CAPÍTULO 2


LAS BODAS DE CANA (Jn/02/01-12)

Con la narración de las bodas de Caná empieza el relato joánico del ministerio de Jesús. Hay que ver en estrecha conexión tanto esa narración como la siguiente sobre la primera aparición de Jesús en Jerusalén con la purificación del templo (2,13-22). Y es que ambos relatos tienen un carácter programático, por cuanto uno y otro ponen bajo una luz deslumbrante la importancia de Jesús en el sentido joánico, y no mediante discursos sino con dos acciones cargadas de simbolismo. En ambos casos se trata de relatos o escenas, en las que todo cuanto tienen que decir aparece en su alcance simbólico A ello se suma el hecho de que el narrador subraya intencionadamente esa importancia, bien mediante la frase final 2,11, bien mediante el discurso 2,18-22.

Las bodas de Caná abren al mismo tiempo el ciclo de los «relatos de milagros», o más exactamente «relatos de señales». Esas bodas son el comienzo de las señales; si la historia de curación de 4.46-54 -que según Jn también ocurre en Caná- se relata como la «segunda señal», no por ello hay que concluir en una «fuente de señales» escrita, puesto que la numeración se puede deber perfectamente al propio evangelista, sobre todo cuando éste propende con frecuencia a una «señalización» esquemática (por ejemplo, en el relato de la pasión, aunque también en 1,19-51). Además la numeración no continúa. En conjunto son siete los relatos de milagros o señales: 1) las bodas de Caná (2,1-11), 2) la curación del hijo de un funcionario (4,46-54); 3) la curación del tullido de la piscina de Betzatá (5,1-9); 4) la alimentación milagrosa (6,1-15); 5) el paseo por las aguas del lago (6,16-21); 6) la curación del ciego de nacimiento (9,141); 7) la resurrección de Lázaro (11,1-44). Si hay que dar al número siete una significación simbólica o no es algo que se puede pasar por alto o darle una respuesta negativa, pues parece que la multiplicación milagrosa de los panes y el deambular sobre las aguas (6,1-21) hay que verlo en estrecha conexión, lo que se sugiere asimismo por la historia de la tradición (cf. Mc 6,32-44.45-52). Sorprende además que con los relatos de milagros o señales joánicos, prescindiendo de los dos primeros, siempre van unidos largos discursos de revelación o polémicos, que por lo general tienden a proyectar la mayor luz posible sobre el significado de la señal respectiva. Se tiene la impresión de que los discursos de revelación, anexos a los milagros o señales, se han desarrollado en conexión más o menos directa con éstos; o, más exactamente, que se trata de homilías de tipo midráshico sobre los relatos de señales; por tanto, de prédicas como las que se pronunciaban en la liturgia cristiana. Sobre todo ello volveremos más adelante. Por lo que al género literario se refiere, tenemos aquí -según la visión certera de Bultmann- «una típica historia de milagros; los v. 1-2 proporcionan la exposición, los v. 3-5 presentan la preparación del milagro, que estilísticamente relatan en forma que suscite tensión; los v. 6-8 refieren el milagro en sí, aunque en un estilo indirecto silenciando el proceso milagroso propiamente dicho; los v. 9-10 constituyen la conclusión que, por su estilo, pone de relieve la paradoja del milagro».

Jn ha tomado la narración -«que por lo demás, forma algo así como un bloque errático dentro de nuestro evangelio», mostrando unas peculiaridades estilísticas relativamente poco joánicas de su tradición particular, aunque reelaborándola con trazos típicos suyos con vistas a su empleo en la predicación. Aquí el pretender una distinción precisa entre redacción y tradición parece de escasa utilidad, toda vez que el relato tal como se encuentra ahora presenta una estructura consecuente y bien pensada. Lo mejor será interpretarlo en un plano sincrónico. Se indica el lugar, en que discurre la historia, como «Caná de Galilea» (cf. también 4,46), que es también el lugar de origen de Natanael (21,2). Se trata de Khirbet-Kana, sito 14 Km al norte de Nazaret. «Sólo en este pasaje se ha conservado el nombre de Caná en la Galilea propiamente dicha, y el constante determinativo tes Galilaias por el que se distingue del Caná sirio, prueba que en Galilea sólo había un poblado con tal nombre, que según la opinión común correspondía a Khirbet-Kana». El lugar lo menciona también Flavio Josefo y desempeña también un papel de cierta importancia en la guerra judía (66-70 d.C.). Dado que Jn nombra tres veces Caná, cabe suponer que para la tradición joánica a ese lugar iban vinculadas algunas tradiciones locales particulares. Si, como sospecha Lagrange, la invitación a la boda del lugar se la hizo Natanael a Jesús, es posible que esa tradición local esté en la base del relato. En cualquier caso, garantiza el hecho de que Caná haya existido (y todavía hoy existe), pero no garantiza, en modo alguno, la facticidad histórica de la subsiguiente historia milagrosa, como veremos después. Lo que interesa en primer término a esa historia es una teología narrativa.

1 Al tercer día, se celebró una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. 2 También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. 3 Y como llegó a faltar vino, la madre de Jesús le dice a éste: No tienen vino. 4 Pero Jesús le responde: ¿Qué nos va a mí y a ti, mujer? Todavía no ha llegado mi hora. 5 Dice su madre a los sirvientes: Haced lo que él os diga.

6 Había allí seis tinajas de piedra dispuestas para las purificaciones de los judíos, con capacidad, cada una, de dos o tres medidas. 7 Díceles Jesús: Llenad estas tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. 8 Entonces les manda: Sacad ahora y llevadlo al mayordomo. Así lo hicieron. 9 Cuando el mayordomo probó el agua convertida en vino, sin saber él de dónde procedía, aunque sí lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llama al esposo 10 y le dice: Todos sirven al principio el vino bueno; y cuando ya la gente está bebida, el más flojo. Pero tú has guardado el mejor vino hasta ahora. 11 Esta es la primera de las señales que Jesús realizó en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.

12 Después de esto, bajó a Cafarnaúm él, con su madre, los hermanos y sus discípulos; pero no se quedaron allí muchos días.

La indicación «al tercer día» enlaza la nueva escena con lo que precede, al tiempo que constituye la introducción al inmediato relato milagroso, que hay que considerar como una unidad autónoma y que tiene muchas semejanzas con las perícopas sinópticas de milagros. El suceso que iba a ocurrir ese día era, según se nos dice, una boda en Caná de Galilea. Como en todas las culturas humanas, también en Israel y en el judaísmo las bodas constituyen uno de los grandes festejos. A la boda precede normalmente el noviazgo, que según la costumbre judeo-veterotestamentaria representaba una promesa en firme de matrimonio, que se hacía con un período de antelación mayor o menor a la boda. «Con el noviazgo la unión de un hombre y una mujer para el matrimonio era en la estimación judía perfecta bajo todos los aspectos. De ahí que a la novia prometida se la llame «mujer» del varón». Algún tiempo después de la promesa matrimonial el novio invitaba a la novia a que abandonara su casa paterna para trasladarse a la casa del novio. Véase, por ejemplo, la bella canción nupcial del Sal 45 en que se dice: «Escucha, hija, atiende y apresta tus oídos: olvida tu nación y tu familia si se prendare el rey de tu hermosura ya que él es tu señor, póstrate ante él» (Sal 45,11s). La auténtica fiesta nupcial, que se celebraba con toda pompa y con el mayor boato, era la conducción de la novia a casa del novio. Las bodas se prolongaban por lo general ocho días, tiempo en el que llegaban de continuo nuevos invitados mientras otros se marchaban. La reunión nupcial no era una asamblea cerrada: además de los parientes y amigos de la nueva pareja, la fiesta estaba abierta para cuantos querían participar en la celebración. Para ello no se escatimaba en la comida ni en la bebida. Y por supuesto que en las bodas, como en cualquier festejo, no podía faltar el vino.

Cuando se dice que la madre de Jesús -cuyo nombre no se menciona en la historia- estaba entre los participantes en la fiesta y que también Jesús había sido invitado con sus discípulos, se están haciendo unas indicaciones necesarias para la comprensión del relato, aunque sin decir nada concreto sobre las relaciones de Jesús y su madre con los anfitriones. Formaban parte de los asistentes a la fiesta; eso es lo que importa. Y durante la celebración del festejo surge un gran contratiempo: el vino se termina amenazando con poner fin a la euforia y jolgorio. El hecho se narra brevemente y casi a modo de inciso. Pero allí está la madre de Jesús, que advierte la circunstancia y que inmediatamente llama la atención de su hijo sobre tal contratiempo: «¡No tienen vino!» La indicación de la madre de Jesús sirve en el curso de la narración para preparar el milagro. Si la madre de Jesús advierte el hecho y llama la atención de su hijo sobre el mismo, hay que suponer que espera ayuda de su hijo Jesús. La respuesta de éste a su madre es negativa y muy ruda: «¿Qué nos va a mí y a ti, mujer?» ¿Por qué tienes que meterte en mis asuntos? El tratamiento de «mujer» o «señora» dado a la propia madre resultaba incluso en tiempo de Jesús muy inhabitual, frío y distanciado cuando no hiriente. Subraya en cualquier caso la distancia entre Jesús y su madre, y de ningún modo la intimidad cercana y cordial. Distancia que aún pone más de relieve la afirmación siguiente, y que ha de entenderse como el motivo explicativo: «Todavía no ha llegado mi hora.» ¿Qué quiere decir esa frase singular? La hora de Jesús, en su pleno sentido, es para Jn la «hora de la glorificación», la hora de la pasión y resurrección de Jesús.

