CAPÍTULO 2


LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO (2,1-47)

El siguiente relato ocupa un puesto preeminente en el mensaje de la salvación, tal como san Lucas lo entiende y lo quiere proclamar. Hacia él va encauzada la conclusión del Evangelio (Lc 24, 48s) y el principio de los Hechos de los apóstoles. La imagen de la Iglesia que a continuación se presenta ante nuestra mirada, recibe de dicho relato su profundo y verdadero fundamento y su decisiva declaración. Queremos intentar entender este relato del modo que san Lucas desea que se entienda. Dejamos aparte las cuestiones de la crítica exegética, que se esfuerza por conocer las tradiciones utilizadas por san Lucas, aunque, con ello, tengamos que renunciar a preguntarnos acerca del acontecimiento histórico, del cual el relato tomó su configuración. Aunque en estos fragmentos más antiguos de los Hechos de los apóstoles podamos suponer que la tradición (que continuamente está elaborándose) haya aportado al relato pormenores y motivos, para la exposición, mantenemos nuestra confianza en el autor y en la «solidez» de lo que enseña, prometida por él en el prólogo de su Evangelio (Lc 1,4).

1. EL ACONTECIMIENTO DE PENTECOSTÉS (2,1-13).

a) La manifestación del Espíritu (Hch/02/01-04).

1 Y al llegar el día de pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar, 2 cuando de repente vino del cielo un estruendo como de viento que irrumpe impetuoso, el cual llenó toda la casa donde estaban. 3 Y vieron sendas lenguas como de fuego que se posaron sobre cada uno de ellos; 4 se sintieron todos llenos de Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas según que el Espíritu les concedía expresarse.

Se percibe la tensión expectante de la nueva comunidad. El bautismo en Espíritu debía tener lugar «dentro de no muchos días». Así lo había dicho el Señor en su última aparición. En pentecostés debía cumplirse la promesa, en el día que se designaba como el «quincuagésimo» después de pascua, exactamente: después del 16 de nisán. Era una de las tres grandes fiestas de peregrinos. Las otras dos eran la fiesta de pascua y la de los tabernáculos. Pentecostés, era, al principio del culto judío, una fiesta de la cosecha 36 Más tarde también fue dedicada a recordar las revelaciones del monte Sinaí y la legislación que allí se dio. No es seguro que esto ya sucediera cuando se redactaron los Hechos de los apóstoles. Se han señalado en la tradición judía del Sinaí pormenores tales como los que también aparecen en nuestra narración de pentecostés. Es digno de notarse que en un escrito de Filón de Alejandría (muerto hacia el año 40 después de Cristo) se informa acerca de las revelaciones del Sinaí que fueron acompañadas de un estruendo sobrenatural y de misteriosas señales ígneas, que se transformaban en palabras divinas. También se dice en aquel escrito que las setenta naciones paganas percibieron la proclamación de la ley en la lengua de su propio país.

Tales paralelismos ¿nos obligan a suponer que san Lucas, o la tradición que se había formado antes de él, tomó en el relato de pentecostés pormenores de la leyenda judía del Sinaí? Y si así fuera, ¿quedaría con tal motivo afectado en su significado el núcleo del mensaje que se transmite? En lo más profundo de la cuestión se trata de un misterio que está más allá de toda experiencia terrena. Si este misterio debiera ilustrarse para los hombres, tendría necesidad de símbolos perceptibles. En la historia de la revelación del Antiguo Testamento el viento y el fuego son símbolos de la divinidad. Sabemos que las palabras hebreas, griegas y latinas que significan «espíritu», tanto designan los fenómenos naturales del viento que sopla (exhalación, aliento) como también el mundo misterioso de la divinidad. Dios se revela en acontecimientos alegóricos. Eso también se indica en el relato con la manera de explicar por medio de comparaciones («como de viento..., como de fuego»). No hubo ningún viento real, ningún fuego real. Son ideas auxiliares para describir lo indescriptible del Espíritu.

Del fuego, símbolo de la vida y de la gloria divinas, descienden distintas lenguas luminosas como revelación gráfica de que todos, según su manera personal de ser, reciben del único Espíritu, como lo explica y expone san Pablo hablando de los dones carismáticos del Espíritu (lCor 12,4ss). Este Espíritu, que Jesús ha prometido, dirige y hace efectivas las palabras y las acciones de los discípulos. Así tiene un especial sentido que se testifique que precisamente en pentecostés se hablaba en otras lenguas. Esto podía hacer pensar la palabra griega glossa. Con ello, el Espíritu, que se manifestaba en lenguas de fuego, capacitaría a los discípulos para hablar en otras lenguas que les eran desconocidas. Nuestro relato no excluye esta posibilidad, pero más bien parece, si hemos de ser fieles a la letra, que evoca una mutua comunicación de lenguas obrada por el Espíritu. Si principalmente se trata de un lenguaje ininteligible, extático, que debe explicarse con la ayuda de una interpretación profética, entonces el Espíritu en la revelación de pentecostés podría al mismo tiempo haber movido también el alma dispuesta de los oyentes a que gracias a un milagro de audición pudieran entender en su propia lengua nativa como mensaje de salvación lo que los discípulos decían «en lenguas».
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36. Cf. Dt 16,9-12; Lv 23,15-21.
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b) Los testigos del acontecimiento (Hch/02/05-13).

5 Paraban entonces en Jerusalén judíos devotos procedentes de todos los países que hay bajo el cielo. 6 Al producirse este ruido, se congregó la muchedumbre, y no salían de su asombro al oírlos hablar cada uno en su propia lengua. 7 Estaban como fuera de sí y maravillados decían: «¿Pero no son galileos todos estos que hablan? 8 ¿Pues cómo nosotros los oímos hablar cada uno en nuestra propia lengua nativa? 9 Partos, medos, elamitas y los habitantes de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y de Asia, 10 de Frigia y de Panfilia, de Egipto y de la región de Libia que está junto a Cirene, 11 y los peregrinos romanos, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes los estamos oyendo expresar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios.» 12 Estaban todos fuera de sí y perplejos, y se decían unos a otros: «¿Qué significa esto?» 13 Otros, en plan de burla, decían: «Están borrachos de mosto.»

Aquí tampoco se describe únicamente una escena históricamente exacta. El interés teológico también ha puesto su cuño en estas líneas. El judaísmo forma el segundo término de los acontecimientos de pentecostés. Cuando se habla de los «judíos devotos procedentes de todos los países que hay bajo el cielo», ¿se alude a quienes como antiguos judíos de la diáspora por interés religioso, impulsados por una particular expectación del Mesías, querían pasar en Jerusalén el ocaso de su vida? ¿No hay que pensar más bien en los muchos peregrinos venidos para la fiesta de pentecostés de todas las naciones de la tierra? Dejamos la cuestión en suspenso. El versículo 5 no sólo muestra la dispersión universal del pueblo judío, sino que también prepara la lista de países (2,9-11) y de este modo deja adivinar el gran campo de trabajo, ante el que se afanarán los apóstoles y la Iglesia.

