CAPÍTULO 13


EL PROBLEMA DE LA SALVACIÓN DEL HOMBRE
(DIALOGO CON NICODEMO)
Y LA RESPUESTA DE LA FE CRISTIANA
(«EL KERYGMA JOÁNICO»)
(Jn 3,1-12.31-36.13-21.22-30)

1. EL DIALOGO CON NICODEMO (/Jn/03/01-10) 

1 Había entre los fariseos un hombre, llamado Nicodemo, dignatario entre los judíos. 2 Éste fue de noche a ver a Jesús y le dijo: Rabí, nosotros lo sabemos: tú has venido de parte de Dios en calidad de maestro. Porque nadie puede hacer esas señales que tú haces, si Dios no está con él. 3 Jesús le respondió: De verdad te aseguro: Quien no nace de lo alto (o de nuevo), no puede ver el reino de Dios. 4 Dícele Nicodemo: ¿Cómo puede un hombre nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre, y volver a nacer? 5 Jesús respondió: De verdad te aseguro: Quien no nace de agua y de espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. 6 Lo nacido de la carne, carne es, y lo nacido del espíritu, espíritu es. 7 No te extrañes de que te haya dicho: Es necesario que nazcáis de lo aIto (o de nuevo). 8 EI viento sopla donde quiere: tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así le sucede a todo el que ha nacido del espíritu. 9 Nicodemo le volvió a preguntar: ¿Cómo puede suceder esto? 10 Jesús le respondió: ¿Tú eres maestro de Israel, y no lo sabes?

El texto precedente (2,23-25) había hablado de que en la fiesta judía de pascua muchos creyeron en Jesús al ver las señales que hacía. En la mayor parte de los casos se trataba de una fe bastante superficial y sin hondura, que difícilmente inducía a seguir inquiriendo y menos aún empujaba al seguimiento de Jesús. De ese trasfondo general destaca ahora el capítulo 3 a una figura prominente. Un varón de nombre Nicodemo, miembro del consejo judío, versado en la Escritura y miembro asimismo del partido religioso de los fariseos, busca a Jesús de noche -probablemente para no llamar demasiado la atención-, a fin de tratar con él el gravísimo problema de la salvación humana. A este personaje sólo nos lo encontramos en el cuarto Evangelio (además del pasaje presente en 7.50 y 19,39). La designación «dignatario entre los judíos» le señala como miembro del sanedrín, y pertenecía también a la fracción de los fariseos, que en la época de Jesús representaba una minoría dentro del consejo. No se puede excluir en modo alguno la posibilidad de que Jesús contase también con seguidores y simpatizantes entre los prominentes fariseos, más bien hay que suponer lo contrario (cf. Mc 12,28-34, donde Jesús da testimonio a favor de un fariseo: «No estás lejos del reino de Dios», Mc 12,34). Asimismo Hechos de los apóstoles refiere de miembros fariseos en la primera comunidad cristiana de Jerusalén (Act 15,5). Hay, pues, que contar seriamente con esas tradiciones personales. Pero, aun cuando el relato pueda tener un trasfondo histórico, ciertamente que aquí no constituye el punto determinante. Al personaje Nicodemo sólo se le utiliza aquí como aliciente para una determinada función. Es la figura del judío piadoso a la vez que destacado, al que inquieta el problema de la salvación, de la vida eterna, problema que plantea a Jesús, aun cuando sea el propio Jesús el que lo expone como la cuestión central. Nicodemo es además la figura de cualquier hombre acuciado por el problema de la salvación, por la cuestión del sentido, pues según Jn se puede decir que en realidad no hay hombre alguno al que no acucie ese problema central de la vida. Quien se pregunta por la salvación o por el sentido último de la vida, se topa de alguna forma con Jesús. Por elIo se trata también en este texto del núcleo de la fe cristiana. ¿Cuál es la cuestión que mueve al hombre a creer y cuál la respuesta que puede ofrecer la comunidad a esa cuestión?

En representación de otros muchos, Nicodemo saca la única conclusión recta, en el sentido del evangelio según Juan, de cuanto ha experimentado hasta ahora con Jesús, cuando le dice: «Rabí, nosotros sabemos que has venido de parte de Dios en calidad de maestro, porque nadie puede hacer esas señales que tú haces, si Dios no está con él» (v. 2b, cf. asimismo 9,31: «Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino que al hombre temeroso de Dios y cumplidor de su voluntad, a ése es a quien escucha»). Las «señales» llaman la atención sobre Jesús y plantean la cuestión de si Jesús ha recibido de Dios la facultad de realizar tales signos o la tiene de alguna otra parte. Para Nicodemo está claro que, habida cuenta de las señales, sólo se puede llegar a esta conclusión: Dios es un aliado de este hombre y está por completo de su parte. Rompe, pues, en cierto modo con el prejuicio existente acerca de Jesús. Mas tarde intervendrá también a favor de Jesús en presencia de sus colegas y acabará colaborando en el sepelio de Jesús. Su apertura de espíritu es buena prueba de su manera de pensar y actuar. Y el hombre que quiere llegar a la fe en Jesús debe sin duda mostrar ese interés general y positivo por Jesús y por el problema de la salvación.

La primera respuesta de Jesús en el v. 3 parece de momento ir mucho más allá de su motivación inmediata, avanzando directamente y sin rodeos hasta el núcleo teológico de la cuestión. Ello constituye una prueba evidente de lo artificial de nuestro texto; aunque puede también expresar la idea de que la respuesta que la fe tiene para el problema de la salvación humana, arranca de una dimensión radicalmente distinta y se mueve en un plano diferente del que el hombre se espera con sus preguntas. En efecto, el problema de la salvación humana y la respuesta de la revelación están en dos planos diferentes; sólo una fe comprometida muestra en qué forma la búsqueda humana y la respuesta divina están íntimamente relacionadas y se corresponden. Pese a todos sus deseos, incluido el deseo de salvación y de un sentido a su vida, el hombre se mueve siempre en medio de lo finito, transitorio y mundano. Sólo Jesús le hace ser consciente de que en realidad quiere algo muy distinto: «De verdad te aseguro que quien no nace de lo alto (o de nuevo) no puede ver el reino de Dios.» Lo peculiar de esta afirmación está en que aquí, cuando habla de «ver el reino de Dios» o de «entrar en el reino de Dios» (v. 5), resuena un lenguaje comunitario anterior a la redacción del Evangelio joánico. E1 concepto «reino de Dios» o de «realeza divina» es el concepto central de la predicación del Jesús histórico y designa el acontecimiento salvífico y escatológico con el que Dios proclama su voluntad definitiva de salvación respecto del hombre y su deseo de establecer su dominio salvador. Dentro de algunas tradiciones de la comunidad postpascual (en Pablo, por ejemplo) ese concepto aparece en el fondo como un concepto teológico fundamental. En su pleno significado sólo se ha mantenido dentro de la tradición sobre Jesús que han conservado Marcos y la fuente de los logia. En Jn, por el contrario, sólo aparece dos veces (3,3.5), mientras que habla de la realeza soberana de Jesús (18,36). Al lenguaje tradicional formal pertenece sobre todo la expresión «entrar en el reino de Dios» (1), en que se trata del problema de la participación del hombre en la salvación final. Y son precisamente esas expresiones las que indican el interés por el problema de la salvación.

En ese marco se llega también después a formular las condiciones de admisión, como cuando se dice en Mc 10, 15: «Os aseguro que quien no recibe como un niño el reino de Dios, no entrará en él» (cf. Mt 18,3: «Os aseguro que, si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos, cf. nota 1). Es precisamente característico del ambiente judío el que el problema de la salvación se presente como un interés comprometido de la participación en la salud final, en el reino de Dios, en la vida del mundo futuro (del «eón que viene»). Hemos de observar que el concepto «vida (eterna)», expresión típica de Jn para indicar la salvación final, todavía no se encuentra en nuestra perícopa. Con su respuesta es Jesús el primero que hace adquirir conciencia del problema de la salvación como tal. Esto se evidencia sobre todo en la genuina formulación de la condición salvífica. Si la tradición judía formulaba la cuestión salvífica en el sentido de quién puede ver el reino de Dios, quién tiene acceso al reino de Dios, la formulación de las condiciones apunta más bien al medio helenístico. El texto griego tiene un doble sentido que difícilmente puede reproducir la versión castellana: todos deben nacer anothen. Este adverbio anothen puede significar dos cosas: nacer «de arriba», es decir, nacer de Dios, y también «volver a nacer, nacer de nuevo». La Vulgata latina traduce nisi quis renatus fuerit denuo, non potest videre regnum Dei, y Lutero dice: «Resulta, pues, que cualquiera que no nace de nuevo, no puede ver el reino de Dios.» La ambivalencia, como demuestra la continuación, está elegida a propósito, cuando se juega con las posibilidades semánticas de la palabra anothen (desde arriba o de nuevo). Es cierto que al acento decisivo carga sobre el significado «de arriba» = de Dios, o, como se dice a modo de conclusión, sobre el nacimiento «de agua y de espíritu» (cf. también 1,12-13) (2). Como quiera que sea, no parece que el acento secundario del «nacer de nuevo» o regeneración carezca por completo de importancia, aunque ese acento esté sujeto al principal.

Jesús había planteado el problema de la salvación y él mismo continúa dando la respuesta: Sólo puede «ver el reino de Dios», aquel que «nace de arriba, de nuevo». Resuena ya aquí la idea de que se trata de algo que no está pura y llanamente en el campo de las posibilidades humanas. La palabra anothen contribuye a que, gracias al equívoco, se explique mejor la idea de un «nacimiento de arriba» y se distingan con mayor nitidez los cambios de lo terreno y de lo celestial. Es Nicodemo el que plantea la cuestión del «cómo» de ese misterioso proceso: «¿Cómo puede un hombre nacer, cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre, y volver a nacer?» La pregunta responde exactamente a la de Tat: «Explícame el proceso de la regeneración» (C.H., XIII, 3), y se demuestra con ello que pertenece formalmente al diálogo doctrinal. En todo caso la idea del renacimiento necesitaba una explicación, para ponerla a seguro de un equívoco simplista. Está claro que Nicodemo entiende la expresión «nacimiento de arriba» en el sentido de una regeneración representando, por lo mismo la interpretación tradicional. Mediante una serie de afirmaciones Jesús pone en el lugar debido esa concepción tradicional (v. 5-8). El v. 5 explica lo que contiene tal «nacimiento de arriba» «Si no nacéis del agua y del espíritu...» Ahí es donde carga sobre todo el acento. El nacer de arriba equivale a nacer del agua y del espíritu. Como muestra el estado textual, no existe el menor motivo para eliminar del texto el «del agua», como propone Bultmann. La concepción de que el Evangelio según Jn en su estrato más antiguo se mostraba crítico frente a los sacramentos, porque la tradición joánica o algunas de sus partes estaban más cerca del espiritualismo y entusiasmo gnóstico-helenístico, choca con un punto decisivo que aparece repetidas veces en el cuarto Evangelio, a saber: la concurrencia con el movimiento baptista. El círculo joánico hubo de practicar el bautismo por el mero hecho de que el bautismo cristiano, en cuanto «bautismo en espíritu», se contrapone al simple «bautismo en agua» de Juan (1,26.33). Tampoco en otros textos del cristianismo primitivo el concepto «bautismo en espíritu» excluye, en modo alguno, el rito bautismal que por supuesto se realizaba con agua. En Jn 3, 22, el bautismo aparece en conexión explícita con Jesús y sus discípulos. Tampoco se puede esgrimir en ese sentido la gnosis, pues que entre algunos gnósticos se practicaba el bautismo como un rito, según ha demostrado recientemente K. Rudolph. Los textos gnósticos, que se refieren a Jn 3,5, suponen el texto tradicional, aunque lo interpreten de un modo dualista. «Con todo, hay que reconocer que el punto de mira propiamente dicho no es el bautismo de agua (en cuanto rito externo y exigencia extrínseca), sino el «nacimiento del Espíritu (de Dios)», es decir, ese hecho salvífico fundamental que, para la Iglesia primitiva, sólo al sacramento del bautismo estaba vinculado».

Mediante la introducción del concepto «espíritu o pneuma» enlaza el «nacimiento de arriba o de nuevo» con la primitiva tradición cristiana, que entiende el don del Espíritu como un acontecimiento escatológico, acontecimiento del que somos partícipes gracias a Cristo glorificado (cf. Act 2,1-13.14-36, y también Jn 20,22s) Esa relación escatológica se articula aquí mediante la relación con la soberanía de Dios. El nacimiento del espíritu es, a su vez, un acontecimiento y una realidad escatológicos. Se trata del fundamento de la existencia escatológico-pneumática, del cristiano. Para lo cual hay que suponer la concepción dinámico-vital del ruakh o pneuma propia de la tradición bíblica.

