CAPÍTULO 5


NUEVO ASPECTO DE LA COMUNIDAD (4,32-5,16).

b) Castigo de Ananías y Safira (Hch/05/01-11).

1 Cierto hombre llamado Ananías, con su mujer Safira, vendió un campo, 2 y se guardó parte de su precio, con el consentimiento de su mujer, y llevando sólo una parte, la puso a los pies de los apóstoles.

Con estos versículos se introduce una historia, que no solamente se pone como una sombra negra sobre la escena hasta ahora tan brillantemente delineada de la comunidad primitiva, sino que incluso hoy día nos parece extraña y nos impresiona a causa del castigo que se ejecuta. En la intención del narrador el relato forma parte (como conclusión dolorosa) de las dos porciones precedentes. Los versículos 4,32-35, en una declaración emotiva, han mostrado el aspecto general del heroico servicio fraterno en la entrega de la propiedad personal, y a continuación se colocó en 4,36s el ejemplo particularmente meritorio de José Bernabé. A continuación, los Hechos de los apóstoles se ven obligados a informar sobre una acción sombría que sucedió en el ámbito más íntimo de la primitiva Iglesia. El hecho de que san Lucas no omita este suceso, sino que lo declare abiertamente, nos robustece en la confianza de su exactitud y veracidad.

San Lucas no pretende pintar alegres colores en el cuadro de la historia y mostrarlos como sustraídos de la tierra. Sabe demasiado bien cómo la Iglesia queda a merced de las impugnaciones y extravíos humanos y cómo está puesta en la lucha de la gracia de Cristo con el poder siempre activo del mal. Así como al principio del libro se trata abiertamente de la sombría acción de Judas, así también ahora se muestra un delito, en el que personas que se habían agregado al grupo de los discípulos, perdieron su elección de forma parecida a Judas. También en estas personas desempeña un papel diabólico la codicia de dinero y da a Satán el poder de una ofensiva peligrosa contra el espíritu íntegro de la comunidad. ¿Cómo precave la Iglesia este peligro que surge? La intención particular del relato es realzar esta precaución de la Iglesia. En el relato se intenta poner de relieve el poder (que es actual en los apóstoles) del Señor que conoce y juzga.

3 Pedro le dijo: «Ananías, ¿por qué ha llenado Satán tu corazón impulsándote a engañar al Espíritu Santo y a guardarte una parte del precio del campo? 4 ¿No eras dueño para quedarte con él, y no podías disponer plenamente de él aun después de vendido? ¿Por qué te decidiste a hacer lo que has hecho? No has defraudado a los hombres, sino a Dios.» 5 Al oír Ananías estas palabras, cayó al suelo y expiró. Y un gran temor se apoderó de todos los oyentes. 6 Levantáronse, pues, los jóvenes, lo amortajaron y lo llevaron a enterrar.

Otra vez aparece Pedro en escena haciendo valer su autoridad. Se presenta a Pedro con el pleno poder de su cargo. Hasta ahora le vimos más como orador y pregonero responsable de la comunidad, y en el milagro del cojo de nacimiento reveló el poder medianero de curar que se le había dado. Ahora comparece ante nosotros en posesión de una ciencia superhumana y de un poder judicial, que decide sobre la vida y la muerte. ¿Podían ser delineadas todavía con más vigor la grandeza y el poder del oficio apostólico?

Notamos cuánto le importa a este relato hacer que se manifieste tan visiblemente como sea posible la presencia de Cristo Jesús en el Espíritu Santo, y mostrar la Iglesia en su santidad e integridad. En la frase: «No has defraudado a los hombres, sino a Dios», se nos aclara el ambiente en que vivía esta Iglesia. Los hombres de hoy día, que tendemos a ver también la Iglesia como otras manifestaciones de la historia según su acierto y oportunidad externas, ¿podemos comprender por completo y podemos afirmar la verdad expresada en esta frase de Pedro?

¿Con qué derecho puede el apóstol decir que Ananías ha defraudado a Dios? La primera frase nos da los motivos en que se funda este derecho: «Ananías, ¿por qué ha llenado Satán tu corazón impulsándote a engañar al Espíritu Santo y a guardarte una parte del precio del campo?» ¿En qué consistía el delito contra Dios? ¿En la suma defraudada y encubierta? Esta suma no debió ser demasiado grande. No, no era el dinero como tal. Ananías no estaba obligado a entregar el dinero, como tampoco estaba forzado a vender el campo. Esto se dice con toda claridad en la frase siguiente. Ya hemos observado esto, cuando antes nos preguntábamos cómo estaba organizada esta comunidad de bienes. Era un asunto que se decidía de una forma plenamente voluntaria.

Por tanto ¿en qué consistía la culpa? Lo sabemos y podríamos estremecernos de horror por este conocimiento. Fue la mentira, que pretendió hacer donación a la Iglesia de todo el importe de la venta. ¿Fue realmente tan grave esta mentira? Eso es lo que nos gustaría preguntar al vernos sorprendidos. La mentira tiene que haber sido más grave de lo que quizás podemos pensar. Con todo podemos adivinar la razón. ¿Quién es Pedro, qué es la comunidad, ante la que él se encuentra? La comunidad es la obra de Cristo Jesús, la obra del Espíritu Santo. Tal vez con este relato -si echamos una mirada retrospectiva a lo que hemos dicho hasta aquí- el misterio divino de esta Iglesia, que Cristo puso en el mundo, se nos acerca, y se nos aclara lo que rodea al Espíritu Santo, que sostiene y llena la Iglesia. Hasta ahora siempre se nos ha dicho con qué fruto y temor los que no pertenecían a la comunidad de los fieles miraban hacia ella, cómo se asombraban por los prodigios y señales con que se manifestaba visiblemente la presencia de Dios. Vimos cómo incluso el sanedrín retrocedió ante la fuerza del espíritu que actuaba en los apóstoles. Y la integridad y desinterés de esta comunidad incipiente ¿debía ahora ser herida en su propia solidaridad por la corrupción de la mentira y ser quebrantada en su germen?