La lista de países es un paramento literario. Quiere representar de una forma gráfica y viva la diversidad de los testigos de la fiesta de pentecostés, y así mostrar de un modo tan impresionante como sea posible el milagro lingüístico y auditivo. No hay que examinar esta lista con criterios estrictamente geográficos. Porque ¿cómo se comprende que se ponga «Judea» entre «Mesopotamia» y «Capadocia»? ¿Por qué no se mencionan los judíos de otras importantes naciones, como Grecia y Macedonia? La lista presentada es suficiente para la intención del autor. Se puede preguntar si la observación «tanto judíos como prosélitos» se refiere a todos los nombres precedentes o tan sólo a los «romanos», a quienes se acaba de nombrar. Dado el interés de los Hechos de los apóstoles por Roma y por los lectores romanos, no hay que desechar la suposición de que san Lucas con esta advertencia quiere indicar que los peregrinos romanos de pentecostés trajeron el mensaje cristiano a Roma y que la comunidad que allí se formó desde un principio constaba de judeocristianos y de etnicocristianos, aunque estos últimos vinieron a la Iglesia por el camino del proselitismo judío. Si se admite esta interpretación, se podrían considerar los dos nombres siguientes «cretenses y árabes» simplemente como continuación de la lista, en la que los nueve nombres de países están flanqueados probablemente a propósito, por tres nombres de pueblos al principio y por otros tres al final.

Las «grandezas de Dios» son el tema de que se habló el día de pentecostés. Debió ser una erupción de jubilosa alegría, una manifestación de la felicidad que se siente por la revelación salvífica de Dios, que le cupo en suerte al mundo en Cristo Jesús. Había llegado la primera ocasión y con ella el principio para dar el testimonio (según la orden de 1,8) de Cristo y de su gracia. Es la primera revelación de la «fuerza» del Espíritu Santo que se difunde en la Iglesia. ¿Cómo acogen los hombres esta fuerza? Un asombro perplejo conmovió a unos, otros hicieron una burla recusante. Puede ser que para las personas a quienes no se descubrió el sentido oculto de «hablar en lenguas», la pronunciación que les producía una impresión extraña les hiciera recordar el estado de embriaguez. Solamente los que habían sido penetrados por el Espíritu, percibieron en aquel hecho el mensaje de salvación en la lengua familiar de la patria. ¿Por qué este mensaje permaneció cerrado para otros? ¿No estaba bien dispuesto el corazón? Se denota el gobierno misterioso de la gracia. Pero también se deja ver la culpa y la complicidad del hombre. La Iglesia desde un principio experimenta lo mismo que experimentó el Verbo eterno. «Y esta luz resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron» (Jn 1,5).

2. PEDRO INTERPRETA LOS HECHOS (2,14-36).

a) El cumplimiento de la predicción profética (Hch/02/14-21).

14 Puesto Pedro de pie con los once, levantó la voz y les dirigió este discurso: «Hombres de Judea y vosotros todos los que habitáis en Jerusalén, quede esto bien claro y escuchad mis palabras: 15 no están borrachos estos hombres, como vosotros suponéis, puesto que es la hora tercera del día.

La opuesta actitud de los hombres ante la manera de hablar de aquel día viene a ser la ocasión para el testimonio especial de los apóstoles. Pedro es otra vez el orador. Los Hechos de los apóstoles exponen los tres grandes discursos misionales de Pedro, dos ante los judíos (2, 14ss; 3,12ss), uno ante los no judíos (10,34ss). San Lucas ha tenido cuidado en reproducir detenidamente tres sermones de Pablo, uno de ellos ante los judíos (13,16ss) y dos ante los no judíos (14,15ss; 17,22ss). La tradición eclesiástica se esforzó a tiempo por yuxtaponer en igualdad de condiciones las dos grandes figuras de la primitiva misión cristiana 38.

El discurso pronunciado por Pedro el día de pentecostés por su forma y por sus ideas lleva un cuño auténticamente judío. No solamente se trata de «hablar en lenguas», antes bien esto viene a ser la ocasión para un mensaje fundamental de la obra salvífica en Cristo y para un llamamiento a la fe en él. Para rechazar la sospecha de embriaguez Pedro puede señalar la hora del día. De este modo muestra a los discípulos de Cristo como judíos fieles a la tradición, los cuales solían permanecer en ayunas por motivos religiosos antes del sacrificio de la mañana. La comunidad todavía se siente muy estrechamente unida con la sinagoga.

No se impugna que los que están llenos de Espíritu dan exteriormente la impresión de personas en estado de embriaguez. Su manera de hablar de hecho tiene que haber recordado una embriaguez. También Pablo indica una semejante impresión producida por «hablar en lenguas», cuando dice: «Si, pues, la Iglesia entera se congrega en asamblea y todos hablan en lenguas, y entonces entran no iniciados o infieles, ¿no dirán que estáis locos?» (lCor 14,23). También en la carta a los Efesios se halla la idea de la embriaguez del Espíritu en las palabras: «No os embriaguéis con vino..., antes bien dejaos llenar por el Espíritu, hablándoos mutuamente con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones» (Ef 5,1 8s). Así pues, la manera como se habló el día de pentecostés ha de ser interpretada de suyo de acuerdo con la historia de la salvación, y Pedro procura dar esta interpretación.
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38. Cf. Ga 2,7ss.
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16 »Sino que esto es lo dicho por medio del profeta Joel: 17 y sucederá en los últimos días -dice Dios- que derramaré mi espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. 18 y sobre mis siervos y mis siervas, en aquellos días, derramaré mi espíritu y profetizarán. 19 Y haré portentos arriba en el cielo, y señales abajo en la tierra: sangre, y fuego, y vapor de humo; 20 el sol se convertirá en tinieblas y la luna en sangre, antes que llegue el día del Señor, día grande y esplendoroso; 21 y sucederá que todo el que invoque el nombre del Señor será salvo» (Joel 3,1-5).

Pedro rechaza de una forma convincente la sospecha de una borrachera natural. Pedro ve que ha habido una embriaguez distinta, que consiste en estar lleno del espíritu divino. El vaticinio de los profetas del Antiguo Testamento habla repetidas veces del derramamiento del Espíritu como don especial salvífico del tiempo final. Isaías, Ezequiel, Zacarías y otros hablan de este derramamiento. Pero Joel ha revestido de palabra esta expectación con una viveza singular. Comprendemos que la predicación de pentecostés proponga la profecía de Joel con una extensa cita. Esta se aduce libremente según los setenta, que era la traducción griega del Antiguo Testamento. Hay añadiduras menores dignas de atención, las cuales sirven para dar una interpretación aclaratoria. Conviene leer primero la cita como conjunto. Tenemos representada ante nosotros la visión que el Antiguo Testamento tenía del fin de los tiempos. Según la manera de ver del judaísmo aquí se designa el tiempo mesiánico. El derramamiento del Espíritu y las catástrofes en el universo -estas últimas en el lenguaje del judaísmo son como los «dolores del parto mesiánico», que preceden la venida del Mesías- se unen en la perspectiva del vidente del Antiguo Testamento en una sola escena.

Si en nuestro texto también se aducen estos «portentos» en el cielo y en la tierra, los cuales propiamente no corresponden al acontecimiento de pentecostés, hay que explicarlo teniendo presente la expectación del fin de los tiempos, la cual también está atestiguada en el Nuevo Testamento. Esta expectación se denota con la máxima claridad en los vaticinios de Jesús sobre el fin de los tiempos, tal como están formulados en los tres primeros Evangelios 39. Aunque la revelación del Nuevo Testamento nos haya enseñado a distinguir entre el principio del tiempo final y su terminación, sin embargo permanecen unidos el principio y el fin. Por consiguiente los últimos días ya han empezado para el mensaje del Nuevo Testamento. No hay que excluir por completo que las palabras proféticas de los «portentos arriba en el cielo, y las señales abajo en la tierra», Pedro las refiriera a las extraordinarias señales de viento impetuoso y de fuego en la mañana del día de pentecostés. Sorprende que la palabra «señales» sea añadida como complemento del texto del Antiguo Testamento. Podemos ver un motivo especial para aducir estos sucesos cósmicos, si observamos la energía que la predicación de Pedro concentra en la última frase de la cita del profeta: «Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo.» Todo el discurso de Pentecostés está ordenado hacia este mensaje. Por tanto a causa de esta frase también era indicado presentar escenas que están en relación con las catástrofes finales.

