CAPÍTULO 20


2. EL JUICIO SOBRE SATÁN (20,1-10)

Con el juicio sobre la bestia y sus adeptos se ha privado a Satán de los instrumentos con cuya ayuda había intentado con éxito contraponer en la tierra un reino contrario al reino de Dios fundado por Cristo y a su manifestación histórica provisional en la Iglesia. Para llevar adelante esta tentativa ahora ya sólo puede contar de nuevo consigo mismo. Además, con la parusía (19,11-16) se ha modificado radicalmente su situación. Ya con la acción redentora de Cristo estaba dada por perdida su posición (cf 12,7-12). Sin embargo, a pesar de haber cambiado con la historia de Jesús la realidad del hombre y del mundo (cf. comentario a 12,9-11), se le había dejado un plazo para continuar sus maquinaciones en la tierra (12,12). La dilación ha llegado a su término. El poderío aparente que hasta aquí había podido Satán seguir simulando todavía algo en la historia, queda desenmascarado al fin como tal de forma tangible para todo el mundo, y esto sucede todavía dentro del ámbito de la historia y en el terreno del mundo de otrora. Así pues, la realidad oculta de la salvación, que era conocida a los creyentes y estaba ya presente, se pone visiblemente de manifiesto no ya precisamente tras la conclusión de la historia universal, sino todavía una vez durante su transcurso. Este pensamiento fundamental parece caracterizar como Leitmotiv los desarrollos no fácilmente comprensibles relativos al encadenamiento de Satán, al reinado milenario y a la subsiguiente puesta en libertad del demonio por breve tiempo.

a) El reino de los mil años (20,1-6)

1 Y vi a un ángel que bajaba del cielo con la llave del abismo y una gran cadena en la mano.

En una nueva visión, que no está acoplada a la del jinete vencedor, ve Juan a un ángel que desciende del cielo a la tierra. Los objetos que lleva en la mano permiten adivinar su encargo. La «llave del abismo» la tiene en custodia Cristo (cf. 1,18); una vez se había entregado ya a un ángel caído (9,1), que abriendo el abismo debía desencadenar la quinta plaga de las trompetas (cf. comentario a 9,1s). Ahora bien, el ángel de Dios tiene el encargo de abrirlo, no para dar libertad a los demonios, sino para encerrar a su cabecilla supremo; esto se echa de ver por la cadena que lleva en la mano.

2 Se apoderó del dragón, de la serpiente antigua que es el diablo y Satán, y lo encadenó por mil años.

El ángel cumple su encargo sin dificultad; el dragón debe dejarse encadenar como impotente, pues, pese a su peligrosidad, de la que anteriormente se habían presentado imágenes terroríficas, hace ya tiempo que está desarmado y desposeído.

La repetición de su característica de 12,9 trata aquí de recordar no tanto lo que tiene de siniestro su persona y su voluntad, como esta sumisión ha tenido ya lugar, explicando a la vez por qué resulta tan fácil al ángel el desempeño de su encargo.

La escena de desenmascarar a Satán sólo descubre su especial significación si la considera en función de la intención parenética fundamental del Apocalipsis. Pone el poder aparente del adversario de Dios ante los ojos de quienquiera que lo aborda en nombre de Dios de manera tan sencilla y tan obvia, que los creyentes pueden enfrentarse con él sin temor y con absoluta seguridad.

