CAPÍTULO 16


c) La persecución de la sinagoga (Jn/16/01-04a)

1 «Os he dicho esto para que no tengáis tropiezo. 2 Os echarán de las sinagogas; más aún, llega la hora en que todo aquel que os mate, creerá dar culto a Dios. 3 Y esto lo harán, porque no han conocido ni al Padre ni a mí. 4 Sin embargo, os he dicho esto para que, cuando llegue esa hora, os acordéis de todo esto, porque yo os lo había dicho. No os lo dije desde el principio, porque yo estaba con vosotros.»

Este pasaje describe una dificultad histórica concreta que evidentemente hizo sufrir a la comunidad joánica y que llegó a convertirse en uno de los problemas más graves del cristianismo primitivo, a saber, el rechazo del mensaje cristiano por parte de la comunidad creyente judía. El enfrentamiento de judaísmo y cristianismo en la Iglesia primitiva resulta, en su perspectiva histórica, un proceso extremadamente complejo, que todavía está muy lejos de haber sido estudiado a fondo. La separación no se realizó de golpe. Al principio hubo una fase relativamente amistosa. Pero las tensiones y enfrentamientos empezaron bastante pronto, como lo demuestra el ejemplo de Pablo, que antes de su conversión hacia el año 35 d.C. combatió resueltamente a la comunidad cristiana. En su condición de misionero de los gentiles entró personalmente en conflicto con las autoridades de las sinagogas judías y fue azotado cinco veces (2Cor 11,24ss). Después de la destrucción de Jerusalén y del templo el año 70 d.C. por los romanos, las relaciones empeoraron aún más. Se supone hoy cada vez más que el rabino Gamaliel II, que tras la caída de Jerusalén habría asumido la dirección de la nueva escuela superior fundada en Jabneh (o Jamnia) hada el año 80, como sucesor del rector fundador, el rabino Johanán ben Zakkaij, fue el que dictaminó la exclusión definitiva de los cristianos como herejes (minim) de la comunión de fe judía. A él se debe también la introducción de la bendición 12ª, dirigida contra los herejes, en la oración de las dieciocho bendiciones. Dicha bendición 12ª suena así: «¡Que no florezca esperanza alguna para los perseguidores! ¡Que el reino del orgullo (= los romanos) sea pronto arrancado de raíz en nuestros días! ¡Que los nasoreos y los demás apóstatas desaparezcan en un instante! ¡Sean borrados del libro de los vivientes, y no sean inscritos con los piadosos! ¡Alabado seas tú, Señor, que doblegas a los impíos!».

El giro «echar de las sinagogas» (v. 2; cf. 9,22: «los judíos habían acordado ya que quien lo reconociera como Cristo quedara expulsado de la sinagoga») no tiene aquí el significado de castigar a uno con la excomunión sinagogal menor o mayor, que era una medida correctiva. Dicha expresión hay que identificarla con la exclusión total que se lanzaba contra los herejes y apóstatas. «Esos círculos de heréticos y apóstatas pasaban por ser los enemigos más peligrosos de la sinagoga, por haber salido de la misma. Contra ellos no se procedía con excomuniones, sino que se les expulsaba sencillamente de la sinagoga mediante unas reglas disciplinarias, que también debían recordar al judío más sencillo el hecho de que ya no existía la menor comunión entre la sinagoga y tales círculos. Quedaba prohibido todo trato personal y social con ellos...». El Evangelio de Juan supone evidentemente esta situación de ruptura total al menos en su estrecho ámbito geográfico, pues la hipótesis no hay que generalizarla a la ligera. Posiblemente hubo que contar, también en la comunidad o comunidades joánicas con la persecución del lado judío (cf. Ap 2,8-11), puesto que el giro de que «todo aquel que os mate, creerá dar culto a Dios» (v. 2b), difícilmente cabe referirlo a los perseguidores gentiles que no podían pensar en nada parecido. Si no se trata de un artificio retórico, habrá que suponer, pues, unas persecuciones judías, que, como demuestra el ejemplo personal de Saulo/Pablo, podían estar motivadas por razones teológicas. Sólo desde ese trasfondo de actualidad resulta perfectamente comprensible el texto de Jn 16,1-4a. Resulta asimismo evidente que no puede tratarse de un discurso auténtico de Jesús, sino de una exposición «desde Cristo» de la propia situación. La expulsión de la comunidad judía y las persecuciones (ya se trate en definitiva de las movidas por los gentiles o por los judíos) representa en todo caso una dura prueba. El versículo 1, que caracteriza al texto como un vaticinio, pretende enseñar o entender adecuadamente esa situación. Para ello la mejor ayuda es el recuerdo de Jesús. Pues, en Jesús la comunidad puede explicarse que su camino no esté libre de conflictos, sino que también ahí habrá de seguir las huellas de su Maestro. Habrá de contar con la misma incomprensión, el mismo repudio y la misma incredulidad que Jesús. Mas no debe por ello agitarse y dejarse descarriar.


Meditación

En un texto que, como 15,18-16,4a, evoca la situación de la comunidad perseguida o de la Iglesia de los mártires se echa de ver, a todas luces, lo necesario que es entenderlo ante todo desde su contexto histórico y no generalizar precipitadamente. En tiempos de Juan la comunidad no era más que un pequeño grupo. Se había separado precisamente de la asociación con la comunidad creyente judía, desde luego más a regañadientes que con entusiasmo, sin que todavía contase con respaldo alguno en la sociedad en la que tenía que vivir. Estaba muy lejos de ser algo sólido y firmemente establecido, ni poseía en modo alguno una historia de cuya consideración hubiera podido sacar confianza. Así las cosas, lo más adecuado sin duda era que Juan remitiese la comunidad sobre todo a la palabra y al ejemplo de Jesús y que procurase explicarle que con su existencia realmente ya no pertenecía al mundo, sino que como grupo de discípulos elegidos tenía su fundamento existencial en Dios. Ahí está la dignidad y la conciencia supramundana de esa comunidad, en que como grupo de discípulos de Jesús no se presente como una asociación cualquiera sino cual la comunidad de Dios en el mundo. Desde ahí hay que entender asimismo el que Juan atribuya el odio del mundo contra los discípulos a que los persigue por causa de Jesús y halle su razón más profunda en el desconocimiento de Dios. O cuando dice que el odio contra Jesús es en definitiva un odio contra Dios. Tales afirmaciones han de entenderse, como queda dicho desde la situación del autor y de sus destinatarios. En todo caso tenemos que preguntamos hoy, si sólo ha de verse ahí una sabiduría teológica superior, o si bien tales sentencias no incluyen su propio peligro, precisamente por entenderlas de un modo ahistórico y en exclusiva dogmático, como una especie de afirmación especial y al margen del tiempo sobre cualquier situación histórica de la Iglesia. O dicho en otras palabras: hoy ya no podemos comparar esas sentencias, que fueron escritas al comienzo de la historia de la Iglesia, hace diecinueve siglos, y que todavía entonces tenían un sentido cabal y claro, con lo que en los siglos posteriores se ha sacado de las mismas.

La situación de la Iglesia ha cambiado notablemente respecto de sus comienzos. La característica joánica de la comunidad vale a lo más para la época preconstantiniana, es decir, hasta el Edicto de Milán de hacia 313, e incluso entonces con ciertas limitaciones. Desde esa fecha las circunstancias han cambiado por completo. Sorprende observar la rapidez con que la Iglesia, hasta entonces insegura, aunque no fuera perseguida ni siempre ni en todas partes, se acomodó a la nueva situación establecida. No pasó mucho tiempo sin que frente a los de fuera y a los discrepantes, los herejes y los judíos, la Iglesia adoptase los mismos métodos represivos que ella había tenido que padecer durante los tres primeros siglos. ¡Tan pronto se olvidaron o arrinconaron las experiencias de la primera época!: «Mandamos (iubemus) que cuantos siguen dicha ley (lege) conserven el nombre de cristianos católicos, mientras que los demás, a quienes consideramos enajenados e insensatos, los que cargan sobre sí con la marca infamante de la doctrina herética, así como sus conciliábulos, no retengan el nombre de la Iglesia; antes deberán alcanzar el perdón divino y después recibir el castigo de nuestra autoridad, que hemos recibido por beneplácito celeste». Así reza el edicto con que el emperador Teodosio el Grande (379-395), elevó la cristiandad de la gran Iglesia católica a religión oficial del Estado, el año 380.

Incluso cuando se lee la sentencia: «Más aún, llega la hora en que todo aquel que os mate, creerá dar culto a Dios» -o según otra traducción posible del texto: «...un servicio agradable a Dios»-, ¿quién no pensará en las víctimas de la inquisición? Hasta ocurrió que los cristianos llegaron a persuadirse que con la quema de hombres de firmes convicciones o de innumerables judíos celebraban un culto litúrgico y conseguían la salvación del alma de los castigados; se llamaban estos actos «autos de fe» = actus fidei, es decir «solemne confesión de Dios», que se iniciaba con misas cantadas, procesiones y pompas públicas; tal era la designación oficial de tan crueles celebraciones. Se podrían aducir innumerables ejemplos en este sentido. Pero no harían más que reforzar la demostración de que las iglesias cristianas no podían apoyarse ingenuamente y con buena conciencia en tales textos. Pues entre tanto han ido asimilando tantas cosas del mundo y de la conducta mundana, sobre todo de la conducta de los poderosos, que, habida cuenta de su proceder, resulta difícil responder a la pregunta de quién o qué es «del mundo» o «no es del mundo».

Habría ante todo que admitir la idea, y ciertamente que sólo como posibilidad, y reflexionar sobre el hecho de si esta sentencia: «Pero ahora, aunque las han visto (las obras), nos han odiado, tanto a mí como a mi Padre» (15, 24), puede también aplicarse a la Iglesia. En el curso de la historia se ha tratado asimismo, y desde luego en los actos más elevados, de un «desconocimiento de Dios». Mientras no se admita honestamente la falsa relación frente al evangelio y la causa de Jesús que con bastante frecuencia se da en la historia de la Iglesia, no se puede llegar a ningún enfrentamiento fecundo con el Nuevo Testamento ni a ningún cambio positivo. A menudo el remitirse a la Sagrada Escritura sólo no fue para legitimar la actuación y doctrina propias, y las más de las veces sin preocuparse en modo alguno de adquirir un conocimiento de la realidad histórica. Hoy y en el futuro sólo puede servir de ayuda un enfrentamiento crítico. Mas no se trata simplemente de una crítica en el sentido teórico-científico, sino también de una crítica cristiana de sí mismo y de la Iglesia, que incluye igualmente la historia eclesiástica para la reelaboraci6n del pasado.

Si esto ocurriera, constituiría también un testimonio espiritual y creyente de cara al mundo. Es verdad que se celebran y recuerdan las grandes figuras de fundadores y mártires. A menudo se tiene la impresión de que tales celebraciones de los «padres» sólo han de servir para hacerlos inocuos: por suerte pertenecen al pasado. Los mártires reales del presente son gente incómoda, a los que se aparta del camino, si es que no se les puede hacer callar.

Un capítulo especialmente trágico siguen siendo las relaciones con el judaísmo. Con la exégesis se llegó a probar que los comienzos del alejamiento entre judíos y cristianos estuvieron sumamente lastrados y que, siguiendo las afirmaciones de las fuentes, es preciso reconocer que en tales comienzos también se cometieron errores del lado judío. Así lo han visto los propios eruditos judíos. La comunidad perseguida de los primeros tiempos estaba en una situación extrema de minoría. Y no se debe cometer el error de proyectar sobre la época primera las relaciones posteriores que sin duda estuvieron condicionadas por el cambio de la posición de poder. En esa primera época los cristianos aún pudieron considerarse a sí mismos como la «tercera raza» entre gentiles y judíos; lo que en la práctica quería decir que estaban sentados en medio de todos los tribunales. Lo cual no justifica ciertamente la conducta que los cristianos mostraron respecto de los judíos cuando aquéllos se auparon en la sociedad pagana. Todavía en el siglo IV se llegó a destruir numerosas sinagogas. M. Simón ve en esa hostilidad activa una forma específicamente cristiana de antisemitismo antiguo. Mientras que en el período gentil «precristiano» apenas se dieron acciones contra las sinagogas, éstas se multiplicaron repentinamente en la época cristiana. El antisemitismo ya no se dirige sólo contra los judíos como un pueblo particular, sino contra la religión judía. Sigue siendo una mancha para la Iglesia que personalidades tan destacadas y cultas como Ambrosio, obispo de Milán (388) y el patriarca Cirilo de Alejandría (414) diesen su asentimiento a la actuación antijudía. No se trata aquí de exponer toda la triste historia del antisemitismo cristiano occidental. Sólo pretendíamos mostrar lo falso que resultaría evaluar los problemas del comienzo con la práctica cristiana posterior. Lo que describe 16,1-4a, a saber la exclusión de los cristianos de la comunidad judía, es un hecho histórico singular, que desde luego tuvo graves consecuencias históricas. Aquí es necesario considerar los textos neotestamentarios de un modo cuidadoso y diferenciado.

4. LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU PARÁCLITO (16,4b-15)

La sección 16,4b-15 constituye una unidad textual coherente, y el mejor modo de entenderla es partir del hecho de que se trata de las palabras sobre el Paráclito del segundo discurso de despedida que originariamente fueron escritas de un modo independiente. Pues sólo así se comprende que al comienzo vuelva a aparecer el tema de la partida de Jesús cual si todavía no hubiese hablado de él. Se exponen y desarrollan los dos aspectos o direcciones de la actividad del Espíritu Paráclito: primero, su acción hacia fuera como juicio contra el mundo; y segundo, su acción hacia dentro como introducción a la verdad. Ambos aspectos están mutuamente relacionados como dos elementos de la misma realidad. Pues, la acción del Espíritu Paráclito no se realiza de un modo misterioso y etéreo, sino en la comunidad y por la comunidad, que en su fe y su predicación mantiene y certifica el acontecer salvador. Simultáneamente hay que entender los dos lados de la acción del Espíritu Paráclito como elementos constitutivos de la propia comunidad cristiana, que se manifiestan como aspecto externo y como aspecto interno.

El texto se puede dividir, asimismo, en tres secciones: a) los versículos 4b-7 contemplan la situación de despedida subrayando al respecto la necesidad de la partida de Jesús. Los versículos 8-11 tratan del juicio del Espíritu contra el mundo. Finalmente los versículos 12-15 definen la acción del Espíritu dentro de la comunidad.

a) La partida de Jesús (Jn/16/04b-07)

4b «No os lo dije desde el principio, porque yo estaba con vosotros. 5 Pero ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: "¿Adónde vas?" 6 Sino que, por haberos dicho esto la tristeza os ha llenado el corazón. 7 Sin embargo, yo os digo la verdad: os conviene que yo me vaya. Pues si no me fuera, no vendría a vosotros el Paráclito; pero, si me voy, os lo enviaré.»

La sección vuelve a situar al lector en la situación de los discursos de despedida. Jesús está en trance de separarse de los suyos. Recordemos el carácter histórico ficticio de los discursos de despedida; también aquí quiere el evangelista dilucidar una importante problemática teológica.

Se hace que el lector cobre conciencia renovada de la diferencia existente entre el tiempo de Jesús y el de la Iglesia. Durante el tiempo que Jesús estuvo con los suyos no debían formularse las cuestiones que ahora se plantean. El versículo 4b se refiere evidentemente al anuncio de las persecuciones. «Pero ahora» -y esto no ha de entenderse en un sentido temporal estricto, sino que se refiere a la nueva situación en general- Jesús se va al Padre, y esa partida plantea nuevos problemas. El texto juega con dos planos de significación diferentes, que se contraponen: uno superficial y simple, y otro teológico. En el plano que llamamos simple se trata de la marcha de Jesús, que está condicionada por la muerte. Deja solos a los discípulos, como un pequeño grupo perdido en el mundo. Los discípulos reaccionan dejándose afectar profundamente, sin que ni siquiera planteen a Jesús la pregunta de adónde va. En lugar de eso les invade la tristeza. En el fondo esa tristeza se concibe como una característica del «estar en el mundo»; lo que aún se agrava más con la «tribulación escatológica» de persecuciones y ataques. En 16,16-24 se trata explícitamente el tema de la tristeza. La cuestión es, pues, ésta: ¿Cómo deben afrontar los discípulos su situación sin la presencia del revelador? Con ello vuelve a aflorar un problema fundamental de la fe en el mundo y la historia. De acuerdo con ello, también la respuesta es de un alcance teológico fundamental. Y así se empieza por decir: en verdad es bueno para vosotros el que yo me vaya. La partida de Jesús es la condición para que venga el Espíritu Paráclito. Cuando se plantea la pregunta de por qué Jesús no había dado antes el Espíritu a los discípulos, si es que no había podido hacerlo, el sentido de la sentencia aparece bajo una luz más clara.

No hace al caso el instante en el tiempo, sino que se trata más bien de que sólo el Espíritu hace comprensible el acontecimiento de la revelación; es él en persona la nueva inteligencia que se abre con la fe. En sí mismo lo acontecido no es todavía la revelación. Como en el Jesús histórico entraba siempre en juego la fe, resultaba necesario rebajar el plano histórico previo (cf. Jn 6,60-65). Esto se hace patente por completo después de la muerte de Jesús, después de su partida. Entonces la comunidad sólo puede contar con la palabra de Jesús, es decir con lo que él había anunciado. No por ello está en inferioridad de condiciones frente a la generación que le precedió; al contrario, es ahora más claro que el paso decisivo en el encuentro con Jesús es el tránsito de la falta de fe o incredulidad a la fe. En consecuencia, Jesús debe irse para que pueda venir el Espíritu Paráclito. Pero el Espíritu sigue ligado por entero a la obra de Jesús, de modo que hay que hablar del retorno de Jesús en Espíritu a su comunidad. En vez de la presencia histórica de Jesús entra ahora la presencia espiritual de Jesús en su comunidad.

b) El juicio contra el mundo (Jn/16/08-11)

8 «Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio: 9 de pecado porque no creen en mi; 10 de justicia porque me voy al Padre y no me veréis más; 11 de juicio porque el príncipe de este mundo ya está juzgado.»