De ahí que algunos expositores pretendan ver también aquí una alusión anticipada a esa hora singular de la salvación. Lo cual no va por completo descaminado, porque tal expresión permite escuchar una asociación lingüística en esa dirección. No obstante lo cual la expresión hay que interpretarla también desde el contexto inmediato. Se trata ante todo de que el tiempo de Jesús, su hora, es radicalmente distinto del tiempo de los hombres o del tiempo del cosmos; Jesús no está «dirigido desde fuera» sino «desde dentro». Lo que ha de hacer u omitir en el fondo no se lo puede decir ningún hombre, ni siquiera su propia madre. La hora de Jesús depende más bien de la voluntad del Padre y de su propio albedrío que se orienta por esa voluntad del Padre. Sólo Jesús sabe cuándo es realmente tiempo de algo. Si, pese a todo, la madre de Jesús recomienda a los criados «Haced cuanto él os diga», es que, al parecer, no ha entendido la negativa de Jesús como algo definitivo, sino que sigue contando con una posibilidad de que Jesús intervenga en plan de ayuda. Sin duda que la expresión vuelve a ser polivalente, aunque en último término lo que importa es hacer cuanto Jesús dice. El giro pasa por alto la situación concreta y se dirige al lector por cuanto que le dice cuál ha de ser su conducta respecto de Jesús. Hasta ahí la situación sigue abierta por completo.

Es a partir del v. 6 cuando el relato toma una dirección concreta hacia el milagro. Se refiere que en la casa nupcial había seis tinajas de piedra para el agua, de una capacidad notable, toda vez que cabían en cada una de dos a tres medidas (metretas dice el texto griego; la capacidad de cada una era de aproximadamente 40 litros, exactamente 39,39 litros; las 2/3 medidas hacían alrededor de 1 hectólitro, lo que daba en conjunto unos 600 litros). Estos datos de las medidas de capacidad indican la gran abundancia, que es importante para el inminente milagro. Las tinajas estaban dispuestas para las prescripciones de purificación del ritual judío (1). Y las tinajas de piedra se recomendaban sobre todo porque así no contraían ninguna impureza ritual.

Jesús ordena a los sirvientes que llenen las tinajas de agua; ellos se atienen a la recomendación de la madre de Jesús y hacen lo que éste les dice. Las tinajas quedaron llenas hasta los bordes. Y la orden siguiente de Jesús suena así: «Sacad ahora y llevadlo al mayordomo.» Las versiones antiguas traducen habitualmente en este pasaje la palabra griega arkhitriklinos por «maestresala». Se entiende por tal la persona -entre griegos y romanos generalmente un esclavo- que corría con la responsabilidad suprema del desarrollo ordenado del festín, al que correspondía asimismo cuidarse del vino. Implícitamente se da a entender que ahora el milagro ya está hecho, sin que se describa en sí mismo el proceso milagroso; lo único que se puede describir es el resultado. Cuando el maestresala o mayordomo prueba la bebida que le ofrecen, el milagro ya ha ocurrido. Lo que saborea es el agua convertida en vino; y se encuentra ante un enigma completo; ya que no sabe de dónde ha salido el vino nuevo, cosa que sólo los sirvientes sabían. ¡Lo curioso es que no se les pregunta sobre el particular y que nada digan! Corresponde, pues, al narrador fundamentalmente explicar en lo posible el misterio que rodea la procedencia del vino.

En su comentario al pasaje Schnackenburg apunta con razón al hecho de que el «de dónde» tiene un sentido con trasfondo, «constantemente se trata en el Evangelio según Juan de la cuestión sobre «de dónde» viene el don de Jesús (4,11) y «de dónde» viene él mismo (7,27s; 8,14; 9, 29s). Con el origen se insinúa también la índole (celestial y divina) del don, o bien lo que éste indica simbólicamente...». Para el mayordomo el enigma persiste a lo largo de todo el episodio; y ello constituye el supuesto de lo que sigue En efecto, llama al novio y le dirige estas palabras: «Todos sirven al principio el vino nuevo; y cuando ya la gente está bebida, el más flojo. Pero tú has guardado el mejor vino hasta ahora» (v. 10). Lo que aquí proclama el mayordomo no es la regla escalonada, conocida desde antiguo, ni tampoco es seguro que las palabras hayan de tomarse como una observación humorística; lo que su frase expresa es su asombro por algo total y absolutamente desusado. El sentido es éste: normalmente se acostumbra a ofrecer a los invitados a bodas el vino bueno cuando todavía están sobrios y cuerdos, porque aún conservan el buen paladar para saborear y alegrarse con el vino generoso. Para el que está bebido ese buen vino es como tirado; por eso a medida que el tiempo avanza se pasa a un vino peor. Mas lo que él saborea ahora va en contra de tal uso y también contra las expectativas del propio mayordomo, quien se admira de que después de agotado el vino, quede todavía algo tan singularmente sabroso. El novio había reservado lo mejor para el final. Y así termina la primera historia milagrosa.

El v. 11 es una observación complementaria del evangelista y tiene una función explicativa. Dice, primero, que el milagro del vino en Caná fue «la primera de las señales»; es decir, que fue la primera «señal» o signo. Segundo, que con tal signo Jesús «manifestó su gloria», con lo que se indica algo de la importancia de la señal, pues tiene algo que ver con la revelación de la gloria de Jesús. Tercero, se menciona el efecto del signo: «Y sus discípulos creyeron en él.» Esta observación final apunta a la cuestión de la que ahora hemos de ocuparnos más ampliamente: ¿Cuál es el sentido de esta historia?

a) La concepción joánica de los milagros: el milagro como «señal». El concepto o categoría con que Jn califica el milagro del vino en Caná se denomina «señal» o signo, semeion en griego. En Caná realizó Jesús «la primera de las señales» (2,11a). Es evidente que con ello se insinúa una peculiar inteligencia teológica de las historias de milagros: hay que entenderlos como «señales». En cambio la idea de que los sinópticos tienen de los milagros se expresa habitualmente por la palabra dynamis = muestra de poder, acto poderoso (cf., por ejemplo, Mc 6,2.5.14; 9,39; Mt 11,20.21.23; 13,5S). «La singularidad del uso joánico de semeion está en que aquí la palabra... ha venido a asumir la función de designar en exclusiva determinados procesos milagrosos, función que en el Nuevo Testamento, y especialmente en los sinópticos desempeña dynamis». El concepto semeion (señal) pertenece al particular lenguaje técnico de la teología del evangelio y del círculo joánicos (cf. 2,11.18.21; 3,2; 4,48.54; 6,2.14.26.30; 7,31; 9,16; 10,41; 11,47; 12,18.37; 20,30). Mas, dado que precisamente en los relatos milagrosos Jn depende de tradiciones más antiguas, que en parte aparecen como fuentes entrecruzadas de la tradición sinóptica, se puede captar perfectamente bien la teología joánica tanto en la elaboración de esas tradiciones por Jn como en su interpretación cual señales.

La palabra griega semeion tiene originariamente el simple significado de «señal, nota, indicio», sin ningún especial contenido teológico; por consiguiente en principio no connota la significación de milagro. Las señales tienen una función indicativa, tienen algo que significar, quieren llamar la atención y transmitir un determinado conocimiento. Para el hombre, como ser dotado de lenguaje, es necesario y típico poner señales y poder desarrollar sistemas de signos en el sentido más amplio; en definitiva todos los sistemas humanos de señales se fundan en la capacidad lingüística del hombre: sin lenguaje no hay signos. Tales signos están «en lugar de algo» a lo que apuntan y sólo resultan comprensibles en un contexto más amplio, en un «conjunto referencial».

En la Biblia griega de los setenta (LXX) semeion es la traducción de la palabra hebrea 'ot, traducción interesante en extremo para la semántica teológica de semeion. El término 'ot aparece en el AT dentro de contextos diferentes. La función más importante del signo es indicar algo. «'Ot, señal, es una cosa, un proceso, un acontecimiento, por el que se puede conocer, aprender, recordar o ver la credibilidad de algo. Esta definición, dada por H. Gunkel (Génesis 150), subraya atinadamente el carácter funcional del signo. Pues lo importante para su significado no es el objeto de la señal sino su función, no su ejecución sino su comunicación. Los objetos de las señales son tan abigarrados como el mundo en que acontecen». Así hay señales en la creación, como las luminarias del firmamento, el sol, la luna y las estrellas, de las que se dice «que separen el día de la noche y que sirvan de señales para estaciones, días y años», o, lo que es lo mismo, sirven para el establecimiento del calendario de las fiestas litúrgicas (Gén 1,14-19). Y está el arco iris que, tras el diluvio universal, Dios pone en las nubes como signo de paz, de reconciliación y de la alianza que establece con Noé (Gén 9,12-17).

Asimismo hay señales en la historia; y aquí hemos de mencionar en primer término los diversos signos vinculados a la salida de Israel del país de Egipto, y sobre todo las plagas y los distintos signos milagros del tiempo del éxodo: «Yahveh hizo en Egipto, a nuestros propios ojos, señales y prodigios, grandiosos y terribles, contra el faraón y contra toda su casa. Y nos sacó de Egipto para hacernos entrar en posesión de la tierra, que con juramento había prometido a nuestros padres» (Dt 6,22s). Es curioso, efectivamente, que el concepto de señal aparezca con frecuencia especial en el libro del Éxodo, y sobre todo en los capítulos 4-13, que tratan el acontecimiento de la salida (Cf. Ex 3,12: 4,8.9.17.28.30: 7,3.9: 8,23; 10,1. 2; 11,9 10; 12,13; 13,9.16; 31,13.17). Singularmente importantes son las señales que Moisés hubo de realizar en presencia del pueblo y del faraón a fin de legitimar la misión divina que se le había confiado de sacar a Israel del país egipcio (cf. Ex 4). «Y es que el propósito de la señal no es aterrar a quienes la contemplan, sino transmitir un conocimiento o mover a una forma de conducta. Cuando Moisés obra señales por orden de Dios (Ex 3,12; 4,8.9.28.30), tales señales contribuyen a su legitimación personal, no para asombrar a los israelitas». Asimismo las señales cumplidas por Dios en Egipto sirven en definitiva para conducir al faraón y a sus gentes «al conocimiento de que yo soy Yahveh» (cf. Éx 7,3 y v. 5) o «a fin de que sepas que yo, Yahveh, estoy en medio de la tierra (com. a Ex 8,19, cf. v. 18)». «La conexión entre conocimiento y señal es tan estrecha que -en el contexto de la aserción cognoscitiva- conocer equivale a "dejarse proporcionar la certeza de una cosa mediante una señal"».

