B I B L I A

José Rodríguez Carballo

La Biblia no nos resulta, ciertamente, un libro extraño. Este viejo libro, patrimonio en su origen del pueblo judío, y luego de la Iglesia, marcó hondamente nuestra cultura occidental. Nuestra memoria y nuestra forma de hablar están cargadas de imágenes sacadas de él. Pero este libro-biblioteca se presenta para muchos como un libro de difícil lectura, un libro «sellado con siete sellos» (cf. Ap 5). Un libro de sentido impenetrable no sólo en algunos de sus textos, sino en libros enteros, como es el caso del Apocalipsis. Esto es lógico si tenemos en cuenta que la Biblia es una obra literaria muy compleja. Es como una gran caravana. Camina durante mucho tiempo y atraviesa numerosos países (Mesopotamia, Egipto, Palestina, Siria, Persia, Grecia, Italia...) antes de llegar a nosotros. Acumula cantidad de cosas de estas épocas y países. Unas fascinantes y hermosas. Otras desconcertantes y hasta escandalosas, o cuando menos muy difíciles de entender y explicar. Por sus páginas desfila una variadísima gama de personas que no viven como vivimos nosotros, que no tienen nuestra manera de ver las cosas; en definitiva, que están muy lejos de nuestra mentalidad. ¿Renunciaremos a entenderla, o dejaremos su estudio sólo para los letrados y entendidos?

Ceder a esa doble tentación sería desconocer que la Biblia es el libro de todo el pueblo de Dios, la buena noticia anunciada a los pobres (cf. Lc 4,18-19). Judíos y cristianos, mil millones largos de personas, consideramos la Biblia como nuestro libro santo y apoyamos en él nuestra fe, pues lo reconocemos como palabra de Dios. Una palabra creadora y salvadora. Una palabra que es historia viviente de hombres y mujeres que han crecido como nosotros en busca de sentido para sus vidas; que han descubierto la presencia amorosa de Dios en medio de ellos; que han experimentado que Dios entraba en sus vidas, indicándoles un camino e invitándoles a una comunión de vida y de amor con él. A pesar de las dificultades que la comprensión de este libro incomparable pueda tener, los creyentes no podemos, pues, renunciar a la lectura y comprensión de lo que, en palabras del Concilio es «apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual» (DV 21).

Cuanto sigue, sin pretender explorar todos los rincones de ese mundo desconocido que puede ser la Biblia, quiere ser una guía para un primer contacto con este libro único considerándolo como una creación literaria, obra humana, y como palabra de Dlos, inspirada por su Espíritu.

1. La Biblia, creación literaria

1.1. El nombre

Los libros bíblicos reciben, en su conjunto, distintos nombres. En la misma Biblia son llamados «Escrituras santas» (Rom 1,3), «Sagradas letras» (2 Tim 3,15), «Libro sagrado» (2 Mac 8,23) y «Libros santos» (I Mac 12,9). Otras veces, dejando a un lado el adjetivo, se les denomina simplemente con el nombre de «Escritura» o «Escrituras» (Jn 10,35; Mt 21,42) y «Libros» (Dn 9,2) por excelencia.

Este último nombre, el de «Libros», utilizado más tarde especialmente por los padres griegos, es el que dio origen al nombre de «Biblia», por el que normalmente es conocido el conjunto de libros sagrados. Con él indicamos la naturaleza externa de las Escrituras: se trata de un conjunto de libros («biblia» es el plural del sustantivo griego biblion = libro), que, después de un proceso que duró siglos, fueron reunidos en una sola obra. Otras denominaciones parten del contenido de esos libros. Así, el nombre de «Alianza-Testamento» (cf. 1 Mac 1,60), por el hecho de que la Biblia contiene la narración de las iniciativas divinas para establecer una alianza con su pueblo en las dos etapas de la historia de la salvación: la antigua con Israel, y la nueva con la Iglesia.

1.2. El número de libros sagrados

El número exacto de esos libros en los que se recoge la historia de los encuentros salvadores de Dios con los hombres y las respuestas que éstos, confiados o recelosos, le han dado, es de 73. Así lo definió solemnemente el concilio de Trento en 1546 y así lo ratificaron los concilios posteriores hasta el Vaticano II. Sus nombres son: Génesis, Éxodo, Números, Levítico, Deuteronomio, Josué, 1/2 Samuel, 1/2 Reyes, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahún, Abacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías, Salmos, Proverbios, Job, Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés (= Qohelet), Ester, Esdras, Nehemías, 1/2 Crónicas, Baruc, Tobías, Judit, I/2 Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico (= Sirácida), Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Hechos de los Apóstoles, Romanos, 1/2 Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, 1/2 Tesalonicenses, I/2 Timoteo, Tito, Filemón, Hebreos, 1/2 Pedro, 1/2/3 Juan, Santiago, Judas y Apocalipsis.

1.3. División de los libros sagrados

De estos libros, 46 son de inspiración judía y 27 de inspiración cristiana. Los primeros nos transmiten la experiencia espiritual de quienes se rigieron por la alianza del Sinaí; los segundos recogen las exigencias de la alianza inaugurada por Cristo. Aquéllos presentan la esperanza de la salvación anunciada por los profetas. Contienen la promesa de Dios de salvar a los hombres. Estos recogen la realización de esa esperanza. Contienen el cumplimiento de la promesa de Dios en su Hijo Jesucristo. Esta simple constatación nos lleva a dividir la Biblia en dos grandes bloques: Antiguo Testamento y Nuevo Testamento, o lo que es lo mismo, Antigua Alianza y Nueva Alianza (cf. 2 Cor 3,6.14).

Comparando, ahora, unos libros con otros, el lector se da cuenta inmediatamente de que nos encontramos ante una biblioteca no muy homogénea. Hay libros y fragmentos antiquísimos y otros muy recientes. Hay unos que son bastante largos y otros muy cortos. Los hay escritos en poesía y otros que contienen los anales del reino. Hay textos escritos por un solo autor y otros que son una antología de textos de distintos autores y distintas épocas. Cada libro conserva su propio carácter. A pesar de todo esto, también es fácil observar cómo cada libro se encuentra unido a los otros, ya por su contenido, ya por el género literario. Esto explica el por qué en cada uno de esos dos grandes bloques se hayan hecho divisiones que agrupan a varios libros con características históricas o temáticas semejantes. La tradición judía hace una división tripartita del Antiguo Testamento, y cuyos nombres corresponden a cada una de las consonantes de la palabra Tanak, por la que también se conoce la Biblia entre ellos.