Si se quieren entender estas afirmaciones relativamente difíciles, hay que partir del hecho de que el Espíritu mantendrá presente a través de la comunidad toda la revelación cristiana en conexión con la obra salvadora de Jesús en la cruz y en la resurreción. Todo el evangelio de Juan es el ejemplo logrado de una interpretación espiritual de la historia de Jesús entendida como revelación de Dios. Las afirmaciones compactas, como las que aquí se hacen, suponen todo el evangelio (capítulos 1-12); y nos muestran cómo ha visto el cuarto evangelista la historia de Jesús. El Espíritu testificará que por Jesús la verdad y la vida están ya presentes para la fe. Mas certificará asimismo que en la cruz de Cristo ya ha tenido lugar el juicio contra el mundo. Por ello se puede designar aquí su actividad como un «convencer».

El verbo convencer pertenece a la esfera histórico-jurídica y tiene el significado de demostrar, probar, inculpar, condenar. El convencer del Espíritu desemboca de hecho en una condena. El Espíritu realizará el juicio de Dios contra el mundo incrédulo. Por debajo late la idea de un proceso judicial. Según Juan la revelación cristiana es a la vez la crisis del mundo: en el encuentro con el revelador y su palabra el mundo se enfrenta con la decisión definitiva de salvación y condenación. El juicio final no sólo se celebra al fin de los tiempos, sino ya ahora, y ello sin duda porque para Juan la decisión escatológica ya ha tenido lugar, a saber, en la muerte y resurrección de Jesús. Por eso se puede decir: «"Este es el momento de la condenación de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y cuando a mí me levanten de la tierra en alto, atraeré a todos hacia mí". Esto lo decía para indicar de qué muerte iba a morir.» (12,31-33). Aquí se señala claramente que el juicio final coincide con la exaltación de Jesús en la cruz. La cruz es ya el cambio de los eones. Delante de Dios y, por ende, para la fe, según Juan el juicio ya se ha celebrado. El Espíritu y, en conexión con él, la predicación de la comunidad tienen la tarea de dar a conocer ese juicio del mundo y su resultado.

Desde ese trasfondo hay que entender también lo que se dice del Espíritu Paráclito acerca de que descubrirá lo que es pecado, justicia y juicio. Se trata primero del nuevo sentido de los conceptos mencionados; pero también, y simultáneamente, de mostrar de qué modo el cosmos es afectado negativamente por el acontecimiento salvador, lo que persiste para todo el futuro, aun cuando él no lo sepa. La fe pondrá siempre en tela de juicio al mundo como tal, y el mundo sacudirá la fe.

«De pecado, porque no creen en mí» (v. 9). El pecado consiste en no creer. «En todo caso, pues, el pecado es un acto pavoroso, aunque sea el de la misma crucifixión de Jesús; pecado no es de modo genuino una transgresión moral simple, sino la incredulidad y la conducta que de ella fluye, así pues es la actitud general del mundo, cualificada por la incredulidad. Y eso se dice siempre pecado» 115. Con ello queda también dicho que fe o incredulidad no es para Juan una simple postura intelectual del hombre, sino una conducta existencial, en que se trata de posiciones fundamentales humanas frente a la propia vida y el mundo, pero también frente a Dios y la revelación, y que esas posiciones últimas definen la conducta general del hombre en esta o en aquella dirección. El pecado del cosmos consiste en cerrarse al amor del Creador que le sale al paso en la revelación, ya que rechaza a Jesús. Mas, dado que también en la cruz ha sido eliminado el pecado del mundo -en 1,29 se dice: «Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo»-, ya no hay para ese mundo ningún motivo suficiente, ningún pretexto para mantenerse en su actitud repulsiva. Si, a pesar de ello, lo hace, descubre en su incredulidad su alejamiento radical de Dios, y ése es justamente el pecado en que permanece de modo definitivo. «De justicia, porque me voy al Padre y no me veréis más» (v. 10). La justicia, que aquí entra en juego, es la victoria escatológica de Jesús sobre las potencias perniciosas del mundo. Jesús recorre su camino hacia el Padre, y ese camino pasa por la cruz. Esa justicia significa además la superación del maligno. A través de la exaltación y de la glorificación se otorga a Jesús su derecho divino. Ahora bien, lo que el camino de Jesús hacia el Padre y la glorificación es para la fe, representa, desde luego, para el mundo la desaparición y ausencia definitiva de Jesús: ya no le verá más. Según 16,20, el mundo se alegrará por ello pensando que así queda echada la suerte de Jesús. Y de todos modos está en lo cierto: la suerte está definitivamente echada para Jesús; pero el mundo no advierte, en su ceguera, que con ello le ha ocurrido lo peor que podía pasarle, puesto que esa ausencia de Jesús representa el juicio y la condenación. El «juicio final» ya no aparece como un drama terrible que sacude el cielo y la tierra, sino como la ausencia total de Jesús, de tal forma que el mundo queda abandonado a su propio impulso, sin el amor liberador. Sólo a ese precio se libra de la presencia inquietante de Jesús.

«De condena, porque el príncipe de este mundo ya está juzgado» (v. 11). La acción del Paráclito convencerá al mundo de que en Jesús ya se ha realizada el cambio de eones. En Jesús se ha cumplido ya la condena del cosmos y de su príncipe.

En este sentido, y en conexión con el testimonio cristiano de la comunidad frente al mundo, el Espíritu Paráclito establece lo que es pecado, justicia y condena. Evidentemente Juan es de la opinión que la existencia de la comunidad con su testimonio creyente constituye una invitación permanente al mundo cerrado en su incredulidad. Así pues, la confrontación de la revelación y del mundo tendrá efecto siempre que en el mundo exista una comunidad creyente. Aquí cabe plantear con Bultmann el problema de si algo de ello es visible en el mundo, y reflexionar sobre su respuesta: «En el mundo resuena esa palabra y su reclamación exigente, y desde ese momento el mundo ya no puede volver a ser lo que era. En torno a la palabra de la revelación ya no existe un judaísmo imparcial ni un paganismo neutro» 116. Mas tampoco habrá que pasar por alto el otro aspecto: la sección afirma incluso que la comunidad ha sido puesta en condiciones de poder adoptar una actitud crítica frente al mundo. Si en el fondo de nuestro texto latía el miedo de la comunidad ante su aislamiento en el mundo por la partida de Jesús y por el odio del mundo mismo, aquí Juan invierte la dirección de la flecha con el convencimiento creyente más audaz: los discípulos no tienen motivo para estar tristes y angustiados, sino que el mundo será convencido de pecado. El mundo está en la injusticia, cuando se opone al mensaje de Cristo. Es evidente que la comunidad no puede enfrentarse al mundo con sus propias fuerzas o con su propio derecho, sino sólo mediante su fe, su confesión y su vinculación a Jesús. Ciertamente que ella no proclama su propio triunfo, sino el triunfo de Jesús y, por tanto, el triunfo de Dios. Pero al hacerlo exhorta al mundo, y eso es lo que también debe hacer.
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115. BULTMANN, Johannes p. 434.
116. BULTMANN, o. cit., p. 436.
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c) La enseñanza de la comunidad por el Espíritu (Jn/16/12-15)

12 «Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero no podéis sobrellevarlas ahora. 13 Cuando él venga, el Espíritu de la verdad, os guiará a la verdad plena; porque no hablará por cuenta propia, sino que hablará todo lo que oye y os anunciará lo que está por venir. 14 Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. 15 Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso os he dicho: Aquél recibe de lo mío y os lo anunciará».

Al testimonio del Espíritu frente al mundo responde, por otro lado, su acción dentro del ámbito interno de la comunidad. Esa acción o enseñanza consiste sobre todo en abrir siempre de nuevo el sentido de la revelación cristiana. La sección se utilizó frecuentemente, por una parte, para subrayar con trazos vigorosos la falta de inteligencia y torpeza de los discípulos, y, por otra, para probar el grandioso cambio que se había operado en pentecostés. Mas también aquí, como lo destaca el versículo 12, la diferencia de tiempos comporta simultáneamente una diferencia objetiva. Se trata una vez más de los «dos planos» ya mencionados, y en consecuencia de un problema que para la fe se agudiza cada vez más. Ese problema quiere simplemente decir esto: es sólo el Espíritu el que conduce a la inteligencia de la revelación, es decir, a la comprensi6n del mensaje de Cristo. Sin el Espíritu no hay más que la suma de «muchas cosas» que resultan insoportables y que no se pueden digerir. Por el contrario, es el Espíritu el que a cada uno de los creyentes lo mismo que a la comunidad los «guiará a la verdad plena» (v. 13).

Es notable la fórmula «la verdad plena»; otras traducciones, como «toda verdad» o «cada verdad» no captan el sentido de la afirmación y han conducido a falsas interpretaciones. La verdad de la revelación de Cristo se entiende como una totalidad de sentido ya dada y universal. No se trata de una pluralidad de dogmas que da la historia, sino más bien de la unidad, simplicidad y validez definitiva de la revelación dada ya de una vez para siempre. Para Juan la revelación no es un edificio doctrinal, ni un gigantesco complejo de principios revelados, sino la persona misma de Jesús. Guiar a la verdad plena no es, pues, otra cosa que introducir en una comprensión mejor o más profunda de Jesús, siempre renovada. «Guiar a la verdad plena» caracteriza el libre movimiento vital de la fe y de la comunidad creyente en su relación viva con Jesús de Nazaret, sostenida y colmada por el Espíritu. Cuando la comunidad lucha con seriedad y celo por la causa de Jesús, tiene lugar la «guía a la verdad plena».

Como aclaran aún más los versículos 14 y 15, en este proceso no se trata de una nueva revelación al lado de la revelación de Cristo, sino que más bien la acción del Espíritu permanece ligada a la revelación de Cristo ya dada. La predicación del Espíritu y de la comunidad no pueden separarse de ese fundamento, de la substancia básica de su tradición. Juan proporciona incluso una base a esa tradición: la verdad histórica de la revelación de Jesús y la verdad de Dios forman una unidad indisoluble. Así pues, en el testimonio cristiano del Espíritu se cumple la experiencia y comunicación de la propia verdad divina.

Pero al mismo tiempo la revelación apunta al futuro. El mensaje de Jesús continúa siendo insuperable, pues por él queda abierto el futuro escatológico y eterno. Eso quiere decir también que en el fondo cada época, y por consiguiente cada Iglesia y cada magisterio oficial, están tras el mensaje de Jesús, sin que logren nunca su pleno desarrollo ni su realización completa. El evangelio de Jesucristo tiene también un futuro por delante, porque todavía no está plenamente establecido y realizado. Es sobre todo el ministerio profético en la Iglesia, el que expresa el carácter futuro, todavía no desvirtuado, del mensaje de Jesús. El versículo 13c alude a ello explícitamente: el Espíritu anunciará el futuro. Con ello Juan, que probablemente estaba bastante cerca de la profecía cristiana, le otorga su derecho permanente en la Iglesia. Al igual que la profecía veterotestamentaria tomaba posiciones de cara al presente y al futuro de Israel desde la fe yahvista, así también la profecía neotestamentaria analizará y expondrá de un modo crítico y útil el presente y el futuro desde la revelación de Cristo.

«Guiar a la verdad plena» se realiza así en la comunidad bajo la acción del Espíritu Paráclito, de múltiples formas, alentada por el recuerdo de Jesús y su causa, en la enseñanza y exposición teológica de su mensaje a la comunidad, a través de la meditación, pero también a través de la palabra crítica e inquietante de los profetas. Y aún conviene advertir que también aquí la acción vigorosa del Espíritu se extiende a toda la comunidad y en modo alguno sólo a un círculo privilegiado de «portadores oficiales del Espíritu». El hallazgo cristiano de la verdad, por lo que mira a la causa de Jesús, es un proceso de la comunidad entera y de todos sus miembros.


Meditación

La cuestión de cómo la comunidad cristiana resolvería el problema de la ausencia de Jesús y de la escatología (retraso de la parusía), no sólo tiene un interés histórico, sino que determina la conciencia cristiana hasta el día de hoy. En los primeros tiempos de la comunidad, inmediatamente después de pascua, las cosas eran aún bastante sencillas, pues entonces dominaba todavía a todas luces un gran entusiasmo, además de que vivía aún un número elevado de los primeros discípulos de Jesús. Pero con la muerte de tales discípulos y de los antiguos apóstoles en las comunidades primitivas debió plantearse la pregunta: ¿Y ahora qué ocurrirá? ¿quién guiará a las comunidades? ¿quién señala responsables de la predicación? ¿quién responde a las nuevas preguntas que surgen y con qué autoridad lo hace? Estos y parecidos problemas condujeron progresivamente al desarrollo de las ideas de tradición y de sucesión apostólica. El Evangelio de Juan está aún justamente antes de esa evolución, se trata de otro camino. Esas cuestiones siguen recibiendo una respuesta del propio Jesús. El autor se sirve de la autoridad personal de Jesús para continuar ayudando a la comunidad.

En ese proceder fácilmente propendemos a ver una falsa atribución, o cuando menos, una irregularidad. Pero con ello se interpretaría erróneamente el propósito del evangelio de Juan. Apoyarse en Jesús indica, en primer término, que el autor no pretende hablar en nombre propio, sino que para él la autoridad de Jesús sigue teniendo una fuerza vinculante duradera y fundamental. El problema se plantea también en los otros evangelios, cuando determinadas ideas o sentencias corrientes en el seno de la comunidad se reproducen en ellos como palabras literales de Jesús. En general la colección de las palabras de Jesús en las primeras comunidades y su redacción en los libros del evangelio constituyen la prueba más patente de hasta qué punto aquellas comunidades se sabían ligadas a la autoridad de Jesús. Esa vinculación contaba ciertamente no sólo en un sentido histórico, sino que la autoridad de Jesús se entendía como una autoridad en permanente vigencia. Eso es lo que viene a significar la conclusión del evangelio de Mateo:... «enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Y mirad: yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). De este modo el origen de los evangelios escritos se halla en conexión directa con el deseo de presentar la autoridad de Jesús como una autoridad presente y de permanente vigencia. Esa autoridad debía valer para todas las épocas, «hasta el final de los tiempos», como señala el final del Evangelio de Mateo. A través de los Evangelios escritos había que dar a la Iglesia para siempre la posibilidad de poder orientarse una y otra vez por la autoridad de Jesús. Constituye un problema fundamental saber hasta qué punto se ha acomodado la Iglesia a ese propósito en el curso de la historia.

Juan refleja explícitamente ese proceso cuando opone el tiempo «mientras yo estaba con vosotros» al tiempo de la ausencia de Jesús. La tristeza, que hinche el coraz6n de los discípulos al momento de la despedida, no indica simplemente el estado psicológico del momento, sino que señala un problema permanente: si la comunidad ya no alcanza su conocimiento y su modo de obrar directamente a partir de la orientación y del mensaje de Jesús, sino que le son proporcionados a partir del acontecer histórico o bien de las circunstancias eventuales de la sociedad y del tiempo en que vive, en tal caso experimentará su tristeza como resignación, pesimismo o incapacidad de obrar. Entonces esa tristeza se traduce en Mt por «poca fe» y es signo de una tentación contra ésta. La fe cristiana sólo alcanza su motivación y certeza definitiva ahondando en su propia esencia y concretamente ahondando en la palabra transmitida en el recuerdo de Jesús, despertado por el Espíritu y meditado en profundidad, proyectado hacia la buena nueva del Evangelio. Con ello no se dice que las circunstancias sociales sean indiferentes. Muestran, en buena parte, la influencia cada vez menor del cristianismo y de la predicación cristiana así como de las iglesias en la sociedad actual. Pero ese retroceso de la influencia social de las iglesias no es por sí misma un fenómeno inequívoco, frente al que sólo quepa adoptar una postura meramente negativa, como se ha hecho a menudo desde el campo eclesiástico. Las iglesias deberían más bien preguntarse si no han sido ellas mismas las que han contribuido a esa evolución, proclamando, por ejemplo, una moral exagerada que no se deriva del mensaje de Jesús; debería meditar hasta qué punto no han sido ellas mismas las culpables de este retroceso histórico-social. Con ello se echaría de ver además que la reflexión crítica sobre la causa de Jesús es una de las tareas más importantes de las iglesias.

Ciertamente que también existe el peligro de una acomodación falsa, un propósito de evitar los conflictos a toda costa, de trabar amistad con el mundo, no sólo en el sentido de una mundanización moral, que a menudo se ha criticado, sino en la forma -a la larga mucho más peligrosa- de una acomodación a los poderes políticos, a los gobernantes de cada momento. En tal caso vuelve a plantearse el problema de los criterios: ¿qué tipo de acomodación puede considerarse legítima y hasta necesaria, y qué otra forma de adaptación es peligrosa? A propósito de esta reflexión los evangelios tendrían una palabra importante que decir. Naturalmente que no se debe esperar una respuesta rápida a tales problemas, una especie de receta; aquí se trata más bien de encontrar las grandes líneas por las que poder orientarse. Habría, pues, que decir: como cristianos podremos afirmar sin reservas una acomodación a cuanto coincide con la causa de Jesús o que, visto desde ese lado, no presenta dificultades importantes. Pero es probable que incluso semejante reflexión sea demasiado parecida a una receta. El individuo o los grupos cristianos deberán formarse ellos mismos su opinión, y de tal modo que puedan expresar y conectar entre sí en la formación del juicio los más diversos puntos de vista, entre los que se cuentan -aunque no exclusivamente- también las afirmaciones del Nuevo Testamento. La decisión última habrá que tomarla por supuesto bajo la propia responsabilidad. La Iglesia, y en primer término la autoridad eclesiástica, deberá defender ante todo la «voz viviente del evangelio», siendo ésa su tarea más importante y propia. Mas no puede arrebatar a ningún hombre la responsabilidad personal.