Así pues, con las señales del Éxodo se trata, ante todo, de demostrar que Moisés es realmente el libertador enviado y autorizado por Dios; para e]lo el signo es la señal de reconocimiento, que debe obrar en conocimiento y la conducta correspondiente. Pero, en definitiva, de lo que se trata es del reconocimiento del propio Yahveh, que con esas señales se muestra como el Dios que actúa en la historia y que se hace presente con su actuación. Quiere esto decir que ya en el AT se encuentra la señal como signo de fe, que debe conducir al reconocimiento del emisario divino, de Moisés, y, por medio de él, al reconocimiento del propio Yahveh y de la fe en él. Según Dt 11,3 (cf. 11, 1-9) las señales del éxodo de Egipto y de la conquista de la tierra prometida son un motivo capital para «amar a Yahveh, tu Dios, y obedecer sus mandamientos». De todo ello saca Helfmeyer esta conclusión: «No es el signo como tal el que puede motivar la fe; lo determinante es más bien la palabra que se convierte en signo. Esa palabra dice la fe en quién o en qué ha de motivar la señal. De conformidad con ello no hay ninguna revelación en señal que no vaya acompañada de la correspondiente revelación de palabras que la interpreta».

Por el contrario las acciones simbólicas (= acciones con señales) de los profetas apuntan en otra dirección. Van estrechamente unidas a la predicación profética y contribuyen a la dramatización del mensaje, a su exposición demostrativa y señalizadora, a su actualización concreta. «Al igual que la palabra tampoco la acción profética no es una mera referencia al acontecimiento inminente, sino el anuncio eficaz y cargado de realidad. Es una predicación operativa por cuanto produce la acción de Dios que debe cumplirse». Esta definición de Fohrer encaja abiertamente mejor con la concepción sinóptica del milagro que no con la joánica. La idea que Jn tiene del signo parece estar más cerca de la concepción del Pentateuco, y especialmente del libro del Éxodo, que de la acción simbólica de los profetas.

A este respecto también hay que tener en cuenta la función de Moisés, como recientemente ha expuesto con gran acierto J.A. Buhner, al presentar la importancia de Moisés como shali'akh (= enviado, mensajero) de Dios en los testimonios rabínicos. También las señales adecuadas contaban para la legitimación de Moisés y de Aarón, como un apoyo divino de los mensajeros en el cumplimiento de su misión. Con la referencia a Moisés se abre un nuevo aspecto lleno de significación, a saber: la expectativa judía de que en el tiempo final, por mediación del «profeta escatológico como Moisés», es decir, por el Mesías, se renovarán las maravillas del Éxodo. Así, por ejemplo, se esperaba al final de los tiempos la renovación del milagro del maná por obra del Mesías: «Rabí Berekía (hacia 340) ha dicho en nombre del rabí Yizkhak (hacia 300): como el primer libertador (es decir, Moisés), así el libertador último (= el Mesías)... Como el primer libertador hizo descender el maná, Ex 16,4: Voy a haceros llover pan del cielo; así también el libertador último hará bajar el maná del cielo, cf. Sal 72,16: Habrá pan de trigo sobre la tierra (así el Midrash)».

Que esa expectación era extraordinariamente viva en tiempo de Jesús y del cristianismo primitivo, sobre todo antes y durante la guerra judía, nos lo certifica Flavio Josefo en un texto interesante. Refiere, en efecto, la crisis creciente antes de la sublevación de los judíos, la aparición de terroristas como los sicarios, y continúa: «se formó además otra banda de hombres indignos, cuyas manos estaban limpias, pero cuya mente era no menos impía que la de los asesinos a sueldo, los cuales trajeron la destrucción de la felicidad de la ciudad. Eran, en efecto, espíritus exaltados y embaucadores, que, so pretexto de inspiración divina, provocaban el malestar y la insurrección y con su palabra ponían a la multitud en una exaltación demoníaca. Finalmente condujeron al pueblo hasta el desierto porque allí Dios quería mostrarles las señales milagrosas, que anuncian la libertad».

Las «señales de la libertad» (Semeia tes eleutherias) a las que se refiere, o mejor aún, los «signos de la liberación» son las señales o milagros del Éxodo; de ahí también la marcha al desierto que querían organizar esos profetas mesiánicos que Josefa sólo puede calificar como espíritus exaltados y embaucadores. Parece que la tradición joánica y el cuarto Evangelio hubieron de enfrentarse a su manera a tales manifestaciones y problemas.

Somos del parecer que la teología joánica del signo debe entenderse desde ese trasfondo judío. Resulta interesante que, sobre esta temática, hasta ahora no se hayan encontrado paralelos convincentes en la literatura gnóstica. Rengstorf subraya, por lo demás con razón, que semeion (señal) en el lenguaje joánico ha de entenderse como una interpretación teológica. Es decir, que la concepción de los milagros de Jesús como «señales» es algo típico de la tradición joánica, que expresa también así su peculiar idea de Jesús. Según esa concepción, Jesús es el profeta y mesías escatológico, siendo, por tanto, el contratipo de Moisés que con sus obras milagrosas realiza los signos mesiánicos del tiempo último. Así al menos según el postulado de la teología de las señales.

De todos modos aquí se plantea un problema: el problema de la divergencia entre la expectación judía de las señales en relación con el Mesías y la tradición de los milagros de Jesús, sin que sea posible reducir ambas concepciones a un común denominador. El cuarto Evangelio asume sin embargo el peso probatorio sobre la base de la convicción cristiana de que Jesús es el Mesías. Porque para la fe cristiana del círculo joánico Jesús es el Mesías, también los milagros que se nos han transmitido acerca de él han de entenderse también como las señales del tiempo de la salvación mesiánica que se abre con Jesús. En ese sentido la confesión cristiana: Jesús es el Mesías prometido constituye el auténtico fundamento para la teología joánica de los signos. Sin embargo esa teología significativa no es un complemento posterior de la tradición joánica de los milagros, como piensa Richter, sino que la inteligencia mesiánica de las señales se dejaba ya sentir en la recepción y reinterpretación de la tradición milagrosa joánica. Los relatos milagrosos los ha transformado Jn, incluso formalmente, en «relatos señales», de tal modo que la teología significativa se encuentra en el cuarto Evangelio en una doble forma: primera, en los «relatos señales» y, segunda, en la teología significativa profundamente meditada. Esas señales tienen también en Jn una función especial, que interesa sobre todo y que es una función de referencia y reconocimiento. La función indicativa queda subrayada por el hecho de que los relatos joánicos de milagros refuerzan el carácter de lo milagroso más allá de la tradición culminando en lo demostrativo. En las bodas de Caná, Jesús crea una auténtica bodega de vino (2,6s). En el caso del hijo del funcionario el clímax se alcanza por cuanto que, en la curación a distancia, se agranda notablemente esa distancia al tiempo que se acentúa la simultaneidad de la palabra de Jesús y del resultado de la curación (4,43-54). El enfermo de la piscina de Betzetá, al que Jesús sana, lleva ya treinta y ocho años de enfermedad y su curación estaba descartada de hecho (5,1-9). También en el milagro de los panes -que recoge y evoca directamente la expectación mesiánica- se destaca la enorme abundancia, ya que con las sobras se llenan doce canastos (6,1-15). En la curación del ciego se dice explícitamente que era ciego de nacimiento sin culpa suya (9,1-7). Pero el milagro máximo y más demostrativo es la resurrección de Lázaro (11,1-44), que dentro de la serie joánica de milagros ocupa enfáticamente el último puesto y que, según Jn, tiene como consecuencia directa la condena a muerte de Jesús por parte del sanedrín (11,45-53). En otras palabras: los milagros de Jesús se presentan intencionadamente como grandes milagros y como «señales», sobre los que no se puede pasar por alto sólo con que se tengan ojos en la cara. La tradición joánica afirma con toda exactitud: no pueden pasar inadvertidos en modo alguno; si de hecho ocurrió lo contrario, ello se debió a una ceguera, y desde luego intencionada.

También el objetivo de las señales está perfectamente claro: deben llevar a la fe en Jesús y en su misión divina (2,11.23; 4,48; 6,2). Las señales dan a conocer abiertamente a Jesús, de modo que es preciso enfrentarse con él y su pretensión, y formularse de continuo esta pregunta: ¿Es este Jesús el Mesías o es un pecador? En ningún caso puede dejarse de tomar una posición (7,31; 9,16; 11,47). En sentido positivo se expresa Nicodemo cuando dice: «Rabí, nosotros lo sabemos: tú has venido de parte de Dios en calidad de maestro, porque nadie puede hacer esas señales que tú haces, si Dios no está con él» (3,2). En Jn se trata, por tanto, de que en el ministerio mesiánico de Jesús se ve a Dios actuando, por lo que hay que creer en Jesús. De no hacerlo así, las señales se convierten en acusación y castigo de la incredulidad (12,37), de modo parecido a lo que en tiempos pasados ocurrió en Egipto.

Y además las «señales» tienen en Jn una clara e inequívoca relación cristológica y un carácter simbólico. Y eso es precisamente lo que más las diferencia de los relatos milagrosos de los sinópticos. Deben dejar traslucir la gloria de Jesús, por completo en el sentido que ésta tiene en el prólogo (1,14: «nosotros vimos su gloria»), como la gloria del Logos encarnado, del Mesías, Hijo del hombre y revelador de Dios. El motivo de la revelación de la gloria no es en ningún caso algo apendicular, sino que pertenece ya a la configuración joánica de los relatos milagrosos, como lo demuestra la exaltación de lo milagroso. Sin embargo Jn utiliza de manera especial el sentido metafórico de los relatos de milagros tradicionales a fin de reelaborar también intencionadamente su contenido simbólico. Ciertos rasgos particulares, que les son propios, se acentúan ahora de propósito, lo cual llega hasta la elección de las palabras; como es bien sabido, Jn prefiere vocablos polivalentes y abiertos, alusiones, la sugerencia más que el concepto preciso. Lo que a menudo crea dificultades a la exégesis, favorece la configuración. Así el milagro de los panes apunta al «verdadero pan de vida», que es Jesús. La curación del ciego alude a Jesús como «la luz del mundo». La resurrección de Lázaro desarrolla simbólicamente en una teología narrativa la aseveración «Yo soy la resurrección y la vida». Aquí se pone de manifiesto el contenido simbolista y revelador que de cara a la cristología tienen las señales a través de los discursos de revelación que no deben separarse de esas mismas señales. Muestran, en efecto, que Jesús es el salvador escatológico y el donador de vida eterna. Como signos de revelación cristológica los relatos joánicos de mi]agros proclaman la unidad intrínseca de donante y don. No se puede discutir que en éste pasaje las afirmaciones joánicas van más allá de los supuestos veterotestamentarios y judíos.

