CAPÍTULO 13


II. EXHORTACIÓN A UNA VIDA CRISTIANA (13,1-17)

1. PUREZA DE COSTUMBRES (13,1-6).

1 Que el amor fraterno permanezca. 2 No olvidéis la hospitalidad: practicándola, algunos hospedaron ángeles sin saberlo. 3 Acordaos de los presos, como si compartierais con ellos la prisión; de los torturados, como si también vosotros estuvierais dentro de su piel. 4 Téngase en alta estima el matrimonio por parte de todos; y el lecho conyugal quede incontaminado. Pues Dios condenará a fornicarios y adúlteros. 5 Comportaos sin afición al dinero, y que os baste con lo que tenéis. Pues él ha dicho: "No te dejaré ni te abandonare" (Dt 31,6.8; Jos 1,5). 6 Y así, nosotros podemos confiadamente decir: «El Señor es quien me ayuda, nada temeré. ¿Qué me podrá hacer el hombre?» (Sal 1 18,6).

El último capítulo de la carta suena como un suplemento. El tono es más sosegado, las frases aparecen más sencillas y sobrias. Pero el autor desmentiría su propia naturaleza si aun en las exhortaciones más sencillas no insinuara un profundo sentido teológico. Así dice que debe «permanecer» el amor fraterno. Seguramente no se quiere decir tan sólo que los fieles deben, como antes, señalarse en obras de caridad (cf. 6,10; 10,33). Cuando el autor habla de «permanecer», tiene siempre en la mente los bienes celestiales «permanentes» (7,3.24; 10,34; 12,27; 13,14). Ahora bien, entre estos bienes imperecederos se cuenta ante todo la caridad, el amor (cf. lCor 13,13).

También en la exhortación a la hospitalidad se transparenta el mundo celestial. ¿No refiere el Antiguo Testamento que a veces ángeles se presentaron de incógnito como forasteros pidiendo hospedaje? 66. Así pues, cuide cada uno de no ser tan insensato que se exponga a cerrar la puerta a un enviado de Dios. La carta a los Hebreos habría podido motivar, con razones cristológicas, el deber de la hospitalidad, como se hace en la parábola evangélica del juicio (Mt 25,35). El que escoja más bien a los ángeles depende quizá del interés que a lo que parece, mostraban sus lectores por los espíritus celestiales (cf. Heb 1-2).

Las exhortaciones que siguen van contra dos vicios que en el Nuevo Testamento se mencionan con frecuencia conjuntamente: codicia y lujuria 67. Aquí llama la atención lo razonable y moderado que se muestra el autor. No exige, por ejemplo, como reacción contra el pecado, continencia absoluta y una renuncia radical. Su ideal de pureza sexual es el matrimonio ejemplar, y en lugar de elegir la pobreza voluntaria, deben los fieles contentarse con lo que tienen: actitud que no excluye por principio el disfrute de las riquezas de la tierra con contento y satisfacción. El contento juntamente con la confianza en Dios suenan como virtudes burguesas, y por cierto más de una vez se ha observado frunciendo ligeramente el entrecejo que, con estas exhortaciones, se desvía la carta, a ojos vistas, de las severas normas del sermón de la montaña. Cierto que la Iglesia de la era postapostóica no pudo mantener siempre el arranque y entusiasmo de los comienzos, pero sería un error pensar que el llamado burguesismo cristiano -que resalta todavía más marcadamente en las cartas pastorales- renunciara a imperativos esenciales del Evangelio.
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66. Cf. Gén 18-l9; Jue 13; Tob 5-12.
67. Cf. lTes4,34; lCor 5,9.10;6,9.10; Ef 5,5.
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2. FIDELIDAD (13,7-17).

7 Acordaos de vuestros dirigentes, los que os predicaron la palabra de Dios: reflexionando sobre el remate de su vida, imitad su fe. 8 Jesucristo es e! mismo ayer, hoy y siempre. 9 No os dejéis extraviar por doctrinas variadas y extrañas, porque lo bueno es que el corazón se robustezca con la gracia, no con alimentos que no aprovecharon a los que andaban en esas observancias. 10 Tenemos un altar del que no tienen derecho a comer los que ofician en el tabernáculo. 11 Porque los cuerpos de los animales «cuya sangre introduce» el sumo sacerdote «en el lugar santísimo para la expiación por el pecado, se queman fuera del campamento» (Lv 16,27). 12 Por eso, también Jesús, para santificar al pueblo con su propia sangre, padeció fuera de la puerta de la ciudad. 13 Por tanto, salgamos a su encuentro fuera del campamento, cargados con su oprobio; 14 pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos buscando la futura. 15 Por medio de él, ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que confiesan su nombre. 16 No echéis en olvido el hacer el bien y el compartir los bienes; porque éstos son los sacrificios que agradan, a Dios. 17 Fiaos de quienes os dirigen, y obedecedlos, pues ellos están velando por vuestras almas como quienes tienen que rendir cuentas. Así esto será para ellos tarea gozosa, y no llena de angustia, lo cual sería perjudicial para vosotros.