No se trata de una acometida innocua de los hombres, sino del intento de Satán, que quería servirse de los percances humanos, como en la acción de Judas, para irrumpir en el círculo santificado de los redimidos. Así como Satán quiso herir la primera creación de Dios con la seducción de los primeros hombres, así también no sólo ha tentado al Hijo de Dios hecho hombre, sino también a los llamados por él para dar testimonio de Dios. Solamente si relacionamos el relato concreto con este contexto más profundo podremos comprender, estremecidos, el castigo inesperadamente duro que descarga sobre Ananías y su mujer Safira. Se trata del carácter sagrado de la comunidad de Cristo, de la inviolabilidad del Espíritu Santo, que representa el misterio de la vida de esta comunidad. Este Ananías, a quien sacaron muerto, nos recuerda el fin sombrío del que, inducido por Satán, creyó que podía traicionar a Cristo por treinta denarios, y se ha traicionado a sí mismo.

7 Aproximadamente a las tres horas entró su mujer, ignorante de lo que había sucedido. 8 Pedro le preguntó: «Dime si habéis vendido el campo en tanto.» Y ella le contestó: «Sí, en tanto.» 9 Y Pedro a ella: «¿Conque os pusisteis de acuerdo entre vosotros para tentar al Espíritu del Señor? Pues mira, a la puerta están llegando los que acaban de enterrar a tu marido y te llevarán a ti.» 10 Cayó, pues, al instante a los pies de él y expiró. Entrando los jóvenes, la encontraron muerta y la llevaron a enterrar junto a su marido.

No queremos fijarnos en el arte literario con que san Lucas expone los dos acontecimientos y los compara entre sí. Aquí nos interesa examinar nuevamente el mensaje religioso y su contenido teológico en orden a la salvación. La venida de la mujer da ocasión a Pedro para hacer que se patentice la profunda bajeza de la pretensión de los dos esposos. La mujer conocía el plan del encubrimiento y de la mentira. La mentira estaba convenida. Esto se ve por el hecho de que ella conocía el importe de la cantidad entregada. ¿Quién fue el promotor y el más culpable de los dos? No se dice. Sea como sea, se nos recuerda a nuestros primeros padres, que contravinieron al principio el mandamiento de Dios y sufrieron juntos el castigo. ¿Tenemos derecho a explicar con más pormenor esta comparación? La idea puede ser suficiente.

Causa extrañeza lo que se dice en el versículo 10: «Cayó, pues, al instante a los pies de él y expiró.» ¿Por qué causa extrañeza? Porque desde 4,32, se va repitiendo, a lo largo del relato, la expresión «a los pies de los apóstoles» se va repitiendo de un modo sorprendente y establece alguna relación entre los distintos pasajes en que aparece, al mismo tiempo que sugiere y evoca, en forma singular, la autoridad y el poder de los apóstoles. En 4,35 se nos dice con una descripción sintética que los miembros de la comunidad vendían sus tierras y sus casas, y el producto de la venta «lo ponían a los pies de los apóstoles». De José Bernabé se cuenta que también él «puso a los pies de los apóstoles» el dinero que cobró por el campo (4,37). Y con el mismo lenguaje figurado se dice también de Ananías que «puso a los pies de los apóstoles» la parte del importe que quería entregar. Por tanto, con esta expresión, en que se señala simbólicamente la posición señera y la autoridad de los apóstoles dentro de la comunidad y se relacionan entre sí los tres pasajes citados. ¿Es casual en el empleo de la expresión que ahora se diga de Safira que se desplomó muerta «a los pies» del apóstol Pedro? ¿O bien el autor quiso dar un sentido especial a la expresión? Esta difunta a los pies de Pedro ¿debe quizás ser una impresionante señal del poder que había sido transmitido a los apóstoles por Cristo, Señor de la comunidad?

11 Y un gran temor se apoderó de toda la Iglesia y de todos los que oyeron estas cosas.

Esta frase no solamente concluye el relato, sino que también nos descubre el peculiar significado del castigo del matrimonio culpable. El castigo que recayó sobre Ananías y Safira iba dirigido personalmente a ellos, por más que queramos contenernos en averiguar más de cerca el destino final ante Dios. Con su muerte debió ser eliminado y proscrito del ámbito santificado de la comunidad con una claridad estremecedora todo lo nocivo, sobre todo el veneno destructor de la mentira y de la hipocresía. Pero al mismo tiempo debió ser demostrado a todos los hombres, tanto a los miembros de la comunidad como a los que no lo eran, cómo el Señor vigilaba con inexorable rigidez por la pureza e integridad de sus «santos» (9,13). Por eso el «temor» que se apoderó de todos, debía favorecer la protección y la intangibilidad de la Iglesia, y conducir al saludable respeto profundo ante el misterio del Espíritu Santo, que le ha sido confiado. Este Espíritu es el que no solamente dirige y robustece la Iglesia contra toda persecución que provenga de fuera, sino que también la capacita para precaver las crisis que pueden surgir dentro de la comunidad a consecuencia de las continuas vicisitudes de las cosas humanas.

Con lo dicho también hemos rozado las objeciones, que se pueden hacer contra la veracidad de la historia de Ananías y Safira. Se cree que no se puede conciliar este castigo incomprensiblemente severo con el Evangelio de Jesús. Alguien podría escandalizarse de la ejecución tan dura del castigo, la cual no dejó ocasión a los culpables para el arrepentimiento y la expiación. Se hace referencia al amor que antes de la pascua manifestaba el Señor a los pecadores, como se perfila especialmente en el Evangelio según san Lucas. Por la sensación humana que se experimenta, se pregunta si el castigo tiene una relación tolerable con el delito. La índole de la narración ¿no lleva en sí el estilo de la leyenda, que ha surgido para realzar de la forma más gráfica posible la autoridad y el poder de los apóstoles? ¿Qué hay que decir a este respecto? Ha de estar lejos de nosotros querer defender a toda costa la historicidad de la narración. No hay que excluir la posibilidad de que los escritos del Nuevo Testamento también puedan servirse de fragmentos legendarios para orientar el mensaje de salvación. Sin embargo, mientras no existan objeciones terminantemente irrefutables, tenemos la obligación de retener la realidad histórica de lo que se declara, incluso cuando difícilmente puede encajar el contenido con nuestra manera de pensar.

