CAPÍTULO 18


b) Juicio sobre Babilonia (18,1-24)

La visión no presenta ante los ojos la destrucción de la metrópoli del reino anticristiano en una sucesión de imágenes, como se había hecho, por ejemplo, en las plagas de los tres septenarios (6,1-11.19; 15,1-16,21); aquí nos hallamos ante un relato más auricular que visual. El reportaje mismo se hace en gran parte con medios intuitivos tomados del Antiguo Testamento64, pero aun así es realizado de manera impresionante como diseño de consistencia autónoma. La configuración literaria y la composición verbal alcanzan a trechos una gran fuerza de expresión poética y un elevado nivel artístico.

Por lo que hace al contenido, una vez más hay que tener presente que se enfocan conjuntamente la historia del tiempo y la historia del fin de los tiempos. Así ahora la Roma de los Césares viene a ser, como antes Babilonia, símbolo de la hostilidad hereditaria contra el pueblo de Dios y consiguientemente contra Dios, y así también como el compendio de toda hostilidad de Satán contra la Iglesia y de su resistencia contra la erección de la soberanía de Dios sobre el mundo.
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64. Cf. especialmente Jer 50,1-52,58; también Is 13,20s; Bar 4,31-35.
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1 Después de esto vi otro ángel que bajaba del cielo y que tenía gran potestad, y por su gloria quedó iluminada la tierra. 2 Y gritó con voz potente, diciendo: «¡Cayó, cayó Babilonia, la grande! Se ha convertido en morada de demonios, en guarida de toda clase de espíritus inmundos, en guarida de toda suerte de aves impuras y aborrecibles. 3 Porque del vino de la ira de su prostitución han bebido todas las naciones; con ella fornicaron todos los reyes de la tierra, y los mercaderes de la tierra se enriquecieron con el poder de su opulencia.»

La visión está destacada de la precedente como autónoma, formalmente con el «después», materialmente con la indicación de que ya no es introducida, como hasta ahora, por uno de los ángeles de las copas, sino por otro diferente; este mensajero del cielo aparece en el resplandor de la gloria de Dios que lo ha enviado (cf. Ez 43,2; Lc 2,9). La escena es grandiosa y a la vez siniestra. En efecto, la abundancia de luz del cielo que con el ángel se proyecta sobre el escenario, ilumina las extensas ruinas de la ciudad cubierta de cenizas y sumida en las tinieblas de la noche. En ella no se ve ya alma viva, entre sus escombros se cobijan los demonios, y bandadas de detestables pájaros nocturnos la han escogido como guarida (Lev 11,13-19 cuenta a todos los pájaros nocturnos, murciélagos, etc., entre los animales impuros).

Tal es ahora el aspecto de Babilonia, una vez que ha caído sobre ella el destino predicho anteriormente por un ángel (14,8) y que se describe a continuación. Para justificar esta suerte, recuerda el ángel una vez más la gran culpa (cf. 14,8; 17,2): Babilonia había seducido al mundo entero, induciéndolo a la apostasía de Dios, al lujo y a la frivolidad, a la corrupción moral, con lo cual había atraído sobre sí la ira de Dios. Ahora, una vez que se han derrumbado las fachadas exteriores, se hace pública su podredumbre interior. El juicio de Dios es siempre también el juicio de uno sobre sí mismo.

4 Oí otra voz que salía del cielo y decía: «Salid de ella, pueblo mío, para que no os hagáis cómplices de sus pecados y para que no tengáis parte en sus plagas. 5 Porque sus pecados se han amontonado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de sus iniquidades. 6 Devolvedle según lo que ella dio, y dadle el doble según sus obras. Mezclad para ella el doble en la copa en que ella mezcló. 7 Cuanto se glorificó y se dio al lujo, otro tanto dadle de tormento y llanto. Porque dice en su corazón: Estoy sentada como reina, y no soy viuda, y llanto jamás lo veré. 8 Por eso en un solo día vendrán sus plagas: peste, llanto y hambre, y será abrasada por el fuego; porque poderoso es el Señor, Dios, que la ha juzgado.

