CAPÍTULO 7


III. EL SACERDOCIO DE JESÚS SEGÚN EL ORDEN DE MELQUISEDEC (7,1-28).

1. EL REY SACERDOTE MELQUISEDEC (7/01-03).

1 Este Melquisedec, rey de Salem, sacerdote del Dios altísimo, salió al encuentro de Abraham, cuando éste regresaba de derrotar a los reyes y lo bendijo, 2 y Abraham, a su vez, le hizo partícipe del diezmo de todo. En primer lugar, Melquisedec significa «rey de justicia»; pero, además, es rey de Salem, lo cual quiere decir «rey de paz». 3 Aparece sin padre, sin madre, sin genealogía; no tiene comienzo ni final de su existencia. En esto se parece al Hijo de Dios: permanece sacerdote para siempre.

En Gén 14,17-20 leemos: «Después que (Abraham) volvió de derrotar a Codorlaomor y a los reyes que con él estaban, salióle al encuentro el rey de Sodoma en el valle de Save, que es el valle del rey, y Melquisedec, rey de Salem, sacando pan y vino, como era sacerdote del Dios altísimo, bendijo a Abraham diciendo: "Bendito es Abraham del Dios altísimo, el dueño de cielos y tierra, y bendito sea el Dios altísimo, que ha puesto a tus enemigos en tus manos". Y le dio Abraham el diezmo de todo». Este pasaje y el de Sal 110,4 son los únicos en que aparece Melquisedec en el Antiguo Testamento. Escritores cristianos posteriores vieron en la oferta de pan y vino del rey sacerdote de Jerusalén un anuncio profético de la eucaristía 29.

La exposición de la carta a los Hebreos va en otra dirección. Para su autor, la misteriosa figura de Melquisedec tiene el valor de una figura de Cristo, Hijo de Dios y sumo sacerdote eterno. Aquí tenemos un ejemplo especialmente claro del método singular de exégesis del autor. Del hecho de que el Génesis, al mencionar al rey de Jerusalén, que era al mismo tiempo sacerdote de El Elyón, suprema divinidad cananea, no diga nada de su genealogía ni de su suerte posterior, concluye el autor que Melquisedec no había tenido padre ni madre, que no había nacido ni había muerto. Desde luego, con la misma razón se podrían interpretar como figuras del Hijo eterno de Dios otras muchas personas que sólo una vez se citan brevemente en el Antiguo Testamento. Que la elección recayera expresamente en Melquisedec se explica por su dignidad sacerdotal y por el hecho de que Abraham reconoció su soberanía pagándole el diezmo. Es posible que el autor de la carta a los Hebreos no fuera el primero que en la figura del rey sacerdote de Jerusalén presintió una especie de misterio metafísico. En efecto, las designaciones «sin padre, sin madre» no parecen proceder de una especulación genuinamente cristiana.

Jesús es el Hijo de Dios porque Dios es su Padre en un sentido muy particular, una verdad que en todo caso no resalta particularmente en nuestra carta. De la relación de padre a hijo sólo se insinúa algo en las citas de la Escritura tomadas de Sal 2,7 y 2Sam 7,14 (cf. Heb 1,5). No se llama nunca «Padre» de Jesucristo a Dios, cosa tan frecuente en san Pablo y en san Juan (cf., sin embargo, Heb 12,9: «Padre de los espíritus»). Sería, por tanto, posible que el autor basara sus especulaciones en un concepto algo distinto de filiación divina. Sea de ello lo que fuere, lo que aquí importa no son precisamente los tipos y modelos conceptuales tomados de la historia de las religiones, sino la persona y la realidad de Cristo. A él debemos buscar en todas las figuras e historias del Antiguo Testamento, aunque los métodos actuales de exégesis de la Escritura son más sobrios y objetivos.
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29. Así también la liturgia romana asigna al sacrificio de Melquisedec un puesto de honor en el canon de la misa.
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2. MELQUISEDEC, SUPERIOR A ABRAHAM Y A LEVI (7/04-10).

4 Considerad la gran categoría de este hombre, a quien nada menos que Abraham, el patriarca, le dio el diezmo de lo mejor del botín. 5 Los descendientes de Leví, que reciben el sacerdocio, tienen mandado por la ley recibir los diezmos de manos del pueblo, o sea, de sus hermanos, a pesar de que también ellos proceden de Abraham. 6 Pero, en cambio, uno que no pertenece a su linaje es el que ha recibido de Abraham el diezmo y ha bendecido al depositario de las promesas. 7 Está fuera de discusión que la bendición la da el superior al inferior. 8 Y, además, aquí los que reciben el diezmo son hombres que mueren, mientras que allí es uno de quien se atestigua que vive. 9 Y, por decirlo así, el mismo Leví, que recibe los diezmos, los ha pagado antes en la persona de Abraham, 10 porque estaba en el poder generador del patriarca cuando Melquisedec salió al encuentro de Abraham.