El v. 6 «lo nacido de la carne, carne es, y lo nacido del espíritu, espíritu es» contrapone de una forma, que es típica de Jn, las dos dimensiones o esferas sarx o carne y pneuma o espíritu. A diferencia de lo que ocurre en Pablo, se trata aquí de dos dimensiones radicalmente distintas, que están en la base de una diferente manera de ser. «Mientras que en Pablo la sarx experimenta su característico modo de ser por cuanto que es el campo de dominio del poder del pecado, en Jn el término sarx sirve para designar el origen (cf. 1,13). Pero en el origen se centra todo, ya que decide la calidad del principio vital que habita dentro de un ser. Una y otra vez encontramos en Jn esta mentalidad característica, cuya nota típica es el empleo de la preposición «de» (ek) en un sentido perfectamente definido, de tal modo que con ella se designa un «de dónde» singular del hombre. Ese «de dónde» se refiere a la misma concepción que el ser humano tiene de sí mismo, o, mejor dicho, al fundamento y origen último de esa concepción. Tal mentalidad incluye sin embargo el que el «de dónde» del hombre, y también el «de dónde» del revelador Jesús, cualifique y defina de modo permanente su manera de ser. su manera de pensar y su conducta. Quien «ha nacido de la carne» sólo se puede entender desde la esfera de esa misma «carne», es decir, desde el mundo; su forma de ser viene a estar como programada de antemano por tal origen, al tiempo que establece sus posibilidades. Por el contrario, lo «nacido del espíritu» establece una nueva concepción de la propia realidad, por cuanto el hombre recibe su origen en la dimensión del Pneuma divino, es decir «de Dios». «Y es que regeneración... no significa simplemente algo así como una mejora del hombre, significa más bien que el hombre recibe un nuevo origen». Ello supone evidentemente que el hombre puede elegir entre esas dos esferas como entre dos alternativas; lo cual quiere decir que mediante el encuentro con la revelación se le abre la posibilidad de elegir. El hombre debe decidir por sí mismo «desde dónde» quiere entenderse radicalmente, si quiere hacerlo desde el ámbito de la «carne», es decir, desde el mundo y sus posibilidades, o si más bien prefiere poner el cimiento de su propia concepción y, por ende, de su existencia, en el campo del pneuma, es decir, en Dios y desde Dios.

Tras esta explicación, que caracterizaba la «regeneración» como un acontecer escatológico, que el hombre experimenta en definitiva desde Dios, resulta claro, a todas luces, y ya no cabe sorprenderse de que Jesús diga: «Es necesario que nazcáis de lo alto (o de nuevo)» (v. 7). La respuesta completa al problema humano de la salvación sólo puede venir dada por la revelación, es decir, únicamente por Dios; y el hablar de Dios es siempre una acción eficaz, que realiza de inmediato lo que dice. De hecho el problema de la salvación es el problema último del hombre, frente al cual todas las demás cuestiones son siempre problemas penúltimos. Y es el problema último porque es el problema del hombre acerca de sí mismo, en el que está en juego el sentido de su existencia. De ese problema cabe decir que el hombre no es capaz de resolverlo por sí mismo. La verdadera respuesta a esta cuestión sólo puede llegar única y exclusivamente «desde fuera»; y ese acontecimiento de «la llegada de la respuesta» tiene el carácter de un «nacimiento desde arriba».

Está claro que en la «regeneración» no se trata de un proceso moral, sino del problema de la fundamentación última de la existencia humana; es decir, del problema del sentido último y fundamental de la existencia, del fundamento y origen que todo lo sostiene, que precede incluso a cualquier ética y, por tanto, a toda actuación humana, a la que más bien presta el sentido o fundamento que la sustenta. Y entonces cabe también mostrar mejor con una imagen (metáfora) de qué índole es la esfera del pneuma. «El viento sopla donde quiere: tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así le sucede a todo el que ha nacido del espíritu». La metáfora resulta en definitiva intraducible, porque juega con dos planos semánticos, toda vez que tanto el hebreo ruakh como el griego pneuma significan viento y espíritu como fuerza vital divina, en forma tan concreta que abraza tanto el sentido sensible como el significado en una unidad, como lo demuestra la formulación de la metáfora: el viento sopla donde quiere... el espíritu sopla donde quiere... O para expresarlo en el lenguaje de Martin Buber: «El soplo del espíritu sopla donde quiere, tú escuchas su soplo, pero no sabes de dónde viene ni adónde camina; así ocurre con todo el que ha nacido del soplo del espíritu». El soplo del espíritu es la fuerza vital divina parecida a la borrasca. Sólo quien tras el ardor inclemente del día haya experimentado en Arad, el desierto judaico de Israel, a la caída de la tarde, la fuerza refrescante y vivificadora de la brisa, sabe bien lo que promete el concepto bíblico de ruakh, pneuma o espíritu. La imagen contiene una comparación; ¿en qué consiste? Evidente- mente en explicar lo incomprensible, sorprendente y maravilloso del nacimiento del espíritu. Para el hombre antiguo el soplo del viento era algo totalmente misterioso; al viento no se le puede aferrar, no se le puede meter en un puño, no se le puede comprender; ni siquiera se puede establecer su dirección. Y eso es exactamente lo que ocurre con el que ha nacido del espíritu. En definitiva ese tal resulta incomprensible, alguien sobre cuyo pensar, querer y actuar no se puede hacer ningún calculo, porque su persona y existencia se fundan en DioS y en el Pneuma divino. La existencia pneumática escatológica del «nacido del espíritu», del creyente, no se puede comprender con medidas. normas y categorías mundanas. Es una existencia que participa del soplo del espíritu y, por tanto, de Dios. «El que un hombre viva como ruakh, quiera el bien y obre con autoridad, es algo que no proviene de él mismo.

La pregunta que Nicodemo formula en conexión con esa imagen grandiosa y profunda: «¿Cómo puede suceder esto?», no hace más que reforzar la impresión de lo misterioso y sorprendente que resulta ese nacimiento espiritual del hombre. Nuestro texto renuncia a una respuesta como la que da el C.H. en el trat. XIII. No se trata de un «salir de sí mismo en un cuerpo inmortal», sino de un acontecimiento en el que el hombre acepta y realiza a Dios y al Espíritu de Dios como el fundamento último que da sentido a su existencia. Es verdad que el texto joánico trabaja con la distinción dualista de las dos esferas, pero no con una antropología dualista. Lo que más bien está siempre en juego es el «de dónde» de todo el hombre. Y, siguiendo el sentido de nuestro texto, también aquí cuenta el que en definitiva es algo que no se puede enseñar objetivamente. Sólo cabe referirse a lo mismo como en la imagen del v. 8. La pregunta de Jesús deja totalmente pendiente el problema: «¿Tú eres maestro de Israel y no lo sabes (no lo entiendes)?», pues es difícil referirla sólo a un detalle particular y no más bien a la concepción hebraico-bíblica del espíritu. La frase tiene sin duda un sentido polémico. Por boca de Jesús el autor cristiano hace un reproche al escriba judío: aunque rabí familiarizado con el mundo espiritual de la Escritura, no comprende el misterio del nacimiento del espíritu. Con lo cual se pone una vez más de manifiesto que el nacimiento del espíritu es un auténtico milagro del que el hombre en modo alguno puede disponer; más bien tiene que «ocurrirle».

2. UNA PALABRA DE TESTIMONIO (/Jn/03/11-12)

11 De verdad te aseguro: Nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto; pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. 12 Si os hablé de las cosas de la tierra, y no creéis, ¿cómo vais a creer al hablaros de las cosas del cielo?

Mediante las diferentes conexiones los comentarios muestran la dificultad que encuentran para la recta colocación e interpretación de los versículos 11 y 12. ¿Son la conclusión del discurso a Nicodemo, como piensan Schnackenburg y muchos otros, o pertenecen más bien a la perícopa siguiente, como supone Bultmann? También se discute el sentido de ambas frases, aunque parece bastante claro que cada uno de los dos versículos se refiere a un contenido diferente. Pese a lo cual, se hallan en una cierta conexión tanto con el texto precedente como con el que sigue, y constituyen una transición perfectamente lógica. El problema del v. 11 radica ante todo en que la palabra de Jesús, introducida con el doble «Amén, amén» («de verdad»), pasa del singular al plural: «De verdad te aseguro: Nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto»; lo cual resulta por completo inhabitual en Jn. Si no se quiere admitir que se trata de un plural maiestatis, de un plural mayestático y que Jesús ha empleado de propósito una forma «nosotros», quedaría como segunda posibilidad la suposición de que aquí entra en juego un segundo círculo de testigos. La formulación del v. 11b recuerda mucho el comienzo de la carta primera de Juan (cf. 1Jn 1,1-3) Tal como lo entiende el círculo joánico, el testimonio de Jesús y el testimonio de ese círculo de discípulos forman un todo; se trata de un solo y único testimonio. Es importante además que en esa palabra de Jesús se alce una acusación que difícilmente podría dirigirse a Nicodemo. La acusación es ésta: «Vosotros no aceptáis nuestro testimonio.» Quienes rechazan el testimonio de la comunidad joánica son muy probablemente «los judíos», contemplados aquí en oposición a Nicodemo. La palabra pertenece, según ello, a la polémica antijudía del círculo joánico. Con su distinción entre «las cosas de la tierra» y «las cosas del cielo» el v. 12 recoge el lenguaje del dualismo joánico (cf. v. 6), aunque aplicándolo de una forma particular. En efecto, las cosas de la tierra y las del cielo no se contraponen como realidades contrarias, cual hace el v. 6 con «carne» y «espíritu», sino que son tratadas según el conocido procedimiento lógico «de menor a mayor». Si ni siquiera se entienden las cosas de la tierra, ¿cómo se pretende entender las cosas del cielo? Para entonces se encuentra ya en el judaísmo la idea de que el hombre, que difícilmente entiende lo terrenal, mucho menos está en condiciones de captar lo celestial (Cf. Ecle 5,1; Is 55,8-9; Sab 9,16). Es difícil decir a qué se refiere en concreto esta aseveración, y sobre todo qué es lo que se entiende por «las cosas del cielo». La salida de Schnackenburg de que lo único que Jesús quiso enseñar a Nicodemo con todo lo dicho fueron los fundamentos primeros de su revelación salvífica, o enseñar lo terreno, como ahora se dice, no proyecta ninguna luz, pues 3,1-10 difícilmente se puede enmarcar en la categoría de «las cosas terrenas». Lo mejor es considerar el v. 12 sin demasiadas profundidades como una fórmula de transición, que en el lenguaje del dualismo joánico, aunque transformándolo en el sentido de un paralelismo recrecido, debe preparar al oyente o al lector para las siguientes afirmaciones reveladoras. De hecho frente a lo dicho hasta ahora, tales revelaciones representan una verdadera superación.
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1. La expresión «entrar en el reino de Dios» o «entrar en la vida (eterna)» se encuentra a menudo en la tradición sinóptica, cf. Mt 17,13-14 y par; Lc 13,23-24 (metáfora de la puerta estrecha); Mc 9,43-48 y par. Mt 18,8-9 (+ 5.29-30: metáfora de la automutilación); Mc 10,15 y par. Mt 18.3: Lc 18,17 (hay que hacerse niños); Mc 10,17-22 y par. Mt 19,23-25; Lc 18,24-25 (metáfora del camello y del ojo de la aguja).
2. BILLERBECK: «anothen aparece en otros pasajes de Jn sólo en sentido espacial =«de lo alto", desde arriba; cf 3,31; 19,11.23; así también en 3,3 debe significar «de lo alto» = desde Dios. En favor de ello hablan asimismo Jn 1,13; 1Jn 2,29; 3,9; 4,7; 5;1; pasajes en los que el nuevo nacimiento aparece regularmente como un nacimiento (desde) Dios. SCHNACKENBURG: «Así pues, anothen designa el mundo celestial, divino, por cuyos poderes debe ser renovado el hombre».
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3. JESÚS REVELADOR AUTORIZADO POR DIOS (Jn/03/31-36)

Si la conversación con Nicodemo había tratado el problema de la salvación humana y había enseñado la necesidad de una renovación radical del hombre mediante el «nacimiento de arriba en el espíritu», cabe considerar los textos que siguen (3,31-36.13-15.16-21) como la respuesta joánico- cristiana a ese mismo problema de la salvación. Dichos textos tienen en común el proporcionar con sus afirmaciones una especie de armazón básico a la cristología joánica. En su conjunto tales textos ofrecen una especie de «compendio de todo el evangelio según Juan», el kerygma de la tradición joánica. Sin duda no es casualidad el que precisamente esos textos nos permitan reconocer unas conexiones claras con el prólogo de Jn, y tampoco se contarán por ello entre los «discursos de revelación» en sentido estricto. Porque aquí se puede echar de ver que no habla el «Jesús joánico», sino que tenemos más bien la expresión de lo que el círculo joánico entendía por revelación cristológica, y ello con un estilo y lenguaje objetivista y capaz de provocar una confesión. Para este género literario es sumamente apropiada la designación de «textos kerigmáticos». Sin embargo no debería tratarse tanto de una homilía cuanto de los principios básicos de la teología joánica, cuyas afirmaciones fundamentales resuenan una y otra vez en el cuarto Evangelio con diferentes variaciones.