Detengámonos un poco en las distintas afirmaciones de la profecía. Pedro ve su cumplimiento particular en la manera como el día de pentecostés hablaba la comunidad bajo la influencia del Espíritu. La criatura es de nuevo penetrada por el Espíritu de Dios. Una «criatura nueva» (Gál 6,15) está llegando a la existencia. Se debe formar un nuevo pueblo de Dios. «Toda carne», es decir, todos los hombres están dispuestos a recibir el soplo del Espíritu sin matices ni limitaciones de rango y condición social. En el texto del profeta, tal como se encuentra en el Antiguo Testamento, se hace alusión a los «siervos» y «siervas» como «esclavos» en el sentido de clase social. Mediante el cambio en «mis siervos y mis siervas» la interpretación del Nuevo Testamento da a las palabras un contenido religioso. El nuevo pueblo de Dios consta de quienes son siervos y siervas de Dios, y con profundo respeto y una disposición creyente se abren a la voluntad de Dios, así como María se humilló como «la esclava del Señor» (Lc 1,38) al escuchar el mensaje. Con un cambio insignificante en el texto original las palabras del profeta pasan a ser testimonio del universal poder salvífico de la fe que establece y reúne la comunidad de la nueva alianza.

El profeta Joel nombra también «visiones» y «sueños» como manifestaciones del derramamiento de Espíritu. En el discurso de Pedro el día de pentecostés estas manifestaciones se ponen en orden todas juntas en el concepto de profetizar, que antecede como lo peculiar, cuando la comunidad de pentecostés «habló en lenguas». Por ello no es incomprensible quo cite el texto del Antiguo Testamento y en el versículo 18 se añada una repetición de lo que se había dicho en el versículo 17: «...y profetizarán». Para Pedro y para la primera comunidad todo eso es un signo de que está empezando el «día del Señor, día grande y esplendoroso». «El reino de Dios está cerca» decía, el mensaje fundamental de la proclamación de Jesús. El reino de Dios hace ver su venida con el misterioso viento brusco y con las lenguas de fuego de la revelación de pentecostés, con la manera de hablar de los fieles causada por el Espíritu.

El «día del Señor» -después de la muerte de Jesús la cuestión también puede quedar abierta- significa simultáneamente el juicio en el sentido de la expectación bíblica general. Como una amenaza del que ha de venir, el juicio está pendiente sobre los hombres. Las palabras del profeta parten de esta concepción, y de una forma enteramente espontánea se convierten en un llamamiento para hacer penitencia y disponerse. Y por eso la última frase acerca de la invocación del nombre del Señor tiene una importancia decisiva para la finalidad del mensaje de pentecostés. Necesita la gracia salvadora del Señor el que quiere salir sano y salvo en el sentido de la idea bíblica.

¿Quién es este «Señor», cuyo «nombre» se quiere «invocar»? De nuevo tenemos ante nosotros un ejemplo significativo de la nueva interpretación de las ideas del Antiguo Testamento. Siguiendo el sentido del concepto de Dios en el Antiguo Testamento, el profeta Joel pensaba en «Yahveh» y en el regreso de los hombres a él. Pero en la predicación de pentecostés la palabra Señor -la traducción de la voz griega Kyrios- ha recibido un nuevo significado. Dicha predicación ve al «Señor» en el Cristo ensalzado. Permanece la relación con Dios, pero a causa de que Dios se revela en Jesús de una forma personal, la divina dignidad de Señor también se transfiere a él. Se indica un notable proceso de la fe neotestamentaria de la salvación.

Conocemos el profundo contenido de la profesión de fe de san Pablo en el Kyrios, cuando dice: «Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó y le concedió el nombre que está sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,9ss). Se lee en particular: «Si confiesas con tus labios que Jesús es Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9). Y es significativo que san Pablo en relación con este último texto cita las palabras del profeta que ahora consideramos: «Y todo el que invoque el nombre del Señor será salvo» (Rom 10,13). Por el mensaje de Jesucristo que sigue a continuación, vemos claramente que también Pedro con esta frase quiere invitar a la fe en el Señor Jesús y quiere mostrar en la revelación de pentecostés un testimonio que el misterio de salvación da de sí mismo.
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39. Mt 24; Mc 13; Lc 21.
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b) El envío del Espíritu es señal de la glorificación del Señor (Hch/02/22-36).

22 »Hombres de Israel, oíd estas palabras: A Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios ante vosotros con milagros, prodigios y señales que por él realizó Dios entre vosotros, como bien sabéis; 23 a éste, entregado según el plan definido y el previo designio de Dios, vosotros, crucificándolo por manos de paganos, lo quitasteis de en medio. 24 Pero Dios lo resucitó liberándolo de los dolores de la muerte, dado que no era posible que ella lo retuviera en su poder.

La nueva alocución presenta un nuevo pensamiento. Cuando se llama a los oyentes hombres de Israel, se les recuerda su elección y destino en la historia de la salvación. «Son israelitas», dice Pablo (Rom 9,4), con lo cual alude al misterio del pueblo del que Dios se había hecho cargo con especial atención. Ahora también se cumple lo que el Apóstol dice muy poco después: «No todos los que descienden de Israel son realmente Israel» (Rom 9,6).

Y ahora, después de este tratamiento significativo, suena por primera vez el nombre del que se ha dado a conocer en el acontecimiento de pentecostés. Ahora el discurso del apóstol se convierte en un valiente testimonio de Jesucristo, el Señor, a quien ya han señalado con la nueva interpretación las palabras del profeta: «... invoqué el nombre del Señor». El que lee con atención el ulterior contenido de la predicación de pentecostés, cae en la cuenta del fundamento sustentador de todo el mensaje de salvación del Nuevo Testamento. Este mensaje descansa sobre la ciencia de los que fueron testigos de la vida de Jesús, que pueden dar testimonio en particular de la realidad de su resurrección, y ahora también han conocido la revelación del Espíritu, tal como tuvo lugar por primera vez en pentecostés y en adelante ha de acompañar a la Iglesia en su ruta. Y todas estas experiencias las complementan las palabras (interpretadas de una forma nueva) de la Escritura del Antiguo Testamento como testimonio del Dios que se revela.

En los densos versículos 22-24 nos encontramos con la declaración concisa de lo que se expone detenidamente en los cuatro Evangelios. Si pensamos en la descripción sorprendentemente compendiosa de la actuación de Jesús: «con milagros, prodigios y señales», entre los cuatro Evangelios se podría señalar sobre todo el Evangelio de Marcos. En él las acciones milagrosas del Hijo de Dios están en el primer plano de la narración. También se podría pensar en la tradición según la cual el evangelio de Marcos se funda en la predicación de Pedro, aunque es difícil aceptar que existan conexiones entre Marcos y la predicación de Pedro el día de pentecostés. En todo caso vemos, como ya lo hemos indicado al principio, que, para la primitiva proclamación del mensaje, las acciones de Jesús no son un testimonio despreciable para conocer la verdad de las palabras del Salvador. Por lo que se refiere a la intención del mensaje de pentecostés, como para toda la proclamación del Nuevo Testamento, también hay que notar que Pedro puede dirigir la palabra a sus oyentes, como personas que conocen los milagros del Señor. Quizás entre ellos había testigos reales de la vida de Jesús. Sin embargo los sucesos de su vida también los conocían los demás, por haberlos oído contar. Por eso Pedro más tarde también puede decir ante el centurión Cornelio de Cesarea: «Vosotros conocéis lo que ha venido a ser un acontecimiento en toda Judea...» (10,37). Y Pablo puede declarar ante el rey Agripa: «Sabe de estas cosas el rey, a quien por ello hablo confiadamente, pues no puedo creer que nada de esto ignore, ya que no ha sucedido en ningún rincón» (26,26). Pongamos especial atención a estas palabras. En ellas vemos la fuerte impresión que causaron en todo el país y fuera del país los sucesos de la vida de Jesús, incluso en quienes no se habían encontrado personalmente con él. La Iglesia naciente se había dado perfecta cuenta del segundo término histórico de su mensaje y, como muestra el prólogo del Evangelio de san Lucas, puede gloriarse de la autenticidad de cuanto ella da testimonio.

