CAPÍTULO 21


d) Por Cesarea a Jerusalén (Hch/21/01-14).

1 Cuando logramos arrancarnos de ellos y nos hicimos a la mar, fuimos derechos a Cos, y al siguiente día, a Rodas, y de allí, a Pátara. 2 Encontramos una nave que hacía la travesía a Fenicia y, subimos en ella y nos hicimos a la mar. 3 Avistamos Chipre y, dejándola a la izquierda, navegamos hacia Siria, hasta que llegamos a Tiro, donde la nave tenía que descargar su mercancia. 4 Habiendo hallado a los discípulos, permanecimos allí siete días. Ellos decían a Pablo, por inspiración del Espíritu, que no subiera a Jerusalén. 5 Pero, cuando se nos acabaron los días, emprendimos la marcha, acompañándonos todos, con sus mujeres e hijos, hasta fuera de la ciudad, y, de rodillas sobre la playa, oramos, 6 y nos despedimos unos de otros: nosotros subimos a bordo y ellos regresaron a casa.

Este texto no necesita gran explicación. Lo que también aquí nos impresiona es la exactitud con que Lucas anotó en su diario las etapas del viaje. A quien con tanto cuidado retuvo las cosas, también en los casos en que no habla como testigo ocular habrá que reconocerle una información concienzuda. En Pátara trasbordaron a otra embarcación. Según otra tradición del texto, quizá incluso más acertada, el cambio de nave tuvo lugar más al Este, hacia Mira, en la costa meridional de Asia Menor. Probablemente hacía falta un barco más pesado para la travesía por alta mar.

En Tiro aprovecha Pablo la interrupción del viaje para visitar la comunidad local. No tenemos noticias sobre el origen de ésta. Sin embargo, se puede suponer que se inició cuando los judeocristianos helenistas tuvieron que huir de Jerusalén. En efecto, en 11,19 se nos dice: «Los que se dispersaron... habían llegado hasta Fenicia.» Y Pablo y Bernabe, yendo de Antioquía al concilio de Jerusalén, pasaron también por Fenicia, «refiriendo la conversión de los gentiles y proporcionando una gran alegría a todos los hermanos». Así no era Pablo un desconocido cuando saludó en Tiro a los «discípulos» y permaneció con ellos siete días. Como en Tróade (20,6ss), se reuniría con la comunidad para la celebración de la asamblea litúrgica.

En una de estas reuniones sería cuando algunos discípulos dotados del don de profecía le predecirían que en Jerusalén le aguardaba algo grave y tratarían de impedir a Pablo que fuese allá. La reacción de Pablo la conocemos por la escena análoga descrita en 21,11. Precisamente en la convicción de lo que aguardaba a Pablo fue la despedida en Tiro, como antes en Mileto, tan dolorosa y conmovedora, que todos, con sus mujeres e hijos, se arrodillaron en la playa y oraron. Este cuadro revela de nuevo la íntima unión de aquellas Iglesias, que vivían en un ambiente contrario y hostil; en él se muestra también, de manera conmovedora, el prestigio y veneración de aquel que se cuida de sus «hijitos» como un padre y como una madre, que constantemente sufre por ellos «dolores de parto» hasta que Cristo «sea formado» en ellos (Gál 4,19). ¿Estaríamos nosotros dispuestos interna y externamente a obrar así? ¿O estaría esto en contradicción con nuestro modo de sentir, con nuestra ilustración, con nuestra teología?

7 Nosotros, completando la travesía, desde Tiro llegamos a Tolemaida, donde saludamos a los hermanos y permanecimos un día con ellos. 8 Salimos al día siguiente y llegamos a Cesarea; entramos en casa de Felipe el evangelista, que era uno de los siete, nos quedamos con él. 9 Tenía éste cuatro hijas vírgenes y profetisas. 10 Como nos demorásemos bastantes días, bajó de Judea un profeta llamado Agabo, 11 que se llegó a nosotros, tomó el cinturón de Pablo, se ató los pies y las manos y dijo: «Esto dice el Espíritu Santo: Al hombre a quien pertenece este cinturón lo atarán así en Jerusalén los judíos y lo entregarán en manos de los gentiles.» 12 Al oír esto, le aconsejábamos, tanto nosotros como los habitantes del lugar, que no subiera a Jerusalén. 13 Respondió entonces Pablo: «¿Qué hacéis llorando y partiéndome el corazón? Dispuesto estoy no sólo a dejarme atar, sino a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús.» 14 No pudiendo persuadirlo, desistimos diciendo: «Hágase la voluntad del Señor.»