La cristología de dichos textos no constituye algo totalmente nuevo, sino que está más bien ligada a través de múltiples hilos con tradiciones más antiguas o de otros círculos, que por lo demás son reelaboradas y reinterpretadas de forma autónoma. Las fórmulas cristológicas que se encuentran en 3,31-36 presentan este tenor: «el que viene de lo alto» (v. 31) o del cielo. «aquel a quien Dios envió» (v. 34) y, finalmente «el Hijo» (v. 35). Tales afirmaciones enlazan con las que se dan en la tradición sinóptica y que ven en Jesús al definitivo enviado de Dios, al profeta y revelador escatológico (cf Mt 23.34-36 y par. Lc 11.49-51; Mt 23.37-39 y par. Lc 13,34-35; Mc 12,1-12 y par. Mt 21,33-46; Lc 20,9-19). Además el logion de revelación de Mt 11,25-27 y par. Lc 10,21-22 se demuestra una vez más como el texto clave y como un eslabón decisivo entre la tradición sinóptica (Q) y la cristología joánica.

31 El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra, terreno es y como terreno habla. El que viene del cielo está por encima de todos: 32 da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie quiere aceptar su testimonio. 33 El que acepta su testimonio, certifica que Dios es veraz. 34 Porque el que ha sido enviado por Dios habla las palabras de Dios; pues Dios no da el Espíritu con medida. 35 El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. 36 El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.

Con un lenguaje apodíctico y confesional empieza el texto del v. 31 a exponer de una manera dualista las dos esferas y respectivas posibilidades. Por una parte está claro que con «el que viene de lo alto» o «del cielo» se piensa en Jesús. De él se dice que está «por encima de todos», es decir, que ocupa una eminente posición de poder y dominio. Según la primitiva concepción cristiana, Jesús ha obtenido esa posición como Señor sobre todos (hombres, principados y potestades) con su resurrección y glorificación (cf. Mt 11,27; 28,18; Flp 2,9-11). Nuestro texto supone, pues, la fe en la glorificación de Jesús, y fundamenta así su singular potestad salvífica como revelador y portador de la salvación de Dios. Jn ahonda, al modo como lo hace en el prólogo, la idea de los plenos poderes de Jesús al remitirse a su origen celestial. Jesús está por encima de todos, porque ha venido «de lo alto», «del cielo», es decir, de Dios. Al revocarse al origen divino de Jesús, la aserción debe servir para calificar de antemano su palabra. Eso lo subraya aún más el v. 31b mediante el contraste entre «el que viene de lo alto», y el que «es de la tierra», como se dice literalmente, como su contrasujeto. Este último no designa a ninguna persona particular (ni Juan Bautista, ni Nicodemo); se trata más bien de un contexto como tal. Y por lo mismo se piensa en todos los que son «de abajo», es decir, «de este mundo» (8,23), y que, como un círculo cerrado, se oponen al revelador de Dios.

De ellos se dice que su origen terreno marca toda su manera de ser terrenal; lo cual quiere decir sobre todo que sólo pueden hablar cosas terrenas. Más bien permanecen prisioneros por completo de «lo terreno» en su manera de pensar y de hablar; y es ésa una frontera esencial que no pueden sobrepasar. Lo más importante es que en ese ámbito no existe revelación alguna procedente de Dios. Tal es el sentido que pretende establecer la primera afirmación.

Por el contrario, es totalmente distinto el testimonio de aquel que en efecto viene «de lo alto». La afirmación supone la idea de la preexistencia y de la revelación, tal como ha sido desarrollada en el prólogo. La expresión «da testimonio de lo que ha visto y oído» parte de la conocida experiencia de que sólo puede ser testigo quien ha vivido algo mediante la presencia ocular o auditiva, trasladando ese modelo al revelador de Dios. Sólo Jesús conoce a Dios por experienCIa directa, porque es el Logos encarnado. El acento tiende a poner de relieve la singularidad y el carácter exclusivo de la revelación de Jesús acerca de Dios, como lo expresa también el logion de revelación que encontramos en los sinópticos:

Todo me lo ha confiado mi Padre.
Y nadie conoce al Hijo sino el Padre,
y nadie conoce al Padre sino el Hijo
y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo
(Mt 1197 y par. Lc 10,22).

En este texto formula la comunidad cristiana su confesión de fe de que Jesús, como Hijo de Dios, es el único mediador de revelación. En ese mundo de ideas se mueve nuestro texto joánico. El «ver y oír» viene a indicar la continuidad en recibir la revelación. Jesús está en permanente contacto con Dios, como se dice también del siervo de Yahveh: «Mañana tras mañana despierta mis oídos para que oiga como discípulo» (Is 50,4b). Se asegura además que Jesús es un testigo veraz que sólo dice lo que ha visto u oído, por lo que merece fe. Su palabra se caracteriza como testimonio. Con ello no sólo se dice que Jesús puede actuar en el mundo como legítimo «testigo de Dios» (cf. 18,37c: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad; todo el que es de la verdad escucha mi voz.») El testimonio compromete mucho más al testigo en la causa de la verdad, que ha de atestiguar. Al oyente de ese testimonio se le plantea la cuestión de si ha de aceptarlo o no, es decir, de si debe o no creer. Entre las notas características del testimonio está el que no se puede tener o alcanzar el tema, aquí la revelación de Dios, prescindiendo del testigo y de su testimonio, mediante por ejemplo una intuición o conocimiento independiente del mismo, sino sólo a través del lenguaje fiable y digno de crédito del testigo. Si se rechaza al testigo; el testimonio pierde todo su valor. El sentido peculiar de la existencia de Jesús, según Jn, es el ser testigo auténtico de Dios en el mundo.

Por ello resulta tanto más extraño el que se diga a continuaci6n: «Pero nadie quiere aceptar su testimonio» (cf. 1,11; 3,11). El gran enigma con que la fe se enfrenta una y otra vez desde los días mismos de Jesús es y será siempre el que «el mundo» no acepte el testimonio divino de Jesús, el que exista una incredulidad que se cierra a la revelación y a sus datos. No obstante también existe la otra reacción positiva por la que el hombre acepta el testimonio divino de Jesús y llega a la fe. De él se dice que «certifica (lit. "sella") que Dios es veraz», fiable y fiel. En la afirmación late la idea de que el testimonio de Dios, y por tanto la realidad, verdad y fidelidad de Dios, están en juego y a la intemperie en el mundo. Dios no es una realidad que se imponga por la fuerza y se procure por esa vía el reconocimiento y aceptación. Y lo es mucho menos en Jesús precisamente. Espera el libre asentimiento del hombre; quiere ser «certificado» y autenticado por el hombre, cuando éste por su propia decisión acepta a Dios con su fe. La fe en el testimonio divino de Jesús es un acto libre del hombre, que, con su respuesta positiva, viene a poner su firma y sello a la lealtad y veracidad de Dios.

La segunda idea del v. 34 designa a Jesús como «el que ha sido enviado por Dios», como el enviado y mensajero de Dios. Aquí se recoge otro modelo ideal, muy difundido en el mundo antiguo (e incluso en nuestros mismos días, baste pensar, por ejemplo, en los enviados diplomáticos) y que sobre todo en el AT alcanzó una gran importancia dentro del marco del envío, misión y legitimación de los profetas como mensajeros de Dios. Ese concepto de misión es fundamental para la estructura de la cristología joánica y de la teología de la revelación. Jesús es aquel al que Dios o el Padre ha enviado, y que por ello habla también de Dios (o el Padre) «que me ha enviado». Se puede calificar perfectamente la cristología joánica como la cristología de la misión. Mas para saber con exactitud de qué se trata nada mejor que recordar un principio jurídico, característico del sistema judío de enviados y emisarios y que suena así: «El enviado de un hombre es como él mismo». Ahí late sobre todo el principio de representación: el enviado es el representante del que le manda y representa la parte contraria frente a quien es enviado. Está autorizado y encargado para actuar en nombre del que le envía, transmitir mensajes y cerrar acuerdos, etc. Pero esa competencia va ligada a la misión; el enviado no actúa por propia autoridad, sino que está siempre al servicio de quien le envía, del mandante. Ahora bien, como en el emisario está siempre presente como soberano el respectivo mandante -como lo estaba, por ejemplo, el senado en los emisarios romanos- el rechazo, la humillación o los malos tratos inferidos al enviado constituyen uno de los crímenes más graves, que en casos extremos puede hasta desencadenar una guerra. Veremos cómo, sobre todo en el enfrentamiento de Jesús con los judíos, encontramos una y otra vez ese modelo de enviado con sus notas características. El modelo directo del mismo podría ser el modelo de enviado profético, en que el profeta aparece como mensajero de Yahveh, que transmite por encargo y fielmente, la palabra de Dios. Sólo que para Jn eso se agudiza en Jesús mucho más, por el hecho de que en Jesús se encuentra personalmente la Palabra de Dios encarnada, es decir, porque aquí mensajero y mensaje se identifican. Jesús actúa única y exclusivamente por encargo de Dios, su Padre. Su palabra es palabra de Dios hasta lo más profundo de su existencia personal. Y a la vez Jesús es el representante de Dios en el mundo, que puede decir: «Quien me ve a mí ve al Padre» (14,9).

Como enviado de Dios Jesús habla naturalmente las palabras de Dios de acuerdo con el encargo recibido; al igual que los profetas del AT es el portavoz de Dios, y lo es en virtud y autoridad de su «dotación mesiánica del Espíritu». Como hemos de entenderlo en el v. 34c, Dios no ha dotado a Jesús mezquinamente o simplemente ad hoc, con una autoridad limitada, sino con poderes absolutos e ilimitados. Mediante su dotación y plenitud de Espíritu desbordante, es decir, por su carisma mesiánico, la autoridad de Jesús como enviado y portavoz de Dios está más que legitimada y asegurada. En Jesús la autorización jurídica y la plenitud carismática del Espíritu constituyen una unidad perfecta. Pero lo importante aquí es que el Evangelio según Juan fundamenta la facultad reveladora de Jesús sobre bases carismáticas y no metafísicas.

El v. 35 aporta otra idea al hablar ahora del amor de Dios, del Padre, al Hijo: «El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos» (cf. 13,3; 17,2.23.24.25-26). El «motivo» determinante por el que Dios ha dotado al «Hijo» Jesús con tan vastos poderes de revelación y de Espíritu, está en el amor divino, en el amor del Padre al Hijo. Verdad es que en la tradición sinóptica, y respecto de Jesús, se emplea el giro de «Hijo amado» (Mc 1,11; 9,7; 12,6 y par.), pero en dicha tradición no se encuentra ninguna expresión equiparable que caracterice de forma tan intensa las relaciones de Dios con Jesús como «Hijo» mediante el verbo «amar», como lo hace el cuarto Evangelio Más aún, ese amor de Dios a Jesús ahonda en el abismo personal de Dios ante y por encima del tiempo, y así se dice, por ejemplo «porque me has amado desde antes de la creación del mundo»; asimismo el mundo debe conocer «que me has amado» (17,23), lo que se pone de manifiesto en la «glorificación de Jesús», es decir, en su resurrección de entre los muertos.

Ahí se echa de ver asimismo la profundización joánica de la idea de Dios, que le ha llevado a esta formulación: «Dios es amor» (/1Jn/04/08). El amor de Dios Padre al Hijo se expresa aquí como la realidad más íntima de las relaciones divinas de Jesús y, por tanto, de las verdaderas relaciones de Dios con cualquier hombre. El corazón de las relaciones entre Dios y su Hijo Jesús no es fría metafísica u ontología, sino el amor que supera todos los conceptos. A partir de ahí también se puede entender la autoridad conferida a Jesús exclusivamente como una autoridad salvadora.