La primera parte se llama Torá (ley). Esta comprende los cinco primeros libros de la Biblia, y corresponde a nuestro Pentateuco. También se la conoce con el nombre de la «ley del Señor» (Neh 9,3) o «ley de Moisés» (Mal 3,22). La segunda parte se llama Nebiim (Profetas). Comprende parte de nuestros libros históricos: Josué, Jueces, 1/2 Samuel y 1/2 Reyes, llamados por ello profetas anteriores; y todos los libros proféticos, conocidos con el nombre de profetas posteriores. La tercera parte recibe el nombre de Ketubiim (Escritos) y comprende el libro de los Salmos, Proverbios, Job, Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Qohelet, Ester (hasta 10,3), Daniel (excepto algunas partes deutero-canónicas), Esdras, Nehemías y 1/2 Crónicas. El criterio seguido por los judíos para dividir así los libros bíblicos es, fundamentalmente, el histórico. Según se iban considerando sagrados, se iban agrupando, formando un conjunto.

Los católicos y ortodoxos dividimos los libros del Antiguo Testamento, según la clasificación de los LXX, en cuatro partes: Pentateuco, Históricos, Sapienciales y Proféticos. Para ello seguimos, como criterio fundamental, el tener en cuenta el género literario del libro en cuestión. Los del Nuevo Testamento los dividimos en: Evangelios y Escritos apostólicos (Cartas paulinas y católicas, Hechos y Apocalipsis). Los protestantes, mientras para el Nuevo Testamento siguen la división católica y ortodoxa, para el Antiguo Testamento siguen la división judía, añadiendo al final los libros deuterocanónicos y haciendo notar que no son admitidos por los judíos. La división de los libros en capítulos y versículos es tardía. Fue Esteban Langton (+ 1228) quien hizo la actual división en capítulos, que luego, en 1528, fueron subdivididos en versículos por Pagnini di Lucca (AT) y por Roberto Ettienne (NT).

1.4. Los libros protocanónicos y los deuterocanónicos

No todos los libros que figuran hoy en nuestras Biblias fueron tenidos por inspirados desde un principio. Algunos tardaron en entrar dentro del «canon» (término técnico que subraya el carácter normativo de todos estos escritos para la fe de todos los tiempos) de libros inspirados; y otros nunca entraron en el «canon» judío y, como consecuencia, tampoco en el protestante.

a) El canon judío

Después de la destrucción de Jerusalén, los responsables religiosos se preocuparon de asegurar la continuidad de la fe de aquellos que se dispersarían por todo el mundo. Para ello era esencial el concretar oficialmente o canónicamente la lista de los libros en los que se reconocía la fe de Israel. Así se hizo a finales del s. I d. C. Esto provocó una primera distinción entre libros canónicos y libros apócrifos. Este trabajo se realizó en Palestina. En Alejandría, donde vivían unos 100.000 judíos, en torno a esas mismas fechas, se llevaba a cabo una famosa traducción de la Biblia al griego, conocida con el nombre de los LXX (por creer que la habían realizado setenta sabios), y destinada a todos los judíos de lengua griega. También aquí se intentó clarificar cuáles eran los libros inspirados y cuáles no. Si hoy comparamos ambas listas, vemos que no hay coincidencia. Mientras la traducción de los LXX coloca entre los libros inspirados a Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, Daniel 3,23-90 y 13-14, Judit, Tobías, 1/2 Macabeos y Ester 10,4-16,24, estos mismos libros son ignorados como canónicos por los judíos de Palestina. Así lo deducimos de las distintas traducciones de la Biblia en hebreo y por Flavio Josefo, quien, siguiendo la corriente de los fariseos, hace un elenco de todos los libros inspirados. dejando a un lado los anteriormente citados.

Esto hace que en los libros del Antiguo Testamento se pueda establecer una doble categoría: protocanónicos y deuterocanónicos. Protocanónicos son aquellos que desde un primer momento (protos en griego significa primero) fueron admitidos como revelados. En cambio, deuterocanónicos son aquellos que fueron aceptados sólo en un segundo momento (deuteros significa segundo).

Los motivos por los que los judíos de Palestina, a quienes se debe la fijación del canon de libros del Antiguo Testamento, redujeron el número de libros inspirados son varios. El primero de ellos y, sin duda el más importante, es la ausencia, a partir del s. V, de un profeta que asegurase el carácter divino de los escritos más recientes, o confirmase el carácter sagrado de escritos antiguos sobre los cuales no se habían pronunciado los profetas precedentes. Esta es la razón que señala Flavio Josefo (cf. Contra Apionem, 1, 8). Otros motivos, aducidos por los fariseos, son: que un libro no puede ser sagrado si no está escrito en la lengua sagrada (hebreo o arameo) y si no está escrito en Palestina, única tierra sagrada capaz de recibir las revelaciones de Dios. Como los llamados deuterocanónicos no reúnen estas condiciones, los fariseos no dudaron en rechazarlos. Esto tuvo sus consecuencias para los cristianos. Los que vivían en Palestina, en contacto con las comunidades judías, adoptaron el canon hebreo palestino, mientras que los que vivían en el mundo griego y hablaban la lengua griega adoptaron el canon alejandrino. Esta diferencia ha continuado hasta hoy. Las Iglesias protestantes han recogido la tradición palestina, también conocida como antioquena. Sus Biblias sólo citan las obras llamadas protocanónicas, y consideran como apócrifos los textos suplementarios conservados en el segundo canon, el de Alejandría, seguido por las Iglesias católica y ortodoxa.

