CAPÍTULO 11


LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO (11,1-57)

Con el relato de la resurrección de Lázaro (11,1-44) empieza el preludio a la historia de la pasión, porque esa «señal», en la historia joánica de Jesús, es el motivo directo de la condena a muerte de Jesús, decretada por el sanedrín o gran consejo (11,45-53). Es éste un punto que Bultmann ha destacado atinadamente: «Se da el giro; se acerca la hora de la pasión. El motivo externo del cambio fatídico es la resurrección de Lázaro, y el evangelista ha puesto bien en claro esa su importancia». Por ello hemos de intentar hacernos una idea lo más clara posible de la óptica joánica. En el Evangelio según Juan la resurrección de Lázaro constituye, a no dudarlo, la más alta e insuperable de las «señales». Aquí no se trata de la curación de un enfermo, ¡sino de la resurrección de un muerto, que lleva cuatro días en la tumba! A ello se suma la especial significación teológica de la «señal», que se deja sentir, una y otra vez, en diferentes planos y que en su punto culminante apunta al propio Jesús como «la resurrección y la vida» (11,18-27). La narración es, pues, el verdadero preludio a la pasión de Jesús, y el lector debe saber, ya desde ahora, que el camino de Jesús no es en definitiva un camino hacia la muerte, sino un camino que, a través de la muerte, conduce a la glorificación, a la resurrección y a la vida. Así, en la visión joánica la luz de pascua brilla ya desde el comienzo sobre el camino de Jesús, que en su realidad histórica pasa ciertamente de primero por la oscuridad incomprensible del sufrimiento humano.

El motivo teológico de esos relatos de resurrección de muertos es evidentemente el de señalar a Jesús como vencedor del poder de la muerte. La fe atribuye ese poder a Jesús. Están, pues, fuera de duda el carácter y el contenido kerigmáticos de ese género literario, por lo que no dejan de plantear graves dificultades tales relatos en cuanto a su realidad histórica, pues que esos «signos y milagros» contradicen de manera radical cualquier experiencia humana. Ello no debería discutirse con una apologética falsa y superficial. En Jn 11 la cosa se agrava aún más por cuanto que esa narración se presenta como la «señal» última y suprema, que desemboca directamente en la sentencia capital del consejo supremo contra Jesús, y por cuanto la tradición sinóptica sobre Jesús no sabe del hecho absolutamente nada. En ese sentido la pregunta acerca de la historicidad de la resurrección de Lázaro sólo puede recibir una respuesta claramente negativa (*). Por ello resulta también aquí tanto más importante el contenido predicacional de la historia, expresado en forma clara e inequívoca: Jesús en persona es la resurrección y la vida. Lo cual significa que en el relato de la resurrección de Lázaro laten la primitiva fe pascual de los cristianos, la confesión de fe en el resucitado y en su permanente presencia en la Iglesia, así como la confesión de que la fe en Cristo resucitado constituye ya una participación en la vida de la resurrección. La tarea de la exégesis es la de analizar sobre todo el propósito de tales afirmaciones.

La división es relativamente simple:

1. Enfermedad, muerte y resurrección de Lázaro (11,1-44).

a) La noticia de la enfermedad de Lázaro (11,1-3).
b) Reacción de Jesús ante la noticia (11,4-6).
c) La marcha hacia Judea (11,7-16).
d) El encuentro con Marta (11,17-27).
e) El encuentro de Jesús con María; los judíos (11,26-37).
f) El signo de la resurrección de Lázaro (11,38-44).

2. La sentencia capital del consejo supremo (11,45-53).

3. Jesús se retira (11,54-57).
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Insatisfactoria se me antoja la salida de Schnackenburg, para quien los sinópticos «pasan por alto la resurrección de un muerto o porque la desconocen o porque les pareció superflua al lado de los otros milagros que habían ya referido de Jesús». En cualquiera de los casos «se mantiene la conexión causal, históricamente difícil, entre la resurrección de Lázaro y la sentencia de muerte decretada por el consejo supremo».
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1. ENFERMEDAD, MUERTE Y RESURRECCIÓN DE LÁZARO (11,1-44)

La exposición que sigue parte también aquí del texto actual, en cuya disposición es típico el trenzado de narración y diálogo, de historia del signo e interpretación.

a) La noticia sobre la enfermedad de Lázaro (Jn/11/01-03)

1 Había un enfermo, Lázaro de Betania, la aldea de María y de su hermana Marta. 2 María era la que ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro estaba enfermo. 3 Enviaron, pues, las hermanas a decir a Jesús: Señor, mira que aquel a quien amas está enfermo.

La narración empieza con un relato escueto de la enfermedad de un hombre llamado Lázaro, de Betania (v. 1a). Betania era una pequeña aldea, sita al este de Jerusalén, a unos 3 km (1). El lugarejo, que en otros pasajes se menciona como el punto de permanencia de Jesús en la ú]tima semana de su vida (cf. Mc 11,1.11.12; 14,3), se identifica aquí con la aldea (por lo demás desconocida) «de María y de su hermana Marta»; simultáneamente las dos mujeres son introducidas como hermanas de Lázaro. Se supone además que ambos nombres son bien conocidos; lo cual equivale a decir, que eran conocidas por la tradición (cf. el relato de Lc en que Jesús se hospeda en casa de Marta y de María, Lc 10,38-42). También la figura de Lázaro -el nombre es una abreviación del nombre hebreo Eleazar, que significa «Dios ayuda»- podría estar tomada de la tradición lucana (cf. Lc 16,19-31). No es segura en modo alguno la hipótesis de que desde el principio el nombre Lázaro de Betania se relacionase ya con una historia de resurrección de un muerto; también puede ser una creación del evangelista para su propósito. A él se remonta asimismo la idea de que Lázaro, María y Marta fueran hermanos. Los incorpora a esa función literaria, porque son importantes para su relato. Así, pues, el v. 1 tiene el carácter de una exposición. Y a la misma pertenece también el v. 2, que habitualmente se entiende como una glosa posterior, y que establece la conexión explícita con la unción de Jesús en Betania (12,1-8), aunque puede ser también original, ya que subraya la conexión objetiva entre los relatos. Como quiera que sea, la referencia ha de tomarse más en serio de lo que suele hacerse en la exégesis.

La repetida alusión final del v. 2b a la enfermedad de Lázaro da ya a conocer el alto grado de urgencia de toda la situación. La enfermedad es siempre un proceso que, en la visión bíblica, mete al hombre en el círculo funesto de la muerte, en su proximidad. Así lo expresa el v. 3 indicando que las dos hermanas comunicaron inmediatamente a Jesús la enfermedad de su hermano Lázaro por medio de un mensajero, con la esperanza sin duda de que acudiría en seguida para ayudarlos. Se trata aquí el tema de la comparecencia de mensajeros, que aparece en las historias de milagros en que se trata de casos especialmente apremiantes. Sorprende el tratamiento de «Señor» otorgado a Jesús, que ciertamente no se entiende sólo como un título honorífico cristológico, sino que apela además al poder y competencia del taumaturgo, del que se espera ayuda. Y una vez más se subraya la urgencia del caso al designar a Lázaro como un amigo especial de Jesús: «a quien amas está enfermo». ¡Y no se puede dejar en la estacada a un amigo en tal trance!
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1. «Betania, en la vertiente oriental del monte de los Olivos», a unos 15 estadios (3 km.) de Jerusalén, llamado hoy al Azarye.
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b) Reacción de Jesús ante la noticia (Jn/11/04-06)

4 Cuando Jesús lo oyó, dijo: Esta enfermedad no es de muerte, sino para la gloria de Dios: para que por ella sea glorificado el Hijo de Dios. 5 Amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro. 6 Sin embargo, cuando oyó que éste estaba enfermo, todavía se quedó dos días en el lugar donde se encontraba.