Los versículos pueden dar fácilmente la sensación de que el autor polemiza contra dos de los representantes más destacados del judaísmo, contra Abraham y Leví. De hecho, durante mucho tiempo se creyó que los lectores de la carta habían sido judeocristianos que se habrían sentido arrastrados de nuevo hacia su antigua fe con su culto sacrificial. A éstos habría tenido que demostrar el autor la superioridad del sacerdocio cristiano según el orden de Melquisedec frente al culto levítico, a fin de preservarlos de recaer en el judaísmo. Por muy plausible que parezca esta solución, tropieza primeramente con la dificultad de que las partes exhortatorias (parenéticas) de la carta no polemizan nunca contra instituciones judías, sino que se limitan siempre a exhortar a una fe viva en Cristo y a poner en guardia contra la apostasía total. Otro argumento no menos importante en el mismo sentido es el hecho de que el autor, en su calidad de escriturista cristiano, parte de realidades atestiguadas en el Antiguo Testamento. Cuando él escribía, hacía ya tiempo que yacía en ruinas el templo de Jerusalén, y el sacerdocio judaico había ya prácticamente desaparecido. Lo que quedaba era la palabra de Dios, y de ella podía deducir el teólogo cristiano que mucho antes de que hubiera sacerdotes levíticos, su patriarca Abraham había sido bendecido por un sacerdote superior. El nuevo sacerdocio de Jesús según el orden de Melquisedec -único del que entiende hablar la carta- es, por tanto, mas antiguo y mas ilustre que las generaciones de sacerdotes del Antiguo Testamento que descienden de Leví. El mismo Abraham se sometió a este sacerdocio eterno mediante el pago del diezmo.

3. SACERDOCIO Y LEY (7/11-19).

11 Ahora bien, si por el sacerdocio levítico se obtuviera perfección, porque a base de él había sido el pueblo legalmente constituido, ¿qué necesidad habría aún de que surgiera un sacerdote distinto, según el orden de Melquisedec, y que no se le considerara según el orden de Aarón? 12 Porque, cambiado el sacerdocio, por necesidad viene un cambio de ley. 13 Sin embargo, aquel a quien aluden estas cosas pertenece a una tribu distinta, de la que nadie se ha dedicado al altar. 14 Pues es bien patente que nuestro Señor ha salido de la tribu de Judá, a la cual nunca aludió Moisés al hablar de sacerdotes. 15 Y esto resulta todavía más claro si, a semejanza de Melquisedec, surge un sacerdote distinto, 16 el cual no fue constituido por una legislación de ordenanzas puramente humanas, sino por una fuerza de vida indestructible. 17 En efecto, de él se afirma solemnemente: «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (Sal 110,4). 18 De aquí resulta, por una parte, la abolición de un estatuto anterior a causa de su impotencia e ineficacia, 19 pues realmente la ley no ha llevado nada a la perfección, y por otra parte, la introducción de una esperanza mejor, por la que nos vamos acercando a Dios.

Es tarea del sacerdocio conducir los hombres a la perfección30. Por la palabra teleiosis, difícil de traducir, entiende la carta el logro de la salvación eterna, el ingreso en el mundo futuro del lugar de reposo divino, del santuario celestial. Cuando el hombre alcanza su meta por la mediación del sacerdocio, está «consumado», es perfecto, es decir, perfecto también en sentido moral: se le han perdonado sus pecados, Dios lo ha santificado y consagrado a su servicio. Todos estos matices están implicados en la palabra, que en diversos lugares del Antiguo Testamento puede designar también la «consagración sacerdotal» (Lev 8,38; 2Mac 2,9). Ni el sacerdocio levítico ni la ley mosaica relacionada con él pudieron, sin embargo, acarrear la perfección.

Era por tanto necesario establecer otro sacerdocio, que no respondiera a las prescripciones genealógicas de la ley de Moisés. Con esto quedaba la ley herida en su nervio vital, se había demostrado débil e incapaz. Es, sin embargo, significativo que la carta no hable de una nueva ley, sino que a las «ordenanzas puramente humanas» contrapone una «fuerza de vida indestructible» y la «introducción de una esperanza mejor, por la que nos vamos acercando a Dios». Con estas dos fórmulas se da magnífica expresión a la naturaleza del orden cristiano de la salvación y del culto. En él se trata de superar la muerte y el pecado, los poderes de perdición que nos impiden el libre acceso a Dios. Podría también decirse que el ser agradados con la «fuerza de vida indestructible» y con la posibilidad de «acercarnos a Dios» constituye la perfección, que en vano trató de conseguir la antigua ley con su sacerdocio levítico.
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30. Tal concepto -por cierto nada obvio- del sacerdocio presupone que el sacerdote es al mismo tiempo «mediador» y «fiador» de la nueva alianza y de sus promesas.
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4. FIADOR DE UNA ALIANZA MEJOR (7/20-25).

20 EI hecho es que aquí, no falta un juramento. Efectivamente, aquéllos han sido constituidos sacerdotes sin juramento, 21 mientras que éste lo ha sido con juramento, pronunciado por aquel que le dijo: «Juró el Señor y no se arrepentirá: tú eres sacerdote para siempre» (Sal 110,4). 22 Y precisamente por eso, Jesús ha sido hecho fiador de una alianza mejor. 23 Además, aquéllos tuvieron que ser sacerdotes muy numerosos, porque la muerte les impedía permanecer en su cargo; 24 pero él, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que nunca pasa. 25 De ahí que definitivamente pueda salvar a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en favor de ellos.