Indudablemente que también pertenece a la exposición joánica de los milagros como señales el singular claroscuro, lo impreciso y ambivalente, que comporta asimismo una devaluación crítica del milagro y de la fe milagrera. Por una parte, los milagros constituyen otras tantas demostraciones grandes y vigorosas, que, en modo alguno, pueden pasar inadvertidas, que provocan la adhesión de muchas gentes a Jesús. Por otra parte, sin embargo, nunca se sabe con certeza la hondura que alcanza la fe en Jesús de quienes creen en los milagros. Como quiera que sea, es curioso que incluso según Jn no se llega a la fe en Jesús pese a la multitud de las señales milagrosas. El cuarto Evangelio es el único que habla claramente de una deserción de las multitudes respecto de Jesús (6,60-66).

Son precisamente los signos los que ponen al hombre ante la decisión de fe, en la que no se trata de creer o no creer en los milagros, sino de querer creer o no en Jesús. En cuanto señales los milagros constituyen unas indicaciones; pero justamente como tales conservan una categoría subordinada; la fe recta puede darse muy bien sin ellos. Quien desea asistir como testigo presencial y directo a un milagro está fallando justa y precisamente en la significación de la señal, en su carácter de referencia indicativa: «Como no veáis señales y prodigios, nunca jamás creeréis» (4,48); también les dice: «De verdad os aseguro que me andáis buscando, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido pan hasta saciaros» (6,26). De ese modo, las señales contienen un «tropiezo» en el doble sentido de la palabra: como impulso y estímulo para creer en Jesús, o como tropezón que lleva a escandalizarse de Jesús y que conduce a la incredulidad. La dirección que cada cual toma es asunto exclusivo de su libertad y, por ende, de su fe.

c) Resumen. La significación del milagro del vino en Caná debería haber quedado clara de algún modo. Jn ha colocado intencionadamente esa señal al principio, porque de hecho podría ejercer la función de una importante escena de apertura de la revelación de Jesús. Lo que con esa señal trae Jesús es nada menos que el comienzo de la época mesiánica de salvación. Es esa época un tiempo de plenitud divina; así el signo de Caná puede entenderse como una ilustración del enunciado «De su plenitud todos nosotros hemos recibido: gracia por gracia». La conversión del agua en vino designa el tránsito del tiempo viejo al tiempo nuevo, el comienzo de la nueva realidad escatológica. En ese aspecto están también justificadas las explicaciones que ven en las seis tinajas de agua, dispuestas para los lavatorios rituales judíos, el viejo tiempo de la ley que fue dada por mediación de Moisés, y que ha sido suplantado por el tiempo nuevo de «gracia y verdad», que irrumpe y se abre con la llegada de Jesús.

La relación cristológica, que no se ha de ver estrecha en demasía, consiste en que mediante esa señal Jesús se da a conocer como el portador de la salud y a cuya presencia va ligada dicha salvación. Por el don se echa de ver quién y qué tal es el donante. El v. 10b, con el que originariamente terminaba el relato, destaca en forma clara el elemento escatológico: «Pero tú has guardado el mejor vino hasta ahora.» Ese «hasta ahora» señala el comienzo de la era de salvación. El v. 11, por el contrario hay que entenderlo como interpretación del evangelista, enmarcando la historia milagrosa dentro de su teología cristológica de los signos, aunque no deja de estar en una cierta tensión con el mismo relato. Como ocurre las más de las veces en la interpretación teórica de unas narraciones, cuando la historia ha de llevarse a un concepto, la tesis sólo recoge una parte del relato en cuestión, y en cierto aspecto lo reduce demasiado. Ése es también nuestro caso. La interpretación entiende la señal como «signo revelador de la gloria divina de Jesús». Es interesante que a estas señales no siga todavía ningún discurso de revelación y que no se llegue a una decisión crítica. El efecto es más bien positivo por completo: «Y sus discípulos creyeron en él.» Aparece así al principio el propósito kerigmático de presentar la importancia soteriológica de Jesús y el comienzo de la era de salvación con una limpieza sin sombras y en la pura alegría de una consumación perfecta. Comparándolo con los otros relatos de señales, en el milagro del vino de Caná brilla un sol claro y jubiloso. Por lo que toca a la función de la madre de Jesús, la historia no gira primordialmente en torno a ella. Se la introduce sin duda para motivar la presencia de Jesús y de sus discípulos: allí estaban también los hermanos de Jesús, como sabemos por el v. 12. Advierte a Jesús del aprieto en que se encontraba aquella gente y aconseja amistosamente a los servidores de la mesa que hagan lo que les diga Jesús. Y establece así en la historia las conexiones, sin que recaiga sobre las mismas un peso mayor. Por el contrario, la respuesta de Jesús pone fuertemente de relieve la distancia entre él y su madre; su conducta no viene determinada por el hombre, sino que está sujeta a una instancia interior. Es un distanciamiento similar al que refleja el episodio de «Jesús a los doce años en el templo» cuando dice a sus padres: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tenía que estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2,49). Ambos pasajes quieren decir que Jesús pertenece por completo al mundo de Dios.

El v. 12 da la noticia de que Jesús «bajó a Cafarnaúm, con su madre, los hermanos y sus discípulos» y que permanecieron allí algunos días. Bajo esa noticia late también la tradición, conocida también por otras fuentes, de que durante su actividad en Galilea Jesús tuvo su «cuartel general» en Cafarnaúm, ciudad situada en la orilla noroccidental del lago. Nuestro texto da la impresión de que los parientes de Jesús, su madre y sus hermanos, formaban entre sus seguidores, lo que según el propio Jn (7,1-9) resulta muy problemático. La noticia -redaccional- nos permite más bien entrever las grandes lagunas, la falta de informaciones fidedignas de Jn sobre el ministerio de Jesús en Galilea con las que nos debemos contentar.
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1. Sobre el lavatorio ritual de las manos en la comida y las prescripciones de pureza legal entre los judíos, cf. Mc 7,1-5 y par. Mt 15,1-2: el enjugarse las manos antes de la comida, es un uso que sin duda se remonta a la tradición de los letrados en la Escritura, pero que muy pronto se afianzó como algo propio y, como sucede a menudo con tales ritos, adquirió una significación muy especial. Una sentencia rabínica (de ha. 300 d.C.) afirma: «EI que come pan sin haberse lavado las manos es como el que cohabita con una ramera».
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Meditación

Novum genus potentiae!
Aquae rubescunt hydriae
vinumque iussa fundere
mundavit unda originem.

Un nuevo milagro de su poder: las cántaras de agua se arrebolan y al mandato de arrojar vino el agua cambia su naturaleza. C Sedulio 209

«Nosotros llamamos para que él nos abra y nos dé a beber del vino invisible, y él nos ha convertido en vino, nos ha hecho sabrosos (sabios), pues tenemos el sabor de su fe los que antes éramos insípidos (ignorantes)» (·Agustín-SAN, In Job. VIII, 3).

Según la interpretación que hemos propuesto, Jn coloca al principio la señal del milagro del vino en las bodas de Caná, a fin de demostrar el comienzo del tiempo de salvación que se abre con la llegada de Jesús. Con Jesús ha llegado al hombre la salvación de Dios, salvación que se presenta con abundancia inagotable. Con esa imagen grandiosa Jn nos dice en qué consiste según su concepción lo nuevo y peculiar del cristianismo. Con ello expresa exactamente la esencia del cristianismo. Ocurre así que en Jn las bodas de Caná representan el mismo acontecimiento que Mc 1,15 expresa con estas palabras: «Se ha cumplido el tiempo; el reino de Dios está cerca; convertíos y creed al evangelio.» Si nos atenemos al testimonio de los evangelios y de las cartas de Pablo, el cristianismo se entiende desde el comienzo, a partir del propio Jesús, como la «religión del cumplimiento», de la plenitud. Lo que eso significa realmente pueden expresarlo las imágenes y la historia mucho mejor que unos conceptos rígidos. Y eso es lo que aportan precisamente las «señales» y las «acciones simbólicas» en forma mucho más directa y adecuada. La celebración de bodas, la fiesta de los esponsales, la alegría, los cantos, los banquetes y las danzas nupciales se entienden como fiesta del amor y de la vida que se prolonga, como fiesta de la familia y de la sociedad, cual fiesta cósmica que abraza el cielo y la tierra. Al menos entre los pueblos y culturas de la antigüedad difícilmente puede encontrarse una imagen para expresar del modo más intenso y extático la suprema alegría del vivir, la felicidad y el placer de la existencia como la fiesta nupcial. Cierto que la religión bíblica, el AT, es contraria a los cultos orgiásticos de los baales y a su divinización de la sexualidad y la fecundidad; pero afirma sin reservas y toma muy en serio su importancia humana, como se ve sobre todo en el Cantar de los Cantares. Incluso ha encontrado en ese campo un símbolo de las relaciones entre Yahveh e Israel. Enlazando con el Cantar de los Cantares algunos teólogos cristianos han visto en la imagen de las bodas la encarnación como unión de la naturaleza divina con la humana y como culminación de la alianza amorosa de Dios con toda la humanidad. Desde tal tradición escribe todavía E. Przywara: «Visto así, en el milagro de las bodas de Caná de Galilea se compendia todo el prodigio nupcial del reino de Dios: las nupcias como forma intimísima de la singular unidad de divinidad y humanidad en Cristo (según Agustín); nupcias como misterio fundamental entre Cristo, cual segundo Adán, y María cual segunda Eva (Agustín, Serm. 195,3 y 192,2.3); nupcias como forma fundamental de la nueva alianza a partir de Juan Bautista (Jn 3,29) hasta el sentido último de esa misma alianza (Ap 19, 7-9ss); nupcias como misterio entre Dios y el mundo en Cristo en el misterio de la suprema conversión nupcial que es la eucarística; nupcias, finalmente, también como forma básica de la unidad de Dios y del mundo en Cristo en general, que empieza en la señal de las bodas de Caná y se consuma en el ser de toda boda humana como misterio entre Cristo y la Iglesia (Ef 5,29-32)».

