CAPÍTULO 9


SAULO, CONVERSIÓN Y BAUTISMO

II. SAULO: VOCACIÓN Y PRIMERA ACTIVIDAD (9,1-30) Ya hemos indicado en la introducción que san Lucas en su manera de presentar la primitiva Iglesia ha delineado con especial atención el camino y la obra del hombre que con los nombres de Saulo o Pablo ha contribuido en una medida incomparable al desarrollo y configuración de esta Iglesia. En la composición de los Hechos de los apóstoles aparece en el campo visual cada vez con mayor claridad la imagen de Pablo, hasta que a partir del capítulo 13 domina casi exclusivamente la escena.

Conocemos, como ya dijimos, el lazo personal que unía a Lucas y a Pablo. Así lo atestiguan las cartas del apóstol. Las cartas de la cautividad, probablemente escritas en Roma, nos nombran a Lucas como fiel compañero del Apóstol (Col 4,14; Flm 24), y la segunda epístola a Timoteo denota esta proximidad con la frase emocionada: «Lucas es el único que está conmigo» (2Tim 4,11). Quien lea con atención los relatos de este libro en que se usa la primera personal del plural (16,10ss; 20,5ss), se entera por ellos que Lucas también ha acompañado desde lejos al Apóstol en las rutas misionales y en las demás estaciones de la cautividad. Todo esto lo hemos de considerar para ver que el autor de los Hechos de los apóstoles además de darnos informaciones objetivas nos muestra un vivo interés personal por Pablo.

Y por estas razones también hay que entender que se exponga tan detenidamente y con especial atención la historia única de la vocación de este hombre. También se muestra la importancia que se atribuye a esta vocación en el hecho de que la encontramos tres veces con profusión de pormenores en los Hechos de los apóstoles. En este pasaje se describe por primera vez la vocación con la manera de narrar propia del autor, pero encontramos una vez más el mismo contenido como relato propio del Apóstol en su discurso de defensa pronunciado delante del pueblo (22,1ss), y en su discurso ante el rey Agripa y el gobernador romano en Cesarea (26,1ss). Volveremos a hablar en cada caso de las diferencias que haya en la exposición particular.

A este propósito indiquemos también que Pablo habla repetidas veces del memorable acontecimiento de su vida y se acuerda de la gracia de su especial vocación. En la carta a los Romanos, y de una forma parecida en las otras epístolas, Pablo se presenta como «apóstol por llamamiento divino, elegido para el Evangelio de Dios» (Rom 1,1)74. Pablo piensa en la vocación, cuando dice: «Al último de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí. Yo soy el menor de los apóstoles, y no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy» (ICor 15,8ss).

Con igual emoción en la carta a los Gálatas (Gál 1,1 3ss) habla de aquella hora inolvidable: «Habéis oído hablar, en efecto, de mi conducta, cuando yo militaba en el judaísmo: con qué encarnizamiento perseguía la Iglesia de Dios y pretendía destruirla... Pero cuando aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para que lo evangelizara entre los gentiles, yo no fui corriendo a consultar con la carne y la sangre; ni acudí a Jerusalén, a los apóstoles que me habían precedido; sino que me fui a Arabia y después volví nuevamente a Damasco». Y en la carta a los Efesios resplandece la hora de Damasco, cuando se dice: «A mí, el menor de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar en los gentiles la insondable riqueza de Cristo» (Ef 3,8). Y se podrían agregar muchas otras citas de las epístolas para llegar a saber con qué emoción Pablo recuerda aquella hora.
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74. Cf. 1Co 1,1; Ga 1,1, etc.
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1. LA LLAMADA DEL SEÑOR (Hch/09/01-09).

a) El perseguidor en camino (9,1-2).

1 Saulo, por su parte, todavía respirando amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se llegó al sumo sacerdote 2 y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de traerse presos a Jerusalén a todos los que encontrara adictos al Camino, hombres o mujeres.

El nombre de Saulo está de una forma significativa al principio de este relato. Conocemos la persona que tenía este nombre por la historia de Esteban (7,58; 8,1.3). Más tarde se nos dirá que también se llamaba «Pablo» (13,9). Y a partir de aquel versículo, los Hechos de los apóstoles emplearán exclusivamente este segundo nombre. Mucho se ha reflexionado sobre tal cambio. Quizás se deba a la diversidad de fuentes utilizadas o quizá a que el Apóstol en el territorio misional no judío se sirvió de su segundo nombre, que como ciudadano romano seguramente tenía desde el nacimiento 75. Así pues, no cabe decir, como algunos han supuesto, que la conversión hizo de un Saulo un Pablo, pues, incluso después del bautismo, en los Hechos de los apóstoles se sigue empleando el nombre de Saulo hasta 13,9. Sabemos que en las cartas del Apóstol se usa exclusivamente el nombre de «Pablo». En el judaísmo de aquel tiempo se encontraba con frecuencia la práctica de tener dos nombres. También hay ejemplos de ello en el Nuevo Testamento. Recordemos a José Barsabás Justo (1,23).

Esta cuestión del nombre no parece tener gran importancia. Sin embargo también en esta cuestión se contribuye a comprender la situación de la Iglesia de aquel tiempo. En nuestro texto el nombre de Saulo inicia el relato, con lo cual parece que se quiera hacer resaltar este nombre. Esta colocación del nombre de Saulo tiene la intención de hacer que el lector esté atento a que la persecución de los cristianos, de la cual sólo se habló brevemente en 8,3, aún prosigue, y Saulo, con afán insaciable, se enfurece contra los cristianos. Con las narraciones de Felipe esta tribulación de la Iglesia había salido del campo visual.

También en otros pasajes tenemos noticia del fanatismo con que Saulo procedió contra los judíos que se habían hecho cristianos. En un posterior discurso delante del pueblo confiesa san Pablo: «Perseguí de muerte este Camino, aprisionando y encarcelando hombres y mujeres» (22,4). Y en el discurso ante Agripa leemos las siguientes paLabras de Pablo: «Yo, por mi parte, pensé que debía hacer todo lo posible contra el nombre de Jesús de Nazaret. Y lo hice en Jerusalén; y a muchos de los fieles encerré yo en la cárcel, con autorización que recibía de los príncipes de los sumos sacerdotes. Y cuando se los condenaba a muerte, yo daba mi voto contra ellos. Y por todas las sinagogas, muchas veces a fuerza de golpes, los obligaba a blasfemar y, enfurecido hasta el extremo, perseguía incluso en las ciudades extranjeras» (26,9ss).

Saulo, pues, con poderes de la suprema autoridad judía, actuaba contra la Iglesia. No era una acción privada, sino una amplia tentativa de la autoridad judía para reprimir el desarrollo de la Iglesia. Saulo era emisario e instrumento. No durará mucho este estado de cosas. Dentro de poco, él mismo estará como prisionero y acusado por causa de Cristo ante este sanedrín, y tendrá que experimentar lo mismo que ahora los cristianos (22,30ss). ¿Por qué Saulo perseguía a la Iglesia? La pregunta tiene que causarnos impresión. ¿Qué dice el mismo Pablo sobre este particular? «Yo soy fariseo, hijo de fariseos», exclamó en el proceso contra él en la asamblea del sanedrín (23,6). Y cuando estaba detenido, recordó al pueblo excitado: «Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad, a los pies de Gamaliel, instruido cuidadosamente en la ley patria, lleno de celo por la causa de Dios como los sois todos vosotros hoy» (22,3). En la carta a los Gálatas Pablo llama la atención sobre su «conducta cuando militaba en el judaísmo» y confiesa que él entonces «perseguía la Iglesia de Dios». Pablo indica el siguiente motivo de esta su manera de proceder: «había prosperado en el judaísmo más que muchos compatriotas míos, siendo en extremo celoso de las tradiciones de mis padres» (Gál 1,14).