Si se dice en Juan: «Os conviene que yo me vaya. Pues si no me fuera no vendría a vosotros el Paráclito», tal afirmación contiene ya la prueba positiva más importante para la inteligencia de la propia situación. El Espíritu ocupa el puesto de Jesús. Expresado del modo más simple, diríamos: los discípulos ya no podrán preguntar directamente a Jesús; ya no es posible un planteamiento retrospectivo de si la comunidad había entendido adecuadamente a Jesús o a los discípulos. Mas la comunidad puede confiarse al Espíritu de Jesús, puede y debe aprender, y desde luego, confiando en la palabra transmitida, a entender de nuevo a Jesús desde el Espíritu, y a pensar y actuar desde su Espíritu. Mas ¿qué significa eso? Sin duda que el Espíritu de Jesús es una realidad sumamente inaprensible, que no cabe definir con toda precisión: «El viento 117 sopla donde quiere: tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así le sucede a todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3,8). Elementos de la realidad pneumática son la inaprensibilidad, indisponibilidad y libertad (todo lo cual no se puede identificar sin más ni más con la inmaterialidad. Ciertamente que el Espíritu se manifiesta en contacto con la palabra de Jesús y su predicación por parte de la comunidad. En tal sentido lleva razón R. Bultmann cuando dice que el Espíritu es «la fuerza de la predicación de la palabra en la comunidad» 118. Si lo inefable es propio del ser y del obrar del Espíritu, con ello se afirma que tanto el creyente individual como la comunidad entera tienen sus propias raíces en lo que no cabe alcanzar. De tal suerte que, en este punto, se nos abre un espacio libre, una esfera espiritual que sólo la soberanía de Cristo, es decir, la acción del Espíritu, puede colmar; pero que, precisamente por su carácter espiritual, resulta cerrado y permanece inalcanzable por cualquier otra instancia humana, incluida la Iglesia como institución y sus mismos representantes. El Espíritu garantiza la apertura de la comunidad, concebida en principio como escatológica, y con ello garantiza aquel espacio libre del hombre, en el que debe fracasar cualquier poder del mundo. Mediante la presencia del Espíritu de Jesús también están aseguradas la libertad y la responsabilidad de la comunidad sobre sí misma. La vinculación a la persona de Jesús y a su palabra no es para la comunidad un lazo autoritario sino, bien al contrario, el fundamento absolutamente fiable e inconmovible de su libertad. R. Bultmann ha aludido con acierto a la paradoja de que justamente la palabra viva pronunciada por la comunidad sea al propio tiempo la palabra del Espíritu que actúa en la comunidad misma 119. Con ello, sin embargo, no se dice que la comunidad pueda disponer de la palabra de Jesús, de modo que cualquier manifestación caprichosa de la comunidad o de las autoridades eclesiásticas constituya por sí sola la palabra del Espíritu. Es y sigue siendo la palabra del Espíritu sólo en cuanto permanece referida a la palabra de Jesús. Kerygma y tradición de Jesús están ya dados como realidades de contenido y orientación, de forma que el Espíritu, precisamente según Juan, nunca puede convertirse en un fluidum oscilante, ni en fuente de caprichos y arbitrariedades.

Mediante esta vinculación pneumática con Jesús en persona la comunidad prolonga la acción de Jesús en el mundo y frente al mundo. Al igual que Jesús por su palabra introdujo la crisis del mundo como decisión y separación a la vez, así también la comunidad introducirá esa crisis por su testimonio cristiano, en cuanto que pone al oyente ante la decisión de la fe. Es evidente que la comunidad no puede asumir esa crisis por su propia cuenta. No está destinada a emitir el juicio contra el mundo; eso es única y exclusivamente asunto del propio Jesús. Si el Espíritu y la comunidad unidos continúan la obra de Jesús, lo hacen, según Juan, sobre la base de una decisión ya ocurrida, y que ya se ha establecido definitivamente por la palabra y la obra de Jesús, pero sobre todo por su cruz. A la decisión escatológica de Dios en Jesús para la salvación del mundo, nada tiene que añadir ya la predicación eclesiástica. Por eso se dice también en Juan que el Espíritu «guiará», o lo que es lo mismo descubrirá lo que ya ha tenido efecto en el acontecer salvador.

Si Juan entiende el pecado como incredulidad, es decir, si identifica simplemente incredulidad y pecado, es que no tiene en la mente un concepto moral de pecado -pecado como transgresión de un mandamiento moral divino-, sino más bien un concepto existencial profundo de pecado. Ya no se trata primordialmente de una conducta humana activa, sino de una decisión fundamental que afecta al ser del hombre, a su existencia más íntima. Para Juan la alternativa determinante está, pues, en la decisión entre incredulidad y fe. En el fondo también late para él el hecho de que el Jesús histórico fracasó con su predicación en Palestina entre sus propios connacionales debiendo acabar en la cruz, aun cuando según la concepción de la comunidad fuera inocente por completo. De este modo Jesús, como revelador de Dios, pone al hombre ante los supremos problemas existenciales, y ciertamente porque en definitiva quiere una decisión positiva en favor de la fe y, por ende, de la salvación y la vida. Según Juan, lo que Jesús desea es la salud del hombre, no su ruina ni su «juicio».

Mas ¿cómo se puede entender hoy ese principio teológico? Que la suprema decisión del hombre sobre sí mismo y el sentido de su vida deba consistir en la decisión entre fe e incredulidad, hay muchas veces que ya no se entiende o se desvirtúa como una exageración cristiana o eclesiástica, sobre todo cuando debe tratarse en primer término de una «fe dogmática». El lenguaje de los dogmas eclesiásticos y de la predicación tradicional le resulta tan extraño al hombre de hoy que ya no es adecuado; lo que quiere decir que ya no está en condiciones de calificar con pleno sentido el problema de la decisión como tal. En el pasado una estrecha mentalidad eclesiástica condujo con frecuencia a plantear el problema de la fe con bastante superficialidad, y muy a menudo llevó anejas unas pretensiones confesionales de poder. Por lo mismo, una preinteligencia frente al problema de la fe queda frecuentemente tan bloqueada de antemano que ya no es posible su formulación en su sentido auténtico. Asimismo es difícil discutir la existencia en el hombre de ideas, principios, reflexiones, etc., que tradicionalmente suelen designarse como un problema de salvación o un problema de sentido. La cuestión existencial acerca del sentido de la vida parece estar ligada a la existencia humana como tal. Se trata evidentemente de un dato antropológico primordial. Mas con el problema del sentido se vincula también la posibilidad de decisión; es evidente que el sentido no lo experimenta el hombre como una pura evidencia -de ser así no podría darse la experiencia contraria de la pérdida de sentido-, sino históricamente, lo que quiere decir sobre todo en conexión con la libertad de elección. Tal estructura antropológica fundamental se expresa de distinta manera en las religiones históricas. La calificación cristiana del problema del sentido es el problema de la fe, con lo que ésta se convierte en la forma suprema de experiencia. Para la tradición cristiana semejante experiencia está ligada a la revelación de Jesús. Pues eso es justamente lo que significa el concepto «revelación»: que en el encuentro del hombre con Jesús y su palabra se me abre el sentido supremo, es decir, «divino». En este contexto no habría que apoyarse precipitadamente en las formulaciones tradicionales, que hoy están expuestas a una mala comprensión general; más bien habría que aprender a tener en cuenta la estructura lógica humana como tal. Probablemente resultaría entonces mucho más claro que en la fe se trata de un contenido humano fundamental, del poder creer como confianza radical en el buen sentido de la vida y del mundo, a pesar de todas las experiencias en contrario. Si Jesús enfrenta al hombre con la decisión de fe, quiere decir que, como revelador del amor divino, habla al hombre en sus posibilidades vitales propias, supremas y positivas. La palabra de Jesús sacude al hombre cuando la escucha y entiende debidamente en esas «últimas posibilidades de si mismo». Y conmueve también al hombre en la crisis radical de vida, que ciertamente debe evolucionar como enfermedad no para muerte sino para vida.

Según Juan, la predicación eclesiástica debería estar en condiciones de articular la cuestión de fe como la cuestión humana del sentido, y desde el plano creyente desarrollar el enfrentamiento crítico entre revelación y cosmos. Debería motivar ese enfrentamiento desde su propio centro, es decir, desde su vinculación con Jesús. En tiempos de Juan la comunidad era consciente de su misión crítica frente al mundo y la sociedad habida cuenta de las circunstancias reales: «Para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo eso son los cristianos en el mundo. Como el alma está por todos los miembros del cuerpo, así los cristianos están diseminados por las ciudades del mundo. Cierto que el alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; así también los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo... Cierto que el alma está rodeada por el cuerpo, pero es ella la que le mantiene unido; de igual modo los cristianos están como encarcelados por el mundo, mas son ellos precisamente los que le mantienen unido... En esa posición los ha colocado Dios, y ellos no tienen derecho a abandonarla» (carta-a-Diogneto, c. 6). Así describe un cristiano desconocido del siglo II las relaciones de la comunidad con el mundo. El destinatario del mensaje cristiano era el mundo en toda su amplitud y extensión; siempre se buscó el encuentro y el enfrentamiento crítico con el mundo. En la esencia del evangelio y de la fe cristiana debe darse el que no se dejen encajonar en un plano religioso privado, sino que han de marcar también el pensamiento y el obrar mundanos del hombre.

Pero ¿qué ocurre cuando no se llega a ese encuentro y enfrentamiento crítico? ¿Qué ocurre cuando ya no resuena claramente la oposición del mundo al cristianismo, cuando en el fondo ya no se espera absolutamente nada de la Iglesia, y no se le encuentra ningún interés? Semejante indiferencia es radicalmente peor para la Iglesia que la lucha abierta. Entonces no deberían escucharse las grandes lamentaciones; más bien habría que meditar en la palabra de Jesús: «Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué le devolveréis su sabor?» (/Mc/09/50). Cuando ya no se da ese enfrentamiento crítico con el mundo, es a las iglesias en primer término a las que se les pregunta si en su vida y actuación no se han hecho «insípidas», desabridas e insustanciales hasta el punto de que ya no interesan.

En tiempos pasados se esgrimió con gusto la afirmación de /Jn/16/12-15, para hacer comprensible la formación eclesiástica de los dogmas y el desarrollo doctrinal, y también para legitimarlos bíblicamente. Esto no estaba en modo alguno injustificado, pero requiere una comprensión más matizada. Este texto joánico: «Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero no podéis sobrellevarlas ahora», parece indicar como si antes de pascua y pentecostés Jesús hubiera querido abstenerse de formular toda una serie de afirmaciones y principios objetivos, porque la capacidad de comprensión de los discípulos todavía no le parecía lo bastante fuerte. Más tarde el Espíritu Santo habría aportado esas ideas reservadas junto con una nueva capacidad comprensiva de los discípulos, que se las habrían transmitido a la Iglesia en forma de dogmas. Pero en el texto no se trata de eso. El giro «muchas cosas» ha de entenderse ciertamente de un modo global. No indica una pluralidad de principios y dogmas particulares, sino el problema de la comprensión como tal en una forma de expresión oscilante y polifacética. Durante la presencia histórica directa de Jesús -así lo estima el evangelio de Juan- los discípulos entendieron la revelación siempre de un modo fragmentario y como a saltos, mas no en toda su plenitud; esto último sólo sería posible con la ayuda del Espíritu. El contexto alude explícitamente al hecho de que después de pascua el Espíritu no aportaría ninguna verdad nueva en cuanto al contenido; no hará sino honrar a Jesús y su mensaje, nada más.

También resulta claro que por «la verdad» no puede entenderse un sistema de principios doctrinales, sino un conjunto de artículos de fe. Para Juan la revelación y la verdad es simplemente Jesús. Es significativo que el cuarto evangelio sólo conozca el concepto de verdad en singular; no hay allí una pluralidad de verdades de fe. La única verdad viene dada en Jesucristo con una totalidad universal: «Pues de su plenitud todos nosotros hemos recibido: gracia por gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés; por Jesucristo vino la gracia y la verdad», se dice en el Prólogo (/Jn/01/16s). La plenitud de la verdad se encuentra en Jesucristo. Y como tal no necesita de ningún complemento. Reflexionando detenidamente sobre la sentencia joánica, se advierte que la cuestión de los dogmas y de su desarrollo está en otro plano. Respecto de la verdad escatológica en su plenitud no hay ya desarrollo alguno desde su realización en Jesús de Nazaret. Esto no quiere decir que el versículo 13 afirme que la fe no necesite continuamente de la introducción o «guía a toda la verdad».

Aquí es necesaria una observación interesante. Mientras el texto griego dice «os guiará a toda la verdad» (hodegesei hymas eis ten aletheian pasan), la traducción latina de la Vulgata habla de «os enseñará toda la verdad» (docebit vos omnem veritatem). Esta última interpretación se entendió después en la tradición latino-romana en el sentido de un ministerio doctrinal. Pero existe una notable diferencia entre una «introducción a toda la verdad» o decir «él os enseñará toda la verdad».

Aunque en Jesucristo está dada toda la verdad como tal, hay sin embargo en la historia de la fe una comprensión siempre nueva de esa verdad y, por ende, también la necesidad de continuar la exposición e interpretación de dicha verdad. Ahora bien, los dogmas tienen justamente su importancia en ese terreno de la exposición e interpretación. Nunca pueden sustituir a la revelación de Cristo, ni entrar en concurrencia con ella. Como manifestaciones lingüísticas tienen también la forma de principios, pero nunca pueden aprehender y expresar más que un aspecto determinado de la plenitud de la verdad. Esa plenitud de la verdad está siempre por encima de todos los dogmas, y por ello éstos son siempre relativos y superables. En el curso de la historia los dogmas pueden también quedar anticuados haciendo necesarios los cambios y nuevas formulaciones.

En este punto no se pueden pasar por alto el peligro, que aparece asimismo a lo largo de la historia de la Iglesia, de que en la predicación doctrinal del magisterio eclesiástico los dogmas han sido a menudo más importantes que la revelación cristiana en su forma bíblica a la que sin embargo están constantemente referidos. Según Juan, en el fondo se puede ser un cristiano creyente con muy pocas formulaciones básicas. Basta la confesión del revelador Jesucristo, el cual no es sólo una verdad parcial junto a otras verdades, sino que encarna la verdad total del cristianismo; bastan la fe y el amor. Importa la verdad en su totalidad y plenitud, no las distintas afirmaciones de fe en su multiplicidad. Pero cabe también entender y valorar las múltiples y distintas afirmaciones de fe refiriéndolas al conjunto de la verdad; en ellas sin embargo no está la salvación. La salvación es una realidad total, unitaria y única; con el retorno al evangelio en sus estructuras fundamentales y simples el creyente llega también a la unidad de sí mismo, a la identidad en la fe que se indica con el concepto de salvación. Cabe, pues, defender que en el mundo finito e histórico del hombre puede darse una multiplicidad de principios e interpretaciones diferentes de la fe cristiana, una pluralidad legítima de exposiciones de lo cristiano; pero que es necesario ver en su conexión con la totalidad y plenitud originaria, y sólo desde ella alcanzan su sentido.

Y queda sólo por mencionar un último punto de vista: el Espíritu anunciará el futuro, creando en la comunidad de Jesús un carisma profético. El cristianismo primitivo conoce el nuevo despertar de la profecía. En las primeras comunidades cristianas había profetas y profetisas 121. Se consideran profetas los hombres y mujeres llenos de Espíritu, que disponen de la palabra. Se supone también que frecuentemente, en los comienzos, los carismáticos proféticos constituían las fuerzas rectoras más importantes en las comunidades, hasta que poco a poco fueron ocupando su puesto los ministros jerárquicos institucionalizados: los presbíteros y el obispo. Es verosímil que la tarea capital de los profetas neotestamentarios fuera explicar a los otros el mensaje y tradición de Jesús, acomodándolos a las nuevas circunstancias. Ciertamente que no se pueden establecer grandes diferencias entre el profeta y el maestro. El ejemplo clásico de semejante reinterpretación profética del mensaje de Jesús es el evangelio de Juan. ¿Qué ha hecho «Juan», el autor de ese evangelio? No sólo ha recogido y ordenado la tradición antigua que ha llegado a sus manos, sino que se ha atrevido a proclamar el mensaje de Jesús en un lenguaje completamente nuevo, con conceptos y palabras de nuevo cuño; conceptos que eran familiares a sus oyentes, de modo que podían entender y asimilar el mensaje. De este modo acomodó, ante todo, al mundo helenístico el mensaje de Jesús. Los griegos cultos que, como Justino, Clemente de Alejandría y Orígenes, entraron en el cristianismo, quedaron muy especialmente impresionados por la doctrina de este evangelista.

Con ello Juan llevó a término en su época una tarea que se plantea de modo parecido en todos los tiempos. Su ejemplaridad no está, pues, únicamente en el contenido ni en que como autor inspirado proclama con plena autoridad el mensaje cristiano, sino también, y más aún, en cómo lo hace con una libertad e independencia espiritual es realmente inauditas. Es evidente que la profecía libera el mensaje cristiano de las trabas y gangas de un tradicionalismo anquilosado. Su misión consiste, sobre todo, en conectar el mensaje cristiano con la propia época, con sus experiencias y tareas, y exponerlo a los hombres de cada tiempo. Si el mensaje ha de mantenerse vivo o recuperar su vitalidad, la Iglesia tiene necesidad de la profecía pneumática y soberana en todos los tiempos y muy especialmente hoy.

Se comprende que la profecía no pueda identificarse sin más ni más con la teología, aunque podría admitirse que cualquier teología viva contiene un elemento profético. Pero, en general, el espíritu profético no va ligado a ningún ministerio; piénsese, por ejemplo, en hombres como Kierkegaard o Reinhold Schneider; es, por el contrario, un «espíritu libre» que se expone a las experiencias a menudo dolorosas de su propio tiempo y del mundo. La profecía auténtica contiene, sobre todo, un elemento, que hoy resulta frecuentemente sospechoso, a saber, la referencia al kairos, la penetración en el espíritu de la época, en la exigencia irrepetible de la hora presente. El espíritu profético tiene la audacia de poner el evangelio en contacto con el espíritu de la época, de una manera crítica o simpatizante. Pues si el grano de la palabra no se siembra en el campo del tiempo no puede llevar fruto alguno.