Así pues, Pedro puede referirse con razón a la fuerza del testimonio de las obras de Jesús. Para Pedro los «milagros» de Jesús son «señales» por medio de las que el mismo Dios demostró que él estaba actuando en Jesús de Nazaret. Si se da este sentido a los milagros de Jesús, se recordará el Evangelio de san Juan, en que encontramos repetidas veces la misma indicación de Jesús al sentido revelante de sus «obras», como por ejemplo: «Estas mismas obras que yo estoy haciendo, dan testimonio en favor mío de que el Padre me ha enviado» (Jn 5,36). Quizás pueda sorprender en el versículo 22 la doble mención de Dios. Esto puede haber sucedido para mayor claridad de lo que se afirma. Pero también vemos en ello el interés (que sobresale en todo el discurso) de hacer que Dios aparezca, con la mayor fuerza posible, como el que actúa en Jesús: Dios le ha acreditado, Dios ha obrado los milagros por medio de él (2,22), Dios ha decretado su muerte (2,23), Dios lo ha resucitado (2,24.32), Dios le ha enaltecido (2,33), Dios lo ha hecho Señor y Mesías (2,36). Es significativo lo que se declara sobre la pasión y muerte de Jesús, que se describe con la frase usada a menudo en el mensaje del Nuevo Testamento, especialmente en la historia de la pasión: fue entregado. Esta entrega de Jesús, que también incluye la traición de Judas, sucedió, así Pedro quiere hacerlo resaltar, de acuerdo con la presciencia y el plan salvífico de Dios. La muerte de Jesús en su más profundo fundamento no puede explicarse como un acontecimiento motivado por los hombres en el transcurso de la historia del mundo, por más que también cooperaran a la muerte del Salvador causas que pueden comprobarse históricamente. Esta declaración no solamente es un fin particular de los Hechos de los apóstoles. También para los demás escritos del Nuevo Testamento es importante este mensaje, cuando dicen que se cumplieron las Escrituras en la pasión de Jesús, y que «convenía que sucediera así» (Mt 26,54), o cuando Jesús resucitado dice a los apóstoles: «Así estaba escrito: que el Mesías tenía que padecer» (Lc 24,46). También san Pablo pone de relieve que la muerte de Jesús estaba en conformidad con la Escritura y se fundaba en la voluntad salvífica de Dios (lCor 15,3). En varias ocasiones hablan los Hechos de los apóstoles de este divino decreto, que se cumplió en la muerte de Jesús (3,18; 17,3; 26,22s).

Esta voluntad salvífica de Dios no quita la culpa humana que coopera en la muerte de Jesús. Percibimos el profundo misterio del encuentro de la resolución divina y de la acción humana. La culpa de los judíos, esencialmente de la clase rectora de Jerusalén, tampoco se anula por el hecho de haber entregado a Jesús a las autoridades romanas anomon, «paganos» en nuestra traducción; «sin ley» literalmente. Por eso en los Hechos de los apóstoles se declara abiertamente y sin limitación que el pueblo judío también fue responsable de la muerte de Jesús. Sin embargo, san Lucas tiene interés en indicar la ignorancia de los hombres como razón de que sea menor la culpa. Las palabras de Jesús en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34) también tienen validez en los Hechos de los apóstoles, como lo veremos más adelante (cf. 3,17). Como el relato de la pasión de todos los Evangelios, también la predicación de Pedro después de hablar de la pasión da testimonio de la resurrección de Jesús como del acontecimiento decisivo en la obra salvífica de Dios. «Dios lo resucitó», se dice siempre en este mensaje como hasta ahora hemos podido ver, siempre según la predicación de la Iglesia primitiva. También en las cartas del apóstol san Pablo este mensaje se presenta como la declaración fundamental de todas las proclamaciones. «Así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre...», se afirma en una de las muchas frases que se refieren a este particular (Rom 6,4).

En este pasaje se habla de los dolores (de parto, según el texto griego) de la muerte, aludiendo a la resurrección. Esta metáfora está tomada de los Salmos 17,6; 114,3 (según la traducción y numeración de los setenta). De este modo la resurrección de Jesús se compara mediante una peculiar metáfora con un nacimiento por parte de la muerte, el cual no pudo ser impedido por ella, que en cierto modo llevaba a Jesús en su seno. El mismo Dios, así lo supone el texto griego, ha causado los «dolores de parto de la muerte», y así ha conducido a la vida al «primogénito» de entre los muertos» (Col 1,18). El que no contentándose con la traducción de los setenta busca el modelo hebreo de la metáfora de los «dolores de parto de la muerte», encuentra en los textos citados de los Salmos la metáfora más indicada de las «ataduras de la muerte». Se supone que una vocalización distinta de la misma expresión hebrea ha conducido a los «dolores de parto de la muerte». Puesto que el texto del Nuevo Testamento se acomoda a la redacción griega del Antiguo Testamento, estamos obligados a dejar en su puesto la difícil metáfora de los «dolores (de parto) de la muerte» y mostrarla como razonable.

El indestructible poder vital de Cristo Jesús sobresale todavía con más fuerza, cuando incluso la «muerte» tuvo que conducirle a la vida. Nos vienen a la memoria las palabras de Isaías, que cita san Pablo (lCor 15,54s) con la mirada puesta en la resurrección de Jesús: «La victoria se tragó la muerte. ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu victoria? ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu aguijón?» (Is 25,8).

25 »Porque David dice a propósito de él: Yo veía al Señor delante de mí continuamente, porque está a mi derecha para que yo no vacile. 26 Por ello se alegró mi corazón y estalla en cánticos mi lengua, y hasta mi carne reposa en la esperanza 27 de que no abandonarás mi alma al Hades, ni dejarás que tu santo experimente corrupción; 28 me diste a conocer caminos de vida, me henchirás de delicias junto a ti (Sal 16,8-11).

29 »Hermanos: Séame permitido deciros resueltamente acerca del patriarca David, que no sólo murió y fue sepultado, sino que su tumba se conserva entre nosotros hasta el día de hoy; 30 pero siendo como era profeta, y sabiendo que Dios le había asegurado con juramento que un descendiente suyo se sentaría sobre su trono, 31 previendo el futuro, habló de la resurrección de Cristo: que no sería abandonado al Hades ni su carne experimentaría corrupción. 32 A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos de ello.

Este fragmento, tal como está, tiene que leerse y ser entendido dentro del conjunto de la Escritura y de la interpretación de la misma. Parece desviarse del tema de predicación de pentecostés. Sin embargo como los versículos precedentes sobre Jesús de Nazaret (2,22-24), está en íntima relación con el misterio del Espíritu Santo. Porque ¿cómo podría concebirse el acontecimiento de pentecostés sin la muerte salvadora de Jesús y sin su resurrección? Solamente puede interpretarse el misterio del Espíritu Santo por la realidad de los sucesos de pascua. Así entendemos el deseo de la primitiva Iglesia, cuando se esfuerza sin cesar por hacer creíble y razonable el acontecimiento fundamental de la resurrección.