Saulo fue educado en el fariseísmo, se formó interiormente con una tradición de la ley guardada apasionadamente, se conmovió con el celo tumultuoso de la juventud, fue encandecido por la voluntad (propia del judío) de ser enviado, y así creyó que por vocación religiosa tenía que combatir el cristianismo como traición al judaísmo, hasta que consiguiera aniquilarlo. En la lucha de Saulo hay una tragedia, como se da con frecuencia, cuando el celo sinceramente sentido, pero obcecado, ya no es capaz de reconocer lo que es justo y lo que es injusto en el arrebato de la pasión fanática. En la primera epístola a Timoteo se nos recuerda esta lucha trágica de Saulo, cuando se dice: «Doy gracias al que me ha capacitado, Cristo Jesús, nuestro Señor, él me ha creído fiel, y me ha encomendado este servicio a mí, que fui antes blasfemo, perseguidor y ultrajador; pero fui tratado con misericordia, porque actué con ignorancia cuando aún no tenía fe. La gracia de nuestro Señor sobreabundó con la fe y con la caridad que hay en Cristo Jesús» (lTim 1,12ss).

La mirada del insaciable opresor se dirige a Damasco, la celebérrima metrópoli situada al este del Antilíbano. Una colonia judía numerosa vivía allí como en todas las capitales importantes del mundo de aquel tiempo. No sabemos cuándo arraigó el cristianismo en Damasco. Nuestro relato supone que allí había una comunidad cristiana. «Adictos al Camino» los llaman los Hechos de los apóstoles aquí y en otras partes76. «Camino» es una palabra (que también se encuentra fuera de la Biblia) para designar una doctrina, que señala la dirección de la manera de pensar y de la conducta del hombre. Hemos de suponer que -por concesión de la autoridad romana de ocupación- el sanedrín también podía ejercer funciones policíacas con los judíos que vivían fuera de Palestina, por tanto las podían ejercer sobre toda la provincia de Siria. Así pues, el sanedrín pudo autorizar a Saulo para detener también en Damasco a judíos que se habían hecho cristianos, y para que le acompañara un destacamento de la policía del templo. Saulo también tenía facultad del sanedrín para traer a Jerusalén a estos detenidos a fin de que fueran juzgados.
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75. Cf. 16,37; 22,25.
76. Cf. 13,10; 18,25, etc
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b) «¿Por qué me persigues?» (9,03-09).

3 Y sucedió que, mientras iba caminando, al acercarse a Damasco, de repente lo envolvió una luz del cielo, 4 y, caído en tierra, oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» 5 Y dijo: «¿Quién eres, Señor?» Y él: «Soy Jesús, a quien tú persigues. 6 Pero levántate y entra en la ciudad y se te dirá lo que has de hacer.» 7 Los hombres que con él viajaban se habían quedado mudos; habían percibido la voz, pero sin ver a nadie. 8 Se levantó, pues, Saulo de la tierra, y aun con los ojos abiertos nada veía, y llevándolo de la mano, lo introdujeron en Damasco. 9 Estuvo tres días sin ver, y ni comía, ni bebía.

En este párrafo se conserva el recuerdo de una de las horas memorables de la historia del género humano. Solamente quiere ser un intento de reproducir el misterio que en sí es indescriptible. También nos podemos explicar por esta indescriptibilidad que en los tres relatos esta escena se nos presente con una exposición parcialmente distinta 77. La libertad y despreocupación literarias que con frecuencia se encuentran en san Lucas, también contribuyen a esta diversidad de exposiciones. San Lucas, como ya hemos visto, no pretende hacer una descripción particular escrupulosamente comparativa, sino comunicar los datos esenciales.

Se han dado diversas explicaciones de los sucesos que acaecieron cerca de Damasco. Es comprensible que una interpretación (orientada en un sentido puramente naturalista) del mundo y de la vida procure hacer inteligible lo que aconteció suponiendo que fue debido a causas y razones puramente naturales. Se creyó que se podía hacer responsable de la experiencia religiosa de Saulo a motivos biológicos y psicológicos. Incluso se han hecho esfuerzos por poner el caso en el terreno de lo mórbido y patológico.

¿Qué hay que decir sobre este asunto? Estamos evidentemente ante una realidad inexplicable. Y cualquier teología auténtica se guardará de sobrepasar los límites de lo que se impone racionalmente en una investigación estricta. En último término solamente podemos inclinarnos respetuosamente ante el misterio, cuya realidad en el suceso de Damasco está tan rigurosamente atestiguada, que no podemos dejar de ver la fuerza de este testimonio. Además de la repetida testificación de los Hechos de los apóstoles tenemos la declaración clara y terminante del protagonista del suceso de Damasco, la declaración del mismo Apóstol: «¿No he visto a Jesús nuestro Señor?», escribe san Pablo en la primera carta a los Corintios (ICor 9,1), y con esta pregunta recuerda claramente el encuentro con Cristo cerca de Damasco. Y en la misma epístola leemos la frase que ya hemos citado antes: «Al último de todos, como a un aborto, se me apareció a mí» (ICor 15,8), y aquí también vemos un recuerdo de la aparición que tuvo cerca de Damasco. Es significativo que este encuentro con el Señor lo equipare san Pablo con las apariciones de Jesús resucitado a sus apóstoles y discípulos, de las cuales ya ha hablado antes en el mismo capítulo (lCor 15,5ss). Y una vez más aduciremos un texto de la carta a los Gálatas, que también nos recuerda aquella hora inolvidable y al mismo tiempo nos hace patente el sentido de la misma, cuando el Apóstol dice: «Pero cuando aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar su Hijo en mí, para que lo evangelizara entre los gentiles, yo no fui corriendo a consultar con la carne y con la sangre; ni acudí a Jerusalén, a los apóstoles que me habían precedido; sino que me fui a Arabia y después volví nuevamente a Damasco» (Gál 1.l5ss). Por todas estas citas se pone en claro cuán convencido estaba el Apóstol de la verdad de lo que había presenciado, y cómo reconoció la obra de la gracia del Señor que le llamaba.

Detengámonos un poco en lo que sucedió. Damasco estaba a la vista. Era hacia mediodía, nos dicen los otros dos relatos (22,6; 26,13). «De repente lo envolvió una luz del cielo.» Esta luz, según 26,13, «superaba el resplandor del sol». Los acompañantes también sintieron los efectos de la aparición y todos cayeron en tierra (26,14). ¿Qué clase de luz fue? ¿Tenemos derecho de preguntarlo? ¿Nos es posible obtener una respuesta?

Sabemos por los Evangelios cómo la intervención del poder celestial se enlaza a menudo con una luz misteriosa. A los pastores de los campos de Belén «la gloria del Señor los envolvió en claridad» (Lc 2,9). Este fulgor celestial está atestiguado en la transfiguración de Jesús (Lc 9,29), en los ángeles de la resurrección (Lc 24 ,4), y los Hechos de los apóstoles nos narran que en la liberación de Pedro «se presentó un ángel del Señor, y una luz resplandeció en la celda» (12,7). Esta luz es una señal, un destello de aquella luz, que el lenguaje de la Biblia enlaza con la gloria invisible de Dios.

Una voz habla al que ha caído en tierra: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» En los relatos paralelos también se hallan estas palabras, y en 26,14 se observa a propósito que la voz empleaba la «lengua hebrea». Esto puede reconocerse en la forma del nombre: «Santo». EI Señor que se manifiesta, habla a Saulo en la lengua materna, que le era connatural a pesar de su origen helenista. ¿O es una señal de que el Señor glorificado quiso hablar en la lengua en que también hablaba en la tierra? ¿Quiso Jesús llamar a Saúl para que fuera su apóstol, en la misma lengua en que en otro tiempo había llamado a los doce?

