recursos mundanos ni puede sostenerse con los mismos. El rey de ese reino no tiene soldados que luchen por él con sus armas. En la naturaleza de ese reino entra la negación de cualquier violencia en el plano humano-terrestre. Esa es la idea fundamental; que, por lo demás, responde a la doctrina de la no violencia y del amor a los enemigos que había defendido el Jesús histórico (cf. Mt 5,38-48). La renuncia de Jesús a la violencia -cosa que Juan ha visto claramente- coincide con la índole profunda de su predicación. El reino de Dios, como Jesús lo ha proclamado, es el reinado liberador y salvífico del amor, en oposición radical a todo empleo de la violencia, especialmente en sentido físico. Por ello tampoco puede imponerse ni defenderse con medios violentos. Cualquier conexión con la violencia y el poder terreno compromete la predicación y el querer de Jesús.

Así y todo, ese reino penetra en la esfera terrena; cierto que no es «de este mundo», pero «en este mundo» se encuentra y en él proclama sus exigencias. La relación paradójica entre esa pretensión de soberanía y la posición totalmente inerme de Jesús salta a la vista. Un político del poder, que sólo piensa con las categorías de unas relaciones políticas y militares, no puede más que burlarse de todo esto; Jesús debe antojársele un «pobre diablo», cuando no un idiota inofensivo.

Aun así, está la curiosa observación de que los políticos con el poder en sus manos -según se demostró bien a las claras durante el período nazi- en ocasiones temen más el «poder» impalpable e indefenso del convencimiento interior que el poder de las legiones y divisiones militares. La libertad de pensamiento y de expresión les parece mucho más peligrosa. La «fuerza del espíritu» no es, de seguro, una expresión vacía. Cuando no se trata tan sólo de bellas palabras, sino del supremo compromiso personal, que aparece dispuesto a sacrificarse y hasta a morir por una idea, esa otra fuerza, totalmente distinta del poder terreno puede ponerle en el mayor aprieto e inseguridad.

Se interpretaría falsamente, por tanto, la sentencia joánica de querer entender el «mi reino no es de este mundo» como si Jesús pretendiera describir con ella una realidad puramente apolítica. Es justo el carácter no mundano de ese reino, por el que afecta a toda la esfera política en su misma raíz y la pone en tela de juicio. Desde ese punto de mira el poder político con todas sus posibilidades no representa ninguna instancia suprema ni ninguna explicación última; ante esa realidad se pone asimismo de manifiesto la profunda impotencia del poder eclesiástico- político. Con ello, el proceso ante Pilato, según Juan lo describe, introduce también la discusión con el poder político, tal como se manifiesta en las organizaciones estatales. Concretamente se trata del Estado romano. Con ese Estado hubo de vérselas entonces Jesús.

En el poder político entra, desde siempre, el problema de su justificación, de su legitimación y de su fundamento y explicación metafísicos. Entra asimismo la tendencia a darse un carácter absoluto, a elevar el Estado y la fuerza estatal a la suprema y absoluta instancia que puede contar para los hombres. Las pretensiones totalitarias del poder político se manifestaron al tiempo de Jesús en la organización del imperio romano, así como en el culto imperial y en el culto de la diosa Roma; en los tiempos modernos lo hemos visto en el dominio del terror impuesto por el régimen nazi. La expresión última de esa pretensión totalitaria es el poder sobre la vida y la muerte, el ius gladii, y con ello el miedo y el terror como resortes del dominio. La sentencia de Jesús: «Mi reino no es de este mundo», priva literalmente de cualquier apoyo al poder político entendido en esos términos. El «no ser de este mundo» expresa, pues, de una cierta forma negativa la referencia a Dios y su reino, las relaciones humano-divinas, la referencia a un ámbito en el que ya no puede disponer el Estado con su poder ni la fuerza humana en general. La idea literalmente es ésta: No hay en absoluto medio alguno para poder disponer de ese reino, la disponibilidad humana no encaja con su naturaleza. Ese reino es el reino de la libertad absoluta y genuina, en que la indisponibilidad de Dios manifiesta a su vez y garantiza la suprema indisponibilidad y libertad del hombre. De donde se sigue que la realeza de Dios es el verdadero, radical, noble y único fundamento de la libertad frente y contra el dominio del hombre por el hombre. En la sentencia: «Mi reino no es de este mundo» -aunque pueda no ser «histórica»- habría visto Juan agudamente un aspecto fundamental del compromiso de Jesús.

Por las palabras de Jesús Pilato ha debido entender que, en efecto, era rey y que, por ende, enarbolaba una peculiar pretensión regia de soberanía. Quién habla de «mi reino», aunque tal reino no sea «de este mundo», debe ser rey de alguna manera. De ahí la pregunta: «¿Conque tú eres rey?» A lo que contesta Jesús: «Tú lo dices. Yo soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (v. 37). Y Pilato replica: «¿Y qué es la verdad?» (v. 38a).