b) El canon del Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento no ha planteado tantos problemas. Muy pronto, los primeros cristianos coleccionaron y difundieron los escritos en los que se expresaba su fe, separándolos de aquellos que no la contenían. De este modo, los libros canónicos se diferenciaron claramente de los apócrifos. De todos modos, con algunos escritos hubo ciertas dudas sobre su canonicidad, lo que hizo que entraran a formar parte del canon de libros inspirados solo en un segundo momento. Es el caso de Hebreos, Santiago, 2 Pedro, 2/3 Juan, Judas y el Apocalipsis. Las causas de esta aceptación tardía son múltiples: la circulación de muchos apócrifos, la brevedad excesiva y el poco valor doctrinal de algunos de estos escritos, el mal uso que de ellos hacían grupos heréticos (especialmente de Hebreos y Apocalipsis), y las dificultades de comunicación entre una Iglesia y otra. Por este hecho, y por razones de tipo doctrinal, Lutero atribuyó a estos escritos un papel secundario, colocándolos después de los otros libros, que él consideraba «los verdaderos, seguros y más importantes libros del Nuevo Testamento». Aunque su postura fue seguida, en un principio, por algunas Iglesias reformadas, hoy, sin embargo, la casi totalidad de esas Iglesias no tienen dificultad alguna en aceptar esos libros como inspirados. De cualquier modo, el canon de las Escrituras queda fijado tal como lo conocemos hoy, aunque en un orden distinto, con san Atanasio, en su carta a Pascual (año 367), y el Sínodo de Hipona (año 393).

1.5. Formación de los libros sagrados

El proceso de formación de los libros sagrados fue muy lento. A veces entre los hechos y su narración han transcurrido muchos años, e incluso siglos. Este es el caso, especialmente, de los libros del AT, pero, como se verá, también en el NT el proceso fue bastante largo.

a) La formación del Antiguo Testamento

- El punto de partida. El éxodo fue, sin duda, el acontecimiento fundante del pueblo de Israel. La salida de Egipto fue siempre considerada por Israel como el momento más destacado de su historia, como un acontecimiento que se sitúa en otro plano distinto de los demás. El pueblo existía ya desde Abrahán, pero sólo en promesa. El éxodo es realmente el momento en que Israel es creado como pueblo. Sacado «de la servidumbre al servicio», Israel descubre a Dios como liberador y salvador, el que le sacó de la casa de la esclavitud. Y desde esa experiencia se sabe pueblo elegido y consagrado. Por ser el momento fundacional del pueblo, es también el acontecimiento fundamental y ejemplar de su historia. Por esas dos características, el recuerdo del éxodo atraviesa toda la literatura bíblica (cf. Jos 24,6; Dt 6,21; 8,14; 13,6; 26,8; Sal 77; 78; 105, 1 Re 8,53), y será arranque y meta de cualquier aspiración del pueblo de Dios. Y con el éxodo, la alianza, como fuerza motriz del pueblo elegido a lo largo de todas sus vicisitudes históricas. Estos acontecimientos se transmitieron de generación en generación, de padres a hijos, durante siglos, sin la mediación de la escritura, de viva voz. Y al lado de ellos, y de modo casi anárquico, surgen los mishpatín y los torot (juicios y leyes), que, junto con los cantos, himnos, recuerdos.... van echando las bases de lo que luego sería el AT y particularmente el Pentateuco. Algo que, nacido del vivir cotidiano de Israel, iba constituyendo la normativa de su comportamiento.

También éstos fueron retenidos primero en la mente y sólo más tarde fueron consignados en brevísimos escritos o colecciones legales, que posibilitaran, a un tiempo, su conservación y su uso en la vida de cada día. Estas colecciones, por contener «juicios y decisiones», fueron conocidas en su conjunto por debarim, palabras o preceptos divinos.

- La historia del reino de Judá. En el s. X a. C., asistimos al primer intento serio de poner por escrito las tradiciones antiguas de Israel. Este intento nace en la corte de Salomón, organizada al estilo de la del Faraón, y en la que los escribas ocupaban un lugar destacado.

La Biblia habla de dos libros que se han perdido, redactados en este período: El Libro del justo y el Libro de las guerras de Yahvé. En este período se escribe también una Historia del arca (1 Sm 2-5) y la de la sucesión de David (2 Sm 9-20). Se recogen algunos poemas: El Canto del arco y la elegía de Abner (2 Sm 1,3), algunos Salmos y algunos de los refranes recogidos, más tarde, en el libro de los Proverbios. Sobre todo, se comienza la historia sagrada judía, que llamamos tradición yahvista, por designar a Dios con el nombre de Yahvé, y que corrientemente se designa con la letra J. Esta tradición quiere ser un respaldo teológico a la dinastía davídica, en la cual se realizan las promesas de Dios a los patriarcas. El rey, hijo de David e hijo de Dios, es el lugarteniente de la divinidad y garante de la unidad política y religiosa de la nación. Pero al mismo tiempo, el yahvista deja bien claro que el rey no es un monarca absoluto, sino que está al servicio de Dios y de su pueblo 1.

La presencia de esta tradición se puede palpar en los libros del Génesis y del Éxodo, y a ella pertenecen relatos tan conocidos como: la redacción más antigua del decálogo (cf. Ex 34,14-26), el relato de la creación del mundo y del hombre (cf. Gn 2,4b-25), el relato del pecado (cf. Gn 3,1-24), la historia de Abel (cf. Gn 4,1-16), el relato del diluvio (cf. Gn 7-9), la historia de Babel (cf. Gn 11,1-9). Dentro de este cuadro tenebroso, el yahvista vislumbra la acción salvífica de Dios: el «protoevangelio» (cf. Gn 3,15), la salvación de Noé (cf. Gn 8,15-22) y la vocación de Abrahán (cf. Gn 12,1ss). También pertenecen a él el relato de las plagas de Egipto (cf. Ex 7-10;12,21-27), el «signo» de las codornices y del maná (cf. Ex 16), el relato del becerro de oro (cf. Ex 32) y el de la renovación de la alianza (cf. Ex 34,1-28).

- La historia del reino de Israel. Con la muerte de Salomón, hacia el ano 931, la unidad nacional se viene abajo. El reino se divide. Ante la torpeza de Roboán, hijo de Salomón, las diez tribus del norte se separan arrastradas por un aventurero llamado Jeroboán. En adelante, el reino de Judá, al sur, y el de Israel, al norte, llevarán una existencia por separado.