Reflexionemos sobre esta narración. Se nos cuenta con un esquema determinado, con una exposición muy arrebañada. No se pueden comprobar los pormenores del suceso. Nada podemos decir de lo que sucedió en el interior de los interesados. Pedro no ha infligido la muerte, solamente la ha previsto. Así por lo menos se puede conocer en las palabras que Pedro dirigió a Safira. ¿Se puede contraponer el castigo con la conducta de Jesús, ya que se trataba de proteger su comunidad? ¿No conoce también Jesús la dureza del castigo, cuando se trata de salvaguardar valores supremos? Léase la frase: «Os aseguro que habrá menos rigor para Sodoma en aquel día que para esta ciudad» (Lc 10,12). A los doctores de la ley les amenazó diciendo: «Para que se pida cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas» (Lc 11,50). Jesús dice hablando del escándalo: «Más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de las que mueven los asnos, y lo sumergieran en el fondo del mar» (Mt 18,6). Conocemos las severas sentencias del Hijo del hombre en el mensaje del Apocalipsis: «Voy a ti en seguida, y lucharé con ellos con la espada de mi boca.» Así amenaza el Hijo del hombre a los nicolaítas de la comunidad de Pérgamo (Ap 2,16), y a los seductores de la comunidad de Tiatira les conmina: «Y a los hijos de ella los mataré sin remisión, y conocerán todas las Iglesias que soy quien escudriña riñones y corazones. Y os daré a cada uno según sus obras» (Ap 2,23). ¿No tenemos aquí el mismo factor que también fue eficiente en el castigo de Ananías y Safira, cuando se quiso preservar la primera comunidad del Espíritu pernicioso?

c) Creciente prestigio de los apóstoles (Hch/05/12-16).

12 Por mano de los apóstoles se realizaban muchas señales y prodigios en el pueblo, y estaban todos unánimemente en el pórtico de Salomón. 13 De los demás, nadie se atrevía a mezclarse con ellos; pero el pueblo los tenía en gran estima. 14 Cada día se agregaban nuevos creyentes en el Señor, multitud de hombres y de mujeres, 15 hasta el extremo de sacar los enfermos a las plazas y ponerlos sobre lechos y camillas, para que, al paso de Pedro, siquiera su sombra cubriera a alguno de ellos. 16 Concurría también muchedumbre de gentes de los alrededores de Jerusalén llevando enfermos y atormentados por espíritus impuros, los cuales eran curados todos.

Un relato sumario, como los dos que ya vimos antes (2,42ss; 4,32ss), dirige de nuevo la mirada a la comunidad, a su crecimiento y a su fuerza promotora. Y de nuevo vemos cómo la Iglesia se reúne alrededor de los apóstoles, de su testimonio y de su poder de curar. No en balde después del primer juicio oral de los apóstoles la comunidad ha pedido a Dios que alargue su «mano para que se hagan curaciones, señales y prodigios mediante el nombre de su santo siervo Jesús» (4,29).

Ya en la curación del cojo de nacimiento conocimos lo que significaba el don de la curación en el testimonio de los apóstoles, no solamente como servicio de amor al hombre enfermo, sino como prueba de que la fuerza curativa con que Jesús recorría las regiones, también continuaba actuando en su Iglesia. En lo más profundo de este poder curativo de los apóstoles se denota el misterio de vida de la resurrección de Jesús y la fuerza de la fe en el Señor glorificado y presente. No juzgaríamos imparcialmente el misterio, que aquí es eficiente, si pretendiéramos comprender los sucesos con consideraciones naturales. Es posible que las personas que colocaban sus enfermos en la calle y que esperaban la fuerza curativa de la sombra de Pedro, estuvieran llenos de ideas equivocadas y primitivas. Eso no quita nada del motivo real de las curaciones que tenían lugar. Recordemos cómo Pedro también en la curación del cojo de nacimiento tuvo que emplear el poder de su palabra para desviar al pueblo asombrado de una manera primitiva y mágica de pensar, y para conducirle a aquel, cuyo nombre ha obrado la curación colaborando con la fe en él. No juzguemos demasiado aprisa por nuestra suficiente formación científica y por el progreso de la medicina sobre esta sencillez creyente, que busca el tacto externo. También los habitantes de Éfeso quedaron tan impresionados por las fuerzas curativas de Pablo, que aplicaban a los enfermos paños y ropa que el apóstol llevaba en su cuerpo, y los enfermos se curaban (19,11ss). ¿No podemos también pensar en aquella mujer del Evangelio, que padecía flujo de sangre y que se dijo para si: «Como logre tocar siquiera sus vestidos, quedaré curada», y de la que el Evangelio atestigua que, «al instante, aquella fuente de sangre se le secó, y notó en sí misma que estaba curada de su enfermedad» (Mc 5,29s)? Y más adelante dice san Marcos: «Y adondequiera que llegaba, aldeas, o ciudades, o caseríos, colocaban los enfermos en las plazas y le rogaban que les permitiese tocar siquiera el borde de su manto. Y cuantos lograban tocarlo, todos sanaban» (Mc 6,56).

En este contexto se nos presenta una escena memorable. La comunidad madre todavía se limitaba al espacio de la ciudad de Jerusalén. Todavía se reúne el grupo de los discípulos en el pórtico de Salomón, del cual ya hemos oído hablar (3,11). Todavía tienen la sensación de ser judíos. Sin embargo, hay una extraña tensión entre ellos y los otros judíos. Una mezcla de temor reservado y de honrada atención. Pero las curaciones milagrosas difundieron el llamamiento de los apóstoles e hicieron venir de todas partes, incluso del contorno de Jerusalén, los que buscaban la curación, de tal forma que es comprensible que el sanedrín no permaneciera a la expectativa por más tiempo, y de nuevo echara mano a los apóstoles.


4. OTRA VEZ ANTE EL SANEDRÍN (5,17-42).

a) Arresto y liberación de los apóstoles (Hch/05/17-24).

17 Entonces el sumo sacerdote y todos los suyos, los de la secta de los saduceos, se llenaron de ira, 18 y echaron mano a los apóstoles, y los pusieron en la cárcel pública. 19 Pero un ángel del Señor, durante la noche, abrió las puertas de la cárcel, los sacó y les dijo: 20 «Id, presentaos en el templo y hablad al pueblo todas estas palabras de vida.» 21a Oído esto, entraron en el templo muy de mañana y se pusieron a enseñar.

Este reiterado comportamiento de la autoridad del templo no necesita ninguna motivación especial en el contexto de la exposición precedente. Los apóstoles, soltados después del primer juicio oral con una severa prohibición de hablar (4,17ss), aun reconociendo las autoridades judías, se sintieron más obligados con Dios que con los hombres (4,19). En el encargo de Jesús resucitado de dar testimonio los apóstoles vieron una obligación que venía de Dios.