Los versículos de este pasaje se mantienen en cohesión mediante la alusión a la autoridad de magisterio de los dirigentes de la comunidad, los que ya murieron (13,7) Y los que todavía viven (13,17). La idea que sirve de enlace parece ser, pues, la firme y constante adhesión a la fe ortodoxa, tal como la enseñó y la enseña la jerarquía de la Iglesia. En los detalles nos encontramos con muy variadas exhortaciones y motivaciones, de modo que podemos preguntarnos si el autor desarrolló consecuentemente el tema central o si quizá se dejó distraer llevado por asociaciones de ideas. En vista de lo enigmático de algunas de sus aserciones, nos parece razonable limitarnos a las instrucciones claras e inequívocas, a fin de que la fuerza de la palabra de la Escritura no se vea debilitada por hipótesis inseguras.

La comunidad de la carta a los Hebreos tenía tras sí una historia bastante larga, como más de una vez lo hemos oído ya en otros pasajes (cf. 2,3; 5,12; 6,10; 10,32-34). Sus primeros misioneros y dirigentes -la carta los menciona con este título que suena muy profano hegumenoi (cf. Act 15,22; lClem 1,3; 21,6), «dirigentes» «jefes» han pasado ya a mejor vida. Del texto no se deduce con seguridad si dieron la vida como mártires. En todo caso, conservaron fielmente la fe hasta el fin, y los lectores deben tomarlos como ejemplo. Del contexto resulta obvio que en el concepto de fe no se ha de buscar sólo como hasta aquí, el elemento de la constancia, de la firmeza imperturbable, sino también el de la doctrina verdadera, genuina, sin falsificaciones. Por todos los testimonios de la era postapostólica sabemos que en las comunidades se iban abriendo camino las más variadas herejías, especulaciones, ideas y prácticas que por lo regular se designan con el calificativo bastante amplio de gnósticas. Sería sorprendente que en la comunidad de la carta a los Hebreos no se hubieran dejado notar también tales corrientes sincretistas. Con certera visión reconoce el autor lo que distingue a la verdadera fe de las «doctrinas variadas y extrañas»: la confesión de la identidad del Cristo histórico y del pneumático. Mientras que la gnosis descarta al «Jesús de ayer» y se remite únicamente a revelaciones secretas del «Cristo de hoy», del Señor exaltado que habla por el Espíritu, la verdadera fe ve en lo que Jesús enseñó, hizo y padeció, el hecho único, irrepetible y definitivo de la revelación. Más difícil es decir a qué apunta la polémica que sigue. Es probable que algunos de los cristianos influenciados por las falsas doctrinas pensaran que con comer o no comer ciertos manjares se podía lograr la «robustez del corazón». Prescripciones alimentarias fundadas en creencias ha habido en todo tiempo y en casi todas las religiones. No hay por tanto que pensar precisamente en las prescripciones judías sobre la pureza legal, pues también en círculos gnósticos existía la abstención de determinados manjares con el fin de evitar que el yo pneumático se contaminara con la materia mala (cf. lTim 4,3). Por el contrario, a determinados manjares se atribuía una virtud especial de alimentar la naturaleza celestial del hombre, y contra tales ideas se dirige con la mayor resolución nuestra carta. La «robustez del corazón» no la alcanza el cristiano con manjares, sino con la gracia, y esta gracia -así debemos creerlo- sólo viene de la cruz de Cristo. Así pues, que nadie piense que puede alcanzar la salvación comiendo manjares «sagrados». Quien quiera entrar en la «ciudad futura», tiene que participar en el oprobio de Cristo y estar dispuesto a abandonar este mundo.