De este modo el espíritu profético viene alentado tanto por el evangelio, la palabra viva de Dios, como por las esperanzas, corrientes e ideas de su tiempo; lo que a menudo le puede poner en la penosa situación de no ser comprendido adecuadamente ni por los «piadosos» ni por el resto de sus coetáneos. Hay, pues, que contar con que el espíritu profético, al igual que ocurrió con los profetas del Antiguo Testamento, se presente bajo el signo de una crítica radical. Pero su misión es la de descubrir la oposición entre el mensaje y la realidad lamentable de la Iglesia y del mundo.
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117. La palabra griega pneuma tiene, como el hebreo ruah y el latino spiritus, el doble significado de «soplo» y de «espíritu» (Martin Buber había del «ruido del espíritu»).
118. BULTMANN, Johannes, p. 476.
119. Cf. BULTMANN, o. cit., p. 432.
121. Cf. Hch 2,17s; 19,6; 21,9; Rom 12,6; ICor 12,10; 13,2.8; 14,6.22; ITs 5,20; Ef 2,20; 3,5; 4,11.
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5. PROMESA DEL RETORNO DE JESÚS (Jn/16/16-22)

16 «Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver.» 17 Algunos de sus discípulos comentaban unos con otros: «¿Qué es esto que nos está diciendo: "Dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver», y "porque me voy al Padre"?» 18 Preguntábanse, pues: «¿Qué es eso que dice: "dentro de poco»? No sabemos de qué habla.» 19 Conoció Jesús que querían preguntarle y les dijo: «¿Estáis indagando entre vosotros eso que dije: "Dentro de poco no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver»? 20 De verdad os lo aseguro: Vosotros lloraréis y os lamentaréis, pero el mundo se alegrará; vosotros estaréis triste, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. 21 Cuando la mujer va a dar a luz siente tristeza, porque llegó su hora; pero apenas da a luz al niño, no se acuerda ya de su angustia, por la alegría de haber traído un hombre al mundo. 22 También vosotros sentís tristeza ahora; pero yo volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y esa alegría nadie os la quitará.»

Repetidas veces hemos aludido al tema de la reinterpretación de la espera de la parusía en el cristianismo primitivo 122; pero hemos de recogerlo aquí otra vez. El texto nos muestra lo apremiante que debió de ser realmente en la Iglesia el problema del retraso de la parusía hacia finales del siglo I: «La situación caótica del paso del cristianismo primitivo y apostó1ico al primer catolicismo lo vivió la conciencia cristiana de la época como una crisis peligrosa, en la que estaba amenazado de destrucción el depósito de la fe, transmitido desde el principio y con él la Iglesia». Aun cuando tal formulación pueda expresar el estado de cosas con cierta exageración, difícilmente se puede poner en duda que el paso representó una auténtica crisis. Pero lo importante aquí es que Juan intenta resolver el problema de la espera inmediata desde planteamiento cristológico. Su respuesta está condicionada total y absolutamente por la idea de la salvación escatológica realizada ya en Jesucristo, por la idea de la presencia de la salvación, que por ser una presencia escatológica incluye a la vez el futuro escatológico. Este planteamiento teológico está para Juan en el kerygma de la cruz y resurrección, o de la «exaltación y glorificación de Cristo». Así le fue posible mantener la idea del retorno de Cristo y darle un nuevo sentido. Sólo entendemos adecuadamente la sección 16, 16-22, si la tomamos en serio como una interpretación joánica y si renunciamos a cualquier tentativa de referirla al Jesús terrenal. Esa referencia a Jesús aquí sólo puede tener una importancia objetivo-teoligica, de modo que la fe en el Cristo exaltado y glorificado brinde también la posibilidad de una nueva comprensión del retorno de Cristo.

El texto empieza en el versículo 16 con una afirmación enigmática de Jesús: «Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver...» Se trata de dos pequeños intervalos. A Juan le gusta esta manera de hablar enigmática, frecuentemente de doble sentido, porque con ello quiere llevar a los lectores a determinados problemas, que a él le parecen importantes. La ambivalencia está a menudo en conexión, como en nuestro caso, con el recurso estilístico del no entender. A Juan le interesa llevar a sus lectores a una comprensión nueva y más profunda de un objeto conocido, que aquí sería el retorno de Jesús. Tradicionalmente se habría concebido el regreso de Jesús como un volver a verle, como una esperanza de contemplar al Jesucristo exaltado y celeste, que vendrá con el poder y gloria divinas. En lTes 4,13-18 Pablo ha descrito esta concepción con gran plasticidad y dramatismo (cf. también Flp 4,20s). No con tanto dramatismo pero de manera bastante parecida en cuanto al fondo, se dice en la carta primera de Juan: «Queridos míos, ahora somos hijos de Dios, y todavía no se ha manifestado qué seremos. Sabemos que, cuando se manifieste seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es» (lJn 3,2). Posiblemente se trata aquí de un complemento, si es que no de una corrección de la idea defendida en el cuarto evangelio. Esa tradición era, pues, anterior a Juan, de tal modo que aún podemos rastrear bastante bien el proceso interpretativo al que él recurre. El giro «dentro de un poco» recoge el uso lingüístico de la espera inmediata (cf. Ap 22,20: «Dice el que da fe de estas cosas: Sí, vengo pronto. Amén. ¡Ven, Señor Jesús!»), y lo expone de un modo completamente nuevo: falta todavía un poco de tiempo hasta que Jesús se vaya definitivamente, con su pasión y muerte, y otro poco de tiempo para volver a verle; con lo que el evangelista piensa primordialmente en la pascua y las apariciones pascuales. Como ninguna de ambas cosas se menciona explícitamente, sino que de un modo evidentemente intencionado se sobreentienden, el evangelista persigue sin duda un propósito fundamental. También en él sigue abierta por completo la cuestión del término, como en toda la literatura neotestamentaria.

La ignorancia de los discípulos (v. 17-18) subraya una vez más el problema al que Juan quiere dar respuesta. Sorprende, no obstante, que los discípulos no sólo no entiendan el volver a verle y que lo discutan -«No se dirigen expresamente a Jesús, sino que en cierto modo ya están abandonados por él» 125-, sino que también se pone a debate el giro «me voy al Padre». Se trata, pues, una vez más de todo el complejo de la partida de Jesús, y de su significado para la comunidad de los discípulos. Al propio tiempo hay una alusión del evangelista al hecho de que ambos elementos, el volver a verse y el ir al Padre coinciden objetivamente. Con ello queda claro que Juan enlaza el volver a ver a Jesús con la pascua.

La respuesta de Jesús (v. 19-22) aclara el sentido de l a sentencia de momento totalmente oscura. El reproche a la falta de inteligencia de los discípulos (v. 19) es de estilo convencional. El versículo 20 se refiere directamente a la situación inmediata de la muerte de Jesús y al estado consiguiente condicionado por su ausencia. La muerte de Jesús afecta asimismo a la situación de los discípulos, que se caracteriza precisamente por su ausencia, con lo cual la comunidad se encuentra en el mundo sin el apoyo externo de Jesús, estando así expuesta a los ataques, la tristeza, las acusaciones, la tribulación y el desconcierto (cf. 16,4b-6). En cierto modo Juan contempla, de una sola mirada, la situación de los discípulos en la muerte de Jesús y la situación de la comunidad. Esta deberá contar siempre con tal situación y siempre deberá afrontarla con renovadas energías. Se encontrará sobre todo con el fenómeno singular de la alegría del mundo incrédulo: «el mundo se alegrará» por pensar que ha vencido y eliminado definitivamente a un revelador de Dios que le resultaba tan incómodo. Frente a la fe, el mundo muestra aquel sentimiento de superioridad, que le hace mirarla despectivamente por encima del hombro y equipararla poco más o menos con la estupidez y la escasez de luces. También con eso debe contar la fe e intentar enfrentarse. Pero -y esto es en definitiva lo determinante- la fe no está sola frente a tales ataques: tiene una promesa con la que no podía contar: «Pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (cf. 20,20: «Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor»). Ciertamente que los ataques, la tribulación y la tristeza son para los creyentes circunstancias que pertenecen a su estar en el mundo y con los que siempre habrán de contar. Pero en tal situación tienen la promesa de que su tristeza se trocará en alegría.

La comparación de la situación de los discípulos (v. 21) con la situación de una mujer en trance de dar a luz, que siente «tristeza» o mejor dolores antes de nacer el hijo, pero que después del alumbramiento se alegra por el recién nacido, enlaza ciertamente con una experiencia humana universal; pero en este caso podría tener un significado particular. Para Juan la cruz y resurrección de Cristo como acontecimiento salvífico de índole mesiánica representan el cambio de eones. Pero, además, el judaísmo conoce la expresión «los dolores mesiánicos» para indicar el tiempo de tribulación inmediatamente anterior al fin. Una sentencia del rabino Yizhak (ha. 300 d.C.) suena así: «El año en que el Rey, el Mesías, se manifestará, todos los reyes de los pueblos del mundo se levantarán unos contra otros (para la lucha)... Y todos los pueblos del mundo, víctimas de la ofuscación y el desvarío caerán sobre su rostro y lanzarán gritos como los gritos de una parturienta. También los israelitas caen en la confusión y la perplejidad y dicen: ¿Adónde iremos y adónde podemos llegar? Y Dios les dirá entonces: Hijos míos, no temáis, todo cuanto yo he hecho lo he hecho por vosotros. ¿Por qué teméis? No temáis; éste es el tiempo de vuestra redención». En esta sentencia rabínica se habla y consuela a los israelitas de modo similar a como se habla a los discípulos en Juan. Podría ser que el cuarto evangelio hubiera recogido la idea de los dolores mesiánicos, pero interpretándola a la vez en un sentido cristológico: el tiempo de la tristeza y tribulación se entiende ahora de cara a la pasión y cruz de Jesús, mientras que la alegría escatológica empieza con la pascua. Así también para los discípulos el tiempo presente es un tiempo de tristeza (v. 22). Su experiencia del mundo se entiende desde la pasión de Cristo.

Mas sigue de inmediato la promesa: «Pero yo volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y esa alegría nadie os la quitará.» Aquí sorprende ante todo que Jesús mismo sea el sujeto desencadenante del volver a verse, mientras que en el versículo 16 son los discípulos quienes volverán a verle. El problema, ligado a la espera inminente y al volver a ver a Jesús, no pueden resolverlo, según Juan, los discípulos, sino sólo el propio Jesús. El tiempo y hora están aquí, a diferencia de los sinópticos, en manos por completo de Jesús. Jesús viene cuando él quiere venir; se deja ver cuando quiere; es él quien decide el instante y el modo de su presencia y aparición. Tampoco de cara a la parusía puede la comunidad disponer de Jesús. Si ahora Juan enlaza parusía y pascua, ello no cambia en nada el estado de cosas fundamental, pues justamente la aparición del resucitado está en la soberana libertad de Jesús, en su iniciativa divina. Y así se promete a la comunidad que volverá a ver a Jesús.

Jesús no dejará a los suyos en la estacada; volverá a verlos. Con ese reencuentro va también vinculada para ellos la experiencia de la alegría colmada y que ningún poder del mundo hará desaparecer. Si el «corazón» se alegra, se alegra todo el hombre desde su raíz más profunda. Y si la alegría no les puede ser arrebatada, es que se trata de la alegría escatológica que nunca se acaba, de la alegría eterna. Esa alegría eterna eliminará además todas las tribulaciones, ataques y perplejidades. Se indica con ello lo que el regreso de Jesús representa para la comunidad. Según Juan, desde pascua se da esa experiencia del retorno de Jesús. En su grandiosa perspectiva, pascua, pentecostés y parusía constituyen una unidad intrínseca; se trata de elementos o aspectos diferentes de aparición y regreso de Jesús a los suyos.

Según Bultmann, el evangelista «habría utilizado las ideas y esperanzas del cristianismo primitivo para señalar los estadios por los que debe pasar la vida del creyente, y en los que también puede fracasar». Esto no es falso, pero es necesario verlo con ciertas modificaciones. Juan debía solucionar ante todo un problema que le inquietaba a él y a su comunidad: el problema del retraso de la parusía. Él lo ha concebido cristológicamente del medio al fin: la cruz y resurrección son para él el cambio de eón, de tal modo que también desde ahí los dolores mesiánicos experimentan una nueva valoración. Los discípulos están ya en el tiempo de la tribulación escatológica y ése se convierte en elemento estructural de la fe en el mundo. Pero en la fe de la resurrección, en la predicación, la esperanza y la alegría experimentan a la vez el retorno liberador y redentor de Jesús, que como la llegada siempre nueva del glorificado en la comunidad define el presente de ésta.
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122. Cf. sobre todo 14,18-20.
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Meditación

El problema, formulado con los conceptos «espera inmediata», y «retraso de la parusía», apenas merecía antes atención en la teología católica. Aquí ha sido sólo la exégesis moderna la que aprendió a percibir el planteamiento del problema y a reflexionar críticamente sobre el mismo. El impedimento principal era antes la interpretación dogmática del conocimiento de Jesús como participación en la omnisciencia de Dios. Según ese postulado dogmático era ciertamente imposible atribuir un desarrollo a la conciencia del Jesús terrenal, y menos aún afirmar un error del propio Jesús. Se pensaba más bien que en este caso que, si Jesús se había equivocado realmente una sola vez, correría peligro la credibilidad de toda la revelación divina en el Nuevo Testamento. Todavía en este siglo famosos teólogos, entre los cuales K. Rahner, se han atormentado por solucionar el problema especulativamente mediante interpretaciones, complicadas en extremo, del conocimiento de Jesús. La exégesis entre tanto, y sobre la base de ciertos textos, deduce que Jesús esperaba la pronta llegada del reinado de Dios y así lo había proclamado. Según estas palabras de Jesús en /Mc/09/01: «Os lo aseguro: hay algunos de los aquí presentes que no experimentarán la muerte sin que vean llegado con poder el reino de Dios», consideradas hoy por hoy por muchos exégetas como palabras auténticas de Jesús, se acepta en buena medida la conclusión de que el Jesús terrenal se habría equivocado respecto de la pronta llegada del reino de Dios. Así al menos lo juzgará el lector moderno. Exactamente lo mismo cabe decir de la comunidad postpascual cuando, como en el caso inequívoco de Pablo (cf. lTes 4,13-18; lCor 15), ha esperado el inminente retorno de Cristo, la parusía de Jesús como Hijo del hombre. También la comunidad se equivocó en este punto. El planteamiento crítico del problema del retraso de la parusía es ya perceptible en los escritos neotestamentarios. En cierto aspecto los evangelistas Mateo, Lucas y Juan conciben su evangelio (¡naturalmente no de un modo exclusivo!) como una respuesta a esa cuestión. La tradición escrita del mensaje de Jesús constituye precisamente un signo de que se produce gradualmente un cambio en el sentido de que la breve espera de la parusía se substituye por una espera inmediata, espera a largo plazo. Pero ello significa que se ha reconocido el error de la espera inminente como tal; lo que hace que también en otros puntos haya que contar con errores, para corregirlos de forma abierta o tácita. Eso es lo que han hecho exactamente también los evangelistas; en lo cual se pone de relieve que, no obstante su patente reconocimiento de la autoridad divina de Jesús, no la consideran de un modo tan rígidamente dogmático como las épocas posteriores. El cálculo erróneo de Jesús no representaba para ellos menoscabo alguno de su autoridad divina. !y ello quiere decir además que en ese error de Jesús y de la comunidad primitiva no han visto ninguna objeción grave y de principio contra el mensaje cristiano.

Para ello era una ayuda el que ni en el mensaje de Jesús ni en la predicación postpascual de la comunidad no se consignase ningún término concreto para esa espera inminente. No se estableció fecha alguna a la que estuviese ligada la comunidad. De este modo se estaba a salvo de dificultades suplementarias. Por lo demás es significativo que el problema de la espera inmediata condujera más tarde a dificultades insalvables principalmente allí donde se intentó convertir la cristología en un sistema teológico irrebatible. En realidad la espera inminente es una señal de la radical apertura e indisponibilidad del futuro escatológico, así como un indicio del verdadero carácter histórico de la predicación cristiana.

Se suma a esto que la comunidad se ha sentido cada vez más fuertemente vinculada al hecho de que Jesucristo ha venido ya; ahí tenía un vigoroso apoyo y ya no estaba orientada sólo hacia el futuro. O dicho de otro modo, también el futuro del reino de Dios llevaba ahora, como lo indica la espera del retorno de Jesús, los rasgos del Hijo del hombre que era Jesús de Nazaret. Ahora se trata de la venida de Cristo, y hemos visto cómo Juan entiende esa venida: como una venida por el Espíritu, en la palabra, en la liturgia de la comunidad, etc. Esa venida es la que verifica a la comunidad.

Y aún hay que mencionar otro punto. Desde Nietzsche se habla de «la muerte de Dios», o de que vivimos en una época de «ausencia de Dios». Entre tanto se proclamó también la «teología de la muerte de Dios», que ahora parece haber retrocedido un tanto, sin que se haya reflexionado con mayor precisión sobre sus principios básicos. Es curioso que en este contexto jamás se haya hablado del problema de la ausencia de Jesús, formulada por Juan, aun cuando se trate ahí de un problema decisivo de la comunidad y de la fe. La ausencia de Dios y la ausencia de Jesús están en la misma linea; por otra parte, la experiencia de una presencia de Jesús es también la señal de la nueva presencia de Dios. Si es cierto que la proclamación del evangelio en toda su plenitud puede proporcionar la experimentación de la presencia de Jesús, habría que dar a esa circunstancia el máximo alcance. La manifestación o regreso de Jesús jamás tiene para la fe el carácter de una demostración espectacular, de una visión; cuando ocurre es siempre como sobre alas de paloma. Permanece velada bajo la forma de la palabra, del Espíritu, de los sacramentos, del compromiso amoroso de los hombres entre sí. De ahí que la tribulación y la perplejidad pertenezcan también a la experiencia de fe, pues la fe es un movimiento vivo del hombre histórico. De ahí que se mantenga también la promesa: «Pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» y «esa alegría nadie os la quitará». Hay toda una serie de testimonios, tomados por ejemplo de la resistencia al nacionalsocialismo, en que frente a los mayores peligros y tribulaciones, inmediatamente antes de morir a manos del verdugo, hubo quien proclamó tener el corazón henchido de alegría.

