CAPÍTULO 6


Parte segunda

DESARROLLO DE LA IGLESIA: DE JERUSALÉN A ANTIOQUÍA 6,1-12,25


ELECCIÓN DE LOS SIETE

Ya hemos intentado en la introducción exponer y apoyar con razones que en el cap. 6 empieza una nueva sección en la estructura de los Hechos de los apóstoles. Por eso la frase final del capítulo precedente nos produjo el efecto de una noticia concluyente, con la que se acabó el relato de la formación de la primera comunidad. Tuvimos ante nosotros el tiempo del principio. Es el tiempo en que los discípulos de Jesús vivían principalmente dentro del recinto de Jerusalén, guiados y atendidos por los doce apóstoles, cuyo jefe y portavoz era Pedro.

Empieza una nueva época. Crece el número de los creyentes. Con este número crece la responsabilidad y solicitud de los doce. Aparecen tensiones que humanamente son comprensibles. Los apóstoles precaven el peligro. Buscan ayudantes y colaboradores para el servicio de la comunidad. Así empieza una memorable evolución. La Iglesia penetra en el tiempo y en el espacio de la historia. En la misión que se confió a la Iglesia para «todos los pueblos» (Mt 28,19) y en su testimonio «hasta los confines de la tierra» (1,8) se funda que la Iglesia siga desarrollando su misión y su poder, y también comunique a otros su oficio, que viene de Cristo. Un organismo tal como lo presenta la Iglesia, lleva en sí los gérmenes del crecimiento a través de los siglos. Siempre se mostrará esta ley de la constante renovación, mientras exista la Iglesia entre los hombres y quiera servir a los hombres. Siete hombres se ponen junto a los doce. Son hombres a quienes se les ha encargado oficialmente una misión. Nos enteramos de su celo y de su prontitud para el mensaje de salvación. Cumplen su oficio con santo fervor. Impulsan a los hombres a decidirse. Surge la hostilidad y sobreviene la persecución. Es la primera persecución contra los cristianos, la cual reclama el primer martirio en el pleno sentido de la palabra y dispersa una gran parte de la comunidad por el país. Los dispersados actúan como testigos y pregoneros en todo el país. Este pensamiento une en un conjunto los distintos fragmentos de los capítulos 6-12, aunque procedan de distintas tradiciones. Desde Jerusalén, el primer punto central de la Iglesia judeocristiana, el mensaje recorre el país de los judíos en Palestina, y hace surgir en Antioquía de Siria un nuevo centro de misión al fundar la primera comunidad etnicocristiana.

I. LOS «SIETE» (6,1-8,40).

1. ELECCIÓN Y ENCARGO (Hch/06/01-07).

1 Por aquellos días, habiendo aumentado el número de los discípulos, hubo murmuración de los helenistas contra los hebreos, porque eran desatendidas sus viudas en la asistencia cotidiana. 2 Convocaron, pues, los doce la asamblea de los discípulos y les dijeron: No está bien que nosotros abandonemos la palabra de Dios para servir a las mesas. 3 Hermanos, buscad de entre vosotros siete hombres de buena reputación, llenos de espíritu y de sabiduría, a los cuales pondremos al frente de este menester. 4 Nosotros, en cambio, nos consagraremos a la oración y al ministerio de la palabra.

El principio de una nueva sección se indica con el giro «por aquellos días» y por el hecho de designar a los fieles tal como no se les había designado hasta ahora, es decir, como «discípulos». También la imagen de la comunidad aparece más movida que hasta ahora, y con tensiones. Todavía estamos en la época inicial judeocristiana de la Iglesia. Esta todavía vive en estrecha solidaridad con el judaísmo no cristiano. Pero aparece muy claro en nuestro relato que la Iglesia al mismo tiempo reúne a los fieles por sí misma y los cuida. Porque la dificultad, de la que se habla, crece en el ámbito propio de la comunidad cristiana. Da motivo para ello el cuidado caritativo de los necesitados. Así tenemos que interpretar la expresión de la «asistencia cotidiana» en 6,1 y la alusión a las «viudas». Ya desde los días de Jesús la caridad forma parte de la obra de los discípulos, de la esencia y de la misión de la Iglesia. Porque el mandamiento fundamental del amor fraterno logra su expresión visible en la caridad. Pero el cumplimiento del encargo de la caridad tropezará de suyo con el egoísmo y la rivalidad de los hombres. ¿Dónde está la persona o la institución que no tienen que experimentar, con su leal saber y querer, que difícilmente se pueden apreciar en lo justo todos los deseos y expectativas? Los pobres pueden llegar a ser susceptibles y con facilidad pueden ser exigentes. Especialmente cuando el cálculo envidioso se une con la sensibilidad de grupos, que ya de suyo están entre sí en relaciones tensas.