Es Jesús quien así habla, Jesús resucitado y glorificado. Y Saulo vio su figura, así lo suponemos. En el discurso pronunciado ante Agripa se refieren las siguientes palabras de Jesús a Pablo: «Para esto me he aparecido a ti, para constituirte en servidor y testigo de lo que acabas de ver y de lo que aún te mostraré» (26,16). Y en el mismo discurso Pablo habla de la «visión celestial», con la cual no ha mantenido una actitud negativa (26,19). «¿No he visto a Jesús, nuestro Señor?», puede escribir el Apóstol a los Corintios recordando el suceso de Damasco (lCor 9,1). Así pues, para Saulo fue una contemplación real, una contemplación que con esta claridad sólo le fue concedida a él y no a sus compañeros. Estos fueron rodeados por una luz indefinible, «pero sin ver a nadie» (26,13). No pretendamos dar una explicación más detenida. Solamente podemos hacernos cargo y reflexionar respetuosamente sobre lo que los relatos nos hacen conocer.

I/CUERPO-DE-CRISTO: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Esta pregunta tiene una profundidad misteriosa. Aquí se indica un misterio. El misterio del cuerpo de Cristo, como san Pablo lo procura mostrar en sus cartas. En esta voz que suena cerca de Damasco, se denota la íntima unión de la Iglesia con el Señor glorificado y enaltecido. Se tendría que leer la epístola a los Efesios y también la epístola a los Colosenses, para ver más de cerca este misterio. Leemos en la carta a los Efesios: «Iluminando los ojos de vuestro corazón para que sepáis... cuál (es) la extraordinaria grandeza de su poder con respecto a nosotros, los que creemos según la medida de la acción de su poderosa fuerza... Y lo puso todo debajo de sus pies, y a él lo dio, como cabeza sobre todas las cosas, a la Iglesia, que es precisamente su cuerpo, la plenitud del que lo lleva todo en todos» (Ef 1,18ss). También los Evangelios nos dan a conocer la unidad vital del Señor con sus fieles. Se tiene que leer la plática de despedida de Jesús (Jn 13-17) para percibir el misterio. La metáfora (que tiene un profundo sentido) de la verdadera vid y de los sarmientos describe este misterio de una manera gráfica (Jn 15). También en los evangelios sinópticos se expone repetidas veces -aunque desde un distinto punto de vista- la unidad de Jesús y de los suyos. «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha y quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia» (Lc 10,16). Y en el Evangelio de san Mateo leemos: «Todo lo que hicisteis con uno de estos hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Si reflexionamos sobre todos estos textos, comprendemos el sentido de la pregunta: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» En los discípulos que Saulo persigue, persigue al Señor, que está presente en ellos y misteriosamente unido con ellos. «¿Quién eres, Señor?», replica Saulo. En los tres relatos de la conversión se formulan con los mismos términos la pregunta y la respuesta interrogativa. ¿Se han grabado las palabras de tal modo en el alma del Apóstol, que nunca las olvidó? Es muy natural suponerlo así. Tuvieron una importancia decisiva para Saulo. ¿Qué quiere Saulo, cuando contesta haciendo una pregunta? ¿Ha reconocido en seguida a Jesús? ¿O preguntó al que desconocía? No sabemos con seguridad si conoció personalmente a Jesús en su vida precedente. Para dilucidar esta cuestión, se podría recurrir a la declaración algo oscura de la segunda carta a los Corintios, cuando se dice: «Aunque hubiéramos conocido a Cristo por su condición puramente humana, ya no le conocemos así ahora» (2Cor 5,16). Aunque Saulo ya hubiese conocido antes exteriormente a Jesús, sin embargo -en esta situación inesperada- sería comprensible la pregunta al Señor glorificado. En las apariciones de Jesús resucitado los apóstoles no siempre se daban cuenta de quién estaba delante de ellos. Fue una verdadera pregunta lo que dijo Saulo: «¿Quién eres, Señor?» ¿No es más bien una idea confusa de aquel en quien se ha infundido la gracia? Es posible que así sea. Y la respuesta que Saulo recibió parece confirmar lo que le ha impreso en el alma esta figura luminosa: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues.»

Nos gustaría mucho contemplar mejor el fondo del alma de Saulo. ¿Le encontró la visión de Damasco tan enteramente desprevenido, como parece? ¿No se había inquietado hasta entonces en lo más íntimo de su corazón, cuando perseguía a los cristianos, asistía a su ejecución, veía su fidelidad y su alegre testimonio? ¿Podía Saulo olvidar la escena de Esteban moribundo? Seguramente su recuerdo jamás se le borró. En el discurso al pueblo que Pablo pronunció cuando fue arrestado, hace notar cuán inextinguible y vivo permanecía en él el recuerdo de la muerte de Esteban. En este discurso Saulo informa de una visión posterior del Señor, que en vista del peligro que se cernía por parte de los judíos, le intimó que huyera de Jerusalén. Pablo recordó al Señor el tiempo en que él estaba de parte de los judíos y perseguía a los cristianos: «Cuando se derramaba la sangre de tu testigo Esteban, yo estaba presente y de acuerdo, mientras custodiaba las vestiduras de los que le mataban» (22,20). Así pues, Pablo tenía grabada una profunda impresión de lo que había presenciado, y conocía los pensamientos y móviles de los discípulos de Jesús y su fe en Jesús.

Y con todo tuvo que encontrar al mismo Señor, caer al suelo delante de él, quedar ciego durante tres días, para ver la verdad. Todo es obra de la gracia. Él mismo lo sintió así durante el tiempo de su vida. En el pasaje que ya se ha aducido repetidas veces, Pablo expresa esta sensación, cuando teniendo ante sí de una forma perceptible el recuerdo de la hora de Damasco, dice: «Al último de todos, como un aborto, se me apareció también a mí. Yo soy el menor de los apóstoles, y no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy» (lCor 15,8-10a).

Desde ahora este Jesús se hará dueño de Saulo. Como siervo de Cristo Jesús -así se nombra Saulo en sus epístolas- pertenece a su Kyrios, a su Señor, a cuyo servicio fue llamado. En adelante su vida es una obediencia sin igual. El que fue a Damasco con cartas credenciales del sumo sacerdote para traer presos a Jerusalén a los discípulos de Cristo, es conquistado por la prepotencia de Dios y, conducido de la mano de sus compañeros, recorre su camino como prisionero de Cristo, para seguir lo que la voz le ha ordenado: «Levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que has de hacer.» Todavía se pone más de relieve esta disposición en las adiciones del llamado texto occidental, cuando se dice: «Temblando y asombrado dijo Saulo: Señor, ¿qué quieres que haga?»78.

Así mismo tiene interés la información todavía más amplia de la tercera redacción, que forma parte del discurso del Apóstol ante el rey Agripa, y en la que se describe así la escena: «Yo dije: ¿Quién eres tú, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y ponte sobre tus pies; porque para esto me he aparecido a ti, para constituirte en servidor y testigo de lo que acabas de ver y de lo que aún te mostraré. Y te libraré de este pueblo y de las naciones a las cuales te voy a enviar a fin de que les abras los ojos y se conviertan de las tinieblas a la luz, y del dominio de Satán a Dios, y alcancen la remisión de sus pecados y la herencia entre los que han sido santificados por la fe en mí» (26,15-18). Esta gran desviación de nuestro primer relato no hay que atribuirlo solamente a la libertad literaria de san Lucas, sino que también se puede explicar como una exposición sintética del Apóstol, que en estos versículos resume todo lo que entonces le encargó Jesús resucitado.
 

2. CONVERSIÓN Y BAUTISMO (Hch/09/10-22).

a) Misión confiada a Ananías (9,10-12).

10 Había en Damasco un discípulo llamado Ananías al cual dijo el Señor en una visión: «Ananías» Él respondió: «Heme aquí, Señor.» 12 Y el Señor a él: «Anda y ve a la calle que llaman Recta, y busca en la casa de Judas a un tal Saulo de Tarso, que está en oración» 12 y ha visto [en visión] a un hombre llamado Ananías que entraba y le imponía las manos para que recobrara la vista.