Una de las más bellas meditaciones sobre el texto de /Jn/16/16-22 la ha trenzado la poetisa Annette von Droste Hulshoff, en su ciclo Das geistliche Jahr, en el domingo tercero después de pascua, en que describe la experiencia moderna de la ausencia de Dios y la experiencia de su amoroso retorno. Las dos estrofas últimas de la poesía dicen así:

Sobre lo alto del monte
se alzó un profeta, que te buscaba como yo:
entonces la rama de un abeto gigante desató una tempestad
y el fuego invadió las cimas,
pero el huésped del desierto permaneció impasible.

Alentó entonces como un suave soplo,
y tembloroso y vencido se hundió el profeta,
y lloró fuerte porque te había encontrado.
Y como tu soplo
me ha anunciado lo que ocultaba la tempestad
y el relámpago no había iluminado,
por ello me mantendré firme.

¡Ah, mi ataúd ya se ensancha
y cae la lluvia sobre el lugar de mi sueño!
Como humo desaparecerán entonces
los esquemas nebulosos de la vana sabiduría.
Entonces yo también veré claro
y nadie me arrebatará mi alegría.

6. LA CLARIDAD DEL DíA DEL SEÑOR (Jn/16/23-28)

La sección se divide en cuatro sentencias que describen la situación escatológica, que para el creyente vendrá dada con el regreso de Cristo. a) Versículo 23a: acabarán las preguntas; b) v. 23b-24: certeza de que será escuchada la oración en nombre de Jesús; c) v. 25-27: claridad de la existencia creyente; d) el versículo 28 forma en cierto modo un principio doctrinal «conclusivo», «como referencia al trasfondo sobre el que deben contemplarse los discursos y conversaciones».

23a «Aquel día no me preguntaréis ya nada.»

El versículo dice que «aquel día», es decir, el día del retorno de Jesús, habrán terminado todas las preguntas para los discípulos. «Aquel día» es una manera de hablar apocalíptica (cf. el Dies irae dies illa de la antigua misa de requiem). El giro, tomado de la tradición veterotestamentaria, indica originariamente el «día de Yahveh» y, más tarde, el día del juicio escatológico131. La tradición del Nuevo Testamento enlaza la espera del retorno de Cristo con la representación del juicio final, en la que por lo demás la esperanza de la redención y consumación definitiva del mundo por la «venida de Cristo en gloria» hace pasar a un segundo término la idea del juicio y castigo divinos. Ese centro de interés no siempre se mantuvo más tarde, de tal modo que el juicio final vuelve a pasar decididamente al primer plano frente a la esperanza de la venida definitiva del reino de Dios y, con ella, de la salvación para todo el mundo. Así pues, para la primitiva concepción cristiana «aquel día» es el día de nuestro Señor Jesucristo132. Juan conoce el giro por la tradición; pero «aquel día» es para él el del retorno de Cristo, que empieza con pascua y pentecostés. De ese modo ha desmitificado Juan la escatología tradicional, en la que ciertamente sólo ha visto con mayor claridad algunas consecuencias, que en el fondo ya están inclusas en el mensaje de Jesús acerca de la proximidad del reino de Dios, pero que también están expuestas en Pablo. Mediante la nueva manera postpascual de la presencia de Jesús en «Espíritu» y en la comunidad, «aquel día» es ya una presencia para los creyentes. Al hablar en futuro, de acuerdo con su ficción literaria «aquel día no me preguntaréis ya nada», el evangelista alude en realidad a lo que para los creyentes ocurre ya ahora.

¿De qué se trata? La sentencia (v. 23a) enlaza con la última palabra del v. 22: «Y esa alegría nadie os la quitará.» Allí se trataba de la alegría escatológica, prometida a la fe; más aún, que ya ha sido otorgada. Si esa alegría, que completa la naturaleza de la felicidad escatológica, termina con todas las preguntas, es que se trata de la alegría de aquí abajo. «Pero ésa es justamente la situación escatológica: ¡nada de preguntas ya! En la fe, la existencia ha logrado su exposición inequívoca, porque ya no se expone sólo desde el mundo, y por ello ha perdido su carácter enigmático». Hasta ahora los discípulos siempre habían tenido que dirigirse a Jesús preguntándole (cf. 14,5.8.22; 16,17s); había preguntas y malas interpretaciones. Ello demuestra que el interrogatorio y la falsa interpretación debe marcar en Juan una frontera de principio, justamente aquella frontera que distingue y separa el mundo, el cosmos -y por ende también la conducta y el pensamiento mundanos- del revelador de Dios y sus palabras. En este sentido el preguntar es la señal del hombre con una orientación mundana, una señal de su impulso en la búsqueda de su verdadera felicidad. Cuando cesa el preguntar, significa que el hombre ha entrado ya en el campo de la total verdad divina y de la alegría completa. ¿Qué campo es ése? Es la dimensión del amor divino, del que Jesús aparece como testigo, revelador y mediador. Ese amor se ha manifestado en Jesús especialmente en su muerte. Allí ha tenido efecto el cambio de eón; desde entonces está presente en el mundo el eskhaton; el retorno de Jesús se realiza una y otra vez, siempre que el hombre se abre con fe a la palabra de Jesús y se deja dirigir por ella (PARUSIA/FE). Entonces podrá también vivir la experiencia de que en la fe ha llegado a su término una determinada manera de preguntar, en el sentido de la famosa palabra de ·Agustín-san: «Tú mismo nos indicas que alabarte es alegría, pues nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te, Confesiones I,1).
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131 Cf. Am 5,16 20; Jl 2,1-11, Zac 12,1-11.
132 Cf. Mc 12,32; Mt 7,22; 24,38; Lc 6.23: pero sobre todo Pablo en 1Cor 1,8; 3,13; 5,5; 2Cor 1,14; Flp 1,6; Rm 13,12s.
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23b «De verdad os aseguro que si algo pedís al Padre, os lo dará en mi nombre. 24 Hasta ahora nada pedisteis en mi nombre, pedid y recibiréis y así vuestra alegría será enteramente colmada.

Una vez más se habla de la oración en el nombre de Jesús (cf. 14,13-14 y la explicación dada allí). También en el presente pasaje se promete a esa oración la certeza de que será escuchada. Si los discípulos piden algo al Padre «en nombre de Jesús», él se lo concederá ciertamente. Con la anotación de que «hasta ahora nada pedisteis en mi nombre», también la plegaria de los discípulos, y con ella en el fondo toda oración cristiana, queda inserta en la nueva situación escatológica. En cierto modo -según lo indica la inmediata oración de despedida de Jesús (c. 17)- participa de las relaciones de Jesús con Dios y, en consecuencia, también de la acreditación del propio Jesús por parte de Dios Padre. Mas no se trata en primer término de los efectos psicológicos ni tampoco objetivos de la oración, sino sobre todo de la estructura de las relaciones cristianas con Dios que se expresa en la oración. Según Juan, en la oración aparece la permanente función reveladora y mediadora de Jesús. Además, las afirmaciones joánicas aluden, por encima de la oración, a una dimensión de la plegaria en que ya no ocupan en modo alguno el primer plano las determinadas cosas particulares, los objetos o deseos de la oración de petición, donde el pedir ya no se puede entender como un conjuro mágico de la divinidad, sino que más bien llega a ser participación en una conversación divina, el diálogo entre el Hijo de Dios, Jesús, y su Padre donde, por consiguiente el lenguaje totalmente desinteresado constituye como tal el sentido y contenido de toda oración. Ahí la comunión divina en sí misma es el contenido de la oración; dicho de otro modo, la plegaria pasa a ser aquel acontecimiento en que se realiza de manera decisiva la comunión del hombre con Dios. Cuando eso ocurre, la pregunta de qué se sigue de la oración ya no tiene lugar. Pues, también aquí se trata de la alegría colmada, de la felicidad escatológica. Los discípulos que oran así, «recibirán», sin que importe en modo alguno lo que vayan a recibir en concreto. Lo decisivo es el hecho de la escucha, la respuesta de Dios: «Aquí estoy», como tal, que el orante experimenta por medio de la alegría.

25 «Os he dicho esto por medio de figuras. Llega la hora en que ya no os hablaré por medio de figuras, sino que os anunciaré lo relativo al Padre con toda claridad. 26 Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros; 27 porque es el Padre mismo quien os ama, ya que vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios.»

Lo que aquel día de gozo escatológico, que es el retorno de Jesús, aporta a los discípulos y se lo hace patente ya ahora, es la perfecta claridad de la existencia creyente, y la aneja inmediatez de los discípulos a Dios.

La claridad de la que aquí se trata, viene indicada mediante la oposición de hablar con figuras enigmáticas (griego paroimia) y un lenguaje abierto, sin metáforas y directo (griego parresia). Hasta ahora Jesús había hablado a los discípulos en imágenes. El vocablo griego paroimia designa originariamente la figura retórica de un proverbio convincente y ejemplarmente esclarecedor. «Presenta en una forma breve y atinada una sentencia empírica de la sabiduría popular». Por el contrario, las sentencias figuradas del evangelio de Juan resultan oscuras e incomprensibles para los oyentes. Provocan las malas interpretaciones con que ya nos hemos tropezado algunas veces. En 10,6 se designa como tal lenguaje enigmático el discurso del buen Pastor o de la puerta: «Este ejemplo ( = paroimia) les puso Jesús, pero ellos no entendieron lo que quería decirles.» Pero en nuestro pasaje lo que se califica de lenguaje oscuro y enigmático es todo el lenguaje de Jesús durante su existencia terrena. Al evangelista le interesa evidentemente una característica general del lenguaje revelador de Jesús, y por lo mismo también una comprensión general del Jesús histórico desde su perspectiva. En él esa comprensión general ha conducido a un principio constructivo técnico-literario de su evangelio. De hecho el libro constituye, en buena parte, una colección de figuras metafóricas, que Jesús descifra con el recurso de las malas interpretaciones y su solución. No hay duda que para Juan es siempre y únicamente la fe, en unión con el Espíritu, la que proporciona la inteligencia recta de sus discursos: «El espíritu es el que da vida, la carne de nada sirve. Las palabras que yo os he dicho son espíritu y son vida» (6,63).

Con razón se ha aludido al hecho de que «el oscuro lenguaje metafórico» de Juan no debe intercambiarse ni confundirse con los discursos en parábolas de los sinópticos. Las parábolas sinópticas tienen otra forma literaria así como una función didáctica totalmente distinta. Se refieren las más de las veces a una situación concreta, que hay que crear y cambiar conscientemente. Por el contrario, el lenguaje figurado de Juan contiene sin duda un «elemento dualista», que recuerda más bien la mentalidad platónica. Así, por ejemplo, las designaciones «pan», «agua», «luz» y «pastor» sugieren distintos significados; pueden emplearse como palabras simbólicas, y en el contexto joánico aluden a un «pan de vida», al «agua viva», a la «verdadera luz» y al «buen pastor». La polivalencia de algunas palabras o de sentencias enteras la introduce el evangelista de manera intencionada. Las interpretaciones equivocadas apuntan al ámbito del mundo y de la incredulidad. Que los discípulos o los judíos no entiendan correctamente una palabra de Jesús para Juan no es en definitiva un indicio de falta de inteligencia, sino señal de incredulidad o de una disposición deficiente para creer. La oscuridad del lenguaje responde a la existencia humana no iluminada y prisionera del cosmos y sus criterios. A la inversa, la fe comprende el verdadero sentido del lenguaje metafórico, porque responde como «existencia escatológica» a la comprensión de la verdad escatológica del revelador. En la hora de la glorificación de Jesús y de su retorno cesa el oscuro lenguaje en figuras y entra en su lugar la noticia abierta del Padre.

El concepto de parresia = apertura, franqueza, «alegría» (así traduce la palabra M. Lutero), especialmente en conexión con el lenguaje, abarca toda una serie de elementos. En su origen designaba el derecho a hablar libremente en la asamblea popular de la ciudad antigua, que sólo competía al ciudadano nativo y libre. Se trataba de un derecho político. En los Hechos de los apóstoles se designa con ese vocablo la franqueza y audacia en proclamar sin temor el mensaje de Jesucristo ante la opinión pública o las autoridades judías, o paganas 138. También en Juan el concepto se refiere en buena parte a la opinión pública ante la que Jesús comparece, pero también al modo con que Jesús habla «ante el mundo»; a saber, sin impedimento, libre y abiertamente, más aún incitando y hasta escandalizando 139. Así dice Jesús en el interrogatorio ante el sumo sacerdote Anás: «Yo he hablado públicamente al mundo; yo siempre enseñé en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada hablé clandestinamente. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregúntales a los que me han oído, a ver de qué les hablé; ellos saben bien lo que yo dije» (18,20-21). Según esta respuesta la apertura del lenguaje de Jesús era cosa de siempre. Una ojeada al Evangelio enseña al respecto que Jesús no ha silenciado nada esencial a la opinión pública judía, para decírselo sólo en privado a los discípulos o comunicárselo como una especie de doctrina secreta. De acuerdo con ello, ni siquiera la hora escatológica, en que Jesús «anuncia lo relativo al Padre con toda claridad», puede aportar nada realmente nuevo, pues Jesús ya ha hablado siempre del Padre. Con lo cual resulta perfectamente claro que no se trata en primer término de una comprensión intelectual de las palabras de Jesús. «Precisamente debe quedar claro para los discípulos que es necesaria la inserción de la existencia para entender esas palabras». Sólo en el compromiso de la fe será posible la comprensión.

Pero hay que dar un paso más. Juan separa temporalmente el hablar en imágenes oscuras («figuras») y el lenguaje abierto («con toda claridad»), constituyendo la hora o aquel día la línea divisoria entre ambas modalidades de lenguaje. La «hora» es aquí la de la exaltación y glorificación de Jesús, que hace posible un nuevo tiempo presente salvífico y ya escatológico. Como lo demuestra una ojeada a todo el evangelio, en él se encuentran siempre entrelazados el lenguaje enigmático y el hablar franco, de tal forma que propiamente no se puede establecer una división temporal. Esto quiere decir a su vez que la auténtica frontera es una verdad de índole objetiva. Se trata de una yuxtaposición o mezcla de ambos modos de hablar. La claridad y apertura del lenguaje de Jesús sólo podrá lograrse con el progreso de la fe, que no es una posesión fija, sino que debe desprenderse renovadamente del lenguaje oscuro. Sólo con el «retorno de Jesús» se llega cada vez más a esa claridad, cual si siempre se estuviera de paso. En tal forma la oposición entre lenguaje oscuro y lenguaje abierto señala algo que la fe siempre habrá de afrontar en el mundo.

La aneja parresia, la alegría y franqueza, apuntan además a otra cosa: al trato libre, sin trabas y espontáneo de los discípulos con el Padre. En la hora escatológica de «aquel día» ciertamente que los discípulos seguirán rogando al Padre «en nombre de Jesús», pero ya no necesitarán para entonces de la intercesión y apoyo de Jesús. Y el fundamento está en esta afirmación: «porque es el Padre mismo quien os ama, ya que vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios» (v. 27). Aflora aquí una vez más la idea del amor divino, como el núcleo más profundo de la inteligencia joánica de la revelación. Por su vinculación con Jesús en fe y amor, los discípulos serán, exactamente igual que él, «objeto» del amor divino. Y si ya los discípulos no necesitan de Jesús como intercesor y mediador ante el Padre, no es más que una forma de decir que la conexión de la fe a la persona de Jesús en modo alguno sitúa a los discípulos en una posición subordinada de menores de edad, sino que más bien se les equipara a Jesús, poniéndoles en una inmediatez con Dios similar a la de aquél. Juan recoge una idea que ha encontrado distintas formas de expresión en el Nuevo Testamento.

La manera con que Jesús hablaba de Dios como el Padre (abba) contribuyó evidentemente a que el cristianismo primitivo concibiera su propia situación religiosa como una verdadera emancipación, a diferencia del judaísmo, primero y del gentilismo después. Así, por ejemplo, dice Pablo (Gál 3,26-28): «todos, en efecto, sois hijos de Dios mediante la fe en Cristo, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni libre; ya no hay varón ni hembra, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.» Y más adelante: «Y prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba!, ¡Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por Dios» (Gál 4,6-7; cf. también Rom 8,15; Heb 2,10). Del libre acceso a Dios habla asimismo la carta a los Efesios: «Porque, por medio de él -se refiere a Cristo crucificado y exaltado- los unos y los otros tenemos acceso, en un solo Espíritu, al Padre. Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que compartís la ciudadanía del pueblo santo y sois de la familia de Dios...» (Ef 2,18-19).

En este último texto se destaca claramente el elemento político: los cristianos son ciudadanos de la nueva y escatológica ciudad de Dios, o domésticos de Dios que tienen allí garantizados sus derechos de patria y domicilio. Con el mensaje de Jesús acerca de Dios, como Padre, se abrió una nueva experiencia divina, que se caracteriza, sobre todo, por una nueva relación con Dios de confianza y amor. Los cristianos se ven a sí mismos como una nueva familia de Dios, la familia Dei, como la «casa» (oikos) de Dios, en el sentido antiguo de una amplia comunidad de vida. A ello alude, sobre todo, el hecho de que los miembros de la comunidad cristiana se traten entre sí como hermanos y hermanas. La primitiva fraternidad cristiana es un fenómeno escatológico, que no cabría imaginar en modo alguno sin la idea de la paternidad de Dios, tal como la había proclamado Jesús. No se trata de un fervor entusiástico, sino que es más bien la idea que la comunidad tiene de sí misma, sacada de la tradición de Jesús como «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). María Magdalena recibe del Resucitado este encargo: «Vete a mis hermanos y diles: Voy a subir a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20,17). Este pasaje es tanto más importante cuanto que ahí mismo Juan marca también la diferencia entre Jesús y los discípulos. Por ello, cuando a los discípulos se les trata -como aquí- de «hermanos de Jesús», queda patente que incluso según el cuarto evangelio las relaciones con Dios, establecidas por Jesús -pese a todas las diferencias- incluyen un nuevo lazo fraterno entre Jesús y los suyos. Jesús, el Hijo de Dios, forma pues grupo con otros muchos hermanos e hijos de Dios (Cf. 1,12; 11,52; 1Jn 3,1.2.10; 5,20).

28 «Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo y me voy al Padre.»