En la escena de encadenar a Satanás se modifica en sentido bíblico un motivo antiquísimo que se puede hallar en los mitos de casi todos los pueblos, pero que tenía especial significado en representaciones religiosas dualistas, como las persas: la retención del poder destructor del mal presentido en todas partes en la naturaleza y en la historia 74.
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74. En la imagen de encadenar a Satán utiliza un motivo mitológico muy antiguo y muy propagado. No sólo se halla en las sagas orientales del mundo de los ínferos, sino que emerge también en los Edda, en el Fenriswolf encadenado. Lo que más se acerca a la descripción de Ap 20,1-6 es el mito iranio del encadenamiento de la serpiente Azhi Dahaka, que también logra soltarse una vez antes de ser sometida definitivamente. La idea de que poderes espirituales malignos son encerrados en una prisión está utilizada también en Is 24,21s y se halla con mucha frecuencia, sobre todo, en la apocalíptica judía tardía (por ej. en Ap de Henoc 10,4-10; 18,12-19,3; 21,1-10, etc.)
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3 Lo arrojó al abismo, que cerró y selló, para que no extraviase más a las naciones, hasta que se cumplieran los mil años. Después de esto habrá de ser soltado por un poco de tiempo.

Excluir a Satán de la historia es una disposición de Dios garantizada (el sello de Dios sobre la puerta) por un período de mil-años, es decir, por un tiempo relativamente largo 75.
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75. El número mil sólo tiene aquí valor de símbolo. En la concepción irania del mundo desempeñaba un papel en la división del tiempo del mundo, cuyo transcurso se concebía en períodos sucesivos de mil años cada uno. El judaísmo tomó sin duda de aquí el número para concretar su idea de la semana del mundo. Se concebía el tiempo del mundo conforme al modelo de la obra de seis días de la creación, seguida de un séptimo día, como día de reposo; tras los seis mil años de historia del mundo viene el sábado del mundo que dura 1000 años (cf. Epístola de Bernabé 15,3ss).
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Durante esta época no tiene el diablo ningún género de influencia inmediata sobre el acontecer del mundo y tiene que dejar tranquila a la humanidad. Mirando adelante a 20,7-10, se indica ya aquí lo que sucederá una vez transcurrido el tiempo prefijado: después el demonio «habrá de ser soltado» -es decir, según el designio divino- brevemente en libertad por última vez; sólo entonces se pronunciará sobre él la sentencia final.

4 Y vi tronos, y a los que se sentaron en ellos, y se les dio poder de juzgar. Y vi las almas de los que habían sido decapitados por causa del testimonio de Jesús y de la Palabra de Dios, y a cuantos no habían adorado la bestia ni su imagen, ni habían recibido la marca en la frente ni en la mano, y revivieron y reinaron con Cristo por mil años. 5 Los demás muertos no revivieron hasta que se hubieron cumplido los mil años. Esta es la primera resurrección.

En vano buscamos una relación que nos informe de cómo van las cosas en la tierra durante el reinado de los mil años. La visión que nos dice mediatamente algo sobre este particular, se desarrolla en el cielo. Representa una sesión judicial. Quiénes sean los jueces es cosa sin importancia para la instrucción que se quiere dar en esta visión; por esta razón no se mencionan. Ante el tribunal comparecen dos grupos sobre los que hay que sentenciar. El primer grupo lo constituyen los mártires 76, que ya en 6,9 se habían caracterizado de la misma manera; el segundo grupo es el de los confesores, que durante el tiempo del Anticristo dieron buena prueba de sí en la fe (cf. 13,8.15-17; 15,2), aunque sin tener necesidad de dar por ella el testimonio de su sangre. A unos y otros asignan los jueces en el cielo como recompensa una nueva vida después de la muerte, la cual, como ya se dijo anteriormente (5,10), significa participación en la soberanía de Cristo sobre el mundo (cf. 2,26s; 3,21).