Una vez hemos hablado ya del juramento de Dios, y esto en conexión con la promesa hecha a Abraham (cf. 6,13-17). Aquí cita el autor Sal 110, que refuerza con un juramento el sacerdocio de Jesús según el orden de Melquisedec. Ya hemos visto que la imagen del juramento de Dios significa la inquebrantabilidad y el carácter definitivo de su promesa. ¿Qué decir ahora de las palabras de Dios que no van acompañadas de juramento? ¿Se da acaso en Dios una distinción análoga a la que existe entre el hablar corriente del hombre, en el que se puede ocultar engaño y mentira, y el juramento solemne, en cuya veracidad podemos apoyarnos incondicionalmente? 31. Es evidente que aquí no hay lugar a tales consideraciones. Sin embargo, la teoría del juramento de Dios fuerza al autor a emprender una cierta clasificación dentro del Antiguo Testamento. Hay aserciones, como, por ejemplo, la promesa hecha a Abraham, que son absolutamente seguras aunque no vayan acompañadas de juramento (cf. 6,17-18). Por el contrario, la ley de Moisés, anunciada «por medio de ángeles» (2,2), no la considera el autor como palabra directa e inmediata de Dios, sino como un orden transitorio, carnal y -por lo que se refiere a la consumación o «perfección»- inútil. Así, el sacerdocio levítico, instituido sin juramento, no podía tampoco entenderse como una institución divina eternamente valedera.

La alianza, a la que servía este sacerdocio con sus sacrificios, debía ser sustituida por otra «mejor» cuyo fiador es Jesús, instituido sacerdote mediante un juramento de Dios. Aquí nos encontramos por primera vez con el concepto de alianza (diatheke), que en los capítulos siguientes será como la palabra clave de la carta. Pero antes desarrolla todavía el autor un pensamiento ya conocido: el contraste entre muerte y vida, que caracteriza a los dos órdenes sacerdotales. Como los sacerdotes levíticos eran hombres mortales, hubo necesidad de que muchos de ellos desempeñaran el ministerio simultánea y sucesivamente. Jesús, en quien reside una fuerza de vida indestructible (7,16), es por toda la eternidad el único sacerdote de su orden. Tan definitiva, única e insustituible como su sacerdocio es también la salvación que proporciona a los que por él se acercan a Dios. La carta habla de «salvar», para insinuar que no está a nuestro arbitrio el que queramos o no volvernos a Dios: la muerte inevitable que amenaza a nuestra existencia desde el primer momento (2,15; 5,7), la convicción de que nuestra conciencia en vano se esfuerza por verse libre de la carga del pecado (9,9; 10,1-3) es lo que nos fuerza a buscar la faz de Dios.
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31. Contra esta distinción se pronuncia el sermón de la montaña en su antítesis de los juramentos (Mt 5,33-37).
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5. PERFECCIÓN DEL SUMO SACERDOTE CELESTIAL (7/26-28).

26 Tal es también el sumo sacerdote que nos convenía: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo. 27 El no necesita, como los sumos sacerdotes, ofrecer sacrificios, cada día, primero por los pecados propios, después por los del pueblo; porque esto lo hizo de una vez para siempre ofreciéndose a sí mismo. 28 En efecto, la ley constituye sacerdotes a hombres llenos de fragilidad; mientras que la palabra de aquel juramento, ulterior a la ley, constituye sacerdote al Hijo para siempre perfecto.

El capítulo séptimo se cierra con una alabanza casi hímnica del sumo sacerdote Jesús. Podríamos preguntarnos extrañados por qué precisamente a nosotros, pecadores y hombres mortales, nos «convenía» un sumo sacerdote tan santo y tan elevado por encima de todo lo terrenal. Cierto que la carta no quiere decir que tengamos derecho a tal sumo sacerdote o que sería indigno de nosotros el que fuéramos guiados por un sumo sacerdote que fuera pecador y mortal exactamente como nosotros. El sumo sacerdote celestial nos «convenía» más bien por la razón de que ningún otro hubiera podido ayudarnos. Sólo Jesús, que se interesó por los pecadores 32, sin ser él mismo pecador, y que venció a la muerte mediante su elevación a Dios, podía salvarnos. Ahora bien, los versículos no sólo cierran las consideraciones sobre la persona de Jesús, sacerdote según el orden de Melquisedec, y resumen el resultado de la contraposición entre ley y juramento, sino que al mismo tiempo sirven de transición a los capítulos siguientes que tratan de la oblación que hace de sí el sumo sacerdote celestial.
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32. El «separado de los pecadores» podría producir la impresión contraria de que Jesús, a la manera de los fariseos y los esenios, se hubiera distanciado recelosamente de los pecadores. Nuestra carta sólo quiere subrayar con estas palabras la ausencia de pecado en Jesús (cf. 4,15).