La primera reacción de Jesús a la noticia de la enfermedad de Lázaro constituye a la vez la primera referencia al plano en que se ha de contemplar y entender la historia: el plano de la kerygmática teológica. Considerada desde el punto de vista meramente humano, la respuesta sería totalmente imposible y representaría una negativa al servicio de amistad solicitado. Por el contrario, en un plano teológico-kerygmático la respuesta de Jesús tiene un perfecto sentido cuando dice: «Esta enfermedad no es de muerte, sino para la gloria de Dios» (cf. 9,3b: «... para que se manifiesten las obras de Dios en él»). La fórmula «esta enfermedad no es de muerte» no significa, desde luego -como lo demuestra la historia-, que la enfermedad no desemboque en un desenlace fatal, sino que las cosas no quedarán simplemente en ese desenlace; es decir, que la muerte no será la última palabra. Sin duda que la fórmula contiene intencionadamente un doble sentido, incluso de cara al lenguaje que en seguida van a emplear los discípulos. Esa «enfermedad» con su proceso y sus consecuencias habrá de contribuir, en definitiva, a la glorificación de Dios. Lo cual quiere decir asimismo que debe manifestar la gloria de Dios, y ello porque el Hijo de Dios, Jesús, será glorificado por causa de ella. En definitiva es la acción de Dios la que se hace patente en el curso de la historia, y sobre todo en su punto culminante. Pero la acción de Dios se cumple de tal modo en la acción de Jesús que el propio Jesús experimenta una glorificación de Dios en su propia acción salvadora y reveladora, y de manera muy particular en las «señales». Al obrar Jesús el signo, como el revelador de Dios, glorifica con él a Dios a la vez que es glorificado por Dios; lo cual equivale a refrendar y reforzar su autoridad. Al mismo tiempo, sin embargo, todo el acontecimiento apunta con su carácter simbólico a la auténtica glorificación de Jesús por Dios en su muerte y resurrección (cf. 13,31s). El concepto de glorificación conecta la historia del signo de la resurrección de Lázaro con la historia joánica de la pasión y de pascua.

El v. 5 subraya una vez más que Jesús no sólo «amaba» a Lázaro sino a los tres hermanos. Estaba abierto a su amor y amistad. Simultáneamente con esa afirmación se indica que los tres hermanos pertenecen a «los suyos», de los que se dice en 13,1b: «...tras haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». De ese modo toda la narración está bajo el signo fundamentalmente positivo del amor de Jesús a los suyos, que muestra al lector cómo al final, y pese a todos los equívocos y dificultades, y pese, incluso, a la muerte misma de Lázaro, las cosas sólo pueden resultar bien. Los hombres, a los que llega el amor de Jesús, revelador y portador de la salvación, no pueden perderse. Jesús ama a Marta, a su hermana y a Lázaro. Por lo que también su comportamiento está impregnado de ese amor, aunque les pueda resultar extraño a quienes no conocen tales interioridades. Y eso es lo que ocurre precisamente cuando Jesús, tras conocer la noticia, no hace nada, sino que permanece todavía dos días en el mismo lugar (1). También ahí se puede captar una sutil referencia a la muerte y resurrección de Jesús, resucitado «al tercer día» de entre los muertos. Está fuera de duda que toda la narración de Lázaro hay que entenderla como «señal» respecto de la muerte y resurrección de Jesús.
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1. THEISSEN subraya el aspecto siguiente: «Jesús muestra su soberanía sobre el espacio y el tiempo de manera contrapuesta: en Jn 11 retrasa conscientemente la marcha: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto"» (p. 605.
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c) La partida hacia Judea (Jn/11/07-16)

7 Después de esto, por fin, dice a los discípulos: Vámonos de nuevo a Judea. 8 Dícenle los discípulos: Rabí, hace poco que los judíos querían apedrearte, ¿y otra vez quieres ir allá? 9 Respondió Jesús: ¿No son doce las horas del día? Cuando uno camina de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo. 10 Pero si uno camina de noche, tropieza, porque no tiene luz.

11 Esto dijo y después les añade: Nuestro amigo Lázaro se ha dormido; pero voy a despertarlo. 12 Dijéronle los discípulos: Señor, si se ha dormido, se pondrá bueno. 13 Jesús se había referido a la muerte de aquél, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño. 14 Entonces, por fin, les dijo Jesús claramente: Lázaro ha muerto; 15 y me alegro de no haber estado allí, por vosotros: para que creáis. Pero vámonos a verlo. 16 Tomás, llamado el Mellizo, dijo a sus condiscípulos: Vamos también nosotros a morir con él.

En esta perícopa se establece con especial claridad 1a relación interna entre la narración sobre Lázaro y el preludio a la historia de la pasión en el Evangelio según Juan. La partida hacia Betania es a la vez la marcha hacia la pasión. Juan conecta también así el motivo de la resistencia de los discípulos a la vía dolorosa de Jesús, y lo expresa mediante un hábil amontonamiento de equívocos por parte de los discípulos. El lector tiene la impresión de que los discípulos interpretan mal intencionadamente las palabras de Jesús porque temen ese camino hacia Judea. Psicológicamente se podría hablar aquí de una motivación inconsciente de los equívocos.

Es significativo que en el v. 7 tome Jesús personalmente la iniciativa de regresar a Judea; es él quien decide el tiempo y la hora de su actuación y de su camino hacia la pasión, conforme a la voluntad del Padre. Los discípulos ponen una objeción, en sí justificada, de que no hace todavía mucho que los judíos querían apedrearle (cf. 10,31.39). Ningún hombre pensaría en meterse conscientemente en un nuevo peligro de la vida, regresando a un lugar tan peligroso. Así, pues, la objeción estaba perfectamente justificada en todos los aspectos, según los criterios humanos. Jesús responde, sin embargo, con una metáfora, que sin duda contiene la posibilidad de equivoco (v. 9s): «¿No son doce las horas del día? Cuando uno camina de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo. Pero si uno camina de noche, tropieza, porque no tiene luz [porque la luz no está en él].»

La metáfora arranca de la concepción de que la luz exterior y la luz interior se corresponden y condicionan mutuamente. Compárese al respecto la metáfora de /Mt/06/22-23: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si, pues, tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará iluminado; pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo quedará en tinieblas. Y, si la luz que hay en ti es tinieblas, ¡qué densas serán las tinieblas!»

A este respecto comenta H. Schurmann: «El palestinense concibe el cuerpo como una casa; y el ojo no es sólo una ventana, que permite pasar la luz, sino una fuente luminosa que ilumina la casa entera. Un ojo sano proporciona luz a la casa, mientras que un ojo enfermo hace que todo esté en la oscuridad.» Hay que comparar además el texto presente con Jn 9,4: «Mientras es de día, tenemos que trabajar en las obras de aquel que me envió; llega la noche, cuando nadie puede trabajar.»