Su propia conciencia les mandaba hablar de lo que habían experimentado como testigos auténticos de la revelación de Dios. «No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (4,20), habían dicho los apóstoles antes de marcharse del sanedrín.

Con estas palabras ya se podía prever la ulterior intervención de las autoridades judías. No podían soportar por más tiempo el creciente prestigio de los apóstoles y de su comunidad. Dice el texto que se llenaron de ira, y echaron mano a los apóstoles. En el proceso contra Jesús, en el que asimismo los sacerdotes saduceos instaron con el mayor empeño a que se condenara al acusado, se atestigua el mismo factor, cuando se dice: «Pues bien sabia él que se lo habían entregado por envidia» (Mt 27,18).

En este pasaje la palabra griega que aquí se traduce por «ira», también se podría traducir por «celo». Sin embargo el contexto solamente hace pensar en una «ira» auténtica Los saduceos como guardianes del templo se apoyaron en su responsabilidad cuando volvieron a proceder contra los apóstoles. Sin embargo, Caifás, el sumo sacerdote, en el proceso contra Jesús, también dio por pretexto la solicitud por el pueblo y el templo, como nos lo testifican las siguientes palabras de doble sentido: «Vosotros no entendéis nada; no os dais cuenta de que más os conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación vaya a la ruina» (Jn 11,49s). ¡Cuán prontamente el egoísmo y la hostilidad pueden cubrirse con la apariencia de verdadera solicitud, tanto en el pequeño como en el gran campo de acción de la vida!

De nuevo los apóstoles están en la cárcel. Puede haber sido el mismo local que en el primer arresto, aunque esta vez se designa como «cárcel pública». Esta vez los doce parecen haber sido alcanzados por la medida. El encargo del testimonio que les había sido confiado por Jesús resucitado, ahora se muestra para todos en toda su gravedad. Al día siguiente se les debía hacer el proceso. ¿Qué resultado tendrá? Tienen que contar con todo. Han de presentarse ante el mismo tribunal ante el que Jesús también estuvo y fue condenado a muerte.

El Señor resucitado les da una señal, que tanto va dirigida a ellos como a sus adversarios en el sanedrín. Dios denota su proximidad. «Un ángel del Señor» les saca de la cárcel. Esto sucede de una forma inexplicable. Todo podría parecer como una novela humorística, si no fueran tan serios los móviles que están en acción. El ángel les encarga hacer lo mismo por lo cual se les había detenido. Deben presentarse en el templo, y «hablar al pueblo todas estas palabras de vida».

¿Quién era este ángel del Señor? No lo sabemos. ¿Era el mismo Jesús resucitado? Así pensaron antiguos comentadores, como Cipriano. Además en el «ángel de Yahveh», ya nombrado en el Antiguo Testamento, los santos padres también vieron la segunda Persona divina. El texto del Nuevo Testamento no da mayores indicios para esta interpretación. Tendremos que pensar en uno de los ángeles de Dios, cuya existencia y gobierno es atestiguada desde las primeras páginas de la Biblia hasta las últimas. Son seres espirituales que cuando se encuentran con los hombres, pueden ser percibidos. Como criaturas de Dios con sus mensajeros y mediadores, pregoneros y ejecutores de su voluntad. Su presencia se sustrae a toda experiencia de orden natural, pero el testimonio de la Escritura es tan fuerte y terminante, que no tenemos ningún derecho a poner en duda la realidad de estos ayudantes y servidores de Dios.

En esta liberación de los apóstoles por medio de un ángel del Señor se nos recuerda aquel otro ángel, que liberó a Pedro de la cárcel de Herodes (12,7). En general los dos relatos están estrechamente enlazados entre sí. También tenemos que pensar en aquella liberación (de la que no debe darse una explicación natural) de Pablo y de Silas de la cárcel de Filipos (16,26ss). También podemos volver a observar cómo los Hechos de los apóstoles procuran narrar sucesos semejantes de Pedro y de Pablo.

Según la concepción de la Biblia el mismo Dios interviene allí donde actúan los ángeles. En esta liberación prodigiosa los apóstoles también se daban cuenta de esta intervención divina. Y así obedecieron la orden del ángel, y se presentaron en el templo muy de mañana, para anunciar al pueblo estas palabras de vida. Con «estas palabras de vida» se alude a todo el mensaje de salvación de la gracia de Dios en Cristo Jesús, el testimonio especialmente de Jesús resucitado, que se «mostró vivo después de su pasión» (1,3) y que desde entonces se manifiesta con su poder vital en los sucesos de pentecostés y en las curaciones milagrosas de los apóstoles, y que a todos los que creen les da aquella vida que les hace participar de la vida propia de Dios.

¿No es este pasaje una escena conmovedora de la vida de estos hombres en medio del templo judío? Son un ejemplo de que Dios es más poderoso que el odio y la persecución de los hombres. También se puede considerar lo que significa que el templo judío tenga que ofrecer el escenario para el mensaje de la «vida». El nuevo pueblo de Dios hace uso de la palabra con una fuerza vital indestructible en aquel sitio cuyos guardianes se hacen sordos al llamamiento de Dios y procuran, impotentes, impedir con la violencia externa la germinación de la vida.

21b Acudió el sumo sacerdote con los suyos y convocaron al sanedrín y a todo el consejo de ancianos de los hijos de Israel, y enviaron a la cárcel para que los trajeran. 22 Los guardianes que fueron allá no los encontraron en la cárcel. Y vueltos, informaron diciendo: 23 «Hemos hallado la cárcel cerrada con todo cuidado y a los centinelas en pie junto a las puertas, pero, al abrirlas, no hemos encontrado a nadie dentro.» 24 Cuando esto oyeron, tanto el jefe de la guardia del templo como los príncipes de los sacerdotes no acertaban a explicarse qué habría sido de ellos.

