"¡Recoged lo que ha sobrado, para que no se pierda nada!" (Jn 6, 1-15)

Josep de C. Laplana, OSB.
Monasterio de Montserrat 25/09/2003

 

El evangelio de San Juan está lleno de detalles que tienen carácter simbólico, es decir que dicen más de lo que parece a primera vista, y que esconden un mensaje que sólo entienden aquellos que viven en comunión con el Espíritu de Verdad y de Amor que empapa todo el cuarto evangelio. La frase que dice Jesús al final de la multiplicación del panes ("¡recoged lo que ha sobrado, para que no se pierda nada!") y la constatación que hace el evangelista ("lo hicieron así, y con el pan que sobró llenaron doce cestos") no es una simple anécdota ni el final feliz de una historia fantástica; al contrario, es un detalle lleno de significado.

Jesucristo se manifiesta celoso del don de Dios y no quiere que se pierda nada, pese a su sobreabundancia. "Sancta sanctis: Lo santo para los santos. ¡No deis a los perros aquello que es santo!" (Didachè 5), "¡no echéis vuestras perlas delante de los puercos!" (Mt 7:6), "Recoged lo que ha sobrado, para que no se pierda nada". Este "que no se pierda nada" es el deseo ardiente del Corazón de Cristo, porque ésta es la misión trinitaria por la cual Él entró en este mundo y por la cual Él ha dado la vida: "Su voluntad es que yo no pierda a ninguno de los que él me ha dado, sino que los resucite en el último día" (Jn 6:39).

Cristo, el Buen Pastor que reúne sus ovejas en un solo rebaño y con un solo pastor, expresa de manera vehemente su compromiso hasta el final a favor de aquellos que el Padre le ha dado: "Yo les doy vida eterna y no perecerán para siempre; nadie puede arrebatármelas. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos, y nadie puede arrenbatarlas de manos de mi Padre. El Padre y yo somos uno (Jn 10: 28-30). Y en la plegaria sacerdotal de la Santa Cena, Jesús daba cuenta al Padre de su atención pastoral: "Mientras yo estaba con ellos en el mundo, yo mismo guardaba, en tu nombre, a los que me diste. Los he protegido de tal manera que ninguno de ellos se ha perdido fuera del que tenía que perderse para que se cumpliera lo que dice la Escritura" (Jn 17:12).

Del Padre viene la voluntad de reunir en el Hijo a los hombres que el pecado había dispersado. El Hijo es quien cumple hasta el extremo esta voluntad del Padre. Pero quien la lleva a cabo hasta la consumación es el Espíritu Santo, a quien el Hijo envía desde el Padre. Es el Espíritu quien, en nombre de Cristo resucitado, reúne a la Iglesia en todo el mundo. Los dispersos se congregan en comunidad comunicativa, orgánica y vital, ligada a la persona viva de Cristo como la vid y los sarmientos (Jn 15:4).

El número simbólico de los doce cestos nos sugiere en primer lugar el de las doce tribus de Israel; el pueblo judío depositario de las promesas bíblicas es el primero que es llamado. Pero también e inmediatamente, el número doce sugiere el de los doce apóstoles del nuevo Israel de Cristo, enviados a todo el mundo a proclamar el Evangelio de Jesús. Además, el número doce es el de la plena universalidad (tres por cuatro doce), porque indica los cuatro vientos tres veces. Nos encontramos en el contexto de aquella oración eucarística que relata la Didaché, el escrito más antiguo de la edad postapostólica: "Así como este fragmento se encontraba disperso sobre las montañas y se ha reunido para convertirse en uno solo, así sea reunida vuestra Iglesia en tu reino. Porque vuestra es la gloria y el poder por Jesucristo eternamente" (9:4).

La Iglesia reunida de los cuatro vientos aparece como comunión vital en la Verdad del Hijo y en el Amor del Espíritu Santo, para la vida del mundo y para que el mundo crea. Y este misterio de comunión se refleja visualmente, y todavía más "místicamente", en la celebración eucarística en la que aparece el cuerpo de Cristo sacrificado por nosotros, para que en Él seamos uno en Él, en esta vida por la vía de la comunión eclesial y sacramental, en la eternidad en la plena visión y en la participación total y bienaventurada de la vida divina sin límites y para siempre