También este texto tiene importancia para comprender a la Iglesia, y en general la acción de Dios en los hombres. Se hace patente el misterio del gobierno de Dios. Cristo glorificado fue el primero en comenzar la obra de la vocación, pero ahora confía a su Iglesia la ulterior ejecución. ¿Quiere Dios con esta su manera de proceder que se ponga en claro cuán importante es la mediación humana en la obra salvífica de la Iglesia? Este Ananías de Damasco fue el mediador para Saulo, aunque sólo fuera el mediador para la incorporación del que ha sido llamado a la comunidad de la Iglesia mediante el bautismo y la imposición de las manos. El relato que tenemos ante nosotros está configurado al modo de las historias de conversiones referidas por san Lucas. Cuando vemos la conversión del centurión Cornelio, encontraremos pormenores parecidos. En el segundo relato (22,11ss) encontramos esta escena libremente modificada, cuando se dice: «Pero como no veía a causa del resplandor de aquella luz, conducido de la mano por los que estaban conmigo, llegué hasta Damasco. Un tal Ananías, hombre piadoso según la ley, muy bien conceptuado por todos los habitantes judíos, vino a mí y, acercándose, me dijo: Hermano Saulo, recobra la vista. Y yo, en el mismo instante, la recobré y lo miré.»

En nuestro relato el suceso está descompuesto en sus distintas escenas. A Ananías se le dan órdenes precisas. Parece que ha estado ya bastante tiempo en Damasco. Lo mismo digamos de este desconocido Judas de «la calle que llaman Recta». No tenemos ningún indicio de las circunstancias particulares. Pero advertimos cómo la orden celestial desciende a pormenores para llevar a término la obra de la vocación. Por primera vez nos enteramos aquí del origen de Saulo, cuando se le designa como «Saulo de Tarso». Más tarde se confirmará este dato 79. Para Saulo ¿era Tarso más característico que Jerusalén, de donde él vino a Damasco? En la persona y en la obra del Apóstol sin duda tiene su significado que sea él oriundo de Tarso. También en esto quedan patentes los caminos de la gracia.

«Saulo de Tarso, que está en oración.» ¿Qué fin pretende esta observación? Da una ojeada discreta sobre la disposición psíquica del hombre conquistado por la gracia de Dios. Sin comer ni beber nada (9,9), sin poder ver nada con sus ojos corporales, permanece tres días en soledad y a oscuras para prepararse para lo que el Señor ha determinado para él. Es una escena conmovedora. Está en oración. Pablo también ha orado como judío. Sin duda también ha orado a Dios como perseguidor de los cristianos. ¿En qué consiste ahora su oración? No lo sabemos. Sin embargo, podemos adivinar que cuando Saulo ora, se lleva a cabo la maduración interna de un hombre, en cuya alma se ha grabado tan profundamente la figura resplandeciente que ha visto, que sólo puede balbucear suplicando a Dios que tenga piedad de él. Y pensamos con cuánta frecuencia y empeño hablará después en sus epístolas de la fuerza y necesidad de la oración. Saulo, en estos tres días de oscuridad, no careció de consuelo. Tuvo una visión. «Y ha visto a un hombre, llamado Ananías, que entraba y le imponía las manos para que recobrara la vista.» Este versículo resulta un poco raro dentro del contexto. No se ve ciertamente si este versículo todavía forma parte de las palabras que el Señor dirige a Ananias, o si es una noticia (que tiene consistencia por sí misma) complementaria del autor. Las dos soluciones son posibles. Si las palabras de este versículo las pronunció el Señor, se les podría dar el sentido de que Ananías debe animarse a ejecutar el encargo que le parece inconcebible, porque Saulo por medio de la visión ya está preparado para cumplir el encargo. Pero si se considera este versículo como una noticia dada por el autor, lo cual nos parece más probable, se daría a entender que ya en el momento de confiar el encargo a Ananías, Saulo fue preparado mediante una visión consoladora para lo que iba a ocurrir.
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79. En 9,30; 21 39; 22,3.
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b) Sentido de esta misión (Hch/09/13-16).

13 Respondió Ananías: «Señor, tengo oído de muchos sobre este hombre cuántos males ha causado a tus santos en Jerusalén. 14 Y aquí tiene autorización de los sumos sacerdotes para apresar a todos los que invocan tu nombre.» 15 Pero el Señor le dijo: «Ve, porque éste es mi instrumento escogido, para ser portador de mi nombre ante los gentiles y los reyes, y ante los hijos de Israel; 16 porque yo le mostraré cuántas cosas deberá padecer por mi nombre.»

Ananías tiene la sensación de que le encargan algo inaudito. Con su objeción se realza mucho más la obra de la gracia que debe efectuarse según la voluntad de Dios. Lo que parece incomprensible para la manera humana de pensar puede producirse por el amor y por la providencia divinas, que gobiernan con libertad El Apóstol es llamado sin ningún mérito, más aún, contra todo lo que podría hacer alusión a mérito alguno. Quien es llevado, como Saulo, en brazos de la magnanimidad de la divina misericordia, también está llamado y capacitado para anunciar la voluntad salvadora de Dios con tanta integridad y con un tal temple de conquistador, cual sólo lo percibimos en el mensaje de las cartas de san Pablo. La reputación que le había precedido en Damasco, hizo temblar a los cristianos de esta ciudad. Así lo notamos en las palabras de Ananías. Se llama santos a los discípulos de Jesús. También en 9,32 se habla de «los santos que habitaban en Lida». Con bastante frecuencia encontramos esta palabra en las cartas del Apóstol. Nosotros, que a menudo solamente vemos nuestro cristianismo según la diferenciación externa y la ordenación puramente jurídica, ¿somos todavía capaces de comprender lo que significa que a los cristianos se los llame santos? Con esta palabra se expresa lo que es esencial en el cristiano. Esta santidad de los cristianos se funda en el misterio de Jesús y en el hecho de haber sido bautizados en nombre de aquel a quien se adhieren en el sacramento. Por eso Ananías los llama «los que invocan tu nombre», y al oír esta frase recordamos las palabras de Joel, que se citan en la información sobre el día de pentecostés: «Todo el que invoque el nombre de Señor será salvo» (2,21).

Ananías conoce la dignidad de ser cristiano, conoce el misterio que envuelve a los «santos». Conoce a Saulo, el peor enemigo. ¿Cómo debe Ananías interpretar la orden que se le da? Una tensión alarmante agita su alma. La tensión entre el cálculo humano y la imposibilidad de prever el gobierno divino. Es y será propio de nuestra manera de ser que pensemos y calculemos como lo hizo Ananías. Con gran dificultad nos abrimos paso hacia lo que Pablo -a pesar de tener conciencia de ser conducido personalmente- dice en la carta a los Romanos: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones y qué inexplorables sus caminos! Pues ¿quién conoció el pensamiento de Dios? ¿O quién llegó a ser su consejero? ¿O quién le dio algo, de antemano, de suerte que haya de darle recompensa por ello? (Rom 11,33ss). El Señor informa a Ananías. Raras veces se habrá comunicado a una persona humana una notificación tan emocionante. «Este es mi instrumento escogido.» ¿Este Saulo? ¿El mismo que vino a Damasco «respirando amenazas y muerte»? ¿Qué clase de elección es ésta? Solamente podemos callar ante la libertad de Dios y la unicidad de su ser. «¡Pero hombre! ¿Y quién eres tú, para altercar con Dios?», dirá más tarde san Pablo en su epístola a los Romanos (Rom 9,20), y en sus cartas aludirá sin cesar a la elección que experimentó en sí mismo. Su mensaje de la gracia no es una teoría teológica, sino que lo ha vivido en sí mismo.