La ruptura hizo que el norte desarrollara sus propias tradiciones e incluso sus propias concepciones teológicas, basadas en tradiciones antiguas, las mismas del sur, pero con orientación distinta. Es la historia sagrada del norte, conocida con el nombre de tradición elohista, por utilizar el nombre de Elohim para Dios, e indicada con la letra E 2. A su trabajo se deben los relatos más importantes de alianza que encontramos en el AT: la alianza con Abrahán (cf. Gn 15), la renovación de la alianza con Josué (cf. Gn 24) y, muy particularmente, la alianza del Sinaí (cf. Ex 19-24). En la historia patriarcal mostrará especial interés por Jacob y por José. Muy presente en el libro del Génesis y del Éxodo, la tradición elohísta se encuentra también presente en Números y Deuteronomio. En el norte, las crisis políticas son continuas. En poco más de dos siglos, nueve dinastías ocuparán el trono. La crisis religiosa es todavía mayor. La política de alianza con los países vecinos lleva a los reyes a adoptar los cultos y las costumbres paganas.

- Los primeros profetas. En medio de este caos, se deja oír la voz de los profetas 3. Primero Elías, hacia el año 875, y Eliseo, su sucesor, reaccionarán enérgicamente contra la invasión de cultos paganos y la inmoralidad. Luego, un siglo más tarde hacia el 750, Amós y Oseas. El primero, campesino ilustrado de la tierra de Judá, condenó, en el santuario de Betel, la injusticia social y la depravación moral y espiritual del reino del norte. Atacó sin reservas un culto vacío y anunció una catástrofe muy próxima. Con todo, mantuvo su esperanza de ver al Señor cumplir sus promesas gracias al «resto». El segundo, Oseas, hará la primera relectura de la historia del pueblo elegido bajo la forma de un drama de amor. Es el profeta testigo por excelencia de la promesa y de la fidelidad de Dios. Mientras tanto, en el sur también se dejó oír la voz de la profecía, con lsaías y Miqueas. Isaías predica en Jerusalén entre el 740 y el 700. La guerra siro-efraimita fue la ocasión de los principales oráculos de Isaías (1-39), invitando a la confianza en Dios, contra las alianzas políticas. Miqueas, campesino que sufre en su propia carne la injusticia de los ricos, logra hacer una magnífica síntesis de los tres profetas de aquel momento: la justicia, predicada por Amós; la ternura de Dios, anunciada por Oseas, y la confianza en Dios, invitación hecha por Isaías.

- El último período del reino de Judá (721-587). En el 721 a. C., el reino del norte es destruido por Asiria. Los que pudieron escapar se refugiaron en el sur, llevando consigo los documentos sagrados. Es entonces cuando se da una primera fusión entre la tradición yahvista y la elohísta. Eran los días del rey Ezequías, gran protector de la sabiduría proverbial y bajo cuya dirección los escribas reales reunieron una primera colección de proverbios y que hoy encontramos en Prov 25-29. El siglo VII es un siglo de intensa actividad en la formación de los libros sagrados. En él se forma Isaías 1-39, conocido con el nombre de Protoisaías, y asistimos al nacimiento de la tradición deuteronomista, indicada con la letra D 4. Judá ha caído en la idolatría, en el sincretismo y en el culto vacío. Los pocos fieles al yahvismo habían sido perseguidos y obligados a vivir en la clandestinidad. Desde ella se lleva a cabo una profunda revisión de la historia del pueblo, desde antes de la entrada en la tierra prometida. De esta revisión, una cosa aparece clara: la necesidad de volver a la observancia de la ley (deuteronomio significa precisamente «segunda ley»). Así se lo hacen saber al pueblo en tiempos de Josías (639-609), y así es aceptado por éste (cf. 2 Re 22-23; 2 Car 34-35). Entre los siglos VII y VI hemos de situar la actividad profética de Macún, quien predice, hacia el año 660, la ruina de Nínive; de Sofonías, profeta de los pobres de corazón, que predica al principio del reinado de Josías, y constata que en el pueblo no hay nadie que sea justo, por lo que la cólera divina no se hará esperar; de Habacuc, que predica en torno al 600, y ve en los babilonios los instrumentos de Dios destinados a castigar a los asirios por haber oprimido a Israel; y, sobre todo, de Jeremías. Este profeta vivió el drama que cayó sobre su pueblo en el 597 y luego en el 587. Intentó evitarlo invitando al pueblo a la vuelta a Dios (cf. 1-6), y cuando no lo logró, quiso darle un sentido a la catástrofe. En este período tiene lugar la redacción del Protoisaías y también la del Código de santidad (Lv 17-26).

- El destierro en Babilonia (587-538). El destierro será una buena ocasión para que el pueblo siga reflexionando sobre la propia historia, en la línea del Deuteronomio. Los resultados de este análisis los encontramos, además de en Deuteronomio, también en Josué, Jueces, Samuel y Reyes. En todos ellos hay una llamada seria a la conversión, una invitación a reconocer la propia culpa para recibir el don de Dios, un don que el pueblo puede esperar confiadamente, fundado en la fidelidad de Dios a las promesas hechas a los patriarcas. Cuando en el s. VI la historia deuteronomista fue redactada, predicaba Ezequiel, quien, recogidos los acentos amenazadores de Jeremías, intenta destruir las falsas ilusiones del pueblo; y el Deuteroisaías (Is 40-55), predicador incansable de esperanza. En este mismo período se ponía por escrito la predicación profética preexílica. Asistimos también al nacimiento de la tradición sacerdotal, indicada con la letra P (de Priester, sacerdote en alemán). Desterrado, el pueblo corre el peligro de desaparecer, como había sucedido siglo y medio antes con los israelitas del norte, deportados en Asiria. ¿Quiénes le permitirán resistir la prueba? Además de Ezequiel y el Deuteroisaías, serán los sacerdotes de Jerusalén los que sostendrán la fe de los desterrados. Para ello inventaron nuevas formas de práctica religiosa: el sábado, para santificar el tiempo; la circuncisión, que marca la pertenencia al pueblo; y las sinagogas-asambleas, lugares para orar y meditar la palabra de Dios. Los sacerdotes releen la historia pasada para descubrir en ella una respuesta a las cuestiones angustiosas que estaban planteándose: ¿qué lugar tienen las naciones en el proyecto de Dios?; ¿por qué el silencio de Dios? La respuesta global de los sacerdotes es: La promesa de Dios sigue siendo válida. Hay que esforzarse en cumplir los preceptos de la ley. Lo mismo que la historia yahvista, la sacerdotal va desde la creación hasta la muerte de Moisés. A ella se deben relatos como: el relato de la creación (cf. Gn 1,1-2,4), la alianza de Noé y el diluvio (cf. Gn 6-9), la alianza con Abrahán (cf. Gn 17), la esclavitud en Egipto (cf. Ex 1,13-14; 2,23-24), la vocación de Moisés (cf. Ex 6), los aspectos litúrgicos de la celebración pascual (cf. Ex 12,1-20), el paso del mar (cf. Ex 14).