El autor de los Hechos gusta en su exposición mostrar siempre la impotencia y el desconcierto de los enemigos de la Iglesia. La escena que nos ofrece el texto no carece de un aspecto cómico. Seguros de su causa, los sumos sacerdotes, es decir, los hombres del grupo de sacerdotes saduceos, que ya tuvieron una parte decisiva en el arresto, convocan una sesión especial del sanedrín y esperan la llegada de los detenidos. Los guardias del templo escudriñan desconcertados las celdas exteriormente intactas de la cárcel, mientras que los arrestados están en el templo y anuncian el mensaje de la resurrección y de la vida al pueblo que escucha con atención. La sensación de poder de la alta autoridad se reemplaza por una situación molesta. ¿No les tenía que brotar el pensamiento de que aquí intervenía un poder más alto? El texto no revela nada sobre este particular. Pero los miembros del sanedrín que reflexionaban más profundamente ¿no tomaron más en serio la señal que se les ofrecía? El transcurso del proceso parece confirmarlo. ¿No era Gamaliel uno de los que esperaban la intervención de Dios? Sus palabras, que pronto escucharemos, parecen indicarlo.


b) Libertad de los apóstoles y progreso de la Iglesia (Hch/05/25-42).

25 Pero, en esto, se presentó uno anunciándoles: «Los hombres que metisteis en la cárcel andan sueltos por el templo, enseñando al pueblo.» 26 Fue entonces el jefe de la guardia con sus hombres y los condujeron, sin violencia, porque temían al pueblo, no fueran a apedrearles. 27 Los llevaron, pues, y los presentaron al sanedrín. El sumo sacerdote los interrogó diciendo: 28 «Os habíamos ordenado severamente que no enseñarais en este nombre, y resulta que habéis llenado Jerusalén con vuestras enseñanzas y queréis hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre.»

Los jefes judíos tienen que experimentar con una claridad creciente su importancia ante el poder vital de la comunidad de Jesús. Esto se les presenta ante la vista con una evidencia inesperada. En el primer encuentro judicial con Pedro y Juan la escena irrefutable del cojo de nacimiento curado les impedía proceder según sus verdaderas intenciones. Ahora la cárcel vacía les mostraba claramente cuán difícil es combatir contra el poder vital de un movimiento impulsado por el Espíritu Santo.

A los jefes judíos tuvo que producirles el efecto de un insoportable desafío de la conciencia de su poder la noticia de que los hombres que habían puesto en la cárcel estaban precisamente en el templo y allí anunciaban la doctrina por cuya causa se les quería procesar. Pero lo más grave para ellos es este pueblo que se reúne lleno de entusiasmo en torno de los apóstoles y escucha atentamente su predicación. El jefe de la guardia del templo con sus subordinados tuvo que experimentar cuán problemática había llegado a ser la autoridad de este sanedrín y de sus guardias con respecto a la Iglesia, cuando sin coacción ni violencia tuvieron que conducir a los apóstoles ante la asamblea del sanedrín, rodeados por la multitud del pueblo, que ya había estado dispuesta a apedrear a los que sostenían la suprema autoridad judía.

Los apóstoles están ante el sanedrín. Se presentan como hombres libres. Son libres, porque el mismo Dios los ha liberado por medio de su ángel. Son libres, porque el pueblo se colocó detrás de ellos. También aquí vemos el gobierno misterioso del Espíritu Santo. Porque sólo él puede dirigir las cosas de la vida de tal forma que los planes de Dios también se cumplan en la armonía externa de las causas. Los Hechos de los apóstoles siempre saben informar sobre tales situaciones.

Además de este temor al pueblo ¿temía también el sanedrín algo más? Raras veces suenan las palabras del sumo sacerdote. Su discurso ¿no rezuma temor y recelo? En primer lugar es una acusación. No podía ser de otra manera. El sumo sacerdote recuerda a los apóstoles la prohibición de «que no enseñarais en este nombre» (4,17s). De nuevo rehuye decir el nombre en torno del cual todo gira. ¿Es menosprecio de Jesús? ¿Es algún miedo? También se podría pensar en esto último. Porque en sus palabras se percibe una rara solicitud cuando habla de la sangre de este hombre. Alude a la sangre de Jesús. Aquella sangre que a su tiempo tomó sobre sí el pueblo extraviado en la condenación de Jesús por medio de Pilato, cuando con ofuscamiento y pasión gritó: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27,25). San Lucas no ha conservado esta frase en su Evangelio, pero la conocía, y por así decir la recupera en este pasaje cuando hace que el sumo sacerdote hable de ella.

29 Respondiendo Pedro y los apóstoles dijeron: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres. 30 El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros disteis muerte colgándolo de una cruz. 31 A éste lo ha exaltado Dios a su diestra como príncipe y salvador, para dar a Israel arrepentimiento y remisión de los pecados. 32 Testigos de estas cosas somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios ha concedido a los que le obedecen.» 33 Ellos, al oírlos, llenos de rabia, estaban resueltos a acabar con ellos.

La respuesta de los apóstoles a los reproches del sanedrín no es el lenguaje que usan los acusados. Antes bien se vuelve contra los acusadores con una confesión valiente. Obsérvese la sensible diferencia de su actitud en el primer juicio oral. Allí tampoco se puede notar ninguna sumisión temerosa. Pero no hay que pasar por alto una cierta reserva con respecto al supremo tribunal del pueblo. Esta vez los apóstoles ya no someten al juicio del sanedrín la decisión de si es justo obedecer a los hombres antes que a Dios. Su voz resuena claramente y sin ninguna reserva en la sala del tribunal: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres.»

No solamente Pedro lo dice así, aunque él es el que habla. Sino que el texto tiene cuidado en hacer constar: «Pedro y los apóstoles dijeron...» En ellos toda la Iglesia hace uso de la palabra. Pondérese el peso de estas palabras en esta situación. ¿Quién da a los apóstoles el derecho de hablar así, la facultad de considerar la orden del sanedrín como mandamiento humano, de no hacer caso de esta orden? ¿De dónde les viene la seguridad con que pueden distinguir en qué han de obedecer a Dios antes que a los hombres? Estas son cuestiones serias. Difícilmente se pueden solventar desde fuera con argumentos humanos. Concurren dos ámbitos de obligaciones: las leyes de la autoridad visible y terrena, y las leyes del Espíritu Santo. Este sanedrín como órgano del pueblo elegido por Dios podía atribuir a la voluntad divina su facultad de gobernar por medio de honorables tradiciones. Según la manera general de ver de los judíos estos hombres de Galilea eran sus súbditos. ¿No tenía, pues, derecho a reclamar una obediencia absoluta? Se podría pensar así. Y en el sanedrín probablemente muchos pensaban así, y por sus convicciones sinceras no podían pensar de otra manera.