El cuadro introductorio de la caída de Babilonia era sólo una mirada profética anticipada; esto se desprende del requerimiento, que sólo ahora se dirige a los fieles, a abandonar la ciudad antes de su tremenda catástrofe (cf. Jer 51,6.45; Mt 24,15-20 par). Por razón de su motivación, este requerimiento es también una advertencia, una exhortación a no caer ellos mismos en el mal espíritu de esta ciudad, a no hacerse ellos mismos culpables con ella para no ser tampoco juzgados juntamente con ella. Por eso san Agustín entiende acertadamente en sentido espiritual el requerimiento a abandonar la ciudad y explica: «Queremos ponernos en marcha y salir de la ciudad de este mundo, caminando sobre los pies de la fe, que actúa en el amor, hacia el Dios vivientes 65.

El dilema del cristiano en el mundo consiste en que por un lado se le ha confiado el mundo como quehacer, y por otro lado debe él estar siempre en guardia, no sea que en el desempeño mismo de este encargo, adaptándose erradamente a las circunstancias, borrando los límites entre Dios y el mundo, entre el espíritu de éste y la voluntad de Dios, venga a hacerse esclavo del mundo (cf. Rom 12,2). Esta existencia cristiana en el mundo, sentida como una inserción entre dos polos opuestos que se repelen y por tanto a veces también como una dolorosa tensión, debe ser llevada adelante hasta el fin sin equívocos y con fortaleza de ánimo. Así, el cristiano debe también emprender constantemente un éxodo; sin la necesaria renuncia, viene absorbido por el mundo y perece juntamente con él, en lugar de mostrarse su salvador en nombre de Cristo.

Para la ciudad mundana de Babilonia, capital del Anticristo, se ha colmado hasta desbordarse la medida de su pecado, como también de la consideración de Dios con ella. A su provocación, que ha venido a alcanzar proporciones inmensas en la montaña de sus culpas que se eleva hasta el cielo, responde Dios con un juicio justo, sin misericordia. Los vengadores mencionados ya en 17,16s reciben la instrucción de arrancarla de raíz y de vengar sin contemplaciones sus desafueros incluso más allá del principio jurídico de la equivalencia y de la paridad (cf. Jer 16,18; 17,18) 66. En un solo día (cf. Is 47,8s) saldrá a la luz con su ruina toda la falsía de su ser, y su mentirosa ostentación de seguridad y su vana mueca de poderío universal se hundirá en la nada. El Dios soberano y omnipotente la ha juzgado.
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65. La Ciudad de Dios, 18,18.
66. La ley del talión, cf. Lev 24,19s; Mt 5,38
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9 »Llorarán y por ella plañirán los reyes de la tierra, los que con ella fornicaron y se entregaron al lujo, cuando vean la humareda de su incendio, 10 de pie, a lo lejos, por el temor de su tormento, diciendo: ¡Ay, ay de la gran ciudad, de Babilonia, de la ciudad poderosa! Porque en una hora ha venido tu castigo. 11 Y los mercaderes de la tierra lloran y se lamentan por ella, porque ya nadie compra su cargamento; 12 cargamento de oro, de plata, de piedras preciosas, de perlas, de lino, de púrpura, de seda y de escarlata; toda clase de madera aromática y todo género de objetos de marfil; todo género de objetos de madera preciosa, de bronce, de hierro y de mármol; 13 canela y plantas olorosas; perfumes, mirra e incienso; vino y aceite; flor de harina y trigo; ganado mayor y ovejas; caballos, carros, esclavos, y personas; 14 y tus frutos maduros, tan apetecidos por ti, se fueron lejos de ti; todo lo precioso y espléndido se perdió para ti, y ya nunca lo encontrarán. 15 Los mercaderes de estas cosas, los que se enriquecieron con ella, se detendrán a lo lejos por miedo a su tormento, llorando y lamentándose, 16 y diciendo: ¡Ay, ay de la gran ciudad, la que se vestía de lino, púrpura y escarlata, la que se adornaba con oro, piedras preciosas y perlas! 17a Porque en una hora quedó devastada tanta riqueza.