Saulo será «instrumento escogido». Así lo dice él en su carta a los Gálatas: «Cuando aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para que lo evangelizara entre los gentiles...» (Gál 1,15). No se elige a Saulo por causa de su persona, sino por causa de la salvación. Debe ser enviado del Señor. Debe ser testigo, como lo fueron los doce por encargo de Jesús resucitado (1,8). A los oyentes de la predicación de Saulo se les llama gentiles y reyes. Con estas palabras se alude a todo el mundo no judío, y sobre este particular los Hechos de los apóstoles nos informarán en seguida con datos concretos. Pero también los «hijos de Israel» percibirán el mensaje de Saulo, como san Lucas se esforzará por exponer de nuevo en todo su relato. Saulo llevará «mi nombre» ante todos ellos, es decir, Saulo transmitirá el mensaje de Cristo Jesús, que es un mensaje de salvación para todos los hombres, sin distinción de pueblo, ni de raza, ni de religión, que hayan tenido anteriormente.

En estas pocas palabras resplandece la obra universal de un solo hombre, la tarea en favor de la cual en adelante intervendrá Saulo con el mismo fervor con que hasta ahora ha perseguido a los que «invocan el nombre del Señor». El conocimiento de su misión universal permanecerá en él y no le dejará descansar, tal como lo vemos siempre en sus epístolas a manera de confesión conmovedora. Pablo alude a esta misión recibida en Damasco, cuando dice: «Pablo, esclavo de Jesucristo, apóstol por llamamiento divino, elegido para el Evangelio de Dios... de su Hijo... por quien hemos recibido la gracia del apostolado, para conseguir la gloria de su nombre, la obediencia a la fe entre todos los gentiles» (Rom 1,1ss). En la misma carta declara Pablo: «Yo me debo tanto a griegos como a bárbaros, a sabios como a ignorantes...» (Rom 1,14). Y hacia la conclusión de la epístola Pablo apoya sus palabras apostólicas con «la gracia que Dios me concedió; la de ser un ministro de Cristo Jesús con respecto a los gentiles, ejerciendo una función sacerdotal en servicio del Evangelio de Dios, de modo que los gentiles sean ofrenda aceptable, santificada por el Espíritu Santo» (Rom l5,15s).

Una frase sorprendente se añade a estas palabras del Señor a Ananías: «Porque yo le mostraré cuántas cosas deberá padecer por mi nombre.» Desde la hora de Damasco en adelante el sufrimiento por Cristo forma parte del camino del Apóstol. Así nos lo atestiguan los Hechos de los apóstoles, así lo confiesan sus cartas de un modo que causa verdadera emoción. Aquí se indica una ley de los discípulos de Cristo que se opone a nuestro sentimiento puramente humano. Cristo padeció los sufrimientos de la pasión. Tuvo que padecerlos, como se dice abiertamente en el Evangelio. «¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera esas cosas para entrar en su gloria?», dice Jesús resucitado a los dos discípulos en el camino de Emaús (Lc 24,26).

Jesús ha asignado a sus discípulos esta ley del sufrimiento: «Quien no toma su cruz y sigue tras de mí, no es digno de mí» (Mt 10,38). Los discípulos son llamados bienaventurados, si los hombres los odian por causa del Hijo del hombre (Lc 6,22). Y los apóstoles «salían gozosos de la presencia del sanedrín, porque habían sido dignos de padecer afrentas por el Nombre» (5,41). El sufrimiento por causa de Cristo forma parte del testimonio en favor de Cristo. Pero la gracia de este testimonio fue concedida a Saulo en notable medida a lo largo de su carrera. De ello encontramos en sus cartas emotivas confesiones. Léase solamente aquel resumen conmovedor de la segunda epístola a los Corintios, en la cual no sin una cierta amargura se encara con sus adversarios diciendo: «¿Son servidores de Cristo? Lo diré como delirando: ¡Mucho más lo soy yo! Más, en trabajos; más, en cárceles; muchísimo más, en palizas y, frecuentemente, en peligros de muerte. De los judíos recibí cinco veces cuarenta azotes menos uno. Tres apaleado, una fui apedreado; tres, naufragué: pasé un día y una noche en medio del mar...» (2Cor 11,23ss). Se tendría que seguir leyendo y añadir otros pasajes para darse cuenta de la gravedad y del profundo sentido de esta frase con la que el Señor anuncia y apoya con razones la elección de su «instrumento». Sobre todo tendría que procurarse meditar también la profunda teología del sufrimiento, que se expresa en la carta a los Colosenses con las siguientes palabras: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y voy completando en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en pro de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).

c) Curación y bautismo (Hch/09/17-19a).

17 Partió, pues, Ananías y entró en la casa, le impuso las manos y le dijo: Hermano Saulo, el Señor, ese Jesús que se te apareció en el camino por el que venías, me ha enviado para que recobres la vista y seas henchido del Espíritu Santo. 18 Y al instante cayeron de sus ojos como unas escamas, recobró la vista y fue bautizado, 19a Tomó alimento y recuperó sus fuerzas.

Ananías cumple la orden del Señor. Lo hizo -así podemos suponerlo- maravillándose de los caminos de la gracia. Saulo durante tres días tuvo que esperar que llegara la hora (9,9). ¿Qué pudo pasar en estos días en su alma? Sus ojos todavía no eran capaces de ver y no quiso comer ni beber. Pero los días estaban iluminados por una luz interior. «Saulo de Tarso, que está en oración», dijo el Señor a Ananías. Y lo que se indica en el versículo 12 nos deja adivinar que incluso en la oscuridad de estos días no estuvo sin consuelo. La visión le había dicho que alguien vendría para dar la lumbre a sus ojos.

Más tarde, en su carta a los Gálatas, Pablo impugnó que le hubiera sido comunicado o transmitido de algún modo por hombres el Evangelio que él proclamaba. Yo no fui corriendo a consultar con la carne y la sangre, dice el Apóstol, después de haber hablado antes claramente en el mismo versículo de la hora de Damasco (Gál 1,16). Nuestro relato no se opone a esta declaración de la epístola a los Gálatas. Lo que hizo Ananías no contradice el hecho de que el Apóstol sabe que ha sido llamado inmediatamente por Jesucristo y por Dios (Gál 1,1), y que recibió su Evangelio mediante una revelación personal (Gál 1,12). Ananías solamente debía ser medianero en la curación y bautismo de Saulo. También Saulo experimentó esta mediación, lo cual para nosotros es otra vez una señal del orden visible, al que Cristo ha vinculado la tarea salvadora de la Iglesia.

«Hermano Saulo», así se dirige Ananías al hasta entonces temido perseguidor de los cristianos. Ananías usa la forma hebrea del nombre, o sea, la forma que Saulo también oyó de labios del Señor cerca de Damasco. Ananías tiene cuidado en recordar al Señor que se apareció en el camino hacia Damasco. Todo esto era para Saulo una señal de que tenía ante sí a un mandatario del Señor, un hombre enterado, un iniciado. Ananías con su misión medianera puede traer a Saulo la curación de la ceguera y puede traerle el Espíritu Santo, como don del Señor. Y «recobró la vista». ¿Había sido real esta ceguera? Sin duda, aunque no está a nuestro alcance dar una explicación médica. Pero esta ceguera al mismo tiempo era un símbolo. Un símbolo de la noche precedente, en la que Saulo se movía. Ahora Saulo puede contemplar una nueva luz. Esta nueva visión también es una alegoría. A la luz de los ojos otra vez obtenida sobreviene la iluminación del espíritu, sobreviene aquella contemplación del misterio de Jesús, que nos dan a conocer las cartas de san Pablo de una manera inigualada. Pensemos en aquellas magníficas palabras de la segunda epístola a los Corintios: «Nosotros todos, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, su imagen misma, nos vamos transfigurando de gloria en gloria, como por la acción del Señor, que es Espíritu» (2Cor 3,18).