También aquí se piensa de manera parecida. Se trata de aprovechar al máximo el tiempo que aún queda. La pregunta ¿No tiene el día doce horas? Hay que entenderla como una alusión al hecho de que todavía se dispone del tiempo suficiente, en el sentido de que el «día de la actividad» de Jesús no ha llegado aún a su fin. Y nadie puede acortar caprichosamente ese tiempo. Sólo en el no tiempo de la noche resulta todo peligroso justo por la falta de luz y la consiguiente imposibilidad de orientarse. Simultáneamente aparece la noche como el ámbito de la desgracia (cf. 13,30b: «era ya de noche»). También aquí es idea fundamental que el tiempo de Jesús no lo definen las circunstancias ni los peligros humanos, sino la voluntad de Dios. Y eso quiere decir, a la inversa, que mientras Dios determina el tiempo de Jesús, los hombres no pueden llevar a término sus proyectos tenebrosos; también ellos están sujetos a ese tiempo. Es decir, que el miedo de los discípulos es totalmente infundado. Y ése es el sentido de la metáfora: calificar el miedo de gratuito.

Tras el empleo de la metáfora, Jesús informa a sus discípulos de la situación real (v. 11): «Nuestro amigo Lázaro se ha dormido, pero voy a despertarlo.» También esta información se la da en un lenguaje figurado. Personalmente Jesús, como revelador no tiene necesidad de ulteriores informes; «sabe» que en el ínterin Lázaro ha muerto, y lo expresa con la comparación del sueño de la muerte. Y también ahora los discípulos entienden mal la afirmación de Jesús. El equívoco joánico -«Señor, si se ha dormido, se pondrá bueno»- tiene carácter de sabiduría popular: el sueño de un enfermo grave se interpreta como signo de una incipiente mejoría (1). Y a la vez vuelve a señalar la repugnancia interior que los judíos sienten por volver a Judea. La frase suena a pretexto: Si Lázaro está mejor, no tenemos necesidad alguna de regresar allí.

El v. 13 explica, a modo de glosa, el equívoco por cuanto que Jesús había hablado de la muerte de Lázaro, mientras que los discípulos habían entendido la palabra en el sentido natural de sueño. Y, como los discípulos continúan sin poder o querer entender, Jesús se ve forzado a expresarse con toda claridad: ¡Lázaro ha muerto! (v. 14). Y agrega: «Me alegro de no haber estado allí por vosotros, para que creáis» (v. 15). Se trata, en definitiva, de la fe de los discípulos. Son ellos los que han de contemplar y creer en Jesús mediante el magnífico signo de la resurrección de Lázaro (cf. 2,11). Una vez aclaradas las cosas y solucionadas las dificultades, puede emprenderse el camino: «¡Vámonos a verlo!» Frente a ese gesto la actitud de Tomás el Mellizo -que por primera vez aparece aquí en su típico papel joánico de «escéptico» (2) tomando la representación de los discípulos y diciendo: «Vamos también nosotros a morir con él», se nos antoja como una reacción fatalista ante la muerte de Lázaro y el destino terrible de Jesús (v. 16). Difícilmente puede verse ahí la disposición al seguimiento: o, en el mejor de los casos, tendría el sentido de que los discípulos ni siquiera ahora se separan de Jesús, sino que forman una comunidad de destino indestructible. En la exposición joánica son la resignación y el miedo lo que domina en el círculo de los discípulos, en modo alguno la renuncia animosa del creyente.
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1. Berakh 57b: «Seis cosas son buena señal para un enfermo, a saber, el estornudo, el sudor, el movimiento del vientre, la eyaculación, dormir y soñar».
2. A Tomás lo menciona repetidas veces el cuarto Evangelio: 11,16; 14.5; 20,24.26.27.28; 21,2. Sobre la importante perícopa de Tomás en Jn 29,24-29, cf. los comentarios.
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d) El encuentro de Jesús con Marta (Jn/11/17-27)

17 Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. 18 Betania estaba cerca de Jerusalén: como unos quince estadios. 19 Habían venido muchos judíos a casa de Marta y María, para consolarlas por lo de su hermano. 20 Cuando oyó Marta que llegaba Jesús, salió a su encuentro; María, en cambio, seguía sentada en la casa. 21 Dijo Marta a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. 22 Pero aun ahora, yo sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá. 23 Dícele Jesús: Tu hermano resucitará. 24 Contéstale Marta: Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día. 25 Respondióle Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; 26 y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? 27 Ella le contesta: Sí, Señor, yo he creído que tú eras el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.

El encuentro de Jesús con Marta y el diálogo de revelación y de fe que se entabla entre ellos constituye el climax interior de todo el relato. Jesús, pues, ha llegado a Betania. La situación que allí encuentra es la de que Lázaro no sólo ha muerto sino que lleva cuatro días en la tumba (v. 17). Esta indicación contribuye a subrayar «el alto grado de lo milagroso», ya que destaca la dificultad gravísima que impide la ayuda de Jesús. Según la concepción judía, el alma de un difunto regresa durante los tres primeros días a la tumba, contando con un reencuentro con el cuerpo muerto, para separarse después definitivamente (1); de tal modo que también la indicación cronológica «debe excluir cualquier duda sobre la muerte ocurrida». En tal estado de cosas ¿cabe todavía hacer algo? Normalmente no.

El v. 18 nos instruye brevemente sobre la ubicación de Betania: el lugar está próximo a Jerusalén, unos 15 estadios (= 3 km). La observación está a su vez relacionada con la presencia de «muchos judíos» acudidos al lugar con el propósito de «consolar» a Marta y a María por la muerte de su hermano (v. 19). Habida cuenta también de que entre los judíos, en caso de duelo, la comunidad participa mucho más que entre nosotros hoy, y que «consolar a los tristes» era una de las principales obras de misericordia, «los judíos» de este relato tienen además otro papel importante: representan a la opinión pública, que debe hacer de testigo del milagro, y en parte también de «coro» que formule todo tipo de opiniones sobre Jesús.

Cuando llega a oídos de Marta la llegada de Jesús, noticia que le ha precedido, sale inmediatamente a su encuentro, mientras que María se queda en casa (v 20). En la diferente conducta de las dos hermanas tal vez se expresan actitudes y expectativas diferentes; la fe de Marta es a todas luces mayor que la de María. Al encontrarse con Jesús, es Marta la primera en hablar: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano» (v. 21). Palabras que no han de entenderse como un reproche, según aparece en el v. 22, sino más bien como una manifestación de confianza en la virtud salvadora de Jesús: si él hubiera estado presente, sin duda que habría sanado a Lázaro. En todo caso, incluso ahora, después de muerto Lázaro, su confianza en Jesús es inquebrantable, cuando dice Marta: «Pero, aun ahora, yo sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.» Ésa es una manifestación de confianza sin reservas ni limitaciones, que atribuye a Jesús todo lo positivo sin poner condiciones ni límites de ninguna clase, dejando en manos del propio Jesús la forma en que quiera emplear su poder y ayuda. A este sentimiento de confianza total Jesús responde ante todo con la promesa segura de que «Tu hermano resucitará» (v. 23). Marta replica a su vez con la concepción tradicional de la fe en la resurrección sostenida por el primer rabinismo judío y por los primeros cristianos (2): «Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día» (v. 24). La respuesta inmediata de Jesús en los v. 25-26 enlaza con esa esperanza judeocristiana de la resurrección para reinterpretarla de un modo completamente nuevo con una solemne afirmación: «Yo soy», diciendo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto?»