El último versículo compendia la teología joánica de la revelación en un bello axioma doctrinal, en una como breve f6rmula de fe. Jesús de Nazaret es el revelador de Dios, que por un breve tiempo ha aparecido en el mundo para traer a los hombres la verdad de Dios y que, una vez cumplida su obra de salvación, regresa a su Padre. La fórmula abraza, en un lenguaje mitológico, toda la venida de Jesús en el sentido del cuarto evangelio, la encarnación del revelador, el «hacerse carne la Palabra de Dios» (1,14), su actividad terrena, así como su pasión y resurrección (glorificación) formando un todo, como un único «camino». El presente pasaje menciona solamente los dos extremos de la cadena. Con salir del Padre y regresar al Padre se describe el trasfondo divino desde el cual hay que entender teológicamente la obra de Jesús en el mundo. Esta obra, la revelación, constituye un testimonio único en favor del Padre, y éste se halla presente en el testimonio de Jesús. Mas el hecho de que Jesús vuelva a abandonar este mundo no convierte en algo retrospectivo su revelación de Dios. Como acontecimiento de salvación escatológica, la obra de Jesús tiene el carácter de lo permanente y definitivo. Mediante su constante vinculación a la palabra, la obra y la persona de Jesús y, mediante él, a Dios Padre, la comunidad, que existe en medio del mundo y de la historia universal, testifica que su fundamento existencial no pertenece a este eón, sino que se apoya por completo en el Dios que Jesús ha revelado.
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138. Act 2,29; 4,13.29.31; 28,31.
139. Cf. 7,4.13.26; 10,24; 11,1454; 16,25.29.
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Meditación

¿Puede ocurrir que el hombre no tenga ya más preguntas que hacer? ¿No significaría eso, de hecho, que como hombre estaba ya al final, si es que deja de seguir preguntando? Ese final podría ser bien de resignación, cuando ya nada se espera ni se desea respuesta alguna, venga de donde viniere; bien porque, todo lo contrario, se está al final de una consumación absoluta, en que una claridad extraordinaria resolvería el enigma de la existencia dando respuesta a todos los problemas. En efecto, la esencia del hombre consiste en poder preguntar, y desde luego preguntar acerca de todo lo que existe. Con el juego de las preguntas y respuestas el hombre entra en contacto con la realidad total. Ciertamente que no se trata aquí de las innumerables cuestiones particulares que el hombre puede formular, sino de la pregunta fundamental que el hombre se hace acerca de sí mismo, acerca del sentido de su existencia. Ahora bien, en una concepción teológica eso implica siempre la pregunta del hombre acerca de Dios. Se trata del agustiniano «Me he convertido en problema para mí mismo» (quaestio mihi factus sum). Esa capacidad humana de interrogatorio es tan radical, que ni se puede arrancar, ni subestimar caprichosamente, ni tampoco darle una respuesta precipitada. Es más bien la cuestión con la que, literalmente, hay que vivir. Siempre puede marginarse temporalmente y escamotearse con una seguridad engañosa. Pero vuelve a irrumpir una y otra vez. Nadie ha formulado tan clara e inexorablemente esa índole problemática del hombre como Blas Pascal (1623-1662): PASCAL/H/QUIMERA «¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué motivo de contradicción, qué prodigio! ¡Juez de todas las cosas, imbécil gusano de la tierra, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y oprobio del universo! »¿Quién nos sacará de este embrollo? La naturaleza confunde a los pirrónicos (escépticos), la razón a los dogmáticos. ¿Qué será de ti, pues, hombre que buscas cuál es tu verdadera condición, según tu razón natural? No puedes ni huir de estas sectas ni quedarte en ninguna. »Conoce, pues, soberbia, qué paradoja eres contigo misma; humíllate, razón impotente; cállate, naturaleza imbécil. Aprended que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre, y oíd de vuestro maestro lo que ignoráis. Escuchad a Dios» 143.

La fe en Dios y en su revelador Jesucristo debe aquietar y dar una respuesta definitiva a esa suprema pregunta del hombre acerca de sí mismo; por ello dice el texto: «Aquel día no me preguntaréis ya nada.»

RL/OPIO: Semejante sentencia tropieza con la sospecha de ser una simplificación demasiado tajante, un consuelo ilusorio, que no puede ayudar realmente al hombre o que incluso puede mantenerle lejos de la ayuda auténtica. Algo así como lo que dice Marx-ARELIGION: «La miseria religiosa es, por una parte, expresión de la miseria real y, por otra, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, como es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo. »La supresión de la religión como felicidad ilusoria del pueblo es la exigencia de su felicidad real. La exigencia de eliminar la ilusión sobre su estado es la exigencia de eliminar un estado de cosas que necesita de las ilusiones. La critica de la religión es, pues, en el fondo la crítica del valle de lágrimas, cuya aureola es la religión»

Según Karl Marx la religión es una «superestructura ideológica», es decir, una «falsa conciencia»; es una felicidad ilusoria: «la aureola del valle de lágrimas». «Y ciertamente que la religión es la conciencia y el sentimiento personal del hombre, que todavía no se ha encontrado, cuando ya ha vuelto a perderse».

A todo esto podemos decir que el marxismo ha desenmascarado y criticado con razón unas formas de conducta pseudorreligiosas. A los hombres que padecen hambre y viven en unas condiciones injustas y antisociales, no se les puede calmar con un falso consuelo religioso ni taparles la boca con una limosna; sino que es necesario proporcionarles una ayuda real, que a ser posible comporte también unos cambios de las estructuras sociales. Mas después de tales cambios vuelve a comenzar el interrogatorio del hombre acerca de sí mismo y del sentido de su existencia; las necesidades del hombre no se agotan con las necesidades mundanas. Con ello hemos de aprender ciertamente que la cuestión del sentido no se plantea de un modo filosófico o teológico simple o primordialmente abstracto y puramente teórico, sino que está inserta en el contexto de la existencia histórica del hombre. La cuestión del sentido está directamente relacionada con la situación social del hombre y a la inversa, también la situación social tiene una dimensión profunda. Hoy muchos cristianos y teólogos tienen ya una visión más clara que antaño de que no pueden separarse las cuestiones de la fe y los problemas de la vida aunque no sea posible reducir las conexiones a una simple fórmula superficial.

Para poder defender de un modo creyente la sentencia joánica habrá por ende que esforzarse por tener en cuenta los distintos problemas vitales del hombre, y desde luego en todas las dimensiones de la existencia. De ahí que no haya que excluir tampoco la dimensión política. Por lo demás, la respuesta joánica ha de escucharse sobre estos supuestos sin restricción alguna: con la confianza radical en el Dios del amor se resuelve la impaciencia y la imposibilidad de una solución a la actitud interrogante. Aquí cesa el inquieto y desatentado interrogatorio del hombre acerca de sí mismo, en el sentido del Salmo 131:

Mi corazón, Señor, no es altanero,
ni mis ojos altivos.
No voy tras lo grandioso,
ni tras lo prodigioso, que me excede,
mas allano y aquieto mis deseos
como un niño destetado con su madre:
como el niño destetado, así conmigo mis deseos.
Tu esperanza, Israel, en el Señor,
desde ahora para siempre.

Esta entrega confiada se debe a que la fe tiene su propio tipo de certeza, que le viene dada con el fundamento divino de la misma fe. La peculiaridad de la fe bíblica parece deberse al hecho de tener una suprema certeza fundada en Dios mismo. Esto puede ir unido al sentimiento de seguridad, pero no es necesario. Así como el mar se mantiene tranquilo y sereno en sus profundidades, así también el interrogar humano se aquieta en la experiencia de Dios. Mas, para excluir de inmediato una mala interpretación espontánea, ello no quiere decir que en otros muchísimos planos no surjan necesariamente y de continuo nuevas preguntas en conexión con la fe. Pues, ésa es la otra cara de la postura creyente que contempla el Evangelio de Juan: la fe debe hacer frente a su situación de «estar en el mundo»; no puede sustraerse a esa condición, no puede ni debe convertirse en una «fe ajena al mundo», en una pura interioridad. Desde esa posición la fe es simultáneamente una certeza sin problemas, fundada en el fundamento de la credibilidad divina y una actitud problemática y puesta en tela de juicio por su condición de «estar en el mundo». En este sentido es la propia fe la que siempre plantea al hombre nuevas preguntas.

Asimismo, por el hecho de cambiar constantemente, las experiencias humanas de la vida y del mundo plantean nuevas preguntas a la fe, a las que ésta no debe evadirse. En el pasado llegó a considerarse una virtud el no hacer preguntas acerca de la fe. Era indicio de una fe deficiente el plantear preguntas y manifestar dudas. Esa mentalidad aún no ha desaparecido por completo. En algunos círculos eclesiásticos aún nos tropezamos frecuentemente con ese miedo a preguntar. En tal caso, y cualesquiera sean las razones y motivos, los centros de interés se distribuyen falsamente. Se confunden las dos caras de la fe: su seguridad en Dios, donde realmente es superflua toda pregunta, porque se acoge y experimenta a ese Dios, como la verdad y el amor que todo lo sustenta, y la otra cara de la fe que es la de estar en el mundo, de la que constituyen partes integrantes el preguntar, el combate, la reflexión y la duda, incluyendo la indagación sobre las formas, dogmas, ritos, etc., tradicionales. Ésta parece ser justamente la situación de la fe: la de poder plantear y afrontar sin reservas y honestamente todas las preguntas que le salen al paso. La sentencia joánica puede alentar en esa tarea. Cuando la fe intenta realizarse como una confianza radical en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, entonces, y pese a la problematicidad de la existencia, se confía en el fundamento insondable de la verdad y del amor. De esta forma la fe tiene, por así decirlo, las espaldas cubiertas, para poder aplicarse confiadamente a los problemas más inquietantes. Esta suprema seguridad alienta asimismo la confianza en la búsqueda.

Según una palabra profunda del Antiguo Testamento, orar equivale a buscar la presencia de Dios:

Oye, Señor, la voz con que te imploro,
apiádate y respóndeme.
De ti me dicta el corazón:
Requerid mi presencia:
tu presencia es, Señor, lo que yo busco.
No me ocultes tu rostro
ni arrojes a tu siervo con desdén,
tú que eres mi socorro;
no me olvides ni abandones
oh Dios, mi salvador.
Si mi padre y mi madre me dejaran,
me acogeré al Señor
(Sal 27,7-10).

SILENCIO/ABURRIMIENTO/PASCAL: En la plegaria se trata de encontrarse a sí mismo delante de Dios o frente a Dios. Para ello se requiere hoy probablemente más que nunca, ejercicio, y de modo muy particular, concentración y tranquilidad. Para orar se necesita tiempo. Hay que apartarse de la dispersión y del tráfico, de las incitaciones y distracciones cotidianas, reflexionar, sobre sí mismo y concentrar el ánimo en la única realidad. Pascal creía que «toda la desgracia de los hombres se debía a una sola causa, a saber, que eran incapaces de permanecer a solas en su habitación» (Pensamientos, n.° 139).) Hemos de aprender a dejar que hable la «voz de nuestra propia alma» y no debemos prestarle oídos sordos ni siquiera cuando no hace más que proclamar nuestra miseria. Lo que importa sobre todo no son las palabras:

«Y cuando os pongáis a orar, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar erguidos en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse ante la gente. Os lo aseguro: ya están pagados. Pero tú, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te dará la recompensa.

»Cuando estéis orando, no ensartéis palabras y palabras, como los gentiles; porque se imaginan que a fuerza de palabras van a ser oídos. No os parezcáis, pues, a ellos; que bien sabe [Dios] vuestro Padre lo que os hace falta antes que se lo pidáis» (/Mt/06/05-08). La oración serena no equivale en modo alguno a un rechazo del mundo y de las realidades de la vida. De lo que se trata más bien es de meter la vida entera en el diálogo ante Dios y con Dios. Un buen ejemplo de ello podría ser la breve oración de W. von Goethe en su Diván occidental-oriental: .

La divagación quiere dispersarme,
pero tú sabes evitar mi dispersión.
Cuando trabajo y cuando pienso,
tenme en el camino recto.

La sentencia sobre la oposición entre lenguaje figurado y lenguaje claro y abierto (sin figuras) podría servirnos de pretexto para discutir el problema del lenguaje religioso. En este sentido el evangelio de Juan nos brinda una buena plataforma. Característica propia del lenguaje religioso es el moverse siempre en la frontera oscilante de la oscuridad y la claridad. Gusta de las imágenes polivalentes, de la analogía y la metáfora, sin olvidar la paradoja. Por qué sea así no tenemos necesidad de discutirlo ahora. Lo que importa, sobre todo, es dejarse arrastrar por las imágenes a una meditación reflexiva, según la huella de las metáforas y ver adónde nos conducen.

Aquí habría que poner de relieve otro punto de vista, relacionado con la parresia, la franqueza, y con la inmediatez del discípulo de Jesús a Dios. Juan es del parecer de que la revelación cristiana conduce a una mayoría de edad del hombre delante de Dios, que se manifiesta de un modo emancipador, liberando su pensamiento, su obrar y su existencia toda. A la sentencia de Jesús de que ya no hablará del Padre a los discípulos bajo figuras, sino en un lenguaje franco y abierto, responde a una cita escriturística aducida en 6,45: «Escrito está en los profetas: Todos serán instruidos por Dios» (cf. Is 54,13: Todos tus hijos serán discípulos de Yahveh...»).

También habría que referirse a Jeremías, en el famoso texto que habla de la nueva alianza (Jer 31,31-34):

Mirad que vienen días
-oráculo de Yahveh-
en que sellaré con la casa de Israel
y con la casa de Judá
una nueva alianza.

No como la alianza
que sellé con sus padres
el día en que los tomé de la mano
para sacarlos del país de Egipto.

Ellos rompieron mi alianza,
y yo los traté como Señor
-oráculo de Yahveh-.

Esta será la alianza
que sellaré con la casa de Israel
después de aquellos días
-oráculo de Yahveh-.

Pongo mi ley en su interior
y la escribo en su corazón;
yo seré su Dios
y ellos serán mi pueblo.

No tendrá ya que enseñarse uno a otro
ni una persona a otra persona, diciendo:
Conoced a Yahveh,
desde el más pequeño al más grande
-oráculo de Yahveh-,
cuando perdone su culpa
y no recuerde más su pecado.

La idea que expresan dichos textos, es la de que en el tiempo final, y habida cuenta de la extraordinaria claridad de la revelación divina escatológica, ya no habrá necesidad de enseñanza alguna ni oral ni escrita, porque todos recibirán directamente de Dios la verdadera doctrina. Según el texto de Jeremías, porque Dios pondrá la ley (la tora) en la intimidad misma del hombre, de tal forma que éste ya no necesitará instrucción externa. En Juan es la palabra de la revelación de Jesús la que hace del hombre un discípulo de Dios. O es el Espíritu Santo, como maestro interior, que no sólo habla a la inteligencia del hombre, sino que forma también, y sobre todo, su «corazón», quien imparte al hombre la enseñanza divina. Valdría la pena seguir reflexionando sobre esta concepción. Descansa también al parecer sobre la experiencia de que la instrucción de un hombre por otro -por necesario e imprescindible que pueda resultar ese proceso- constituye siempre como una ayuda forzosa, ya que crea ciertas dependencias. El adulto generalmente no gusta de dejarse instruir. Aprecia esto como inoportuno, principalmente cuando resulta forzoso aquilatar determinados matices.

La concepción neotestamentaria, que ya puede advertirse en Pablo y en Mateo, consiste en que sobre el terreno del conocimiento creyente hay una igualdad fundamental, y en que sobre los supuestos de una filiación general de Dios y de Cristo así como de la instrucción general del Espíritu, ya no es necesaria una división de la Iglesia en Iglesia «docente» y «discente». Sólo en época posterior se pensó que había que contraponer, en cierto modo, la forma de participar en la posesión del Espíritu y atribuir a priori al magisterio del papa y de los obispos una participación mayor que la del resto del pueblo eclesial. De hecho existe una notable diferencia en que toda la Iglesia se entienda a sí misma como una comunidad de gente libre y fundamentalmente igual en la que todos son por igual discípulos de Dios o en que se cuente de antemano con una Iglesia de dos clases, la del clero y la de los laicos. En el primer caso el magisterio y el ministerio se entienden más bien en el sentido de una división de trabajo a partir de la función y el servicio, como lo que ella requiere en cuanto que es un grupo grande. Por lo demás, de cara a la revelación y su inteligencia el magisterio no garantiza por sí solo la mejor verdad. Doctrina es el servicio de la predicación de la palabra; el cual parte del supuesto que el Espíritu de Dios -y no el papa, por ejemplo- es el auténtico maestro en la fe del pueblo de Dios, y también al menos de cada uno de los cristianos adultos. En el segundo caso se entiende -lo que por desgracia todavía ocurre frecuentemente- el magisterio como una institución de poder con unos privilegios especiales en la participación de la verdad, que pretende mantener a los creyentes en una subordinación y minoría de edad estructurales, que se apoyan en una pretendida voluntad de Dios. Aquí el magisterio crea una dependencia del pueblo eclesial respecto de la Iglesia ministerial, sin que se desarrolle un diálogo de compañeros. Así se establece de antemano que los representantes de la Iglesia jerárquica tienen más derecho, no porque puedan exponerlo y probarlo de un modo convincente, sino simplemente porque son los representantes de la Iglesia jerárquica, etc.

San Agustín (354-430), padre de la Iglesia, obispo de Hipona -una comunidad de aproximadamente cinco mil almas-, es todavía consciente, como obispo y como predicador, de este problema de la enseñanza cristiana.

Se preguntaba cómo nadie podía enseñar algo a otra persona. Y defendió la concepción interesantísima de que en el fondo ningún hombre puede enseñar algo a los demás, si no era la misma verdad y, por consiguiente, no podía enseñar a los discípulos las propias ideas y facultades.