Y sin embargo había llegado la hora en que se dieron a conocer una nueva ordenación, una ordenación que tenía que chocar con la suprema autoridad judía. El mensaje de Jesús y el testimonio sobre él después de los sucesos de pentecostés llamaba a los hombres para que tomasen la decisión de la fe. El sanedrín desoyó la llamada de la fe. El misterio de la salvación, que de parte de Dios se ofrecía a los hombres en Jesús de Nazaret, ya había sido rehusado en el proceso contra Jesús por la suprema instancia del pueblo judío. Y también ahora, cuando los discípulos de este Jesús, con su mensaje, intentan otra vez anunciar el camino de salvación de Cristo Jesús, tienen que tropezar de nuevo -desde un punto de vista humano- con la resistencia de los jefes judíos. Se denota una situación verdaderamente trágica. Siempre vendrá a ser un acontecimiento, en que el llamamiento viviente de Dios y el testimonio del Espíritu Santo dan con la ambición de poder de una tradición y organización rígidas, que no tienen intención ni son capaces de oir ni entender esta llamada. Ésta era la situación en el sanedrín de Jerusalén, cuando Jesús estuvo ante él y fue condenado. Ahora de nuevo se da la misma situación, ya que el sanedrín reclama de los apóstoles una obediencia incondicional.

Los apóstoles ciertamente pudieron sentir la alternativa en que se les había puesto. Sin embargo, ya se han decidido. El encargo de Jesús resucitado se les ha confiado a ellos. El encargo del que se les ha mostrado vivo y se ha revelado en su misterio divino. El encargo del que les ha enviado al Espíritu Santo en el día de pentecostés, y desde entonces ha demostrado su fuerza con señales y prodigios. Como dijo Pedro con tono autoritativo en el primer juicio oral, ellos no podían dejar de decir lo que habían oído y visto (4,20). Los apóstoles están ante la suprema autoridad del pueblo judío. Tienen que dar respuesta. Lo hacen con la conciencia de lo que se les imputa. Su respuesta, tal como está en el relato de los Hechos de los apóstoles, comprende pocas palabras, pero en cada una de ellas se contiene una declaración trascendental. Esta respuesta es una confesión, confesión y testimonio, llamada y promesa. Una apelación promotora de la naciente Iglesia a la sinagoga recusante.

De nuevo penetra por el recinto, como primer y más importante testimonio, el mensaje que hasta ahora hemos percibido siempre como la confesión de los apóstoles. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús. La formulación de esta frase está bien pensada. «El Dios de nuestros padres», dice conscientemente el apóstol. No quiere hablar como un forastero, como si estuviera fuera de Israel. No, su Dios también es el Dios de estos hombres del sanedrín, y así es el Dios de sus padres, el Dios de Israel, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como lo nombró Pedro ya en su discurso después de la curación del cojo de nacimiento (3,13). Con esta alusión al «Dios de nuestros padres», Pedro invoca en cierto modo, toda la historia de la revelación de este Dios como testimonio de su mensaje. «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús», así suena el testimonio ante los hombres del sanedrín, y éstos oyen este mensaje como la confesión convencida de hombres que están ciertos de lo que dicen. El apóstol recuerda con valentía la sentencia de muerte que el sanedrín ha dictado contra Jesús, cuando dice: «... a quien vosotros disteis muerte colgándolo de una cruz». ¿Por qué dice eso? ¿Pretende acusar de asesinato a los miembros del sanedrín? Ciertamente no lo pretende. Lo que quiere es dar testimonio. Quiere testificar la gloria con que el Dios de Israel, el Dios de los padres, ha exaltado a este Jesús a su diestra. Ya sabemos por las declaraciones de los Hechos de los apóstoles que se han hecho hasta aquí -y esto lo confirman todos los escritos del Nuevo Testamento-, cuán bien conocían los apóstoles la cruz y muerte de Jesús y cómo hablaban de ella con profundo respeto. Por encima de la pasión y muerte de Jesús los apóstoles contemplaban con una emoción todavía mayor la gloria que Jesús había recibido en su resurrección y ensalzamiento al lado de Dios.

En esta hora memorable Pedro muestra a Jesús de Nazaret a la diestra de Dios como príncipe y salvador, y así atestigua de él las más altas dignidades, que en el lenguaje del Antiguo Testamento solamente corresponde a Dios. Este «príncipe y salvador» ha sido exaltado por Dios, para traer a Israel la salvación que ella espera desde los profetas, y que incluye en sí la conversión y el perdón de los pecados. En las palabras de Pedro se puede ver una alusión de profundo sentido, como también la encontramos en Pablo. Cuando Pedro dice: «... a quien vosotros disteis muerte colgándolo de una cruz» (cf. 10,39), podría haber pensado en unas palabras del libro del Deuteronomio, en las que se dice: «Cuando un hombre cometiere delito de muerte, y sentenciado a morir fuese colgado en un patíbulo, no permanecerá colgado su cadáver en el madero, sino que dentro del mismo día será sepultado: porque es maldito de Dios el que está colgado del madero» (Dt 21,22s). El apóstol Pablo ha hecho suyas estas palabras y con una interpretación teológica de la salvación las ha referido a la muerte de Jesús, cuando dice: «Cristo nos ha rescatado de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros» (Gál 3,13). La misma orientación se indica también en las palabras de Pedro, cuando describen la muerte de Jesús en la cruz con estas palabras del Deuteronomio. Lo que en primer lugar aparece como culpa de Israel y sobre todo del sanedrín, se ha convertido en la felix culpa, en la culpa dichosa, y, con esta visión profunda de fe, el recuerdo de la muerte de Jesús en la cruz se convierte espontáneamente en el llamamiento de la gracia al pueblo judío. Y así en las palabras del apóstol al sanedrín más que una acusación y un reproche, se hace una advertencia y una promesa. Dios da su Espíritu a todos los que le obedecen. Pero «obedecer» significa doblegarse a la oferta de Dios en la obra salvadora de Jesús, creer y confiar en él. Esta fe está asegurada por un doble testimonio, por el testimonio del apóstol y por el testimonio del Espíritu Santo. Por lo dicho hasta ahora conocemos el sentido de esta declaración.