«Recobró la vista y fue bautizado.» El bautismo de Saulo fue el bautismo en el nombre de aquel a quien tres días antes Saulo aún perseguía «respirando amenazas y muerte». Ahora Saulo, confesando a Cristo en el bautismo, invocó el nombre, contra el cual él había pensado, como dijo ante la presencia de Agripa, «que debía hacer todo lo posible» (26,9). Un nuevo hombre surgió del agua. «Tomó alimento y recuperó sus fuerzas.» Eso no solamente puede decirse de su cuerpo. También se alude a las fuerzas del espíritu, porque desde entonces el Espíritu Santo se hizo cargo de él para siempre.

3. PRIMERAS ACTIVIDADES Y SUFRIMIENTOS (9,19b-30).

a) Predicación en Damasco (Hch/09/19b-22).

19b Estuvo con los discípulos en Damasco algunos días, 20 y en seguida predicaba en las sinagogas a Jesús, diciendo que éste era el Hijo de Dios. 21 y se maravillaban todos los que le escuchaban y decían: «Pero ¿no es éste el que maltrataba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y no había venido aquí expresamente a lo mismo, para llevárselos presos ante los sumos sacerdotes?» 22 Pero Saulo se sentía cada vez más fuerte y confundía a los judíos que habitaban en Damasco demostrándoles que aquél era el Mesías.

Ante nosotros tenemos al auténtico Pablo. Tal como lo conocemos por sus cartas. Un hombre de un afán insaciable de heroísmo, estimulado por la ardiente voluntad de hacer lo que ha reconocido como su tarea. Como perseguidor de la Iglesia no se cansaba de viajar. Así ahora el nuevo conocimiento que ha adquirido en el encuentro con el Señor exaltado, le impulsa incesantemente a emprender viajes para predicar a Cristo. Quien compare con este texto los datos que la epístola a los Gálatas da sobre el tiempo, puede descubrir muchas dificultades, si quiere armonizar ambos relatos. En la carta a los Gálatas nos enteramos de que el apóstol después de lo que le sucedió en Damasco, no fue corriendo a consultar con la carne y la sangre, ni acudió a Jerusalén, a los apóstoles que le habían precedido; sino que se fue a Arabia y después volvió nuevamente a Damasco (Gál 1,16s).

Al observar minucioso la dificultad no le parece tan grande como se cree con frecuencia. Como dice la carta, Pablo volvió nuevamente a Damasco, lo cual nos indica que antes de ir a Arabia, había estado en Damasco, por motivos relacionados con su vocación. San Lucas en su exposición compendiosa ha omitido la permanencia en Arabia, pero tampoco es seguro que la haya excluido. A san Lucas le importaba mostrar cómo Saulo pasó sin demora de ser perseguidor a ser pregonero. En Arabia, probablemente en los territorios situados al este de Damasco, Saulo también debió actuar como mensajero de la fe. Y lo hizo así, como también parece expresar nuestro texto, por la conciencia de haber sido nombrado inmediatamente por el Señor para su servicio.

Comprendemos la confusión y aturdimiento, que provocó su actuación en Damasco. Ellos sabían que Saulo había venido con facultades recibidas del sumo sacerdote. Él quería y debía detener a todos los que «invocan tu nombre». Y ahora Saulo se presenta en las sinagogas y da testimonio en favor de este nombre.

«Jesús... era el Hijo de Dios.» «Jesús... era el Mesías.» Así habla Saulo a los judíos que escuchan aturdidos. ¿Comprendemos la confusión? Comprendemos que los judíos no tardarán mucho en alzarse indignados y en procurar precaver con los medios más extremos el peligro que les amenazaba. No fue la única vez que se mostró al Apóstol por parte de los judíos cuántas cosas debía padecer por el nombre de Cristo (9,16).

b) Huida de Damasco (Hch/09/23-25).

23 Pasados bastantes días, decidieron los judíos quitárselo de en medio. 24 Pero llegó su propósito a conocimiento de Saulo. Tenían incluso vigiladas las puertas día y noche para matarlo. 25 Tomáronlo, pues, sus discípulos una noche y lo bajaron por el muro, descolgándolo en una espuerta.

Aún estamos en la época judeocristiana de la Iglesia. Toda la resistencia con que tropieza la Iglesia, todas las persecuciones contra ella provienen de los judíos. Esto lo sabía Saulo demasiado bien. Ahora tiene que experimentar en sí mismo «cuantos males ha causado a tus santos» (9,13). Le amenaza lo mismo que ocurrió a Esteban. El que entonces guardaba los vestidos de los apedreadores, ahora tiene peligro de venir a ser su víctima. ¡Cuán a menudo los Hechos de los apóstoles en sus informes sobre la actuación del Apóstol tendrán que hablar de tales situaciones! Pero siempre estará en vigor lo que en la hora de Damasco el mismo Señor dijo a Saulo: «Yo te libraré de tu pueblo y de las naciones a las cuales te voy a enviar» (26,17).

«Llegó su propósito a conocimiento de Saulo.» Los «discípulos», es decir, los judeocristianos de Damasco, se encargan de la seguridad de Saulo. Por tanto los mismos a quienes Saulo había venido a detener a Damasco. Tiene lugar una escena memorable. Se podría designar como extravagancia de la historia, si no fuera todo tan conmovedor y serio. El antiguo perseguidor se debió dar cuenta, con toda claridad, de cuán miserablemente ha de terminar todo lo que emprenden los hombres, si se dirige contra los designios de Dios. En la oscuridad de la noche la espuerta baja oscilante por el muro de la ciudad de Damasco. Saulo se acuclilla en la espuerta. Acosado exterior e interiormente, emprende el camino de regreso, abandonado por la protección humana, pero entregado a la gracia del Señor, que le llamó y a quien se confiará de aquí en adelante. «Te basta mi gracia -le dirá después el Señor-; pues mi poder se manifiesta en la flaqueza» (2Cor 12,9).

Esta huida por el muro no es un rasgo compasivo de una leyenda piadosa, como lo atestigua el Apóstol en la misma carta a los Corintios, cuando evoca el recuerdo imborrable de aquella huida diciendo: «En Damasco, el gobernador del rey Aretas tenía puestos guardias en la ciudad de Damasco para prenderme, y, por una ventana, a través del muro, fui descolgado metido en una cesta y escapé de sus manos» (2Cor 11,32s). Esta narración se refiere inmediatamente después de las siguientes palabras: «Si hay que presumir, presumiré de mi debilidad. El Dios y Padre del Señor Jesús -el que es bendito por los siglos- sabe bien que no miento» (2Cor 11,30s).
 

c) Encuentro con la comunidad madre (Hch/09/26-30).

26 Llegado a Jerusalén, intentaba juntarse a los discípulos; pero todos le temían, no creyendo que fuese discípulo. 27 Bernabé, sin embargo, lo tomó consigo, lo condujo a los apóstoles y les explicó de qué manera había visto en el camino al Señor, el cual le habló, y cómo en Damasco había actuado con valentía en el nombre de Jesús. 28 Desde entonces entraba y salía con ellos en Jerusalén actuando con valentía en el nombre del Señor. 29 Hablaba también y discutía con los helenistas, los cuales intentaban matarlo. 30 Enterados de esto los hermanos, lo condujeron a Cesarea y lo remitieron a Tarso.

Puede tener diferentes motivos que Saulo al huir de Damasco se dirigiera a Jerusalén. Al fin y al cabo lo decisivo era el deseo de ponerse en contacto con la comunidad madre y con sus jefes, los apóstoles. Había un riesgo personal en comparecer en Jerusalén, siendo así que los judíos de Damasco ya lo quisieron matar. Sabía las dificultades que le aguardaban por ambas partes: por parte de los cristianos a quienes él antes persiguió tan encarnizadamente, y por parte de los judíos que le tratarían como traidor y renegado. No obstante Saulo fue a Jerusalén. Lo hizo teniendo conciencia de su misión. Era el Señor quien le había llamado. Con todo a pesar de conocer muy bien el carácter inmediato de su vocación, no pasa por alto la coordinación con la colectividad de la Iglesia. Saulo tenía marcado de una forma perceptible el cuño de un tesón y de una responsabilidad de sí mismo, pero conoce el profundo sentido y el derecho no sólo en general de la Iglesia fundada por Cristo, sino también de su autoridad.