Aquí volvemos a encontrar una figura que nos es ya conocida por el relato sobre aquellos «siete» que en los comienzos fueron designados por los apóstoles como colaboradores (6-8). Allí, junto a Esteban, aparecía, en primer término, Felipe. Tenemos noticia de su fructuosa acción en Samaría y de la memorable conversión y bautismo del etíope (8,3-40). Y en la última frase se dice que Felipe «de paso iba evangelizando todas las ciudades hasta llegar a Cesarea». Aquí se le llama «el evangelista». La palabra tiene todavía su sentido original y general y designa al pregonero y mensajero de la salvación. En este sentido se mencionan los «evangelistas» en Ef 4,11, además de los «apóstoles», «profetas», «pastores» y «maestros». «Cumple la tarea de evangelista», se dice a Timoteo en 2Tim 4,5.

Pablo y Felipe... ¿Se encuentran por primera vez después de los días de Esteban? Entonces era Saulo un «joven», que entre los más encarnizados enemigos de los «siete» desempeñó un papel especial en la lapidación de Esteban (7,58; 8,1ss) y «respiraba amenazas y muerte contra los discípulos del Señor» (9,1). Por razón de aquella persecución debieron de huir de Jerusalén los judeocristianos helenistas. Para la Iglesia fue esto un estímulo para una nueva misión. Para Saulo fue el camino en el que el Señor lo derribó al suelo para hacer que se levantase como llamado. Todo esto pudo pasarles por la mente y llegarles al alma a los dos hombres, cuando Pablo pisó el umbral de la casa de Felipe. Ahora eran ya los dos hermanos en Cristo, mensajeros y «evangelistas».

Se nos habla de cuatro hijas de Felipe. Vivían en estado de virginidad y poseían el don carismático de profecía. Es de creer que estaban consagradas a Dios. Realizaban lo que significa Pablo cuando dice en lCor 7,34; «La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se cuida de las cosas del Señor, para ser santa en cuerpo y alma.» Parece haber interna conexión entre la consagración a Dios y el don de profecía. Pensamos en Ana la profetisa (Lc 2,36ss), de la que se dice que tras breve vida matrimonial, «era una viuda que llegaba ya a los ochenta y cuatro. No se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones». La virginidad y el ministerio carismático tienen relación mutua, como resulta también de la palabra del Señor: «Hay incapacitados (para el matrimonio) que ellos mismos se hicieron así por el reino de los cielos» (Mt 19,12). Las palabras de Pablo en lCor 11,5: «Toda mujer que ora o habla en nombre de Dios con la cabeza descubierta, deshonra su cabeza» hace suponer que en la Iglesia primitiva también mujeres actuaban como profetisas, probablemente incluso en la asamblea comunitaria.

La casa de Felipe parece haber sido un punto de cita de carismáticos. El profeta Agabo viene de Judea y con un gesto simbólico predice al Apóstol el destino que le amenaza en Jerusalén. Ya en 11,27 habíamos oído hablar de él y de su don profético, entonces en Antioquía. Es posible que esta vez fuera expresamente a Cesarea, al encuentro de Pablo, para prevenirlo del peligro que le amenazaba. Esto sería una señal de cómo se había agudizado la situación en Jerusalén y de cuán comprensible es que Pablo, barruntando esto, escribiese en la carta a los Romanos: «Os ruego... que luchéis juntamente conmigo, dirigiendo a Dios oraciones por mí, para que me vea libre de los incrédulos que hay en Judea, y para que mi servicio en favor de Jerusalén sea bien recibido por los hermanos» (Rom lS,30s).

Pablo, sabiendo de las «cadenas y tribulaciones» (20,23) -imitando al Señor, que se dirige a la pasión- va a Jerusalén, sin tener en cuenta las voces proféticas, sin tomar en consideración los apremiantes ruegos de sus compañeros y amigos, totalmente dispuesto no sólo a dejarse atar, sino a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús. Lucas, que según podemos suponer, se hallaba presente en esta hora, muestra de manera impresionante la imagen de aquel al que se habían dirigido las palabras del Señor glorificado: «Yo le mostraré cuántas cosas deberá padecer por mi nombre» (9,16). Cuando los que estaban reunidos con Pablo dijeron, como haciendo eco a las palabras de Jesús: «Hágase la voluntad del Señor», nos viene a la memoria la escena de Getsemaní.