Sin duda el mensaje de la resurrección de Jesús está sostenido por la experiencia personal que tuvieron los apóstoles en los encuentros con Cristo resucitado. «Seréis testigos míos» (1,8): esta frase se dice sobre todo con respecto al testimonio de la resurrección. Cuando se trata de elegir un nuevo apóstol en sustitución de Judas (1,22), Pedro exige que el apóstol sea en primer lugar testigo de la resurrección de Jesús. Y cuando Pablo quiere hablar de la verdad de la resurrección (por ejemplo en ICor 15), entonces enumera por orden los testigos a quienes Jesús se apareció después de la resurrección, y a Pablo le interesa poder decir: «De los cuales la mayor parte vive todavía» (lCor 15,6). En el versículo 32 de este pasaje se encuentra la declaración decisiva: «A este Jesús Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos de ello.»

Pero además de este testimonio externo de los participantes la Iglesia desde el principio buscó también el testimonio de la revelación del Antiguo Testamento, como correspondía a la manera judeocristiana de pensar y a las necesidades de la primera misión. Por eso Pablo en la primera epístola a los Corintios introduce su mensaje de la resurrección con una fórmula de confesión que probablemente ya se usaba en el tiempo más antiguo de la Iglesia. Dice así el Apóstol: «Fue sepultado, y al tercer día fue resucitado según las Escrituras» (lCor 15,4). Y cuando Pablo en Antioquía de Pisidia habló de la resurrección de Jesús, también se esforzó por mostrar la conformidad de la misma con la Escritura (13,30ss). Así pues, el «según las Escrituras» del credo litúrgico de la Iglesia ya tiene su origen en la proclamación del Nuevo Testamento. Por consiguiente, para la manera como la primera comunidad entendía la salvación, es característico y sintomático que la predicación de pentecostés procure unir y apoyar el testimonio personal de los apóstoles sobre la resurrección de Jesús con la prueba que se funda en las palabras de la revelación. De nuevo -como en 1,20- se toman por base unas palabras del libro de los Salmos, y esto nos confirma de nuevo en el interés con que la Iglesia primitiva consideraba estas voces de la antigua alianza según su declaración cristológica.

No queremos examinar con rigor exegético si se tiene derecho a referir las palabras aducidas del salmista a la resurrección de Jesús. Se puede reconocer un sentido pleno al salmo como el himno de un autor piadoso que sabe que está salvo en Dios, incluso sin esta relación a Cristo. Sin embargo tiene importancia que ya los rabinos vieran fundada en el salmo 16,10 su convicción de que David había permanecido en su sepulcro preservado de la putrefacción. Ahora la predicación de Pedro encuentra manifestada en este salmo la resurrección de Jesús, a causa de que en el versículo 30 se designa a David como profeta. Pedro puede hacer referencia al sepulcro de David, que entonces estaba en Jerusalén como magnifico monumento, antes que se desmoronara en tiempo de la segunda rebelión judía (132-135 después de Cristo). Este sepulcro contenía un muerto, por tanto según la interpretación del apóstol no puede aplicarse a este muerto lo que dice el salmo: «No dejarás mi alma (= mi vida) en el reino de los muertos.» A estas palabras del salmo se refiere la siguiente frase de nuestro texto: «no sería abandonado al Hades.» Pero David conocía -así prosigue el pensamiento de Pedro- la promesa de que un descendiente suyo un día ocuparía su trono.

En esta serie de ideas tiene importancia que Pedro en David ve la figura de Cristo en la historia de la salvación, y al mismo tiempo al profeta, que refiere la promesa de Dios, tal como se encuentra en 2Re 7,12, no a cualquiera descendencia corporal, sino al mesiánico «hijo de David» y a su reino mesiánico. Por esta conciencia Pedro ha rezado el salmo 16 refiriéndose a la persona del Mesías, «a propósito de él» (2,25). Pedro y la primitiva comunidad saben, con toda seguridad, que este Mesías es Jesús de Nazaret, el cual ha sido «acreditado» por el mismo Dios en su dignidad de Mesías «con milagros, prodigios y señales que por él realizó Dios» (2,22). Pero el mayor milagro tuvo lugar por medio de su resurrección. Por eso el apremiante deseo de la Iglesia primitiva fue lograr en favor de la resurrección el testimonio de la revelación del Antiguo Testamento. Con profundo respeto nos hallamos en frente del afán biblico-teológico de la primitiva Iglesia, y lo valoramos como un signo de la intensidad con que se mantenía en los corazones de los discípulos de Jesús la convicción de la realidad de la resurrección. Pero la afirmación decisiva y la más importante sigue siempre siendo la frase exteriormente tan corta en el contexto del discurso de pentecostés: «A este Jesús Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos de ello.»

33 »Elevado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado lo que vosotros estáis viendo y oyendo. 34 Porque David no ascendió a los cielos, y sin embargo dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra 35 hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies (Sal 110,1).

Después de hablar de la resurrección, Pedro dirige la mirada al Señor elevado (o glorificado). El pensamiento es importante en vista de los acontecimientos de pentecostés. Porque el envío del Espíritu Santo, cuya realidad se denota en la perceptibilidad externa por medio de los sentidos humanos, solamente puede ser la obra del Señor sentado en el trono de Dios. No se tiene que traducir: «elevado por la diestra de Dios», sino que ha de traducirse de acuerdo con la frase citada del salmo: «Elevado a la diestra de Dios.» Pedro y toda la comunidad primitiva conocen esta elevación. Esta fe está garantizada por la experiencia de las apariciones de pascua, una de las cuales fue la memorable aparición de despedida antes de la «ascensión a los cielos». De esta última aparición los Hechos de los apóstoles informan con especial atención en el primer capítulo introductorio. Resuenan todas las palabras de Jesús resucitado, cuando el apóstol habla de «la promesa del Espíritu Santo», que ahora se ha cumplido en pentecostés a causa de que Jesús ha recibido del Padre este Espíritu y lo ha transmitido a los suyos. De nuevo se citan las palabras de un salmo en el texto. El salmo 110 (que los judíos también entendían en sentido mesiánico) con su metáfora del ensalzamiento del Mesías al trono, es interpretado por Pedro como si hiciese alusión a Jesús. Ya en el encuentro que antes de la pascua Jesús tuvo con los escribas, este salmo desempeñó un papel especial, cuando Jesús lo refirió a su misterio mesiánico (Mc 12,35ss).

36 »Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros crucificasteis.»

Con este versículo final la predicación de pentecostés alcanza su punto culminante y también su fin interno. Este versículo con su redacción concentrada y fácil de retener en la memoria lo tenemos ante nosotros como una notificación autoritaria de la Iglesia. La declaración está preparada y se funda en la exposición precedente. Sobresalen dos ideas fundamentales de la adhesión de la Iglesia primitiva a Jesús: Jesús, el Señor, y Jesús, el Cristo, el Mesías. El mensaje va dirigido a «toda la casa de Israel». Las consideraciones y pruebas precedentes también están orientadas, como vimos, hacia la manera de pensar de los judíos. En el núcleo de este discurso de pentecostés es evidente que tenemos ante nosotros la predicación de los primeros tiempos en Palestina. El salmo 110, si lo entendemos en sentido mesiánico, traslada el concepto de Kyrios desde la teología del Antiguo Testamento al mensaje del Nuevo Testamento.