Así parece haber sucedido en la comunidad de Jerusalén. Tenemos noticia de los helenistas y de los hebreos. Ambos grupos son israelitas. Pero el lenguaje y la forma de vida los diferencian. En fin de cuentas con la palabra «helenistas» se alude a los judíos que se formaron con una estrecha vinculación a la cultura helenística. Ya sea que procedieran de la diáspora judía diseminada por todo el mundo mediterráneo, ya sea que vivieran en aquellos territorios de Palestina o alrededor de Palestina en los cuales, desde la expansión de la cultura helenística bajo Alejandro Magno, predominaban la lengua griega y la manera de vivir de los griegos. Eran helenistas Bernabé, que, según 4,36, era natural de Chipre, y también Saulo o Pablo de Tarso de Cilicia, aunque la pertenencia a un grupo determinado no parece haberse regulado solamente por el lenguaje y el origen. Sin embargo, no sin razón la voz de Jesús habló a Saulo en el acontecimiento de Damasco «en lengua hebrea» (26,14).

Al fin y al cabo con la palabra hebreos se alude a los judíos del país que hablaban «hebreo», es decir (de acuerdo con la evolución de las cosas) arameo, y que probablemente al principio formaban el grupo principal en la comunidad judeocristiana de la Iglesia. Se tiene la impresión de que era propia de estos «hebreos» una vinculación más fuerte a la tradición judía, de tal forma que se les puede considerar como la dirección más conservadora ante la manera progresiva y sensible de los helenistas, que en breve tiempo fueron los que dirigían y determinaban en la comunidad. Para nosotros tales observaciones son instructivas en el cuadro de la Iglesia naciente. Nos muestran cómo la Iglesia está metida en las tensiones que resultan de las diferencias entre los hombres y entre los grupos humanos, y que impulsan siempre a la Iglesia a no arraigarse en la índole de un grupo y a no volverse rígida en ella.

Los apóstoles descubrieron la dificultad, pero también se dieron cuenta de las limitaciones de sus propias posibilidades. Parece que hasta entonces desempeñaron personalmente el servicio caritativo de cuidar de los pobres. Pero notaron, cada vez más, las tensiones a que se llegó, al realizar su propia misión, por el esfuerzo activo que requerían tales tareas. La verdadera y esencial misión de los apóstoles está descrita claramente en nuestro texto. «No está bien que nosotros abandonemos la palabra de Dios», dicen en primer lugar los apóstoles. Y poco después describen lo que es esencial de su vocación, cuando explican lo que van a hacer: «Nosotros, en cambio, nos consagraremos a la oración y al ministerio de la palabra.» Ciertamente no menosprecian las obras de caridad, pero conocen el distinto rango de las obligaciones, el sentido más indicado de la misión que recibieron del Señor resucitado.

La palabra de Dios les está confiada a ellos. Es una carga y responsabilidad santas. «Seréis testigos míos» (1,8): este testamento del Señor no es echado al olvido. «¡Y ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (lCor 9,16). Y en la misma epístola hace ver hasta dónde llega esta prioridad de anunciar el Evangelio: «No me envió (Cristo) a bautizar, sino a evangelizar» (lCor 1,17). Del «ministerio de la palabra» forma parte, como tarea igualmente importante de los apóstoles, la oración. Con esta palabra no se alude solamente a la plegaria personal, como Jesús la ha vivido durante su vida mortal y la ha encarecido con insistencia a sus discípulos51, sino también y sobre todo al ministerio de la oración en la comunidad y con la comunidad. La proclamación de la palabra de Dios y la plegaria litúrgica están, pues, ante los apóstoles como la tarea esencial, y estimulan a desembarazarse de todo lo que podría oponerse al pleno cumplimiento de esta vocación suya.