El modo de preguntar de Pilato «¿Conque tú eres rey?» subraya una vez más lo infrecuente que semeJante pretensión en un preso indefenso y en tales circunstancias. La respuesta de Jesús tiene resonancias confirmatorias: Efectivamente, sí, soy rey. Mas ese concepto vuelve a experimentar con la interpretación subsiguiente un tal cambio de significado que evidentemente Pilato no logra entenderlo. Cierto que semejante interpretación no era ajena por completo al trasfondo histórico cultural de la época. Ya Platón había planteado la conveniencia de que los filósofos deberían ser reyes, o los reyes filósofos; idea que también los estoicos se habían apropiado y defendido. Desde ahí se podía entender perfectamente la idea de un «reino de la verdad». Juan enlaza esa idea -de ahí está la novedad- con el concepto de Mesías y, a través de éste, con la persona de Jesús. Jesús es de hecho el rey, escatológico, y del modo en que ahora lo afirma de sí mismo. Describe ese reino como el contenido y fin de su nacimiento y venida: su destino es ser testigo de la verdad.

Con ello se pronuncia Jesús sobre el sentido y meta de su misión, más aún, de toda su existencia. En el lenguaje joánico el giro «para ser testigo de la verdad», expresa el hecho y modo de la revelación. Jesús es el testigo de la realidad divina -indicada aquí mediante el vocablo «verdad»-, el revelador de Dios al mundo. Su palabra y testimonio pregona las exigencias de Dios al hombre. Jesús es «rey» en cuanto revelador, pues vive por completo de la verdad y la comunica. En su encuentro con él, el hombre experimenta la realidad divina como el amor que libera y salva.

Pero ¿quién pertenece a su reino? «¿Quién es de la verdad?... Por posibilidad y destino lo son todos los hombres. En realidad, sin embargo, lo son quienes reconocen y admiten su nuevo origen: Jesús y su verdad». Si alguien pertenece a quienes «son de la verdad», se decide por ella en el encuentro con la revelación y su testigo. La verdad en este último sentido no es simplemente algo que el hombre tenga a su disposición, aunque esté abierto a la luz de la verdad; la cuestión del sentido pertenece a su ser humano. Pero en Jesús puede salir al encuentro de esa verdad, puede decidirse por esa verdad. Con ello el concepto de reino adquiere un sentido nuevo. Viene tomado de la esfera del poder político y trasplantado a un ámbito espiritual.

Jesús, pues, ha dado testimonio de su reino y de sí mismo como rey. Al propio tiempo ese testimonio ha puesto en claro de qué entiende el presente proceso judicial, a saber: de la pretensión de Jesús de que es rey como testigo de la verdad. Queda manifiesto, por tanto, el núcleo íntimo del proceso: es ni más ni menos que el proceso del cosmos contra la revelación. El mundo entabla proceso al testigo de la realidad divina.

La pretensión del testigo de la verdad se endereza también al representante del Estado, al procurador romano Poncio Pilato. También a él se le plantea el tener que decidir y decidirse por el hecho de haberse encontrado casualmente con Jesús. Sólo puede conducir el proceso hasta el final de una manera objetiva y justa, si está dispuesto a desempeñar su papel como un juez reflexivo, neutral y tolerante que ha de tomar una postura en el caso Jesús y afrontar la exigencia religiosa de la «verdad». Si se desvía ahora de esa línea, el proceso quedará ya resuelto en principio de un modo negativo.