Con ello la pretensión reveladora de Jesús queda iluminada hasta sus íntimas profundidades: es una pretensión, en efecto, que se funda en el amor del Padre al Hijo, de tal manera que en la revelación de Jesús es el amor de Dios el que sale al encuentro del hombre, llegando en el v. 36, a modo de conclusión, el aspecto soteriológico del acontecimiento revelador. Primero de una forma positiva: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (v. 36a). «Creer» (pisteuein, Jn emplea siempre la forma verbal y nunca el sustantivo pistis, fe) es el término en el que se articula para Jn la nueva posibilidad que la revelación proporciona al hombre para que alcance la salvación. «Creer» es aceptar a Jesús como al revelador y salvador autorizado por Dios. Desde ahí el acto de creer se orienta por completo y enfáticamente a la persona y a la palabra de Jesús; el medio cristológico es indispensable para la concepción joánica de la fe. Lo que significa «creer» no cabe expresarlo de un modo más lapidario que con el giro «el que cree tiene vida eterna». La expresión hay que tomarla con la simplicidad y precisión con que está formulada. «El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (/1Jn/05/12). «Tener la vida eterna)» es la fórmula joánica para la participación en la salud mesiánica escatológica. V/SV SV/V La «vida» es salvación, y la salvación es la vida en su plena y no mermada realidad.

Si aquí el lenguaje encuentra una simplicidad completa y suprema, se debe a que la representación de una plenitud vital divina sólo se puede decir y expresar con esas simples palabras; de otro modo no es posible describirla. Lo nuevo en la aserción joánica es que la fe «tiene» ya ahora la salvación final. Cuando el hombre llega a la fe, no sólo se da, según Jn, el comienzo de la fe sino también el comienzo de la «vida eterna». Por eso precisamente se subraya con tanto énfasis en el diálogo con Nicodemo la necesidad de un nacimiento por el espíritu desde lo alto. Tal regeneración acontece como comienzo de la nueva vida operada por Dios, cuando empieza la fe. La fe, como comienzo de la vida, es el «nacimiento de lo alto». Naturalmente que todo ello constituye una concepción de la fe mucho más honda, como que llega a las últimas profundidades existenciales del hombre, que la superficial aceptación de unos dogmas como verdaderos. Ciertamente que el hombre no posee la vida como una posesión objetiva y segura. La salvación nunca puede adquirir el carácter de una propiedad privada a disposición personal, pues eso sería volver a entenderla como algo terreno. Está ligada a la relación creyente y vital con Jesús; según Jn en la relación de fe hay algo totalmente real y presente.

El v. 36b habla, por el contrario, de la alternativa negativa, formulada en un lenguaje más tradicional y eclesiástico: «Pero el que rehúsa creer en el Hijo, no verá vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.» A la fe en el Hijo se le contrapone del lado negativo el rechazo y desobediencia al Hijo. Que la incredulidad se defina como desobediencia es algo que esperaríamos más de Pablo que de Jn; sin embargo es una expresión perfectamente justificada, cuando se piensa hasta qué punto trabaja nuestro texto con la potestad salvadora de Jesús como enviado de Dios. En Jesús el mismo Dios sale al encuentro del hombre, al que quiere salvar como a su criatura y mediante su amor. Cuando el hombre desprecia esa solicitud divina cae en la desobediencia por cuanto escapa a la voluntad salvadora de Dios. Y en esa situación ya «no verá la vida», sino que permanece más bien en un estado de desgracia, bajo la ira de Dios.

Naturalmente que con esa manera de hablar, que desde luego resulta atípica en Jn, no se señala un afecto divino, sino que se piensa más bien en una situación grave de alejamiento, cf. por ejemplo, Ef 2,1-3: «Y a vosotros, que estabais muertos por vuestras culpas y pecados, en los que en un tiempo caminabais según la corriente de este mundo, según el príncipe de la potestad del aire, el espíritu que actúa ahora entre los hijos de la rebeldía, entre los cuales también nosotros todos vivíamos entonces según las tendencias de nuestra carne, realizando los deseos de la carne y de la mente, y éramos por naturaleza hijos de ira, exactamente como los otros...» La «ira de Dios» designa el alejamiento, que impregna la relación de «incredulidad» entre el hombre y Dios. El hombre permanece en la incredulidad en un extrañamiento radical frente al origen de su verdadera vida.

4. «TIENE QUE SER ELEVADO EL HIJO DEL HOMBRE» (/Jn/03/13-15)

Siguen ahora dos sentencias joánicas sobre el Hijo del hombre, v. 13 y 14, que hay que tomar como aserciones independientes. Si bien se consideran, certifican dos tradiciones distintas en la cristología del Hijo del hombre. Ya nos hemos referido al hecho de que las afirmaciones joánicas sobre el Hijo del hombre se diferencian notablemente de las que formulan los sinópticos. Como quiera que sea, hay que decir que el Hijo del hombre joánico no puede derivar directamente de la apocalíptica ni de las concepciones gnósticas; más bien la interpretación de Jn supone ya una cristianización de la figura del Hijo del hombre y arranca por lo mismo de unos supuestos cristianos. Para Jn resulta ya habitual la atribución de ese título de Hijo del hombre a Jesús; para el cuarto Evangelio está claro y establecido que Jesús de Nazaret es ese Hijo del hombre. Los cambios que han tenido lugar con la atribución del título de Hijo del hombre, tomado del marco de la apocalíptica judía, a la persona de Jesús con su contenido y alcance, tienen un reflejo explicito en Jn, cuando por ejemplo en 12,34 se pregunta la multitud: «Nosotros hemos sabido por la ley que el Cristo permanece para siempre. ¿Y cómo dices tú que el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto? ¿Quién es ese Hijo del hombre?»

¿En qué consiste la nueva visión que Jn tiene del título de Hijo del hombre? Eso es precisamente lo que explican las dos aserciones siguientes que trabajan con dos modelos mentales. Primero, el Hijo del hombre va ligado a la imagen ideal del descenso y el ascenso, que sirve, sobre todo, para formular la idea de revelación. El segundo modelo comporta la fórmula «tiene que ser elevado el Hijo del hombre». Aquí se trata sobre todo de la importancia salvífica de Jesús; se trata, por tanto, de un modelo soteriológico. Naturalmente que ambos modelos concuerdan y constituyen el rasgo específico de la cristología joánica del Hijo del hombre.

13 Pues nadie ha subido al cielo, sino aquel que bajó del cielo, el Hijo del hombre (que está en el cielo). 14 Y al igual que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, 15 para que todo el que cree en él tenga vida eterna.

El v. 13 pone ahora la primera afirmación acerca del Hijo del hombre en conexión con el modelo descenso y ascenso. Algunos manuscritos añaden tras «Hijo del hombre»: «...que está en el cielo». queriendo con ello referirse a la idea de preexistencia y al concepto de revelación permanente y válida. Parece sin embargo que tal añadido es secundario.

«Bajar» o descender se encuentra muy a menudo en Jn, aplicado, por ejemplo, al «Espíritu» (1,32.33); hablando de «los ángeles de Dios» (1,52) dice que suben y bajan sobre el Hijo del hombre. Cristológicamente es importante el «bajar» sobre todo en el discurso del pan (6,33.38.41.42.50.51.58); véase la afirmación: «Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo» (6,51a). A la idea de «bajar» corresponde luego la idea de «subir» (3,13; 6,62; 20,17). Ese «subir» se describe como un «subir al Padre» en 20,17. En el Antiguo Testamento griego se encuentran innumerables ejemplos de ese empleo lingüistico y de su significado tanto literal y físico (por ejemplo, la subida a un monte y la consiguiente bajada) como metafórico, cuando alguien quiere indicar el origen celeste y divino de una determinada persona o cosa.

La afirmación del v. 13 ha de entenderse evidentemente en un sentido radical. La tradición joánica conoce, sin duda, las diferentes concepciones apocalípticas y gnósticas de reveladores y enviados de su entorno religioso, con sus correspondientes ofertas de salvación. La aseveración podría, pues, dirigirse contra todo cuanto la apocalíptica y la gnosis pretendían saber sobre viajes celestes extáticos, así como sobre la subida al mundo luminoso superior del pleroma. Todo esto lo rechaza categóricamente el v. 13: ningún hombre ha tenido jamás acceso a la región celeste; por consiguiente, todas las pretensiones de revelación en tal sentido son vacías. La tesis afirma más bien que sólo uno ha «subido» al cielo, y ello porque sólo él ha venido desde allí; ese uno es «el Hijo del hombre». Sólo él en razón de su origen celeste puede traer la revelación divina. Y está claro que ese Hijo del hombre no puede ser otro que Jesús de Nazaret. Sólo Jesús es el revelador y enviado de Dios. Tal es el testimonio de la fe cristiana que aquí se expresa. Para esa fe es fundamental la vinculación exclusiva y radical a la persona y obra de Jesús. Por lo demás quien está fuera de ese círculo puede desde luego relativizar y poner en tela de juicio esa «afirmación absoluta» con cierto derecho; cosa que, en definitivas no puede hacer el creyente.

El «descenso» precede al «ascenso». Uno y otro, descenso y ascenso, constituyen en la concepción joánica todo el proceso revelador y salvífico, que se expresa mediante tales categorías (cf. asimismo Ef 4,8-10: «Por eso dice: Subiendo a la altura, llevó consigo cautivos dio dones a los hombres. Lo que subió, ¿qué es sino que bajó primero a las regiones inferiores de la tierra? El que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo»). Difícilmente podría ponerse en duda que Jn, con el descenso, piense a la vez en su extrema consecuencia que es la de la cruz. La muerte en cruz de Jesús es el supuesto indispensable para su «ascenso» y hasta constituye su comienzo. El que aquí la frase se cierre enfáticamente con el «Hijo del hombre» tiene un evidente sentido demostrativo: justamente ese Hijo del hombre es el revelador y salvador de Dios. Dicho concepto ocupa también el centro de las afirmaciones siguientes, las cuales definen con mayor precisión aún el significado del descenso y del ascenso.

Los v. 14s aportan como un nuevo elemento el concepto de «exaltación», que recibe una primera explicación con ayuda de una tipología veterotestamentaria y que después es referida al Hijo del hombre. Se trata de una especie de midrash cristológico. La afirmación del v. 14a: «Y al igual que Moisés elevó la serpiente en el desierto...», alude al relato de /Nm/21/04-09 sobre la serpiente de bronce en que se dice:

(Los israelitas) partieron del monte Her, por el camino del mar de los Juncos para rodear el país de Edom; pero en el camino empezó el pueblo a impacientarse, y habló contra Dios y contra Moisés diciendo: ¿Por qué nos sacaste de Egipto, para hacernos morir en el desierto? No hay aquí pan ni agua; y estamos ya cansados de este alimento tan ligero. Envió entonces Yahveh contra el pueblo serpientes abrasadoras, que mordían al pueblo y murió mucha gente de Israel. Vino el pueblo a Moisés y le dijo: ¡Hemos pecado, por haber hablado contra Yahveh y contra ti! Ruega a Yahveh que aleje de nosotros las serpientes. Moisés intercedió por el pueblo, y Yahveh le respondió: Hazte una serpiente abrasadora, y ponla sobre un asta; así todo el que haya sido mordido y la mire, vivirá. Hizo, pues, Moisés una serpiente de bronce y la colocó sobre un asta; y si una serpiente mordía a uno, y éste miraba a la serpiente de bronce, vivía

La exposición tipológica de este texto se encuentra en diversos autores del cristianismo primitivo (Bern 12,5-7; Justino, Apol. I, 60,1-4; Diálogo con Trifón 94,1-3) y debió estar bastante difundida (1). Según la carta de Bernabé se trata de una «imagen de Jesús, que debía padecer y que debía vivificar precisamente a quienes creían que le había matado en la señal (de la cruz)» (Bern 12,5). Respecto de esa tipología debió ser importante la acción salvadora de la serpiente de bronce, ya que quienquiera que hubiese sido mordido por la serpiente y miraba la serpiente de bronce continuaba vivo (Núm 21,9). Cierto que ni en el relato de la serpiente de bronce en Núm 21,4-9 ni en las primeras exposiciones cristianas se encuentra la expresión «elevar». La introducción de dicho concepto y la explicación consiguiente podría deberse al círculo joánico y a su teología. La idea de «elevar» constituye el concepto clave que enlaza la tipología veterotestamentaria con la aserción kerigmática de nuestro texto.

El concepto «elevar», «ser elevado» hay que entenderlo desde su trasfondo del AT. Son frecuentes los pasajes veterotestamentarios en que se dice que Dios «engrandece» a un hombre, eleva para él el honor, el poder, el prestigio y la gloria, que «ha solicitado para él un cuerno de salvación» (cf 1Sam 2,1.10: Sal 75,11; 92,11; cf. asimismo Lc 1,52 en el Magnificat: «A los potentados derribó del trono, y elevó a los humildes», es decir, les dio gran reputación, poder y dominio). Y hay que recordar sobre todo el cántico del siervo paciente y victorioso de Yahveh (Is 52,13-53,12) (2), donde al comienzo mismo se dice:

«He aquí que mi siervo prosperará,
será engrandecido y ensalzado, puesto muy alto» (Is 52,13).