En las palabras de los apóstoles se da una seria orientación, un orden para toda clase de servicios sacerdotales y eclesiásticos. ¡Cuán fácilmente se cubre lo que es esencial en este servicio y se tapa con cosas de segunda o de última categoría! Es cierto que cada una de las situaciones no es igual a las otras. No siempre será fácil ver y salvaguardar lo que es esencial, cuando nos instan las cuestiones y las exigencias de la vida de cada día, así como las opiniones y los proyectos. Eso también lo vemos en Pablo, cuando trabajaba haciendo «tiendas de campaña» (18,3), para ganarse la manutención para sí y para sus compañeros (20,33s). Y cuando habla de «lo que pesa sobre mí cada día» y de la «preocupación por todas las Iglesias» (2Cor 11,28), también indica las múltiples cosas que podían preocuparle.

Cuando los apóstoles se esfuerzan por conseguir lo principal, no pasan por alto la realización de las obras de caridad. Quieren tener colaboradores y ayudantes. Ello era una conclusión de importancia decisiva. Juntamente con toda la comunidad dan cumplimiento al encargo. Los «doce» -aquí se tiene cuidado en nombrarlos así- conocen bien su cargo y el derecho, vinculado a este cargo, de guiar y decidir. Pero también saben que la comunidad es digna y responsable. Desde un principio procuran no causar en los demás la impresión que fácilmente se produce, como si la Iglesia sólo fuese de la incumbencia de los que están encargados de su dirección. La expresión en boga de la «Iglesia clericalizada» indica una evolución perniciosa, que la Iglesia siempre tiene que rehuir en la renovación de sí misma. Cuando los apóstoles requieren una especial aptitud en los que han de ser elegidos, les mueve aquella solicitud de la que está llena la Iglesia en todos los tiempos, cuando nombra a hombres escogidos entre los hombres para la obra del santo ministerio. Quien conoce las cartas a Timoteo y a Tito sobre las exigencias que se tienen con los aspirantes a cargos eclesiásticos, tanto si se trata de obispos y presbíteros o de diáconos52. El texto dice que los aspirantes han de tener «buena reputación», y con estas palabras el texto se refiere al prestigio y al buen nombre. Pero al mismo tiempo deben estar «llenos de espíritu y de sabiduría». El ministerio en beneficio de la Iglesia no solamente requiere inteligencia y talento naturales, sino aquella sabiduría que en lo más profundo fluye del misterio del Espíritu Santo.

La comunidad debe elegir entre sus miembros a siete hombres. ¿Por qué precisamente siete? El número se ha convertido en un concepto. Eso lo vemos en 21,8 cuando se presenta a «Felipe el evangelista» como «uno de los siete». Así pues, el número siete tiene un significado parecido al número doce. En el mundo antiguo ambos números tenían un aspecto especial. En la Biblia vemos que los siete son un símbolo misterioso, empezando por la semana de siete días en la historia de la creación hasta las series entrelazadas de siete miembros en el Apocalipsis.
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51. Cf. Lc 11,5ss; 18,125.
52. Cf. 1Tm 3,1ss; Tt 1,5ss.
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5 Agradó la proposición a toda la asamblea, y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Pármenas y a Nicolás, prosélito de Antioquía.

La comunidad lleva a cabo la elección. Nada sabemos de la manera como se efectuó. La situación es distinta de la que había en la elección de Matías (1,15ss). El relato da la impresión de que todo se haya realizado en una sola asamblea, aunque podemos suponer que, en vista de la tensión entre helenistas y hebreos, fueron necesarias algunas sesiones intermedias. San Lucas en su relato compendia lo que fue decisivo. Fueron acontecimientos memorables. Se hace valer cada vez más que la Iglesia como organización visible está incorporada a la vida de los hombres, y como tal también necesita una constitución ordenada.

Se ha observado con especial atención la serie de los siete nombres. Son exclusivamente nombres griegos. ¿Tiene importancia este dato? Sin duda. En la serie de los doce también se encuentran nombres griegos, como Andrés y Felipe, por lo cual también podemos pensar en Pedro, que pronto obtuvo este nombre griego en vez de la voz aramea «Cefas». La estrecha vinculación del judaísmo con la cultura helenística se denota en estos nombres griegos de los apóstoles, sin que por ello tengamos que llamar «helenistas» a los apóstoles que tienen nombres griegos. Pero el hecho de que los nombres de los siete elegidos por la comunidad todos ellos sean griegos, hace suponer que solamente se han elegido helenistas en atención a los judeocristianos helenistas para vencer más fácilmente la desavenencia en la comunidad. Se trataba de la unidad de la Iglesia, del tesoro que tiene una importancia decisiva para la obra a cuyo servicio está la Iglesia. Recuérdese que Jesús manifestó este deseo en la plática de despedida, como se lee en el Evangelio de san Juan (Jn 17,20ss). Sabemos por la historia de la Iglesia cuánto ha perjudicado y continúa perjudicando a la obra de la Iglesia la división que muchas veces tuvo su origen en la obstinación e intransigencia.