Acerca de la fe únicamente el Espíritu divino en persona puede enseñar al hombre en su interior, en su inteligencia y en su corazón. La enseñanza externa, sobre todo la enseñanza por la palabra, es al respecto una ayuda imprescindible, pero que no puede convertirse en fin último. Cuando esto ocurre, equivoca su objetivo auténtico, a saber, la activación del discípulo de cara a su propia independencia y mayoría de edad. El ideal, pues, es que el maestro vaya haciéndose cada vez menos necesario; el fin de la enseñanza cristiana es el cristiano mayor de edad que tiene pleno derecho a intervenir en la comunidad. Esto precisamente sería lo opuesto a la Iglesia bipartita, que ha forjado un ente de derecho divino y una calidad metafísica del ser, partiendo de una estructura eclesial que comprende a los ministros y al pueblo de Dios.

Dicho de otro modo, también los representantes del magisterio necesitan ser enseñados por Dios, por el evangelio y por todo el pueblo de Dios. En realidad no hay en absoluto ningún magisterio independiente que pueda renunciar al diálogo, si no es al costosísimo precio de una ineficacia casi absoluta. En nuestro mundo esto resulta cada día más patente. Por todas partes se echa de ver que la interpretación unilateral y ministerial del magisterio ya no hace justicia a las realidades modernas. Y ello porque la doctrina eclesiástica tradicional va quedando cada vez más alejada tanto de la teología moderna con sus métodos científicos de búsqueda de la verdad, como de toda la evolución científica y social. Justamente para una visión plenamente válida de su función como representante del magisterio, la Iglesia docente tiene necesidad de un diálogo ininterrumpido con el pueblo eclesial. Pero también ese pueblo, los laicos, ha dejado por su parte hace ya largo tiempo de ser las ovejas fieles de la Iglesia que fue en épocas pasadas. Son los auténticos especialistas modernos. Y competentes, que con su capacidad y preparación pueden esperar con pleno derecho una seria equiparación dentro de la Iglesia. Lo mismo cabe decir sobre la equiparación de la mujer en el ámbito eclesial. También desde esa perspectiva el modelo mental de una «Iglesia de dos clases» se muestra superado.

JOVENES/BENITO-SAN: En la Regla monástica de san Benito, patriarca del monaquismo occidental, se encuentra la prescripción de que el abad debe escuchar en el capítulo a todos los monjes, «porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor» («quia saepe iuniori Dominus revelat, quod melius est», Regula Sancti Benedicti, c. III). En la concepción de sus monasterios, Benito ha tenido perfecta cuenta de la inmediatez de Dios, a la que otorga su importancia. Conviene evocar esta vieja sabiduría monacal.
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143.Blas PASCAL, Pensamientos, trad. de Eugenio d'ORs, Iberia, Barcelona 1955, p, 173.
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7. CONCLUSIÓN DEL DISCURSO SEGUNDO DE DESPEDIDA (Jn/16/29-33)

Con la perícopa 16,29-33 se cierra el segundo discurso de despedida. Las palabras finales contienen a la vez el paso a la historia de la pasión (v. 32s). Haya sido el evangelista o un reelaborador posterior el que ha insertado aquí el texto, no se puede negar que objetivamente encaja a la perfección en este pasaje. Es justamente esa armonía objetiva la que hace aparecer como accesorias las cuestiones de crítica literaria que a menudo han ocupado el primer plano.

29 Sus discípulos le dicen: «Ahora sí que hablas con claridad y no por medio de figura alguna. 30 Ahora vemos que todo lo sabes y no necesites que nadie te pregunte; por eso creemos que has venido de Dios.» 31 Jesús les respondió: «¿Ahora creéis? 32 Mirad: llega la hora -o mejor: ha llegado ya- en que seréis dispersados cada uno por su lado y me dejaréis solo; aunque no estoy solo, porque el Padre está conmigo. 33 OS he dicho esto, para que en mí tengáis paz. En el mundo tenéis tribulación; pero tened buen ánimo: yo he vencido al mundo.»

Los versículos 29-30 traen la respuesta de los discípulos a las palabras precedentes de Jesús sobre la claridad y apertura de su lenguaje. Los discípulos dicen: «Ahora sí que hablas con claridad y no por medio de figura alguna.» Esto se desprende del contexto. La sentencia de Jesús de que los discípulos ya no le harían más preguntas y que, bien considerado, ya no podrían preguntarle nada más porque se iba definitivamente, empieza a cumplirse en los propios discípulos. En el plano del texto se señala con ello el comienzo efectivo del día escatológico. Y esto coincide a su vez con la inminente pasión y glorificación de Jesús. Más aún, éste era realmente -como ha quedado establecido otra vez- el sentido genuino de los discursos de despedida: conducir a los discípulos, y con ellos a las generaciones siguientes, hasta ese umbral de la comprensión de Jesús. En efecto, entonces resulta claro el objetivo de ese esfuerzo: la comprensión de Jesús está, según Juan, decisivamente vinculada al acontecimiento salvífico de la cruz y resurrección de Jesús, a su elevación a los cielos y su glorificación. Con ello se alcanzaría asimismo el objetivo de los discursos de despedida y hasta de toda la revelación precedente. Para los discípulos eso quiere decir que ya han empezado a comprender a Jesús y a penetrar en su palabra.

Su comprensión también proclama, en seguida, su confesión cristológica, que sin duda puede entenderse como una respuesta de los discípulos al axioma cristológico (v. 28). La sentencia confesión consta de dos partes; v. 30a: «Ahora vemos que todo lo sabes y no necesitas que nadie te pregunte», y el versículo 30b: «Por eso creemos que has venido de Dios.»

El versículo 30a quiere decir que Jesús es, en efecto, el revelador de Dios que participa de la omnisciencia divina, aunque esa idea de «Dios todo lo sabe» no puede entenderse en un sentido fabuloso. Se trata más bien de la ciencia de Jesús acerca del Padre, que él comunica a los suyos, así como del conocimiento peculiar que Jesús tiene acerca del hombre. En este aspecto el versículo 30a no aporta nada nuevo, sino que presenta una fórmula concisa para un hecho largamente aludido en el evangelio. Así y dirigiéndose al joven Natanael, que se acerca a él por vez primera, Jesús le dice estas palabras: «"Este es un auténtico israelita, en quien no hay doblez". Dícele Natanael: "¿De dónde me conoces?" Jesús le contestó: "Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, ya te vi". Natanael le respondió: "Rabbí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el rey de Israel". Jesús le contestó: "¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera, ya crees? Mayores cosas que éstas has de ver"» (Jn 1,47-50).

De modo parecido conoce Jesús la problemática conducta de la mujer samaritana (4,16-19): ««Con razón has dicho: No tengo marido; porque cinco maridos tuviste, y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad." Respóndele la mujer: «Señor, estoy viendo que tú eres un profeta."» O bien cuando se indica mediante una fórmula general: «Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de la pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos, porque él conocía a todos y no tenía necesidad de que le atestiguaran nada de nadie; porque él sabía lo que hay en el interior de cada unos (2,23-25).

Justamente eso es lo que los discípulos han experimentado en su trato con Jesús: sabe las cosas de Dios y sabe cuanto se refiere a la salvación y desgracia del hombre. El conocimiento acerca de Dios y acerca del hombre forman un todo. La revelación en sentido joánico no sólo aporta la noticia de Dios, sino que descubre a la vez la situación problemática del hombre, su pecado, su incredulidad y su odio. Así pues, la idea de la omnisciencia de Jesús permanece en Juan estrechamente relacionada con ambos aspectos; el Jesús joánico no es un adivino como tampoco lo es en los sinópticos. En esa ciencia reveladora de Jesús quedan superadas de hecho todas las preguntas de los discípulos. Para aclaración del tema quizá podríamos aducir la afirmación de la carta primera de Juan: «En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón ante él, aun cuando nuestro corazón nos reprenda, porque Dios es mayor que nuestro corazón y conoce todas las cosas» ( lJn 3 ,19-20 ) . La palabra está total y absolutamente acuñada desde la experiencia divina de Jesús. La claridad de la revelación de Jesús es de tal índole que responde a las preguntas supremas del hombre acerca de sí mismo, entre las que se cuentan, sin duda, las cuestiones acerca de la injusticia, de la culpa, de la falta de humanidad y de amor; en todas ellas, el corazón del hombre deja oír su voz. De este modo la afirmación de que Jesús todo lo sabía sin necesidad de preguntar a nadie contiene un lado consolador, equiparable a la palabra de ·Pascal-BLAS: «Consuélate, no me buscarías, si es que no me hubieses encontrado»146. La fe que ha comprendido cómo en Jesús y en sus revelaciones se hace presente la salvación, esa fe ha comprendido de hecho lo más importante.

El versículo 30b: «Por eso creemos que has venido de Dios», expresa la confesión en favor de Jesús como el revelador. Quien está frente a él en la postura de no escudriñar su origen sólo en un plano meramente humano, histórico y externo, sino que lo acepta como procedente de Dios, quien reconoce en Jesús ante todo al testigo de Dios, ése ha llegado a la fe genuina en Jesús. Tampoco es otro el propósito principal de los discursos de despedida. Cualquier otra categoría de índole humana y no religiosa puede tener su conveniencia y justificación en el camino del acercamiento a la figura de Jesús, pero la palabra definitiva será siempre la confesión creyente.

Si en este pasaje yuxtapone Juan los giros «ahora vemos (lit. «sabemos»)...» y «por eso creemos...», no hace sino expresar la unidad de fe y conocimiento. En Juan el creer incluye siempre el elemento de la comprensión, al igual que en la incredulidad late el elemento de la incomprensión. A su vez, en la inteligencia de cara a la revelación se encuentra siempre implícito el factor de la fe en el sentido de una decisión positiva, de una afirmación. El cuarto evangelio no conoce una fe ciega sin ningún tipo de reflexión y que no entiende absolutamente nada. La alternativa de la fe no es el saber -como todavía puede leerse en muchos libros-, sino la incredulidad. En su propio origen y esencia la fe supone siempre el elemento del saber en la forma de comprensión e inteligencia.

La respuesta de Jesús «¿Ahora creéis?» (v. 31) se interpreta de muy distintos modos: como una confirmación de la fe de los discípulos que después de tantísimas preguntas e incomprensiones han llegado por fin a la fe; o bien como «un gran signo de admiración», que Jesús habría colocado después de la confesi6n de los discípulos. Y también esta otra exposición: «Su respuesta no pone por principio en tela de juicio la fe de ellos, aunque esa fe debe consentir el análisis». Habrá que interpretar la fase en estrecha conexión con el contexto. Así las cosas, Jesús se refiere una vez más a la situación de despedida, y desde luego con la mirada puesta en el inminente acontecimiento de la pasión, como lo esclarece el versículo 32. Lo que quiere decir que tampoco, en este pasaje, Juan arranca la fe de su concreta situación mundana. También en el texto presente es la fe una visión inequívoca. El creer no puede convertirse jamás en una posesión absolutamente segura, sino siempre sigue siendo, a la vez, un riesgo. Por lo demás, la fe está también referida y vinculada al Jesús histórico y a su camino, que es el camino de la pasión. Con los inminentes padecimientos de Jesús la fe de los discípulos volverá a ser puesta a prueba; lo cual vale no sólo por lo que se refiere a la fe en general. Ésta tendrá que acreditarse siempre frente a los repetidos ataques del mundo.

Sigue ahora la referencia explícita a la pasión, y precisamente en lo que hace a la conducta y destino de los discípulos. La hora del arresto y de la pasión de Jesús es para los discípulos la hora de la dispersión. En este pasaje el evangelista recoge tradiciones que conocemos por los sinópticos: «Díceles Jesús: "Todos quedaréis escandalizados porque escrito está: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas. Pero después que yo resucite, iré antes que vosotros a Galilea"» (Mc 14,27s; la cita bíblica está tomada de Zac 13,7). La redacción marciana conoce ciertamente una tradición, según la cual los discípulos de Jesús «se dispersaron» inmediatamente después del prendimiento de Jesús, es decir, que emprendieron la huida y quizá se encaminaron hacia Galilea. Este no era un hecho muy honroso para los discípulos y la Iglesia primitiva. Así y todo podría incluso apoyarse en un pasaje escriturístico, que podía servir como vaticinio. Según Marcos hasta las primeras apariciones del resucitado tuvieron lugar en Galilea (cf. Mc 16,7, donde el ángel dice a las mujeres junto al sepulcro vacío: «Pero id a decir a sus discípulos, y a Pedro, que él irá antes que vosotros a Galilea; allí le veréis, conforme os lo dijo él»). En Juan se dice «seréis dispersados, cada uno por su lado» (v. 32a). Esto puede significar que Juan quiso dejar impreciso, de modo intencionado, el adónde de la dispersión, pues según su relato las apariciones pascuales ocurrieron en Jerusalén y no en Galilea (20,11-18.19-23.24-29), aunque la tradición ioánica sabe también de las apariciones en Galilea (c. 21). Por ello, puede Juan eliminar la referencia a «Galilea» y sustituirlo por el impreciso «cada uno por su lado» o cada uno a su propio lugar. Esa imprecisión de lenguaje se encuentra frecuentemente en el cuarto evangelio. Otra posibilidad es la de que existe una reminiscencia de Is 53, el cántico del Siervo paciente de Yahveh, donde se dice:

Todos nosotros como ovejas errábamos,
cada uno a su camino nos volvíamos.
Pero Yahveh hizo que le alcanzara
la iniquidad de todos nosotros
(Is 53,6).

A mí me parece que esta última hipótesis cuenta con una mayor probabilidad a su favor. Según 18,8, al momento de su arresto Jesús se preocupa expresamente de que nada les pase a sus discípulos.

La dispersión de los discípulos al ser aprehendido Jesús es, junto con la negación de Pedro, la objeción indiscutiblemente más grave contra la confesión de fe formulada antes con tanta seguridad. De donde está perfectamente justificada la pregunta de Jesús «¿Ahora creéis?», que podría representar cierta duda sobre dicha confesión. También aquí se muestra Jesús como un ser superior, porque con esa pregunta al tiempo que confirma la confianza de los discípulos -llevan ciertamente razón en que ya no será necesario en absoluto interrogar a Jesús-, la modera cautamente. Los discípulos no seguirán (todavía) a Jesús en su pasión, pero sí que lo harán más tarde. Fracasarán en la primera prueba a que será sometida su fe, y de tejas abajo, dejarán solo a Jesús. Por lo que hace al comportamiento de los discípulos con su maestro durante la pasión, ése es el dato amargo.

Pero, junto a eso, Juan establece algo más: incluso en medio de ese abandono humano Jesús no está solo, sino que el Padre está con él. Dios no abandona jamás a Jesús. «El inciso Aunque no estoy solo, suena como un correctivo del relato sinóptico de la crucifixión con el grito del abandono de Dios». Es muy posible que Juan haya querido corregir el relato de Mc 15,34ss. En cualquier caso es seguro que un abandono de Jesús por Dios no encaja con el relato joánico de la pasión, tal como nosotros hemos de verlo. Es verdad que Jesús es abandonado por sus amigos, mas no por su Padre celestial. Porque, como lo afirma de un modo lapidario el versículo 33, la pasión de Jesús es su victoria sobre el mundo.

El versículo 33a recoge una vez más la palabra «paz» (véase el comentario a Jn 23,32). La palabra de Jesús comunica a los creyentes la «paz» y en concreto la paz de Jesús, que sólo se puede obtener en conexión con él. Esa «paz» es la salvación escatológica, que se concederá a la fe en medio de un mundo hostil y privado de salvación. «La seguridad de la fe no descansa en el creyente mismo, sino en el revelador en quien él cree. Y justo la inseguridad del creyente, que siempre le asalta, le enseña a desviar la mirada desde sí mismo al revelador, de tal modo que hasta es posible hablar de la felix culpa». En definitiva es la obra salvadora de Jesús la que fundamenta y asegura por completo la paz.

TRIBULACION-GRAN: El versículo 33b, por el contrario, describe como en un axioma la situación de la fe en el mundo: «En el mundo tendréis tribulación; pero tened buen ánimo: yo he vencido al mundo.» Es necesario entender la afirmación sobre el trasfondo de la escatología (apocalíptica) judía. La tribulación designa el tiempo de la angustia suprema antes del fin. «Primero que los piadosos puedan penetrar en el ancho campo de la salvación deben caminar por el tenebrosísimo desfiladero de los sufrimientos; antes de que llegue el tiempo nuevo deberá conmoverse el viejo tiempo en sus cimientos. El tiempo inmediatamente anterior al acto final será el tiempo último, el tiempo espantoso, que es el último tiempo malo» (VOLZ). Es la época que, por otra parte, se designa como el «tiempo de los dolores mesiánicos» (cf. comentario a 16,21). Mientras en los primeros testimonios de la apocalíptica judía esa época de tribulación se describe con los colores más sombríos, al igual que ocurre en el Apocalipsis joánico del Nuevo Testamento, por ejemplo en las figuras de los cuatro jinetes o en las diferentes plagas (cf. Ap 6,1-17; 9,1-12, etc.también Mc c. 13), en Juan por el contrario se llega a una reducción extrema. La tribulación o angustia del último tiempo no se describe con más precisión. Es la antítesis de la «paz» prometida por Jesús, o simplemente la carencia de paz y de salvación, y viene creada por la misma situación de «estar en el mundo». La tribulación se convierte de algún modo en la marca estructural de la situación de la fe en el mundo. Por lo cual «existencia mundana» y «existencia creyente» nunca pueden llegar a sobreponerse; lo que hacen más bien es friccionarse y chocar. El mundo y su tribulación de un lado, y la fe y la paz de Jesucristo, del otro, constituyen el conflicto fundamental, que no cabe evitar. Según esta palabra ni se da en el mundo, ni puede darse en modo alguno, una identidad categórica, indiscutible y sin conflictos entre el mundo y la fe.