Pero quizá se pueda ilustrar todavía mejor el trasfondo de esta polémica. La carta razona la inutilidad de los ritos religiosos alimentarios con la prescripción veterotestamentaria -interpretada en sentido cristiano-, según la cual en la gran fiesta de la expiación debían quemarse fuera del campamento los cuerpos de los animales sacrificados. Así pues, para los sacerdotes, para los que oficiaban en el tabernáculo, no había comida sacrificial. Lo mismo sucede, parece querer decir el autor, con el altar cristiano. Tampoco en él hay comida sacrificial que haga superflua la autentica participación en la cruz de Cristo y garantice la bienaventuranza únicamente mediante la comida del manjar sagrado. No se nos ocultan las dificultades de tal exégesis. En efecto, da casi la sensación de que el autor niega la existencia de un banquete eucarístico, de que considera el culto cristiano sólo como un sacrificio espiritual de alabanza y que antepone la beneficencia y el sentido comunitario -«hacer el bien», «compartir los bienes»-a todo rito litúrgico. Ahora bien, antes de rechazar sin discusión posible la interpretación antisacramental -más exacto sería decir «antisacramentalista»-, habría que reflexionar sobre si nuestra moderna devoción eucarística no ha incurrido en malentendidos análogos a los que combate la carta a los Hebreos. Pensemos, por ejemplo, en la excesiva valoración de las estadísticas de comuniones, en el descuido de la liturgia de la palabra, en el prejuicio tan arraigado de que la participación en el sacrificio eucarístico y la comunión son más meritorias y tienen más valor religioso que las obras de caridad o la imitación real de Cristo crucificado. Quien quisiera hoy -a la manera del autor de la carta a los Hebreos- hacer la crítica de concepciones y prácticas ritualistas, debería prepararse a ser mirado con malos ojos por superiores eclesiásticos. Así pues, surge hoy para el predicador, el teólogo o el laico que quiere también pensar con responsabilidad, un problema en el que seguramente no pensaba todavía el autor de nuestra carta cuando formulaba esta exhortación: «Fiaos de quienes os dirigen y obedecedles» (13,17). ¿Hay que obedecer sin más a la autoridad eclesiástica cuando a ésta le falta objetivamente la razón? Nosotros opinamos que la obligación de obedecer se mantiene en pie siempre, exceptuando únicamente el caso de que un superior eclesiástico ordene algo pecaminoso. Pero opinamos también que las formas en que se practica la obediencia no deben inspirarse ya en los modelos anticuados de una sumisión militar o absolutista. Donde se trata de verdad o de derecho, no puede haber obediencia de cadáver u obediencia de juicio. La obediencia que debemos a la autoridad eclesiástica, no puede separarse de la obediencia a la palabra de la Escritura, al Evangelio y a la propia conciencia. Por consiguiente, nosotros aligeramos a los superiores su grave deber pastoral, del que un día han de «rendir cuentas» si -con responsabilidad, prudencia y circunspección- seguimos luchando por lograr un conocimiento lo más completo posible de la verdad sin dejarnos desanimar por malentendidos y limitaciones humanas.

CONCLUSIÓN 13,18-25

18 Orad por nosotros; pues creemos confiadamente tener buena conciencia, dado nuestro deseo de portarnos bien en todo. 19 Insisto especialmente en que hagáis esto, para que cuanto antes os sea yo devuelto. 20 Y el Dios de la paz, que levantó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, el gran pastor de las ovejas, por la sangre de la alianza eterna, 21 os haga aptos en todo lo bueno para cumplir su voluntad, realizando en nosotros lo que él quiere por medio de Jesucristo, a quien sea rendida gloria por los siglos de los siglos. Amén. 22 Otra cosa os ruego, hermanos: soportad este discurso de exhortación. Después de todo, no me he extendido mucho. 23 Sabed que nuestro hermano Timoteo está ya fuera de la cárcel. Con él iré a veros, si es que llega pronto. 24 Saludad a todos vuestros dirigentes y a todo el pueblo santo. Os saludan los de Italia. 25 La gracia sea con todos vosotros.

En los versículos de la conclusión sale el autor un tanto del anonimato. Sin embargo, los datos no bastan para esclarecer la oscuridad en que está envuelto el origen de la carta. De todos modos, más que las cuestiones históricas sobre cuándo, dónde, por quién y a quién o a quiénes fue escrita la carta, importan para una lectura espiritual de la Escritura las declaraciones e instrucciones que se pueden realizar en nuestra vida. Tenemos en primer lugar la petición de oraciones que el autor dirige a los lectores u oyentes de la carta. No sabemos qué motivo especial tenía tal petición, si es que el que escribía la carta se veía perseguido, mirado como sospechoso o se hallaba incluso en prisión. En todo caso desea volver a ver pronto a los destinatarios, para lo cual deben ayudarle las oraciones. Se trata, por tanto, de un asunto completamente humano y personal, lo que, naturalmente, no excluye que la comunidad ore también por el progreso espiritual, por la salud del alma de su pastor. La idea de que los fieles están obligados a orar por sus apóstoles, por sus misioneros, por sus predicadores y maestros es tan antigua como la Iglesia misma y se basa en la oración de Jesús por sus discípulos 68 Nosotros creemos que una unión de oraciones entre las comunidades y los pastores de almas, aparte su inmediato sentido religioso práctico, puede contribuir además a promover la debida comprensión del ministerio eclesiástico. En efecto, el sacerdote cristiano no es sólo un mediador e intercesor en favor de la comunidad instituido (y pagado) oficialmente, deber, que, por lo demás, no se tomará nunca suficientemente en serio, sino que también él mismo tiene necesidad de la oración de los fieles, del «orad hermanos» a fin de que su ministerio sea agradable a Dios. Esta dependencia de la oración de la comunidad debería preservar a los sacerdotes de toda arrogancia clerical y vanidad de clase.