Los más antiguos fragmentos de los Evangelios nos testifican con gran verosimilitud que los discípulos ya consideraban a Jesús antes de la pascua como «Señor», por lo cual en este título ya se atestigua, con una comprensión creciente y purificadora, el conocimiento de la dignidad única de Jesús la cual le distingue de todos los demás dignatarios. En la comunidad judeocristiana el título de «Señor» tiene un sentido intensamente mesiánico. En el próximo encuentro del mensaje de Cristo con el mundo helenista este título pasa a designar la incomparable dignidad divina ante los diversos «señores» en el culto de los dioses y soberanos de aquel tiempo (cf. ICor 8,5s). Por tanto el conocimiento de Jesús, como «Señor y Mesías» se efectuó en una evolución tensa (que se perfila en los Evangelios) de la fe. Pero este conocimiento recibió su impulso más fuerte y su aseguramiento definitivo por medio de los sucesos pascuales, de los que no hay que separar la revelación del Espíritu en pentecostés.

La fe general de la primitiva Iglesia es que Jesús por medio de su resurrección y del ensalzamiento que se funda en ella, obtuvo la plena participación en el poder y gloria de Dios. Esta fe se patentiza de la forma más impresionante en el reconocimiento de Jesús como «Señor» en la epístola a los Filipenses (2,9-11) o también en la declaración que Jesús resucitado hace de sí mismo en el Evangelio de san Mateo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). La vista no se dirige al eterno y preexistente Hijo de Dios, que ya estaba en posesión de la «gloria» «antes que el mundo existiera» (Jn 17,5), sino al hijo encarnado de Dios, que «se despojó a sí mismo tomando condición de esclavo... haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,7s). Aunque la «gloria» de Dios se había ocultado en el Jesús terreno, sin embargo el grupo de los discípulos, ya en el tiempo anterior a la pascua, conocía la testificación de la conciencia mesiánica que tenía Jesús, y del misterio de su divinidad, tal como nos lo transmiten los Evangelios de una forma fidedigna. Pero por medio de la resurrección Jesús también fue constituido «Señor y Mesías» con la plenitud de la gloria, como Pablo declara en una fórmula de confesión de la fe de la Iglesia primitiva, cuando afirma que Jesús: «Nació según la carne del linaje de David, y fue constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santificación por su resurrección de entre los muertos» (Rom 1,3s). Percibimos el misterio divino y humano de Cristo Jesús, cuyo desarrollo y cuya motivación han venido a ser -y también continúan siendo- la tarea de la ulterior reflexión teológica.


3. LA PRIMERA COMUNIDAD (2,37-47).

a) El fruto del día de pentecostés (Hch/02/37-40).

37 Al oír esto, se dolieron de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: «¿Qué tendríamos que hacer, hermanos?» 38 Pedro les respondió: «Convertíos, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo; 39 porque esta promesa para vosotros es y para vuestros hijos, y para todos cuantos, estando lejos, el Señor nuestro Dios se dignare llamar» (Is 57,19). 40 y con otras muchas palabras testificaba y les exhortaba diciendo: «Libraos de esta generación torcida.»

Pedro había terminado de momento su predicación con estas dolorosas palabras. Los judíos habían crucificado al hombre a quien Dios ha glorificado tan visiblemente resucitándolo y enviando el Espíritu, y a quien ha hecho Señor y Mesías. Esto penetra en su oído y en su corazón como una amarga queja. No habían ciertamente sido los mismos judíos quienes le crucificaron. Con todo ya en el versículo 23 tuvieron que oír: «Crucificándolo por manos de paganos, lo quitasteis de en medio.» Esta acusación no hay que suprimirla ni de los Hechos de los apóstoles ni de toda la proclamación del Nuevo Testamento. Pero estaría en contra de lo que pretende esta afirmación, que con motivo de ella se enardecieran sentimientos antisemitas. Tenemos ante nuestra vista una tragedia religiosa. Si hubiese podido acontecer en un país cualquiera, éste hubiese sido puesto en la misma situación que el pueblo judío con su incomparable vocación en la historia de la salud.

Los que oyeron estas palabras, quedaron profundamente afectados. Una culpa aparecía ante su alma. No solamente debió ser la culpa por la muerte de Jesús -la mayoría de ellos no habían tenido ninguna parte en la sentencia contra Jesús-, sino que más bien era el conocimiento y la acusación de haber rehusado creer en Jesús. El deseo de obtener la salvación rechazada les hizo preguntar: ¿Qué tendríamos que hacer, hermanos? Así preguntan los judíos a los apóstoles que todavía pertenecen al pueblo de Dios formado por los judíos. La Iglesia aún vive íntimamente vinculada con la sinagoga. Todos, judíos o cristianos, todavía se llaman, entre sí, «hermanos».

La respuesta de Pedro es un llamamiento a todo Israel. La Iglesia naciente busca, de forma conmovedora, ganar la comunidad de salvación del Antiguo Testamento para el mensaje de salvación en Cristo. ¿Qué hubiera sucedido, si la sinagoga, que se había negado a la oferta de Jesús, se hubiera entonces abierto al testimonio de pentecostés dado por la nueva Iglesia, que iba creciendo en el seno de la sinagoga? Se trata de la salvación, de la realización de lo que han prometido el profeta Joel y los profetas del Antiguo Testamento. Porque Pedro alude a estas profecías, cuando dice: «Esta promesa para vosotros es y para vuestros hijos.» Estas palabras iban dirigidas a Israel. Pero en la cita que se añade de Isaías, se nombran también los que están «lejos». Aunque el alcance de la expresión y su significado dentro del contexto queden un tanto imprecisos, sin embargo existen buenas razones, que coinciden con el punto de vista de san Lucas, para ver, en estas profecías, la venida del pueblo de Dios desde todos los ámbitos de la tierra, tal como está prefigurado en la enumeración de pueblos el día de pentecostés.

El camino que indica Pedro -y que de aquí en adelante la Iglesia indicará en todos los tiempos-, es el camino para volverse al «Señor y Mesías» Jesús. El llamamiento a la conversión (en griego: metanoia), que ya Juan en el desierto (Mt 3,2) y el mismo Jesús (Mt 4,17) han hecho resaltar como condición previa para la venida del reino de Dios, por medio de la revelación de pascua y de pentecostés ha adquirido la especial relación con el Señor ensalzado. Este llamamiento significa una recusación del sendero seguido hasta ahora y la adhesión creyente a Cristo Jesús, y esto se efectuará según el orden de salvación establecido por él en el misterio del bautismo «en el nombre de Jesucristo». Mediante este bautismo sucederá lo que Juan el Bautista ha prometido como don del que viene después de él, cuando anunció: «Yo os he bautizado con agua; pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1,8). El «Espíritu Santo», que se ha manifestado en los acontecimientos de pentecostés delante de todo el mundo, será poseído por los hombres que se declaran en favor de Jesús con fe y esperanza. Ahora se cumplirán las palabras del profeta Joel citadas por Pedro: «Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo.»

Porque el hombre dispuesto para la salvación en el bautismo se declara en favor de Jesús como «Señor» al que se consagra como hombre nuevo para servir a la justicia 40, tal como lo expone san Pablo dando motivos teológicos. La salvación que el profeta, con una visión escatológica, anuncia para el fin de los tiempos con la «remisión de vuestros pecados», ya viene a ser presente como señal de que empieza el reino de Dios. Si en nuestro texto se habla de un bautismo «en el nombre de Jesucristo», ello indica que este nombre, en la recepción del bautismo, tiene una importancia decisiva como adhesión al nuevo Señor 41.