«Festivo es, pues, un tiempo que se toma para proporcionar al sentimiento la plena expresión. Contiene un elemento de afán de prodigalidad, de vida superior, que no admite más aclaraciones. Acepta la experiencia. Trae alegría, lo que explica por lo demás, por qué deseamos a la gente mucha suerte en las fiestas y por qué se considera logrado un convite cuando ha sido del agrado de todos. La fiesta, como todo lo que hacemos por sí mismo, nos procura una breve pausa y aliento en el engranaje de lo cotidiano; un cambio sin el que la vida sería insoportable» (·COX-H).

En el calendario festivo del año eclesiástico las bodas de Caná constituyen un aspecto esencial de la fiesta de la manifestación del Señor (o epifanía), el 6 de enero. «Celebramos la festividad marcada por tres milagros. Hoy la estrella condujo a los sabios hasta el pesebre; hoy en las bodas el agua se convirtió en vino; hoy quiso Cristo ser bautizado en el Jordán para salvarnos, aleluya» (antífona del magnificat), La epifanía es la fiesta helenístico-cristiana más antigua de tradición no judía que nosotros conocemos, y debe «su origen sin duda a la acomodación a las fiestas paganas existentes, como las celebraciones del día natal del dios Eón, el mito solar, y también debido a la relación con la fiesta de Dioniso». En el campo helenístico pronto pudo establecerse también una relación entre el milagro del vino de Caná y el dios del vino, Dioniso. Inmediatamente después se estableció ya una relación entre Cristo y Dioniso, y los intentos de Holderlin por reunir a Dioniso, Heracles y Cristo tendrían una significación más profunda de lo que muchas veces se ha supuesto. A partir de ahí también se proyecta una luz peculiar sobre la figura de un F. Nietzsche y sus visiones. ¿No existe quizá entre el Crucificado y Dioniso la alternativa radical que Nietzsche afirmó? Lo que se vive en Dioniso es la plenitud beoda de una existencia que se derrama y transciende en una embriaguez extática. El anhelo que ahí late se vería colmado cuando el hombre se perdiera en la plenitud del amor divino, para reencontrarse en el Dios del amor en la exuberancia extática de una alegría infinita.

Por lo demás resulta instructivo cómo ya en el cristianismo primitivo aflora un miedo a lo extático, que intenta racionalizar y sublimar la intensidad elemental del sentimiento de fe y de salvación; lo cual puede advertirse precisamente en la interpretación de las bodas de Caná. «El hecho de que el Logos en las bodas haya convertido el agua en vino, no es porque quisiera permitir emborracharse, sino que ha vivificado el sentir humano equiparable al agua, al hombre convertido desde Adán en autor de la ley y hasta al cosmos entero lo ha inundado con la sangre de la vid, por cuanto ofreció la bebida de la verdad, la mezcla de la ley antigua y del Logos nuevo para cumplir la preanunciada era de la felicidad divina» (Clemente de Alejandría).

Plenitud de la salvación, ofrecida como don milagroso del amor divino, que el hombre sólo puede recibir agradecido; pero también como fuente de juventud a la que el hombre puede siempre volver desde todos los fallos y errores de su vida, a fin de renovarse en amor inusual; todo lo cual está contenido en la imagen de las bodas de Caná. Tampoco, según Jn, es el cristianismo, ni una anquilosada religión legal, ni una oscura fe dogmática, sino el anuncio al hombre del amor inagotable de Dios, la revelación del Dios de la alegría y de la vida, que también despierta al hombre a la plenitud de la vida.

LA PURIFICACIÓN DEL TEMPLO (2,13-25)

III. LA PRIMERA PRESENTACIÓN DE JESÚS EN JERUSALÉN.

También está concebido de forma programática el siguiente relato de la primera actuación de Jesús en Jerusalén, en el cual ocupa el centro la historia de la purificación del templo. Se toca aquí un tema fundamental en el Evangelio según Juan: la revelación escatológica de Jesús significa el final del viejo culto del templo. Se prepara ya aquí la respuesta a la pregunta de la samaritana: ¿Dónde hay que adorar a Dios: en el monte Garizim o en el templo de Jerusalén? «Créeme, mujer; llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Llega la hora, y es el momento actual, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque ésos son, precisamente, los adoradores que el Padre desea» (cf. 4,20-24). El enfrentamiento con la piedad judía del templo se prolonga a lo largo de todo el Evangelio, alcanzando su punto culminante en los capítulos 7-10. Con ello la tradición joánica recogía un problema básico, que mereció una reflexión y discusión profunda en la primitiva situación cristiana, a saber: el problema del nuevo lugar de la presencia de Dios, del lugar del culto escatológico.

Con ello enlaza también el problema de la verdadera comunidad, así como la cuestión de quiénes poseen realmente la revelación verdadera, ¿los cristianos o los judíos? A partir de la destrucción objetiva del templo de Jerusalén el año 70 d.C. Ia Iglesia primitiva tuvo un argumento contundente a favor de su propia concepción (1). La ruina del templo significaba para ella la confirmación positiva de que con Jesús había llegado al final del culto tradicional en dicho templo. Sin que se pueda sin más achacar a mala disposición esa manera de pensar, toda vez que es típica de la concepción de la historia que tienen el AT y el judaísmo, y en ella hicieron hincapié los judeocristianos. La tradición joánica (a una con la carta a los Hebreos) hace valer dicha concepción. Para ello se reclama a las tradiciones de Jesús, y en este caso con cierta razón. De hecho, Jesús había ejercido la crítica del templo; su doctrina era una crítica radical al ordenamiento de la salvación establecido por el culto saduceo. La importancia del templo de Jerusalén como sistema salvífico central del antiguo culto judío se infravalora hoy en buena medida, sobre todo porque ese sistema terminó históricamente con el hundimiento del templo de Jerusalén. En realidad hasta su destrucción el templo fue para Jerusalén una gran empresa religiosa, económica y política, que según la concepción cúltica dominante debía garantizar la salud pública a todo Israel; por lo que un ataque a tal institución era de hecho un ataque al ordenamiento religioso-político vigente. Y realmente bien pudiera haber ocurrido lo que O. Cullmann sospecha, a saber: que los helenistas del círculo de Esteban (Act c. 5-7) fueran los primeros en comprender la importancia de la crítica de Jesús al templo en su alcance fundamental, y que la tradición joánica hubiera asumido esa concepción convirtiéndola en pieza clave de su idea del cristianismo. Su tesis básica sería ésta: con su revelación y, sobre todo, con su propia persona Jesús ha traído el final del sistema cúltico del templo.

División. El texto consta de tres unidades, de las que las dos primeras están unidas íntimamente: 1. La acción simbólica (= con valor de signo) de la purificación del templo (v. 13-17); 2. Petición de un signo y significación de la acción simbólica; (v. 18-22). A lo cual se suma 3. Afirmación sobre el especial conocimiento que Jesús tiene del hombre, que conduce ya al diálogo con Nicodemo en el c. 3, aunque también cabe verla como una observación general, que Jn ha introducido oportunamente en este pasaje.

En el caso presente tenemos textos sinópticos paralelos, primero, de la purificación del templo (Mc 11,15-17 y par. Mt 21,12-13; Lc 19,45-46) y, después, con la solicitud de la señal, la pregunta acerca de la autoridad de Jesús (Mc 11,27-33 y par. Mt 21,23-27; Lc 20,1-8), así como el peculiar logion sobre el templo (Mc 14, 57-58; Mt 26, 60b-61; Act 6, 14). La confrontación con los sinópticos proporciona la posibilidad de comprender mejor la reelaboración joánica de la perícopa recibida por tradición. Y todo ello con la importantísima diferencia de que la purificación del templo, según los sinópticos, ocurrió durante la última estancia de Jesús en Jerusalén, según Mc un día después de la entrada triunfal; según Mt, inmediatamente después de ésta, mientras que Jn la sitúa al comienzo del ministerio de Jesús.

La discusión de si hubo dos purificaciones del templo una al comienzo de la actividad pública de Jesús y otra al final, o de cuál de las dos es más verosímil, la situación que presentan los sinópticos o la de Jn, es algo que hoy puede darse por concluido. Históricamente resulta más probable la situación sinóptica. Por consideraciones literario-teológicas, Jn ha colocado la purificación del templo al comienzo por el efecto que pretende: ya desde el principio el lector tiene que enterarse del punto decisivo del enfrentamiento (cf. un procedimiento similar en Lucas cuando adelanta programáticamente el relato de la presentación de Jesús en Nazaret -Mc 6,14- convirtiéndola en una escena de apertura altamente impresionante: Lc 4,16-30).

1. LA ACCIÓN SlMBÓLICA DE LA PURIFICACIÓN DEL TEMPLO (Jn/02/13-17)

13 Estaba ya cercana la pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. 14 Y encontró en el templo a los que vendían bueyes, y ovejas, y palomas, y a los cambistas sentados junto a sus mesas. 15 Y haciendo un látigo de cuerdas, los arrojó a todos del templo con las ovejas y los bueyes; desparramó las monedas a los cambistas y les volcó las mesas; 16 y a los que vendían palomas les dijo: Quitad esto de aquí; no hagáis de la casa de mi Padre una casa de comercio. 17 Sus discípulos se acordaron de que está escrito: El celo de tu casa me devorará (Sal 69,9).