Estos siete helenistas ¿debían estar al servicio de toda la comunidad? ¿O solamente se previó que cuidaran de la parte helenista? En los comentarios se hacen diversas suposiciones, pero todas ellas carecen de fundamento seguro en el texto. En cualquier caso por los relatos siguientes se puede claramente reconocer una cosa para el ulterior desarrollo de la Iglesia: el grupo helenista no solamente conservó su propio lugar en el marco de la comunidad, sino que también estuvo lleno de un Espíritu que impulsaba hacia delante, y que pronto provocó aquella tensión externa, que trajo como consecuencia la persecución de la Iglesia. Podemos recordar la noticia dada en 8,1, según la cual los apóstoles -y con ellos también la parte «hebrea» de la comunidad- en esta persecución no tuvieron que salir de Jerusalén.

Sobre los particulares destinos de estos siete tenemos en los Hechos de los apóstoles tan pocas noticias como de la historia personal de los doce apóstoles. Solamente de los dos nombrados al principio, de Esteban y Felipe, se informa a continuación más detenidamente. Es sorprendente que al que se nombra en último lugar, o sea Nicolás de Antioquía, se le designe como «prosélito». Así pues, procedía del paganismo, se había convertido a la religión judía, y luego se hizo cristiano. El hecho de que san Lucas nombre a propósito su patria, puede de nuevo fundarse -como ya lo sospechamos en los datos que se dieron sobre Bernabé (4,36s)- en el interés por Antioquía, su ciudad natal. Quizás este Nicolás era uno de los que en la persecución de los cristianos de Jerusalén llegaron «hasta Fenicia, Chipre y Antioquía», y en Antioquía con «algunos de Chipre y de Cirene» (11,19s) pusieron el fundamento de la comunidad etnicocristiana de aquella ciudad 53.

Una pregunta brota espontáneamente a la vista de los siete. ¿Qué posición ocuparon en la comunidad? ¿Qué cargo les correspondió? Si se piensa en el motivo que condujo a su elección, se podría solamente pensar en las obras de caridad, en el cuidado de los pobres mediante el servicio cotidiano. Pero cuando leemos su actuación efectiva, como se nos muestra en Esteban y Felipe, ya no oímos hablar de esta tarea que inicialmente les estaba reservada. Vemos a Esteban como celoso servidor de la palabra, que en esta actividad no se diferencia de los apóstoles. Su discurso ante el sanedrín, que leemos en el siguiente capítulo, es de igual condición que los testimonios de los sermones de Pedro y de los posteriores discursos de Pablo. Y lo que se cuenta de Felipe en el capítulo octavo, es igualmente una prueba de que las obras de caridad quedaron en segundo término detrás de la actuación de Felipe como mensajero de la fe. Aunque la donación del Espíritu fue efectuada por los apóstoles Pedro y Juan (8,14ss), con todo a Felipe le están confiadas tareas importantes, que tiene que cumplir incluso por explícita orden divina (8, 26.29). También hay que observar que a Felipe en 21,8 se le designa expresamente como «evangelista», por tanto como mensajero de la fe.

Así pues, entre los oficios de la Iglesia que nos son conocidos por el Nuevo Testamento ¿cuál de ellos era propio de los siete? ¿Podemos preguntarlo así en general? ¿Podemos transferir sin el menor reparo al tiempo inicial el orden jerárquico estrictamente regulado de la posterior evolución? ¿Podemos transferirlo, aunque supongamos que este orden está contenido en los fundamentos y en el comienzo? Sabemos que en los escritos del Nuevo Testamento encontramos a obispos, presbíteros y diáconos. Todavía no se ha establecido unánimemente el sentido con que se usaba la palabra «obispo» (episkopos) y «presbítero» (presbyteros). Se menciona a los «diáconos» en la epístola a los Filipenses (Flp 1,1) y en la primera epístola a Timoteo (lTim 3,8ss). ¿Podemos designar a los siete como diáconos o como presbíteros? ¿No sería mejor que admitiéramos la unicidad de su locación, así como también vemos en su unicidad a los «doce», siempre que relacionamos su profesión con el cargo de obispo? No obstante si se quiere incluir a Esteban y a sus compañeros en un esquema determinado de organización, difícilmente se aprecia en lo justo su tarea, si se considera a los siete -como aconteció desde el tiempo de los santos padres- como los primeros diáconos de la Iglesia. En el texto se encuentran las palabras «ministerio» (diakonia) y «servir» (diakonein), pero no el título de «diácono» (diakonos). En el lenguaje bíblico con la palabra diakonia se entiende cualquier cargo, incluso el de apóstol.