Con toda objetividad nos preguntamos qué significa esta enorme e inaudita afirmación «Yo soy» del Jesús joánico. Pues significa, en primer término, que Jesús es personalmente «la resurrección y la vida». Lo que la primitiva concepción judía esperaba únicamente del futuro, lo que el cristianismo primitivo veía iniciado ya en la resurrección de Jesús y que aseguraba ya con toda certeza el futuro (cf. sobre todo Pablo), es algo que ya se ha dado en Jesucristo, el resucitado, y que en él está presente para la fe y en la fe. No se puede, pues, decir simplemente que para la fe existe una definitiva esperanza futura en el sentido de una «resurrección escatológica de los muertos», sino que «resurrección y vida» son por sí mismas predicados escatológicos de Jesús, se «encarnan» y están presentes en él de una manera permanente. De tal modo que la fe que se dirige a él, como una comunión viva y personal con el propio Jesús, incluye a la vez la plena participación en la «resurrección y la vida».

FE/MU: En segundo lugar significa -y es algo que se sigue de lo dicho- la segura promesa de vida para los creyentes. El que cree «en mí» vivirá, aunque (todavía) esté muerto o tenga que morir (v. 25b). Es la fe en Jesucristo, la fe salvífica estrictamente cristológica, la que cuenta con esa promesa. Ciertamente que a ningún hombre, ni siquiera al creyente, se le ahorrará el trance de morir, como personalmente no se le ahorró al propio Jesús; de ahí que la muerte humano-terrena represente una tentación permanente, más aún, la tentación definitiva, a la fe. Mas, contra esa experiencia tenebrosa, opresiva y sin salida, está la promesa de Jesús: ¡Aunque haya muerto, vivirá! El v. 26 agrega, como una forma última y concluyente de refrendo a la promesa de la vida, que el creyente -que como tal es desde luego un viviente- le está prometida la plena participación en una vida que no conocerá merma. El que cree no morirá, sino que vivirá eternamente. La salvación de «la vida eterna», que va directamente ligada a la fe como tal, y que empieza ya en la hora presente, no experimentará limitación alguna por la muerte. El poder de la muerte está vencido, pese a que todos hayan de morir. La pregunta final: «Crees tú esto?», se refiere al contenido general de la afirmación: «Yo soy», a una con todo lo que ello significa para la general comprensión de «muerte» y «vida». Pues, difícilmente se podrá negar que de tales afirmaciones se sigue también una concepción radicalmente nueva de la vida y de la muerte, una nueva actitud vital. Vivir es un estar en comunión de vida con Jesucristo y con Dios por la fe y el amor; «muerte» significa la exclusión de esa comunidad de vida.

El texto constituye uno de los testimonios más importantes de la escatología joánica de presente, que puede entenderse como una corrección de la escatología tradicional según la posición que sostiene Bultmann, pero que también puede verse como un desarrollo consecuente de las premisas de fe del cristianismo primitivo, como aquí se intenta ver. El supuesto y punto de partida imprescindibles para este desarrollo ulterior es la cristología, y más en concreto la fe en Jesucristo resucitado y viviente, como el revelador y donador de la vida, enviado por Dios. En él personalmente se realiza, según la doctrina joánica, la salvación en todo su alcance y de manera definitiva. Salvación es en primer término lo que acontece con él, por lo cual tampoco es una cualidad física o humana separable de Jesús. En esa convicción hunde sus raíces la idea de la escatología de presente. De ella forma parte también, el Sitz im Leben, como encuadre vital y concreto, y como trasfondo experimental la primitiva liturgia cristiana, y quizá de un modo más concreto una determinada forma de primitiva celebración cristiana de la pascua, en la que se participaba de manera renovada en la presencia de Cristo y de su Espíritu.

En la escatología joánica de presente se da también la interpretación joánica de la existencia cristiana, según la cual la fe del hombre como tal incluye la participación presente en la salvación final, como una participación en la resurrección y la vida. Ahora bien, tal participación sólo es posible a su vez como participación en Jesús, es decir en la comunión cristiana, siendo a su vez la fe, el creer, lo que constituye esa comunidad desde el lado humano. Asimismo aquí se hace patente una vez más la unidad de donante y don: quien da la vida es la vida misma que él otorga; el resucitado es la misma resurrección. Por encima de cualquier contenido linguístico concreto, la fe joánica manifiesta la comunión de Cristo y de Dios como la realidad última de la fe, y desde luego en la experiencia permanente de contradicción y oposición por parte del mundo y de la necesidad de morir. La respuesta de Marta en el v. 27 a una pregunta de fe, p]anteada de un modo tan amplio y radical, no puede ser sino una confesión de fe radical, que en su fórmula confesional cristológica compendia toda la fe cristiana en el sentido del Evangelio según Juan (20,31): «Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.» Ese «sí», unido al «yo he creído», expresa el asentimiento pleno y firme a Jesús y su palabra. El tratamiento de Kyrios, «Señor», aparece en este relato con cierta frecuencia (en conjunto ocho veces), y tiene en el contexto de toda la narración el sentido peculiar de un titulo honorífico, puesto que Jesús aparece siempre como «Señor de la vida y de la muerte». La fe confiesa además a Jesús como «Mesías» e «Hijo de Dios», que ha venido al mundo. Esta es ]a confesión de fe cristológica, con los centros de interés específicos de Juan, que apuntan a la idea de la encarnación y a la cristología del Hijo del hombre. Con ello está ya dicho lo decisivo; la continuación de la historia no es más que su demostración gráfica.
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1. Bar Oappara ha enseñado: «La fuerza completa del duelo sólo se alcanza al tercer día. Al cabo de tres días torna el alma al sepulcro, pensando que puede volver (al cuerpo). Pero cuando ve el color (la palidez) de su rostro, que se ha mudado, se aleja de allí y lo abandona.»
2. Cf. las explicaciones correspondientes a Jn 5.21-20.
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e) El encuentro de Jesús con María; los judíos (Jn/11/28-37)

28 Y dicho esto se fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: El Maestro está aquí y te llama. 29 María al oírlo, se levanta en seguida y acude a él. 30 Pues Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que estaba aún en el lugar donde Marta lo había encontrado. 3t Cuando los judíos, que estaban en la casa con María, consolándola, la vieron que precipitadamente se levantaba y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. 32 Cuando llegó María a donde estaba Jesús y lo vio, se arrojó a sus pies, diciéndole: Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. 33 Jesús, al ver que ella lloraba y que también lloraban los judíos que habían venido con ella, se estremeció profundamente y se conmovió. 34 Luego preguntó: ¿Dónde lo habéis puesto? Y le contestaban: Señor ven y míralo. 35 Jesús se echó a llorar. 36 Decían los judíos: ¡Mira cómo lo amaba! 37 Pero algunos de ellos añadieron. Éste que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho también que este hombre no muriera?

Tras este diálogo se reanuda el hilo de la narración. Marta vuelve a la casa, donde se halla su hermana María y le dice al oído: «El Maestro está aquí y te llama» (v. 28). «Al oído» significa en este pasaje que Marta le da la noticia de la llegada de Jesús aparte, a ella sola y no a los judíos que están allí reunidos. También en esta situación María pertenece al bando de Jesús. Sólo para e]la cuenta ahora la llamada de Jesús. Y se siente tan directamente tocada por esta invitación, que se levanta y acude hasta Jesús «en seguida» (v. 29). Esto que resulta un tanto incomprensible lo explica el v. 30 explicando que Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que se hallaba aún en el mismo lugar en que Marta se había encontrado con él. Evidentemente al evangelista le interesa señalar que las dos hermanas acudieron al encuentro de Jesús, aunque con diferente actitud y entorno. Tiene empeño, por tanto, en este pasaje por mostrar el claro contraste, siendo fácil ver en qué consiste el mismo: se trata del contraste entre fe e incredulidad. En esa perspectiva la escena resulta comprensible.