En la respuesta de Pedro se describe con pocas palabras la acción salvadora de Dios. Tres veces se nombra a Dios en el texto: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús... A éste lo ha exaltado Dios a su diestra como príncipe y salvador... El Espíritu Santo que Dios ha concedido a los que le obedecen...» Y en esta conciencia se funda la confesión introductoria: «Es preciso obedecer a Dios ante que a los hombres.» Así pues, en las palabras de los apóstoles se contiene una justificación y una llamada; una justificación del mensaje que anuncian en nombre de Jesús, una llamada a los hombres del sanedrín, con cuya inteligencia y disposición está unida de una forma decisiva la salvación de todo el pueblo.

¿Cómo acogen esta llamada? Perseveran en su obcecación. Todavía lo hacen más obstinadamente. Ellos, al oírlos, llenos de rabia, estaban resueltos a acabar con ellos. Rehúsan comprender a los apóstoles. Se repite lo que también tuvo que experimentar Jesús. Buscan un medio para desembarazarse de los molestos testigos y amonestadores. Lo hacen como guardianes de un orden que consideran como ordenación de Dios, aunque el testimonio revelado de aquel orden -como hasta ahora han expuesto los Hechos de los apóstoles- ha hecho ver la verdad de los hechos de salvación en Cristo Jesús, y el derecho de los apóstoles a proclamar su mensaje.

Este sanedrín nos ofrece una escena conmovedora. Actúan todas las pasiones y debilidades humanas, antes en la condenación de Jesús y ahora también en la persecución de sus apóstoles. ¿Podemos acusar y condenar? ¿Dónde está el principio y el límite de la culpa y de la responsabilidad? ¿Tenía que suceder todo como sucedió? ¿Estaba todo decretado por Dios? El apóstol san Pablo en la epístola a los romanos procuró dar respuesta a esta pregunta con una visión profunda de la historia de la salvación (Rom 9-11). Pero al final tiene que confesar humildemente: «¡Oh profundidad de la riqueza, y de la sabiduría, y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones, y qué inexplorables sus caminos!» (Rom 11,33).

34 Pero surgió en el seno del sanedrín un fariseo, llamado Gamaliel, doctor de la ley, estimado por todo el pueblo, el cual mandó que los hicieran salir por un momento, 35 y dijo: «Hombres de Israel, reflexionad qué vais a hacer con estos hombres. 36 Porque hace tiempo surgió Teudas, haciéndose pasar por un personaje, y se le unieron alrededor de cuatrocientos hombres. El fue muerto, y todos sus adeptos se dispersaron y fueron reducidos a la nada. 37 Después de él se levantó Judas de Galilea, en los días del censo, y arrastró gente detrás de sí; también este pereció, y todos sus adeptos se dispersaron.

Jesús resucitado vela por sus testigos. La obra de éstos todavía no está concluida. Todavía no había llegado su hora, se podría decir usando el lenguaje del Evangelio de san Juan (Jn 7,30; 8,20). El Espíritu Santo también dirige las cosas en esta hora tan crítica para la Iglesia, como nos lo muestra la actuación del fariseo Gamaliel. Era un teólogo y doctor de la ley, que gozaba de gran prestigio. Así lo testifican también los escritos del judaísmo rabínico, que conservamos en el llamado Talmud. Para los Hechos de los apóstoles este hombre también tiene un especial interés, porque el apóstol san Pablo en una hora amenazadora se ha referido a él ante el pueblo judío irritado, cuando dijo: «Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad, en la escuela de Gamaliel, instruido cuidadosamente en la ley patria, lleno de celo por la causa de Dios» (22,3). Se nos presenta a Gamaliel como fariseo. Se hace esta presentación con especial cuidado. Leyendo los Hechos de los apóstoles se recibe la impresión de que el grupo fariseo en Jerusalén no tomó contra los discípulos de Jesús una actitud tan hostil y fanática como los saduceos y la autoridad sacerdotal del templo. Léase el relato sobre el juicio oral de Pablo ante el sanedrín (23,1ss). Incluso ante la enemistad del partido sacerdotal, Pablo pudo ganarse la simpatía de los fariseos y provocar en favor suyo una escisión en la suprema autoridad del judaísmo. Siempre se nos advierte que no podemos transferir la actitud hostil de grupos particulares a todo el pueblo judío.

¿Qué pensamientos e intenciones mueven a Gamaliel? Conoce el partido de los saduceos guiado por la ambición de poder externo. Ha presenciado su manera de proceder en el proceso contra Jesús. Porque es de suponer que Gamaliel también asistió a las funestas sesiones de dicho proceso. También pertenecían al sanedrín hombres como Nicodemo (Jn 3,1; 7,50) y José de Arimatea (23,50s). Gamaliel era muy consciente de la injusticia que se hizo a Jesús. Quiere evitar una nueva injusticia.

Se denota una profunda visión religiosa de la cosas en las palabras del escriba. Una observación e interpretación madura y atenta de las cosas y acontecimientos en la historia de su pueblo. Era un tiempo cargado de tensión para este pueblo. ¿Qué podía sentir un sincero investigador como Gamaliel? El dominio extranjero hacía muchas decenas de años que se había establecido en el país. El deseo de libertad e independencia hizo que la expectación mesiánica, que se arraigaba profundamente en los escritos sagrados, estallara apasionadamente en las tentativas de rebelión, de las que informa el historiador judío Flavio Josefo. Si leemos atentamente los Evangelios, también encontramos en ellos esta agitación política del judaísmo como fondo de la vida de Jesús. Sabemos cómo incluso los discípulos del Señor estuvieron dominados por las ideas de los movimientos mesiánicos que ardían sin llama en todo el pueblo.

Gamaliel cita dos ejemplos. Dejamos aparte la pregunta que hace la investigación exegética, a saber, cómo este relato puede conciliarse con los datos de Flavio Josefo. Se admite la posibilidad de que san Lucas al referir de un modo literario las palabras de Gamaliel haya ordenado los dos acontecimientos de una forma libre. Sin duda se trata de datos históricos atestiguados. El movimiento que ha suscitado Judas Galileo muestra también su supervivencia ya en tiempo de Jesús y más tarde en el partido de los llamados zelotas. Pero no se logró el éxito que prometían las tentativas de rebelión, las cuales indujeron a la potencia ocupante a tener todavía mayor vigilancia y severidad. En el Evangelio de san Lucas leemos un ejemplo de este resultado de las intentonas, cuando se informa de los «galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ellos ofrecían» (Lc 13,1ss).