Martín Lutero tradujo el presente pasaje de una forma que se podría verter así al castellano: «En el mundo tenéis mielo, pero consolaos; yo he vencido al mundo.» Esta traducción genial pone especialmente de relieve el elemento subjetivo de la tribulación, el miedo, o sea la angustia del hombre. Ahí se equiparan de tal modo el «estar en el mundo» y la angustia, que ésta se convierte en una nota estructural particularísima del «estar en el mundo». La angustia es, en el fondo, miedo a la muerte, ante la nada. El hombre nunca puede quitarse de encima esta angustia, porque el poder de la muerte está presente en medio de la vida. Por tanto, sería la situación de muerte del hombre lo que se expresa por las palabras: «En el mundo tenéis tribulación» o «angustia». Pero si Jesús puede decir frente a eso «consolaos, ya he vencido al mundo», tal afirmación sólo se mantiene porque Jesús es el resucitado, el vencedor del mundo. Su victoria sobre el mundo es en realidad la victoria sobre el poder mortífero que domina al propio mundo. Sólo entendiéndola así tiene la palabra de Jesús un sentido grave, y no se queda en una pretensión triunfalista. Sólo cuando se vence al poder de la muerte, está realmente vencido el mundo con su miedo y su tribulación. Pero la fe -y ahí radica su verdadero y auténtico consuelo- ya ha entrado ahora a participar de ese triunfo de Jesús. Y es que, como resucitado, Jesús es el donador de vida escatológica. Así la fe se convierte en la fuerza liberadora para vida del hombre que está en medio de un mundo de muerte. El evangelio de Juan proclama desde la primera a la última página este mensaje escatológico de victoria. Así se echa de ver sobre todo en la forma en que el evangelista presentará la pasión de Jesús: como un relato de su victoria. Responde, pues, perfectamente bien al propósito de su exposición que el discurso de despedida se cierre con esta palabra victoriosa cargada de promesas.
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146.EI misterio de Jesús, en Pensamientos.
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Meditación

El texto habla de la escatológica victoria de Jesús sobre el mundo: «En el mundo tenéis tribulación, pero consolaos, yo he vencido al mundo.» Suena como eco de esta palabra lo que se dice en la carta primera de Juan: «Porque todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe. ¿Y quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (/1Jn/05/04-05).

Los destinatarios de esas palabras eran de hecho los miembros de una comunidad atribulada, insegura en su posición al margen de la legalidad y perseguida por el entorno pagano; para ella el concepto «tribulación» por parte del mundo tenía un contenido muy concreto. Frente a los amigos de Jesús la sociedad pagana seguía mostrándose cerrada y hostil. Si a esa comunidad se le recordaba la victoria de Cristo, con lo que ésta comportaba de afianzamiento y consuelo (cf. también Ap 19,11-16), no era en primer término para asegurar su existencia en este mundo, sino a fin de que se mantuviese para el amargo final.

Las palabras de victoria de las distintas misivas del Apocalipsis joánico producen en este sentido una fuerte impresión: «Al que venza le daré a comer del árbol de la vida que está en el paraíso de Dios... No temas por lo que vas a padecer. Mira, el diablo va a arrojar a algunos de vosotros a la cárcel para que seáis probados, y tendréis tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida. Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias. El que venza no sufrirá daño de la muerte segunda... Al que venza lo haré columna en el santuario de mi Dios, y no saldrá ya fuera jamás; sobre él escribiré el nombre de mi Dios, el nombre de la ciudad de mi Dios (la nueva Jerusalén que baja del cielo, de junto a mi Dios) y mi nombre nuevo. El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Ap 2,7.10-11; 3,12s) 152.

Los conceptos «victoria», «vencer» y «vencedor», tal como los interpreta sobre todo el Apocalipsis joánico, no han de entenderse en un sentido intramundano. Por consiguiente, victoria no es equivalente a éxito mundano. El triunfo ha de entenderse más bien en un sentido única y exclusivamente escatológico. Sólo se manifestará al final con el retorno de Cristo y con la aparición de la nueva Jerusalén celestial. Hasta ese momento la comunidad sobre la tierra será una comunidad asediada por todo tipo de tribulaciones y angustias, no sólo procedentes de fuera, sino también -lo que es más importante- desde sus propias filas, «desde dentro». En el ámbito interno de la comunidad misma aparecen como tribulación el abandono del «amor primero», toda índole de falsas doctrinas y de conductas equivocadas, el cristianismo ficticio, la tibieza: «Pero tengo contra ti que has dejado tu amor primero... que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, y no eres ni frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca» (Ap 2,4.14.20; 3,1.15s). La referencia, por tanto, a la victoria escatológica hay que entenderla como una vigorosa exhortación a perseverar durante el tiempo de la tribulación hasta que llegue su fin. Al servicio de la misma motivación está también la referencia a la victoria de Cristo ya lograda. Conviene, sin embargo, no olvidar ni por un instante que, para Juan, la victoria de Cristo está radicalmente ligada a la cruz. Tampoco aquí se trata en modo alguno de una victoria mundana; lo que resulta aún más claro cuando se piensa que precisamente la resurrección de Cristo para una vida eterna y divina constituye la esencia de esa victoria.

Ciertamente que las palabras acerca de la victoria de la fe sobre el mundo, de modo especial en la redacción segunda de la carta primera de Juan -en que se dice que es «nuestra fe» esa victoria que vence al mundo- resuenan hoy en nuestros oídos de forma demasiado estridente, como para que podamos apropiárnoslas sin cautela y reservas de todo tipo. Una objeción fundamental la proporciona la pasada historia eclesiástica con su triunfalismo, en que esa victoria sobre el mundo se entendió a menudo de una manera tenaz dentro del marco de una idea de éxito mundano, a escala de historia universal y con ribetes cristianos. He aquí algunos ejemplos.

A la Iglesia antigua le pareció el cambio de Constantino, con el final de las persecuciones contra los cristianos y el reconocimiento estatal del cristianismo (Edicto de Milán, del 313), como una victoria de Cristo y de la Iglesia ortodoxa. Cuál fuera entonces el sentimiento dominante lo podemos descubrir en el siguiente texto de la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea (·EUSEBIO-CESAREA:262-339):

«Todos los hombres quedaban así liberados de la terrible dominación de los tiranos, y una vez libres de los sufrimientos anteriores, unos reconocían de un modo y otros de otro que el único Dios verdadero había intervenido en favor de los piadosos. Pero éramos sobre todo nosotros, que habíamos puesto nuestra esperanza en el ungido de Dios, los que nos sentíamos henchidos de un júbilo inefable, y una especie de alegría divina brillaba sobre todos nosotros. Vimos, pues, cómo cualquier lugar, que poco tiempo antes había sido destruido y arrasado por tiranos impíos, se alzaba nuevamente de una ruina completa y fatal, y cómo las iglesias volvían a levantarse desde los cimientos hasta una altura inconmensurable, con una suntuosidad mucho mayor que los templos destruidos. Más aún, los Césares supremos ampliaron y multiplicaron, mediante una legislación continua en favor de los cristianos, la alta gracia que Dios nos ha otorgado; los obispos reciben escritos, honores y donaciones monetarias de los Césares» 153.

De ese sentimiento hondamente triunfalista rebosa también el párrafo siguiente, tomado de una predicación del papa ·León-Magno-san (papa desde 440 al 461), pronunciado con motivo de la fiesta de los «príncipes de los apóstoles, Pedro y Pablo» -aunque no sabemos exactamente de qué año-:

«¡Amadísimos! Todas nuestras sagradas festividades son un bien común para todo el mundo. La reverencia hacia la fe, igual para todos, exige que todas las celebraciones de los hechos realizados para salvación de la humanidad entera, empiecen con la misma alegría. Sólo que, prescindiendo de la veneración que merece en todo el orbe la festividad de hoy, es nuestra ciudad la que debe saludarla con un júbilo muy particular. Aquí, donde los príncipes de los apóstoles terminaron su vida tan gloriosamente, conviene que también gloriosamente celebremos el día de su martirio. Pues ellos son, ¡oh Roma!, los varones que trajeron la luz del evangelio de Cristo; de maestra del error te convertiste en discípula de la verdad. Ellos son tus santos progenitores y tus pastores verdaderos, que por lo que hace a tu incardinación al reino de Dios, fueron unos fundadores mejores y más venturosos que aquellos que con su solicitud pusieron la primera piedra de tus muros; pues, uno de ellos, el que te dio nombre, empezó por deshonrarte con su fratricidio. Estos dos apóstoles son los que te han llevado a tan alta fama. Por la santa sede del bienaventurado Pedro has llegado a ser una generación consagrada a Dios, un pueblo elegido, una ciudad de sacerdotes y reyes, la cabeza del mundo. Por la religión divina debías extender tu soberanía más aún que cuando lo hiciste con tu poder mundano. Y. aunque fuiste grande por tus muchas victorias, por las que extendiste tu dominio sobre tierras y mares, así y todo, el campo que te fue sometido por la dura guerra es menor que aquel otro del que te hizo soberana, el cristianismo pacífico» 154.

El texto nos proporciona una buena visión del origen de la ideología sobre una Roma cristiana y triunfalista. Lingüísticamente ello se expresa aplicando ahora a las realidades cristianas los conceptos del viejo ideario imperialista romano, y en especial los conceptos políticos y simbólicos que antiguamente exaltaban la grandeza de Roma. Sin embargo, no queremos pasar por alto las sutiles diferencias. Se celebra el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo -a los que ahora se llama con lenguaje cortesano «príncipes de los apóstoles», que es la traducción literal de praecipui apostoli-, es decir, se celebra su victoria en el sentido original cristiano. Fueron justamente esos varones, como se dice a continuación, los que llevaron a Roma la luz del evangelio. Por ello aparecen a los ojos de León el Grande, como los fundadores de la verdadera Roma, que es la Roma cristiana. Son los nuevos «padres sagrados», o lo que es lo mismo, los nuevos senadores de Roma. El impulso retórico trabaja con el argumento «de menor a mayor» (a minori ad maius): si el poder político de la Roma antigua fue tan grande, el poder espiritual será aún mucho mayor en sus efectos. Más aún, la religión ha extendido realmente el campo de influencia de Roma mucho más lejos de lo que jamás pudieron hacerlo los generales y los políticos; y todo ello sin violencia, como se subraya explícitamente.

Piénsese, además, en el ideal militante piadoso de la edad media cristiana con su espada al servicio de la fe; en las cruzadas contra los albigenses y los cátaros, en la conversión forzosa de los sajones, en la conducta de los portugueses al conquistar la India, o la de los españoles en la conquista de Méjico y del Perú. Aunque los detalles de estas dos últimas conquistas todavía nos son poco conocidos, permítasenos citar un ejemplo de la conquista del Perú por Pizarro 155. García escribe lo que sigue acerca del encuentro decisivo entre Pizarro y el inca Atahualpa, que tuvo efecto el sábado, 16 de noviembre de 1532:

Inmediatamente después de salir el sol un fuerte sonido de convocó a los españoles a las armas. En la revista Pizarro expuso a las tropas su plan. Y prosigue: «Cumplidos estos preparativos, se celebró una misa. Se invocó al Dios de las batallas para que extendiera su mano protectora sobre los soldados que estaban prontos a luchar por el engrandecimiento del imperio de la cristiandad. Todos entonaron enfervorizados el cántico Exurge Domine et iudica causam tuam. (¡Levántate, Señor, y haz triunfar tu derecho!). Al atardecer llegó el inca con su ejército. Como todavía vacilase, y no quisiera comparecer hasta el día siguiente para la negociación con Pizarro, fue atraído a una trampa. Pizarro envió al inca un mensajero, con el ruego de que se llegase ese mismo día a la ciudad, pues todo estaba dispuesto para su agasajo. Atahualpa accedió a ese ruego. Hizo levantar las tiendas, y el cortejo volvió a ponerse en marcha. Antes había hecho saber Atahualpa al caudillo español que había despedido a la mayor parte de sus guerreros... Ninguna noticia podía ser más grata a Pizarro. Parecía como si Atahualpa no tuviera otro deseo que el de acudir a la emboscada que le tenían preparada. «Me atrevería a afirmar que esto era el dedo mismo de la Providencia divina.» Cuando el inca entró, con su séquito de seis mil hombres, en la plaza mayor de Caxamalca, ésta se hallaba totalmente vacía, porque los españoles estaban al acecho. Sólo un fraile dominico llamado Vicente de Valverde, que era también el confesor de Pizarro, se encontraba en la plaza. Este dominaba el dialecto quechua. Con un Crucifijo y la Biblia en la mano empezó en seguida su prédica de conversión en presencia del inca. Después de exponer la confesión de fe cristiana, continuó diciendo: ««El Salvador dejó sobre la tierra al apóstol Pedro como su lugarteniente; éste entregó su ministerio al papa, y ése a su vez a los papas siguientes. El papa, que ahora tiene potestad sobre todos los gobernantes del mundo, ha confiado al emperador español, el más poderoso de todos los príncipes, el encargo de someter y convertir a los nativos del hemisferio occidental. Francisco Pizarro ha venido ahora para cumplir el encargo confiado. Pero yo os exhorto ahora, Atahualpa, para que abjuréis de la superstición en que estáis prendido. Además, debéis reconocer que desde hoy venís obligado a pagar tributo al emperador español.» Atahualpa estaba como petrificado después que el dominicano hubo terminado su discurso. Entonces dijo con una voz que resonaba a odio: «No seré jamás obligado a pagar tributo. Yo soy el mayor príncipe de la tierra, nadie me iguala. ¿Cómo puede el hombre, que se llama papa, otorgar tierras que no son propiedad suya? No negaré tampoco de mi fe. Vuestro Dios ha sido muerto por los hombres que él ha creado. Mi dios -y al decir estas palabras señalaba al sol- vive en el cielo y desde allí mira a sus hijos.» Entonces compareció también Pizarro en la plaza. Y vio cómo Atahualpa arrancaba al fraile la Biblia de las manos y la arrojaba al fuego. Había llegado el momento. Con una cinta blanca Pizarro dio la señal convenida. Se disparó el cañón; y los españoles irrumpieron en la plaza. Al grito de «¡Sant Yago!», la gente de a pie y la caballería se lanzaron en apretada formación contra las huestes indias.» Atahualpa fue apresado y muerto más tarde. Y no carece de cruel ironía lo que se dice del padre Valverde: «Procuraba consolar a Atahualpa y hacerle comprender que cuantos se oponían a los campeones de Cristo, estaban destinados a la ruina» 156.

A los católicos no nos gusta, en general, que nos pongan ante los ojos tales sucesos del pasado. Durante siglos fueron perseguidos los judíos por la conciencia cristiana; y hasta hoy hay hechos relacionados con la conquista y «cristianización» de Latinoamérica que simple y llanamente no se conocen. Tras la lectura de relatos, como el transcrito, cabe preguntar: ¿Qué Dios era realmente aquel en que creían aquellos conquistadores, ese cruel «Dios de las batallas», que consideraba a una parte de sus criaturas como enemigos suyos, que no sólo permitía, sino que reclamaba las conversiones por la fuerza, y que toleraba el asesinato en masa y hasta la aniquilación de innumerables tribus indias? Al dominico del relato no le atormentaba la menor duda cuando otorgaba plenos poderes al papa y al rey de España para disponer de las tierras recién descubiertas y reclamar la sumisión del inca. ¿No se muestra éste mucho más grande, cuando afirma con toda razón: Vuestro Dios ha sido muerto por los hombres que él había creado, mientras que mi dios vive en el cielo y desde allí mira a sus hijos, exactamente igual que el Dios y Padre de Jesús, que hace salir su sol sobre buenos y malos? D/BATALLAS: Es aquí donde está realmente el punto decisivo: el «Dios de las batallas» no es de hecho el Dios y Padre de Jesús. Aquél es el dios de los dominadores, que debe legitimar a los idólatras del poder, del dominio del hombre por otro hombre, el Dios que aniquila a «sus enemigos», sean los del Estado o los de la Iglesia. ¡Hemos de reconocer abiertamente que ese «Dios de las batallas» fue al que se consideró y mantuvo siempre en la historia del cristianismo occidental como «el verdadero Dios», «el Dios de los cristianos» ¡Muchos bautizados jamás han conocido a otro Dios. Al Padre de Jesús, al Dios del amor, jamás se lo han encontrado; el suyo ha sido más bien el Dios de los ergotistas y de los dominadores.

No hay duda de que ése no es el Dios al que aluden las palabras acerca de la victoria de Cristo. Échese una mirada al triunfalismo cristiano de occidente, y veremos que se alza contra los propios cristianos la palabra del apóstol Pablo: «El nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles a causa de vosotros» Rm/02/24. El ateísmo moderno es, en buena parte, producto de la incomprensible «historia victoriosa» de la fe guerrera europeo-imperialista, que identificó sin escrúpulos de ninguna clase la conquista y destrucción de pueblos y culturas diferentes con la misión y expansión del cristianismo. La historia de Atahualpa -que se ha repetido frente a todos los conquistadores cristianos de Europa- señala de manera inequívoca que el cristianismo tiene una grave culpa en el estado presente del mundo, sobre todo en las antiguas colonias.

La idea de «victoria de la fe» tiene, como puede advertirse, un lado extremadamente peligroso, cuando se quiere relacionar esta palabra, de algún modo, con determinados logros terrenos, incluso de dimensión histórica universal. A Martin Buber se debe esta profunda sentencia: «¡Éxito no es ningún nombre de Dios!» Los cristianos modernos debemos comprender que el «mundo» que hoy rechaza la fe es justamente el mundo que el cristianismo ha configurado y del que debe responsabilizarse. A causa de ese lastre histórico, que sin género de duda al lado de tantas lacras tiene también sus aspectos positivos -y que nosotros evidentemente damos por supuestos-, el adjetivo «cristiano» adquiere un anfibología profunda. El cristianismo se ha encadenado a los poderes dominantes, y sus representantes, incluidos los mismos papas, se han manchado de sangre las manos en el curso de la historia. Ello hace difícil hablar hoy sin reservas del «triunfo de la fe». De hecho, esa manera de hablar sólo es cierta referida al «consumador de la fe, Jesús» (Heb 12,2). Sólo él ha vencido, y precisamente como víctima de los poderes religiosos y políticos del mundo.
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152. Cf. además Ap 2,17.26; 3,5.21.
153. EUSEBIO, Hist. eccl. X,2,1-2.
154. LEÓN MAGNO, Sermo LXXXII,1, según el texto de TH. STEEGER.
155. La fuente del relato es el Diario de fray Celso García, en la conquista del Perú. Pizarro y otros conquistadores 1526-1712, publicado por R. Y E. GRUN, Tubinga y Basilea 1973.
156. Cf. o. cit., p. 47-54.