Todo el duelo acompañante de «los judíos» sigue a María (v. 31). Cuando aquí se dice explícitamente que los judíos estaban en casa con María «consolándola», queda claro de qué se trata: ha de quedar expuesta la impotencia humana ante el destino fatídico de Lázaro y del hombre en general, así como la situación desesperada de la incredulidad. Lo que María tiene en común con la comitiva del duelo es el llanto y, con él, el desconcierto y la impotencia. Para Juan también está claro que el propósito comprensible de proporcionar consuelo no puede lograr su objetivo por ese camino. El verdadero consuelo llega de otra parte. Hasta qué punto la comitiva del duelo está prisionera en el horizonte humano se desprende asimismo de la falsa sospecha de que María vaya a la tumba para llorar allí. No saben que Jesús puede ayudar.

MU/ICD: El v. 32 describe el encuentro de María con Jesús: la mujer cae a sus pies revelando así una menor firmeza y dominio de sí misma que su hermana, aunque dice las mismas cosas: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano.»

Tampoco alienta en ella una fe plena, aunque no ha perdido su confianza en Jesús; llora con los judíos y persiste en el llanto funeral (v. 33). Si en este pasaje se dice que Jesús «se estremeció profundamente y se conmovió», no es tanto para manifestar su disgusto ante la multitud plañidera cuanto para expresar su conmoción frente al poder de la muerte y la impotencia de la incredulidad. A diferencia de Marta, en María no hay confianza alguna en que Jesús pueda abrir una posibilidad ulterior. Existe una conexión interna entre el poder de la muerte y la incredulidad.

Dado que aquí ningún consuelo humano ayuda ya nada, se justifica objetivamente que Jesús se disponga a ir a la tumba de Lázaro preguntando: «¿Dónde lo habéis puesto?» Y están dispuestos a mostrársela (v. 34). Y es en este momento cuando se dice que Jesús lloró (v. 35). Para muchos expositores modernos es éste un signo de la peculiar humanidad de Jesús. Al mismo tiempo se da noticia de otra manera de pensar con la pregunta de si quien ha abierto los ojos de un ciego no podía también haber procurado que Lázaro no muriera. Son muchos los enigmas que plantean los v. 35-37. ¿Por qué llora Jesús? ¿Llora realmente por la tristeza que siente ante la muerte de su amigo Lázaro? Ello le incluiría en la desesperación de quienes hacen duelo. No es ciertamente impensable una solidaridad de Jesús con los que están tristes (cf. Mt 5,4, que predica bienaventurados a los que lloran); pero ello más en un contexto sinóptico que joánico. ¿O es que llora Jesús por la falta de fe de los asistentes? En tal caso, la afirmación de los judíos es un equívoco joánico y una falsa interpretación típica, pues los no creyentes no serían capaces de entender que son ellos mismos por quienes Jesús llora.

Tampoco el v. 37 resulta completamente claro. ¿Se trata de una débil esperanza o más bien de un reproche? Lo único incuestionable es que se establece una conexión entre la curación del ciego y la resurrección de Lázaro. Y así todo queda flotando más o menos en el equívoco, como el llanto de Jesús.

f) La resurrección de Lázaro (Jn/11/38-44)

38 Jesús, estremeciéndose nuevamente, llega al sepulcro, que era una cueva, con una piedra superpuesta. 39 Dice Jesús: Quitad la piedra. Contéstale la hermana del difunto, Marta: Señor, ya hiede, pues lleva cuatro días. 40 Respóndele Jesús: ¿No te dije que, si crees, verás la gloria de Dios? 41 Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado. 43 Yo bien sabía que me escuchas siempre; pero lo he dicho por este pueblo que me rodea, para que crean que tu me enviaste. 43 Y después de decir esto, gritó con voz potente: ¡Lázaro, sal fuera! 44 Salió el muerto, con los pies y las manos atadas con vendas, y con el rostro envuelto en un sudario. Díceles Jesús: Desatadlo y dejadlo ir.

A medida que la narración se va acercando al punto culminante, se intensifica la tensión mediante el recurso estilístico del retraso. De nuevo se «estremece» Jesús, mostrándose profundamente afectado y disgustado frente a la incredulidad, como se da a entender en las manifestaciones de la multitud, que pasan completamente por alto el asunto. Y entonces marcha a la tumba (v. 38a), que se describe como la característica tumba cueva, cerrada con una piedra. Se piensa probablemente en la forma muy difundida de tumba cueva, de la que todavía hoy se muestran numerosos ejemplos precisamente en Jerusalén y sus cercanías. Llegado allí, Jesús da orden de que retiren la piedra de la boca de la cueva (v. 39). Marta, la hermana del difunto, interviene recordando que el cadáver lleva ya cuatro días allí y que huele mal, puesto que la descomposición ya ha empezado. La observación realista tiene que subrayar la imposibilidad del propósito y, por esa vía, hacer que el lector cobre mayor conciencia de la extraordinaria importancia del suceso. Jesús replica recordando a Marta la conversación que ha tenido con ella, así como la confesión de fe de Marta (v. 40): «¿No te dije que si crees, verás la gloria de Dios?» La reconvención remite además al comienzo de la historia; ha llegado el momento de probar claramente que esta enfermedad «no es de muerte sino para la gloria de Dios». Se advierte cómo el evangelista amontona en esta perícopa, inmediatamente antes del milagro, todos los motivos teológicos importantes del relato para señalar al lector de qué se trata. Tras esas palabras de Jesús retiran, por fin, la piedra de la entrada. Pero ahora el evangelista vuelve a introducir otro motivo retardante: una plegaria de Jesús (v. 41-42). Jesús adopta una actitud orante: «levanta sus ojos a lo alto» (cf. asimismo 17,1) y reza en voz alta. Es una acción de gracias.

En la imagen joánica de Jesús entra también su plegaria como un diálogo con el Padre (cf. 12,27ss; 175. Pero en Juan nunca ora Jesús para sí; su oración, cuando de ruego se trata, es sobre todo una impetración a favor de los discípulos, de los creyentes o del pueblo, sin más. El tratamiento de «Padre» con que empieza la oración, es típico de Jesús. El contenido de la plegaria es, sobre todo, una acción de gracias por la seguridad de que ha sido escuchado, y que aquí se refiere en concreto al milagro inminente. Así lo confirma el v. 42 al decir que Jesús sabe que Dios le escucha «siempre» y que, por lo mismo, no tiene necesidad de pedir explícitamente la realización del milagro. Está en comunión plena y directa con Dios. La plegaria la hace más bien «por el pueblo que le rodea», «para que crean que tú me enviaste». También aquí aparece perfectamente fundada una última referencia al sentido teológico del «signo»: al igual que cuantos signos ha realizado Jesús hasta ahora, también el más imponente debe llevar al reconocimiento de Jesús como «enviado de Dios».