La historia de la purificación del templo transmite una acción simbólica de Jesús. He aquí cómo la describe Marcos: «Llegan a Jerusalén. Y entrando en el templo, comenzó a expulsar a los que vendían y compraban en él: también volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas; y no dejaba a nadie transportar objeto alguno a través del templo. Y les enseñaba diciéndoles: ¿Acaso no está escrito: Mi casa ha de ser casa de oración para todos los pueblos? (Is 56,7). Pero vosotros la tenéis convertida en guarida de ladrones» (Jer 7,11).

Al entender Jn la purificación del templo en un sentido radical, su interpretación no hace sino acercarse más que la tradición de Mc al significado originario de la narración. Según Jn, Jesús sube por primera vez a Jerusalén con motivo de la fiesta de pascua, siguiendo la costumbre judía. La fórmula «la pascua de los judíos» da a entender ya la distancia de Jn respecto del judaísmo y de sus ritos cúlticos. Entre tanto los cristianos ya celebraban muy probablemente su propia pascua. Como quiera que sea, no se puede ignorar que, según el v. 13, Jesús aparece como un varón observante de la ley que sigue el uso judío, aunque sólo sea para ponerlo en tela de juicio. «En 2,13 comienza el calendario festivo joánico, que registra tres fiestas pascuales: la pascua presinóptica (2,13-23), la pascua de la multiplicación de los panes (6,4), la pascua de la muerte (11,55; 12,i). No parece indicado querer ver otra pascua en la fiesta innominada de 5,1». Es posible que el cuarto Evangelio establezca una conexión entre la fiesta de la pascua judía y la purificación del templo, porque aquí hay ya una alusión clara a la pasión de Jesús (cf. Ia explicación de los v. 18-22), con la que en definitiva desaparece el culto veterotestamentario del templo. Pero no hay duda de que lo verdaderamente importante es la acción que Jesús realiza al presentarse por primera vez en Jerusalén; acción descrita de inmediato. Jesús encuentra «en el templo» -y naturalmente que hemos de pensar en el gran atrio del templo herodiano, cf. supra- «a los que vendían bueyes y ovejas y palomas», enumeración con la que Jn señala con toda exactitud las diferentes categorías de animales que se sacrificaban como víctimas en el templo. Se menciona asimismo a los cambistas. En el v. 15, Jesús pasa a la acción, descrita en Jn de forma más dramática que en Mc. Forma un látigo con cuerdas para sacudir a los mercaderes y expulsa a «todos», hombres y ganados, fuera del atrio del templo. Derrama las bolsas de monedas de Ios cambistas y vuelca las mesas, armando un verdadero tumulto. A los tratantes en palomas, a los que aquí se menciona por motivo de variedad y que naturalmente representan a todos, les dice Jesús: «Quitad eso de aquí; no hagáis de la casa de mi Padre una casa de comercio» (v. 16). Según Jn, Jesús habla aquí de la «casa de mi Padre», aunque con ello no proclama la relación especial de Jesús con Dios como Padre suyo, sino que expresa el motivo interno del interés de Jesús por el templo. El templo era el lugar de la presencia divina. Más tarde dirá Jesús que la presencia de Dios va ligada a su propia persona; será él mismo quien ocupará el lugar del templo. Es innegable que con la expulsión del templo de todos los animales destinados al sacrificio Jn no pretende anatematizar sólo la desafortunada mezcla de negocios y religión, sino que muestra además como inminente el fin de toda la empresa sacrificial y cúltica.

También Jn aduce en este contexto (v. 17) una cita veterotestamentaria; son en concreto los discípulos a los que la purificación del templo les recuerda el pasaje del Sal 69,10: «El celo de tu casa me devorará.» El texto presenta unas ligeras variantes respecto de LXX y del TM, pues en los mismos ese celo es la causa de la necesidad que padece el piadoso orante: «El celo de tu casa me devora (= me ha devorado ya).» En la tradición joánica el cambio textual ha sido intencionado, en el sentido de que el celo de Jesús por la casa del Padre terminará devorándolo por completo; es el mismo celo que llevará a Jesús hasta la muerte. Ahí resuena el motivo que en definitiva, según Jn, provoca el enfrentamiento de Jesús con «los judíos». Así pues, la tradición joánica entiende el compromiso de Jesús como un compromiso radical por la causa de Dios, por la casa del Padre, que no puede equipararse con ningún templo terreno. Y ahí radica también el que Dios no se complazca, en modo alguno, en los sacrificios tal como se le ofrecen en el templo, sino que espera del hombre algo muy diferente. La purificación del templo hay que verla a la luz de la tradición de crítica al culto que hacen los profetas del AT (cf. también Heb 10,1-10).
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1.
Aquí hay que referirse al «apocalipsis sinóptico» de Mc 13,1-2, (Cf. Mt 24,1-28; Lc 21.5-24), bajo el cual posiblemente se esconde un vaticinio de Jesús sobre el fin del templo.
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2. PETICIÓN DE UNA SEÑAL Y EXPLICACIÓN DE LAS ACCIONES SIMBÓLICAS (Jn/02/18-22)

18 Los judíos, entonces, le dijeron: ¿Qué señaI nos muestras para poder tú hacer esto? 19 Jesús les contestó, diciéndoles: Destruid este templo y en tres días lo levantaré. 20 Y respondieron los judíos: Cuarenta y seis años duró la construcción de este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días? 21 Pero él hablaba del templo de su cuerpo. 22 Luego, cuando Jesús fue resucitado de entre los muertos, se acordaron los discípulos de que había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que Jesús les había dicho.

En este texto aparecen por primera vez «los judíos» como los auténticos antagonistas y oponentes de Jesús. Toman la acción simbólica de la purificación del templo como pretexto para pedir una señal: «¿Qué señal nos muestras para poder tú hacer esto?» (v. 18). Tales peticiones de señales por parte judía, y en especial por parte de los fariseos, formuladas a Jesús aparecen frecuentemente en los evangelios (cf. Mc 8,11-13 y par. Mt 16,1-4; Lc 11,16; la palabra sobre la señal de Jonás Lc 11,29-32; Mt 12,38-42, así como Jn 6,30); en cada caso se trata de una prueba especial con la que Jesús debe refrendar su misión. Y ése es también aquí el sentido de la petición de un signo: Jesús tiene que aducir una prueba justificativa de su actuación sorprendente y provocadora. Sin embargo la petición de un signo en los v. 18ss podría estar más bien cercana a la tradición de Mc 11,27-33, en que también a propósito de la purificación del templo se le formula a Jesús la pregunta acerca de su autoridad, y ello por parte de los pontífices, los escribas y los ancianos. Parece plausible que con motivo de la acción profética de Jesús en la purificación del templo, pudiera saltar la pregunta acerca de los poderes y la justificación de tal conducta. Como quiera que sea, las peticiones de señales en los sinópticos discurren siempre de tal forma que Jesús se niega regularmente a realizar la señal en el sentido que se espera de él. Semejante petición de una señal tiene un trasfondo preciso en el judaísmo de aquel tiempo. Se fundamenta en la prescripción legal de probar la credibilidad y buena fe, es decir, la fidelidad a Yahveh de cualquiera que se presenta como profeta o taumaturgo (cf. Dt 13,2-6). Que tales prescripciones fueran de la máxima actualidad en tiempos de Jesús lo demuestra el volumen de Qumrán sobre el templo, publicado recientemente, en que cita por entero el texto deuteronómico. La petición de una señal pregunta, pues, en definitiva por la autorización que tenga Jesús para obrar así. La legitimación profética es siempre en la Biblia una legitimación por parte de Dios.

En Jn -a diferencia de lo que ocurre en los sinópticos- Jesús accede a la petición de un signo (v. 19), aunque con una respuesta metafórica y ambigua: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré.» La palabra griega que está detrás de ese «levantaré» es el verbo griego egeirein, elegido precisamente en razón de su polivalencia, y que también se emplea en el sentido de despertar, que a los oyentes o lectores cristianos les recordaba de inmediato la resurrección de Jesús. Como metáfora el «logion del templo» presenta algunos enigmas. Ante todo tenemos importantes paralelos sinópticos. Así, por ejemplo, en el interrogatorio de Jesús por parte del gran consejo se presentan, según Marcos, unos testigos, los cuales afirman: «Nosotros le hemos oído decir: Yo destruiré este templo, hecho por manos humanas, y en tres días construiré otro, no hecho por manos humanas» (Mc 14,58s). Prescindiendo del marco en el que ahora está la palabra, está claro que aquí se contrapone al templo terreno hecho por manos humanas», un templo celestial, «no hecho por manos humanas» y que debe sustituir al santuario terreno. La sentencia se inserta en el marco de la expectación escatológica judía que, para la época del Mesías, aguardaba también una renovación gloriosa del templo. Pero la sentencia es mucho más radical, puesto que el nuevo templo escatológico aparece como una realidad puramente trascendente y divina, edificado por Dios mismo. «El nuevo templo, no hecho por manos humanas, es el templo mesiánico del tiempo final». Comprobamos ante todo que el logion, aducido por Jn como una palabra auténtica de Jesús, lo pone Mc en boca de «falsos testigos». Pero también puede concebirse como palabra auténtica de Jesús, y ello es mucho más verosímil que lo contrario. «Aun cuando su tenor literal ya no pueda reconstruirse exactamente, la múltiple tradición y las numerosas transformaciones del logion hacen muy probable que frente al templo de Jerusalén Jesús haya adoptado una posición crítica que se prolonga hasta el futuro».