Quizás lo mejor es ver en los «siete» a aquellos miembros de la Iglesia, que desempeñaban en ella un cargo, y a los que en el ulterior relato de los Hechos de los apóstoles se les da el título de presbyteroi. Algo más tarde, cuando menos lo esperamos, leemos este título, cuando se trata de dirigentes de la comunidad de Jerusalén (11, 30)54. En 15,2ss sorprende que se nombre a los «presbíteros» juntamente con los «apóstoles», por tanto intervienen con éstos en la dirección de la Iglesia. Podemos decidirnos como prefiramos al incluir en una externa categoría determinada a estos primeros cristianos elegidos por la misma Iglesia para desempeñar un cargo. La noticia que nos da san Lucas, nos dice en cualquier caso como al crecer el número de los fieles también se organiza la Iglesia con una estructura que incluso es visible desde fuera.
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53. Ya en los primeros tiempos de la Iglesia se ha considerado a Nicolás de Antioquía como fundador de la secta de los «nicolaítas», a quienes se nombra en el Apocalipsis (2,6.15); sin embargo esto podría ser solamente una combinación a base del nombre.
54. Seguimos encontrando este título en 14,23; 15,2ss, etc.
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6 A éstos presentaron delante de los apóstoles, quienes, después de haber orado, les impusieron las manos.

El texto griego tampoco es susceptible de una sola interpretación, pero se puede concluir que fueron los apóstoles quienes impusieron las manos a los elegidos por la comunidad. Porque los apóstoles dijeron antes de la elección: «Buscad de entre vosotros siete hombres... a los cuales pondremos al frente de este menester» (6,3). Aparece una ley de orden eclesiástico. Los apóstoles reciben de Cristo el Señor la misión y la autoridad, a partir de ellos continúan el encargo y el poder, que desde entonces se seguirán transmitiendo con una sucesión sin fin, hasta que la Iglesia reciba la última perfección del reino de Dios. La Iglesia, como dice san Pablo, está «edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo piedra angular Cristo Jesús, en el cual toda construcción bien ajustada crece hasta formar un templo santo en el Señor» (Ef 2,20).

Hay una ley fundamental que penetra todo el orden visible de la Iglesia, a saber, que la obra invisible del Espíritu Santo se conecta con las formas e instituciones externas, que se apoyan en la base de los apóstoles. Con esta ley no se debe encadenar el libre gobierno del Espíritu. Quien piensa en la vocación de san Pablo, cae en la cuenta de que la transferencia del cargo no está rígidamente vinculada a la regla de la transmisión de persona a persona; pero ya los primeros testimonios de la tradición nos muestran la solicitud de la Iglesia por hacer llegar los poderes eclesiásticos en una línea ininterrumpida hasta la misión apostólica.

Con la oración y la imposición de manos los apóstoles encargan a los siete elegidos por la comunidad el ministerio en favor de la Iglesia. ¿Podemos ver en ello la administración del sacramento del orden? O bien ¿retenemos este planteamiento del problema y nos contentamos con hacer constar que sin duda los que así fueron encargados se sintieron con poder y autoridad para ejercer su ministerio? La imposición de las manos es una forma primitiva de comunicar una fuerza y poder especiales. Moisés hubo de imponer las manos sobre Josué (Núm 27,18). Se hace notar la decisión tomada por Dios: «Y le darás tus órdenes públicamente, y una parte de tu autoridad, a fin de que le obedezca toda la congregación de los hijos de Israel» (Núm 27,20).

El Deuteronomio relaciona con esta imposición de manos la posesión del espíritu de que gozaba Josué, cuando dice: «Y Josué, hijo de Nun, estaba lleno de espíritu de sabiduría, porque Moisés le había impuesto las manos» (Dt 34,9). También los maestros de las escuelas rabínicas se servían de la imposición de manos para transmitir el poder al discípulo. Pero sobre todo por el Evangelio conocemos el poder misterioso de las manos de Jesús, cuando el príncipe de la sinagoga, Jairo, ruega al Señor por su hija: «Mi hijita se está muriendo: ven a imponer tus manos sobre ella, para que sane y viva» (Mc 5,23). Siempre se informa de esta mano curativa del Señor, la cual el ora extendía, ora imponía, o con ella tan sólo tocaba a los enfermos para conjurar el poder de la enfermedad. Jesús también se servía de otros signos expresivos, aunque también tenía facultad para curar con una sola palabra.