La versión griega de dicho pasaje dice textualmente:

«He aquí que mi siervo obtendrá prestigio,
será exaltado y muy glorificado.»

Nos encontramos aquí con la peculiar forma joánica de la primitiva cristología cristiana de la exaltación, tal como la hallamos en el conocido himno de Filipenses (/Flp/02/06-11), aunque también en los Hechos de los apóstoles, con la fórmula por ejemplo de «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros disteis muerte colgándolo de una cruz; a éste lo ha exaltado Dios a su diestra como príncipe y salvador, para dar a Israel el arrepentimiento y remisión de los pecados» (Act 5,30s; cf. también Act 2,33). Hay que recordar igualmente aquí la importancia del Sal 110,1. La cristología de la exaltación formula la idea de que la exaltación de Jesús, es decir, su instalación como Señor y Mesías en conexión con su resurrección de entre los muertos, es la respuesta de Dios a los padecimientos y muerte en cruz de Jesús, en otras palabras, es la elevación de Jesús desde el estado humillante del dolor y del desprecio inherente a la cruz al estado de Señor escatológico (a Kyrios redentor y salvador). Generalmente se distinguen ahí dos estadios: el estadio de la humillación («hasta la muerte y muerte de cruz». Flp 2,8) y el estadio de la exaltación («por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre», Flp 2,9s). El «nombre» es una designación de Kyrios para indicar la posición señorial escatológica y cósmica de Jesús. Así pues, en esa primerísima cristología de la exaltación siempre se distingue entre humillación y exaltación, entre muerte en cruz y resurrección (y glorificación). La peculiaridad, en cambio, de Jn consiste en no distinguir entre esos dos estadios diferentes y sucesivos, entendiendo ya la misma cruz como el comienzo de la exaltación y glorificación de Jesús. Con la cruz empieza ya la exaltación de Jesús. Por ello puede Jn presentar la historia de la pasión de Jesús como su historia victoriosa y triunfal.

Cuando se dice que el Hijo del hombre «tiene que» ser elevado, se está aludiendo a un «deber» que es «la necesidad mesiánica del sufrimiento». La aserción presenta ciertas resonancias de los vaticinios sinópticos de la pasión (cf. Mc 8,31 y par. Mt 16,21; Lc 9,22; véase además Lc 17,25; 24,26: «¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciera esas cosas para entrar en su gloria?»). La Iglesia primitiva reconoció en la muerte en cruz de Jesús el pasillo necesario, desde el punto de vista de la historia de la salvación, para que Jesús llegase a la gloria mesiánica. Con ello se solucionaba teológicamente el escándalo de la cruz. También aquí Jn compendia en un único proceso todo el acontecer de la cruz y resurrección de Jesús. Así pues, «el HiJo del hombre tiene que ser elevado» significa que Jesús, como HiJo del hombre y siervo de Dios, tiene que recorrer el camino del dolor hasta la misma cruz. La instalación del patíbulo de la cruz es parte integrante del proceso de exaltación, y es preciso representarse en forma tan concreta y sensible todo el asunto. Al mismo tiempo eso representa la instalación de Jesús como Señor escatológico y mesiánico en la gloria de Dios. De conformidad con ello, en Jn el «exaltado» se identifica con el crucificado y glorificado, por cuanto que mediante el nuevo remodelado de la cristología de la exaltación el vía crucis de Jesús es ya su camino victorioso. Cuando la cruz se entiende como «elevación», aparece ya iluminada con el fulgor glorioso del triunfo mesiánico.

El v. 15 indica cuál es el objetivo final por el que debe cumplirse la elevación del Hijo del hombre, es decir, tiene Jesús que recorrer el camino de la cruz y del triunfo: « ..para que todo el que cree en él tenga vida eterna». La exaltación del Hijo del hombre, la cruz y resurrección de Jesús, constituyen el acontecer salvador y, por lo mismo, son también el supuesto necesario para que los hombres puedan recibir el don de la vida eterna sólo con que crean. El acontecimiento salvador de la elevación del Hijo del hombre aparece, pues, como la realidad objetivamente dada y preordenada, como el fundamento vital establecido para la fe. Precisamente porque el Hijo del hombre tiene que recorrer ese camino, puede ya ahora como Hijo del hombre exaltado, convertirse en donante de vida eterna para los creyentes y en principio para todos los que crean. El «creer» aparece como la conducta humana, que establece la relación con el acontecer salvífico y con el salvador. Cuando logra establecer esa relación, el creyente por el hecho mismo de haber llegado a la fe ha obtenido ya la salvación; «tiene vida eterna en él» o «por él», es decir, gracias al Hijo del hombre exaltado.

La salvación escatológica, que tal es la vida eterna, aparece como un don presente, y para la inteligencia cristiana de la salvación es decisivo el que ese don sea comunicado a través del Hijo del hombre Jesús y que esté vinculado a su exaltación. El acto de creer, por el que el hombre establece su relación con el revelador y salvador, establece pues, al mismo tiempo, una comunión con el, y de una naturaleza tan radical que la fe, por el solo hecho de creer, alcanza ya una verdadera participación en la vida eterna del Hijo del hombre exaltado. De este modo queda aquí explicada con palabras sencillísimas la concepción cristiana de la salvación.
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1. Cf. BLANK, Krisis, p 80: DANlÉLOU, Judéo-Christianisme. Los textos aducidos muestran la exposición judeo-rabínica en sus diferentes direcciones; cf., por ej, el pasaje Rosh-ha-shama 3,8: «De igual modo hay que decir cuando Núm 21,8 asegura: Hazte una serpiente abrasadora y ponla sobre un asta, y sucederá que todo aquel que haya sido mordido y la vea, permanecerá con vida. ¿Acaso tiene la serpiente virtud para matar y para dar la vida? Sucedía más bien que los israelitas al mirar hacia arriba y someter su corazón al Padre del cielo, eran sanados; mientras que los que no lo hacían así perecían».
2. Cf. BLANK: «Is 52,13-53,12, o más brevemente Is 53 trata... no sólo del siervo de Dios paciente, sino más exactamente de la victoria del ebed Yahveh por virtud divina; verdad es que al principio ha de padecer, pero al final triunfa, de modo que por él prospera el plan salvífico de Dios.»
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5. EL ACONTECIMIENTO SALVÍFICO COMO PRESENCIA DE LA SALVACIÓN Y DEL JUICIO (Jn/03/16-21)

La perícopa siguiente prolonga las afirmaciones que anteceden y saca de las mismas una serie de conclusiones importantes. Como lo demuestra todo el Nuevo Testamento, la primitiva fe cristiana en la salvación operada por la cruz y resurrección de Jesús representó un corte de graves consecuencias en la historia bíblica de la fe religiosa. La consecuencia primera no fue tanto un cambio de los contenidos de fe tradicionales en la Biblia y en el judaísmo con su imaginería y mentalidad corrientes, cuanto un desplazamiento radical del acento en toda la actitud creyente, lo que necesariamente debía conducir a un cambio de valores en los mismos conceptos tradicionales. Esto debía evidenciarse sobre todo en las representaciones y conceptos relativos al tiempo final, es decir, en el campo de la escatología. La cristología neotestamentaria tenía que repercutir necesariamente en la escatología.

16 Porque tanto amó Dios al mundo,
que entregó a su Hijo único,
para que todo el que cree en él no perezca,
sino que tenga vida eterna.

17 Porque Dios no envió a su Hijo al mundo
para condenar al mundo,
sino para que el mundo sea salvo por medio de él.
18 El que cree en él no se condena;
pero el que no cree ya está condenado,
por no haber creído en el nombre del Hijo único de Dios.

19 Y ésta es la condenación.
que la luz vino al mundo,
y los hombres amaron más las tinieblas que la luz
porque las obras de ellos eran malas.

20 Pues todo el que obra el mal
odia la luz y no se acerca a la luz,
por que no se descubra la maldad de sus obras.

21 Pero el que practica la verdad,
se acerca a la luz,
y así queda manifiesto
que sus obras están hechas en Dios.

Aunque el presente texto por su género literario no es un himno, sino más bien, como ya hemos establecido, un texto de propaganda misional, presenta sin embargo una división en estrofas. Mediante afirmaciones aisladas de gran densidad va desarrollando, paso a paso, el acontecer salvífico con tesis que ponen de relieve su importancia para el hombre a una con las alternativas anejas, de tal modo que nos recuerda un poco el estilo de 1Jn. Es evidente que el círculo joánico ha expresado aquí su interpretación del acontecimiento salvífico en toda su profundidad y alcance.

El v. 16 reconduce las afirmaciones sobre el hecho de la revelación y salvación, encarnadas en el Hijo del hombre, hasta su último fundamento, que es el amor de Dios al mundo. Tan incomprensible, vigoroso y eficaz es ese amor de Dios al mundo, al mundo humano creado por Dios aunque alejado de él, que «le entregó a su HiJo único». En el vocabulario del cristianismo primitivo esa manera de hablar está siempre en relación con la cruz; véase, por ejemplo, /Rm/08/32: «El que ni siquiera escatimó darnos a su propio Hijo, sino que por todos nosotros lo entregó...» Es una reflexión teológica sobre la muerte en cruz de Jesús, muerte que en definitiva atribuye no a simple «permisión divina», ni a un proceso lleno de vicisitudes sino a la misma voluntad de Dios. Ahora bien esa «voluntad de Dios» no es un capricho arbitrario y ciego, sino una «voluntad de salvarnos», es decir, «amor». Ahí puede haber intervenido también un recuerdo del «sacrificio de Isaac» (Gén 22). Y el amor de Dios gana en proporciones mucho mayores en cuanto que es «Hijo unigénito» (el Hijo único) el que Dios entregó para la salvación del mundo (cf. Gén 22,2 en que Dios se dirige a Abraham para decirle: «Anda, coge a tu hijo, a tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te indicaré»). En cualquier caso la expresión griega monogenes, «unigénito», «único», pone de relieve la peculiaridad y singularidad de las relaciones del Hijo Jesús con Dios Padre. Es, pues, un don singularísimo el que Dios entrega por la salvación del mundo, un don en el que tiene puesto todo su corazón, hasta tal punto que Dios participa del modo más íntimo y comprometido en ese acontecer, con una participación que sólo puede ser la del amor. Resulta patente la conexión objetiva con las afirmaciones correspondientes de 1Jn acerca del tema «Dios es amor»:

Queridos míos, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Y quien ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama es que no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor de Dios en nosotros: en que Dios envió al mundo a su Hijo, el unigénito, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos amó y envió su Hijo como sacrificio de purificación por nuestros pecados (1Jn 4,7-10).

Según parece, en la tradición joánica es éste un tema que ha merecido una meditación frecuente y profunda. Debió reconocerse que el encuentro con Jesús, y muy especialmente con el Jesús crucificado y resucitado tenía también consecuencias para la concepción general de Dios. Y es que no se trata de un principio o axioma especulativo cuando se define a Dios simplemente como el amor, como el amor absoluto se trata más bien de una afirmación que sólo ha sido posible en estrecha conexión con el acontecimiento salvífico, con la primitiva experiencia cristiana acerca de Jesús. Pero desde esa experiencia nueva y radical resulta también lógica y consecuente. El ser de Dios, inescrutable para nosotros los hombres en cualquier aspecto, está íntimamente ligado a la muerte de Jesús en cruz, como el amor que se ha hecho simplemente visible; a partir de ahí y de modo definitivo a Dios hay que entenderlo y aceptarlo como el amor personal. Por otra parte, la afirmación «Dios es amor» tiene su criterio decisivo y su apoyo concreto en la cruz de Jesús. Justamente el Dios, que se ha mostrado en el destino de Jesús es el Dios cuya esencia total es amor. Ese amor es que en principio, desde su origen y por su naturaleza, cuenta para «el mundo». Es «el mundo», «el cosmos» al que Dios ha amado y ama, según la presente aseveración. No habiendo más que un solo Dios y creador universal, tampoco puede haber más que un «amor universal» al mundo y a todos los hombres, a la humanidad entera. No es, por tanto, un amor limitado que sólo rige para un pequeño grupo de elegidos y piadosos especiales, para un pequeño ejército de redimidos. Jesucristo como se dice claramente en 1Jn, «es sacrificio de purificación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (lJn 2,2). El Dios que entregó a su propio Hijo es el que ha destinado la salvación para el mundo entero. Lo cual vale en principio sin límites ni condiciones de ningún género. Aun cuando sólo un manojo de hombres conozcan y defiendan esa verdad, serán precisamente ellos los que han de proclamarla a todo el mundo, para que el amor de Dios no rija sólo para su pequeño grupo o la propia iglesia, sino para todos, para el mundo entero. Pese a que el mundo nada sabe y nada quiere saber de ello, el acontecimiento salvífico y el Dios del amor, que late bajo el mismo, sólo pueden entenderse como un acontecimiento salvífico universal y como amor universal, y como tal han de ser testificados. Tales afirmaciones prohíben de antemano dar cabida a una interpretación del Evangelio según Juan y de la tradición joánica que defendiera una concepción egoísta y de capillita. No es eso lo que aquí se ventila.