Mateo trae asimismo la palabra en el interrogatorio, aunque debilitando notablemente su contenido, toda vez que hace decir a Jesús: «Yo puedo destruir el templo de Dios, y en tres días reconstruirlo» (Mt 26,61). En Lucas la frase se encuentra entre las acusaciones que los judíos hacen contra Esteban: «Le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar y cambiará las costumbres que nos transmitió Moisés» (Act 6,14). Aquí vuelve a subrayarse el tono crítico de la frase contra el templo. La historia de la tradición de la palabra nos aclara: primero, que el logion tiene muchísimas posibilidades de proceder del Jesús histórico, pues responde a su concepción radical del reino de Dios: la llegada del reino de Dios significa también el final del templo terrestre de Jerusalén; segundo, la palabra pudo haber desempeñado un papel importante en el proceso contra Jesús ante el gran consejo; tercero, la palabra resultaba sumamente incómoda a un grupo de la comunidad primitiva, probablemente a los judeocristianos moderados, a los «hebreos» de Act 6, porque dificultaba su situación en el marco del judaísmo; cuarto, para los helenistas, y en conexión con ellos, para la tradición joánica, la sentencia era de importancia extraordinaria. Ellos han afirmado su sentido crítico frente al culto y al templo, habiendo sacado las consecuencias lógicas para la práctica y para la teología. Es aquí donde la comunidad cristiana empezó a trazar su propio perfil y a separarse de la comunidad cúltica judía. Y así, sobre el trasfondo de esa palabra late el radicalismo escatológico del propio Jesús.

El v. 20 aporta el primer «equívoco joánico», cuando los judíos dicen: «Cuarenta y seis años duró la construcción de este templo» -aludiendo evidentemente al templo herodiano, cuya reedificación se había iniciado el año XVIII del reinado de Herodes, es decir, el año 20-19 a.C.-, «¿y tú lo vas a levantar en tres días?» Esa cifra de 46 años nos conduce al año 26-27 d.C. (cf. Lc 3,1s); de hecho la terminación efectiva de las obras en su conjunto no llegó hasta la época del procurador Albino (62-64 d.C.); de modo que la indicación del tiempo contiene una referencia a las concepciones cronológicas del círculo joánico, que si en líneas generales son correctas, nunca sin embargo son precisas. El sentido de la frase es claro: «los judíos» toman la metáfora al pie de la letra y por ello la entienden erróneamente. Era simplemente absurdo pensar que se podía rematar en tres días una construcción como la del templo. Los equívocos joánicos son un recurso literario que a menudo se encuentra en textos religiosos helenísticos y que Jn ha conocido. En buena medida tiene su lugar propio dentro de la instrucción religiosa, y también en Jn sirve habitualmente para una interpretación más exacta de las comparaciones y metáforas. Su función didáctica es innegable. También aquí el equívoco da pie para explicar el verdadero sentido de la metáfora: Jesús había hablado «del templo de su cuerpo», es decir, que con esa palabra se refería a sí mismo, y desde luego que como el nuevo templo escatológico. Aquí no hay por qué pensar en la imagen paulina del cuerpo de Cristo (lCor 12,12-30; Rom 12,4-8), pues ésta debería tener un trasfondo completamente distinto, como es el de la cena del Señor. Tampoco hacen al caso los textos de Col y Ef. Mucho más cerca del tema estaría la afirmación del Apocalipsis joánico con su descripción de la Jerusalén celestial, en que se dice: «No vi santuario en ella, porque su santuario es el Señor, Dios todopoderoso, y el Cordero» (Ap 21,22). Así pues, el sentido de la imagen en Jn es éste: Jesús en persona es el nuevo templo, el lugar de la presencia de Dios. Y lo es ciertamente como crucificado, resucitado y glorificado.

Sigue luego en el v. 22 una noticia importante para la comprensión joánica de Jesús, y por ende también para la hermenéutica joánica, tal como se manifiesta más detalladamente en los «discursos de despedida». Según el dato, la metáfora resultó en principio enigmática e incomprensible también para los discípulos; sólo cuando Jesús fue resucitado de entre los muertos, se recordaron de este logion singular sobre la destrucción y reconstrucción del templo. En otras palabras, sólo después de pascua entendieron realmente la palabra de que Jesús es el nuevo templo. Así pues, la fe pascual en el Jesús glorificado proporcionó de primeras a la comunidad la verdadera y completa comprensión de Jesús, hasta el punto de que tampoco en el evangelio de Jn, Jesús no es nunca el simple Jesús histórico, sino el celestial y glorificado, «el Jesús histórico y el Cristo de la fe» a la vez. Semejante recuerdo de Jesús, que aquí es recuerdo y comprensión de una palabra suya altamente significativa, tuvo en los discípulos un efecto adecuado: creyeron en la Escritura y en la palabra de Jesús. Hay en este pasaje una coordinación singular: la Sagrada Escritura, el Antiguo Testamento, y la palabra de Jesús forman un todo; se confirman y refrendan mutuamente y motivan al hombre para que crea en Jesús. Mediante esa fe la historia de la purificación del templo alcanza, con su auténtica interpretación, su verdadero objetivo.

3. SINGULAR CONOCIMIENTO QUE JESÚS TIENE DEL HOMBRE (Jn/02/23-25)

23 Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de la pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que realizaba. 24 Pero Jesús no se confiaba a ellos, porque él conocía a todos 25 y no tenía necesidad de que le atestiguaran nada de nadie; porque él sabía lo que hay en el interior de cada uno.

El texto de Jn 2,23-25 presenta una gran semejanza con los relatos compendio de los sinópticos (por ej., Mc 1, 39; 3,7-8), y ha de ponerse sin duda alguna en la cuenta de la redacción joánica. Al mismo tiempo dice algo sobre la inteligencia de Jesús en dicha tradición, al subrayar la gran distancia que media entre Jesús y sus oyentes. Ciertamente que también en la tradición sinóptica hay ejemplos al respecto (cf. Mc 9,19), pero la aserción joánica ahonda más. Como motivo de este texto podríamos suponer el deseo de situar en los comienzos más remotos, en el propio Jesús, el desarrollo del enfrentamiento crítico entre la comunidad de Jesús y la comunidad judía. Ya en el primer encuentro de Jesús con «los judíos» en Jerusalén se llega a una relación firme y duradera entre ambos. Esa relación se mantuvo más bien en una distancia notable, y Jesús lo supo exactamente. El v. 23 empieza por establecer de una manera global que con motivo de la presencia de Jesús en Jerusalén para la fiesta de pascua «muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que realizaba». Tales aserciones de índole general responden al estilo de los relatos compendio, que resumen, de manera general, la actividad de Jesús y que contienen, de ordinario, una proclama con éxito. De ahí que, por cuanto se refiere a las «señales», debamos preguntarnos acerca de peculiaridades más precisas. En todo caso las «señales» siempre han operado lo que podían operar, a saber: que muchos creyeran en su nombre y, por ende, encontrasen las posibilidades de «llegar a ser hijos de Dios» (cf. 1,12). Se unieron, pues, a Jesús. No se dice, sin embargo, la hondura de ese compromiso; pero la reserva que Jesús mantiene hace suponer que esa fe todavía no había resistido la prueba de fuego. Se asegura, en efecto, que frente a dicha fe de muchos Jesús mantenía una evidente reserva; lo que en el texto griego se expresa de manera aún más gráfica mediante el diferente empleo del mismo verbo pisteuein para indicar el comportamiento de muchos y la conducta de Jesús. Al «muchos creyeron en su nombre» se contrapone el «pero Jesús no se confiaba a ellos». Lo contrario de esto, que Jesús se confía a los suyos, es lo que reflejan los «discursos de despedida» dirigidos a los creyentes. La situación sigue aquí conscientemente abierta. La razón nos la proporcionan los v. 24b-25: Jesús los conocía a todos y no tenía ninguna necesidad de ningún testimonio externo sobre ninguna persona. Es un rasgo que ya hemos encontrado con sentido positivo a propósito de la historia de Natanael (1,44-50). La reserva de Jesús radica en su peculiar conocimiento. El revelador de Dios conoce al hombre por dentro y por fuera, de modo que no necesita del testimonio ajeno. Ese conocimiento insobornable del hombre, que penetra hasta sus profundidades, así como la correspondiente capacidad de juicio que Jesús tiene, caracterizan al Mesías lleno del Espíritu (cf. /Is/11/03 en que se afirma del Mesías: «No juzgará por la apariencia de los ojos ni argüirá por lo que se oye de oídas»), como portador de la sabiduría y del juicio divinos.

La afirmación final «porque él sabía lo que hay en el interior de cada uno» (v. 25b) abre un amplio campo a la imaginación. Se trata de algún modo de la problemática del hombre, que Jesús conoce perfectamente y que, en razón del contexto, hay que entender aquí como el problema de la capacidad creyente del hombre. Creer y confiar exigen una cierta decisión y firmeza, sin que sean posibles el ánimo veleidoso, la pusilanimidad ni el miedo, la falta de confianza ni la lealtad a medias. Lo que Jesús conoce a las claras es precisamente que el hombre es un ser eminentemente inseguro, problemático y mutable, que depende de múltiples influencias internas y exteriores, todo lo cual se deja sentir justo sobre su capacidad para creer. No se trata, pues, de una omnisciencia divina de Jesús, sino de su mirada penetrante con la que abarca la problemática de la fe como el problema central del hombre.

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Meditación

La fundamental importancia teológica que tiene la historia de la purificación del templo y su significado en la concepción general de la visión joánica de Jesús, difícilmente pueden sobreestimarse. Al ocuparnos de las formas joánicas de exposición logramos una visión cada vez más profunda de los motivos que impulsan al cuarto Evangelio: con lo que, a su vez, resulta cada vez más claro lo poco que contribuyen al esclarecimiento de los textos joánicos ni la simple consideración histórica ni la pura consideración sistemático-teológica. El enfrentamiento acerca de la importancia de Jesús alcanza su punto de máxima actualidad dentro de la situación de la comunidad joánica, que se encuentra en un enfrentamiento cada vez más intenso con el judaísmo. Esa comunidad intenta explicar y justificar su teología y su práctica por el hecho de que se pregunta por Jesús y por él se orienta. Con ello consigue para sí misma una situación existencial tan convincente como segura. La visión, que nosotros logramos en este pasaje, nos muestra nada menos que el nacimiento de una nueva religión cristiana que entretanto se ha independizado del judaísmo, el nacimiento de una nueva comunidad de fe y de culto. ¿Cómo se ha llegado al establecimiento de esa nueva comunidad? El presente relato nos da una respuesta clara: porque Jesús de Nazaret se presentó en Jerusalén con pleno poder profético y declaró contrario a Dios y superado todo el culto del templo con sus ofrendas y sacrificios. Eso es lo que ha pretendido mostrar con su purificación del templo y con el logion pronunciado a propósito del mismo, cuyo verdadero significado sólo se entendió desde luego después de los acontecimientos pascuales. El tema aquí iniciado se prolonga a lo largo de todo el Evangelio según Juan.