Esta situación de Saulo se expresa en esta su primera visita a Jerusalén. Y quien lea la carta a los Gálatas, lo llega a conocer todavía con mayor claridad. En esta epístola escribe san Pablo: «Posteriormente, pasados tres años, subí a Jerusalén para visitar a Cefas y me quedé quince días con él. Pero no vi a ningún apóstol; solamente vi a Santiago, hermano del Señor» (Gál 1,18s). La compaginación de los dos relatos crea dificultades. Se tiende a seguir en primer lugar lo que Pablo dice de sí mismo en la carta a los Gálatas, aunque se admite que Pablo expone con cierto ardor lo que le parece importante y decisivo para sus lectores.

Dejemos aparte la explicación exegética del problema -que también existe para las otras visitas a Jerusalén- y consideremos el hecho, a todas luces incontestable, de que el antiguo adversario y enemigo se esfuerza por sentir con los que dirigen la Iglesia. Pablo no procedió así como simple discípulo de Cristo, sino como mandatario, como representante del Señor, a cuyo servicio trabaja hace ya tres años desde su conversión. Porque suponemos que la estancia en Arabia, mencionada en la epístola a los Gálatas (Gál 1,17) se dedicó a la predicación, del mismo modo que los días que pasó en Damasco. No por ello hay que considerar disparatado el pensamiento de que Pablo fue a Arabia para retirarse a la soledad y prepararse interiormente para la tarea que se le había asignado. Pero no podemos imaginarnos que un hombre dotado de las aptitudes de Saulo viviera dedicado solamente a la meditación durante un periodo prolongado de tiempo. Incluso la carta a los Gálatas supone una actuación inmediata del que había recibido la vocación de apóstol, cuando se dice con respecto al tiempo de los tres primeros años: «Y era personalmente desconocido a las Iglesias cristianas de Judea. Allí solamente se oía decir: Aquel que en otro tiempo nos perseguía, ahora predica la fe que entonces pretendía destruir» (Gál 1,22s).

Nuestro texto dice que Pablo en su primera visita a Jerusalén pretendía ponerse en contacto con los apóstoles: «Bernabé lo tomó consigo, lo condujo a los apóstoles y les explicó de qué manera vio en el camino al Señor, el cual le habló, y cómo en Damasco había actuado con valentía en el nombre de Jesús.» Y si añadimos un dato de la epístola a los Gálatas, o sea que Pablo quería visitar a Pedro, notamos con especial interés cómo este hombre (de cuya manera de ser era propia la disposición a la independencia y a la autodeterminación, y que en cierto modo encontró el camino hacia Cristo por sí solo) procuró incorporarse a la ordenación visible de la Iglesia. Y cuando Pablo en su carta hace resaltar adrede a Pedro, no se puede pasar por alto que Pablo se reconoce el rango especial de Pedro en la Iglesia y quiere acatarlo. Aunque esta misma epístola a los Gálatas nos cuente un episodio memorable de Antioquía, en el que Pablo se encaró audaz y abiertamente con Pedro, y le pidió explicaciones (Gál 2, 11ss); sin embargo, esta actitud de Pablo no se contradice con el reconocimiento de la autoridad de Pedro. De aquí solamente deducimos la valentía con que se entrevistaban los hombres de la Iglesia, desembarazados de una distancia ceremoniosa y de una sumisión servil.

Fue Bernabé quien medió en favor del recién venido de Damasco. Ya antes hemos tenido noticias de Bernabé (4,36s). Es uno de los personajes de la primitiva Iglesia, que suscitan especial interés. Ya dijimos que podemos opinar que Bernabé también tuvo un prestigio personal para Lucas. Bernabé pasó a ser el buen amigo de Saulo. En él vemos de qué forma tan significativa Dios en la ejecución de sus planes toma la relación de hombre a hombre. «¿Qué hubiese sido Pablo sin Bernabé?», podríamos preguntar, especialmente cuando veamos cómo Bernabé más tarde en Antioquía llama a Saulo (a quien casi se había olvidado) para un trabajo común (11,25s), y se lo lleva como compañero en el primer viaje misional de largo trayecto. Pudo ser doloroso para ambos amigos que cuando habían de salir para el segundo viaje misional (15,36ss), no pudieran ponerse de acuerdo acerca de si debían llevar consigo a Juan Marcos, el primo de Bernabé, y que provisionalmente incluso emprendieran caminos distintos.

Saulo no pudo disfrutar mucho tiempo del trato con la comunidad madre. Las relaciones eran tirantes. El temperamento de Saulo era demasiado brusco y fogoso. Saulo creyó que tenía que ganarse la voluntad de sus antiguos amigos, los judíos helenistas, en favor de su mensaje. Estos mismos fueron quienes no pudieron soportar a Esteban. Amenazaron a Saulo con darle el mismo fin que a Esteban. Los «hermanos», es decir, los cristianos y entre ellos sobre todo los apóstoles, cuidaron de que Saulo quedara a salvo. Lo llevaron a la ciudad marítima de Cesarea, y allí lo embarcaron hacia Tarso, su ciudad natal. Saulo de nuevo está en fuga. De nuevo lo salvaron aquellos a quienes él antes había anunciado la muerte y la destrucción. Saulo de nuevo experimenta aquello a lo que aludía el Señor, cuando dijo a Ananías: «Yo le mostraré cuantas cosas deberá padecer por mi nombre.»

III. ACTUACIÓN DE PEDRO (9,31-11,18).

1. EN LIDA Y JOPA (Hch/09/31-43).

a) Ojeada a la Iglesia (9,31).

31 La Iglesia, en tanto, gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaria, edificándose y caminando en el temor del Señor, y crecía con la consolación del Espíritu Santo.

Saulo se retira del territorio de Palestina, en el que ha provocado tanta agitación. «Después fui a las regiones de Siria y de Cilicia», escribe en la carta a los Gálatas (Gál 1,21), sin indicar el motivo por el cual salió tan rápidamente de Jerusalén. No se sabe cómo transcurrieron los años siguientes. En primer lugar tuvo sosiego el que estaba agitado. Y también hubo sosiego en la nación judía. Se concede a la Iglesia un tiempo de paz. Se tiene cuidado en nombrar las tres regiones de Palestina. Observemos con atención cómo en este versículo la palabra «Iglesia» se refiere a toda la Iglesia, mientras que de ordinario en los Hechos de los apóstoles con la misma palabra (ekklesia) se designa una comunidad en particular. San Lucas, siguiendo su manera preferida de narrar, también aquí da una visión sintética de la situación de la Iglesia antes de empezar la historia particular. «Edificándose.» A la propagación externa sigue la consolidación y arraigamiento de la vida interna de la comunidad formada. Aún estamos en la etapa inicial de la Iglesia, en el tiempo en que se trabajaba en la misión dirigida a los judíos. Con todo, la evolución instaba por sí misma a que la proclamación apostólica atravesase la barrera e hiciese penetrar el mensaje en el ámbito no judío. Como pronto veremos, a Pedro en representación de toda la Iglesia se le mostrará y abrirá el camino para empezar la misión entre los gentiles. En todos los esfuerzos humanos de que nos informan los Hechos de los apóstoles, siempre es el Espíritu Santo el que llena y dirige a la Iglesia. Así también lo indica nuestro breve relato, cuando al final observa: «Y (la Iglesia) crecía con la consolación del Espíritu Santo.»

b) Curación de enfermos en Lida (9,32-35).

32 Pedro, que andaba por todas partes, llegó hasta los fieles que habitaban en Lida. 33 Encontró allí a un hombre llamado Eneas, que desde ocho años atrás yacía en una camilla, porque estaba paralítico. 34 Y le dijo Pedro: «Eneas, el Señor Jesús te va a curar; levántate y hazte tú mismo la cama.» Y al momento se levantó. 35 Y lo vieron todos los habitantes de Lida y Sarón, los cuales se convirtieron al Señor.