V. ARRESTO Y PRISION PREVENTIVA (21,15-23,22).

1. LLEGADA A JERUSALÉN (Hch/21/15-26).

15 Pasados estos días y hechos los preparativos, emprendimos la subida a Jerusalén. 16 Vinieron también con nosotros, de Cesarea, algunos discípulos para presentarnos a un tal Nasón, de Chipre, antiguo discípulo, en cuya casa nos hospedabamos. 17 LIegados a Jerusalén, nos recibieron con gozo los hermanos. 18 Al día siguiente, fue Pablo con nosotros a ver a Santiago, y todos los presbíteros se habían congregado. 19 Después de saludarlos, les fue exponiendo una por una las cosas que Dios había obrado entre los gentiles por ministerio de él. 20 Ellos, al oírle, glorificaban a Dios, y le dijeron: «Ya ves, hermano, cuántos miles de creyentes hay entre los judíos, y todos ellos se muestran celosos de cumplir la ley. 21 Han oído decir de ti que enseñas a todos los judíos que viven entre los gentiles a apartarse de Moisés, diciéndoles que no tienen que circuncidar a sus hijos ni vivir según lo establecido. 22 ¿Qué hay de esto? Porque, de todas formas, tendrán noticias de que has venido. 23 Haz, pues, lo que te vamos a decir: Hay entre nosotros cuatro hombres que tienen hecho un voto. 24 Tómalos contigo y purifícate con ellos, y paga por ellos la ofrenda, para que se corten el pelo, y así conocerán todos que no hay nada de lo que han oído decir de ti, sino que tú también caminas observando rectamente la ley. 25 Por lo que se refiere a los gentiles que han abrazado la fe, nosotros les escribimos ordenándoles que se abstengan de lo inmolado a los ídolos, de la sangre, de lo estrangulado y de la fornicación.» 26 Entonces Pablo tomó consigo a aquellos hombres, y al día siguiente, habiéndose purificado con ellos, entró en el templo, para anunciar el cumplimiento de los días de la purificación, una vez que fue ofrecida por cada uno de ellos la correspondiente ofrenda.

Como lo habíamos observado ya en nuestra sinopsis al principio, el relato sobre Pablo (13,1-28,31) se puede dividir claramente en dos partes casi de la misma longitud, la primera de las cuales (13,1-21,14) muestra a Pablo en su actividad misionera, mientras que la segunda (21,15-28,31) nos pone ante los ojos las etapas de su pasión, es decir, de su prisión. Si se cuenta ya en esta segunda parte 21,1-14, por cuanto que en este pasaje resuena ya el motivo de su pasión, todavía aparecerá más clara la igual extensión de las dos partes resultantes ¿Tuvo Lucas la intención deliberada de recordar con esta disposición el plan de su evangelio, dividido también en dos partes: vida pública de Jesús - pasión de Jesús?

Pablo entra con sus compañeros en Jerusalén. A pie, o quizá también con cabalgaduras, habían recorrido el largo camino de unos 100 km. La recepción «con gozo» por los «hermanos» se refiere probablemente, en prima lugar, a la cordial acogida en casa de Nasón, que era uno de los judeocristianos helenistas de los primeros tiempos. No precisamente tan natural fue el encuentro con Santiago, el «hermano del Señor» (Gál 1,19), que desde la partida de Pedro (12,17) tenía la dirección de la comunidad de Jerusalén y que, por todo lo que sabemos, aun en su calidad de cristiano estaba totalmente ligado a la ley judaica. Ya conocemos su actitud en el concilio de los apóstoles (15,13-21). Es verdad que aprobó por principio la misión a los gentiles exenta de la ley, pero, al mismo tiempo, quiso satisfacer los sentimientos de los judíos, proponiendo las llamadas cláusulas jacobeas. En esta misma actitud lo hallamos también ahora. Es verdad que «glorificaban» a Dios él y los presbíteros reunidos con él, «por las cosas que había obrado Dios entre los gentiles», pero por su boca se expresa ya la gran preocupación, pues él hace alusión a la tensión que reina contra Pablo, el apóstol de los gentiles, en los círculos de los judíos. Si suponemos que en aquellos días se celebraba la fiesta de pentecostés, en cuya fecha quería hallarse Pablo en Jerusalén según 20,16, todavía se comprende mejor la preocupación de Santiago. Está enterado de lo que se dice de Pablo entre los judíos de la diáspora. No quiere esto decir que también Santiago comparta sus críticas. Lo que le importa es calmar la situación. Propone un gesto público con el que Pablo pueda dar prueba de su respeto de la ley y al mismo tiempo demostrar lo infundado de las acusaciones que circulan contra él.