El autor formula luego, en cierto modo como contrapartida de su petición de oraciones por sus asuntos personales, una solemne oración en favor de la comunidad. El texto, que termina con una breve doxología litúrgica, vuelve a traer todavía a la memoria la obra salvífica de Dios que triunfa de la muerte. El «Dios de la paz» 69 «levantó de entre los muertos» al «gran pastor de las ovejas» (cf. Is 63,11-13), imagen de gran efecto, que hace pensar en el sumo sacerdote, «promotor» (12,2), a lo que todavía aluden las palabras «por la sangre de la alianza eterna». Esta es la primera y única vez que en la carta se habla de la resurrección de Jesús; también el objeto de la bendición tiene un acento muy paulino: que Dios realice en nosotros lo que él quiere por medio de Jesucristo 79. Así pues, nosotros no podemos «cumplir» en modo alguno la «voluntad de Dios» (cf. 10,7.9.36), si Dios mismo no nos «hace aptos» para ello. En el texto griego se halla aquí la misma palabra (katarsisai) que en 10,5, donde, apoyándose en el salmo 40,7, hablaba el autor de la «preparación» del cuerpo de Cristo por Dios. También allí se trataba de «cumplir la voluntad de Dios» (10,7).

En la última recomendación ruega el autor a los lectores que soporten el sermón, el «discurso de exhortación» de la carta. Como para excusarse añade que después de todo «no se ha extendido mucho», ha sido breve (cf., en cambio, 5,11). Seguramente que ya en la antigüedad eran muy variadas las opiniones sobre lo que se ha de entender por un sermón breve o largo. En todo caso, para nuestro gusto de hoy, los 13 capítulos de la carta leídos de una vez en público, habrían sido de una extensión insoportable. Pero probablemente no se trata aquí de la brevedad o extensión de la carta. El autor no ha escatimado censuras, reproches y palabras conminatorias, por lo cual tiene razón de temer que algunos miembros de la comunidad, que se sienten aludidos más en particular, no estén muy conformes y desestimen todo su escrito. Además hay en la carta, como lo sabe muy bien el autor mismo, razonamientos bastante difíciles. Así pues, se necesita efectivamente «constancia» y un empeño muy serio para acoger fructuosamente el mensaje de la carta. Este «soportar», «retener» y hacer fructificar con paciencia la palabra de Dios (cf. Lc 8,15) parece haber representado un verdadero problema en la era postapostólica. No se quiere ya «soportar la enseñanza sana, sino que llevados del propio capricho, se rodean de maestros para que les halaguen el oído» (2Tim 4,3).

¿Es muy distinta hoy día la situación? A pesar del movimiento bíblico y del entusiasmo, que hoy está de moda, por la Biblia, también a nosotros nos falta con frecuencia la paciencia necesaria para hacer que crezca y madure en nosotros la palabra de Dios que exhorta, consuela y pone en guardia. Los unos querrían fijar el sentido de la Escritura como a priori y en una forma que se imponga de una vez para siempre, temen la fatiga y el riesgo de comprometerse a vida y muerte con la palabra de Dios, «más tajante que espada de dos filos» (cf. 4,12); otros proclaman día tras día sus nuevas ideas como la última palabra de la sabiduría, sin tener tampoco paciencia para aguardar a que Dios mismo revele los secretos de su palabra al espíritu que escudriña y ora humildemente. Ahora bien, si Dios tiene tanta paciencia con nosotros, si nos soporta a pesar de nuestras debilidades y de nuestra malicia, ¿no deberíamos también nosotros soportar con más paciencia su palabra, que con frecuencia nos suena tan enigmática y extraña.
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68. Cf. Lc 22,32; Jn 17,9-19; Mt 9,38; ITes 5,22; Rom 15,30-32;
69. Cf. ITes 5,23; 2Cor 13,11; Rom 15,33; 16,20.
70. Cf. ITes 2,13; Flp 2,13; Ef 2,10.