Además podría uno preguntarse de qué modo se asocia la recepción del Espíritu con el bautismo, pues la formulación de los Hechos de los apóstoles no es inequívoca 42. En este pasaje y en 9,17s la recepción del Espíritu queda estrechamente vinculada con el propio bautismo. Este enunciado diferente significa, con toda probabilidad, que la misteriosa acción del Espíritu no puede encerrarse en un esquema rígido, y precisamente en nuestro pasaje adquiere singular relieve el significado sacramental del bautismo, incluso al tratarse de la recepción del Espíritu. El bautismo congrega al nuevo pueblo de Dios para formar la comunidad de salvación en Cristo, y en la ulterior evolución de las cosas también dará lugar cada vez con mayor claridad a que la Iglesia se separe de la sinagoga.

¿Piensa Pedro en esta separación del judaísmo incrédulo, cuando resumiendo la apostólica predicación de la salud dice: libraos de esta generación torcida? Se puede pensar en la lamentación de Jesús: «¡Oh generación incrédula y pervertida!» (Lc 9,41), o bien: «Esta generación es una generación perversa» (Lc 11,29)? Nos vienen a la memoria las palabras de Isaías, con las que el profeta anuncia en un vaticinio lóbrego y al mismo tiempo consolador: «Aun cuando tu pueblo, ¡oh Israel!, fuese como la arena del mar, sólo un resto se salvará» (Is 10,22). A este resto elegido de Israel da voces Pedro para que aproveche la oferta de la salvación. «Libraos»: con este imperativo habla la acción salvadora de Dios, la oferta del Dios redentor. Pero simultáneamente se deja al buen criterio del hombre conseguir que se efectúe en sí la acción salvadora de Dios. La salvación es una empresa de Dios y la disposición afirmativa del hombre a esta empresa. La palabra salvadora de la gracia de Dios no solamente es un anuncio radiante, sino que al mismo tiempo lleva en sí una exigencia rigurosa, aunque también gozosa.
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40. Cf. especialmente Rm 6.
41. Los Hechos de los apóstoles aún designan reiteradas veces el bautismo con esta fórmula cristológica (8,16; 10,48; 19,5). Según san Mateo 28,19 ya se administró el bautismo en los primeros tiempos de la Iglesia «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», de tal forma que uno se podría preguntar si los Hechos de los apóstoles dan testimonio de una fórmula de administrar el bautismo, o si solamente quieren hacer resaltar que la finalidad del bautismo consiste en entregarse a Jesucristo.
42. Según 8,15ss y 19,5s, el Espíritu Santo fue otorgado por medio de una peculiar imposición de manos, según 10,44ss el Espíritu Santo se manifestó ya antes del bautismo.

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b) Descripción de la comunidad primitiva (Hch/02/41-47).

41 Los que aceptaron, pues, su palabra se bautizaron, y se agregaron aquel día como unas tres mil personas. 42 Y se mantenían adheridos a la enseñanza de los apóstoles y a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones. 43 El temor se apoderaba de todos, y eran muchos los prodigios y señales realizados por los apóstoles. 44 Y todos los creyentes a una tenían todas las cosas en común, 45 y vendían sus posesiones y sus bienes, y las repartían entre todos según las necesidades de cada cual. 46 Diariamente perseveraban unánimes en el templo, partían el pan en las casas y tomaban juntos el alimento con alegría y sencillez de corazón; 47 alababan a Dios y tenían el favor de todo el pueblo. Y el Señor agregaba día tras día a la comunidad los que iban a salvar.

Con pentecostés y la revelación del Espíritu, la Iglesia de Cristo está en la historia. La Iglesia se extiende en el pasado hasta a la voluntad y a la obra de Jesús. Sin embargo, con el testimonio del Espíritu -que Jesús resucitado tan encarecidamente había señalado-, la Iglesia entra por primera vez en el camino que nos muestra el nuevo pueblo de Dios. San Lucas informa que, como resultado de la revelación de pentecostés, se bautizaron tres mil personas. A san Lucas le gusta dar tales noticias. Tomamos esta cifra como un número redondo, que da una idea clara del primer gran éxito y progreso de la misión de la Iglesia primitiva.

Un sintético informe intermedio sigue a continuación. En varias ocasiones los Hechos de los apóstoles se detienen para unir con tales noticias sintéticas las distintas escenas presentadas con mayor amplitud 43. El alegre fulgor de la mañana resplandece sobre la descripción de la Iglesia primitiva. La disposición serena de ánimo de la comunidad movida por el Espíritu Santo. No se informa de un modo exhaustivo. Solamente se trazan algunos rasgos. No obstante éstos nos dan una idea de las formas y móviles fundamentales. Se menciona la adhesión mantenida de los recién bautizados en 2,42, y su perseverancia en 2,46. Se muestra esta adhesión perseverante en cuatro situaciones de la comunidad que formaba la Iglesia: «Se mantenían adheridos a la enseñanza de los apóstoles y a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones.» Nos gustaría tener datos más precisos para conocer lo que indican las distintas ideas.

La enseñanza de los apóstoles comprende toda la proclamación que les fue encargada y que resultó necesaria en el cumplimiento de este encargo, la palabra promotora hacia fuera, así como la enseñanza que profundiza en la vida interna de la comunidad. Era aquel tiempo, en que el kerygma apostólico, como se suele designar teológicamente la proclamación, se formaba con los testimonios e interpretaciones del camino de salvación de Cristo, tal como se incluyeron en la palabra escrita de los Evangelios, cuando tuvo lugar la ulterior evolución. La interpretación cristológica de las revelaciones del Antiguo Testamento, de las cuales ya hemos hablado, se habrá seguido desarrollando y enriqueciendo en esta «enseñanza de los apóstoles».

El concepto de comunión es demasiado amplio para hacer determinaciones más concretas de él. Muchos toman esta expresión como concepto general más extenso para las dos próximas ideas de la «fracción del pan» y de las «oraciones». Sin embargo podría ser una expresión que tiene consistencia por sí misma. Es muy razonable que se vea en este concepto una indicación de la extraordinaria vida comunitaria que aunó la primera comunidad en la renuncia a la propiedad privada y en la solicitud fraterna de unos por otros, y que condujo a una alegre comunidad de mesa, como se manifiesta en los versículos siguientes (2,44s).

Detengámonos un poco en esta descripción. Sin ninguna coacción externa, con plena libertad de decisión personal, los fieles renunciaron a la propiedad privada. Esto se dice con toda claridad en la historia posterior de Ananías y Safira (5,4). Compárese también el relato semejante de 4,32-37, del cual se puede deducir la plena libertad con que se entregaba la propiedad privada. Por tanto tampoco se puede equiparar esta actitud de la primera comunidad con la cesión de la propiedad privada (cesión estrictamente prescrita en la comunidad de Qumrán, la cual tiene marcado el cuño esenio en favor de una administración central de los bienes. Nuestro informe solamente quiere dar un testimonio muy expresivo de que la comunidad naciente había emprendido la senda que conduce al pleno cumplimiento del amor fraterno, como mandamiento fundamental, que Jesús ha legado a los suyos como santa obligación.

Se nombra la fracción del pan como distintivo especial de la solidaridad fraterna. En el mismo relato se vuelve a hablar de ello: «Diariamente perseveraban unánimes en el templo, partían el pan por las casas y tomaban juntos el alimento con alegría y sencillez de corazón» (2,46). En el modismo de la Biblia, el pan como alimento básico del hombre comprende todos los demás alimentos. Esto se expresa claramente en el padrenuestro, cuando se hace la petición del pan. Puesto que según la costumbre judía se empezaba la comida con la bendición ritual y con la fracción del pan, se designaba toda la comida como «fracción del pan». También Jesús observaba esta usanza, como nos lo testifica el relato de la multiplicación de los panes (Mt 14,19; 15,36) y de la comida con los dos discípulos de Emaús (Lc 24,30.35). Pero cuando en la memorable cena de despedida antes de su pasión asoció de una forma misteriosa la fracción del pan con su muerte, el concepto de «fracción del pan» obtuvo cada vez más una relación especial con el banquete eucarístico del Señor 44.