Que su participación en la soberanía se restrinja al período del destierro de Satán del mundo resulta poco comprensible a primera vista. La visión presenta un cuadro del cielo que debe, por tanto, considerarse también como el lugar en que se hallan los que reinan juntamente con Cristo. Además se dice implícitamente que su recompensa presente no es la definitiva; más bien se trata únicamente de informar sobre cuál será su suerte durante los «mil años». De importancia decisiva para la recta inteligencia del conjunto será descubrir qué sentido tiene aquí la aserción «revivieron» La resurrección corporal sólo tiene lugar más tarde, inmediatamente antes del juicio final (v. 13), tanto para los buenos como para los malos (cf. v. 12 y, 15). De los «demás muertos» -que en el contexto de este pasaje son los adeptos de la bestia- se dice aquí expresamente que no reviven. Una segunda resurrección corporal de los buenos es inconcebible y sería además un contrasentido. La «primera resurrección» puede, por tanto, significar únicamente una realidad trascendente, es decir, una situación que se da por encima de la realidad terrestre, aunque no sin importancia para ésta ni sin influjo sobre ella. La visión misma indica esta circunstancia por el hecho de no desarrollarse en la tierra, sino en el cielo. Vistos todos los datos en conjunto, sólo queda una interpretación plausible: La «primera resurrección» es la participación en la gloria y, por tanto, también en la soberanía de Cristo glorioso. Esta participación se otorga a aquellos que sacrificaron su vida por la confesión de Cristo o que, aun sin martirio, con la fe en él atravesaron la puerta de la muerte y pasaron a la verdadera vida; su «muerte primera» fue para ellos su «primera resurrección». A todos los demás les aguarda después de la muerte primera (cf. 19,21) «la segunda muerte», como se dice en el versículo siguiente; lo que con ésta se quiere dar a entender se explica después (20,14).
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76. El trato de preferencia dado a los mártires en el Apocalipsis puede registrarse a lo largo de todo el libro. Está en conexión con el objetivo fundamental del escrito, que consiste en armar a los cristianos de constancia para afrontar valerosamente la muerte en vista de la persecución que amenazaba.
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6 Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección. Sobre éstos no tiene potestad la segunda muerte, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él por los mil años.

Esta bienaventuranza menciona a los santos que han sido hechos partícipes de la primera resurrección; en el primigenio sentido de la palabra significa esto que ellos, separados de los malos, quedan introducidos en el ámbito trascendente de Dios y están en comunión de vida con aquel cuya esencia es santidad. Debido a esta nueva forma de existencia, la segunda «muerte» no puede afectarles en modo alguno: están preservados de la condenación eterna (cf. comentario a 2,11).

La «primera resurrección» y la «segunda muerte» se excluyen por tanto mutuamente. La «segunda muerte» significa el estado de los condenados; según esto, parece obvio suponer que «la primera resurrección» es el estado contrario, a saber, el de la unión bienaventurada con Cristo en la gloria del Padre. Con esto cuadra la interpretación, que sigue a continuación, de la vida bienaventurada como servicio sacerdotal para Dios y para Cristo, y como reinado en común con el Redentor del mundo (cf. comentario a 1,6 y 5,10) sobre el trono del Padre.

De aquí se puede también concluir algo tocante al estado y a las condiciones de la Iglesia en la tierra durante el período en que Satán está privado de poder. En este tiempo no puede él servirse de instrumentos demoníacos ni humanos para la lucha contra el pueblo de Dios (cf. 19,20; 20,3). A la época de la persecución sigue para la Iglesia un tiempo de paz al exterior y en el interior. Según esto, también la soberanía de Cristo y de sus santos, su triunfo en el cielo podrán tener su correspondencia en la tierra en la organización de la sociedad humana en cuanto tal, como también en la de sus grupos particulares. Una vez que está detenido el influjo de los poderes diabólicos sobre la historia, la situación que de ello ha resultado en la tierra puede entenderse en sentido espiritual también como una toma de poder por Cristo y por sus santos; la propagación del Evangelio entre los hombres podría seguir libremente su curso, y su influjo en la sociedad humana se ejercería sin trabas 77.

