J. MÁS BAYÉS

COMENTARIOS AL LIBRO DE DANIEL

 

LA BIBLIA DIA A DIA
Comentario exegético a las lecturas
 de la Liturgia de las Horas
Ediciones CRISTIANDAD
MADRID-1981


1.
Hemos de contemplar, por ejemplo, la representación de Daniel que
se encuentra en la catedral de Worms, para poder apreciar los mudos
y sumisos ademanes, a un mismo tiempo avergonzados y fascinados
de estos animales; están echados a los pies del Profeta, a quien
lamen las manos y las rodillas. No se sabe qué es lo más conmovedor,
si la expresión de seguridad completa, de una conciencia amante,
refugiada del todo en Dios, que se refleja en el rostro y en la figura
del profeta, sentado tranquilamente y alzando las manos para alabar
a Dios; o la entrega indescriptible al santo que se aprecia en el
semblante de las criaturas mudas, y de la que ellas no se dan cuenta.
Esta imagen, igual que la historia de Susana, es la acabada expresión
de lo que quiere significar la de Daniel dentro de la misa de hoy,
dentro de todo el tiempo de Pasión, e incluso de este mundo por el
resplandor que recibe del más allá, en una palabra; la vuelta del
Paraíso. Y esto no sólo al final de los tiempos, sino hic et nunc, en
plena lucha y dolor. "He aquí a Daniel sentado en medio de los
leones" (/Dn/14/39).
Este "estar sentado", esta paz y tranquilidad ante los peores
peligros es la maravilla que sedujo al maestro de Worms. Y lo mismo
que esa imagen, y en grado mucho más elevado, nos viene
representado este misterio en la misa de hoy. Es el misterio de la vida
cristiana, que se hizo realidad primeramente en Cristo y luego en sus
fieles. En primer lugar en sus mártires, uno de los cuales honra hoy la
Iglesia romana en la estación litúrgica. "Mi amargura se ha tornado
paz" (/Is/38/17), dice Cristo, dice el cristiano en el foso de los leones
de este tiempo, donde le persiguen Satanás y todos sus poderes,
quienes le acosan y están ávidos de sangre.
Cuando la inhabitación de Dios en el hombre es tan fuerte que todo
lo que hay de humano y terrenal en él está impregnado del más allá,
cuando la separación entre el mundo del pecado y el mundo de Dios
se realiza con la conciencia, claridad y decisión que se expresa hoy
en las palabras de Jesús en el evangelio, entonces es cuando "la
amargura se torna paz". Entonces la maldad de la vida natural no
puede entrometerse en la sobrenatural, "el Señor es mi luz y mi
salvación, ¿a quién temeré"? (/Sal/026/01; introito); o bien se ve
cogida, arrojada por el poder de Dios, por el resplandor del más allá
que emana del corazón rejuvenecido de aquel mismo a quien ella
quisiera hacer caer. En ambos casos, los poderes de la maldad
quedan siempre derribados en este encuentro de lo inferior con lo
superior. El resplandor de Dios en Cristo es esencial y decisivo,
supone para "los de acá", nosotros, juicio o gracia -juicio para los
"hermanos" de Jesús, gracia para los leones de Daniel- y para los "del
más allá", Cristo, cabeza o cuerpo, es siempre la paz y nada más que
la paz.
¿En qué se basa esta "paz"? La liturgia ha creado, para ella, en sus
oraciones, la palabra "securitas", que interpreta Peter Wust como
"seguridad en la inseguridad". La lección de Daniel presenta esta
seguridad en tres imágenes: en el inesperado alimento, en el tranquilo
"sentarse" y en la oración agradecida del Profeta. El que se refugia en
Dios no tiene por qué preocuparse con lo bueno o lo malo de su
existencia terrena. Claro está que no quiere decir esto que haya de
cerrar los ojos ante la incertidumbre y amenaza en que ha de vivir
como hombre y, sobre todo, como cristiano; no ha de confiar
únicamente en un mero heroísmo humano. Pero sabe a ciencia cierta
que "Dios cuidará de él" (/Sal/039/18).
Dios no abandona a los que le aman, a los que le buscan (Sal 9,
11; ofertorio). Cierto que el hombre se encuentra, como hombre y
cristiano, en medio de un mundo enemigo de los pobres, de los
desvalidos. Pero Dios "no se ha olvidado de las oraciones de los
pobres" (Sal 9, 13; ofertorio). El nombre de Dios, su esencia misma,
es caridad, es misericordia. Por eso "esperan en Ti todos los que
conocen tu nombre" (Sal 9, 11; ofertorio). El hombre Cristo conoce el
nombre de Dios, puesto que tiene parte en Dios, está en El. Por ello
confía en este nombre de Dios, en este amor que se cuida de él.
No es preciso preocuparse; puede uno dejarse absolutamente en
sus manos. ¡Desde luego no es que hayamos de cruzarnos de
brazos! Se ha de tener un corazón fuerte y obrar con valentía (Sal 26,
14; introito). Pero este obrar de corazón y varonilmente no es un
salvaje acometer a golpes, sino más bien un "expectare" y "sustinere"