- El dominio persa (538-333). En el período posexílico se escuchan los oráculos de Ajo y el primer Zacarías (1-8), que apoyan la reconstrucción de la casa de Dios; Malaquías, que criticará fuertemente la injusticia del pueblo; Abdías, que contiene un mensaje de esperanza para el reino deshecho de Judá; Joel, predicador del «día del Señor», el día en que Dios despojará al hombre de su pecado; y el Tritoisaías (56-55), que invita al gozo por la vuelta a la tierra prometida. Pero esta época está marcada sobre todo por la influencia de los escribas y de los sabios. Algunos escribas, como Esdras, releen las Escrituras, las reúnen en libros organizados, Pentateuco, y las completan con Crónicas, Esdras y Nehemías. Los sabios, por su parte, recogen las reflexiones anteriores y empiezan a producir grandes obras como Rut, Jonás, Proverbios y Job. También es ahora (s. IV-III) cuando se empieza a reunir los Salmos en colecciones, que muy pronto formarán un único libro.

- El dominio griego (333-63). Muy cercano ya el NT, cuando Israel se encuentra bajo el dominio griego, predica el llamado Deuterozacarías (9-14), que proclama de nuevo la esperanza mesiánica: gracias al ungido con el óleo sagrado, Dios restablecerá un día su reino. La helenización provocará varias reacciones, y muchos libros sagrados se hacen eco de esa situación: Qohelet (Eclesiastés), Sirácida (Eclesiástico), Tobías, Cantar de los Cantares, Baruc, Sabiduría. Por su parte, la persecución de Antíoco y la epopeya de los macabeos suscitan el nacimiento de Ester, Judit, I y 2 Macabeos, así como el desarrollo de la corriente apocalíptica, que tiene como representante en el AT a Daniel. Finalmente, en este período se componen los últimos Salmos y se traduce la Biblia al griego: los Setenta.

b) La formación del Nuevo Testamento

Con el NT, la Biblia se hace cristiana. El hecho esencial que lo distingue del Antiguo es el lugar eminente que en él ocupa Jesús de Nazaret, en quien los cristianos reconocieron muy pronto al Mesías, el Cristo, anunciado por el Deuterozacarías. En la formación del NT, al igual que en la del AT, podemos distinguir varias etapas 5:

- El punto de partida. Para comprender la formación del NT, hay que partir de un acontecimiento absolutamente extraordinario y fundamental, que puso en marcha todo lo demás: la resurrección. La experiencia pascual lo transformó todo. La pasión, la vida pública, e incluso la infancia, cobrarán nuevo significado. Es muy distinto contar la vida de una persona al filo de cada día, o referirla después de que un acontecimiento extraordinario ha manifestado todas sus riquezas. La resurrección, aquel «sí» de Dios a la vida y actitudes de Jesús, revela a los creyentes la verdadera identidad de Jesús y a dónde conducía su existencia. Bajo la luz de la resurrección es cómo se relee toda la vida de Jesús. Otro factor importante en la formación del Nuevo Testamento es la lectura de la Escritura en clave cristológica. Como judíos que eran, los discípulos no dejaron de meditar la palabra de Dios que daba sentido a sus vidas y recogía todas sus esperanzas mesiánicas. La escucha constante y asidua de la Escritura es la que les lleva a descubrir en el Resucitado al Mesías que tenía que venir. Entonces se da un doble movimiento. Por una parte, la Escritura ilumina la vida de Jesús y, por otra, la vida de Jesús aclara el sentido de las Escrituras. Teniendo en cuenta estos dos factores determinantes, podemos distinguir, en la formación de los libros del Nuevo Testamento, los siguientes momentos:

- Las palabras de Jesús. Es evidente que es la persona de Jesús, sus palabras y sus hechos, la que está en la base de nuestros textos. Jesús ha recibido como misión principal la de «anunciar la buena noticia a los pobres, el proclamar la liberación a los oprimidos» (Lc 4,18-19). Jesús no escribió nada, su misión la realizará a través de su vida y de su enseñanza (cf. Mc 2,2; 4,33;8,32), lo que le convertirá en «maestro» (cf. Mc 4,38;5,35;9,17.38;10,17), en torno al cual hay siempre un grupo de discípulos (cf. Mt 10,1-4; Mc 3,13-19; Lc 6,12-16). El carácter carismático de su persona suscita entusiasmo y admiración (cf. Mc 1,21-22; Mt 7,28ss; Lc 4,21-22.32), y las técnicas que utiliza en su predicación favorecen la fácil retención. Si a esto añadimos la novedad de su predicación (cf. Mt 12,46ss; Lc 11,27-28) y la autoridad con que la propone (cf. Mt 7,29; Mc 1,27), comprenderemos que los oyentes conservaran en su mente y corazón las enseñanzas de Jesús. El evangelio tiene pues su origen en Jesús mismo, se identifica con él. El es el evangelio del Padre a los hombres. Sin este hombre, «poderoso en obras y palabras» (Lc 24,19), sería imposible hablar de evangelio y de Nuevo Testamento.