¿Sería fácil a Pablo aceptar esta propuesta? Conocemos su entereza, sin compromisos, en la cuestión de la exención de la ley. Recordemos el concilio de los apóstoles (cap. 15), y sobre todo sus palabras en Gál 2,1-10. Cierto que no habría sacrificado nada de su principio. Sin embargo, en el caso de la circuncisión de Timoteo (16,1ss) vimos ya cómo Pablo sabía tener consideraciones a su debido tiempo si se trataba de evitar dificultades innecesarias.

Podemos recordar también que él mismo se había impuesto el voto del nazireato cuando, según 18,18, se había «rapado la cabeza» en Céncreas. En este estado de cosas, el siempre prudente Santiago no exigía a Pablo nada irrealizable cuando le proponía asociarse a los «cuatro hombres» que tenían hecho un voto y pagar por ellos la ofrenda con que poner término a los «días de la purificación». El fanatismo rígido, de cualquier clase que sea, no responde al sentido del Evangelio, sino que todo celo debe ir guiado por prudente reflexión y por las debidas considaraciones, por el amor.

2. PRISION DE PABLO (Hch/21/27-39).

27 Y cuando estaban a punto de cumplirse los siete días, los judíos de Asia, que lo habían visto en el templo, comenzaron a alborotar al pueblo todo, y le echaron mano, gritando: 28 «Hombres de Israel, ayudadnos. Este es el hombre que anda enseñando a todos y en todas partes contra el pueblo, la ley y este lugar, hasta el extremo de haber introducido griegos en el templo y profanado este lugar santo», 29 porque habían visto en la ciudad, con él, a Trófimo de Éfeso, y pensaban que Pablo lo había introducido en el templo. 30 Se alborotó la ciudad entera y se produjo una manifestación popular que, apoderándose de Pablo, lo arrastraba fuera del templo». En seguida fueron cerradas las puertas. 31 Ya se disponían a darle muerte, cuando llegó al tribuno de la cohorte la noticia de que toda Jerusalén estaba amotinada. 32 Este movilizó al instante soldados y centuriones y bajó corriendo hacia ellos. Al ver al tribuno y a los soldados, cesaron de golpear a Pablo. 33 Se acercó entonces el tribuno y, apoderándose de él, mandó sujetarle con dos cadenas, al tiempo trataba de averiguar quién era y qué había hecho. 34 De entre la turba cada cual gritaba una cosa distinta. Y ante la imposibilidad de llegar a nada cierto por el tumulto, mandó que fuera conducido al cuartel. 35 Cuando llegó a la escalinata, fue preciso que los soldados lo llevaran en vilo, por el ímpetu de la turba, 36 porque la seguía una gran muchedumbre de pueblo gritando: «¡Quítalo de en medio!» 37 A punto ya de entrar en el cuartel, dice Pablo al tribuno: «¿Puedo decirte una cosa?» Él le dijo: «¿Pero tú sabes griego? 38 ¿Pues no eres tú el egipcio que hace unos días suscitó una rebelión y condujo al desierto cuatro mil sicarios?» 39 Pablo le dijo: «Yo soy judío, ciudadano de Tarso, que es una ciudad no despreciable de Cilicia. Permíteme, te suplico, hablar al pueblo.»