El amor de Dios, tal como se hace patente en la entrega del Hijo, quiere la salvación «...a fin de que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna». O, según se dice en el v. 17: Dios no ha enviado al Hijo para que «juzgue» al mundo, o lo que es lo mismo, para que lo entregue al castigo escatológico, que sólo significaría la aniquilación y desgracia completas, sino para que el mundo se salve por el Hijo. El propósito auténtico y originario de Dios, según se ha hecho patente en el envío del Hijo, es la salvación del mundo, no su condenación. Se trata, pues, de un explícito y claro predominio del designio de salvación en la actuación amorosa de Dios en el cosmos, de una preponderancia y prioridad de la salvación sobre la condenación; se trata de un triunfo de la salud. Eso quiere decir que, ateniéndose a la clara afirmación del texto joánico, salvación y condenación del hombre no son, en modo alguno, unas alternativas equivalentes, sino que a la salvación le corresponde una prevalencia inequívoca. Según nuestro texto, existe en Dios una voluntad inequívoca de salvación y de amor, mientras que no existe una voluntad de condenación en Dios, no hay predestinación alguna divina para la condenación eterna. Lo que queda abierta, evidentemente, es una posibilidad de perder la salvación por parte del hombre, y ello, desde luego, porque responde a la condición humana, a la realidad existencial del hombre en la historia. En el envío del Hijo -y eso es lo que dice nuestro texto- Dios ha explicado a todo el mundo que quiere salvar al mundo y que quiere liberarlo de la condenación y ruina. Es necesario reconocer esa acción anticipada de Dios con un compromiso claro.

Con tal proceder de Dios en la entrega del Hijo único se ha operado un cambio esencial en la concepción de la salvación y del juicio. De eso se va a tratar ahora. El v. 1 establece: «El que cree en él (en el Hijo) no se condena.» Lo cual equivale a decir que el creyente escapa por la fe al juicio escatológico; que ya no será condenado en modo alguno. El fundamento y apoyo de tal afirmación es, sin duda, la idea de «la muerte de expiación vicaria» o también, para utilizar la fórmula joánica, el que en la muerte de Jesús se ha cumplido ya el juicio escatológico contra el cosmos y contra «el príncipe de este mundo» (cf. l2, 31). Por obra del acontecimiento salvador ha cambiado radicalmente la situación del mundo y del hombre delante de Dios. El ámbito salvífico que se abre por el acontecimiento de la salvación escapa ya por completo a cualquier juicio escatológico; pero la fe es la relación positiva con el acontecer salvífico. Por ello justamente ha dejado atrás el juicio. En ese sentido el creyente está de hecho y por completo en la salvación. Gracias a la fe, la voluntad salvífica de Dios alcanza su meta en el hombre. Por lo contrario, en el v. 18b se dice: «pero el que no cree ya está condenado por no haber creído en el nombre del Hijo único de Dios». La alternativa de la fe es la no fe, la incredulidad como no aceptación, como repudio o rechazo del acontecimiento salvador y del amor divino que se da en él. Por ello la incredulidad se atrae ya el juicio condenatorio. Si en Jesucristo se realiza y está presente la salvación en todo su alcance, también queda perfectamente definido y enmarcado a la vez el ámbito de la condenación a saber: la negativa resuelta a la salvación, que es precisamente la incredulidad. El «ya ha sido condenado» significa el afianzamiento de la condenación en forma definitiva fuera de la esfera de Cristo, que tiene efecto siempre que no se cree de modo resuelto y definitivo. La intensificación «por no haber creído en el nombre del Hijo único de Dios» pretende destacar una vez más la confusión que desencadena la incredulidad: esa incredulidad excluye la oferta amorosa de Dios. Con ello adquiere toda su importancia la aseveración de que así es como uno se atrae el juicio.

El v. 19 esclarece esa idea al expresar ahora en qué consiste la krisis, la separación y discernimiento de los espíritus a la vez que el juicio. Según la formulación clásica de Bultmann, «no es otra cosa que el hecho de que la "luz", el revelador, ha venido al mundo. Pero ese acontecimiento es a la vez el juicio, porque los hombres -de nuevo teniendo en cuenta cómo son los hombres en general- se han cerrado a la luz. Se cumple así -por cuanto que se juega con el significado ambivalente de krisis- el juicio como la gran separación. Y ésta se describe como la separación de la luz y las tinieblas en el v. 20. «La luz vino al mundo» (cf. 1,5.9): una vez más nos encontramos con el dualismo joánico. Lo importante para el pensamiento joánico es que la metáfora de la «luz» recibe un sello cristológico. Es Jesús de Nazaret quien dice de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo» (8,12), y también: «Yo soy la luz que he venido a este mundo» ( 12,46). Se presupone, sin duda, que el cosmos en su estado presente se halla alejado de Dios, pertenece a «las tinieblas», pero no en un sentido radical ontológico, sino en su cerrazón frente a Dios y, por tanto, en su pecado. Esa cerrazón y alejamiento de Dios se cuartean y rompen con la llegada de la luz, y quedan en tela de juicio su existencia autónoma por obra de la revelación de Jesús.

Así pues, la llegada de la luz desencadena -precisamente porque con ello brinda al hombre la posibilidad de salvación y revelación- una crisis, más aún, la crisis decisiva; quiere decir, que desencadena un proceso, un enfrentamiento, que empujan a una decisión, la cual produce a su vez una separación o discernimiento. Esa es precisamente la crisis provocada por la revelación, el reto planteado por la venida del revelador, que a la vez es el salvador. Tal es la nueva situación del hombre, que, mediante la revelación, se encuentra en la necesidad de elegir entre la fe o la incredulidad. En la fe esa crisis se resuelve en una solución positiva, por cuanto se reduce pura y simplemente a nada y queda sin contenido alguno. Por el contrario, en la incredulidad subyace una salida negativa, toda vez que permanece sobre esa incredulidad como un juicio (condenatorio). Crisis, incredulidad y juicio vienen a constituir el complejo de la condenación y desgracia en su estructura y dinámica negativas, de todo lo cual son símbolo las tinieblas. La crisis alcanza caracteres de juicio siempre que los hombres «aman más las tinieblas a la luz», es decir, prefieren las tinieblas a la luz, la incredulidad a la fe. El v. 19c explica la motivación de la incredulidad cuando dice: «...Porque sus obras (las de los incrédulos) eran malas», afirmación que evidentemente pretende decir algo más de que «la decisión esté condicionada por la conducta moral».

Según Jn 7,7 resulta que en las obras malas se manifiesta la índole del mundo incrédulo, cuando responde al revelador con su «odio». Y ello porque ese revelador descubre y certifica las obras malas del cosmos, convenciéndole de su alejamiento de Dios. Así pues, en las malas obras se pone realmente de manifiesto el dato real de que los hombres «aman más las tinieblas que la luz». Tales obras malas son, por tanto, la expresión y efecto de la incredulidad. Así pues, según el v. 19c en las obras malas se hace patente la índole del cosmos, y bajo ellas late el motivo impulsor de que amen a las tinieblas más que la luz: es decir, la perversión egoísta del amor, vertida pura y simplemente hacia el cosmos. En definitiva los hombres se atraen el juicio porque así lo quieren ellos, y sin que pueda darse ninguna otra explicación de tal conducta. El rechazo de la luz se da sin razón, gratuitamente (cf. 15,25).

Los v. 20-21 ahondan en esta reflexión por cuanto siguen desarrollando el problema de los motivos de la fe y de la incredulidad. La cuestión de cuáles son los hombres que «llegan a la vida eterna» y cuáles no, quién llega a la fe y quién no, es una cuestión que se planteaba ante todo en la experiencia cotidiana de la práctica misional en el cristianismo primitivo. ¿Cuáles son los motivos que mueven a los hombres para abrirse a la predicación cristiana y unirse a la comunidad, y cuáles los motivos que alejan de todo ello a otras gentes? La respuesta a esta pregunta es desconcertantemente simple. Así la propone el v. 20: «Pues todo el que obra el mal odia la luz y no se acerca a la luz, por que no se descubra la maldad de sus obras.» El incrédulo es un malvado, una mala persona, alguien «que obra el mal», con lo cual se indica una conducta despreciable en cualquier aspecto, que está en contradicción con los mandamientos de Dios y contra la buena conducta humana en general. Para la incredulidad sólo puede haber motivos despreciables, y en esta concepción, como muy bien sabemos hoy, puede haber un gran peligro.

Así pues, la incredulidad aborrece la luz porque, según parece, tiene buenos motivos para que no se descubran sus malas obras y no salgan a la luz del día. Ahora bien en el proceso de conversión cristiana entra la confesión de los propios pecados como elemento esencial. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel es y justo para perdonarnos los pecados y para purificarnos de toda iniquidad» (/1Jn/01/08s). La aceptación y reconocimiento del propio pecado es condición esencial para la recepción de la salud, para el perdón de los pecados. Lo que quiere decir que la incredulidad incluye también el no querer reconocer la propia culpa y la necesidad personal de salvación. Su «odio a la luz» se relaciona, pues, con el hecho de que el incrédulo no puede impedir, pese a todo, que la revelación ponga de manifiesto su posición equivocada y problemática, ni que contribuya a confirmar la verdad de la revelación precisamente con su odio pertinaz.

La alternativa a todo ello la formula el v. 21: «Pero el que practica la verdad, se acerca a la luz, y así queda manifiesto que sus obras están hechas en Dios.» La expresión «el que practica la verdad» tiene su modelo en fórmulas del AT, como «obrar la justicia y el derecho» (Cf. Jr 22,3.15: 23,5; 33,15; Ez 18,5.2l.27; 33,14.19). O «hacer la fidelidad (o verdad)», como se encuentra en los textos de Qumrán, y con la fórmula concreta de «para adherirse a todas las obras del bien, lealtad (emet, también "verdad"), para obrar en la tierra la justicia y el derecho» (1QS 1,5s). Se trata aquí de una fórmula global, que define de un modo ideal y típico toda la conducta humana de acuerdo con una norma universal. «La «verdad del hombre» se manifiesta en su manera de obrar. En el AT, la norma de tal conducta es la tora; en Jn, por el contrarios lo es la «verdad» condicionada siempre por la relación cristológica. Así pues, la «práctica de la verdad» -y de ello se trata aquí- es la fe con que el hombre acepta y asume la verdad liberadora que se le ofrece en la revelación para convertirla así en su propia verdad personal.

Aquí se ha podido hablar de un «practicar la verdad» porque la fe es el acto esencial de todo el hombre. No se trata, pues, de un comportamiento puramente externo en distintos actos aislados, sino de aquel obrar por el que el hombre se convierte en algo por lo que en definitiva decide personalmente el sentido de su existencia. Mediante esa conducta el hombre llega a la luz, a la comunión con el revelador y por ello a la salvación. Aquí se hacen patentes sus obras y, desde luego unas obras «que han sido hechas en Dios». Pero ¿de qué modo pueden entenderse las buenas obras del hombre como «hechas en Dios»? Sólo en el sentido de que la fe y las obras que derivan de la misma ya no se entienden como mera realización humana sino como obras cuyo verdadero autor y fundamento es Dios mismo. Precisamente la fe es de tal naturaleza, que ya no puede concebirse como una realización o logro, sino cual don de la gracia divina. Igualmente la fe pertenece por completo a todo el hombre. El creyente, que llega a la luz, se descubre a sí mismo como una obra de Dios, que ha encontrado su verdadero fundamento vital en Dios. Es en el creyente donde el designio divino de salvación alcanza su objetivo.
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MEDITACIÓN

La perícopa que acabamos de interpretar ofrece, si echamos una mirada retrospectiva, un concepto amplio, una concepción general del cristianismo de acuerdo con la perspectiva del círculo joánico y de su tradición. Ahí queda claro que en el ínterin había cristalizado toda una serie de puntos firmes, que, a todas luces, fueron considerados como indispensables para ser cristiano. La comunidad cristiana se traza aquí un perfil neto que distingue claramente su carácter y su oferta específica de salvación de las ofertas concurrentes de las religiones mistéricas, de las sectas gnósticas y de la filosofía popular cínico-estoica. En esa delimitación puede observarse una doble toma de posición: por una parte, el círculo joánico entra en los planteamientos y problemas de su propio tiempo y de la sociedad pagana. Recoge explícitamente tales cuestiones: por ejemplo, la palabra clave «regeneración» y también el problema de la revelación como ilustración sobre las relaciones con el mundo celestial y con el camino de la salvación del hombre. Por otra parte, sin embargo, todos esos problemas y representaciones quedan despojados de su contenido mitológico y psicológico tradicional, al tiempo que se les encuentra su acoplamiento y armonización con la genuina tradición cristiana sobre Jesús de Nazaret. Tiene, pues, efecto una fusión de tradiciones, y la cuestión de quién es aquí el que da y quién la parte receptora, dónde hay que asentar la ganancia y dónde la pérdida, si han sido las religiones tradicionales las que han acogido al cristianismo cambiándolo y doblegándolo, etc., o si, por el contrario, han sido las tradiciones cristianas las que han asumido elementos de la paganidad en la medida en que eran aceptables y los han cristianizado constituye, sin duda, un problema altamente interesante y de suma importancia.