El volumen y lo tremendo de la destrucción se expresa -de nuevo en base a un modelo veterotestamentario (cf. Ez 26,15-27,36)- mediatamente en lamentaciones de los que habían conocido anteriormente a Babilonia y ahora, para no ser arrastrados también con su ruina, se mantienen alejados, contemplando su devastación en medio de abrasadoras llamas y doliéndose por la pérdida de tan grandes riquezas. Como en una tragedia de la antigüedad clásica expresan en tres coros su estremecimiento.

En primer lugar claman: «¡Ay, ay!», por una destrucción tan de raíz los reyes de la tierra, que al abrigo del favor de la dominadora del mundo se le habían entregado en cuerpo y alma y como compensación les había sido dado tener participación en su poderío y en su fasto (cf. 17,2; 18,13). En realidad, tampoco pueden menos de reconocer que son testigos de un juicio de Dios, en el que sucumbe una potencia que en su descomunal frenesí había llegado hasta los límites más extremos.

El segundo coro lo forman los mercaderes de la tierra, que se habían enriquecido con sus engañosas riquezas y ahora lamentan la pérdida de aquel importante mercado de consumo. Ella les había comprado no sólo objetos de uso en la vida cotidiana, sino que, en un bienestar rebosante de prodigalidad, les había encargado los más costosos artículos de lujo destinados a una vida en medio de la molicie. La lista de artículos de importación en materia de indumentaria y de adornos, de cosméticos y mobiliario, de manjares y bebidas selectas, es característica de la sociedad altamente civilizada de la antigüedad. No sólo mercancías, animales y utensilios que hacían la vida agradable, cómoda y placentera, sino también personas, de las que se podía disponer libremente como de cosas y que se podían emplear en toda clase de servicios: todo esto se ponía allí a la venta; el tráfico de esclavos había venido a ser una buena fuente de ingresos en aquella tan grande y opulenta ciudad. Babilonia -piensan los comerciantes -habría podido ahora, en el apogeo de su poderío político y económico, gozar de los frutos de su posición tan desahogada; pero este cálculo no resultó. Como el abuso del poder, venga Dios también el abuso de la riqueza; ambos son igualmente engañosos en manos de los hombres.

17b »Todos los pilotos, todos los que se dedican al cabotaje, y las tripulaciones y cuantos bregan en el mar, se detuvieron a lo lejos, 18 y clamaron, contemplando la humareda de su incendio, diciendo: ¿Qué ciudad semejante a la gran ciudad? 19 y echaron polvo sobre sus cabezas y gritaban, llorando y lamentándose, diciendo: ¡Ay, ay de la gran ciudad, de cuya opulencia se enriquecieron cuantos tenían las naves en el mar! Porque en una hora quedó devastada.

El tercer grupo que se lamenta por la ruina de la ciudad lo forma la gente de mar: armadores y capitanes, pilotos y marineros; todos los que vivían de la navegación y del trabajo en los puertos. La soberbia ciudad, en cuyos puertos entraban y salían cantidad de embarcaciones grandes y pequeñas con abundante cargamento, ha desaparecido. Cierto que su duelo, como el de los comerciantes, no es propiamente desinteresado; como éstos, lamentan la pérdida de la fuente de su propio bienestar.