- La predicación apostólica. Entre los oyentes de Jesús encontramos dos grupos bien distintos. Unos que le seguían sólo por el provecho que sacaban del taumaturgo de Nazaret (cf. Jn 6,26). Otros que mantenían una gran familiaridad con él (cf. Mc 3,32). A éstos les eligió «para que estuvieran con él y mandarles a predicar» (Mc 3,14). Después del escándalo de la cruz, que motivó la negación y el abandono de todos, gracias a la experiencia pascual se les abrieron los ojos, ciegos por el miedo (cf. Lc 24,31) y comenzaron a dar solemne testimonio, no sólo entre ellos mismos (cf. Lc 24,34), sino también ante todos los hombres (cf. Hch 2,22ss). Los discípulos no tienen todavía nada escrito, pero tienen una buena nueva: ¡Dios ha resucitado a Jesús! Esto es lo que viven, la fe que profesan (cf. 1 Tes 4,14;1 Do 5,3; Hch 2, 23.32;3,14-15;4,10), y lo que desde un principio comenzaron a predicar. Este anuncio en un principio se hizo de viva voz. Los «servidores de la palabra» transmitieron de palabra lo que habían visto y oído (cf. Lc1,2). Pero a medida que va aumentando la comunidad y disminuye el número de los testigos oculares, se siente la necesidad de poner por escrito esos recuerdos. Esa necesidad aumenta por exigencias de la vida misma de la comunidad: el culto, la catequesis y la predicación misional. Lo específico del culto cristiano residía en la fracción del pan y en la enseñanza apostólica (cf. Hch 2,42). Al lado de la celebración de la eucaristía, están los ritos bautismales, que según parece revestían especial solemnidad (cf. Hch 2,41;8,3639;9,18;10,47-48). Con estos dos ritos esenciales, los primeros cristianos obedecen el mandato del Señor: «Haced esto en memoria mía» (Lc22,19;1 Do 11,24). En ese contexto se mantiene vivo el recuerdo del Señor y, a la vez que se transmiten los dichos y hechos de Jesús, éstos sufren las influencias del culto, como es fácil comprobar por el relato de la institución eucarística (cf. 1 Do 11,2325). Poco a poco, por razones de practicidad, se originan las primeras colecciones de relatos, como el de la cena y la pasión.

De la existencia de la catequesis también nos informan los Hechos: «Perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles» (2,42). Los paganos debían ser instruidos en el conocimiento de las Escrituras y en los dichos y hechos de Jesús para poder abrazar la fe (cf. Hch 8,24-40). También los neófitos debían seguir profundizando en la fe ya abrazada (cf. Lc 24,25-27). Esta instrucción y esta constante reflexión en los contenidos de la fe hace que con frecuencia se pase del acontecimiento en sí mismo, relatado incidentalmente, a su profunda inteligencia. Los acontecimientos, entonces, son presentados no como simples informaciones impersonales, sino en la transfiguración pascual. De este modo, la negación de Pedro no es sólo una falta de fidelidad humana a su Maestro, sino una ruptura de fe con el Salvador (cf. Mt 26,34ss), y la huida de los discípulos no es una simple cobardía, sino que están faltos de fe, «están escandalizados» (cf. Mt 26,56).

Siempre en un contexto catequético se va formulando la fe de los primeros cristianos. El «Maestro» que duerme tranquilamente en popa mientras la barca corre peligro (cf. Mc 4,38; Lc 8,24) pasa a ser «Señor» (cf. Mt 8,25), y el miedo de los discípulos al ver a Jesús caminando sobre las aguas (cf. Mc 6,51) se convierte en profesión de fe (cf. Mt 14,33). Por otra parte, a los bautizados se les planteaban numerosas cuestiones: ¿Hay que seguir observando el sábado? ¿Qué es lo esencial de la vida cristiana?... Para responder a estas preguntas, los apóstoles no tenían más que una sola referencia: ¿Qué hacía o decía Jesús? Nacen así los relatos sobre la predicación de Jesús y sobre sus milagros. El creyente, iluminado por el comportamiento o las palabras de Jesús, sabe cómo resolver los problemas de la vida de cada día: el ayuno (cf. Mt 9,14-17), las leyes de la purificación (cf. Mt 15,110), el tributo al templo (cf. Mt 17,24-27)... En todo esto, los cristianos encuentran fuerza y luz para seguir el camino de fidelidad a Jesús.

Finalmente, los cristianos estaban en medio de un ambiente cada vez más hostil, al que querían llegar para ganarlo a Cristo. La predicación misionera es una exigencia vital. En ese contexto es lógico que se recordasen y luego se pusiesen por escrito las controversias de Jesús con sus adversarios (cf. Mt 7,29; 22,14-16; Mc 1,22) y todo aquello que les ayudase en su acción misionera, particularmente los milagros. La intención misionera se ve especialmente en el relato de la tempestad calmada (cf. Mt 8,23-27), o del caminar sobre las aguas (cf. Mt 14,24-33). Al mismo tiempo, los relatos sobre Jesús se fueron agrupando naturalmente. Les resultaba práctico tener una colección de milagros (cf. Mt 8,1-9,34) y otra de parábolas (cf. Mc 4,1-34). E incluso les venía muy bien un lugar geográfico que les sirviese de catalizador: en Cafarnaún se recordaba mejor lo que había dicho y hecho Jesús en aquella ciudad (cf. Ia jornada de Cafarnaún en Mc). Mientras esto sucedía, por necesidades de predicación, se iba formando un cierto esquema para contar la vida de Jesús: el bautismo de Juan, el ministerio en Judea, el ministerio en Galilea, y el ministerio en Jerusalén (cf. Hch 10,37-41) A todo este material, muy pronto se intentó darle una forma unitaria. Son las tradiciones que están en la base de nuestros evangelios canónicos y que conocemos con el nombre de «triple tradición», utilizada por Mateo, Marcos y Lucas, y la «doble tradición», utilizada por Mateo y Lucas.

- Los cuatro evangelios. Se llega así a la redacción de los cuatro evangelios canónicos. El trabajo de los evangelistas no consistió simplemente en recoger los materiales existentes y enlazar entre sí los distintos relatos. Cada evangelista ha descubierto en su propia comunidad un aspecto del rostro de Cristo, y fue ése el rostro que se esforzó en dibujarnos. Al mismo tiempo, cada uno de ellos es consciente de las necesidades de su comunidad, y para responder a ellas escribe su evangelio. Esto es lo que hace que los evangelistas ordenen, adapten e interpreten los materiales recibidos.