en la contemplación de Dios, una "espera" llena de fe en su venida y
un "aguantar" paciente bajo todas las pruebas que nos envía. Esta
mirada que la fe no aparta de Dios -que encontramos con mayor
frecuencia que nunca en la liturgia cuaresmal- es el obrar varonil, el
heroísmo del cristiano.
A esto contesta Dios con el milagro de un inesperado alimento,
como le sucedió a Daniel. Ángeles y profetas son enviados a cuidar
del "predilecto de Dios". Este alimento se extiende a toda la existencia
externa y terrena del hombre. Dios se cuida de ello y lo prosigue en
medio de todas las angustias y peligros. "Por nada os inquietéis" (Flp
4, 6), aconseja el Apóstol. De esta maravillosa conciencia de que Dios
nos cuida, brota el himno de agradecimiento y alabanza: "¡Oh Dios, te
has acordado de mí, y no has desamparado a los que te aman!" (Dn
14, 37
).
Así, de nuestro repetido encuentro con Dios, del milagro de su
cuidado y dirección celestial, se origina un trato constante con Dios en
la oración, que no es sino una elevada acción de gracias.
El "alimento" es también cosa interior. Así como el hombre exterior
se siente satisfecho al experimentar en sí el cuidado amoroso de Dios,
de igual modo en su interior es alimentado por su unión con Dios, por
la contemplación de Dios. De esto nace la "paz de Dios que sobrepuja
toda comprensión" (Flp 4, 7), la paz que proporciona la tranquilidad
completa, la tranquilidad en Dios, el permanecer "inconmovibles" en
todas las luchas y angustias de la tierra: "He aquí a Daniel sentado en
medio de los leones".
La condición previa para esta pax, que, según su etimología latina,
significa "asentamiento firme", es permanecer de manera efectiva,
encontrarse familiar en el mundo de Dios. Este mundo divino, desde la
Encarnación del Verbo y la fundación de la Iglesia está tan cerca de
nosotros que abarca todo nuestro mundo y lo penetra. Es evidente,
sin embargo, que entre ambos mundos las fronteras permanecen
inquebrantables. Es del todo indispensable el saltar por encima, el
salir decididamente de este mundo de acá y penetrar en el de allá: el
transitus, la Pascua.
Y, según la Ley de Dios que pesa sobre la Humanidad desde el
pecado, este saltar por encima a lo alto no es posible si antes no se
baja a lo profundo del abismo. Sólo a través del foso de los leones se
encuentra el camino que nos conduce a la paz de Dios, y la pax -el
adaptarse firmemente en Dios y al cuerpo terrenal de Dios, la Iglesia-
sólo se alcanza cuando la sangre corre.
La verificación de este paso sangriento de Cristo por su pasión y
muerte, que a diario se nos presenta de nuevo en el sacrificio de la
misa, es la que suplica el gradual en su melodía tan imperiosa como
íntima, con el salmo 42: "Aboga por mi causa, oh Señor; líbrame del
hombre perverso y falaz. Envíame tu luz y tu verdad; ellas me guiarán
y me traerán a tu santo monte" (Sal 42, 1, 3; gradual).
Todo el salmo 41 -ya que el breve salmo 42 sólo ha de
considerarse como estrofa final suya- no es sino una ardiente
llamada, un fuerte anhelo por este "pasar", por este acomodarse y
adaptarse en el "maravilloso tabernáculo", en la "casa de Dios", la
Iglesia.
Allí encontraremos la verdadera pax, la tranquilidad celestial en
medio de la lucha terrena. Es una meta próxima la que aquí se nos
ofrece y promete. No solo se alcanzará al final de esta vida terrena;
está a nuestro alcance ya ahora; es un "más allá" en esta vida de acá,
y la frontera de separación entre ambos no es la muerte corporal, sino
la cruz de Cristo, "que nos preserva y nos es garantía contra nuestros
anteriores pecados" (Clemente de Alejandría, Paedagogus, III, 12, 85,
3). El que haya saltado esta frontera -barrera que se supera en el
Bautismo y también se supera a diario estando presentes en el
sacrificio de la liturgia-, verdad es que continúa aún en el foso de los
leones de este mundo, está aún amenazado por los malos; pero se
encuentra como Daniel, sentado en medio de los leones, sumido
tranquilamente en la contemplación de las cosas celestiales, alabando
a Dios.
Quien así obra, al igual que Jesús, no va con los parientes de su
sangre terrena a las fiestas de este mundo (Jn/07/08; evangelio), sino
que celebra continua fiesta en lo secreto, "realizando siempre los
divinos misterios". Sufre con Jesús el odio de este mundo y espera
con El su hora, que descansa en las manos de Dios; la hora que el
Padre le manifestará "en medio de las fieras". "En medio de dos
animales te harás conocer; cuando haya llegado el tiempo prefijado,
te nos darás a conocer; cuando llegue este tiempo, te mostrarás" (Ha
3, 2).