Sigue la famosa pregunta «¿Qué es la verdad?», pregunta que ha sido expuesta de manera muy distinta. ¿Se comporta Pilato como un escéptico y como un representante típico de la razón de Estado romano, que no se preocupa del problema de la verdad? Hay que preguntarse qué es lo que realmente significa esa pregunta. Y significa, en primer término, que Pilato no tiene conocimiento alguno acerca de la verdad; y segundo que se escabulle a la exigencia de la verdad, y en general del problema de la misma, al tiempo que demora su decisión. Se refugia en el campo de la indecisión. Ahora bien esa actitud indecisa designa justamente el «lugar» existencial, que el procurador Pilato ocupa en la exposición joánica. Esa actitud es la que paso a paso le irá convirtiendo en el instrumento manejable de los «judíos»87. En ese punto se decide ya el desenlace del proceso. (_MENSAJE/04-3.Págs. 35-87)
...............
42. Cf. Mc 14,32-42.43-52 par Mt 26, 6,36-46.47-56; Lc 22, 39-46.47-53.
44. Josefo, Bell III, 67.
45. J. Jeremías.
47. Ireneo de Lyón, Adv haer. I 26.
48. Cf. /Mc/14/47; /Mt/26/51-54; /Lc/22/50s.
50. JOSEFO, Bell II, 117
54. Cf. 2-14.15; 5,14; 7,14.28; 8,20.59; 10,23.
55. JO5EFO, Bell. Vl, 303.
61. Cf. Lc 3,1.19; 8,3; 9,7.9; 13,31; 23,7.8.11.12.15; Hch 4,27.
63. El v. 17 que falta en los manuscritos importantes, debió por ello agregarse posteriormente.
72. JOSEFO, Bell. Il. 169-174; Ant. XVIlI, 55-59.
73. JOSEFO, Bell. II, 175-177 Ant. XVIII, 60-62.
74. JOSEFO, Ant. XVIII, 88-89
75. SCHURER I, p. 492, nota 151.
87. Que el evangelista entiende la expresión «los judíos» de una manera esquemática y generalizadora como equivalente de la realidad y conducta mundanas, lo subraya el comentario en numerosos pasajes. Advirtámoslo una vez más de modo explicito para evitar el malentendido de que ese giro pudiera significar a los judíos de entonces o al pueblo judío en general. En cada pasaje es necesario pensar el contexto en que aparece esa forma de hablar. A esto se añade la prueba aducida en varios pasajes de que históricamente la culpabilidad principal de la condena de Jesús correspondió al estrato dirigente de los saduceos, que estaba formado por sacerdotes y la alta nobleza.

EL RELATO DE LA PASIÓN (Jn 18,38b-19,42)

b) Jesús y Barrabás (Jn/18/38b-40)

38 Y después de decir esto, salió de nuevo hacia los judíos y les dice: «Yo no encuentro en él ningún delito. 39 Pero es costumbre vuestra que en la pascua os conceda la libertad de un preso. ¿Queréis, pues, que os suelte al rey de los judíos?» 40 Ellos gritaron nuevamente: «A éste, no, sino a Barrabás.» Este Barrabás era un ladrón.

Si se compara con la exposición sinóptica, esta escena aparece notablemente abreviada en Juan. Pero ese carácter abreviado comporta a su vez una condensación. No se explica cómo pudo llegarse a ese episodio. Simplemente viene motivado por la alusión que se trataba de una costumbre de un uso regular. Por lo demás para la inteligencia joánica es importante que venga introducida por una declaración de inocencia, que hace Pilato: «Yo no encuentro en él ningún delito.» Se llega así a proclamar por segunda vez el propósito de Pilato que desea liberar a Jesús. Finalmente el contraste violento: el rey de los judíos y un asesino. Puede así reconocerse claramente que el motivo conductor de esta escena es el motivo de la inculpabilidad.

Termina el interrogatorio. La pregunta: «¿Qué es lo que hiciste?», no había aportado ningún resultado jurídico palpable. Pilato hubiera debido dejar libre a Jesús incondicionalmente, y hubiera podido hacerlo de haberse mostrado abierto a la pretensión de Jesús. Entre tanto se dirige a los acusadores para comunicarles el resultado: «Yo no encuentro en él delito alguno.» Pero, si es así, ¿por qué Pilato no deja libre a Jesús? Porque ha renunciado a tomar una decisión. Eso explica el que se dirija ahora a los acusadores sometiéndoles la decisión; nada peor hubiera podido hacer en situación semejante. Serán ellos los que podrán decidir lo que ha de hacerse con Jesús. Llega entonces la sorprendente pregunta, formulada por Pilato en tono irónico a todas luces, con la referencia a la costumbre de una amnistía pascual: «¿Queréis, pues, que os suelte al rey de los judíos?» Con ello, el concepto mesiánico vuelve a ocupar el centro del enfrentamiento. Los judíos deben decidir cuál es su postura frente al «rey de los judíos», Jesús, y por ende frente a la idea mesiánica. La reacción a esa propuesta de Pilato es el decidido rechazo a gritos que lanza el cosmos: «¡A éste no, sino a Barrabás!» Con la aclaración lapidaria del evangelista: «Barrabás era un ladrón (o un salteador)», que cierra la escena. El término ladrón (griego: lestes) es una expresión fija de Juan para designar a los miembros del movimiento zelotista. Los romanos consideraban a tales individuos como criminales políticos. Por eso Juan parece querer decir: los «judíos» rechazan al rey mesiánico Jesús y le posponen a un capitán de bandoleros político-mesiánico. El criminal notorio, en el sentido de la acusación, que habría merecido el suplicio de la cruz, queda libre mientras que el testigo inocente de la verdad y Mesías religioso es crucificado89. Es probable que los evangelistas tuvieran ante los ojos las imágenes de la guerra judía y hasta la idea de que quien se resiste al verdadero rey acabará teniendo por rey a un criminal. »