El sacrificio que, incluso interiormente, había ofrecido Pablo por los cuatro hombres en el templo, había sido en vano. El ciego fanatismo de los judíos de la diáspora vio llegada la ocasión -precisamente en el suelo de Jerusalén y del templo- para apoderarse del odiado Pablo, que era difícil de alcanzar en el ámbito de la diáspora fuera de Palestina. Eran «judíos de Asia», por tanto de la región de Éfeso, los que «lo habían visto en el templo». Parece que habían llegado a Jerusalén como peregrinos de pentecostés. Recordamos la actitud hostil de los judíos en Éfeso (19,9) y las palabras de Pablo a los presbíteros de allí, cuando les hablaba de las «adversidades» que le habían ocasionado «las insidias de los judíos» (20,19).

En medio de la aglomeración de los peregrinos no era difícil asaltar a Pablo y, como a profanador del templo, entregarlo a la pasión religiosa y a la excitabilidad ortodoxa. Sabemos con qué severidad impedían los judíos el acceso al templo a los no judíos. Había en el templo unos carteles de avisos escritos en griego y en latín que indicaban la separación del recinto interior del templo y del atrio de los gentiles, en los que se leía: «Que ningún extranjero traspase los límites de la terraza que rodea al templo. Quien fuere sorprendido, cúlpese a sí mismo de la muerte que le siga.» El historiador judío Flavio Josefo atestigua esta disposición reconocida también por la administración romana, y en el museo de Estambul se conserva uno de estos carteles descubierto en excavaciones. Así pues, si Pablo hubiese realmente introducido en el patio interior del templo a Trófimo de Éfeso (20,5), cristiano venido de la gentilidad, según el derecho judío se habría hecho reo de profanación del templo. Ahora bien, nuestro texto dice expresamente que sólo se pensaba que Trófimo había estado en el templo porque lo habían visto en la ciudad con Pablo. Cierto que el reproche de profanación del templo sólo era un pretexto para proceder contra el «hombre que anda enseñando a todos y en todas partes contra el pueblo, la ley y este lugar». En definitiva era un golpe de la fanática ortodoxia judía contra la Iglesia que se desentendía de la ley judía, como cuyo decidido paladín actuaba Pablo.

Los cargos que en aquella ocasión se formularon contra Pablo le recordarían los tiempos en que él, como enemigo encarnizado de la Iglesia naciente, se contaba entre los que habían reprochado a Esteban aquello mismo que ahora se decía contra él. Entonces se trataba también de gentes «de Cilicia y Asia», de quienes se dice en 6,12ss: «Excitaron, pues, al pueblo, a los ancianos y a los escribas, y echándose sobre él, lo prendieron y lo condujeron al sanedrín. Presentaron testigos falsos para decir: "Este hombre no cesa de proferir dicterios contra este lugar santo y contra la ley; porque le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar y cambiará las costumbres que nos transmitió Moisés."»

Ejemplo del cambio que se había operado en Saulo. Nos vienen a la memoria aquellas palabras: «Pero todas estas cosas, que eran para mí ganancias, las he estimado como pérdidas a causa del Cristo. Pero aún más: incluso todas las demás cosas las considero como pérdida a causa de la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien me dejé despojar de todo, y todo lo tengo por basura, a fin de ganar a Cristo... para conocer a él, la fuerza de su resurrección y la comunión con sus padecimientos, hasta configurarme con su muerte, por si de alguna manera consigo llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3,7ss).

La comunión con sus padecimientos, que Pablo ya había experimentado, es ahora realidad en toda su extensión. Años enteros seguirá como prisionero el camino de los padecimientos, pues la mano de Jesús, su Señor, se ha posado sobre él. Cogido por el tumulto que se había extendido por la ciudad, fue arrastrado fuera del templo y entregado a la multitud excitada. Si no hubiese intervenido la guarnición romana que ocupaba en la torre Antonia, junto al templo, y que en las fiestas judías se hallaba en estado permanente de alerta, habrían dado muerte a Pablo. Lucas, al que podemos considerar como testigo presencial, hace una viva descripción del arresto de Pablo por los romanos. El tribuno romano creía haber capturado al jefe de una sedición. En efecto, el movimiento activo de liberación que actuaba en la sombra desencadenaba continuamente tentativas de rebelión contra el poder ocupante. En 5,36ss se hablaba ya de esta clase de rebeldes. La rebelión de «sicarios» a que se alude en nuestro texto se puede comprobar por la historia de Flavio Josefo, aunque presentada de otra manera.