Cierto que con el desarme y desposeimiento del demonio no queda absolutamente alejado de la humanidad el mal. Subsiste todavía la otra fuente del mal, el corazón humano, «cuyos deseos tienden al mal desde la adolescencia» (Gén 8,21). Así pues, la perversión y el pecado así como la desgracia y la muerte, no desaparecerán del mundo ni siquiera durante este período de paz de la Iglesia en la tierra; con ello no se ha devuelto todavía a la tierra el primigenio estado paradisíaco.
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77. La idea del reino de los mil años es en el NT exclusiva del Apocalipsis. En ella se utilizan materiales imaginativos de la apocalíptica judía contemporánea, los cuales, modificados y espiritualizados en sentido cristiano, se reúnen en un diseño autónomo. El elemento fundamental está constituido por la idea de un reino mesiánico intermedio, que precede al establecimiento definitivo de la soberanía de Dios (cf. Ap de Henoc 91,12ss; Oráculos sibilinos 3,652ss, etc.). Contrariamente a la apocalíptica judía, que describe el reino intermedio en forma en parte terrestre y material, el Apocalipsis traza de él un cuadro trascendente. Esto, sin embargo, no impidió que en tiempos cristianos primitivos se entendiera erróneamente en el sentido de la concepción judía; (el llamado quiliasmo). Desde san Agustín, que interpretó el reino de los mil años en sentido de historia de la Iglesia (La Ciudad de Dios 20,7ss), perdió el quiliasmo su importancia en la Iglesia.
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b) Caída definitiva de Satán (20,7-10).

7 Cuando se cumplan los mil años, será soltado Satán de su cárcel, 8 y saldrá para seducir a los pueblos que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, para congregarlos para la guerra, cuyo número es como la arena del mar.

Lo que ya en el v. 3 se había anunciado como contenido en el designio de Dios sobre la historia, a saber, la nueva liberación de Satán, se expone ahora brevemente. Él aprovecha inmediatamente la posibilidad recuperada, a fin de intervenir a su manera en la historia y trastornarla. Con su propio desposeimiento temporal, así como con la derrota definitiva de sus colaboradores, las bestias, se había visto impedido en su anterior intención y actividad de «seducir a los pueblos»; ahora él solo y directamente vuelve a poner manos a la obra, procurando enrolar bajo su bandera a los poderes políticos del mundo e incitarlos contra «el campamento de los santos y la ciudad amada» (v. 9; cf. comentario a 14,1-5), es decir, contra los seguidores de Cristo y contra su Iglesia. Logra desencadenar una rebelión general («en los cuatro ángulos de la tierra»; el número cósmico: cuatro); son inmensas las multitudes -esto se expresa con la tradicional comparación bíblica con la «arena del mar»-, que se apiñan como reservistas de Satán (cf. 19,17-21) y se ponen bajo su mando para la última acometida contra el pueblo de Dios. El esbozo del cuadro, en cuanto al contenido y a la ejecución, tiene su modelo, del que depende, en Ez 38,1-39,20, que lo desarrolla por extenso. Allí se encuentran también los nombres míticos de Gog y Magog 78, que ya en la apocalíptica judía se empleaban como designaciones simbólicas de masas de enemigos, que avanzan de los cuatro puntos cardinales para luchar contra el reino escatológico del Mesías 79.
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78. Ezequiel describe como «al final de los días» (38,16) ejércitos poderosos guiados por el príncipe «Gog de la tierra de Magog» (38,2) avanzan para combatir contra el pueblo de Dios. Sin embargo, son destruidos por la intervención maravillosa de Dios. Ya en la traducción griega del AT, la versión de los LXX, aparece el nombre geográfico Magog como nombre de persona; y en la apocalíptica posterior «Gog y Magog» viene a ser una fórmula estereotipada para designar poderes contrarios a Dios.
79. Cf. Oráculos sibilinos 3,319.512; 4 Esd 13,5ss; Ap. de Henoc 56,5ss.
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9 Avanzaron por la superficie de la tierra y cercaron el campamento de los santos y la ciudad amada, y bajó fuego del cielo y los devoró. 10 Y el diablo que los había seducido fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde estaban también la bestia y el falso profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos.