En mi opinión, y por lo que respecta al Evangelio según Jn, el resultado final ha sido en nuestro caso esa segunda hipótesis, pues para Jn y para el círculo joánico el criterio supremo y definitivo ha sido la vinculación de la revelación y de la concepción salvífica a la persona de Jesús de Nazaret. Asimismo también la cruz y resurrección de Jesús constituyen el elemento fundamental y sólido del kerygma ioánico. Hemos de admitir ciertamente que en el cuarto Evangelio no son ya muchos los detalles que se recogen del «Jesús histórico». No obstante lo cual, hay que decir con R. Bultmann: «El revelador no aparece como un hombre genérico, es decir, como portador de la naturaleza humana, sino como un hombre histórico determinado, como Jesús de Nazaret». «Su ministerio en conjunto es revelación como impulso, que mediante el ir y venir constituye una unidad cerrada... Su marcha, su «elevación», es decir, su cruz no sólo pertenece a la parte final de ese conjunto sino que lo convierte en tal conjunto de cara a lo que es realmente, la revelación como impulso». Tal vinculación de fe, revelación y salvación al hombre histórico Jesús de Nazaret es lo que constituye lo específico del cristianismo, y ello desde luego tanto frente al judaísmo tradicional como frente a todas las religiones y los mitos todos del gentilismo. Ahí está el auténtico misterio del origen del cristianismo.

En concurrencia con las más diversas ofertas el cristianismo primitivo tuvo que estar en condiciones de poder dar una respuesta al problema que conmovía entonces a la sociedad de finales de la edad antigua, y que era sobre todo el problema de la soteria, el problema de la salvación de hombre, de su redención. La situación religiosa de aquel tiempo ha sido descrita en los términos siguientes:

«Ante la realidad superior del mundo del espíritu palidece el valor del mundo visible. La confianza en la propia fuerza y en la capacidad realizadora de la razón se tambalea. El esfuerzo ya no se endereza a desarrollar las fuerzas naturales del hombre con vistas a una libre autodecisión ética, sino a elevar todo su ser a una forma de existencia superior y hacerle capaz de participar en unas fuerzas supranaturales. El sentimiento de culpa y debilidad, el anhelo de redención y de asistencia divina, el deseo de revelaciones, la entrega voluntaria a unas autoridades, son cosas que hemos reconocido como sentimientos dominantes de la antigüedad. En ello coinciden el judaísmo, las religiones de redención orientales y la filosofía. La idea de un redentor o mediador que llega en plan de ayuda cuando la fuerza humana fracasa, es muy frecuente en esa orientación mística, en la cual aflora el sentimiento de la caducidad del mundo, de la fragilidad de la persona y de la resignación. Las religiones orientales difunden los sentimientos de la impotencia humana, de la pecaminosidad y toda la hondura del sufrimiento, al tiempo que ofrecen revelaciones antiquísimas y medios eficaces de salvación».

A esta necesidad de redención precisamente tenía que ofrecer una respuesta el cristianismo primitivo. A la larga el éxito tan enorme del cristianismo se debió, y desde luego ya antes de la era constantiniana, al hecho de que su respuesta al problema de la salvación tuvo una mayor fuerza de convicción. Todo parece indicar que el problema de la salvación del hombre en cualquiera de sus formas, ya sea como problema de la salvación del alma, como problema de la salvación en cuanto inmortalidad o incluso como problema acerca del «Dios clemente» (Lutero), constituye una de las condiciones indispensables sin las que en modo alguno puede entenderse la religión como fenómeno humano.

La crisis religiosa de nuestro tiempo consiste evidentemente en que el moderno mundo de la técnica ya no siente ninguna necesidad de redención: la liberación del hombre de muchos condicionantes naturales ha hecho superflua, en muchísimos campos, la idea de redención. El hombre se libera ahora a sí mismo de muchos problemas para los que en tiempos pretéritos tenía que recurrir a una «redención divina». Sin embargo, hemos de seguir preguntándonos si la concepción del cristianismo como una religión liberadora en el sentido en que lo tomaba el hombre de finales de la antigüedad representa una concepción adecuada del cristianismo y de la figura de Jesús. ¿No representa más bien una extraña vestimenta con la que el cristianismo tuvo entonces que revestirse por necesidad?

Ciertamente que no es casualidad el que hoy se hable más de liberación que de redención. La liberación se percibe justamente como acorde con la Biblia, y desde luego tanto en armonía con el AT como con el mensaje paulino de la libertad de cada cristiano. Precisamente esta nueva formulación de la concepción de la salud en el sentido de que se trata de la liberación del hombre, de la verdadera autoafirmación del hombre en su plena y no mermada humanidad, como individuo y en el marco de una sociedad, bien puede entenderse como indicio de que la necesidad de redención no ha desaparecido por completo sino que simplemente se ha desplazado y que su manifestación ha cambiado simplemente las formas de presentarse. Evidentemente ya no se manifiesta como antes. Lo cual quiere decir, a su vez, que las formas de una respuesta, como las que antes se daban de acuerdo con las expectativas, hoy tienen que volver a examinarse y, llegado el caso, a cambiarse. En un punto existe una perfecta consonancia entre la antigüedad tardía y el presente: como oferta para la salvación del hombre, el cristianismo sólo puede ponerse en marcha, si se entiende como respuesta a los problemas del hombre actual; es decir: si el hombre de hoy reconoce en ese cristianismo una auténtica ayuda para un concepto más humano de la vida.

El problema del bautismo.
Entendido el acontecimiento bautismal como una «regeneración», ofrece hoy toda una serie de problemas gravísimos. El Evangelio según Juan, en conexión con otras tradiciones del cristianismo primitivo, pudo entender el bautismo como una «regeneración» o como «un nacimiento desde lo alto, del agua y del Espíritu», porque también en la vida de los neófitos se correspondía con una experiencia concreta. La conversión al cristianismo iba ligada a unas exigencias considerables. «Pretendía ser total y abarcar a todo el hombre, y desde luego sin ninguna reserva negativa ni positiva». «Cuando los neoconversos recibían el bautismo, sabían perfectamente a lo que se comprometían. Se hacían cargo de unas exigencias precisas, que en lo esencial se extendían a los puntos siguientes: renuncia absoluta y definitiva al pasado; vinculación a unos dogmas misteriosos; la práctica de una severa moral sin pecado». La Iglesia de entonces no sólo predicaba eso sino que lo realizaba. Así pues, al hecho de hacerse cristiano iba realmente ligado un nuevo comienzo, un «nacimiento de lo alto», de carácter más radical que en los misterios y en la gnosis, donde faltaba en buena medida la seriedad de la nueva ética. Pero todo ello era posible porque el hacerse cristiano era asunto de una personalidad adulta y madura; es decir, porque lo normal era el bautismo de adultos y no el bautismo de infantes. Es, junto a otras razones, la razón que impide el que la práctica del bautismo de los indios -que desde luego no carece de problemas- se vincule con el acontecimiento bautismal como la experiencia de un «nuevo nacimiento desde lo alto», con la creación del «hombre nuevo» en el sentido del NT.

Por ello será perfectamente lógico si más tarde, sobre todo los místicos, herejes y reformadores, insisten en la idea de un «nacimiento de lo alto»; evidentemente porque en la evolución religiosa de los cristianos siempre se han dado tales experiencias espirituales, tales renovaciones y rupturas internas. A menudo se ha atribuido a esa experiencia el auténtico efecto salvífico, mientras que se ha visto el bautismo de los niños como una práctica más o menos ineficaz. También hay que ver la ruptura reformista de Martín Lutero en este contexto, por cuanto el bautismo no sustituye la penitencia y conversión de cada cristiano. La pregunta de «¿Cómo llegaré a convertirme en un cristiano viviente?» tenía que plantearse de forma completamente nueva en una Iglesia popular que normalmente se reclutaba mediante el bautismo de infantes; lo cual no podía por menos de tener unas determinadas consecuencias. El problema todavía no ha sido discutido a fondo, y menos aún resuelto; las consecuencias pueden rastrearse hasta el presente. De hecho existe una «crisis estructural de la iniciación cristiana» (1). El problema es mucho más importante, puesto que encubre otros anejos a las relaciones de la Iglesia y de la sociedad presente. El reclutamiento de la Iglesia popular mediante la práctica del bautismo de niños tiene evidentemente una grave dificultad, pues en la República Federal de Alemania, por ejemplo, esa práctica del bautismo de infantes garantiza los impuestos eclesiásticos. En general parece que esa práctica se discute mucho más que el «nacimiento desde lo alto» o el otro problema de cómo llegará a ser un verdadero cristiano. Hoy además, sobre todo los psicólogos profundos de la escuela de C.G. Jung, tienen algo esencial que decir sobre la idea de la «regeneración» y del «nacimiento de lo alto» o del «nacimiento en Espíritu» del hombre.

Según Jn la venida de Jesús como acontecimiento salvador significa en su muerte y resurrección el juicio sobre el mundo, es decir, el juicio escatológico o el «juicio final». Es ésta una idea que apenas ha tomado en cuenta la teología cristiana con verdadera resolución. Sólo R. Bultmann en su comentario de Jn ha comprendido y estudiado todo su alcance. Naturalmente se puede decir que esa idea no se halla en el NT tan aislada como parece a primera vista. También en la tradición sinóptica queda claro que Jesús de Nazaret atribuye a su mensaje una condición resueltamente salvadora y que ello es lo que, en primer término interesa, el Dios del amor y la salvación en el inminente reino de Dios, y no la condenación del hombre. Por lo general la palabra de Jesús, repetidamente transmitida por los sin6pticos: «Respecto a todo aquel que se declare en mi favor delante de los hombres, el Hijo del hombre también se declarará en favor suyo delante de los ángeles de Dios. Pero aquel que me niegue ante los hombres, también él será negado ante los ángeles de Dios» (Lc 12,8s; cf. Mt 10,32s; Mc 8,38 y par.), subraya que la salvación y condenación del hombre se deciden en su toma de posición respecto de Jesús. La idea de que el hombre mediante su conducta presente decide sobre sí mismo y sobre su existencia delante de Dios, es en sí perfectamente bíblica. Para los profetas del AT siempre se trata de hacer para que el hombre consciente de la urgencia de una decisión en el aquí y ahora de una concreta situación histórica. También la grandiosa palabra que se nos ha transmitido del rabi Hilel (siglo I a.C.) está marcada de ese mismo espíritu:

«Si yo no estoy en favor mío, ¿quién lo estará?
Si sólo yo estoy en mi favor, ¿qué soy yo?
Y si no es ahora, ¿cuándo lo sera?».

No se puede aplazar una decisión urgente, y menos una decisión en la que están en juego la propia salvación y la vida. En la misma decisión apunta una fórmula de Franz Kafka: «Sólo nuestro concepto del tiempo nos permite hablar del juicio final, cuando en realidad se trata de un juicio sumarísimo». El presente, en el que siempre están en juego de una forma nueva y concreta la fe y el amor del hombre, es el kairos decisivo para la salvación, el instante oportuno en el que conviene actuar de una manera totalmente decidida y resuelta. Para la configuración de nuestra vida es importante encontrar una huella a fin de no fallar la consigna que me llama. El hombre que vive al día o el que vive de espaldas a la historia, sólo de acuerdo con unas recetas o prescripciones dadas, de ordinario carece ciertamente de sensibilidad para el kairos, para el momento fecundo y cargado en que puede llegar la llamada de Dios. Es un hombre que vive en buena parte al margen del tiempo.