Afrontemos con mayor exactitud todavía esta visión de las cosas, de primeras tan inhabitual y en cierto modo tan sorprendente. Ella proporciona -aunque tal vez esto pudiera esgrimirse en contrario- a la interpretación joánica un peso aparentemente mayor del que cabría atribuirle de acuerdo con la versión sinóptica. Cuanto más se la estudia, tenemos la impresión de que sólo la versión joánica ha comprendido en todo su alcance la verdadera importancia del asunto. Es esa visión la que descubre el auténtico conflicto de Jesús con «los judíos» y el judaísmo en el conflicto con el templo como institución religiosa, y por ende también con la jerarquía del templo. Según la exposición joánica los verdaderos enemigos de Jesús no son tanto los fariseos y su piedad legal, cuanto el templo con su culto sacrificial y su concepción ritualista de la salvación. Y es en este pasaje donde se desarrolla el verdadero conflicto. Para una comprensión más clara del tema sería necesario exponer la importancia del templo en el mundo coetáneo de las creencias judías de una forma más precisa y vasta de la que aquí nos es posible. Pero baste saber que el templo, no sólo como edificio sino como institución y como gran empresa religiosa, económica y política, lo veían como absolutamente necesario para la salvación cuantos pertenecían a esa empresa, desde los simples servidores o cantores del templo hasta la cima más alta de esa jerarquía, que era el pontífice. El mantenimiento ininterrumpido y absolutamente correcto del ritual diario garantizaba como tal la salvación de todo Israel. Ese es el supuesto ideológico fundamental sobre el que descansaba el templo como institución.

Dicha concepción, y la ideología correlativa, no la compartió Jesús; tampoco según los sin6pticos. En el mundo mental de Jesús el templo no tiene ningún papel importante en lo que podemos deducir de los evangelios. Frente a la tendencia que querría hacer de Jesús un judío observante y defensor de la piedad cúltica en el sentido que la expresión tenía por aquel tiempo, se acerca más a la verdad la opinión que ve en él al heredero y defensor más importante de la crítica de los profetas contra el culto.

La crítica profética al culto tiene una larga tradición y se ha reflejado en numerosos testimonios. La idea fundamental que alienta en esa crítica a los sacrificios suena así: la obediencia a Dios y a su voluntad revelada en la tora es mejor que todos los sacrificios. En el pasado se ha minimizado esa tradición de crítica al culto: se trataría simplemente de una crítica al culto sacrificial entendido de un modo unilateral y mágico; los profetas habrían combatido simplemente los abusos de la bacanal desbocada que tenía lugar en los santuarios centrales, en que se sacrificaban miles de reses y se celebraban fiestas orgiásticas. Pero las fórmulas de Amós (/Am/05/21-27) y de Jeremías (/Jr/07/21-28) no dejan ninguna duda al respecto de que dicha crítica apunta al culto de los sacrificios como tal. Ambos profetas parten del hecho de que cuando Israel marchaba por el desierto Yahveh nada había dicho acerca de los sacrificios sangrientos ni de los banquetes sacrificiales. En Jeremías se encuentra la expresión, de resonancias grotescas, de que los sacrificantes deberían aumentar sus ofrendas y comerse toda la carne de las ofrendas y sacrificios, con lo que al menos sacarían algún provecho, pues que Yahveh no obtiene de todo ello la menor utilidad (Jer 7,21). Esa tradición de crítica al culto se deja sentir también después del destierro, como lo prueban algunos Salmos (Sal 40, 7-9; 50; 51). Dentro del judaísmo helenístico enlaza con el espiritualismo griego, preparando así una concepción espiritual de los sacrificios, frecuente sobre todo en Filón (1).

Cierto que en el ámbito palestino postexílico se impone una tendencia restauradora, debida a la reconstrucción del templo y al establecimiento de la teocracia del templo. Pero en la primitiva tradición cristiana no es sólo Jn el que ve a Jesús en esa línea de crítica al culto, sino también y sobre todo la carta a los Hebreos, la cual en un pasaje importante recoge literalmente esa crítica al culto refiriéndola a Jesús, por cuanto que cierra el resumen de sus reflexiones sobre Jesús como víctima y pontífice escatológico, sirviéndose para ello de la cita de Sal 40,7-9 (Heb 10,5-10).

En algunos profetas forma parte de la crítica al culto la crítica, no sin riesgos, al templo, como la que encontramos por primera vez en Miqueas (cuya actividad se desarrolló por los años 725-700 a.C.):

«Escuchad también esto, jefes de la casa de Jacob, gobernantes de la casa de Israel, vosotros que detestáis la justicia, que torcéis toda equidad, que edificáis Sión con sangre y Jerusalén con crímenes... Y se apoyan en Yahveh diciendo: ¿No está Yahveh entre nosotros? ¡No nos sucederá nada malo! Justamente por vuestra culpa, Sión será arada como un campo, Jerusalén reducida a un montón de ruinas y el monte del templo a un cerro silvestre» (Miq 3,9-10.11b-12).

Cuando el profeta Jeremías pronuncia su gran discurso sobre el templo y anuncia la destrucción del mismo (Jer 7,1-15), el asunto se torna en un peligro directo para su vida; el recuerdo del vaticinio de Miqueas fue lo que le salvó de la muerte (cf. Jer 26,1-19.20-24). Aun cuando entre los discípulos del Deuteroisaías y del Tritoisaías alientan evidentes tendencias de crítica al culto, no pudieron imponerse contra la restauración. A diferencia de lo que hiciera Jesús, la crítica de la comunidad de Qumrán contra el culto y el templo no es radical, pues no se dirige contra el culto del templo en sí, sino sólo contra su presente falta de legitimidad. Se esperaba que para el tiempo final se restablecería el culto puro y pacífico del templo. También los fariseos, que desde luego atribuían el máximo valor a la piedad legal, se mostraban en el fondo positivos frente al templo y su culto. La conducta de Jesús no tenía realmente ejemplo.

La comunidad postpascual fue haciéndose cada vez más consciente de esa singularidad, mientras que al principio se había mantenido firmemente unida a la piedad del templo. Sólo los «helenistas» (cf. Act 6) empezaron por comprender que esa piedad del templo en el fondo ya no podía conciliarse con la confesión y reconocimiento de la persona, la doctrina y la práctica de Jesús de Nazaret. La confesión de Jesús reclamaba otra forma de liturgia: el servicio de Dios «en espíritu y en verdad», sin culto sacrificial y sin una institución jerárquica. El centro de esa liturgia es Jesucristo glorificado. Frente a tales concepciones el posterior desarrollo eclesiástico y teológico representa a todas luces un retroceso. «Pero yo creo, además, que Jesús mediante sus discursos nos procuró una señal de significado aún más profundo a fin de que pudiéramos reconocer que todo ello aconteció como un misterio, a saber: para que en este templo ya no ofreciesen los sacerdotes víctimas visibles como servicio de Dios, y la ley ya no pudiera mantenerse. Al menos no al modo que querían los judíos carnales. En efecto, después que fueron arrojados los bueyes y ovejas y después que mandó retirar de allí las palomas, ya no se deberían sacrificar en adelante ni bueyes, ni ovejas, ni palomas según el uso de los judíos. Y, por supuesto, que deberían derramarse las monedas que llevasen el troquel de un dinero terreno y no el de Dios, pues la legislación según la letra que mata, honrosa en apariencia, tenía que disolverse y derramarse frente al pueblo mediante la venida de Jesús a golpes de látigo. Por ello pasó el ministerio de los judíos a los gentiles que creyeron en Dios y en Cristo (Act 1,20), y el reino de Dios les fue arrebatado a aquéllos y entregado a los gentiles que llevan sus frutos» (·Orígenes, Evang. s. Jn).

A propósito del conocimiento humano de Jesús hemos de indicar una vez más que no se trata de una omnisciencia abstracta de Jesús -en la forma en que la discutía la dogmática antigua- sino del conocimiento peculiar del Jesús Mesías, conocimiento de carácter carismático y pneumático, sobre su cometido específico. Justamente cuando aceptamos que ese saber no se refiere a todas las cosas posibles, que no ha de entenderse en forma milagrosa, sino que más bien se refiere a las relaciones del hombre con Dios y a su capacidad de fe, justamente entonces es cuando la interpretación joánica cobra un sentido útil. Jesús ve al hombre en ese aspecto especial de si es un creyente, o de si «no se procura» esa fe y, en definitiva, permanece en la incredulidad. Al hablar de fe (FE/QUE-ES), sin embargo, no se ha de entender la fe dogmática, sino aquellos cambios y procesos vitales que alcanzan a las últimas profundidades del corazón humano y que conducen al hombre a una nueva vida cargada de sentido. Mediante la fe Jesús conduce a los hombres hasta sí mismo y los pone en una nueva relación con el prójimo, Dios y el mundo. Quizá Jesús consideró el templo como institución con una visión tan crítica, porque en el fondo la piedad cúltica y ritualista como «religión» y «ley» no permitía a la fe desarrollarse. Tal piedad prometía una seguridad absoluta de salvación, pretendiendo acallar en el hombre sus miedos ancestrales. Pero no estaba en condiciones de despertar en el hombre una fe viva.
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1. «Amigo mío, en los sacrificios -y así querría decírtelo- Dios no tiene complacencia aIguna, porque él mismo puede prepararse hecatombes; puesto que todo le pertenece y todo lo posee, no necesita de nada; sólo se alegra en el sentimiento piadoso = en los hombres que llevan una vida pía...» ·FILON