Concluida la oración Jesús clama con voz potente: «¡Lázaro, sal fuera!» (v. 43). Y la palabra del donador escatológico de la vida produce su efecto, resucitando al difunto Lázaro a nueva vida. El muerto sale de la cueva ligado todavía con vendas y con el sudario sobre el rostro (*). Con la indicación de Jesús de que lo desaten y le dejen ir -una conclusión típica de relato milagroso- concluye la narración.
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* BILLERBECK: También Jn 20,6-7 se relaciona con el texto presente ya que al describir la sepultura vacía de Jesús, menciona los paños y el sudario que aparecen reunidos en distintos lugares. Sin embargo, hay que señalar la diferencia: Lázaro sale atado todavía con las vendas, porque tiene aún que volver al mundo; mientras que en Jesús las vendas quedan en el sitio como señal, y es que como resucitado, Jesús ya no pertenece a este mundo.
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2. EL SANEDRÍN DECIDE MATAR A JESÚS (Jn/11/45-53)

45 Cuando vieron, pues, lo que había hecho, muchos de los judíos, llegados a casa de María, creyeron en él. 46 Pero algunos de ellos se fueron a los fariseos para contarles lo que Jesús acababa de hacer. 47 Los sumos sacerdotes y los fariseos reunieron al sanedrín, y decían: ¿Qué hacemos, en vista de que este hombre realiza tantas señales? 48 Si lo dejamos continuar así, todos creerán en él, y vendrán los romanos y acabarán con nuestro lugar y con nuestro pueblo. 49 Pero uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: Vosotros no entendéis nada; 50 no os dais cuenta de que más os conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación vaya a la ruina. 51 Pero esto no lo dijo por su cuenta; sino que, como era sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación, 52 y no por la nación sola, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. 53 Desde aquel día tomaron, pues, la resolución de quitarle la vida.

Según la exposición joánica, la resurrección de Lázaro es el elemento desencadenante de la intervención de las autoridades judías contra Jesús de Nazaret. El texto de los v. 45-53 contiene el relato sobre la reunión del sanedrín y su resolución de matar a Jesús. En realidad introduce el relato de la pasión (cf. al respecto Mc 14,1-2, en que la historia de la pasión empieza con la condena a muerte; decisión que Juan ha anticipado). Para ello no hay duda de que Juan utiliza tradiciones más antiguas de un relato prejoánico de la pasión, aunque reelaborándolas con vistas a su propósito. Es curioso que en este contexto todavía no se diga nada sobre la traición de Judas. Sin duda que Juan la conoce (Cf. Jn 13,21-30 y el comentario), pero a diferencia de Mc 14,10s no refiere expresamente el hecho.

El primer efecto de la «señal», que relatan los v. 45ss, es la crisis operada por la misma, y la división y resolución que introduce. Primero, la reacción positiva: muchos de los judíos, que habían acudido a casa de María y que habían sido testigos del suceso, entendieron perfectamente el propósito de la señal y creyeron en Jesús. Pero se llega también a una grave reacción negativa (v. 46). Algunos de los testigos presenciales acuden a los fariseos, que aquí vuelven a aparecer como los verdaderos enemigos de Jesús; lo que a su vez está condicionado por las circunstancias históricas de hacia el año 90 d.C., y acuden para denunciar lo que Jesús ha hecho. Ello provoca una reunión (v. 47) de los sumos sacerdotes y fariseos en el sanedrín.

En tiempos de Jesús eran los saduceos y sus gentes los que aún poseían la mayoría en el consejo supremo; era, por tanto, su interpretación jurídica la que prevalecía en general, aunque dentro del sanedrín hubiera ya un fuerte grupo de fariseos. Los reunidos se preguntan: ¿Qué podemos hacer, ya que este hombre realiza tantas señales? (v. 46b). Se describe así la visión joánica del efecto que producen las «señales» de Jesús. Producen, en efecto, un prestigio público y contribuyen a formar un grupo fuerte, si es que no llegan a desencadenar un movimiento de masas. E inmediatamente se advierte el peligro: si a ese Jesús se le deja actuar a sus anchas, la cosa puede resultar políticamente catastrófica. Un movimiento de masas llamaría en cualquier caso la atención de los romanos, que no dudarían en cortar por lo sano acabando «con nuestro lugar y con nuestro pueblo». El «lugar» es evidentemente el templo, y el «pueblo» no es otro que el pueblo judío. La afirmación podría deberse a Juan, y probablemente tiene un sentido equívoco. Como, cuando Juan escribe, ya han ocurrido la destrucción del templo y la aniquilación de una gran parte del pueblo judío por obra de los romanos, habría que ver aquí una referencia indirecta. Exactamente lo que entonces se quiso impedir con la muerte de Jesús es lo que ha ocurrido entre tanto. A ello responde Caifás, que era el sumo sacerdote en funciones, y que presidía también el sanedrín. Si aquí se le presenta como «sumo sacerdote aquel año», no es ciertamente porque el Evangelio según Juan cuente con una duración anual del pontificado -en realidad Caifás permaneció en el cargo desde el 18 al 37 d.C., es decir, nada menos que durante 19 años-, sino porque era el sumo sacerdote el año en que murió Jesús. Se destaca, con ello, especialmente el año de la muerte de Jesús como «año de la salvación».

Su respuesta aparece como la de un típico político realista: es preferible que muera un solo hombre por todo el pueblo, que no la ruina de todo el pueblo. En una situación tan precaria, como la que viven, conviene sacrificar a un hombre tan peligroso, ofrecérselo como carnaza a los romanos, a fin de mantener al menos la paz pública. En todo caso es mejor que una carnicería llevada a cabo por los romanos. Muchos comentaristas reconocen lo fundamentado de la atribución a Caifás de tal mentalidad realista. Y ello porque, en este aspecto, tanto las grandes familias sacerdotales como los romanos tenían intereses comunes en el mantenimiento de «la paz y el orden», lo que contribuía asimismo al mantenimiento de las respectivas posiciones de poder. De manera parecida actuó también Herodes Antipas respecto de Juan Bautista: temiendo que pudiera desencadenarse un movimiento de masas, lo hizo meter en prisión para decapitarlo poco después.

Como quiera que sea, en los v. 51-52 el evangelista aporta una observación interesante, cuando dice que Caifás no dio tal consejo por su propio impulso y cuenta; más bien se debió a que «como era sumo sacerdote aquel año, profetizó». Juan conoce, pues, la idea de que el don profético le competía al sumo pontífice en virtud de su alto ministerio, concepción que se nos ha transmitido a propósito de Hircano l (134-104 a.C.). Es verdad que esta profecía se pronuncia de manera inconsciente y, según Juan, con un sentido mucho más profundo del que pudiera suponer el sumo sacerdote. El evangelista explica la afirmación «morir por el pueblo» en un sentido soteriológico como muerte vicaria y expiatoria, y además con un alcance universal. Y es que Jesús no debía morir sólo «por el pueblo (de Israel)», «sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (v. 52).

Late aquí la imagen de la reunificación escatológica de los dispersos, que con su muerte llevará a término Jesús, «el buen pastor que da la vida por sus ovejas». El consejo realista, y hasta cínico, del pontífice Caifás, adquiere -visto desde el plano divino de salvación- un matiz altamente positivo, del que, desde luego, el sumo sacerdote no tendría la menor idea.