Siguen sin interrupción tres narraciones transcendentales, cuyo protagonista es Pedro. En ellas hay una perceptible gradación, de acuerdo con el asunto tratado y también con la envergadura del tema. Según la manera de exponer de san Lucas en estas tres narraciones se pueden ver correspondencias con similares acontecimientos en la actuación de Jesús y también con historias parecidas de Pablo. Sin embargo estas tres narraciones, a pesar de todas sus semejanzas literarias, tienen su propia significación y caracterizan claramente el aspecto y la ruta de la evolución de la Iglesia. También vemos en la persona de Pedro la autoridad de la comunidad jerosolimitana, cuyo prestigio se funda en los apóstoles. Aunque no se deba transferir sin más ni más a los primeros tiempos de la Iglesia el posterior estado de cosas, pero es difícil sustraerse a la impresión de que este viaje de Pedro «por todas partes» es presentado como una especie de visita pastoral que, al mismo tiempo, quiere también estar al servicio del trabajo misionero. El apóstol debió visitar varios lugares, pero por razones prácticas y literarias san Lucas escogió estas tres estaciones. El texto no dice nada sobre el motivo inmediato del viaje. Aunque se debiera suponer que también esta vez (como en 8,14) el apóstol fue enviado por la comunidad, esta suposición en nada perjudicaría el rango especial, que le otorgan claramente los apóstoles. Se puede notar que Pedro esta vez hace el viaje solo, sin que le acompañe Juan.

Se puede comparar, incluso en los pormenores, la curación del paralítico Eneas con el milagro que se obró en el cojo de nacimiento ante la «puerta del templo llamada Preciosa» (3,1ss). Las dos historias coinciden en sus líneas esenciales. Pero tampoco hay que pasar por alto ciertas importantes diferencias, que se muestran especialmente en las palabras del apóstol al enfermo. En la curación del cojo de nacimiento, dijo Pedro: «En el nombre de Jesucristo de Nazaret, anda.» Esta vez Pedro sana al paralítico diciendo: «Eneas, el Señor Jesús te va a curar.» En estas palabras la persona humana todavía queda más postergada a segundo término con respecto a la fuerza curativa del Señor presente en el apóstol. Y de nuevo se pone el milagro como señal manifestadora al servicio del testimonio del mensaje de salvación en Cristo. En este acontecimiento los hombres experimentan la proximidad de un poder superior, y se percatan de la verdad de las palabras, que les anuncia el apóstol.

c) Resurrección de un muerto en Jopa (9,36-43)

Esta narración, dentro de su marco literario, forma parte de la historia de Pedro. Su rango, su prestigio, su poder de obrar milagros se hacen todavía más patentes que en la precedente curación del enfermo Eneas. La resurrección de un muerto no es simplemente explicable suponiendo (como las curaciones de enfermos) que obró una fuerza de sugestión. La resurrección queda fuera del dominio de toda capacidad humana Eso lo sabe Pedro. Su conducta recuerda al profeta Elías, que llevó al hijo muerto de la viuda de Sarepta a la habitación de arriba, y allí orando le hizo volver a la vida (lRe 17,17ss). Y de Eliseo se nos relata un caso parecido (2Re 4,32ss). No hay que ignorar que en la forma de nuestra narración se muestra cierta semejanza con estos relatos del Antiguo Testamento. Con todo, este hecho no nos permite impugnar la verdad del milagro de Pedro, aunque sea posible que el suceso obtuviera su forma porque se tuviese la mirada puesta en estas narraciones del Antiguo Testamento o en otras historias de milagros.

36 En Jopa había una discípula de nombre Tabitá, que traducido significa «Gacela». Estaba llena de buenas obras y de limosnas que hacía. 37 Sucedió, pues, por aquellos días que enfermó y murió. Una vez lavada, la colocaron en la habitación de arriba. 38 Dada la proximidad entre Lida y Jopa, y habiendo oído los discípulos que Pedro estaba en aquella ciudad, le enviaron dos hombres con ese ruego: «No tardes en venir hasta nosotros.» 39 Pedro al punto se fue con ellos. Llegado, le hicieron subir a la habitación de arriba y se le presentaron todas las viudas, llorando y mostrándole las túnicas y mantos que les había hecho Gacela mientras estaba con ellas. 40 Pedro hizo salir fuera a todos. Luego, puesto de rodillas, oró y vuelto al cadáver, dijo: Tabitá, levántate. Ella abrió sus ojos y viendo a Pedro, se incorporó. 41 Dándole éste la mano, la levantó; llamó a los santos y a las viudas y se la presentó viva. 42 La cosa fue notoria en toda Jopa, y muchos creyeron en el Señor. 43 Y permaneció bastantes días en Jopa, en casa de un tal Simón, curtidor.

Pedro sabe que no tiene facultad para devolver la vida a los muertos por su propia virtud. Conoce, en cambio, la omnipotencia de Dios. Y de ella impetra el milagro orando de rodillas. Conociendo la proximidad eficiente de Dios puede decir: «Tabitá, levántate.» Aquí tampoco se nos concede hacer muchas explicaciones ni alegar muchas pruebas. De nuevo tenemos ante nosotros un misterio. Es el Señor, que está presente en su Iglesia. No sin razón el texto occidental, que es más extenso, ha dado a las palabras de Pedro la siguiente forma: «Levántate en el nombre de nuestro Señor Jesús.» Se nos recuerdan aquellas palabras que dijo Jesús a sus apóstoles en su plática de despedida: «De verdad os aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores las hará; porque yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,12s). Solamente teniendo en cuenta esta revelación podemos rendirnos a la verdad de la narración de un milagro como el nuestro contra cualesquiera objeciones.

En Tabitá se nos traza una de las figuras más nobles de mujer en los primeros tiempos de la Iglesia. «Estaba llena de buenas obras y de limosnas que hacía.» Las «túnicas y mantos» que había hecho para los pobres, nos muestran que Tabitá era una de aquellas mujeres que saben unir de una forma agradable la piedad y la disposición a prestar ayuda práctica. No hace al caso si hay que considerarla como «diaconisa» oficialmente reconocida, como por ejemplo la diaconisa Febe de la Iglesia de Céncreas (Rom 16,1), o si ejerció la actividad de su vida de forma enteramente personal. Por los escritos del Nuevo Testamento sabemos cuán estrechamente se enlaza con la formación de la Iglesia la figura de las mujeres que ayudan y atienden, tanto si pensamos en las mujeres que acompañaban a Jesús, como las describe con esmero san Lucas (Lc 8,2s), como si pensamos en las mujeres que se nombran en los Hechos de los apóstoles y en las cartas de san Pablo. Léase tan sólo el cap. 16 de la epístola a los Romanos, en que se habla de Febe, Priscila, María, Trifena, Trifosa, Pérsida, Julia, para ver con qué gratitud san Pablo nombra también a estas mujeres, para recordar su ejemplo y su servicio en la propagación del Evangelio. En la conclusión de esta historia se dice que Pedro permaneció bastantes días en Jopa, en casa de un tal Simón, curtidor. Se da esta noticia sobre todo por causa de la historia que sigue a continuación (10,6). Al mismo tiempo se patentiza también cuán afortunada fue la actuación del apóstol en Jopa, en lo cual de nuevo aparece la importancia del milagro como testimonio en favor del Evangelio. Puede haber también una especial intención en el hecho de que asimismo se nombre el oficio manual de Simón, que hospedaba en su casa a Pedro. Sabemos que la profesión de curtidor era considerada por los doctores de la ley como impura y que no era apreciada. El hecho de que Pedro residiera en casa de un curtidor puede ser una señal de que se siente libre de la estrechez farisaica, y así ya está preparado para la orden transcendental que ha de recibir en el relato siguiente.