Los Hechos de los apóstoles nos dan testimonio de la imposición de las manos, sobre todo en la curación de los enfermos 55, pero también en la concesión del Espíritu 56 y, como en este pasaje, en la misión y transferencia de un cargo 57. No solamente se veía un símbolo externo en este empleo de las manos, sino que a este uso se vinculaba también la fe de que por medio de este signo externo de acuerdo con la naturaleza corpórea-espiritual del hombre también se comunica la invisible fuerza del Espíritu. No sin razón se dice en este pasaje que los apóstoles impusieron las manos a los siete después de haber orado, y así los introdujeron en la tarea asignada a los siete y al mismo tiempo los proveyeron para que pudieran desempeñar su tarea. Con tales apreciaciones nos ponemos en contacto con el misterioso orden sacramental, con el orden en que se denota según el modelo y voluntad de Cristo la índole visible e invisible de la Iglesia, como lo vemos de una forma ejemplar y fundamental en la administración del bautismo.

7 La palabra de Dios se propagaba, y el número de discípulos se multiplicaba extraordinariamente en Jerusalén, e incluso una gran muchedumbre de sacerdotes abrazaban la fe.

Antes de presentar escenas particulares de la actuación de los siete, san Lucas resume de nuevo en un relato sumario, de acuerdo con su modo de exponer, la escena de la Iglesia, y otra vez caracteriza su ulterior avance viCtorioso. Con el nombramiento de los siete se vence de nuevo, bajo la dirección del Espíritu Santo, una situación recelosa de la Iglesia, y queda libre el camino para un desarrollo potente y pacífico.

Con especial interés se advierte que entre los recién convertidos también había muchos sacerdotes judíos. Jesús ya había tenido partidarios entre los dirigentes del pueblo, por lo cual el evangelista tuvo que observar: «Por causa de los fariseos, no lo confesaban, para no ser echados de la sinagoga. Es que amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (Jn 12,42s). Podemos suponer que los sacerdotes que se habían hecho cristianos aún seguían desempeñando su oficio en los diferentes servicios del templo. Aunque la comunidad de Jesús estaba estrictamente ligada a la sinagoga, la gradual incorporación de sacerdotes hacía visible, con claridad creciente, el desarrollo autónomo de la Iglesia.
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55. 5,12; 9,12; 28,8.
56. 8,17ss; 19,6.
57. Cf. 13,3; 14,23.
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2. ESTEBAN (6,8-8,3).

a) Inspirada actividad y persecución (Hch/06/08-14).

8 Esteban, lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo. 9 Pero surgieron algunos de la sinagoga llamada de los libretos, de los cireneos y alejandrinos, y de los oriundos de Cilicia y de Asia, que disputaban con Esteban 10 y no eran capaces de hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba.

Así como el apóstol Pedro estuvo y actuó en la comunidad que hasta entonces se había ido formando, así ahora, de entre el grupo de los siete, Esteban pasa al primer término de la narración, y los informes que de él se dan nos recuerdan en muchos aspectos la figura del apóstol. Así como se hacen resaltar los «prodigios y señales» de los apóstoles (2,43, 5,12), así se realzan también los de Esteban y más tarde los de Felipe (8,6). Poseía gracia y poder, y con estas palabras se describe la abundancia de los dones del Espíritu, con los cuales la primera Iglesia podía acreditarse de ser la obra de salvación promovida por Dios. Pero además de este testimonio de los «prodigios y señales» también se utilizó la palabra llena de Espíritu, con que Esteban se dirigió a aquellos grupos del judaísmo, a quienes al fin y al cabo hasta entonces no se les había hablado de una forma tan inmediata: a los judíos helenistas. Ya vimos antes representados en la comunidad al grupo helenista, y de este grupo salieron las quejas por el abandono de sus viudas. Pero desde que junto a los doce apóstoles se colocaron helenistas con especiales atribuciones, parece que se haya iniciado un intercambio de ideas muy animado dentro de los grupos helenistas.