38 »Y ahora yo os digo: dejad en paz a estos hombres y soltadlos. Porque, si fuese cosa de hombres, este plan o esta obra, se disolverá; 39a pero, si es cosa de Dios, no lograréis disolverlos; y no vayáis a encontraros con que estáis en lucha contra Dios.»

En estas palabras se da a conocer el motivo más profundo de la intervención de Gamaliel. Éste sabe que Dios dirige la historia humana. La vista del camino por el que ha andado el pueblo judío, como lo atestiguan las Sagradas Escrituras, ha marcado su cuño en el juicio de Gamaliel. Los sucesos del tiempo pasado más reciente han profundizado los conocimientos y la experiencia de Gamaliel. ¿Qué pensaba éste de Jesús de Nazaret? Las palabras de Gamaliel no revelan nada sobre este particular. Conocía la muerte de Jesús. De eso no se puede dudar. ¿Sabía algo más? ¿No estaba también enterado de las cosas extraordinarias que acontecieron desde esta muerte, es decir, de los prodigios y señales? ¿No conocía el espíritu sincero de la comunidad? Seguramente estaba impresionado por la actuación de estos acusados, por su testimonio.

Gamaliel no se guía por mera prudencia ni por un cálculo de conveniencias, sino por el conocimiento de Dios, que -tal es probablemente su idea- podría estar activo en la obra de los apóstoles. No podemos descubrir los últimos conocimientos y consideraciones de este hombre, pero se tenía que agradecer a su perspicacia que el camino de la Iglesia fuera preservado de un peligro, que desde un punto de vista humano era mucho mayor de lo que nos parece. De nuevo se nos muestra que un poder superior gobierna esta Iglesia: el poder y el amor del Espíritu Santo.

39b Le hicieron caso. 40 Y llamando a los apóstoles, después de azotarlos les ordenaron que no volvieran a hablar en el nombre de Jesús, y los soltaron. 41 Ellos, pues, salían gozosos de la presencia del sanedrín, porque habían sido dignos de padecer afrentas por el nombre.

¡Cuánto puede un solo hombre, a quien se le ha concedido la sabiduría y prudencia y el poder de la voluntad sincera, desinteresada! Ante él se doblega la efervescente conmoción de los demás. Gamaliel conoce al sanedrín y consigue que suelten a los apóstoles. El Espíritu Santo se sirve del hombre, y dirige y guarda a la Iglesia. La leyenda dice que Gamaliel pronto se hizo cristiano. No sabemos nada con seguridad sobre ello. Difícilmente se puede suponer que profesara la fe en Cristo. Si la hubiera profesado, difícilmente tendría el gran prestigio que tiene en la tradición judía. Pero podemos suponer que en este memorable juicio oral pudieron recapacitar muchos que escucharon el testimonio de los apóstoles, y lo relacionaron con lo que irradiaba a los hombres la naciente Iglesia.

¿Qué significa la flagelación en el feliz desenlace de este peligroso proceso? El sanedrín los castigó y así conservó su aspecto de suprema autoridad. La flagelación tiene la apariencia de un castigo por no haber observado la prohibición de hablar. También Pablo tuvo que sufrir cinco veces la flagelación (2Cor 11,24), que de ordinario constaba de treinta y nueve azotes, porque se temía sobrepasar el número de cuarenta. En el discurso de Jesús sobre el fin de los tiempos se dice: «Os entregarán a los tribunales del sanedrín, y seréis azotados en las sinagogas y tendréis que comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos» (Mc 13,9). Conocemos la flagelación de Jesús en la historia de la pasión. Pilato dijo a los judíos: «Le daré un escarmiento y lo pondré en libertad» (Lc 23,16). También en el Evangelio de san Juan (Jn 19,1) se atestigua que el gobernador romano con la flagelación quiso preservar a Jesús de la muerte en la cruz, aunque su intento resultó vano.

Los apóstoles abandonaron el sanedrín con ánimo gozoso. Era la alegría del hombre que está tan penetrado de fe en Cristo Jesús, que se siente feliz de compartir también con él la afrenta y la humillación. Su mirada pasa por alto la humillación y se detiene en aquel cuya grandeza les es conocida. La fe en la resurrección y en la glorificación del Señor más que una intuición intelectual era una fuerza vital que manaba del Espíritu Santo y hacía incierta toda experiencia terrena frente a la esperanza inextinguible que latía en sus corazones. San Pablo muestra la plenitud de esta esperanza, cuando en la carta a los Romanos escribe: «Nos gloriamos esperando la gloria de los hijos de Dios. Y no sólo esto, sino también en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, la virtud probada; la virtud probada la esperanza» (Rom 5,2ss).

42 Y no cesaban de enseñar y anunciar el Evangelio de Cristo Jesús, todos los días, en el templo y por las casas.

Con esta frase concluye de una forma patente la primera serie de relatos de los Hechos de los apóstoles. Se trataba de la comunidad madre de Jerusalén, de su principio y de su camino saturado de Espíritu, de su florecimiento y desarrollo dentro de las leyes judías, también de su lucha y su victoria ante las amenazas provenientes de fuera y de dentro. Los apóstoles sin turbarse llevan el testimonio a los hombres, no solamente en el recinto del templo, sino también en las casas. Y parece que después de las primeras infructuosas tentativas de opresión se dejó en paz a los apóstoles durante algún tiempo, como puede deducirse de una noticia que se da en 8,1.

«Y no cesaban de enseñar... todos los días, en el templo y por las casas.» En estas palabras se contiene un profundo sentido. En ellas se indican el sentido y la intención de la Iglesia. En las escenas que hemos visto hasta ahora hemos presenciado los primeros días. Los apóstoles todavía enseñan en el templo y en las casas de esta ciudad marcada de una forma única por la historia de la salvación. Pero el campo de la Iglesia pronto se extenderá y ampliará. Se desborda más allá de la estrechez externa e interna. Abarcará «Judea y Samaría», y pronto se formará en Siria un importante centro, desde el que se abrirán y prepararán los caminos hacia la misión «hasta los confines de la tierra» (1,8). Las fronteras exteriores pueden modificarse, el mundo externo puede cambiarse, pero siempre podrá decirse de la Iglesia lo que aquí se dice de los apóstoles de la comunidad madre: «Y no cesaban de enseñar y anunciar el Evangelio de Cristo Jesús, todos los días, en el templo y por las casas.»