Ahondando en esta misma idea, aparece como plausible que, según Jn, la fe y la incredulidad se entiendan como las alternativas decisorias de la salvación, en las cuales afloran al primer plano las posibilidades extremas de la existencia humana. FE/QUE-ES:Con la fe, el hombre alcanza la vida eterna, la vida sin más en su sentido pleno, mientras que con la incredulidad la pierde. La fe, tal como aquí se entiende, significa naturalmente no la aceptación como verdaderos de unos artículos de fe, de unos dogmas, etc., de la indoctrinación intraeclesial que inculca al hombre un super yo de configuración eclesiástica en exclusiva; no se trata de una fe de catecismo, sino del «salto» a los brazos de Dios, en que el hombre se entrega a sí mismo con plena confianza, libremente, para vivir por completo del amor de Dios, tal como se ha manifestado en Jesús. Semejante fe afecta de hecho a las últimas profundidades de la existencia; debe traspasar la epidermis para llegar a lo más hondo del corazón. Por el contrario, la pura fe de inteligencia y de obediencia representa una dura atrofia y violación del hombre. En cambio, la afirmación del cuarto Evangelio, según la cual el hombre sólo con que lo quiera, con tal que lo quiera realmente, llega a la vida plena, sin mermas y eterna, cuando se entrega por completo al amor divino, cuando se confía libremente al amor sin límites, es decir, cuando arriesga su propia vida.
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1. Para el problema en su conjunto, cf. «Concilium» XV (1979) II. Crisis estructural de la iniciación cristiana, p. 73: «Con la disolución de la sociedad cristiana o con la desaparición de la influencia de la autoridad eclesiástica sobre las masas, la realidad de la comunidad eclesiástica se hace cada vez mis problemática. Incluso aquellos comentaristas de la escena presentes que defienden resueltamente la opinión de que el sentido de lo religioso está hoy tan vivo como siempre y aún más, conceden que a menudo ya no tiene ninguna relación con una pertenencia categórica a la Iglesia. Lo cual significa que ni el medio social ni el religioso representa un apoyo directo para la pertenencia a la Iglesia. Por consiguiente, también la problemática de la iniciación cristiana aparece bajo una nueva luz», así en el Prólogo de L. MALDONADO y D. POWER.
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V. EL ULTIMO TESTIMONIO DEL BAUTISTA (Jn/03/22-30)

22 Después de esto, Jesús anduvo con sus discípulos por la región de Judea, permaneciendo allí con ellos y bautizando. 23 También Juan seguía bautizando en Enón, cerca de Salim, porque había allí aguas abundantes, y las gentes acudían para bautizarse; 24 porque Juan no había sido encarcelado todavía. 25 Se originó entonces una discusión entre los discípulos de Juan y un judío acerca de la purificación. 26 Fueron, pues, a ver a Juan y le dijeron: Rabí, aquel que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú has dado testimonio, ahora se pone a bautizar, y todos acuden a él. 27 Juan contestó: Nadie puede asumir nada que no se le haya dado del cielo. 25 Vosotros mismos sois testigos de que dije: Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado delante de él. 29 EI que tiene a la esposa, es el esposo; pero el amigo del esposo, que está con él y lo oye, se llena de alegría al oír su voz. Pues bien, esta alegría mía se ha cumplido ya. 30 Él tiene que crecer y yo tengo que disminuir.

El relato empieza de modo que el v. 22 se refiere a una actividad baptista de Jesús junto al Jordán. Según el texto joánico, Jesús ha vuelto a dejar Jerusalén y se ha dirigido «a la región de Judea», y desde luego a las proximidades del Jordán. Allí permaneció durante algún tiempo con sus discípulos bautizando. En los evangelios es ésta la única noticia que nos informa de una actividad bautizadora de Jesús. El relato sólo puede enmarcarse con pleno sentido en el marco joánico de la historia de Jesús. En el cuadro marciano y en el de la tradición sinóptica sería muy difícil encontrarle un lugar, porque Jesús no ha iniciado su actividad en Jerusalén sino en Galilea. Está claro el propósito de la observación, que pretende mostrar cómo Jesús entra ahora en competencia con el Bautista, consiguiendo un gran número de seguidores, como lo dice claramente el v. 26. A continuación el Bautista aparece una vez más como testigo a favor de Jesús, para confirmar de manera explícita que en ese desarrollo de las cosas se manifiesta la voluntad de Dios.

Según el v. 23, Juan Bautista habría abandonado su primer enclave en que bautizaba Betania y Betabara (cf. com. a 1,28), trasladándose a las cercanías de Enón (griego Aínon) en Salim, porque aquí el agua era más abundante.

La observación del v. 24 muestra que tampoco entre el círculo joánico era desconocido el destino del Bautista: por entonces no había sido aún encarcelado. De la ejecución de Juan Bautista (cf. Mc 6,17-29 y par. por obra de Herodes Antipas) no sabe nada el cuarto Evangelio. Tenemos así trazado el marco en que se va a desarrollar la escena siguiente. Jesús y el Bautista trabajan ahora codo con codo como en competencia.

Y se llega a una polémica, a un enfrentamiento entre los discípulos de Juan y un judío «acerca de la purificación». Difícilmente cabe suponer que se tratase de las prescripciones purificatorias judías en general (cf. en cambio Mc c. 7), sino del bautismo en concreto. Probablemente se trataba del problema de cuál de los bautismos aportaba una mayor justificación y, por lo mismo, tenía un mayor efecto salvador. Tal vez deba recordar el lector la distinción entre «bautismo con agua» y «bautismo con Espíritu» (cf. 1,26s.33). Al hablar además de una actividad bautizadora de Jesús, esta perícopa muestra que el círculo joánico ha conocido evidentemente el bautismo como rito cristiano de iniciación y que lo mantiene, al tiempo que acentúa la superioridad del bautismo cristiano. Por lo demás, la discusión con el judío acerca de la purificación sólo tiene un papel introductorio. Ante esta nueva situación los discípulos de Juan acuden a su maestro y le informan. La formulación resulta bastante circunstanciada debido a las referencias retrospectivas a la perícopa precedente acerca del Bautista (1,19-34). También los discípulos de Juan dan a su maestro el título de Rabí. Incidentalmente sabemos que el Bautista se había trasladado a la otra orilla del Jordán, es decir, a la ribera occidental. Los discípulos dicen explícitamente que Juan depuso testimonio en favor de Jesús; «Ahora se pone a bautizar y todos acuden a él».

Se escucha un acento inconfundible de envidia y competencia aunque hay también una confirmación contenida de que el testimonio del Bautista a favor de Jesús ha surtido realmente efecto y que así se cumple la voluntad de Dios: «Este vino para ser testigo... a fin de que, todos creyeran por él.» Así pues, los discípulos de Juan siguen sin comprender lo que ha ocurrido ni la verdadera misión de su maestro, cuando se muestran impacientes por el éxito de Jesús.

Pero es precisamente ésa su pregunta la que conduce una vez más a que Juan refrende su testimonio anterior con uno nuevo, que es a la vez su último testimonio en favor de Jesús.

El v. 27 empieza con un principio general: Nadie puede tomar nada, si antes no le ha sido dado por el cielo, por Dios. En tal aseveración se trata del problema de la legitimación profética: todo profeta debe en última instancia su cometido al hecho de haber sido enviado por Dios. El texto recuerda vivamente la perícopa sobre el tema de la autoridad (Mc 11,27-33). Sólo se trata de una inversión muy significativa. En el texto marciano Jesús certifica indirectamente en favor del propio Bautista que su bautismo procede «del cielo», de Dios; aquí, en cambio es el Bautista el que con su palabra señala la misión divina de Jesús. El hecho de que además Jesús logre más discípulos que el Bautista obliga a ver justamente en ello la acción misteriosa de Dios que así lo ha dispuesto. Es Dios mismo quien conduce a Jesús numerosos seguidores.

El v. 28 trae una clara referencia retrospectiva al testimonio precedente Los propios discípulos se ven en la necesidad de confirmar lo que en la precedente ocasión había dicho Juan: Yo no soy el Mesías, sino alguien que ha sido enviado delante de él. Lo cual bien podría ser un argumento tomado del enfrentamiento entre cristianos y seguidores del Bautista. Cabe suponer que este argumento no se ha encontrado de hecho en forma completamente espontánea, puesto que el Bautista histórico había hablado de que «tras de mí viene el que es más fuerte que yo». Los cristianos lo han esgrimido en beneficio propio. En los v. 29-30, las afirmaciones del Bautista se elevan hasta alcanzar una verdadera grandeza de himno, cuando habla del Mesías como del «esposo» mientras se designa a sí mismo como «amigo del esposo», cuya mayor alegría es poder prestarle sus servicios en cualquier aspecto durante la celebración nupcial. Sin duda alguna subyacen aquí las representaciones del tiempo de la salvación mesiánica como unas bodas. «El «amigo del esposo» es uno de los dos paraninfos o padrinos de boda... que en las bodas judías desempeñaban ciertas funciones de confianza y, sobre todo, conducían la esposa al esposo y vigilaban su conducta matrimonial». Juan Bautista ha cumplido su misión respecto de Jesús, el Mesías: «Esta alegría mía se ha cumplido ya.» Y, al modo de la última recomendación que el Bautista da a sus discípulos, llega en el v. 30 esta palabra: «ÉI tiene que crecer y yo tengo que disminuir», expresando así la norma que en la visión joánica ha de prevalecer entre el precursor y el consumador.

JBTA/FECHA-FT: La liturgia cristiana ha expresado esto de modo gráfico al establecer la fiesta de Juan Bautista el día 24 de junio, tres días después del equinoccio de verano, mientras que celebra la fiesta de Navidad el 25 de diciembre, cuatro días después del equinoccio de invierno (así en el hemisferio septentrional). El «sol menguante» es el símbolo del Bautista, mientras que el «sol creciente» es el símbolo de Cristo.


Meditación

En el cuarto Evangelio se repite una v otra vez con toda claridad que Juan Bautista es simplemente el testigo de Cristo. Ese papel típico ideal, tal como aquí se nos muestra, lo mantiene Juan hasta el final en toda la linea. La imagen del Bautista en la tradición cristiana, especialmente en el arte plástico, está profundamente influida por esa imagen, pues proporcionaba un cuadro interpretativo convincente para la figura del Bautista. En la visión cristiana tradicional Juan Bautista es el típico personaje de transición entre ei Antiguo Testamento y el Nuevo; aquel que al tiempo que cierra la profecía veterotestamentaria abre, como precursor del Mesías Jesús, la nueva era mesiánica, el tiempo de la salvación. Como testigo de Cristo, que consecuentemente resiste a la tentación de querer ser algo más que «la voz del que clama en el desierto», y que por lo mismo no alimenta ambiciones mesiánicas de ningún tipo, ve más bien su cometido en el papel de «amigo del esposo», hasta el cual conduce a la novia, es decir, a los creyentes. Ello significa que Juan Bautista se convierte en prototipo del magisterio eclesiástico. En efecto, a partir del Bautista, como testigo de Cristo, se puede explicar la esencia del magisterio eclesiástico. Al igual que la figura de Juan, tampoco ese magisterio tiene ninguna función autónoma, ninguna validez en sí mismo, sino que todo su cometido, por el que pueden entenderse todas sus actividades, se centra en el testimonio a favor de Cristo. El magisterio tiene que defender ante el mundo la causa de Jesús, su evangelio. No puede ni debe suplantar la causa de Jesús por sus instituciones y actuaciones, como por desgracia ha ocurrido tantísimas veces en el curso de la historia de la Iglesia y sucede todavía hoy repetidamente. Así pues, el ministerio como institución carece de garantías firmes de que sus manifestaciones y sus medidas prácticas, publicaciones y exhortaciones, sólo por que sean indicaciones y prácticas del magisterio, vayan a identificarse con la causa de Jesús y puedan contar como testimonio legítimo en favor de Cristo. En principio el magisterio no dispone de una especial garantía de verdad ni tampoco de una dirección especial. Más bien está continuamente ligado a su tarea de testigo de Cristo, por lo que también debe preguntarse siempre con sentido crítico hasta qué punto se acomoda realmente a dicha tarea y pretensión y si con sus actuaciones ministeriales testifica realmente en favor de la causa de Jesús.

Sin embargo no se trata sólo de la humildad personal, más o menos privada, ni del cristianismo de quien ejerce el ministerio, sino más bien de la humildad y cristianismo del propio ministerio. Como lo prueba la historia de la Iglesia, una y otra vez se ha dado una humildad privada en conexión directa con el orgullo ministerial eclesiástico, porque se pensaba que era necesario defender el magisterio en su pureza incontaminada. El cristianismo del magisterio, que en el sentido del NT se entiende única y exclusivamente como ministerio de testimonio y de servicio, se reconocerá sobre todo en si es capaz de deponer y arrinconar las aspiraciones de dominio frente al hombre y de servir a la libertad concreta de todos los creyentes y de los hombres todos en general. Tampoco se puede emplear una doble medida, defendiendo por ejemplo los derechos humanos de puertas afuera y no aplicar el mismo criterio dentro de la propia Iglesia. Ya no podrá entenderse precisamente como un «jerarquía establecida por Dios» con una validez metafísica, porque algo de tal índole no se da en el NT, sino como simple servicio a la causa del hombre.