La situación de la Iglesia vuelve a parecer totalmente desesperada frente a un ejército tan poderoso que la ha rodeado y cercado. Por segunda vez se congrega en un lugar (cf. 16,14-16; 19,17-21) todo el contingente de los enemigos de Dios, que tratan de disputarle el reino en la tierra a él y a su Mesías. Como la primera vez, tampoco ahora se libra ninguna batalla; Dios interviene maravillosamente para socorrer a la «ciudad amada», aniquilando en un abrir y cerrar de ojos con fuego del cielo el enorme poder del enemigo (cf. Ex 38,22).

Con esta última tentativa queda completamente al descubierto «el misterio de la impiedad» (2Tes 2,6) en todo su horror y al mismo tiempo en su impotencia, en el transcurso de la historia del mundo; la derrota de Satán, que hacía ya tiempo que había tenido lugar (cf. 12,7-11) se hace ahora notoria también históricamente. El breve tiempo en que el furor del que ya estaba condenado pudo desfogarse contra la Iglesia de Cristo en la tierra (cf. 12,12), ha transcurrido ya; como corresponde a su ser, que es la negación radical de Dios y de todo los que le pertenece, ahora se hace definitiva y eterna su exclusión del mundo de Dios, y esta separación de Dios acaba en infelicidad eterna. La trinidad satánica, tras el vértigo del poder, vuelve a hallarse de nuevo impotente en el tormento eterno de los réprobos. Quien elige el seguimiento de Satán, hace una elección para toda la eternidad, al igual que el que opta por seguir a Cristo.

3. EL JUICIO FINAL (20,11-15)

11 Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él. De su presencia huyeron la tierra y el cielo, y no se encontró lugar para ellos.

Con Satán se ha alejado de la creación de Dios el verdadero factor de perturbación y de destrucción, la última causa de todos los procesos caóticos en la historia universal. Con ello se han sentado las bases de la posibilidad de un nuevo orden del mundo, de su elevación al estado final de la consumación.

El último acto de la historia del mundo, al igual que la entera sucesión de cuadros del futuro, se introduce con una visión del trono (cf. 4,1-5,14); al comienzo de las revelaciones sobre la historia del mundo y de la salvación se había puesto el signo de la soberanía universal de Dios; con el mismo signo se pone ahora también el punto final al conjunto. Todos los juicios de Dios a lo largo de la historia, como fueron descritos sobre todo en las tres series de plagas, apuntaban en definitiva al restablecimiento de los órdenes perturbados. En el juicio final, el desorden de la injusticia, que en el transcurso de la historia del mundo había campeado en lo grande y en lo pequeño, quedará reajustado en conjunto y para siempre por la justicia incondicional de una última sentencia judicial que lo pone todo en su sitio.

La creación, en su forma desfigurada, afectada por el pecado del hombre, herida también por la maldición y trastornada por el influjo del mal (cf. Gén 3,17), se desvanece cuando irrumpe sobre ella la gloria del Dios tres veces santo en el momento de su venida para juzgar al mundo. Este fin del mundo que se describe por extenso en el apocalipsis sinóptico (cf. Mc 13,24-27), está delineado aquí con pocos rasgos, pero con tanta más fuerza y efecto.

Han pasado el cielo y la tierra; sólo ha quedado el símbolo del juicio: el gran trono, que ahora domina todo el cuadro en la esplendorosa blancura de la gloria divina. De nuevo aquí, como ya en 4,2, no se menciona por su nombre al que impera sobre el trono, pero la identidad de las imágenes en 4,2 y en 20,11 permite colegir la identidad de las personas. Así pues, como juez del mundo aparece aquí el Padre. El esbozo monumental, que con vistas a dar una impresión más fuerte, sólo retiene lo esencial, no excluye, sin embargo, que el Padre confíe la celebración del juicio al Hijo, como se ha atestiguado repetidas veces (cf. 6,16s; 14.14s; Jn 5,22).