EMILIANA LÖHR
EL AÑO DEL SEÑOR
EL MISTERIO DE CRISTO EN EL AÑO LITURGICO I
EDIC.GUADARRAMA MADRID 1962.Pág. 419 ss.

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3. 8/01-26:
Damos nuevamente con una explicación de la historia y con la
confianza en Dios, que eleva o abate los reinos y que presta siempre
su auxilio a los que creen en él. Consta en el texto una clara alusión a
los reinos de los medos y los persas y a Alejandro Magno, así como a
los reinos de sus sucesores y, como siempre, al opresor del pueblo
hebreo, Antíoco.
Las alusiones al sacrificio, al santuario, a la iniquidad devastadora
serían sobradamente comprensibles por parte de los coetáneos del
autor; incluso lo de las «dos mil trescientas tardes y mañanas» (v 14),
que hoy es patrimonio de los eruditos. De modo que Daniel, al igual
que todos los libros apocalípticos que le siguen, es un libro de
consolación. Pero es más: es también un libro de estímulo, porque si
Dios lleva la historia por su cuenta, no ahorra el esfuerzo de los fieles.
En tiempos del autor, el esfuerzo llega hasta saber soportar la muerte.
Lo que cuenta es que cada época dé con creyentes dignos de
semejante nombre y sean capaces de soportar y de dar testimonio.
Daniel, él solo, era un símbolo. Los reinos pasan, pero la virtud
permanece, y no sólo para alabanza del justo, sino también para
fortaleza de los que siguen. Hay en todo esto una ironía trascendente
que resulta útil para todos los tiempos. El gran rey, al que parecía que
le era dado avasallar la tierra, el macho cabrío del gran cuerno que ni
siquiera tocaba la tierra, «hizo alarde de su poder, pero, al crecer su
poderío, se le rompió el gran cuerno» (8). El que se sienta tan fuerte
como para suprimir el sacrificio perenne «será destruido, sin que
intervenga mano alguna» (25). Así, pues, tenemos una constante
referencia a la condición humana. Poco importa que una criatura
quiera encumbrarse y parezca que domina la tierra: no le es posible
escapar a su condición de criatura y se derrumbará por sí misma.
Pero Dios está por encima de todos, y el que le es fiel conseguirá
siempre la victoria. Daniel en Babilonia y nosotros en nuestro tiempo,
confiando en Dios, venceremos todas las calamidades.
(·MAS-BAYÉS-J._BI-DIA-DIA.Pág. 430 s.)
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4. 10/01-21. 11/01:
En esta parte del libro, Daniel es quien tiene las visiones, a
diferencia de la primera, en la que interpreta las visiones que tienen
los demás. Lo mismo puede ser un artificio didáctico que el fruto de la
teología universalista del autor del libro. Ahora las visiones son más
consoladoras para el vidente que las anteriores, pero la idea del autor
es la misma: el que es fiel a la ley tendrá el auxilio de Dios.
El hombre vestido de lino es un ser consolador. Es propio de los
autores de apocalipsis hablar de los últimos días y de la victoria
definitiva de Dios sobre todos los que le ofrecen resistencia. Si
necesitamos consuelo, vendrá un ser celestial a consolar; lo que no
puede ocurrir es que un justo se pierda. Y a Daniel, objeto de la
predilección de Dios, no sólo le es imposible perderse, sino que llega
a ser todo un símbolo: símbolo del celo en el cumplimiento de la ley.
Por eso es confortado.
Como siempre sucede en las visiones celestiales, el vidente se
asusta. Lo mismo en todo contacto íntimo e intenso con la divinidad, el
hombre queda anonadado y sin fuerza, y no porque le acuse sino por
causa del abismo que media entre el mensajero dei cielo y la criatura.
Por esto las primeras palabras siempre son: «¡No temas!»; el mensaje
consolador viene luego.
El autor se mantiene fiel a su pensamiento central: los Imperios se
van, mientras que los fieles, con la condición de que realmente
observen la ley, serán protegidos por Dios. A fin de ilustrarlo, no cesa
de reiterar visiones y ejemplos, hechos prodigiosos y oraciones. Es
menester que los judíos, puestos tan a prueba con la persecución de
Antíoco, no desmayen: desde el cielo vendrá quien les prestará su
socorro, si es preciso, pero ellos no pueden abandonar la ley. El
perseguidor se desvanecerá. Puede venir ciertamente otro. Pero Dios
estará siempre al lado de sus fieles: Daniel, anota el autor, es una
demostración de ello en el reino de Babilonia. Hay que tener
confianza.
(·MAS-BAYÉS-J._BI-DIA-DIA.Pág. 432 s.)