La organización regional de estos grupos y sus actos de culto en sinagogas propias ya muestran exteriormente que dichos grupos no eran de la misma clase que el hebraísmo nacional. La existencia de los helenistas también la conocemos por testimonios no contenidos en la Biblia. La diferencia de lenguaje era una razón importante de esta propia vida religiosa, pero el pensamiento teológico también parece haber tenido un cuño especial. El encuentro con la ideología y la cultura helenísticas sin duda ha hecho que estos hombres fueran más susceptibles y también tuvieran más emociones espirituales que los «hebreos» nacionales. Esto también lo percibimos en las controversias que el helenista Esteban hubo de tener con ellos.

Pero con esta noticia también se indica una etapa especial de la evolución de la Iglesia. Se inicia la discusión teológica del mensaje cristiano de salvación. Por el testimonio de los apóstoles, por la proclamación de la conformidad de los acontecimientos de la salvación con la Escritura crece en el encuentro más íntimo con el helenismo el esfuerzo por profundizar más en el misterio de la revelación de Cristo y por insertarlo en los más amplios contextos de la historia de la salvación. Un ejemplo de ello nos lo da el gran discurso de Esteban ante el sanedrín en el capítulo siguiente. Pero los Hechos de los apóstoles de nuevo indican con especial energía la verdadera fuerza de la primera Iglesia, cuando hablan de la victoria de la sabiduría y del espíritu con que Esteban anuncia y apoya con razones la verdad del mensaje de Cristo.

11 Entonces sobornaron a unos hombres que dijeron: «Le hemos oído proferir palabras injuriosas contra Moisés y contra Dios.» 12 Excitaron, pues, al pueblo, a los ancianos y a los escribas, y echándose sobre él, lo prendieron y lo condujeron al sanedrín. 13 Presentaron testigos falsos para decir: «Este hombre no cesa de proferir dicterios contra este lugar santo y contra la ley; 14 porque le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar y cambiará las costumbres que nos transmitió Moisés.»

El fanatismo y la obstinación religiosas emplean el arma maligna del odio personal y de la calumnia personal. Lo que se emprendió contra Esteban es la repetición de lo que Jesús tuvo que experimentar en la lucha contra el judaísmo petrificado en la tradición externa. De no ser así ¿qué móviles bajos y erróneos pudieron juntarse en estos hombres que al sentir su impotencia espiritual emplearon los medios más primitivos de lucha y -lejos de cualquier disposición para hacer pesquisas- solamente persiguieron el fin de hacer que enmudeciera el que anunciaba la verdad? Conocemos el recurso de los falsos testigos por el proceso contra Jesús, según lo refieren san Marcos y san Mateo 58. Sorprende que san Lucas en su relato del proceso no haga mención de los falsos testigos (Lc 22,66). En esto vemos un signo de su estilo literario, que evita en la medida de lo posible mencionar dos veces sucesos semejantes y parecidos. Hay que suponer que san Lucas conoció la actuación de falsos testigos en el juicio contra Jesús por el Evangelio de san Marcos, que con toda probabilidad le sirvió de fuente de información. Por eso tiene importancia para san Lucas poder en adelante informar de un comportamiento similar en el procedimiento contra Esteban.

Se atribuyen a Esteban palabras injuriosas contra Moisés y contra Dios. Según la tradición judía Moisés es el padre de la ley. Por el Evangelio sabemos cómo también se imputaba a Jesús el delito contra la ley. Toda la lucha de los escribas contra Jesús está sostenida por esta acusación. Se tiene que leer el sermón de la montaña según san Mateo (Mt 5-7) para ver la posición que Jesús tomaba con respecto a la ley judía. Reprobó el rígido dominio de la letra y de la forma externa, y procuró hacer visible la verdadera intención del espíritu. Sabemos cómo se pronunció en el sanedrín la sentencia de muerte contra Jesús por haber blasfemado contra Dios.

En esta narración sobre Esteban se nos recuerda este modelo y en ello reconocemos la intención del autor de mostrar con la mayor claridad posible la correspondencia entre ambos acontecimientos. Esteban está ante el sanedrín. La precedente campaña difamatoria que había sido urdida contra él, debe lograr ahora la confirmación de la sentencia judicial. Dos acusaciones se distinguen en lo que se imputa a Esteban. Se le reprocha un doble delito contra la religión judía. Uno de los reproches es el desaire ante la ley y contra la ordenación mosaica, y el otro es el menosprecio del templo. ¿En qué declaraciones podían apoyarse estas acusaciones? ¿Tenían motivo para una tal afirmación?