Los tres grupos están especialmente afectados, y cada uno lo recalca al final de su lamentación, por el hecho de que tal fatalidad irrumpiera de manera tan brusca e imprevista sobre la metrópoli mundial y en un abrir y cerrar de ojos la redujera a escombros y cenizas. La seguridad es una de las primeras y más acuciantes aspiraciones de los hombres; la mayor seguridad posible contra todos los avatares de la existencia caracteriza el pensar moderno, y no poco se paga por ella. Pero así sólo la existencia misma queda a fin de cuentas en constante peligro, dependiendo de un factor que se substrae a todo cálculo; Dios es «en quien vivimos, nos movemos y somos» (Act 17,28). El espíritu de Babilonia, con el exclusivismo de su existencia meramente horizontal y la divinización de los valores de lo perecedero, viene juzgada en cada caso, pese a su negación, desde la vertical, y una vez lo será por fin definitivamente 67
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67. En los cantos de alabanza y de acción de gracias del Apocalipsis se expresa la interpretación teológica de las visiones, a las que dan respuesta (cf. nota 25). Lo mismo sucede en estas lamentaciones. Éstas contienen importantes ideas sobre la antropología bíblica. El hombre, su existencia y sus realizaciones vienen notablemente rebajadas en su relatividad ante el fondo de lo absoluto
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20 »Regocíjate por ella, cielo, y también los santos, los apóstoles y los profetas. Porque Dios ejecutó la sentencia que reclamabais contra ella.»

La voz del cielo que había hecho oír al vidente la lamentación de los moradores de la tierra por la ruina de Babel, le notifica todavía al fin el juicio del cielo sobre lo acaecido. Este se expresa en forma de un requerimiento a reemplazar las elegías de la tierra por un canto de júbilo en el cielo. Todos los moradores del cielo, especialmente los apóstoles y los profetas, heraldos de la verdadera salvación del mundo, vienen invitados a ello, pues por fin ha escuchado Dios la oración de los mártires (6,9-11), haciendo que triunfara la verdad y la justicia. Antes de que el cielo dé la respuesta en una liturgia de acción de gracias revestida de especial solemnidad (19,1-10), se concluye todavía la visión del juicio sobre la destrucción de Babilonia.

21 Y un ángel poderoso levantó una piedra, como una gran rueda de molino, y la arrojó al mar, diciendo: «Con este ímpetu será arrojada Babilonia, la gran ciudad, y no aparecerá jamás. 22 Ya no se escuchará más en ti voces de citaristas y de cantores, de tocadores de flauta y de trompeta. Ya no se encontrará más en ti artesano de arte alguna. Ya no se escuchará más en ti el son de la rueda de molino. 23 Y no brillará más en ti luz de lámpara. Y voz de esposo y de esposa no se escuchará más en ti. Porque tus mercaderes eran los magnates de la tierra. Porque con tus maleficios se extraviaron todas las naciones. 24 Y en ella se encontró sangre de profetas y de santos, y de todos cuantos fueron degollados sobre la tierra.

En una acción simbólica, cuyo modelo se halla en Jer 51,60-64, sensibiliza el ángel lo que todavía queda de Babilonia después del juicio de Dios. ¡Nada! se ha hundido en un abrir y cerrar de ojos, como una gran piedra que se arroja en el mar.

Cuán completamente haya de quedar extinguida la metrópoli del Anticristo después del juicio de Dios, se pone todavía gráficamente ante los ojos con nuevos cuadros. En la descripción con acentos épicos, de la ciudad asolada vuelven a surgir numerosos motivos veterotestamentarios. Han quedado borrados todos los rastros de vida. Ya no se oye voz humana, cántico ni instrumento músico alguno: un vacío y un silencio deprimentes (cf. Is 24,8; Ez 26,13). Han enmudecido todos los ruidos de la pasada vida cotidiana y de la aplicación al trabajo de sus habitantes; ya no hay faenas caseras ni oficios en Babilonia. Una cierta nostalgia melancólica por tantos valores de la existencia humana como han desaparecido también con Babilonia, no puede menos de percibirse en esta elegía. Con el arrogante delirio de la existencia se ha extinguido también la sana alegría; ningún joven habla ya de amor a la prometida de su corazón; ya no se fundan nuevas familias, ya no nacen más niños. Y sobre el silencio de muerte del campo de ruinas se extiende para siempre una noche tenebrosa.