Para enjuiciar esta afirmación hay que partir del hecho de que en este texto se expresa el pensamiento del circulo joánico acerca de los motivos judíos que indujeron al prendimiento y muerte de Jesús. Pero la visión joánica es más bien ésta: los sumos sacerdotes y los fariseos tenían miedo de que el movimiento suscitado por Jesús pudiera desencadenar una exaltación de las masas, lo que a su vez podría inducir a los romanos a intervenir -cosa que a menudo había ocurrido en años anteriores-, cargando no sólo contra Jesús sino contra todo el pueblo judío. De ahí el consejo de Caifás: es mejor intervenir de inmediato y echar mano al inductor de ese nuevo movimiento, ese Jesús de Nazaret, entregándolo a los propios romanos. Siempre será preferible a ser todos victimas de una carnicería por parte de los romanos.

En tal manera de ver las cosas merece atención el que el circulo joánico presente un cuadro de la situación política en Jerusalén al tiempo de la muerte de Jesús, que responde en buena medida a la situación coetánea que conocemos por otras fuentes y sobre todo por el historiador judío Flavio Josefo. Desde la perspectiva política la visión joánica está esencialmente más cercana a la realidad que el cuadro de los sinópticos. El motivo de querer evitar con el prendimiento, entrega y ejecución de Jesús un proceso que pudiera resultar peligroso para el pueblo y para su clase dirigente, resulta históricamente fiable. No hay nada que oponer.

El v. 53 cierra la perícopa con la observación de que desde aquel día la muerte de Jesús era un asunto concluso. Lo único que importará desde ahora es llevar a la práctica tal resolución.

3. JESÚS VUELVE A RETIRARSE (Jn/11/54-57)

54 Por eso Jesús ya no andaba en público entre los judíos, sino que se fue de allí a la región cercana al desierto a una ciudad llamada Efraím, donde permaneció en compañía de sus discípulos.

55 Estaba ya próxima la pascua de los judíos; muchos de aquella región subieron a Jerusalén antes de la pascua para purificarse. 56 Buscaban, pues a Jesús y se decían unos a otros mientras andaban por el templo: ¿Qué os parece7 ¿Vendrá a la fiesta o no? 57 Es que los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado ya órdenes de que todo el que supiera dónde estaba, lo denunciara, para ir ellos a prenderlo.

Si se había empezado por hablar del comportamiento de la multitud judía así como de la determinación del gran consejo del sanedrín de matar a Jesús, ahora, con el v. 54, se habla de la conducta del propio Jesús. Se retira por completo del escenario público y evita a «los judíos». Nada se dice acerca de si Jesús fue informado por alguien de la condena a muerte que pesaba sobre él, aunque en la concepción joánica tal información resultaba del todo innecesaria, puesto que Jesús sabe cuál es su situación. En la visión joánica es quizá más importante no hablar ahora de ello, toda vez que la hora de Jesús no ha llegado todavía. Aunque ahora se acerca de manera incontenible. El lugar al que Jesús se retira viene señalado como una ciudad llamada Efraím, emplazada cerca del desierto judío. «Probablemente se trata de la aldea actual de et-taijike. que en linea recta está 20 km al nordeste de Jerusalén y a una altura de 869 m». Allí habría permanecido Jesús con sus discípulos durante algún tiempo.

La perícopa siguiente (v. 55-57) prepara la pascua de la muerte de Jesús, la última semana pascual en Jerusalén, mediante una especie de cuadro ambiental. La fiesta judía de pascua estaba próxima. Juan vuelve a hablar aquí con un cierto distanciamiento de la «pascua de los judíos» (quizá para distinguirla de la ya existente festividad pascual de los cristianos). En ese tiempo era mucha la gente que se preparaba para la peregrinación de todos los años, a fin de poder participar de la fiesta pascual en Jerusalén. «Para purificarse» (o santificarse) significa aquí el previo hospedaje en Jerusalén, para alcanzar así la «pureza cúltica», necesaria para la fiesta máxima. Los peregrinos acudían de la región entera a la ciudad santa. Ahora bien, según Juan allí el centro de las conversaciones lo ocupaba Jesús: todos hablan de él, preguntan por él y le buscan, sobre todo cuando se encuentran en el templo: ¿Qué os parece? Esta vez no se atreverá a venir a la fiesta. ¿O tendrá quizá la osadía de presentarse? E1 escepticismo negativo tiene su razón de ser en el hecho de que los sumos sacerdotes y los fariseos han promulgado una orden pública de prendimiento de Jesús, que Juan precisa con todo detalle: Quienquiera que sepa el lugar de permanencia de Jesús -y se piensa sobre todo en Jerusalén- tenía la obligación de denunciarlo a las autoridades.

Los sinópticos conocen también esa orden de captura contra Jesús, por lo que su existencia no es totalmente inverosímil, toda vez que entre la «determinación de matar a Jesús» (Mc 14,1-2) y el ofrecimiento de Judas para entregarlo (Mc 14,10-11) bien puede suponerse una cierta conexión. Judas no habría hecho su ofrecimiento sin ningún motivo. Y ese motivo bien podría haber sido el anuncio público de que se quería prender a Jesús.
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Meditación

En la novela de Dostoievski, Rodion Raskolnikov, o Crimen y castigo, la historia de la resurrección de Lázaro representa una cima singular. El estudiante Raskolnikov, que había asesinado a una vieja prestamista y a su hermana, visita por primera vez en su habitación alquilada a una muchacha, Sonia, que había salido a la calle como prostituta y a la que ha conocido por casualidad.

«En toda esta habitación apenas si había un par de muebles. En el ángulo de la derecha había una cama, y a su lado, más cerca de la puerta, una silla. En la pared, cabecera del lecho, había junto a la puerta de la extraña habitación una mesa sencilla, cubierta con un tapete azul, y a su lado dos sillas de paja. En la pared de enfrente, cerca del ángulo agudo, había una pequeña cómoda de madera sencilla, que daba la sensación de perdida en medio de aquel vacío. Ese era todo el mobiliario.»

Cuando llega Raskolnikov ya es bastante tarde: las once de la noche. Entre Raskolnikov y Sonia se desarrolla un diálogo singular, que muy pronto se eleva a las cuestiones últimas del hombre. Raskolnikov dice: «Es la última vez que vengo a veros», aunque está allí por vez primera; lo cual da a la conversación la seriedad de lo definitivo. Después de una información introductoria sobre los patrones de Sonia pregunta Raskolnikov a la muchacha «Si hace la calle» dándole a entender que está al tanto de su actividad, de sus relaciones sociales, de las dificultades con su madrastra y con sus hermanos, de los que tendrá que ocuparse tras la muerte de su padre. Sonia defiende a su madrastra, Catalina Ivanovna: «Es tan desdichada, tan desdichada... y está enferma. Busca la justicia... Es pura... Cree que en todo debe haber justicia y la exige...» «¿Y qué será de ustedes?», pregunta Raskolnikov en tono tajante. La familia ha quedado a cargo de Sonia ¿y cómo se las va a arreglar? ¿Qué pasará ahora? Sonia, desde luego, no lo sabe, aunque defiende esa «comunión»; personalmente se lamenta de la crueldad que se experimenta con que ella se alegre del asesinato de Isabel. «¿Conocía a Isabel, la revendedora?», pregunta Raskolnikov. «Sí, pero usted... ¿la conocía también?», preguntó Sonia asombrada. «Catalina Ivanovna está tuberculosa en último grado, pronto morirá», dijo Raskolnikov, después de una pausa sin responder a su pregunta. Con lógica dura e implacable («era joven, pensaba en abstracto y, por lo mismo era cruel») muestra Raskolnikov el callejón sin salida en que se encuentra Sonia. La madrastra morirá en seguida; la situación de los hermanos es también desesperada, pero Sonia se resiste a que su hermana Polesca tenga también que hacer la calle: «¡Dios no permitirá esa abominación!» «Pues permite otras...» «¡No, no! ¡Dios la protegerá!...» «¡Dios!», clamó fuera de sí. «Acaso no hay Dios», replicó Raskolnikov con una especie de placer morboso, riendo mientras contemplaba a la pobre joven. La fisonomía de Sonia se alteró, recorriendo todo su ser un temblor convulsivo. Miró a Raskolnikov con expresión de indescriptible reproche, como si quisiera decir algo, pero sin lograr emitir una sola palabra, y estalló en sollozos, cubriéndose la faz con las manos.»