En nuestro relato ¿piensa también san Lucas en el culto que se tributa a la eucaristía? No es seguro. El versículo 46 podría ser interpretado así, puesto que se indica lo peculiar de la comunidad religiosa de los discípulos de Jesús, cuando se dice que «partían el pan en las casas» y, a par, participaban diariamente en los actos de culto del templo judío, y, por añadidura, como algo recíproco, «tomaban juntos el alimento». El texto no exige que se piense necesariamente en una celebración diaria de la eucaristía. La eucaristía se celebraba el primer día de la semana45. Pero incluso cuando no se juntaba ninguna comida eucarística con las comidas comunes de la comunidad primitiva, ésta seguramente recordaba, en forma viva, las comidas comunitarias con Jesús antes y después de la pascua y pensaba en el Señor que ha de volver (lCor 11,26), de tal forma que dicha comunidad en la común «fracción del pan» patentizaba de una forma especial lo que era peculiar de ella y emprendía el camino que condujo, con claridad siempre mayor, a la separación de la sinagoga y al desarrollo de una propia ordenación cristiana del culto. Cuando inmediatamente después de la «fracción del pan» se nombran las oraciones como expresión particular de la comunidad de la primitiva Iglesia, es difícil que con esta palabra se aluda solamente a las oraciones que se rezan en las comidas rituales, tal como están atestiguadas por ejemplo en la Doctrina de los doce apóstoles (capítulo 9s). Los primeros cristianos, mientras mantuvieron su unión religiosa con el judaísmo, es probable su participación en las oraciones que se rezaban en los actos de culto de la sinagoga (cf. 3,1). Además de las acostumbradas fórmulas judías de oración, los labios de los primeros cristianos pueden también haber pronunciado especialmente los salmos. La oración comunitaria de 4,24-30 nos muestra un ejemplo de cómo la nueva fe consiguió expresarse en el rezo de los salmos. Como oración característica de la primera comunidad podemos considerar el padrenuestro, que, gracias a su uso en la liturgia, está en los Evangelios (Mt 6, 9-13, Lc 11,2-4).

Pero también podemos pensar que muchas oraciones y cantos brotaban de la contemplación de los sagrados misterios y de ellos cobraban forma y contenido. Se ha conservado rastro de ellos entre los textos del Nuevo Testamento. Tales oraciones y cantos pueden haber sido aquellos con los cuales Pablo y Silas en la cárcel de Filipos hacia la medianoche se hicieron oír de los demás presos (16,25), o aquellos a los que se refiere san Pablo cuando dice: «La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza. Enseñaos y exhortaos mutuamente con toda sabiduría. Cantad en vuestros corazones a Dios, con gratitud, salmos himnos y cánticos espirituales» (Col 3,16; cf. Ef 5,19). La historia de la liturgia siempre estará obligada a señalar aquellos principios que dan testimonio de la Iglesia cristiana desde los primeros días, presentándola como «Iglesia orante».

No dejemos de mencionar en nuestro versículo 42 un intento de explicar estas cuatro características de la vida de la Iglesia primitiva. Esta explicación -aunque no debe aceptarse necesariamente- presta al párrafo un sentido muy digno de consideración, al ver en los cuatro conceptos apuntados una caracterización de las partes esenciales de la liturgia comunitaria en la Iglesia primitiva. Con esta interpretación se ve en la «enseñanza de los apóstoles» la lectura e instrucción recibidas del culto divino en las sinagogas -por tanto el núcleo de la posterior liturgia de la palabra-, en la «comunión» (en griego koinonia) se ve la colecta de las ofrendas para los pobres, en la «fracción del pan» la comida eucarística, antes y después de la cual se rezaban «oraciones». Con esta interpretación quizás adquiera un significado especial la afirmación, que de momento parece extraña, cuando se dice que a la vista de comunidad orante, todos eran presa del temor (2,43). Propiamente se trata de aquel emocionado respeto que, según el testimonio de los Evangelios, ya en vida de Jesús embargaba los hombres, por ejemplo, cuando al curar Jesús, según el testimonio de Lucas, «todos quedaron como fuera de sí y glorificaban a Dios, y, llenos de temor, exclamaban: Hoy hemos visto cosas increíbles» (Lc 5,26). Era aquella consternación por la que se conmueven los hombres, cuando en su sujeción a las cosas terrenas y en su culpabilidad notan la cercanía de Dios. Pero si unimos estrechamente lo que afirmamos con la indicación (que sigue inmediatamente) a los «muchos prodigios y señales realizados por los apóstoles», entonces probablemente encontramos el motivo más próximo del temor que invadió a los hombres. Obsérvese la reproducción de la misma escena en el posterior relato sintético: «Por mano de los apóstoles se realizaban muchas señales y prodigios en el pueblo, y estaban todos unánimemente en el pórtico de Salomón. De los demás, nadie se atrevía a mezclarse con ellos; pero el pueblo los tenía en gran estima» (5,12s).

Antes de terminar la explicación del texto, detengámonos todavía algo en el dato particular de que «tomaban juntos el alimento con alegría y sencillez de corazón». La palabra griega para significar la alegría no solamente indica una alegre disposición interna de ánimo, sino directamente una alegría plena, una jubilosa disposición anímica que se manifiesta exteriormente, y a la que también san Pablo se refiere cuando dice: «Gozosamente nos sentimos seguros en la esperanza de la gloria de Dios. Y no sólo esto, sino que también nos sentimos gozosamente seguros en las tribulaciones... » (Rom 5,2s). Es aquel estado de ánimo que tiene el hombre cuando se desprende de las cosas terrenas, y que tenían los macedonios, según afirma san Pablo: «...que, en medio de una gran prueba de tribulación, su alegría desbordante y su extrema pobreza se desbordaron en tesoros de su generosidad» (2Cor 8,2). Léase la carta a los Filipenses, para conocer la verdadera alegría como posesión fundamental de los cristianos redimidos.

Y está muy íntimamente unido con este gozo lo que san Lucas en nuestro texto quiere decir con las palabras sencillez de corazón. El texto griego dice: apheloteti kardias. Aphelotes significa sencillez, sinceridad. Podríase, pues, también traducir diciendo sinceridad de corazón. El concepto de «sencillez» no debe confundirse con el de candidez y falta de discernimiento. «Sencillez» es aquella actitud que se abre indivisa y plenamente a Dios y en él encuentra la única realización y al mismo tiempo el estado de seguridad que hace feliz al hombre. Se puede pensar en la promesa del sermón de la montaña: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Cuando el estado de seguridad en Dios por medio de Jesucristo abarca al hombre y la sociedad humana, se marca al cristiano con el cuño de la verdadera alegría y confianza. La «sencillez» al mismo tiempo posee aquella fuerza promotora, como la indica san Lucas, cuando habla del «favor de todo el pueblo» y del crecimiento diario de la comunidad (2,47).
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43. Cf. 4,32-37; 5,12-16; 8,31.
44. En 20,7.11, y especialmente en ICor 10,16, tenemos un claro testimonio de este sentido.
45. Según 1Co 16,2; Hch 20,7; Doctrina de los doce apóstoles 14,1.