Ordenan el material. Así lo dice expresamente el prólogo del evangelio de Lucas (cf. 1,3). Basta comparar un evangelista con otro para darnos cuenta de que cada uno tiene su esquema, su orden. Un esquema y un orden que suponen una determinada interpretación (cf. Mt 18, 12-14 y Lc 15, 1-7).

Adaptan los materiales. La comunidad es el instrumento por el que los evangelistas conocen el evangelio, pero a su vez el evangelio está narrado en función de una determinada comunidad. De ahí que los evangelistas adapten el material recibido a las necesidades de la comunidad (cf. Mt 5,3 y Lc 6,20).

Finalmente, interpretan todo a la luz de la muerte y resurrección del Señor (cf. Lc 24,6-8; Jn 2,22; 12,26). Es al final de todo este proceso cuando los cuatro evangelistas escribieron los cuatro evangelios canónicos: Marcos hacia el año 70, Mateo y Lucas hacia el año 80 y Juan hacia el año 95. Los cuatro evangelios, cuyo origen hay que buscarlo ciertamente en Jesús de Nazaret, recogían la fe-vida de una comunidad que a su vez los asumía como textos para sus catequesis y su evangelización.

- Las cartas apostólicas. Mientras tanto, Pablo había escrito ya varias cartas, que son los primeros escritos del NT. Dichas cartas presentan las varias etapas del desarrollo doctrinal y moral del mensaje cristiano, adaptado a las circunstancias y necesidades de las comunidades destinatarias. En ellas se recoge desde la primera proclamación del evangelio hasta cuestiones teológicas complejas, surgidas por la necesidad de profundizar en la fe y de aclarar el mensaje auténtico y sus implicaciones frente a desviaciones, errores o polémicas intra y extracomunitarias . A través de estas cartas, podemos distinguir cuatro etapas en el pensamiento de Pablo o, lo que es lo mismo, en el desarrollo teológico de la primitiva Iglesia.

Una primera etapa está marcada por la esperanza. En las 1 y 2 Tesalonicenses, redactadas en Corinto entre el 50 y el 52, Pablo hace vivir a sus cristianos en la esperanza de la venida próxima de Jesús.

En un segundo momento, la preocupación de Pablo es esclarecer el significado de la salvación por Jesucristo en la Iglesia. De esto se ocupa en las cartas a los Corintios, redactadas en torno al año 56; en la carta a los Gálatas, enviada a la comunidad en plena crisis por los años 56-57; en la carta a los Romanos, que podría ser de los años 57-58, y en la carta a los Filipenses, escrita durante un período pasado en la cárcel, no sabemos si hacia el año 56 ó 61-63.

En las cartas a los Colosenses, Efesios y Filemón, escritas durante la cautividad (61-63), Pablo desarrolla el tema de Jesucristo, señor del mundo y de la historia. Las cartas 1 y 2 Timoteo y Tito, independientemente de si han sido escritas por Pablo o sus discípulos, recogen el testamento de Pablo y en ellas se muestra una gran preocupación por guardar el depósito de la fe. Por los años 60 se escriben la carta de Santiago y la 1 Pedro. En torno al año 70 pudo haber sido escrita la carta a los Hebreos, y un poco más tarde la carta de Judas, 1, 2 y 3 Juan y Apocalipsis. Finalmente, a comienzos del s. II, se escribió la carta 2 Pedro, que es el último escrito del Nuevo Testamento.

1.6. Los géneros-literarios

La Biblia, producción literaria de una cultura que duró cerca de dos milenios, se parece a una pequeña biblioteca, no sólo por el número de libros que la componen, sino también por la variedad de formas literarias que encontramos en esos libros. La misma división de la Biblia en Pentateuco, Libros históricos, Profetas y Sapienciales, para el AT; y en Evangelios, Cartas y Apocalipsis, para el Nuevo, es un reconocimiento claro de esta variedad de formas literarias. De todos modos, esta distinción es demasiado sumaria. Un análisis detallado de los textos y el descubrimiento de las literaturas de pueblos contemporáneos al mundo bíblico nos permiten descubrir en la Biblia una gran variedad de géneros literarios 6.

La razón por la que encontramos tanta variedad es porque los hagiógrafos o escritores son semitas y como tales muy dados a la fantasía y a la exageración. Su mundo interior es mucho más rico que el exterior. Necesitan echar mano de los distintos géneros literarios para expresar su vivencia espiritual, y dado que apenas han desarrollado literatura profana, o al menos no nos es conocida, tuvieron que recurrir constantemente a formas literarias de otros pueblos para manifestar sus propias vivencias de fe.

La determinación del género literario, primero, y luego su estudio, es fundamental para conocer lo que el autor sagrado ha querido enseñar. Así lo reconoce el Vaticano II cuando afirma: «Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas, los géneros literarios. Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios» (DV 12).

A partir de la forma externa, llegamos a conocer qué ha querido decirnos el autor. De este modo, estudiar el género literario no sólo es un medio de responder a las dificultades, sino también de dar una explicación al hecho de que Dios ha hablado por medio de hombres y a la manera de los hombres.

De la búsqueda de estos géneros literarios se encarga la llamada crítica de las formas, y su aplicación a la Biblia se debe a H. Gunkel (1862-1932) más tarde a M. Dibelius, K. L. Schmid, R. Bultmann y L. Alonso Schokel, entre otros. Gracias a las aportaciones de estos estudiosos, hoy podemos afirmar que en la Biblia, tanto en el AT como en el NT, encontramos todos los géneros literarios conocidos por la literatura moderna, y alguno más, como el apocalíptico. Una simple enumeración de los más conocidos nos lo confirmará.

a) Géneros literarios en el Antiguo Testamento En el Antiguo Testamento podemos distinguir los siguientes grandes géneros literarios:

- Historiografía. Es el género literario que prima en todo el AT. Todo él, lo mismo que el Nuevo, es una historia, la historia de salvación. El Dios bíblico no es un Dios lejano, sino el compañero cercano de viaje, que acompaña al hombre en su andadura histórica. Es Yahvé el que actúa. El género histórico desborda los cuerpos historiográficos. Tiene amplia cabida en el Pentateuco, donde todo se halla encuadrado dentro del marco histórico yahvista, elohísta y sacerdotal. Tiene también cabida dentro de la literatura profética, ya que toda ella es una lectura profética de la historia. También está presente en los libros sapienciales, como por ejemplo el Eclesiástico (44-50) y la Sabiduría (10-19). Finalmente, es también un componente importante en la lírica sagrada, como en el caso de los himnos históricos, los cánticos de Sión y las Lamentaciones. En cualquier caso, se trata de relatos de historias reales o imaginarias, de acontecimientos o hechos humanos importantes en la vida de un pueblo, de los cuales se dice no sólo cómo fueron, sino, sobre todo, cómo fueron vividos y qué significaron. En este sentido, no es extraño que el género histórico se presente a veces como epopeya (cf. el Éxodo), como midrás (cf. Crónicas), o como novela (cf. Ester, Rut, Tobías, Jonás, Judit). Como es fácilmente comprensible, el género histórico, tal como se encuentra en la Biblia, difiere notablemente de lo que actualmente se entiende por historia, cuyo objetivo es la máxima fidelidad crítica a lo acontecido. En la historia bíblica, los hechos están subordinados a la intencionalidad religiosa, y la autenticidad histórica no consiste en ser críticos de las fuentes, sino fieles a ellas. Como características más notables de la historiografía bíblica podemos señalar, además de lo dicho, las siguientes: Es confesional, es decir, está escrita desde la fe en Dios que se dio a conocer a Moisés con el nombre de Yahvé. Por eso la llamamos historia sagrada. Todo viene de Dios y todo camina hacia Dios. Es kerigmática: escrita desde la fe, la historiografía bíblica quiere ser proclamación y anuncio de esa misma fe (cf. Dt 26,5-9; Sal 78,67ss). Es interpelante: la historia bíblica no es una mera crónica aséptica y neutral, sino que es una llamada a la conversión y a la esperanza. Es salvífica: la historia bíblica no sólo es revelación sino que es también salvación. No es sólo mensaje, sino que es la buena noticia vivida y experimentada.

- Profecía. Los profetas, hombres con una profunda experiencia de Dios, desde la cual leen los acontecimientos del presente y abren expectativas del futuro, se comunican fundamentalmente a través de la palabra y de las acciones simbólicas. Dentro de la comunicación a través de la palabra encontramos géneros literarios tomados de la sabiduría tribal y familiar: parábolas (cf. 2 Sm 12,1-7), alegorías (cf. Ez 17,1ss), bendiciones y maldiciones (cf. Jr 17,5-8), comparaciones (cf. Jr 17,11), preguntas (cf. Am 3,3-6). Géneros literarios tomados del culto: himno (cf. Am 4,1-3; 5,8-9; 9,5-6), instrucción (cf. Am 4,4-5), oración (cf. Jr 32,16-25), oráculo de salvación (cf. Is 41,816). Géneros literarios tomados del ámbito judicial: discursos (cf. Ez 22,1-16), formulaciones casuísticas (cf. Ez 18,5ss), acusaciones (cf. Miq 6,1-8). Géneros tomados de la vida diaria: canción de la viña (cf. Is 5,1-7), canción del trabajo (cf. Ez 24,35.9-10), elegías (cf. Am 5,2-3). Géneros estrictamente proféticos: oráculos de condena (cf. 1 Re 21,17ss; 2 Re 1,3-4; Am 7,16-17), anuncio de castigo (cf. Am 1,5). Para transmitir su mensaje, los profetas no se limitan a la palabra. A veces la acompañan de gestos y acciones para darle más fuerza: son las acciones simbólicas (cf. 1 Re 11,29.31; Jr 27,1-3.12; Ez 4,1-3). En la mayoría de las acciones simbólicas encontramos seis elementos: la orden de ejecutarla, el relato, la interpretación, los testigos oculares, el compromiso de Dios a ejecutar lo simbolizado, y el nexo entre la acción simbólica y lo simbolizado (cf. Jr 19,1 -2.10-11).

- Lírica. Es el género poético que expresa el impacto producido o la vivencia despertada por una realidad en el espíritu del poeta. Se distingue de la poesía profética y de la sapiencial por su carácter subjetivo. Aquí debemos incluir particularmente los salmos, que después de H. Gunkel se suelen dividir en: himnos, salmos individuales (súplicas, salmos de confianza, acción de gracias), salmos colectivos (súplicas, salmos de confianza, acción de gracias), salmos reales, salmos didácticos (salmos sapienciales, históricos, exhortaciones proféticas, salmos litúrgicos). A este género literario pertenece, también, el Cantar de los Cantares.

- Sabiduría. Es el género literario nacido de la experiencia, reflexión o estudio de los sabios, en forma de sentencia, de dicho popular, de poema temático o de amplio tratado. Cabe señalar particularmente los proverbios, que están a la base de todos los demás.

- El mito. El hombre antiguo sintió necesidad de un lenguaje mitológico, simbólico y analógico para expresar con palabras o por escrito lo que trasciende a las categorías sensoriales. La Biblia echa mano del mito para expresar una realidad divina con lenguaje humano. El mito no crea la experiencia, sino que la expresa (cf. Is 14).

- Otros géneros literarios presentes en el AT son: las fábulas (cf. Nm 22), las sagas (cf. Gn 19), y las leyendas (cf. Gn 28,10-22), las apocalipsis (cf. Daniel), las instrucciones (cf. Lv 1-8) y la carta (cf. Esd 4-6).

b) Géneros literarios en el Nuevo Testamento En el NT podemos distinguir los siguientes géneros literarios: 1) Evangelios con tradiciones de la palabra (dichos proféticos, dichos sapienciales, preceptos, parábolas, dichos y comparaciones), y tradiciones de la historia (paradigmas, disputas, relatos de milagros, narraciones históricas, historia de la pasión y otros relatos). 2) Cartas, en las cuales podemos distinguir: materiales litúrgicos (himnos, confesiones de fe, y textos eucarísticos) parenesis (catálogos de virtudes y vicios, obligaciones de la familia, catálogo de obligaciones), y fórmulas (omológicas, de fe y doxologías). 3) Apocalipsis, no sólo presente en el Apocalipsis de Juan, sino también en los evangelios sinópticos (cf. Mc 13 y par). 4) Midrás, presente en los evangelios de la infancia (cf. Mt 1-2 y Lc 1-2).