12 Vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono, y fueron abiertos los libros. Y fue abierto otro libro, que es el de la vida, y los muertos fueron juzgados de lo que estaba escrito en los libros, según sus obras. 13 EI mar dio los muertos que en él estaban, y la muerte y el Hades dieron los muertos que en ellos estaban, y fueron juzgados cada uno según sus obras.

Juan ve de repente a todos los muertos de pie ante el trono del juez; no falta ninguno de los que vivieron, dondequiera que hubiera sido sepultado; la tierra y el agua, la muerte y el mundo subterráneo, representados como poderes personificados, como ya antes en 6,8, no pueden retener para sí a nadie.

Con lo denso y rápido del relato se quiere presentar claramente y destacar con insistencia el hecho del juicio y las pautas que vienen aplicadas. A este solo objeto se describe por extenso el hecho del juicio, como por ello se explica también la sorprendente transposición del juicio y de la resurrección de los muertos.

El juez no abriga acepción de personas; a todos se aplican las mismas normas; cada uno está solo delante de Dios; de la boca de Dios emana la última sentencia, la única sentencia plena y totalmente objetiva sobre cada persona y sobre su obra. A estas circunstancias especiales se da la principal importancia en la exposición; mediante una imagen muy expresiva, la de los libros, a los que se recurre para dictar sentencia, se hace que esta idea domine el centro del cuadro.

Dos clases de libros proporcionan los datos necesarios. La primera clase existe en numerosos ejemplares; sin duda existe un libro especial para cada uno de los que son juzgados. De la segunda clase, en cambio, sólo existe un ejemplar; contiene una lista de nombres, la lista de los ciudadanos del cielo; de esta lista se había hablado ya, se llama el «libro de la vida» (3,5; 17,18), o también el «]libro de la vida, del Cordero» (13,8; 21,27). Este registro sirve de base para dictar la sentencia.

Pero además de éste, hay un segundo libro de singular alcance para la sentencia: el registro de lo que cada persona ha hecho de su vida, el libro de sus «obras» (cf. Dan 7,10). Si la sentencia ha de ser positiva, tiene que haber concordancia entre elección y obras, entre gracia y cooperación, entre vocación y realización personal de la misma. Así, el juicio final no es sino la revelación universal de las decisiones que cada uno ha tomado personalmente (cf. Jn 3,18s).

14 Y la muerte y el Hades fueron precipitados en el lago de fuego. Esta es la segunda muerte: el lago de fuego. 15 Y cuantos no se hallaron inscritos en el libro de la vida, fueron precipitados en el lago de fuego.

Con este juicio final llega a su término «este mundo» Mt 12,32; Lc 16,8; 20,34; Rom 12,2, etc.); «este mundo actual y malvado» (Gál 1,4) debe dejar el campo libre al mundo «futuro» (Mt 12,32; cf. Ef 1,21; 2,7, etc.). Dos poderes de este siglo, que deben su existencia al pecado (cf. Rom 5,12-21) Y que primero deben ser todavía eliminados, se mencionan aquí expresamente: la muerte y el reino de los muertos, el Hades. Como «último enemigo» (lCor 15,26) son excluidos de la creación de Dios antes de que la vida en ella pueda celebrar su triunfo eterno. También aquí se conciben estos dos poderes como personificados, concretamente como seres diabólicos, porque, en cuanto manifestaciones consecuentes al pecado, han desbaratado y trastornado la figura primigenia de la creación de Dios. Consiguientemente son enviados con Satán y sus cómplices a la condenación, en la que se hallan también los hombres que no habían podido responder satisfactoriamente ante el juicio de Dios.

La situación desesperada de los condenados a tormentos eternos (cf. 20,10) se llama en el Apocalipsis «la segunda muerte», de la que ya no hay resurrección.