Esta escena recuerda el Sal 42: «Las lágrimas fueron mi pan día y noche, pues me dicen durante todo el día: ¿Dónde está tu Dios?» (Sal 42,4). La pregunta de si Dios existe o no, la pregunta de ¿Dónde está tu Dios?, formulada por el burlador ateo a la muchacha quebrantada no persigue sino hacer más consciente e insoportable el dolor sin salida. En esa situación se encuentra asimismo Raskolnikov.

«Hubo un prolongado silencio. Raskolnikov recorría la habitación de un extremo a otro sin mirar a la joven. Por último acercóse a ella con los ojos llameantes y la tomó por los hombros, mirando con extraña fijeza su rostro desolado. Su mirada era dura, inflamada, vidriosa; sus labios se estremecían espasmódicamente... De pronto con un gesto rápido, prosternóse y la besó en los pies. Sonia retrocedió, como lo hubiera hecho ante un demente. En efecto, Raskolnikov tenía toda la apariencia de un insano.» Y él declara: «No me he prosternado ante ti, sino ante todo el sufrimiento humano», que parece encarnado en la pobre Sonia. «Es cierto que eres una gran pecadora -añadió casi en éxtasis-, pero lo cierto es que te has inmolado y vendido en vano... ¡Sería más justo, mil veces más justo, terminar de una vez arrojándose de cabeza al agua!... También a ella se le había ocurrido esa idea... tanto que entonces no se horrorizó ni se extrañó al oírla de otros labios. Ni siquiera notaba lo que tenían de cruel esas palabras... Pero el joven comprendió perfectamente con qué monstruosa tortura la desgarraba, desde tiempo atrás su infamante situación.» Raskolnikov ve también la necesidad de que Sonia salga de aquella situación, si no ha de sucumbir a su peso. Realmente hace tiempo que debería haber sucumbido. «¿Qué misteriosa fuerza infundíale valor? Con seguridad, no era el gusto por la corrupción. Todo aquel oprobio no había hecho sino resbalar por su exterior; ni un átomo de verdadero vicio penetró en su corazón. Para Raskolnikov era visible, era la misma realidad que se erguía ante sus ojos...» Sólo la idea del pecado «y ellos» (los de su casa) le habían impedido suicidarse. Raskolnikov se empecina en la idea y le pregunta: «¿Ruegas mucho a Dios, Sonia?» Tras un breve silencio la muchacha contesta con fervor: «¿Qué sería de mí sin Dios?» «¿Pero qué hace Dios por ti?» «¡Cállese, no me pregunte nada! ¡No merece que le conteste -dijo por último con enojo y severidad... -¡Él lo hace todo!» Sobre la cómoda había un libro. Raskolnikov lo había notado en sus idas y venidas por la habitación. Lo tomó y examinó: era el Nuevo Testamento, que Isabel había dado a Sonia. «Dónde está la parte que se refiere a la resurrección de Lázaro? -preguntó de improviso.» Sonia hubo de buscar el pasaje y leerlo en voz alta. Ni uno ni otro frecuentaban la iglesia, ni siquiera Sonia, lo que provoca una mueca irónica de Raskolnikov. La muchacha, sin embargo, había estado la semana anterior con ocasión del funeral por Isabel, asesinada por Raskolnikov, aunque eso Sonia no lo sabe. «¿Eras amiga de Isabel?» «Sí..., era muy buena y amable... venía a veces... no muy seguido porque no podía. Leíamos juntas, conversábamos. Dios la tendrá a su lado ahora.» Raskolnikov está excitado... también él corre el peligro de enloquecer. Insiste en que Sonia lea la historia de la resurrección de Lázaro. Sonia duda, pero acaba por hacerlo.

«Sonia abrió el libro, buscando el pasaje. Sus manos temblaban y faltábale la voz. Dos veces trató de comenzar, pero sin poder articular la primera palabra... Raskolnikov comprendía en parte por qué Sonia no podía decidirse a leer, y cuanto más lo comprendía, con más grosera insistencia reclamaba la lectura. Hacíase cargo de] sufrimiento que debía de experimentar la joven al revelarle en aquel momento cuanto poseía de más íntimo.

Adivinaba que aquellos sentimientos constituían en cierto modo su verdadero misterio... » Sonia logra dominarse y continúa la lectura entre interrupciones... «Raskolnikov la escuchaba en completa inmovilidad, sin girar la cabeza, siempre acodado en la mesa y mirando de reojo.» La joven leía profundamente agitada; «temblaba como atacada de fiebre. Era lo que él había imaginado. Se acercaba al relato concerniente al milagro inaudito, y un sentimiento de triunfo apoderábase de ella. Su voz vibrante, con sonoridades metálicas, el acento del triunfo y de la alegría, le prestaban resonancia y firmeza. Las letras bailoteaban ante sus ojos anegados en llanto, pero sabía de memoria lo que estaba leyendo.» Y leyó el texto bíblico pensando exclusivamente en su único oyente. «¡Y él, él, que también es ciego y descreído, también comprenderá, dentro de un instante, también creerá, sí, sí!...» Interrumpió la lectura con el pasaje: «Cuando vieron, pues, lo que había hecho, muchos de los judíos, llegados a casa de María, creyeron en él...» «La joven no leyó más; no hubiera podido. Y cerrando el libro se levantó con presteza de la silla.» «Esto es todo lo que concierne a la resurrección de Lázaro, balbuceó con voz quebrada y nerviosa. Luego quedó en silencio, sin atreverse a mirar a Raskolnikov, sacudida por incesante temblor. El cabo de vela, a punto de consumirse en el candelero, alumbraba en aquella miserable habitación al asesino y a la prostituta, que al azar había reunido para que leyeran juntos el libro eterno.» Tal es la historia.

La novela de Dostoievski gira en torno al tema de la culpa humana y del «renacimiento» a una nueva vida (ésta es la palabra propia, mientras que el «castigo» es sólo un elemento concomitante). Mas no se trata sólo del aspecto moral de la culpa, sino de algo más profundo: de su carácter religioso y teológico. El crimen, que Raskolnikov ha cometido y para cuya justificación ha ideado una interesante teoría, una especie de ideología justificatoria, que le toca sobre todo a él mismo. En un sentido más profundo el crimen le ha matado a él mismo y le ha separado de Dios. La verdadera muerte fue su incredulidad. Y entonces encuentra a la prostituta «impoluta» en lo más íntimo, la muchacha Sonia, que sólo sigue viviendo porque cree en Dios, ya que sin ello hace tiempo que hubiera puesto fin a su vida. Es ella la que le lee la historia de la resurrección de Lázaro. Raskolnikov queda profundamente impresionado y poco a poco se va abriendo un cambio para él.