Cuando leemos el siguiente discurso, podemos deducir que efectivamente los temas de «Moisés» y del «templo» deben haber tenido un lugar importante en la actuación de Esteban. Pero la injusticia de la acusación consistía en que ésta, con el anquilosamiento de las ideas y tradiciones, de ningún modo se esforzaba por examinar las declaraciones del acusado en su interna verdad y legitimación, así como tampoco se supo hacerlo en el proceso contra Jesús. Aquí radica la perdición y la tragedia de los jefes de un pueblo que estaba llamado a procurar a la humanidad la salvación en Cristo Jesús. ¿No ha llegado siempre la historia del espíritu a tales situaciones? ¿Quién puede enumerar todos los sacrificios que fueron exigidos por la angostura espiritual, la rigidez y reserva fanáticas? ¿No es la historia de la Iglesia una constante repetición de lo que le sucedió a Esteban? ¿No estuvo a veces incluso la misma Iglesia en peligro de desempeñar el papel del sanedrín? Con qué rapidez puede surgir un conflicto entre la misión de la Iglesia de ser guardiana y defensora de la tradición, y su actitud abierta, con la que se enfrenta a la reclamación progresiva de la vida. La verdad sólo puede vivir donde el Espíritu Santo de Dios mueve y dirige a los hombres.
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58. Mc 14,56ss; Mt 26,59ss.
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b) Esteban ante el sanedrín (6,15-7,53).

15 Y fija la vista en él, todos los que estaban sentados en el sanedrín vieron su rostro como el rostro de un ángel.

Es una escena cautivadora. Esteban está en medio del supremo tribunal judío. Sobre él recaen las acusaciones más graves que podían hacerse contra un judío. Una multitud azuzada le ha arrastrado ante este tribunal. Ante el tribunal que había condenado a Jesús y ante el que estuvieron no hace mucho los apóstoles y fueron castigados con azotes. ¿Qué pretenden los hombres de este tribunal? La mayor parte de ellos abrigan sentimientos hostiles. Y todos ellos están atónitos ante el acusado. Un fulgor resplandece en su rostro. Vieron su rostro como el rostro de un ángel. ¿Fue realmente así? O bien ¿interesa al autor del relato poner desde un principio al héroe de la narración a la luz de lo prodigioso? Conocemos el carácter exagerado de las piadosas leyendas, que tienden a sacar un suceso, en cuanto sea posible, del ambiente usual de la vida cotidiana y producir así en el lector asombro y admiración.

No tenemos ningún motivo apremiante para dudar de la verdad de lo que se declara en el texto. Sin embargo podemos suponer que el joven Saulo también presenció la escena o por lo menos la pudo llegar a conocer como fidedigna, y Lucas recibió por medio de él información verídica. ¿Por qué no había de ser posible que un hombre como Esteban, tan saturado del misterio del Espíritu divino fuese iluminado por una luz inusitada, que reflejase el esplendor brillante de Dios? ¿No descendió también el día de pentecostés un fuego que impresionó visiblemente a los fieles (2,3)? ¿Y no apareció también en la transfiguración de Jesús un indescriptible resplandor (Lc 9,29)? ¿Y no tenemos derecho a imaginarnos a Jesús resucitado con el fulgor de una luz sobrenatural, aunque él lo pudiera reprimir cuando le conviniera? ¿No fue Saulo cerca de Damasco envuelto por un resplandor, desde el cual le habló el Señor? 59.

Este rostro resplandeciente de Esteban pareció ser una señal. Una señal para este sanedrín, pero también una señal para la Iglesia amenazada, que en su tribulación tenía necesidad de tales signos. Quizás entonces el joven Saulo -aunque aún seguía el camino de la persecución- ya fue inducido a las ideas conmovedoras con las que en la segunda carta a los Corintios (2Cor 3,7ss) describe la excelencia del ministerio apostólico? Esteban recuerda a Moisés, cuyo «servicio... fue glorioso, de suerte que los hijos de Israel no podían fijar la vista en el rostro de Moisés, a causa de la gloria de su rostro» (cf. Ex 34,29ss). Sin embargo, san Pablo cuando habla del ministerio apostólico del Nuevo Testamento, dice que «lo que entonces fue glorificado, no quedó glorificado a este respecto, comparado con esta gloria tan extraordinaria. Y si lo que era perecedero se manifestó mediante gloria, ¡con cuánta más razón se manifestará en gloria lo que es permanente!» (2Cor 3,10s).
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59. 9,3; 22,6; 26,13.